Capítulo I

E1 jefe de policía y el inspector Sugden miraron incrédulamente a Poirot. Éste colocó de nuevo un montoncito de guijarros dentro de una caja de cartón y la tendió a Sugden.

—Sí, son diamantes —declaró.

—¿Y dice que los encontró en el jardín?

—En uno de los jardincitos hechos por la señora de Alfred Lee.

—¿La esposa de Alfred Lee? —Sugden movió la cabeza-. No me parece lógico.

—¿Qué es lo que no le parece lógico? ¿Que Lydia Lee degollara a su suegro?

—Sabemos que no lo hizo —se apresuró a decir el inspector-. No es lógico que se apoderase de los diamantes.

—Realmente nadie la tomaría por una ladrona —dijo Poirot.

—Cualquiera pudo esconder los diamantes en aquel lugar.

—Desde luego. En el sitio donde los encontré había otros guijarros muy parecidos.

—No lo creo —declaró el coronel Johnson-. ¿Por qué tenía que robar esos diamantes?

—La respuesta es bastante fácil —dijo Poirot-. Pudo apoderarse de ellos para sugerir un motivo para el crimen. También podríamos decir que aunque no tomando parte activa en él sabía que el crimen iba a cometerse.

Johnson frunció el ceño:

—Todo eso es posible —dijo-. La considera usted cómplice de alguien. Pero, ¿de quién? Sólo puede serlo de su marido. Y sabemos positivamente que él no pudo ser el asesino, por lo tanto toda esa teoría se viene abajo.

—Desde luego, existe la posibilidad de que mistress Lee se apoderase de los diamantes, aunque es una posibilidad un poco exagerada. En ese caso, habría preparado el jardincito aquél como lugar ideal para esconder las piedras. Mas también pudo ser elegido por el ladrón, en caso de que éste sea otra persona. Acaso le llamó la atención la similitud entre los guijarros que en él había y decidió depositar allí los diamantes hasta que se hubiera calmado un poco el revuelo originado por el crimen.

—Es muy posible —admitió Poirot.

—Sea cual sea la verdad acerca de los diamantes, estoy seguro de que míster Lee no tuvo nada que ver con el asesinato —declaró el coronel-. Recuerden que el mayordomo la vio en el salón.

—No lo he olvidado —aseguró Poirot.

El jefe de policía se volvió hacia su subordinado.

—¿Ha descubierto algo más en sus indagaciones, Sugden? —preguntó.

—Sí, señor. Ya sé por qué Horbury se asustó al oír mencionar la policía. Hace tiempo fue conducido ante los tribunales para responder de un cargo de obtener dinero por medio de amenazas. Una especie de chantaje. Le dejaron en libertad por falta de pruebas. Pero lo más probable es que fuese culpable.

—¡Hum! —gruñó el coronel-. ¿Y qué más?

—Hemos descubierto algo en la vida de la esposa de míster George Lee. Vivió con un tal comandante Jones. Pasaba por su hija, pero no era hija suya. Míster Simeon Lee, que conocía mucho a las mujeres, debió comprender la verdad y disparó al azar cuando dijo aquello. Y, por lo tanto, dio en el blanco.

—Esto hace entrar en escena otro motivo —comentó el coronel-. Tal vez Magdalene Lee temió que su suegro supiera algo de la verdad y lo descubriera a su hijo. Lo de la llamada telefónica me pareció muy burdo.

—¿Y por qué no llama al matrimonio y hace que ellos aclaren ese punto? —sugirió el inspector.

—Me parece una buena idea —replicó el coronel. Por medio del timbre llamó a Tressilian y le pidió:

—Diga a míster George Lee y a su esposa que hagan el favor de venir.

Cuando el viejo mayordomo se volvía, Poirot le dijo:

—¿No se ha cambiado la fecha del calendario de pared desde que se cometió el crimen?

—¿Qué calendario, señor? —preguntó Tressilian, volviendo la cabeza.

—El que está en la pared.

Los tres hombres se hallaban sentados en el pequeño despacho de Alfred Lee. El calendario en cuestión era muy grande, con un bloc de hojas en cada una de las cuales iba impreso el día.

Tressilian entornó los ojos y avanzó hasta quedar a medio metro del calendario.

—Usted perdone, señor —dijo-. El calendario está al día. Hoy es veintiséis.

—¡Oh! ¿Y quién habrá arrancado las hojas?

—Míster Lee lo hace todas las mañanas. Es un caballero muy metódico.

—Ya entiendo. Muchas gracias, Tressilian.

Cuando el mayordomo se hubo retirado, Sugden inquirió, extrañado:

—¿Hay algo en ese calendario, monsieur Poirot? Encogiéndose de hombros, Poirot contestó:

—El calendario no tiene ninguna importancia. Sólo quería hacer un pequeño experimento.

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