Manuel Vázquez Montalbán
O César o nada

1 El señor Maquiavelo recibe tristes noticias

Si se pudiera aplicar la razón al juego, sea al de naipes, la "cricca", o al de dados, el "chaquete".

Si se pudiera. Seguro que estudiando las combinaciones se llegaría a saber por qué se gana, por qué se pierde, por qué el barbero de Sant.Andrea es capaz de ganar a Nicolás Maquiavelo, a pesar de que el señor secretario incluso cuando come rodajas de "finocchiona" o bebe vino trebbiano rebajado con agua lo hace como si pensara sobre el origen y la finalidad de la "finocchiona" en el mundo y por qué razones objetivas los vinos trebbianos le gustan más que los de Cinquéterre, mal que les pese a los genoveses. ¿Por qué? ¿Por qué me gana este imbécil? Piensa y se irrita ante la prepotencia, la impunidad y ludismo con que mueve las cartas el barbero, las soba, las selecciona, las ordena, arroja finalmente la elegida sobre el tablero de la victoria y la derrota. Y se le atraganta a Maquiavelo la rodaja del embutido que estaba masticando cuando lanza la perdedora carta sobre la mesa y grita:

– ¡Que me ganes tú es peor que perder! Y perder en mi casa aún peor. La próxima vez volveremos a jugar en la posada.

Barbo Mulino abre el gesto invitando a los compañeros de timba a que se escandalicen ante la agresión del hombre que siempre lee, incluso cuando recorre los caminos que unen su casa de Sant.Andrea de Percussina con el villorrio y que se viste de ceremonia, con una capa de sabio cuando recite a los clásicos en casa, como si leer fuera un pontifical. El sastre Guidotto cocina dos tipos de trajes de gala para el "magnífico señor" Maquiavelo, los que usa cuando negocia en nombre del gobierno de Florencia y los que se pone cuando lee.

– Lee usted demasiado.

Trata de retirar Maquiavelo su gesto airado y lo que era mueca agria se convierte en complicidad irónica.

– Me horroriza que la suerte exista.

No han entendido los demás la intención exacta de las palabras, pero se relajan y Barbo se atreve a crecerse.

– Jugar a las cartas no se aprende en los libros. Leer no es bueno para la lógica del jugador.

– Yo cuando leía jugaba peor.

Ya es desafío burlesco lo que ha dicho el médico, y no se lo consiente Maquiavelo.

– Señor médico, si leyera más, mataría menos.

Pero está cansado el anfitrión, se levanta e invita con el gesto a que los demás prosigan el juego, mientras los insulta mentalmente como comedores de mierda; peor aún, comedores de carne seca que se disputan con los gusanos más asquerosos. Gusanos asquerosos, es lo que son. En torno a la mesa camilla con brasero de orujo, las paredes soportan libros y archivos hacia los que va Nicolás Maquiavelo para recuperarse a sí mismo, y al coger un libro y abrirlo suspira liberado y se permite contemplar el empecinamiento de los jugadores con el aplomo recuperado y un cierto desdén, hasta que cree oír ruidos, rumores inesperados y para confirmarlos se acerca a la ventana a tiempo de ver contra quién litiga la criada campesina, todavía más campesina que criada. Con un hombre que lleva encima todos los caminos del mundo y barba de días.

Desde su condición de pobre y criada no es muy compasiva la muchacha con los pobres y vagabundos, y se asoma el dueño a la ventana para instarle a la compasión.

– Dale algo y que se vaya.

El rostro del hombre alzado hacia Maquiavelo sigue sugiriendo cansancios, pero también heridas, y por cada herida una historia que pudiera ser interesante.


– Dice conocerle, don Nicolás, y quiere hablar con usted.

– ¿Yo te conozco?

Y el hombre musita con estudiado cansancio.

– César Borja.

– No conseguirías parecerte a César ni aunque te empeñaras durante mil años.

– Le traigo noticias de César Borja.

La condescendencia se vuelve sorpresa y con el cuerpo volcado hacia el patio ordena Maquiavelo que suba y deja atrás a los jugadores mientras refunfuña "Comeros las entrañas, cabrones, así no os quede nada colgado de los cuernos".

Ellos le responden con miradas maliciosas y un codazo al aire de Barbo Mulino, ¡cómo las gasta el señor secretario de Los Diez de la Guerra cuando pierde! Consejero supremo del poder militar de Florencia, titulado "magnífico señor" y no sabe perder. Alcanza Maquiavelo una sala donde atardecen más libros en compañía de mesa noble, perchero con capa de ceremonia que se pone sobre los hombros y casi sillón del trono que ocupa para componer el gesto del pensador que cavila a la espera del visitante. Frente a la sobreinterpretación de intelectual solariego pensativo, replica el mensajero aumentando la carga del cansancio sobre las espaldas y un desvaído gesto de boca abierta y exangüe por haber anhelado en exceso.

– ¿Te envía César Borja?

– ¿No se ha enterado?

– ¿De qué debía enterarme? He escogido este retiro precisamente para no enterarme de lo que pasa.

Bastantes problemas tengo con lo que me pasa.

– César Borja ha muerto.

Abre la boca Maquiavelo, pero no los ojos escondidos tras la ranura desde la que leen el ademán y el vestuario del arcángel de la muerte, como si llevara encima el malvado polvo del escenario de la noticia.

– Vienes de lejos.

– Desde Viana, Navarra, junto a los Pirineos. A contracamino, he pasado antes por Ferrara para hablar con la señora Lucrecia, la hermana de César. Era mi deber.

Y como es silencioso el abatimiento del visitado, el visitante quiere descargar cuanto antes lo que viene a decir.

– ¿No me pregunta cómo ha sido?

– Dalo por preguntado.

– No le entiendo.

– ¿Cómo ha sido?

No le gusta al mensajero teatralizar la muerte de pie y reclama con los ojos el derecho a asiento que Maquiavelo le concede. Ya demostrado que su cansancio necesita descanso, se repasa las facciones con las manos y finalmente fija los ojos en un ángulo de la estancia, como si allí le aguardara la imaginería del recuerdo, y recita más que cuenta una historia mil veces repetida.

– Le dijimos todos que no arremetiera contra los de Beaumont, que esperara a que formáramos un grupo, pero desde su marcha de Roma, mi jefe no era el mismo César Borja calculador que usted había conocido. La misma audacia con que se fugó tantas veces, incluso de los castillos de España, la quiso poner en aquel ataque suicida contra los de Beaumont. No me dio tiempo a alcanzarle y le vi desde lejos cómo hacía frente a las cuchilladas y lanzadas de la jauría que le rodeaba para derribarle y rematar la obra hasta desfigurarle.

Cuando llegué a su lado aún le salía la vida por cada herida, pero en sus ojos se había instalado la muerte. Yo soy Juanito, don Nicolás, se acordará usted de mí, de cuando visitaba con el señor Leonardo las fortificaciones de la Romaña. César no podía dar ni un paso sin mí. Si tú no vienes, Juanito, viajo sin sombra. Juanito Grasica, recuerde.

– Recuerdo.

– ¿Recuerda aquel día en que César y Leonardo da Vinci se


rieron de sus teorías sobre el asalto militar?

– Fue una discusión sobre mi estudio "Dificultad para la conquista de Pisa contra la barbarie feudal". Recuerdo todas las veces que se han reído de mí, y en cambio no puedo recordar todas las que yo me he reído de los demás. Así que César Borja ha muerto.

Y prescinde del visitante para musitar:

– "Alea jacta est." Pero recupera al emisario como pasivo receptor de un monólogo.

– Muchos esperaban su regreso para consumar un sueño. Algunos no se creerán que haya muerto. Un juicio fácil sería decir que César murió cruelmente porque a su vez fue cruel. Un jefe no debe preocuparse por tener fama de cruel si esa crueldad mantiene unidos a sus leales. Lo terrible es ser cruel inútilmente.

– ¿A quién se refiere usted con sus leales?

– A ti.

– Seguro. Yo siempre fui leal a mi jefe, aunque casi nunca entendía el sentido de lo que hacía.

Alguna vez se lo dije, en los raros momentos en que Miquel de Corella o Ramiro de Llorca o el señor de Montcada dejaban que me acercara a él. Una vez el jefe me dijo, no lo olvidaré mientras viva, que sus actos no eran casi nunca personales: "Yo soy yo y mi familia." Todos los Borja actuaron, todavía actúan, guiados por un instinto de familia.

– Aciertas, Juanito. Hubo algo más, pero sin duda el instinto familiar fue determinante. Eran extranjeros llegados a Italia, donde se encontraron con la hostilidad de las familias y los jefes ya establecidos. Todo lo empezó el tío abuelo de César, el papa Calixto Iii, un pontífice que pilló por sorpresa a las familias italianas y comenzó la saga de los Borja en Roma. Pero hoy no existiría la historia ni la leyenda de los Borja sólo a causa de aquel papa obsesionado con la convocatoria de una Cruzada contra los turcos. Esa leyenda empezó el día en que el padre de César, el cardenal Rodrigo, se despertó al lado del cuerpo de su amante y madre de César, Vannozza Catanei, y se dijo: "Puedo ser papa, quiero ser papa." Sale del cansancio Juanito Grasica para guiñarle un ojo al sabio.

– La cama forma parte de la vida de los Borja.

– No lo dudes. Rodrigo, es decir, Alejandro Vi, el padre de César, empezó a sentirse papa en una cama.


El cuerpo de Vannozza aparece segmentado por los listones de la celosía. El sol se pone y promete la noche y a Rodrigo no le gusta la noche. Musita:

– "Quan ve la nit i expandeix ses tenebres, pocs animals no cloen les palpebres i los malalts creixen en llur dolor"

– ¿Decías algo? Sólo hablas en catalán cuando estás triste o cuando estás con los tuyos.

– Son unos versos de un poeta valenciano, Ausiás March. Escribió sobre el amor y la muerte.


Hay pliegues en el vientre de Vannozza, arrugas que empiezan a cercarle los ojos, aunque no hayan perdido su condición de lagos serenos, propicios aunque lejanos.

– ¿A quién miras cuando miras?

– A ti.

Los cabellos teñidos le caen dulces sobre los senos cuando se inclina en busca de las piezas de ropa descuidadas sobre una silla.

Rodrigo sube las sábanas para cubrir mínimamente su propia desnudez, mientras analiza las decadencias de Vannozza con una mirada a la vez tierna y asustada.

– Es curioso, a pesar de la oscuridad, es de noche cuando te das cuenta de que el tiempo pasa.

Vannozza esta vez le ha oído y le contempla sonriente pero sorprendida.

– Estás melancólico o me estás diciendo que me hago vieja. No tengo el cuerpo de Giulia Farnesio.

– Quedamos en no volver a hablar de Giulia. Estás muy hermosa. Yo sí me hago viejo. ¿Cuántos años tengo?

– ¿Sesenta?

– Sesenta y uno.

– ¿Y qué?

Se ha vestido Vannozza y se exhibe ante él.

– ¿Estoy guapa?

Asiente Rodrigo y se levanta del lecho envuelto en las sábanas.

Va hacia la ventana que da a un patio interior y desde allí percibe en otra estancia al hombre inclinado sobre los papeles con una pluma en la mano.

– Tu marido escribe. Pero es un mal poeta. Peor, es un poeta vulgar.

Vannozza se pega a Rodrigo y se deja caer de espaldas contra su pecho al tiempo que le coge los brazos y los cruza sobre sí misma.

Ahora son los dos los que observan al escribiente.

– Es un buen hombre y te es leal.


– Si no lo fuera, no te lo habría dado por marido.

– ¿Si no fuera un buen hombre o si no te fuera leal?

– Si no me fuera leal aun a costa de dejar de ser un buen hombre.

Rodrigo suspira, deshace el abrazo, la situación. Empieza a seleccionar sus ropas y paulatinamente su aspecto va adquiriendo la apariencia de un eclesiástico, una apariencia todavía no ultimada, pero ya se siente capaz de decir:

– Hemos de dejar de vernos durante algún tiempo.

– ¿Por qué?

– Empieza el cónclave para elegir un nuevo papa.

El hombre ahora sí completa su vestuario. La casulla cárdena le convierte en príncipe de la Iglesia.

– Todo cardenal quiere ser papa. ¿Por qué no yo?

– ¿Estás loco?

– ¿No puedo conseguirlo? Durante más de veinte años he sido el urdidor de la política pontificia, soy el canciller apostólico. No ha habido paso dado por los papas desde los tiempos de mi tío Alfonso, Calixto Iii, que yo no conozca, que yo no haya propiciado. He dejado que otros lo fueran con menos conocimiento de asuntos de la Iglesia que yo. Yo coroné con estas manos al papa que acaba de morir. ¿Por qué no puedo serlo yo ahora?

– Has tenido siete hijos naturales conocidos y se te atribuyen otros tantos por ahí desperdigados.

– No soy el único cardenal que tiene hijos, Riario los tuvo y fue papa. Della Rovere los tiene y quiere ser papa. Sixto Iv convirtió la boda de uno de sus hijos en un acontecimiento social.

– No eres italiano. Todas las familias italianas quieren ver como papa a uno de su dinastía: Colonna, Della Rovere, Medicis, Orsini, Este, Sforza. Recuerda la campaña que desencadenaron cuando llegasteis los catalanes a Roma, recuerda la suerte de tu hermano Pere Lluís.

– Recuerdo y porque recuerdo quiero ser papa. Toda la historia de los Borja conduce a que yo sea papa y a que el día de mañana lo sea nuestro hijo César.

– ¿César, papa?

Rodrigo pasa por alto la perplejidad de la mujer, sustituida por el rostro de la incredulidad, y la invita a salir del dormitorio con un amplio gesto amable pero autoritario. Él mismo abre la puerta y tira de Vannozza cogiéndola por una mano hasta llevarla a una sala de estar donde sorprenden la espera de César, Lucrecia, Joan y Jofre. Si Lucrecia corre para abrazar a su padre y recibir de él besos en las mejillas y en los labios, Joan inclina la cabeza y junta los talones entre la ironía y el respeto. Jofre, casi un niño, sale del tedio para entrar en la resignación. César no ha movido ni un músculo y espera acontecimientos, de perfil, sentado sobre el alféizar de la ventana que anuncia la noche romana. Viste de negro y agrede el espacio con su nariz de ave rapaz. Se une al grupo Carlo Canale, el marido de Vannozza, que se suma con la naturalidad de un hombre invisible, a juzgar por el poco caso que le hacen los allí reunidos, con la excepción de Vannozza, que se separa de Rodrigo para ponerse a su lado y escuchar juntos lo que va a anunciar el cardenal.

– Hijos míos, os he mandado llamar porque he de comunicaros algo que Joan ya sabe y tú, César, quizá sospeches. El papa ha muerto y empieza el cónclave. Os aviso de que quiero ser papa y haré cuanto esté en mis manos para conseguirlo.

Es César quien le tira un objeto que Rodrigo se ve obligado a cazar al vuelo. Es un puñal enfundado, y desde el silencio, el cardenal pide explicaciones.


– Ya tienes en tus manos algo para conseguirlo.

No es aprobación lo que se lee en el rostro de Rodrigo, ni en el de Joan, y sí alborozo en el de Jofre, mientras Lucrecia sigue refugiada en el pecho de su padre.

– Tú deberías ser quien más cuidado pusieras en lo que haces y dices. Hemos hablado muchas veces de vuestro destino y pasa porque yo consiga ser papa ahora y tú lo consigas a tu vez algún día.

César aguanta la mirada de su padre y contempla a sus hermanos como estudiándolos. Es amor lo que siente por Lucrecia, desprecio por Joan, indiferencia hacia Jofre.

También Rodrigo pasa revista a sus hijos como si los inventariara.

– La familia nos hará invencibles. Los Borja contra el resto de familias que se reparten el poder y no quieren intrusos. Mi tío llegó solo a Roma sin otra protección que san Vicente Ferrer y se rodeó de valencianos y catalanes para defenderse de estos conspiradores. Él no tenía lo que yo tengo. Riqueza. Experiencia en la curia. Una familia. Pero empecé casi de la nada. Mi madre era una señora viuda de Xátiva que gracias a su hermano obispo de Valencia…

tenía dos hijos, mi pobre hermano Pere Lluís y yo…

Los hijos escuchan la historia de su dinastía con dedicación pero desde una cierta hartura. Aunque Rodrigo se detenga ante Joan y le coja por un brazo, como convirtiéndole en el principal destinatario de su nostalgia, es Joan precisamente quien atiende con menos ganas. César se ha enroscado en sí mismo y escucha el discurso de su padre mientras contempla una lejanía que sólo él ve. Rodrigo acaricia ahora los rizos rubios de Lucrecia, le pasa las manos por las mejillas, los hombros, detiene las manos sobre los pechos, pero luego las baja hasta el talle de avispa, del que se apodera como si quisiera beber de aquel cuerpo.


– Tú, Lucrecia, aportas tu belleza, y todos los señores de la Tierra querrán poseerla y serán poseídos por los Borja. Tú, Joan, heredarás de tu malogrado hermanastro Pere Lluís el ducado de Gandía y serás rico y poderoso en España y el brazo armado del papado si yo salgo elegido. Tú, César, has de ser cardenal y papa, y tú, Jofre, has de crecer, muchacho, para ser útil a la familia.

Durante el cónclave hemos de vernos lo menos posible. Todo el mundo sabe que tengo una familia, pero conviene que no lo recuerden demasiado mientras gano voluntades para ser elegido. Burcardo, el jefe de protocolo, me ha aconsejado que no os dejéis ver.

– Burcardo es un pájaro de mal agüero.

Joan replica a su hermano sin salir de la displicencia:

– César, tú detestas a Burcardo porque está horrorizado por tu forma de vestir.

– Y por nuestra forma de vivir.

Burcardo nos odia. Más incluso que Giuliano della Rovere.

– Burcardo me es fiel, y lo sabe todo sobre cómo debo comportarme para ser papa.

Y desde la distancia devuelve el puñal hacia su hijo que, a su vez, se ve obligado a cazarlo en el aire.

– ¿Vas a luchar desarmado?

Rodrigo se ha metido una mano en un bolsillo interior de la casulla y la saca llena de monedas de oro que va precipitando una a una sobre un cáliz ornamental.

– Éstas serán mis armas.

Pero se arrepiente de su gesto, se santigua y se acerca a un reclinatorio para arrodillarse, entre la curiosidad de los presentes y sin otra piedad acompañante que la de Vannozza y su marido, persignados e igualmente arrodillados.


De rodillas y con los brazos en cruz se recoge Rodrigo ante su sitial, mientras cada cardenal adopta el continente que le dicta la edad o el tedio. Si recogido está Borja, Giuliano della Rovere mueve las faldas y las palabras, arqueos de ceja, roces con los curiales sin perder de vista de reojo la extraña pasividad enfervorizada de Rodrigo.

– ¿Va a salir Ascanio Sforza?

Es tan viejo el cardenal Maffeo Gherardo que su voz es como un soplo que sus manos a manera de altavoces empujan hacia una oreja de Della Rovere.

– Entró papa en el cónclave.

– Entonces no saldrá papa.

– Cualquiera menos el ponzoñoso Borja, Gherardo. Desde que estos ganapanes catalanes llegaron a Roma han estado trabajando para la llegada del Anticristo. En Florencia clama contra el papado el profeta Savonarola, y los católicos alemanes están en pie de guerra. Se sublevarían los sectores más sanos de la Iglesia si esta infame turba catalana ocupa la silla de Pedro.

Se solicita silencio porque el obispo Bernardino López de Carvajal va a hablar con su reputado y estudiado continente del hombre bueno pacificador de los espíritus. Della Rovere cambia de cardenal, de grupo, y los mensajes retóricamente bien intencionados de López de Carvajal llegan fragmentados por sus cuchicheos.

– … hay que elegir el candidato más apto para luchar contra los vicios de la Iglesia… la Iglesia debe ser reformada… no trafiquéis con los bienes sagrados… no caigáis en el pecado de simonía.

Es el momento elegido por Rodrigo para desarrodillarse y acercarse al joven cardenal de Medicis.

– Hay que terminar cuanto antes. La ciudad está en plenos disturbios. Esta noche se han contado doscientos asesinatos.

– Cuando subíamos las escaleras de San Pedro se han visto tres soles casi iguales.

– Señal de Dios. El tres es el orden espiritual de Dios en el cosmos: el cielo, la Tierra, el hombre. Dios quiere una elección rápida.

– Ascanio Sforza tiene siete votos.

Parece satisfecho Sforza, con sus ojos fruncidos estudiando las idas y venidas de Borja y Della Rovere. La ruta de Della Rovere es opuesta a la que sigue Borja, conversando, cuchicheando, convenciendo, pero finalmente se encuentran y bajan los ojos, las sonrisas, las voces, cuando Della Rovere pregunta:

– ¿Cuánto estás dispuesto a gastarte?

– Lo que haga falta: ducados, obispados, abadías, beneficios eclesiásticos, casas de campo, fincas, castillos.

– Tu tío ya os dejó bien servidos.

– Donde estuvieres haz lo que vieres. Incluso tengo dinero para comprarte a ti.

– ¡Sí que tienes dinero!

Se separan los cardenales, cejijunto el asténico Della Rovere, pícnico, plácido y abrazador Borja, que va desgajando las cuentas del rosario que cuelga de una de sus manos, y a cuenta por promesa, la más adecuada para cada oreja.


Con peine de oro y nácar, Adriana del Milá acaricia más que peina los cabellos de Lucrecia y sonríe ante sus demandas. Quiero que me peines como a tu nuera, Giulia Farnesio. Es la chica más guapa de Roma. Joan Borja, vestido de turco, da ante el espejo algunos toques con sus dedos a los cabellos que le asoman bajo el turbante, y al mismo espejo se inclina el príncipe Djem componiendo muecas. Se vuelve Joan y le golpea


con los dedos levemente en el triple estómago situado sobre una doble barriga, pero el príncipe compone el gesto de un luchador y los dos hombres se traban los cuerpos con los brazos y caen al suelo entre jadeos y risas sofocadas. El más congestionado es Djem, que pide tregua, recupera estatura y respiración en la ventana, como si no hubiera suficiente aire en Roma para su asfixia. Hasta allí le llega la voz de Joan.

– Estás demasiado gordo, Djem.

– Los rehenes comemos demasiado. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

– Si mi padre es papa, todo cambiará. Ya no tiene sentido que te conserven para molestar a tu hermano, el sultán Bayaceto.

– ¿Si no tiene sentido conservarme como rehén, qué sentido tiene conservarme? ¿Me mataréis?

– No digas tonterías, Djem.

Tu hermano paga para que te tengamos en Roma. Eres un buen negocio.

Irrumpe Lucrecia en la conversación y Adriana del Milá interrumpe el peinado.

– Eres el preso más divertido que hemos tenido.

– Gracias, Lucrecia. No soy exactamente un preso. Soy una razón de Estado. Mis compatriotas los turcos ya están a las puertas de Belgrado.

Una estúpida razón de Estado, piensa Djem, y su discurso mudo increpa a los que contempla. Se pretende que mi hermano se asuste porque vosotros podéis convertirme en su antagonista, en el aspirante al trono de los turcos, imbéciles.

Mi hermano cada vez se asusta menos. Yo no asusto a mi hermano, pero a vosotros los cristianos os encanta creer que yo asusto a mi hermano. Constantinopla es nuestra. Hemos llegado hasta Belgrado. Tenéis el Islam a las puertas, pero me parece de perlas que vosotros creáis que yo asusto a mi hermano, porque el día que dejéis de creerlo… Se rebana Djem el cuello con un dedo. A Joan de Gandía le produce desgana la situación y prefiere pasar un brazo sobre los hombros del turco, ahora asomado a la ventana.

– ¿Qué nos importa que los turcos lleguen a Belgrado? ¿Alguien ha estado en Belgrado? ¿Existe Belgrado? Nos hemos vestido de turcos para vivir turcamente esta noche.

– Mira, César se marcha.

Joan y Djem contemplan el paso de César a caballo por el patio en dirección a la puerta.

– Y va sin Michelotto Corella. Milagroso. ¿De qué va vestido?

– De César Borja. Mi hermano siempre va vestido contra los demás. Nunca se disfraza como tú o como yo. Mi padre se empeña en hacerle cardenal y él odia esa decisión. Es un hombre de armas.

– Tu padre es un cazador y puede ser papa.

– Dios, qué mal sueño. Cuántas obligaciones caerán sobre mí: me sobran las que tengo y sólo me falta que mi padre me aprisione más en la tela de araña de su ambición política. Me ha propuesto un matrimonio con una mujer horrible, María Enríquez, prima del rey de España. Heredo a la novia de mi malogradísimo hermanastro Pere Lluís. Tendré que viajar a España y gobernar sobre mis súbditos en Gandía, un lugar lleno de naranjos y de moriscos.

Ha entrado Burcardo en la estancia y pide explicaciones sobre la marcha de César. Encuentra indiferencia en todos menos en Lucrecia, a la que Burcardo se dirige sin mirarla a los ojos.

– Yo he visto cómo se marchaba su hermano, señora. Una cosa es que no se deje ver mientras dura el cónclave y otra que se marche de Roma. Suena a desafección.

– Burcardo, siempre pendiente de las apariencias. ¿Por qué no me miras nunca cuando me hablas? ¿Lo ordena el protocolo?

– El hombre sólo debe mirar lo que puede ver.

Adriana del Milá contempla al jefe de protocolo con curiosidad.

– Curioso acertijo. ¿Qué quiere decir? ¿Que no puede ver a Lucrecia? ¿Acaso es ciego, señor Burcardo, o le perturba la belleza de Lucrecia? Me han dicho que usted considera a las mujeres causa de la perdición de los hombres.

– Es un hecho objetivo desde el Paraíso Terrenal, pero reconozco que ha pasado mucho tiempo desde entonces.

Adriana del Milá ríe y ofrece a Burcardo como ejemplo de error humano insuficientemente encarnado.

– Supongo que le repugnará la lectura de "La ciudad de las damas" o de "El libro de las tres virtudes", de la veneciana Cristina de Pizan, en defensa de la entidad propia de las mujeres. O que el señor Burcardo permanecerá sordo a las argumentaciones de ilustres mujeres humanistas como Nogarola o Scala en defensa de la inocencia de Eva en el turbio asunto de la tentación de la manzana en el Paraíso Terrenal.

– Es lógico que las hijas de Eva defiendan a Eva. No desconozco esa literatura, como no desconozco que un escritor tan excelente como licencioso, Boccaccio, ha elogiado a las mujeres en "De claris mulieribus" por encima de las posibilidades de la sustancia femenina y sin tener en cuenta sus accidentes, tan tornadizos. En cualquier caso es otra mi preocupación. He visto cómo César marchaba y no es bueno que así haga. Sería preciso que alguien le convenciera de que volviera.

Es indiferencia lo que se desprende de la inmovilidad de los allí reunidos, y Burcardo saluda antes de abandonar la sala y avanzar mediante aladas, veloces pisadas hacia la escalera que conduce a los zaguanes inferiores. Corre tras él Djem forzando el peso y el paso hasta que entre dos resoplidos se le entiende:

– Burcardo, no corra.

Llega el príncipe a la altura del perseguido, que le espera en actitud servil.

– Cómo se nota que no tiene vicios. No corre. Vuela. Varias veces he creído advertir en usted una actitud de sano distanciamiento hacia la conducta de los Borja.

– Es lo más lógico. Mi obligación consiste en orientar conductas, no en imponerlas.

– Pero es evidente que le molesta la familiaridad entre los Borja, el padre y la hija, el hermano y la hermana. Se pasan el día tocándose, lo ha observado, supongo. Debe de ser una antigua costumbre valenciana. Tampoco debe de gustarle el amorío de Rodrigo con la joven Giulia Farnesio, nada menos que con el celestinaje de Adriana del Milá, su suegra y la ceguera del marido, Orsino Orsini, que no es ciego pero sí tuerto.

A un buen cristiano como a usted estas cosas deben escandalizarle.

Es mudez lo que responde.

– Señor Burcardo. La elevación al solio pontificio de Rodrigo podría provocar una revuelta.

Y más mudez la que invita a hablar.

– Los rehenes lo pasamos muy mal en tiempos de mudanza. Circulan las más atroces noticias sobre la conducta de los Borja y hay extraños signos en el cielo. Hay quien ha visto los siete ángeles como anuncio de las siete plagas.

Creo que para ustedes los cristianos ese signo es muy importante…

Los finos labios de Burcardo se mueven para recitar:

– "… siete ángeles que tenían las siete plagas postreras… y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas y habló conmigo, diciéndome: ven acá y te mostraré la condenación de la gran ramera, la que está sentada sobre muchas aguas. Con la cual han fornicado los reyes de la tierra y los que moran en la tierra se han embriagado con el vino de su fornicación…"


Burcardo parece en trance y en su gesticular coge por un brazo al turco y acerca los labios a la cara de su oyente.

– Y en el Apocalipsis se añade: "… Y me llevó el espíritu al desierto y vi a una mujer sentada sobre una bestia bermeja llena de nombres de blasfemia y que tenía siete cabezas y siete cuerpos…" Ha quedado en silencio el recitador, pero invoca con el gesto a que Djem deduzca.

– Siete cabezas y siete cuerpos. Los siete hijos de Rodrigo.


Rodrigo merodea entre cardenales cansados y el camarlengo, avizor de la evolución de las intenciones, legajos y libros han desordenado el espacio, también en los rostros aparece el desajuste del cansancio y los cuerpos se abandonan a los sitiales como en busca de la imposible horizontalidad del sueño. De pronto Borja atraviesa el salón en dirección a Ascanio Sforza y le espeta:

– Nunca serás papa. Todos te señalan como representante de potencias extranjeras, y a Giuliano della Rovere también, pero de las contrarias. Soy el único candidato neutral. El Vaticano necesita ser independiente, como un poder espiritual al margen de la lucha por la hegemonía y capaz de enfrentarse al Gran Turco y al Islam. Con siete votos entraste y con siete saldrás. Únete a mí, Ascanio, serás mi canciller, tendrás el castillo de Nepi, el obispado de Erlau.

– ¿Cuánto rinde?

– Diez mil.

– Quiero un monasterio en Cataluña.

– Ripoll, en las raíces mismas de la historia de Cataluña.

– Y parte de tus pensiones.

– Hacia tu palacio avanzan tres cargamentos de plata.

– Cuatro.

– Cuatro. ¿Cuántos votos puedes decantarme?

Baja los ojos Sforza ofreciendo confianzas y Borja se va a por Orsini, al que se limita a decirle:

– Las ciudades de Monticelli y Soriano, el obispado de Cartagena, treinta mil.

Y junto a la oreja del cardenal Colonna susurra:

– La abadía de Subiaco.

Y al cardenal Pallavicini:

– El obispado de Pamplona.

– ¿Y una pensión?

– Y una pensión.

Della Rovere contempla a distancia la expedición persuasiva de Borja, que ahora ultima el pacto con el cardenal más joven, Giovanni Medicis. Unos labios Colonna musitan a la oreja de Giuliano della Rovere:

– Ya sólo depende del voto de Gherardo.

Y allí está el viejo nonagenario, autista, dormitando, sin darse cuenta de que Rodrigo Borja se le acerca con el abrazo ya puesto.

– Ese "marrano" hijo de puta "marrana" va a salirse con la suya.

Si no lo puedo impedir aquí lo impediré fuera.

Colonna insiste:

– Más te valdrá. Rodrigo va a ganar, pero la calle es nuestra si tú quieres. Me han dicho que la familia de Rodrigo está dividida, atemorizada, y hasta César ha abandonado Roma.

– Más tranquilo me quedaría si se hubiera ido Joan. No me gusta que César se haya marchado. Es imposible creerlo. Tiene alma de luchador. Mira. Mira cómo esa bestia ponzoñosa se cierne sobre el senil y baboso Gherardo. Hay que impedirlo.

Hacia allí va Della Rovere tratando de evitar la derrota, pero se le adelanta Rodrigo, y cuando llega Giuliano, advierte que el viejo se ha despertado y tiene los ojos como rombos ante los susurros que salen de los labios de Borja.

– … seis mil.

Cierra los puños Giuliano y los ojos y, cuando los abre, el horizonte del salón lo ocupa el rostro satisfecho de Rodrigo, que recibe felicitaciones y besamanos, mientras hay correrías de los encargados del protocolo y López de Carvajal anuncia:

– "Habemus papam." Inclina la cabeza Della Rovere y va a por Ascanio Sforza mientras estalla un júbilo general en la sala en torno al nuevo papa.

Colérico, Giuliano increpa:

– ¿Qué has hecho, Ascanio, insensato? Has vendido tu derecho a la primogenitura por un plato de lentejas.

– No te pongas bíblico, Giuliano. Era más fuerte que los demás y más rico.

Pretende irse Ascanio a felicitar al vencedor, pero le retiene por un brazo Della Rovere.

– Cuando te haga rico ya no le necesitarás. Empieza a pensar en ello.

Sforza le sonríe enigmáticamente y va hacia Borja, pero es el nuevo papa quien se les acerca, prescinde de Ascanio, como si ya estuviera comprado y no debiera tenerle en cuenta y provoca el besamanos y luego el abrazo de Della Rovere. Y cuando el abrazo se consuma, se cruzan susurros de boca a oreja. Dice Giuliano:

– Quiero que sepas que he votado por ti.

Rodrigo Borja contesta en voz queda:

– Lo esperaba, y para ti he reservado la fortaleza de Ostia, la legación de Aviñón y un canonicato en Florencia.

– Gracias, santidad.


Suenan las campanas y a contrarritmo de su lentitud majestuosa los pies de Della Rovere recorren los espacios que le separan de grupos y personas que aguardan sus voces conjurantes.

– Ha llegado la hora. Roma no puede consentir que se consume la hegemonía de esos bastardos que en


mala hora llegaron hace casi cincuenta años.

Es el mismo Della Rovere el que sigue hablando a otros rostros atentos:

– En cincuenta años han acumulado riquezas a costa de las de nuestras familias y se han valido de sicarios valencianos y catalanes que se han llenado las manos de sangre y los bolsillos de oro.

Y es horror morboso el que provoca cuando dice:

– Rodrigo se acuesta con su hija Lucrecia, bajo la protección de esa alcahueta catalana, Adriana del Milá, casada con un Orsini cornudo y contento. También se acuesta con Giulia Farnesio, casada con el tuerto y cornudo Orsini, bajo la protección de su suegra. Y la amante de Rodrigo, la madre de sus hijos, la gran ramera, Vannozza, mete en su cama a sus hijos, unas noches Joan y otras César, un hijo de papa que fornica cuarenta veces, cuarenta al día, y no le importa hacerlo con hombre o mujer.

– Pero ¿tú lo has visto, Giuliano?

– No se recatan. Han perdido el temor de Dios y no les importa el temor a los hombres. Lucrecia es la amante de su hermano Joan.

César tiene el mal francés, César es un sifilítico.

– Pero si es un muchacho.

Y en sus andares llegó Della Rovere a la presencia de Burcardo, sorprendido en plena calle, en un afanado buscar que no quiere desvelar.

– Se ha confirmado la gran estafa. Rodrigo será proclamado papa.

– La Providencia.

– Burcardo, no me vengas ahora con la Providencia. Soy cardenal.

Concédeme el derecho a saber cuándo interviene y cuándo no interviene la Providencia. ¿Sabes cuánto dinero se ha gastado Borja en ser papa?

– La Providencia le había enriquecido.

– Burcardo, me consta que tú eres un católico, apostólico y romano de firmes convicciones. Sé que eres seguidor del teólogo Institoris, el gran inquisidor de Maguncia, Colonia, Tréveris, Salzburgo, Bremen. Tú conoces el "Malleus maleficarum" lo suficiente para haber comprendido que en la corte de los Borja hay diversas formas de brujería. Vannozza, Lucrecia, Adriana del Milá son brujas y sus maleficios caerán como una maldición sobre la obra de Dios. ¡Si tú quisieras hablar!

Me consta que te escandaliza la vida que lleva esa familia. Se dice que Rodrigo y su hija copulan, y que también copulan Vannozza y César.

– Tal vez sean demasiadas copulaciones.

– Hay que impedir esa coronación. Si tú hablaras. Si tú contaras lo que sabes…

Pero Burcardo tiene prisa y deja en el aire la promesa.

– Un día se abrirá el libro donde todo está escrito, y lo que fue mezquino aparecerá como mezquino y lo que fue grande como grande.

Le persigue la voz progresivamente alejada de Giuliano della Rovere:

– ¿Ese libro lo escribirás tú?

Tienen dirección los pasos de un progresivamente asustado Burcardo, que cree ver siluetas amenazantes por doquier y mira a los cielos de Roma en busca de señales reveladoras. Burcardo sigue su ruta y se introduce entre unas ruinas, y allí entre las columnas caídas y las malezas desafiantes se entrena gente de armas en luchas corporales. Elige Burcardo a uno de ellos, barbado y fornido, que acepta el aparte y escucha el mensaje.

– César se ha marchado, Corella, y sería de mal ver que alguien interpretara esta ausencia como un desacato a su padre, el nuevo papa.

– ¿Papa?

Corella se vuelve hacia los luchadores.

– Rodrigo ya es papa. Hugo.

Juanito. Ya tenemos papa.

Jalean el nombramiento de Rodrigo los luchadores y rodean a Burcardo, el mensajero, para levantarlo en hombros contra su voluntad y su sentido del equilibrio.

Corella selecciona a uno de los combatientes.

– Mientras entretienen a ese pájaro de mal agüero, Juanito, busquemos a Llorca y nos vamos a por César. Imagino dónde puede estar.


– Mirad este dibujo e imaginaos el cuadro del que procede. Os quiero imitando esta consagración de la primavera.

Las manos de César conducen a tres muchachas desnudas a la composición de "Las tres gracias" de Botticelli, no siempre con amabilidad porque los dedos se engarfian en las carnes jóvenes cuando son torpes y a manotazos fuerza los


cuellos en búsqueda del gesto que reproduce un dibujo al carbón sobre un caballete. Se retira el artista para comprobar si la realidad imita cumplidamente al arte y no es de su gusto lo que ve porque deshace la composición a empujones y fuerza a las muchachas a caer sobre la cama.

Allí se sienten liberadas y ya en un terreno conocido desde el que tratan de atraer al adusto hombre oscuro que se ha sentado en el borde del lecho y las observa críticamente.

– Enseñadme el culo.

Y se ponen los tres culos hacia el techo entre risitas y campanilleos de ricitos de falsas damas florentinas. Es cuando César pasa revista a las nalgas.

– Sólo tú tienes un culo lunar.

El tuyo es tan tópico que parece una manzana.

– Siempre me han dicho que tengo el culo bonito.

– ¿Queréis participar en una gran concentración de culos? Yo


puedo distinguir hasta treinta variantes de culos.

– ¿No prefiere usted ver la cara de las personas?

– Los culos son menos comprometidos. Las caras tienen muchos más elementos para el fracaso. A un culo le basta con emitir tres o cuatro buenas señales.

– ¿Pero usted nos ha elegido por nuestra cara o por nuestro culo?

– Si no me gustaran vuestros culos no estaríais aquí conmigo.

– ¿Usted no se desnuda?

No contesta César ni se desnuda, pero se arroja sobre los tres cuerpos y manosea las carnes que se ponen a su alcance, mientras la muchacha del culo lunar trata de desnudarlo. Se resiste él con energía, casi con violencia, y las tres mujeres se rinden a sus deseos, que no son otros que mantenerles la cara contra el colchón y los culos hacia los cielos, mientras los acaricia como a un diapa són. En éstas se abre la puerta parsimoniosamente, con tiempo para que César recupere la tensión y la vigilancia sobre el arma que lleva al cinto. En el dintel, Corella, Llorca y Juanito Grasica miran alternativamente los culos de las mujeres de rostros escondidos y la actitud de César, que ha abandonado la sorpresa y les opone una fría indignación.

– ¿Os he mandado venir?

– César, pasan cosas en Roma.

– Siempre pasan cosas en Roma.

– Tu padre es el nuevo papa.

Se ríe una de las muchachas y le lanza César un manotazo al culo al tiempo que también él ríe. La posibilidad de que el extraño hombre oscuro sea hijo del papa va sumando hilaridades incontenibles y contagiosas, hasta que César deja de reír y empuja a las mujeres para que abandonen el lecho y luego la estancia.

– No podemos salir en cueros.

La desnudez es pecado, santidad.


– No tenéis otra forma de salir. El hijo del papa os autoriza a salir en cueros.

Pero cuando ya han abandonado la estancia entre lamentos y risas histéricas, el mismo César va lanzándoles las prendas a través del rectángulo de la puerta abierta.

Como si se le acabara la conducta, César recupera la situación y contempla la dedicada espera de los tres hombres.

– Mi padre es el papa.

– Burcardo nos ha encargado que vengamos a buscarte. Tan malo es que te dejes ver junto a tu padre como que te vayas de Roma.

Della Rovere ya anda diciendo que estás enfrentado a Rodrigo, y va excitando las jaurías para que se opongan al nombramiento de tu padre.

– Es mi hermano Joan quien ha de defender a mi padre. Él es el hombre de armas. Yo seré un eclesiástico y sólo puedo rezar por él.

Ramiro de Llorca es incapaz para la sonrisa y es agresión cuanto dice.

– Tu hermano no tiene temple para afrontar esta situación. No tiene agallas.

– Mi padre sabrá defenderse solo.

Da por terminada César la audiencia y a pesar de los gestos de Ramiro, predispuesto a marcharse, Miquel no se resigna. Se enfrenta a él, le habla con las caras casi juntas y soporta los progresivos empujones que César le va dando para sacárselo de encima.

– Escucha bien. Yo iba para notario o para profesor de una de esas malditas universidades y desde que nos encontramos en la Universidad de Pisa me he convertido en tu escudero. Me debes todo lo que no he sido y no te debo nada de lo que soy. Te voy a hablar claro.

Sabes que tu padre no podrá seguir maniobrando como hasta ahora. Ya no se trata de ganar la batalla en los despachos o en los sótanos.

Ahora tu padre es un jefe de Estado casi sin ejército y tú sabes que tu hermano no va a dárselo. Tú nos lo has contado miles de veces.

Ha llegado el momento. ¿Crees que es hora de desertar?

– Yo no deserto. Me limito a empezar a presionar. Ha bastado que me marchara para que todo el mundo se pusiera nervioso. ¿Hubiera conseguido el mismo efecto Joan? Me habéis venido a buscar.

Doy más miedo lejos de Roma que en Roma.

Corella empieza a comprender y a sentirse ridículo.

– Entonces, ¿todo ha sido una comedia?

– Elévalo a la condición de farsa.

Corella señala a César y comenta a los otros dos compañeros:

– Es más listo que nosotros tres juntos. Una vez aprendí en un libro, cuando leía, que en estos tiempos de mudanza sólo vale la pena ser condotiero, cardenal, cortesano, filósofo, mago o mago filósofo o filósofo mago, comerciante, banquero, artista, mujer, ¡ah!, y príncipe. Pues bien, de César su padre quiere hacer un cardenal, incluso un papa, pero César en realidad es un condotiero, un cardenal, un filósofo mago que lee a Nicolás de Cusa, a Pico della Mirandola o a los herméticos seguidores de Marsilio Ficino y consulta los astros. Además es un príncipe. Tiene tanto dinero como un banquero y para ser el hombre total sólo le falta ser mujer.

Comprended que le venda mi alma.

No hay príncipe sin sicario, y yo soy y seré el principal sicario del príncipe. ¿Tú también, Ramiro?

Ramiro de Llorca abandona su talante huidizo para responderle:

– Tú serás un sicario humanista, por lo que veo y por lo que oigo. Palabras. Palabras. Palabras. ¿Y yo?

– Un sicario. Simplemente un sicario.


– "Sic debes assare porcum." Señalaba Joan Borja al animal tostado sobre la bandeja al tiempo que sobre él cernía el cuchillo para trocearlo y servirle una ración a Djem.

– No debías haberme dicho que era cerdo. Nosotros no podemos comer cerdo.

– Esta receta es del cocinero del papa Martín V, el restaurador de Roma como centro de la cristiandad, y supongo que aunque seas un infiel se te puede conceder una bula. Come cerdo.

– ¿Puede rechazar un plato de cerdo un infiel prisionero? ¿Qué es aquello que tan bien huele en aquella cazuela?

– Faisán con salsa de piñones y flor de almendro, aromatizado con canela. Y más allá tienes una menestra romana de hígados y pulmón de cabrito con leche de almendras y especias y perdices en escabeche con corteza de naranja. Es una noche excelente para cenar hasta reventar y no acercarse por casa.

Es tradición que el pueblo pueda saquear la casa del elegido papa, y no creo que los saqueadores nos tengan en gran estima.

– Te veo poco afectado por el nombramiento de tu padre.

– Si a él le place, a mí me place.

– ¿Vuestro Dios inspira el nombramiento de los papas?

– Eso dice la doctrina de la Iglesia.

– Tu padre, ¿cree en Dios?

Es desconcierto lo que nubla los ojos de Joan, aunque quiere ser indignación por lo que considera osadía.

– No te enfades. Es una pregunta basada en la observación de su conducta. Es un gran conocedor de las leyes de la Iglesia y de los poderes políticos, conoce como nadie las flaquezas de los nobles y cómo contentar o asustar a los de abajo. Pero pocas veces le he oído hablar de cosas de religión y se muestra tolerante con los judíos y curioso con el mahometismo.

– Mi padre es católico, apostólico y romano, especialmente devoto de la Virgen María, y sabe que las otras dos religiones monoteístas, la tuya y la de los marranos, son falsas. La de los marranos es falsa desde el momento mismo de la Crucifixión de Cristo y la vuestra es una religión fatalista que no cree en la libertad del hombre, aceptáis la esclavitud siempre que el esclavo no sea mahometano, vuestras sanciones eternas son pueriles y os lanzáis a guerras santas para destruir la cristiandad.

– Todas las religiones tienen sus guerras santas. Estoy demasiado gordo para pensar, Joan, pero hay muchas formas de esclavitud y vosotros los cristianos tratáis como esclavos a vuestros prisioneros, a vuestros miserables, sean de vuestra religión o no lo sean. En cuanto a lo que tú llamas nuestras sanciones eternas y dices que son pueriles, a mí no me lo parece. El Corán dice, que cuando morimos, permanecemos "en la embriaguez de la muerte" hasta el día de la resurrección y el Juicio Final. ¿Se puede pedir más que una embriaguez perpetua? ¿Dónde esperáis vosotros el Juicio Final? En lugares horribles como el Purgatorio o el Infierno o en un sitio estúpido como el Limbo. De lo que estoy seguro es de que tu padre nunca irá al Limbo. Pero ¿qué te ha llevado a esta fiesta en la que tú estás disfrazado de turco y yo no? Yo soy turco, Joan.

– A todos los Borja nos gusta disfrazarnos y César va perpetuamente disfrazado. Creo que en España no me dejarán disfrazarme de infiel. Están expulsando a los judíos y acogotan a los mahometanos vencidos. Mi futura mujer es una joven vieja, prima de los reyes de España e hija del Gran Almirante de Castilla. Nos casaremos en Barcelona y los reyes de España serán nuestros padrinos. Me han dicho que María Enríquez duerme con armadura para que no la violen ni en sueños. "Bebamus atque amemus, mea Lesbia." Dio palmadas Joan Borja y los criados corrieron las cortinas para que se deslizaran como siluetas primero bidimensionales las bailarinas vestidas según las convenciones orientales.

– ¿Son turcas? -preguntó Djem.

– No. Creo que son de la Puglia, y cuando no llueve en el sur las muchachas suben a Roma o más al norte para ganarse la comida.

¿Recuerdas estas danzas?

Y bajo el imperativo gesto del anfitrión y el arrastrado sonido de los músicos, las muchachas empezaron a contonearse y a mirar unas veces al este y otras al oeste, sin otra obsesión que convertir su ombligo en el centro de sus contorsiones. Era ataque de risa lo que se había apoderado del príncipe Djem, lo que no le impedía comer a dos carrillos con las manos llenas de las más diversas carnes desgajadas por los dedos ansiosos. No comía Joan, sino que, provisto de una jarra de cobre llena de vino, bebía y se cimbreaba junto a las bailarinas y trataba de imitar sus gestos para hilaridad creciente de Djem. Tanto bebía Joan como comía Djem, y se levantó el turco real para buscar la baranda que daba al jardín y más allá a Roma con el lucerío desperdigado bajo la noche. Vomitó Djem tratando de que lo que salía de su boca no manchara la baranda y fuera a parar al jardín presentido entre las sombras. A su espalda las bailarinas y Joan componían sombras chinescas y la amargura del vómito le provocaba más vómito. Repitió dos veces más las arcadas, se secó las lágrimas y se recreó en la contemplación de las sombras del baile.

Y hubo rencor cuando dijo:

– Alá es el más grande y su alfanje rebanará vuestras cabezas.

Hay que matar a los infieles allá donde se hallen.

Pero hay una sombra en el jardín y poco a poco se concreta en la figura de un muchacho sin otro vestuario que un taparrabos ceñido con una cinta de oro.

– ¿Qué haces ahí? ¿Me espiabas?

– Me ha dicho el señor Joan que viniera a hacerle compañía. Me ha dicho que a usted no le gustan las bailarinas, que prefiere los bailarines.

Ya es cariño lo que la mirada de Djem reparte por las apenumbradas formas del muchacho.

– ¿Eres un buen bailarín?


De rodillas cardenales y nobles, Orsini, Della Rovere, Colonna, Medicis, Sforza, Campofregoso, nombres que Rodrigo va mencionando a medida que le besan la mano, como si hiciera el inventario de los vencidos. Los gestos de Rodrigo se han vuelto más solemnes y da la espalda a los que le homenajean para subir tres escalones y quedar a un nivel superior.

Desde su nueva estatura les ordena que se levanten y se santigua, provocando la mimesis del gesto y un murmullo que se corta cuando habla el papa.

– Os agradezco que hayáis venido a mi casa para ratificar vuestra adhesión. Burcardo prepara el protocolo adecuado para la ceremonia de la coronación y Dios está con mi alegría y con la vuestra para mayor esplendor de la Iglesia. No es el momento de deciros cuán ambicioso será mi pontificado, pero sí quiero hacerme eco de lo que ya es profecía: de la fuerza del Vaticano depende el futuro de la cristiandad, y pasaron aquellos tiempos de debilidad en los que había que pactar con los poderes temporales.

El papado es un poder espiritual y ha de ser un poder temporal respetado. Desde esta fuerza cumpliré el deseo de mi tío, Calixto Iii, e impulsaré una Santa Cruzada contra el Turco, también la cristianización de los nuevos mundos conocidos o por conocer. La con quista de Granada por parte de los reyes de Castilla y Aragón significa la derrota del infiel en España ocho siglos después de la invasión. Es un motivo de gozo y una premonición. Id a prepararos para mi investidura. Os comunico que me haré llamar Alejandro Vi por el orden sucesorio que me impone la existencia de cinco papas que Alejandro se llamaron.

Salieron mansamente los que habían expresado su inquebrantable adhesión, mientras Burcardo examinaba con mil ojos cuanto los rodeaba, según su costumbre, y cuando quedaron a solas el papa y el maestro de ceremonias, Rodrigo le preguntó:

– ¿Qué se dice, Burcardo?

– Que ha habido simonía.

– ¿Simonía? Me he limitado a repartir mi dinero entre los pobres. Los cardenales suelen ser los más pobres hijos de familias ricas, pero pobres al fin y al cabo.

– Respetuosamente, mi consejo sería que repensara el nombre de Alejandro, habida cuenta de la escasa relevancia de los papas que así se llamaron.

– Alejandro Ii plantó cara a un emperador, Alejandro Iii se opuso a otro emperador y nada menos que a Federico Barbarroja. ¿No estamos en un momento en que hay que plantar cara a los soberanos de España y Francia?

– Nadie se acuerda de esos papas, y existe el referente peligroso de la grandeza de Alejandro el Magno.

– ¿Qué mal tiene ese referente?

Se cuenta que los Borja somos descendientes indirectos de los amores de Julio César con una tarraconense, y después de Alejandro ha sido Julio César el más grande caudillo de la Historia.

Se le puso el peor ceño a Burcardo al ver cómo Adriana del Milá entraba en la estancia y se retiró sin darle otra acogida que un arqueo de cejas.


– Este Burcardo no soporta el olor de las mujeres. No quiero entretenerte, pero no podía dejar de venir a abrazarte. Rodrigo, ¡por fin!

Se abrazan y hay ternura en los ojos de Rodrigo hasta que llora.

– Es un triunfo de nuestra familia, Adrianeta. Si mi madre viviera este momento, cuán temerosa estaba de nuestro futuro cuando nos dejó ir a Roma bajo la protección del "oncle"

Alfons. También a tu padre, mi primo. Tú eres una Borja, Adriana, más incluso que muchos Borja de la rama directa. Tú eres sobrina nieta del "oncle" Alfons, de su santidad Calixto Iii. Conoces la lucha de los Milá codo con codo con los Borja.

– Asómate a la ventana, Rodrigo.

– No es prudente.

– Asómate y prolonga tu vista hasta aquel grupo de muchachas que camina a lo largo del Tíber.

No divaga demasiado la mirada Alejandro Vi y sus labios emiten un nombre que parece golosina.

– ¡Giulia!

Más que verla ha presentido su aura dorada jugueteando entre sus amigas.

– Quiere brindarte el homenaje de su presencia, aunque sea a lo lejos.

– Apenas la veo pero la presiento. Los cuerpos amados emiten una energía que nos llega al estómago. Quién fuera el aire que la rodea, más grácil ella que el aire mismo. ¿Cuántos años tiene tu nuera?

– Lo sabes mejor que nadie.

Todos sus años son tuyos.

– ¿Cuántos?

– Diecisiete.

Los ojos de Rodrigo acarician la silueta lejana y cuando vuelven a entrar en la estancia se estrellan con Burcardo, que ha hecho una entrada silenciosa, y le habla de perfil para no aceptar en su ámbito visual la presencia de Adriana.

– Creo conveniente que pruebe la silla gestatoria. No es fácil sentarse bien en esa silla, aunque usted tiene cuerpo suficiente para realzarla.

– Vente conmigo, Adriana, y dime qué te parece.

Toma el papa a Adriana de una mano y la hace descender casi sin pies los escalones que los separan del patio de carruajes. Allí espera la silla y sus portadores y allí está también César con Michelotto y sus guardaespaldas con toda la gravedad que la ocasión requiere en su rostro. Conturba a Rodrigo la presencia de su hijo, pero se sube a la silla, comprueba la posición más requerida forzando el trabajo de los portadores y pide opiniones.

– ¿Quién puede a quién, la silla o el papa? ¿Cómo me veis?

– Como un papa de Roma. Eso es todo -comenta Adriana entusiasmada, y complace su comentario a Rodrigo, pero queda pendiente de la opinión de César.

– ¿Nada tienes que decir?

César se acerca a la ventanilla y se inclina para que sus palabras se queden entre su padre y él.

– "No guanyarás aquest joc si jo no jugue amb tu"

– "De quin joc parles? Es un joc complir el mandat de la Divina Providéncia?"

Ordena Rodrigo que prosiga el ensayo e incluso saluda con una mano y desde una sonrisa protectora y blanda a la supuesta multitud que le aclama. "Ave Maria gratia plena dominus tecum…"


Maquiavelo se estremece y cierra la contraventana. Por un momento el cristal le devuelve su imagen y le retiene como una sorpresa.

– Viví unos años dorados cuando fui embajador de la República de Florencia y conocí a Catalina Sforza, una mujer de un poderío extraordinario que me puso en ridículo, aunque lo tenía fácil porque yo era un embajador novato. A la Sforza sólo la pudo dominar César Borja. No negocié con el rey de Francia, cuya fuerza era la de su Estado. Él no era casi nada.

César era otra cosa. Podías hablar con él de filósofos y de magia, de pintura y de poesía, de armamento y de traiciones. Él podía inventarse un Estado. Sobre los Borja, todo lo que no fue verdad fue calumnia. La calumnia.

Recuerdo un cuadro de Botticelli que se llama "La calumnia".

Ya es de noche en la casona de Maquiavelo y de sus pensamientos vuelve para advertir que Juanito dormita desguazado sobre el sillón.

Da dos palmadas en el aire para despertarle y el sobresalto del durmiente le pone en pie y ladea el sillón hasta volcarlo.

– Tengo mal dormir.

– La gente de armas tiene mal dormir y la de letras también. Yo duermo mal porque soy un hombre de letras y quisiera serlo de armas.

Decía que Botticelli pintó un cuadro titulado "La calumnia" en el que denunciaba los excesos de los jueces florentinos contra los calumniados. Pero si en Florencia se calumniaba bien, en Roma la calumnia rozaba la perfección. La calumnia mancha y es muy difícil quitarte de encima esa pintura.

Pero si eres fuerte puedes llevar el peso de todas las calumnias.

César era fuerte. Yo le reconocí como el más fuerte. No entiendo ese cansancio final. Ese rapto de locura en un hombre tan racionalizador.

– Él decía de usted que era el único sabio que no le había parecido tonto.

– ¿Eso decía? Todo sabio tiene algo de tonto. Voy a ver si resisten todavía los jugadores. Quédate ahí, pero no te me duermas. He de decirte algo importante.

Con cuatro andares llega Maquiavelo al salón del juego y allí sólo quedan los restos de la finocchiona y los quesos, los vasos entintados por el vino, varias botellas apuradas y las cartas desparramadas. Se aplica Maquiavelo sobre las cartas, las repasa, selecciona varias y al mismo tiempo se sienta. El abanico de naipes queda ante sus ojos.

– Éste era mi juego. ¿Cómo es posible que con este juego me hayan ganado? ¿Cómo se puede encauzar la suerte? ¿Por qué resquicio de la razón se cuela la suerte?

Recuerda lances y reparte cartas como si aún estuvieran presentes los jugadores. Rehace jugadas.

Escupe imprecaciones.

– Barbo Mulino tenías que llamarte. ¿De qué hacías tú en el molino? ¿De burro? Y usted, doctor, es más peligroso con sus tonterías que con sus recetas.

Repasa los dorsos de las cartas en busca de señales y en este trance le sorprende la criada.

– ¿Puedo poner un poco de orden en esta covacha?

– La próxima vez que juguemos quiero que estés en la otra habitación y por la rendija de la puerta veas el juego. Luego me dices si hacen trampas o si cuando yo dejo la estancia cambian de cartas.

– ¿Para qué van a tomarse tantos trabajos si no juegan dinero?

– Para ganar.

Deja a la muchacha en sus trajines y acude junto a los libros y legajos para seleccionar una carpeta que deposita sobre la mesa ya desocupada, la abre y husmea unos folios hasta enfrascarse, sentarse, corregir, escribir, sin noción del tiempo. Lee en voz alta lo que ha escrito:

– Si los hombres supieran cambiar su naturaleza de acuerdo con los tiempos y con las cosas, la suerte no cambiaría.

Luego sentencia:

– La suerte implica el fracaso de la vigilancia del espíritu.

Se abre la puerta y, ante su impaciente rechazo, allí está Juanito Grasica somnoliento y dubitativo.

– Le estuve esperando, pero al ver que no venía…

– Importantes asuntos me reclamaban. No pasa día sin que añada unas cuantas líneas a las notas que tomo sobre lo que acontece. Aquí mi día es completo. Por la mañana me levanto con el sol y me voy a un bosque que estoy talando. Algunos días cazo. La caza me apasiona, por el procedimiento que sea, con red, con liga. Llevo conmigo libros, Petrarca, Ovidio, me peleo con el Dante. ¡Cómo se puede ser tan idealista rodeado de tanta realidad! Luego repaso mi trabajo del día anterior, mis notas, mis observaciones. Como lo que producen mis tierras, que no es mucho, y por la tarde me mezclo con esta gentuza y juego, juego, y pierdo, pierdo, nos insultamos. En fin. Pero llega el momento en que entro en mi gabinete, me quito las ropas del día y me visto con un atuendo digno de cortes reales o pontificias y me traslado a la antigüedad para leer a los clásicos debidamente guarnecido. En ese momento no temo a nada.

Ni a la pobreza. Ni a la desgracia. Ni a la muerte. ¿Comprendes, Juanito?

– Me ha dicho que iba a comunicarme algo muy importante.

– ¿De qué hablábamos?

– ¿De qué íbamos a hablar? De César Borja, de su padre, Rodrigo, el papa Alejandro.

– Rodrigo. Alejandro Vi. No hizo otra cosa que tratar de engañar a los demás y siempre se salió con la suya. No ha habido hombre alguno que prometiera más y diera menos. Pero hizo de engañar un placer. Y eso vale la pena. ¿Comprendes, Juanito? Un jefe ha de ser zorro y león: un zorro para conocer las trampas y un león para amedrentar a los lobos. Un jefe no puede respetar la palabra dada si actúa en su contra. No sería un jefe. Sería un idiota. ¿Comprendes, Juanito? Además, Alejandro Vi tenía sentido dinástico, como un emperador, no como un papa.

Quería crear una dinastía.

– ¿Y eso por qué?

– Porque tenía sexo.

– Me ha dicho que iba a hacerme una revelación muy importante.

Medita Maquiavelo lo que va a decir, pero finalmente no se detiene.

– Alejandro Vi necesitaba a César, pero le temía. Y César empezó a morir el día en que murió su padre. Nunca reconocieron que se necesitaban. La muerte de Alejandro Vi no fue mala suerte. No es que Dios le hubiera abandonado.

Simplemente, César no supo resituarse en un mundo en el que ya no contaba con la ayuda del lugarteniente de Dios. Recuerda la ceremonia de la coronación. Más parecía la coronación de un caudillo que la de un papa.

Y ante la mirada interior de Maquiavelo desfilaba Alejandro Vi sobre su caballo y bajo la tiara pontificia que le separaba o le unía con el cielo.

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