Lo que acontece es que, en España, llevamos bastantes años -como que pueden contarse por centurias- admitiendo la poesía a contrapelo, sin hallar la manera de que se le haga lugar en el cuadro de las profesiones honorables, salvo si, como antaño, se consume en panegíricos, porque, en tal caso, no suele haber inconveniente para hallarle acomodo en un rincón y destinarle unas migajas. Mas la edad de la alabanza ya ha pasado. Hoy, a la literatura, le da por la acidez y la crítica, por ver las cosas como son y no como conviene que sean, y cuando no se ven así, se dispara el escritor por las alturas y se pone a inventar por cuenta propia mundos, que no se entienden y que no sirven para nada. Y eso, como lo otro, es salirse del juego. De manera que, siendo al parecer inevitable que algunos ciudadanos con cédula de tales (aunque a veces sin ella), se les ocurra escribir, y como no siempre es posible ponerlos de patitas en la calle, léase en la frontera, o librarse de su presencia por cualquier otro medio expeditivo, pues hagámosles el menor caso posible y vivamos como si no existieran, que ya les llegará su hora, o, mejor dicho, la nuestra en relación con ellos. Se exceptúan, por supuesto, de estas medidas, todos los que de un modo u otro, con el verso o la prosa, cultiven el piropo en sus formas disimuladas o directas o, dicho de otra manera, se manifiesten de acuerdo con todo cuanto sostiene eso que los anglosajones llaman el establishment y que aquí se llamaría propiamente el cotarro. Y tanto mejor si, además de estar de acuerdo, lo ensalzan, lo defienden o lo sirven con palabras u obras; para ellos será el reino de los cielos, representado en este mundo por bicocas y otras clases de ganancias, por estatuas y otras clases de glorias. Los que no estén de acuerdo, pues, ya se sabe, a vegetar y a reconcomerse, a sacar los pies del plato si les da por ahí, a morirse de asco en ciertos casos, y a veces a cantar la palinodia a causa de las cornadas que da el hambre. Aunque los haya resistentes. La sociedad a que pertenecen, o que constituyen, tuvo en tiempos mucho de brillante y atractiva, pero sus luces se fueron apagando y ya no quedan más que los defectos: la envidia, la maledicencia, el navajazo, cuando no el dogmatismo, la intolerancia y la mediocridad instalada (al igual que los otros, sólo que al revés).
Pero a veces sucede que un escritor se recresta y dice que no. Ese tipo es impensable en Francia, donde se puede, ¡ya lo creo!, llevar la contraria a la sociedad, pero cuando se tiene detrás un sistema metafísico propio o una organización política, pues, de lo contrario, los improperios lo mismo que las extravagancias no saldrán de tu barrio. En cambio, en Inglaterra, se suele dar, porque tampoco allí el estatuto del escritor es satisfactorio: de ahí Bernard Shaw u Oscar Wilde. Pero no hay más que recordar el destino de este último para advertir cómo las gastan los ingleses cuando las paradojas de los paradojistas les llegan a lo vivo. Lo que sucede es que a los ingleses les queda siempre el recurso de emigrar. A poca suerte y talento que tengan, pueden vivir de la pluma, y la divisa nacional, aunque no mueve montañas, no ha perdido jamás la capacidad adquisitiva. El escritor español carece de ese recurso. Salvo excepciones, la pluma da para poco, y son escasos los que alcanzan un acomodo estable y digno más allá de las fronteras sin pérdida de la savia que asciende de la tierra propia. Hay que apencar con el país y con su sociedad. Y, entonces, se produce a veces el milagro de que un escritor la tome por montera, la desdeñe de manera evidente, conculque alguno de sus principios más queridos, practique la transgresión: ni más ni menos que algunos duques o algunas bailarinas con los que se empareja. Y lo asombroso es que la sociedad, a veces, lo tolera, y hasta llega a divertirse, si bien el escritor haya de andarse con cuidado, pues a la menor distracción, ¡zas!, caerá con todo el equipo.
Será cosa de poner unos ejemplos, a modo de ilustraciones. Varios, porque hay entre ellos diferencias importantes. Breves, sin embargo -menos uno, claro.
El primero es el de don Ramón del Valle-Inclán. Este logró mantenerse en sus trece gracias a su capacidad de resistencia al hambre, gracias a la inmensa capacidad de aguante que le dio la conciencia de sí mismo. Otro de su cuerda, sujeto de este libro, Ramón Gómez de la Serna, le llamó «la última máscara de a pie de la calle de Alcalá», con lo cual no sé si quiso hacer una greguería o definir a don Ramón. Se quedó a la mitad del camino, más bien, ya que únicamente lo definió en su aspecto físico. La facha de don Ramón no era más que el signo visible de su disconformidad y menosprecio de la sociedad a la que pertenecía, a la que insultó de palabra y con algún que otro corte de mangas, y, de obra, en bastantes de las suyas. Pero dejar su caso tan ligeramente despachado no es más que abreviar trámites y escurrir el bulto, pues lo tengo por bastante más complejo. En primer lugar, don Ramón no era una máscara ni mucho menos, y de su aspecto lo primero que conviene registrar es el atildamiento, realizado, sin embargo, de acuerdo con una estética no conformista y con un patrón personal, en el que concurrían algunos elementos tradicionales del dandi y otros del bohemio: Valle-Inclán realizó, en su aspecto, la conjunción de entrambos «tipos» en un momento, precisamente, en que parecían morir, pues los artistas y escritores del siglo veinte habían renunciado a cualquier señal externa, fuera de uniformidad o de extravagancia, de su dedicación: se distinguían, si acaso, por el uso y a veces el abuso de los atuendos más modernos, con lo cual resolvían, por las buenas, una cuestión que el siglo diecinueve había planteado; con la cual al mismo tiempo renunciaban, al menos de momento, a que su particular situación dentro de la nueva sociedad quedase suficientemente clara y formulada (lo que sólo duró unos años, pocos; las cosas cambiaron pronto). Valle-Inclán no consideró indispensable esta renuncia, y murió como había vivido: con un «no» ruidoso a la conducta y al atuendo de los burgueses. O, dicho de otra manera: no renunció jamás a su inicial posición de contemplador de la realidad desde una si-tuación superior, en la cual se cimentaron su estética lo mismo que su moral (que acaban, como es sabido, confundidas en una y la misma cosa). Para quien tan elevado se sitúa, resulta difícil establecer diferencias entre lo que le queda por debajo, y así, lo mide todo por el mismo rasero, sean los hombres, sean las palabras. Y como es hombre de trato profesional con estas últimas, escoge precisamente aquellas que le pueden servir para mostrar su desprecio por los hombres y por las cosas. La palabra esperpéntica es, por definición, definidora. A mi amigo Paco Umbral le gusta (y lo repite) citar en apoyo de su manipulación poética del lenguaje vulgar el ejemplo de Valle y alguno de los casos en que se muestra: la palabra «durandarte», por ejemplo, en vez de duro, lo cual apareció en las letras cargado de precedentes, y no ya el de Quevedo, que es otra cosa, sino el de Espronceda, muy leído por Valle: pues bien, «durandarte» define el duro y muestra la desestima en que le tiene Valle. Y se podían poner otros ejemplos; pero como no quiero repetirme, remito al lector a mi ensayo «Dilucidación del esperpento», publicado en el volumen Teatro español contemporáneo, segunda edición. Habrá que pedirlo en préstamo a un amigo, por estar agotado y por no darme la gana de reeditarlo, al menos de momento.
La conducta pública de Valle fue una polémica ininterrumpida contra la sociedad: inútil, por supuesto, como lo son siempre esta clase de batallas, pues a la sociedad no la suelen cambiar las sátiras literarias ni las prédicas morales: cambia sin darse cuenta con el tiempo y un palito, y, si llega a darse cuenta, ¡hay que ver cómo se pone, y las que arma! Saberlo parecería motivo suficiente para que el escritor renunciase al ejercicio del escalpelo, singularmente de lo que se endereza contra las poderosas e informes abstracciones. Pero el escritor no es de distinta pasta que el resto de los hombres, entre cuyas actividades podemos o podríamos señalar unas cuantas constantemente ejercidas y absolutamente inútiles: todas aquellas que tratan de combatir el mal en cualquiera de sus formas y muy especialmente las que se limitan a combatir la estupidez. Lo que sí sucede, en cambio, es que algunos artistas (de la palabra), sin renunciar a una clara visión de la realidad, la despojan de su contenido moral y, por supuesto, de toda intención modificadora. Deberían ser más de los que son, por cuanto su actitud tiene mucho de científica, o se asemeja a la del científico, que da testimonio de lo que ve y deja al técnico el resto. Pero acontece más veces de las que algunos desearan que los descubrimientos del científico, como los del escritor, no sirven absolutamente para nada, aunque, en algunos casos, al invento hayan acompañado esperanzas infinitas. ¿Qué consecuencias, en todos los órdenes de la actividad humana, no se le pronosticaron al evolucionismo darwiniano, tanto por los que lo propugnaban como por los que lo combatían? Ni tan siquiera la historia de Adán y Eva destruyó, por cuanto fue inmediatamente recuperada como mito, es decir, como símbolo y significante de un hecho desconocido, y restituida a su anterior posición en el sistema. A la postre, además, da igual que nos hayan precedido una larga evolución biológica o la operación artística de modelar unas pellas de barro. ¡Qué digo yo! Tratándose de Dios, que es razonable, parece más encajada y lógica la elección de un procedimiento racional y paulatino, como es el de la evolución, que el de un milagro demasiado rápido, como hubiera sido el del barro. Es cierto que el evolucionismo nos impide creer en la literalidad del texto bíblico; pero, cuando Darwin lo formuló, en ese texto ya no creía nadie con dos dedos de frente.
En fin, me he desviado, no sé por qué. Quería decir que ciertos escritores, poco inclinados a la sátira moral, pero menos aún al panegírico o a la literatura revolucionaria; incompatibles, sin embargo, con la sociedad y por tanto nada dispuestos a integrarse en ella, pero tampoco a repetir el talante de los bohemios, se limitaron a ejercer la visión objetiva en sus letras y la excentricidad en su conducta. ¿Queda, así, definido el caso de Gómez de la Serna? También es más complejo, creo yo; también excede a tan escuetas coordenadas. La objetividad de su visión del mundo sería una mitad, pero nos queda la otra, la de su conducta social y humana, que ni se ocultó en el anónimo ni se ejerció en el desplante, menos aún en el escándalo. Ramón Gómez de la Serna nunca podría ser definido como máscara de las de a pie, ya que nada de su facha o de su atuendo le enmascara: no es, sin embargo, corriente. ¿Cuál será el quid?
Veamos. Es un hombre de talla media que viste como todo el mundo (es lo que hacen los escritores de su generación); tirando a gordo, pero sin serlo. Con un cabello regularmente cortado, aunque con una onda que le cae sobre la frente. Se habla de un monóculo que escasas veces usó, y sólo en un principio. Se reúne en un café con algunos amigos, y tiene la suerte de que uno de ellos, pintor, haga un retrato de aquella peña con él -Ramón- como eje de la composición. Como ya es mayorcito para vivir en casa, alquila, en una calle cara de Madrid, el piso de una torre, y allí se rodea de sus cosas, que son todas las que va encontrando en su camino y que por algo le llaman la atención. La conjunción Madrid-piso-cachivaches le satisface por entero, le sirve de marco único para su «realización», puesto que la repite, o intenta repetirla, en Buenos Aires, en Nápoles y en Estoril. Pero sucede con bastante frecuencia que cualquier hombre, no precisamente un escritor, lo que busca y no siempre halla es un piso que le vaya bien y en el que meter sus cosas. De modo que la diferencia estribará en las cosas, y yo creo que la singularidad de Ramón consiste precisamente en su especial relación con ellas. ¿Es distinta a la de los demás hombres? Quizá. Nosotros, los corrientes, nos rodeamos de cosas útiles, de las que nos servimos, y de ciertos objetos inútiles, o que se tienen por tales porque no son indispensables para un modo de vivir esquemático, mínimo, según el criterio de los funcionarios de Hacienda, que en seguida las consideran como un lujo. Pero a la postre resulta que son útiles también, que a su usuario le sirven de algo o para algo, que no las posee y mantiene por irracional capricho. ¿Son de éstas las de Ramón? Cuadros, porcelanas, objetos decorativos; o bien colecciones de sellos, de pipas, de vitolas. No. Las de Ramón no son de éstas, sino, por ejemplo, el chuzo de un sereno (pronto habrá que explicar a la gente lo que fueron los serenos, lo que eran los chuzos), un maniquí femenino, varios espejos raros, globitos de colores, recortes de periódicos… Y todo lo que se quiera añadir de cuanto generalmente se arroja al cajón del polvo. ¿Será que Ramón tuvo alma de basurero? No es eso, no. Aunque a primera vista no sea fácil dilucidar para qué quiere estas cosas, qué hace con ellas, convendría esperar a una segunda visita para tomar posiciones. Y esa segunda visita tiene que partir de algunos supuestos. Por ejemplo, les hemos llamado «cosas». «Cosas» es la palabra comodín de que se valen el escritor y la gente cuando ignoran o les estorba el nombre de los objetos, pero también cuando éstos son sustraídos al orden, al sistema al que pertenecen y considerados en sí mismos. El agua de un sifón se inserta en el orden o sistema de las bebidas refrescantes, subclase de las carbónicas, y dentro de él encuentra su precisión, su definición y su sentido, aunque también los recibe en el orden de la química aplicada. Un pie humano, por su parte, se incluye en otro orden, el de los órganos, precisamente en los de la locomoción, al menos mientras el automóvil permanezca en su etapa prehistórica y no lo sustituya por completo: fuera de ellos, únicamente puede ser un resto macabro, el testimonio parcial de un crimen, la materia de una broma de mal gusto, el objeto de una adoración fetichista, un exvoto. Pero, véase bien, en cualquiera de esos casos ha adquirido distinta y nueva significación, se le ha sacado de su orden o sistema propios, se le ha incluido en otro que por naturaleza no es el suyo, pero al que puede pertenecer sin repugnancia racional. No es, pues, todavía «cosa». Para que sea cosa, repito, ha de quedarse en offside, o, como decimos aquí, a la luna de Valencia.
Recordemos así mismo, que de estos dos objetos, el agua de sifón y el pie humano, el que posee sabor, un sabor peculiar y conocido, es el primero; el pie, en todo caso, sabrá a carne humana, como el brazo o las nalgas (acaso me equivoque, pero no me repugna confesar mi incompleta experiencia de la antropofagia), pero es sabor que, en general, se ignora. Es conocida, en cambio, la sensación del pie cuando se duerme; quiero decir, cuando parece colmado de burbujas a causa de un incompleto o insuficiente riego sanguíneo: nunca parece el pie menos pie que en tales casos, jamás es menos apto para conducirnos y sostenernos. Pues bien: Ramón Gómez de la Serna escribe un día: «El agua de sifón sabe a pie dormido»: afirmación, desde luego, tan insólita como inesperada, para llegar a la cual han tenido que verificarse determinadas operaciones mentales: la una, la específicamente cosificadora, al extraer a estos objetos de sus sistemas, al dejarlos, como se dijo, «a la luna de Valencia», les ha privado de toda significación, les ha arrebatado un posible mensaje, les ha hecho aptos para ser cualquier cosa y significar cualquier cosa. El agua de sifón, rica hasta ahora en notas o cualidades, las ha perdido todas, aunque le haya quedado el soporte de una de ellas, algo así como el pedúnculo en que se asienta el sabor, por vacío de la nota misma; un pedúnculo a cuya extremidad, digamos semejante a una ventosa, puede adherirse algo no necesariamente sabroso, algo posiblemente insípido, pero que en seguida adquirirá sabor porque para eso está el pedúnculo ahí: lo imagino flotante con el rumbo perdido, como una de esas patas de moscas que vemos los miopes constantemente, que nunca van a ninguna parte, pero que jamás se aquietan. ¿Va a suceder que el tal pedúnculo transfiera el sabor del agua de sifón al primer objeto atrapado? Se acerca como consecuencia lógica, sobre todo si el objeto de la caza es insípido. Pues, no: sucede justamente lo contrario. Cuando el pedúnculo alcanza a rozar el pie dormido y se adhiere a él con terquedad de lapa, el agua sabe a pie. Claro que yo he intentado explicar la operación de manera sencilla y como quien dice por imágenes y movimientos elementales; pero si se le confía a un experto en retórica, ¡la de procesos metafóricos y metonímicos de que habrá que echar mano hasta dejar cubiertas y explicitadas sus delicadas etapas! En ella, en la explicación, sería necesario insistir en la palabra «sabe», que es la que actúa de pedúnculo, que es la que opera el milagro de aproximación y transfusión entre el agua y el pie, o, más exactamente, entre lo que caracteriza a aquélla como de «sifón» y a éste como «dormido», es, a saber, el cosquilleo y las burbujas. Pero no sería lo mismo decir que «el pie se parece al agua de sifón en que el cosquilleo es como una especie de burbujas», por ejemplo: esto no pasaría de vulgar comparación, cualquiera sería (y es) capaz de descubrirlo. Lo de Gómez de la Serna, lo que él hace, pertenece a un orden poético más elevado -por una parte-, y por otra des-cubre o revela una mente distinta, extraña, una mente especialmente capacitada para la invención y formulación adecuada de verdades inusuales, aunque impertinentes. Porque lo curioso de todo esto es que, como todo el mundo sabe, el agua de sifón sabe a pie dormido DE VERDAD, y en esta verdad consiste lo grave, lo transgresor, lo peligroso además de peliagudo. Porque el trato humano -o el contrato social, como se prefiera- autoriza el conocimiento y uso de ciertas verdades, mas no de todas, y decreta indecentes el uso y conocimiento de las restantes. Todo aquel a quien alguna vez se le ha dormido un pie y ha bebido del agua de un sifón, sabe que ésta sabe a pie dormido, pero se lo calla, no lo diría jamás por respeto a la convención general que rige el mundo. Contempla, por tanto, con desconfianza a quien se atreve a proclamarlo, y más aún a quien no se contenta con eso, sino que proclama también innumerables verdades del mismo orden, y, encima, las titula greguerías, que no quiere decir nada. Clara u oscuramente, el lector, aunque se divierta, intuye que el autor de aquellas frases que a veces tacha de rebuscadas se parece a su modo y coincide en bastantes aspectos (sobre todo en los peligrosos) con el introductor del materialismo dialéctico o con el descubridor del complejo de Edipo: gente toda que hace tambalear las mejor cimentadas estatuas de los foros y de las conciencias. Y lo menos que hace -el lector- es recibirlo de uñas, aunque las esconda. El autor, nuestro Ramón, sin embargo, si es peligroso (y eso habría que ponerlo en claro), no practica la estridencia, se porta de manera apacible, aunque excéntrica; inofensiva, aunque chocante. No se le ocurre, por ejemplo, denunciar (aunque sea sonriendo) la inmoralidad, como hace en su tiempo don Jacinto Benavente: él se detiene y entretiene con detectar cualidades menos aparatosas, como la cursilería, y no acusando, sino señalando y describiendo: Los cursis y las cursis, Los senos de la cursi, se diferencian de Lo cursi, de Benavente, como un tratado de anatomía de un catecismo de higiene.
(Y, a propósito, muy a propósito, no resisto a la tentación de consumir un excurso en el subtema de «Ramón y sus relaciones con la cursilería»; las cuales fueron muy sui géneris, quiero decir singulares y acaso también extravagantes. Por lo pronto, gozó de un especial olfato para descubrirla, como perro que husmea el gazapo, y en sacarla a relucir, como el mismo perro con el gazapo en las fauces. Después la excluye de sí mismo, pudoroso: de su persona, de su atuendo, de su manera de escribir; pero esto no puede hacerse de modo tan radical como él lo hizo, como lo hicieron otros, sin arrancarse «pedazos del corazón», porque son cursis muchas cosas amadas, familiares, personales, y el dolor que así resulta corre el riesgo de ser cursi también. Hay escritores que asumieron lo cursi, llámense Proust o Juan Ramón Jiménez; lo asumieron y asimilaron por medio de una operación estética que no le cambió la naturaleza a lo cursi, sino el lugar en el sistema. Otros, incapaces, buscaron soluciones tajantes. Joyce, por ejemplo, resolvió su problema particular reduciendo el Eros a grosería y cantando arias de ópera, que ya está bien: arias que no se aguantan ni a los profesionales. Ramón, por su parte, busca una solución menos dramática y nada espectacular, una solución inteligente: acumula en una persona del sexo opuesto, próxima a él, toda la cursilería entrañable, y para no excluirla del todo de su vida, por no objetivarla y dañarla [puesto que objetivar es negar el amor], mantiene un puesto por el que mana esa corriente sentimental y ese puente suele ser su corbata. Ramón usaba frecuentemente corbatas cursis, y ¿existe o ha existido algo que lo sea más que aquel maniquí en cuya intimidad vivía? Fue fotografiado varias veces, y es posible comprobarlo. Las mujeres que pasaron por la vida de Ramón, quizá adorables, no fueron menos cursis; pero él y su literatura quedaron incontaminados.)
Continúo: Lo cursi, de Benavente, detrás de su intención satírica, y como soporte de ella en el sentido de ser lo que la hace tolerable al público, mantiene la afirmación de que lo cursi coincide con lo virtuoso en una misma y sola cosa, y que sólo determinados intereses temporales, quiero decir más bien transitorios, lo convierten en risible, si bien una operación mixta de inteligencia y bondad baste por sí sola para restaurar el buen orden. Esta proposición (como otras muchas de idéntica estructura) tranquiliza inmediatamente al espectador, quien, por una parte, es cursi, ama lo cursi, vive en él sumergido, y no es capaz de detectarlo como tal, y, por la otra, acata las convenciones que decretan la ridiculez de la cursilería, las pone en práctica, y hace como si, obediente, se riera. Y todo va bien mientras subsisten, efectivas, las mencionadas convenciones, cuya formulación contiene, además, la lista de lo cursi (como de lo kitsch, o de lo in, o de lo que sea). Pero su vigencia, como la de ciertas leyes, es pasajera: nuevas formulaciones y nuevas enumeraciones sustituyen a la anterior, el ciclo se repite, el que no ha perdido la flexibilidad cambia de gustos, y a otra cosa: es decir, que todo va bien mientras no aparezca un catálogo ex-haustivo, no de lo que es cursi, kitsch o in temporalmente y por decreto, sino perennemente y por naturaleza. ¡Ay! Entonces, las taxinomias [1] se desmoronan, y un catador o connaisseur puede afirmar sin temor a equivocarse, a la vista de sus cejas depiladas y de algún que otro escritor menor, que Roland Barthes es cursi, por ejemplo: como sucedió cuando Thackeray publicó su Libro de los esnobs: que quedó claro quiénes lo eran y quiénes no, y el porqué, y que los había de naturaleza y de ocasión, y cómo hasta los duques podían serlo. Pues con los cursis, el libro de Ramón fue de efectos semejantes: los dejó virtualmente en pañales y sin manera de disimularse; como que ya hay quien ni se toma la molestia de intentarlo. ¡Y cómo proliferan! Si bien la mayor parte de ellos y de ellas se hayan refugiado en la pornografía, en el travestismo y en otras aguas revueltas. ¡Y cuánto cursi anda suelto por ese mundo del rock!
Yo no sé (de eso no entiendo), si esa perspicacia verdaderamente científica de Ramón obedece o le viene de su primitivismo. La tesis principal de este libro (y de su autor, por supuesto) es la de que Ramón fue, en cuanto artista, un primitivo. Bien. Bendito sea si le permitió ver las cosas como son, es decir, en cuanto cosas, en cuanto seres, y no en cuanto eslabones de una cadena o funciones de una estructura. Es importante imaginar (o sea, reconstruir mediante la imaginación) el paso de Ramón por la realidad, su convivencia con los objetos, su visión. ¿Nos atreveríamos a definir ese paso o paseo como cosificador? De buena gana lo haría si no fuese porque esa palabra corre ya con valor muy distinto, con el valor opuesto. Porque la cosificación operada por Gómez de la Serna es precisamente la contraria de la tan mencionada, ya que afirma y proclama lo que los objetos son y valen en sí mismos. ¿No consiste en eso, en tasarlas una a una y cada una en lo suyo, lo que hace cuando recorre el Rastro y recuenta sus cosas? La visita al Rastro complacía a Ramón: uno, porque le permitía descansar, ya que la realidad le daba hecho lo que él operaba (como se dijo) regularmente: iba al Rastro a descansar; y, dos, porque el Rastro le servía de demostración o prueba, ya que allí se amontonaban los ex objetos, hechos ya cosas por el destino y la vida, convertido el espejo de aguas desvaídas y verdosas en aquello mismo que Ramón había imaginado al con-templarlo en un salón velado con una gasa verde de añadidura. Hay quien piensa que su paso por el circo se asemejaba al que hizo por el Rastro, o viceversa, pero yo pienso que no, que había graves diferencias: porque las cosas del circo las veía como tales cosas, en efecto, pero recuperadas y convertidas en objetos de un mundo distinto, despojados él y ellos de toda utilidad: un mundo en que la fuerza bruta (otra vez Benavente) se disimula y transforma bajo las lentejuelas en fantasía rosada y espejeante que atraviesa el espacio con precisión de bala; en que la muerte esconde su mueca detrás de la geometría y de la física, y que sólo aparece cuando el problema sale mal.
Umbral asegura, y comparto su opinión, que Gómez de la Serna, biógrafo famoso y autobiógrafo, no acertó al cultivar esta clase de géneros. La razón es la misma de su error al acercarse a la novela: no contar con el destino. No contar con él como ingrediente capital de cualquier vida humana, y, por ende, de cualquier personaje literario. Ya sé que semejante afirmación no está de moda, y hasta es posible que las convenciones vigentes hayan decretado su condición de cursi o kitsch, que da igual para el caso; pero eso no le quita ni un adarme de su veracidad, y volveremos a darnos cuenta cuando, hartos de tanta palabrería como nos abruma e impide ver claro, recuperemos las grandes y elementales intuiciones, y ésta lo es. Ramón no la tuvo suficientemente en cuenta, no llegó a comprender que el hombre, que no es un objeto, jamás puede llegar a ser cosa, y, por tanto, sujeto de un proceso de greguerización. Ahora bien, lo que Ramón hace en sus biografías (o en sus novelas), es greguerizar a un hombre o a una imagen humana. ¿Y de qué le vale hacerlo, por ejemplo, con Baudelaire, si de ello no sacamos en limpio más que unas cuantas anécdotas? Que es lo que nos ocurre con la lectura de El doctor inverosímil -pongamos por caso de novela frustrada-: una serie fatigosa de extraños, a veces divertidos, y siempre insuficientes, fragmentos anecdóticos, cuyo valor reside en cada una de las unidades que componen la novela, no en su sistema, porque no existe. Con la unidad siempre precaria que presta un argumento elemental, con algo más de sistema, a las restantes novelas de Ramón las aqueja también la insuficiencia, si se exceptúan algunas de las cortas, como las Seis Falsas. Ramón o la incapacidad para el panteísmo, podría definirse, pues cada cosa se agota en sí misma, y se manifiesta en el desnudo aislamiento de lo irremediablemente individual; pues si un hombre es un cosmos, y eso dicen, Ramón no percibe su conjuro, menos aún su unidad, sino sólo las estrellas fugaces que a veces transitan por su cielo. Y es curioso cómo, al concebirse a sí mismo en Automoribundia (que es, por otra parte, un gran libro), no alcance a verse como tal cosmos, es decir, como algo que gira alrededor de un solo eje, sino que se podrían señalar tres o cuatro distintos, tres o cuatro sistemas, tres o cuatro Ramones.
Si todo esto que acabo de escribir es cierto, y yo lo considero tal, queda explicado por qué los españoles contemporáneos suyos experimentaron ante Gómez de la Serna la acostumbrada desconfianza, el desasosiego que la presencia de un intelectual suscita, más un plus de añadidura aconsejado por sus cualidades personales; ante todo, por esa profesión de descubridor de realidades, de perito en ellas, de navegante por sus mares. Pero Ramón no era hombre que sacase, de tal oficio, consecuencias ruidosas: jugaba con dinamita, pero conocía el secreto de evitar su estallido. Y, al ofrecer su juego, la dinamita, en otras manos, permanecía inalterable. ¡Pues menudo sistema anarquista se hubiera podido deducir de sus colecciones de greguerías! Nadie, sin embargo, lo formuló, y acaso ni él mismo, conservador a la postre, se haya dado cuenta. El caso es que las precauciones tomadas por los españoles no fueron las del grillo y la celda, sino las de la risa y la indiferencia. Una revista satírica de las derechas solía llamarle Román Gámez de la Sorna; un crítico de la misma cuerda dijo de él que su único defecto era el de escribir todo lo que pensaba y publicar todo lo que escribía. Cuando salió, en París, a la pista de un circo encaramado a la grupa de un elefante, aquí se comentó, como siempre: «Está loco.» Y si años más tarde se le ofreció alguna especie de homenaje, no fue por su talento, sino por aprovechar políticamente su madrileñismo, para lo cual fue necesario, primero, desvirtuarlo. ¿Qué tendrá que ver lo suyo con el casticismo de verbena?
A Ramón hacía tiempo que no se le dedicaba un libro. No lo hizo, ni se sabe que vaya a hacerlo, el último superviviente del cuadro de Solana y de los fundadores de Pombo, el gran escritor y hombre extraordinario José Bergamín, cuya prosa acostumbran a olvidar los que afirman que la generación del 27 no dio prosistas, los que juzgan la obra de aquel grupo de poetas por lo que dicen los periódicos y no por lo que valen los libros. Tampoco mi generación lo hizo, eso de escribir sobre Ramón, de estudiarlo, de revelarlo, probablemente porque, entonces, la ocasión no la pintaron calva. Y es ahora Francisco Umbral quien lo ofrece, separado de los míos por un cuarto de siglo, ese que tanto significa y que tanto transformó. Francisco Umbral, que probablemente acabará como epónimo de grupo, o de generación, comparece en este prólogo por dos razones: la primera, la más obvia, como autor del libro prologado; la segunda, porque, hasta ahora, hemos tratado de cierta casta de hombres, y Umbral pertenece a ella y la representa con más brillantez de la que pudiera esperarse en un tiempo tan poco apto como el que vivimos para el despliegue público de una personalidad literaria. Hemos tratado de Valle-Inclán y de Ramón; hubiéramos podido hacerlo también de Cela, por los mismos motivos, y por ser quien recogió, a su debido tiempo, una antorcha que, al cabo de cuarenta años, puede entregar cualquier día a su preconizado sucesor entre los escritores visibles. Cela, que vivió y escribió (sigue, por fortuna, viviendo y escribiendo) en los años de mayor hostilidad del cotarro español, se mantuvo en sus trece de aquí estoy yo que valgo más que vos, y se hizo acatar, y todavía en años recientes el glorioso episodio de Archidona le dio ocasión de ejercer esa preeminencia, o prevalencia, conquistada a fuerza de desplantes: más ruidoso, quizá, que sus predecesores: más, por supuesto, que Ramón. Francisco Umbral trae otra fisonomía, y es otra su conducta: como son muy distintas su estética y su prosa, y, por supuesto, los tiempos en que transcurre. Él viene de los años del hambre, que no ha olvidado, que no puede olvidar, que nos recuerda a todas horas, y de esa adolescencia que también nos ha contado, sin demasiados libros aunque con mujeres; hizo su aprendizaje de la vida literaria en un Madrid que ya no era, o empezaba a no ser, el de La Colmena, ese que describe en La noche que llegué al café Gijón. Fue testigo, por tanto, de la más feroz transformación de la sociedad española que se recuerda, de su conquista por la osada clase media baja, cargada de complejos y frustraciones, sedienta de exhibición y de ganancias: una clase dispuesta a ganar dinero y a que se le note, sin sentido de la medida y admiradora de grandiosidades filisteas, cuya más clara expresión estética es el rascacielos de treinta pisos, el rascacielos mediocre que destaca como un mástil en la capital de la provincia, donde aspira a ser uno y preeminente; la clase media de la posguerra y del consumo, presumida de coche y de querida, que destruye las ciudades y la lengua, capaz de todo para «realizarse», que es como se llama ahora al ejercicio conjunto de la injusticia, de la crueldad y del mal gusto. A Umbral, como a otros de su edad, se le abrieron los ojos ante ese espectáculo frenético, que yo no sé si alguna vez le habrá fascinado, pero ante el que, en algún momento de su vida, decidió detenerse y contemplarlo, para cuajar luego sus esencias en palabras, en artículos de periódico. Pero no se quedó en mero contemplador, sino que quiso ser actor sin abandonar su profesión; quiso ser el escritor-testigo al mismo tiempo que el escritor-castigo, y, para ello, lo primero que hizo fue sacar del desuso viejas fórmulas, no poéticas, sino sociales, como el dandismo y el esnobismo (que tan unidos suelen ir), y hacerlas suyas, armas anticuadas, dirían algunos, aunque él mostró que no lo son. Del dandismo tomó el cuidado de la facha y un atuendo, o, mejor dicho, unos principios para construirlo, en un momento en que la sociedad permisiva dejaba de preocuparse de cómo se visten los demás y de cómo se portan (al menos aparentemente), siempre y cuando lo hagan conforme a unas leyes muy precisas, promulgadas, precisamente, por quienes tienen a su cargo el cuidado de la comunidad: los fabricantes. En su virtud, puede usted llevar pantalones blue-jeans, pero no de terciopelo; con tal de que los use (los compre, los gaste, los sustituya), se le permite meter dentro a un anarquista o a un pasota. Umbral puede haber alabado alguna vez los blue-jeans, y de hecho lo hizo, pero en cuanto el símbolo de algunas liberaciones laterales, no de sumisión a la industria y al gusto que representan, menos aún como prenda personal, pues, como decía Ortega, los apartó de sí «con sacro horror de musageta» y se encasquetó un traje de terciopelo, que fue como echarse sobre la espalda una de las más gloriosas tradiciones europeas, aquella que estudió Barbey y entre cuyos componentes se cuenta la impertinencia: virtud que convendría reivindicar como necesaria para el equilibrio social, singularmente de sus estructuras morales. El dandi, pues a él me refiero, interrumpe, con su sola presencia, la satisfacción del filisteo, la complacencia que experimenta al contemplarse; le desquicia o saca de sus casillas como todo lo que no alcanza a comprender. En nuestro tiempo hemos sido testigos de un extraño fenómeno, nunca (que yo sepa) acontecido: todo un grupo social, los jóvenes, decide manifestar por medio de su vestimenta la hostilidad que siente hacia lo constituido; seriamente preocupado, el establishment hace lo posible por desvirtuar el fenómeno, y lo consigue, ¿quién lo duda? Pero, al margen, quienes se asustaron en un principio, al no ver ya peligro, dan salida y expresión a la admiración subyacente y se visten como los jóvenes. Es muy posible que en el hecho haya un componente mágico, algo de conjuro, pero de lo que no cabe duda es de que el pequeño burgués, el filisteo, se ha asimilado las formas (o su carencia) manipuladas por la juventud. Lo cual quiere decir que eran capaces de hacerlo. Pues con el dandismo nunca sucedió otro tanto, y los ensayos fueron siempre fracasos. En el amplio y pintoresco panorama de nuestra sociedad presente, las formas las cultivan los horteras: quiero decir aquellas que les son accesibles. Pero jamás las del dandismo. Umbral, que lo sabe, maneja el adjetivo hortera con precisión y propiedad. No ignora que los que se sientan aludidos son incapaces de vestirse un traje de terciopelo, por la única razón de que, para ello, es menester el ejercicio de un complicado acto de voluntad personal, no la secuacidad [2] a los decretos de un congreso de sastres llevados a la práctica por un consorcio de grandes almacenes. El traje de terciopelo de Paco Umbral es la primera de sus impertinencias, algo así como su proa, o el anuncio de las demás: que se pueden dividir en dos grupos, las sociales y las literarias, aunque siempre expresadas, unas y otras, literariamente. Sería menester, para dilucidar las primeras, averiguar previamente cuál es la ideología de Umbral al respecto, si de una ideología se trata, y no de una nostalgia. ¿Es, acaso, un ácrata? En todo caso, de rechazo y por reducción al absurdo. Para mí, y desde el momento mismo de su madurez intelectual, Paco Umbral echa de menos lo aristocrático, lo distinguido, y no sólo en cuanto a maneras, sino muy principalmente en cuanto a conducta. A Valle-Inclán, en el fondo, le pasaba otro tanto: son personajes que admiran la elegancia, que se rinden a ella. Este ideal, este esquema imposible, esta imagen de nada, permite aplicar a la gente raseros muy estrictos, y no se salva nadie, sea quien sea el sujeto y llámese como se llame. Francisco Umbral tiene en la mente su Oriana, ¿y qué mujer resistiría cualquier comparación? De donde se deriva una vena que lleva a Umbral a coincidir con su admirado Proust y a proclamarse, burla burlando, esnob. ¡Pues claro! Si el colmo de la belleza es la tal Oriana, ¿quién no la admirará? ¿Y quién, lamentablemente, será capaz de igualarla? Porque ambos sentimientos, el de admiración y el de impotencia imitativa, comporta el esnobismo. Si Lucifer es el esnob de Dios, como se viene diciendo por los entendidos, en su estela navega buena parte de la inteligentzia, con bastante frecuencia de manera menos confesa que la de Umbral: quien tiene por lo menos el valor de no ocultarlo. Y creo que de la misma raíz procede su segunda impertinencia, la literaria, de la cual lo que menos importa es que se las cante claras a mucha gente más o menos encastillada en una falsa idea de sí misma, sino ciertos aspectos, más sociales, de su escritura, y, ante todo, la pluralidad de sus voces, es decir, de sus lenguajes, que van, como saben sus lectores, de lo intelectual a lo «canalla». Y aquí hay que traer a colación el recuerdo de Quevedo y no dejarse despistar por la antes mentada admiración proclamada de Umbral hacia Proust. Quevedo, además de la Torre de Juan Abad, señoreó un lenguaje requintado, excesivamente aristocrático, y por eso, por haberlo manejado y hecho suyo, pudo apoderarse también, si no crear, el lenguaje «canalla» de su tiempo. (Proust, que no era hidalgo de solar montañés, que era un pequeño burgués desplazado hacia arriba, jamás se hubiera atrevido.) ¿Se ha pensado que Valle-Inclán, otro de los modelos remotos de Umbral, repite el esquema de Quevedo? Porque también él, Valle-Inclán, fue un hidalgo del Norte, y también recogió la expresión «canalla» después de haber derrochado el lenguaje discriminado y brillante. Pensemos ahora que ni Valle ni Quevedo fueron esnobs. ¿No será el esnobismo de Umbral un ardid o una máscara? Porque también él pasa, pasan sus voces, de un lenguaje a otro, de un ámbito a otro. En cualquier caso, lo mismo que sucedió con Quevedo y con Valle-Inclán, no son sus modos depurados sino los populares, los que se propagan y suscitan, con la admiración, la imitación: al lector de revistas y de diarios no le descubro ninguna novedad si me refiero al gran número de discípulos que le han salido a Umbral: los que repiten su vocabulario cheli o sus trucos sintácticos sin la sustancia que los anima.
Umbral fue uno de tantos españoles atraídos a la Corte por el centralismo cultural. La diferencia entre los asentados en la capital y los que vienen de provincias se reduce a una y muy importante cosa: aquéllos tienen casa, o sea, que están generalmente a cubierto de ciertas intemperies; pero, por lo demás, unos y otros trepan por la misma empinada cuesta y padecen de idénticos sudores. Es un camino de naufragios, es como ese maratón de siete mil corredores de los que sólo llegaron veinte, y aún me parecen muchos. De los que van quedando atrás, unos recaen en los carriles muertos, y otros se acomodan a lo que alcancen, plaza modesta, modus vivendi con ejercicio de la pluma, y dejan a los demás correr, entre envidiosos y tranquilos: como que pueden ejercitar la envidia con toda tranquilidad para el resto de sus vidas. Suelen evolucionar no obstante hacia el saco de bilis con las que amargan las escasas aguas potables del trayecto, y a los que habrán de escuchar, hasta el final de su vida, los triunfadores. Pero, y hecha excepción de estos frustrados y de su interminable cantinela (en prosa y en verso, en libro y en periódico), los que alcanzan el final, ¿viven realmente su triunfo? ¿O no es en esa meta apetecida en donde sobrevienen las mayores decepciones? Uno de los espejismos de quienes corren, uno de los señuelos, como más tarde se llega a ver, es el brillo de ese mundo superior que les fascina, ese gran mundo resplandeciente del que a veces Umbral se convierte en cronista más o menos ácido o zumbón. Visto de lejos, todo él es rayos de sol y estrellas de luz propia; cuando se le transita con el derecho innato de los campeones, o se es un poco tonto, o se advierte en seguida que el sol y las estrellas no pasan de lamparillas inducidas. Que esto venga aconteciendo desde antiguo, y ahí están para mostrarlo algunas novelas, no quiere decir que sus protagonistas hayan sido siempre así. Al mundo de Balzac se le podía acusar de inmoral, y lo era, pero mostraba otras cualidades, apreciables, igual que el de Julián Sorel. A Proust no le importó gran cosa la inmoralidad, fuese el mundo de Swan, fuese el de Guermantes, pero andaba por él como quien dice a la busca de los verdaderamente distinguidos, para discriminarlos de quienes no lo fueran: perito burgués en cualidades excelsas. El mundo de Paco Umbral ha decaído bastante en su antigua eminencia: habría que averiguar el pedigreé de la marquesa de los miércoles, y el resto lo componen, por lo general, rastacueros ostentosos y ostentados (galicismo utilísimo, este de rastacuero, a falta de palabra equivalente, pues las que conozco no lo son del todo, como la de advenedizo, quizá por designar otros fenómenos). La ira manifestada por Umbral contra ese mundo nace de su decepción, y es ira furibunda, y no ironía suave, porque cuando se es aún mancebo las decepciones duelen. Pero no deja de ser curiosa la consecuencia más visible, complementaria de la ira, quiero decir, la ternura y casi el mimo con que Umbral se aproxima a las clases populares, a su quiosquero y a su abrecoches, a sus vallecanos y a su Ramoncín. Que la ternura y el mimo sean sinceros, jamás lo he puesto en duda, de la au-tenticidad del abrecoches y del quiosquero me permito dudar, en un sentido claramente nominalista y antiplatónico, pues los tengo por figuras abstractas y significativas, mera literatura y trámites de un razonamiento que no suele formularse, más que por retratos. Pero ese es uno de los procedimientos que siempre hemos usado los escritores, y está bien.
De modo que resulta nada menos que nuestro personaje, viniendo de Valladolid, donde había tocado de cerca algo tan verdadero como la obra y la persona de su maestro Delibes, llegó a la Corte creyéndola de cal y canto y halló que no pasaba de cartón piedra, e improvisadas gentes, sin ton ni son profundo, sus cortesanos.
Cuando no sucede esto, el escritor se convierte en los Hermanos Quintero (caso de tener talento, por supuesto); en quien ve el mundo de rositas y por eso lo alaba. Pero el de ahora trae los ojos abiertos, o se los abren en seguida, y, como decía al principio, o sale crítico, o burlón, o soñador e inventor de mundos inexistentes. El Umbral de la pluma que hiere ya queda, pues, explicado con esta rápida mención del desencanto. Pero cuando se ha amado y esperado, a nadie puede satisfacer el ejercicio en exclusiva de la acusación, y de esa insatisfacción viene este otro Umbral, especie de renacido, que traía en su bagaje admiraciones y que desea, quizá secretamente, seguir ejercitándolas: este libro acerca de Ramón se me antoja muestra y prueba a la vez de un corazón generoso, ¡tan escaso, ay, entre nosotros! Porque, aquí, cuando un escritor estudia a otro o trata de él de alguna manera, solemos preguntarnos ante todo que contra quién lo hace. Pues yo desafío al lector a que encuentre en estas páginas un destinatario innominado y aludido al que se pretendía lastimar. El texto es mero estudio y comentario, es opinión e idea, jamás diatriba. Toma el caso de un gran artista al que el ir y venir de las modas no recuerda con suficiencia, ya que no con justicia, y lo saca a la luz, como quien dice. No con talante de crítico profesional, aquí estoy yo para poner el mingo, menos aún de técnico o profesor, sino desde su particular situación, que es también la de escritor, en algún modo la de sucesor o secuaz. Ramón ha sido como un tesoro oculto del que se beneficiaron clandestinamente los que estaban en el ajo, un enorme edificio cuyos sillares robó quien pudo hacerlo. Umbral nos dice: velahí uno de los míos a quien conozco bien, a quien tengo estudiado; el que vea mi prosa advertirá lo que le debo, aunque no gran cosa: cómo que es uno de mis maestros, como que algo aprendí en sus páginas: a contemplar y comprender la realidad. No el único por supuesto. ¡Desdichado el escritor de un solo maestro, porque suyo será el plagio! Otros tuve, como cada quisque [3], no hay más que leerme, otros, pero sobre todo aprendí de lo que me rodea, del lenguaje que hablan, de las palabras que me llegan, de la vida, en fin. Porque fuera de ciertos matices, lo que Umbral recibió de sus maestros fue más un modo de ganar que la ganancia misma, y de esto algo dije antes. El libro sobre Ramón tiene para nosotros, además, otro valor que el meramente recordativo, pues nos propone, al mismo tiempo de lo ya dicho, el tema de las vanguardias, que es tan de nuestra actualidad: no las de ahora, sino precisamente aquellas de nuestro antaño, que se parecen, pues empiezan a repetirse, y es tan de hoy lo que dice Ramón acerca de ellas porque hemos llegado al lugar donde la cola de la serpiente muestra la mordedura, y la cabezazos dientes: ese recorrido circular de las artes durante casi un siglo y que ahora vuelven al punto de partida, o escapan hacia un romanticismo aún más antiguo. De ahí el asombro con que se ven ciertos cuadros de hacia 1907, o que se leen ciertos poemas de hacia 1915: que parecen de hoy. ¿Por qué no citar la Oda marítima? Ramón la desconoció, ¡qué lástima!, a pesar de su afición portuguesa: pues ya estaba escrita cuando él andaba por su Estoril, y Almada Negreiros era quizá su amigo.
Me parece que ya he saltado bastante de una materia a otra en este prólogo abigarrado y caótico. Acaso hubiera sido más propio informar al lector de las cualidades de la prosa de Umbral según la lingüística moderna, pero para eso ya hay profesores nacionales y extranjeros que se disponen a hacerlo. ¡Dios les dé la pluma bien cortada, y, sobre todo, la prosa clara! Yo escribo acerca de él como mero lector suyo, como uno de los muchos que abren el diario por la página donde vienen sus palabras, y las lee con avidez, y queda generalmente complacido, a veces asombrado, otras con miedo, algunas irritado. ¿Se ha pensado en las razones por las que continúa leyendo a un escritor que asombra, que da miedo, que irrita? Me parece que no hay más que una respuesta: porque irritar, asombrar, causar miedo, e incluso divertir, son funciones del escritor importante. Los que no lo son, aburren.
GONZALO TORRENTE BALLESTER