22. RAMÓN Y EL SURREALISMO

Me parece que ha ido quedando claro, hasta ahora, el parentesco de Ramón con la vanguardia apollineriana, pero no tan claro el parentesco de Ramón con el surrealismo, por-que, efectivamente, yo no veo claro este parentesco, aunque de forma grosera se haya llamado a Ramón surrealista muchas veces, y él mismo lo haya aceptado y propagado así. Veamos.

Habría que hacer una primera distinción entre surrealismo y vanguardia, aunque el surrealismo sea una de las vanguardias. Como hipótesis de trabajo no tenemos más remedio que enfrentar vanguardia y surrealismo, dándole a este enfrentamiento el nombre de cisma, bipolaridad o como ustedes prefieran. El surrealismo, a fin de cuentas, viene de Freud, hereda la conflictividad freudiana, la culpabilidad judeocristiana que ha pasado al psicoanálisis a través de Freud. El surrealismo es judío, freudiano y pesimista, para entendernos. La vanguardia es latina, apollineriana y optimista. Esto son simplificaciones, pero no dejan de tener un sentido y, sobre todo, una utilidad a efectos de lo que queremos decir.

El surrealismo libera al hombre del discurso racional, pero le introduce en el discurso onírico, que a la postre resulta tanto o más alienante. Porque de poco vale que ahora seamos libres, gracias al surrealismo, de encadenar nuestras visiones o explorar nuestros sueños, si el argumento de todo eso sigue siendo la culpabilidad, el pesimismo, el terror o la muerte. André Breton acabaría teniendo una cosa de echadora de cartas parisina, por una parte, y un algo de pontífice dogmático, por otra, en sus últimos tiempos. El surrealismo ha durado demasiado y ha sido demasiado importante como para no acabar dogmatizándose.

Las otras vanguardias, Dadá, Tristán Tzara, Apollinaire, duraron menos, se difundieron menos, y quizá por eso no llegaron a constituirse en Iglesia. El surrealismo libera al hombre, pero no para la vida, sino para la muerte. La herencia del psicoanálisis es demasiado intensa en el surrealismo ortodoxo. Y el psicoanálisis supone un retorno de la culpa, una vuelta del pecado original con el nuevo nombre de complejo de Edipo o cualquier otro. No ya en la infancia de la humanidad, pero en la infancia del individuo, sitúa Freud la culpa.

El cisma del surrealismo frente a las vanguardias de la época es el cisma del pesimismo, del sueño como puerta de la muerte. Es, en el fondo, un cisma puritano, casi religioso, que se denuncia en cosas como el culto de Breton a una sola mujer (culto este un tanto teórico y raramente sostenido por los surrealistas, pero que sólo en su enunciado descubre ya el secreto espartanismo de los surrealistas o, al menos, de su fundador).

Seguramente la Historia le da la razón al surrealismo. El hombre es indefinidamente siniestro y el hombre de nuestro siglo ha demostrado serlo muy en particular. Pero había un optimismo histórico de época, del que ya hemos hablado, y cuyas razones son sobradamente conocidas: el progreso, el nuevo siglo, la supuesta paz eterna, el bienestar que de hecho conquistaron Europa y América hasta el crac del 29. Y de este optimismo histórico nacen las vanguardias estéticas como ruptura con el academicismo, el tenebrismo, el pesimismo y el fatalismo burgués del siglo XIX. El origen del surrealismo y la vanguardia -las otras vanguardias- es común.

Está en la caída de los valores tradicionales y los convencionalismos artísticos. Está, sobre todo, en la defunción de la realidad, el positivismo y el racionalismo. La realidad ha caducado para siempre, como ya hemos dicho en otros capítulos de este libro. La realidad como autoridad obvia y visual ha perdido todo prestigio. La realidad no es la realidad, sino, justamente, el límite detrás del cual empieza la realidad. Realidad realista y verdad se disocian definitivamente. A todas las vanguardias les es común la ruptura del discurso y la libre asociación de imágenes. El triunfo del pensamiento irracional, después de siglos de racionalismo beato, autosuficiente y, por lo tanto, insuficiente. Es el aire de familia que tienen las vanguardias y el surrealismo, y lo que Ramón tiene de común con el surrealismo, aunque nunca haya practicado la escritura automática.

Hay juegos surrealistas que nos parecen muy ramonianos. Por ejemplo, «el juego de lo uno en lo otro», que consiste en elegir dos objetos dispares e irles encontrando analogías. Así, la cerveza y una escalera. La imaginación poética empieza a trabajar en seguida: los peldaños de alcohol del que va subiendo la escalera de la embriaguez. Y lo que se quiera. El vértigo del alcohol y el vértigo de la altura, de la escalera. Unas veces, estos juegos descubren efectivamente que el mundo es uno, que todo está en comunicación con todo y otras veces nos descubren, sencillamente, que la imaginación del hombre puede trabajar en todas las direcciones y relacionarlo todo, desde el momento en que ha decidido liberarse y borrar diferencias entre objetos poéticos y objetos no poéticos, como decíamos de las palabras en capítulos anteriores. Pensamiento irracional y pensamiento figurativo son los dos instrumentos que utilizan en común todas las vanguardias, desde Breton a Apollinaire pasando por Ramón.

En su libro Ismos, Ramón acaba diciendo de los surrealistas «que estaban hartos de París». No deja de ver Ramón lo que el surrealismo tiene de culto al espanto, a lo negro, y al final aclara eso con una referencia a lo cotidiano, como siempre (ya sabemos que le gusta explicar lo sublime por lo usual, y suele acertar), cuando deduce que toda la desesperación de los surrealistas la da el gris burgués de París.

Deslumbrado por los hallazgos metafóricos del surrealismo, y concretamente por algunas prosas de Breton, recuerda asimismo que el nombre del movimiento lo dio Apollinaire, insiste en el pesimismo de los surrealistas y, aunque ensaya un intento de relato surrealista, no dejamos de verle un tanto distante de todo aquello, dado que sus desesperaciones son siempre más estéticas que otra cosa, como hemos visto en el capítulo «Intimidad y drama». O quedan congeladas por la estética, que para el caso es lo mismo. Del surrealismo aprende Ramón mayores libertades asociativas, pero ni el ocultismo ni el automatismo que vienen a dar sustancia a la escritura surrealista (por reacción contra el racionalismo) tienen mucho que ver con Ramón.

Las equivalencias y asociaciones poéticas del surrealismo están tomadas del sueño o son sueños fingidos. El sueño es el verdadero género literario de los surrealistas, no sólo porque escribían sus sueños, sino -lo que es más importante y verdadero- porque se inventan sueños escribiendo, escriben con técnicas de sueño, imitan a la perfección la sintaxis de lo onírico. De ahí les viene a Aragón, a Éluard, a todos ellos, una mayor libertad asociativa. Ramón, por el contrario, es el primitivo que traza sus imágenes bajo la luz del mediodía, como signos del vivir. Sus asociaciones son asociaciones de la luz, no de la sombra. Mantiene siempre una última coherencia, una lógica plástica, una explicación hipotética, en el fondo de todo lo que dice. No llega jamás al absurdo y por eso ya no es rigurosamente contemporáneo.

Hay siempre una última correlación lógica entre dos cosas dispares, emparentadas poéticamente. Esa correlación, ese eslabón último es lo que tratan de romper los surrealistas, falseando a veces su juego, volviéndolo del revés, pues no se trata ya de capturar el azar, sino de imponerlo o prefabricado. Ramón no se atrevió a jugar ese juego último, no quiso, no supo o no pudo. Para él, el mundo seguía siendo redondo. O sea seguía estando intercomunicado. Los vasos comunicantes de Aragón son en él mucho más explícitos. Después del surrealismo vendría el absurdo puro, con Beckett, pero hoy vemos y sabemos, con la perspectiva imprescindible, que el hombre está condenado a la coherencia, aunque haya roto en buena hora con el viejo realismo coherente. Ramón, sencillamente, supo mantenerse en los límites justos, en el borde mismo del no-decir, y todavía quiso decir lo indecible. Después vendrían los amanuenses del silencio.

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