Capítulo III

—Deseaba hablar con usted, monsieur Poirot. Sugden se excusó, separándose de ellos. Viéndole alejarse, Hilda dijo:

—No sabía que estaba. Me pareció verle con Pilar. Parece un buen hombre, muy considerado.

—¿Decía usted que deseaba verme? —preguntó Poirot.

—Sí, creo que usted puede ayudarme.

—Tendré un gran placer en hacerlo.

—Usted es un hombre muy inteligente, monsieur Poirot. Lo noté ayer noche. Estoy segura de que descubrirá fácilmente ciertas cosas. Quisiera que comprendiese a mi marido.

—Usted dirá, señora.

—Al inspector Sugden no podría hablarle de eso. Él no me entendería, pero usted sí.

—Me hace usted mucho honor —declaró Poirot, inclinándose.

Hilda siguió serenamente:

—Desde que me casé con él, mi marido ha sido un desecho mental.

—¡Ah!

—Los dolores físicos pasan pronto, la carne se cicatriza y los huesos vuelven a unirse. De todo ello sólo queda algún dolorcillo, una pequeña cicatriz, pero nada más. En cambio, mi marido, monsieur Poirot, sufrió un golpe mortal en la edad peor. Adoraba a su madre y la vio morir. Consideraba a su padre culpable directo de aquella muerte. En realidad, nunca se ha recobrado de aquel golpe. Su resentimiento contra su padre nunca se debilitó. Fui yo quien logró persuadirlo de que viniera y se reconciliase con su padre. Lo hice para bien de él, para curar esa herida moral. Ahora me doy cuenta de que al venir aquí cometí un error. Simeon Lee se divirtió hurgando en aquella vieja herida. Y con ello hizo algo muy peligroso. —¿Me va usted a decir, señora, que su marido mató a su padre?

—No, pero sí le digo que pudo haberlo hecho... Y también le diré que... no lo hizo. Cuando Simeon Lee fue asesinado, mi marido estaba interpretando la Marcha Fúnebre. El ansia de matar estaba en su corazón. Se deslizó por sus dedos y murió en ondas sonoras. Ésta es la verdad.

Poirot permaneció callado durante unos instantes. Luego dijo:

—¿Y cuál es su veredicto, señora, en el pasado drama?

—¿Se refiere a la muerte de la madre de David?

—Sí.

—Conozco lo bastante la vida para saber que no puede juzgarse un caso por sus apariencias exteriores. Para casi todo el mundo Simeon Lee fue el culpable de los sufrimientos y de la muerte de su mujer, a quien dicen que trató de una manera abominable. Al mismo tiempo creo honradamente que cierta disposición al martirio y la debilidad despiertan en el hombre de determinada clase los peores instintos. Simeon Lee estaba irritado por la paciencia de su mujer y por sus lágrimas.

—Su marido dijo ayer que su madre nunca se quejaba. ¿Es verdad eso?

—Claro que no —declaró impacientemente Hilda-. Se pasaba el día quejándose a David. Sobre sus débiles hombros descargó todo el peso de su infelicidad. Y él era muy joven, demasiado joven, para soportar todo cuanto ella quería que llevase.

Poirot la miró pensativamente.

—Ya entiendo.

—¿Qué es lo que entiende? —preguntó Hilda.

—Comprendo que usted ha tenido que hacer las veces de madre de su marido, cuando su mayor deseo hubiera sido ser simplemente su esposa.

Hilda desvió la mirada. En aquel momento, David Lee salió de la casa y dirigióse hacia ellos. Con voz clara y alegre dijo:

—¡Qué día tan hermoso! Parece primavera en vez de invierno.

En su expresión y en sus ojos se notaba vibrar la alegría.

—Vayamos al lago, Hilda —siguió.

Mientras Poirot les veía alejarse, Hilda volvióse y le dirigió una rápida mirada. En sus ojos el detective leyó ansiedad... o acaso miedo.

Lentamente, Poirot se dirigió hacia el otro extremo de la terraza, murmurando para sí:

«Siempre he dicho que soy el padre confesor. Y puesto que las mujeres acuden a confesarse más que los hombres no me extrañaría que alguna más quisiera exponerme sus preocupaciones esta mañana.»

Al torcer hacia la izquierda descubrió a Lydia que avanzaba hacia él.

Загрузка...