33. RAMÓN Y LA CANTIDAD

A esta altura del libro, cuando va quedando claro algo que ya se sabía, o sea la fecundidad ramoniana, pienso que el lector más distante al ramonismo, incluso, tiene ya una idea aproximada del perímetro creador de Ramón, de la vastedad y diversidad (diversidad aparente) de su obra. De modo que sería el momento de reflexionar sobre Ramón y la cantidad.

Porque Ramón, aparte de un fenómeno cualitativo, es un fenómeno cuantitativo, y ya sabemos que el salto de uno a lo otro se da en cualquier momento, tanto en la ciencia como en la creación o el arte. Ramón, que tituló un libro suyo El Libro Mudo, jamás deja de hablar, en realidad, jamás deja de escribir. Cuando muere, tenía en proyecto, entre otras cosas, un libro sobre Dalí, que luego se ha publicado, incompleto como lo dejó. ¿Por qué escribe tanto Ramón Gómez de la Serna, por qué escribe sin parar? Hemos hablado en algún momento de la necesidad de expresarlo todo, de expresar el mundo, como si el mundo no se expresase por sí mismo. Esto es una especie de paranoia creadora que ha aquejado a algunos grandes y pequeños escritores.

Hay que suponer que la escritura es, para el que escribe tanto, una afirmación continua de la personalidad, no ante los demás, sino ante sí mismo, porque a medida que a uno se le van ocurriendo cosas, uno va tomando conciencia de su importancia, de su existencia, de su personalidad.



Ramón, siempre asediado (nunca abrumado) por la cantidad


Más que el «pienso, luego existo», está el «invento, luego existo». Quiero decir que no hay dato más inmediato y evidente de la conciencia que la sorpresa que uno se da a sí mismo cuando se le ocurre una cosa, una idea, una imagen. Es el encuentro espontáneo y puro con uno mismo. Eso sí que nos da la idea de estar vivos.

El hallazgo, la inspiración, como se decía antes, es una corroboración de nosotros mismos, antes que nada. Se ve que el escritor escribe y el pintor pinta buscando lo insospechado. El oficio no es más que el largo rodeo hacia la sor-presa. Lo que se busca es la sorpresa, no por el afán banal de sorprender a los demás -que eso existe, pero no nos interesa por obvio-, sino por el afán de sorprenderse uno a sí mismo, ya que la sorpresa le corrobora como vivo. Dice Huizinga que el juego es ante todo una actividad libre. Ramón escribe porque juega y jugando se siente libre. Pero interior al deseo de libertad está el deseo de identidad. Y la identidad -esa cosa siempre en el aire, siempre discutible-, sólo nos la da el hallazgo, la autosorpresa.

El creador no es él, sino su oficio; el pensador no es él, sino toda la humanidad que ha pensado antes que él, hasta que a uno y a otro se les ocurre una cosa, les sorprende una idea con la que no contaban, algo que ni siquiera les parece suyo. La literatura es, en este sentido, una identificación, una autoidentificación. Yo soy yo y lo que se me ocurre. Si no se me ocurre nada, está en duda que sea yo.

Decía Marcuse que el hombre unidimensional se reconoce en sus objetos. El hombre completo se reconocería en su trabajo, y por supuesto el hombre creador se reconoce en sus hallazgos. Es decir, se reconoce allí donde no se reconoce. Las ideas que no sabe de dónde le han venido son las más gratificantes, porque son como mensajes de un yo ignorado y libre.

El que sólo tiene inteligencia, constancia, cultura, ha de hacer un trabajo en el que nunca aflora la sorpresa, y se reconoce en su trabajo, pero es un reconocimiento de segundo orden, gris, resignado y a medias. Es el trabajo que hace el yo consciente de acuerdo consigo mismo. El inconsciente no aporta nada. La gran locura, la gran hermosura surrealista fue el remitir al hombre a su inconsciente continuo, según la idea de Freud (Freud nunca tomó muy en serio a Breton y los surrealistas). Pero el inconsciente, con ser lo más puro, o precisamente por eso, no puede estar siempre de guardia.

El exceso surrealista, como el exceso del psicoanálisis, es pretender que el subconsciente esté ahí siempre, presente en todo lo que hacemos. Cultivan y persiguen de tal manera al gran desconocido que llegan a hacerle habitual, o sea a matarle. Breton mediante la escritura automática y Ramón mediante la escritura constante (y en este sentido sí que también automática), pretenden que el gran desconocido, el inconsciente, dé sus frutos luminosos e irracionales a toda hora.

He ahí la clave de la laboriosidad de Ramón, a mi modo de ver. Alguien ha escrito, malentendiendo a Ramón, que hay que leerle durante páginas y páginas insoportables hasta dar con un hallazgo único. No. En Ramón funciona siempre el oficio, el dialecto fructuoso de su estilo, y no es que no se le ocurra nada, sino que está esperando a que se le ocurra, y sólo se espera escribiendo, en el mismo sentido que dijo el otro aquello de que la inspiración ha de cogernos trabajando.

Ramón dice un día que cuando trazó la primera circunferencia escolar en el encerado comprendió que había encerrado su destino. Ya hemos hablado de su sentido de la circunferencia. La escritura es en él y para él una circunfe-rencia a la que le da vueltas y vueltas.

Y en ese trabajo de Sísifo, de pronto resulta que no era inútil ir y venir con la piedra. De pronto irrumpe el subconsciente y ayuda, ilumina con una idea o una imagen que nunca habría conseguido el trabajo. Rimbaud, naturalmente, lo llamó iluminaciones.

Aparte la identificación profunda que se consigue cuando uno ha suscitado su subconsciente y le ha hecho irrumpir con una imagen que jamás habría dado el consciente, Ramón escribe y escribe porque, como acabamos de decir con palabras de Huizinga, el juego es una actividad libre, quizá la única, y para Ramón escribir es jugar, y jugar es sentirse libre. Realiza así su libertad, que presiente amenazada por la vida, por los otros, por la civilización, por el rito.

Hay que tener en cuenta su necesidad biográfica de escribir para comer, pero sólo decide ganarse la vida escribiendo el que además, con eso, se gana otra cosa: se gana a sí mismo. Ramón, que evoluciona difícilmente del anarquismo vital o literario de juventud hacia un conservadurismo de ex vanguardista viejo y arruinado, Ramón, que es siempre de una indigencia absoluta a la hora de teorizar todo esto, está, quizá sin saberlo, realizando su libertad indeclinable cuando juega, cuando escribe, o sea constantemente. No creo que le costase escribir. Sólo escribe tanto el que escribe fácil. Facilidad y fecundidad hacen de su escritura una fornicación gozosa y constante con el universo. Copula con las cosas y éstas le dan otras cosas y le dan, sobre todo, el fruto lúcido de las cosas, que es la imagen (y no el símbolo, como se ha pretendido durante siglos).

Azorín, al que en cierto modo hemos emparentado aquí con Ramón, se hace un día esta pregunta cursi e ingenua: «¿Tienen alma las cosas?» Ramón, mucho más puro, humorista y primitivo, ha decidido ya de entrada que las cosas tienen alma, ánima -hablaremos ahora de su animismo-, y esta decisión, este tratar a las cosas como si estuvieran vivas, sabiendo que no lo están, es toda la clave de su humorismo y su lirismo, porque Ramón no mantiene con las cosas el comercio fetichista de Azorín, sino el comercio irónico del payaso (payaso esencial Ramón) con su silla, cuando finge ante los niños del circo que la silla está viva y se mueve y le hace jugarretas. Y sólo porque él finge que la silla está viva, la silla lo está. Este número del payaso es toda la literatura de Ramón, su prodigioso comercio con el universo de las cosas, lo que le hace caer y recaer en la cantidad, en el mucho escribir, porque las cosas le sonríen como dijo el poeta francés que «los líquidos sonríen a los niños».

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