34. ANIMISMO Y GREGUERÍA

He ahí la profunda docencia del payaso, el hombre que hace ver a los niños que las sillas están vivas y no lo están, que con lo que él tropieza no es con su silla, sino con su propia imaginación. Como el hombre durante toda la vida.

Según la psiquiatría infantil, el niño, hasta los cinco años, funciona mediante el pensamiento mágico. Para él, la piedra se cae porque está cansada y la pelota se esconde por propia voluntad debajo del armario. El niño es animista. El niño ve las cosas como animadas, dotadas de ánima y de ánimo. En el circo, el niño aprende quizá que no, que las sillas no dan patadas a los payasos, sino que es el payaso -el hombre- el que se enreda siempre en su propia fantasía.

Es posible que los niños salgan del circo sin saber ya nunca si las sillas se mueven o no. Es una duda que la humanidad no ha resuelto. A las sillas, al mundo, los mueve nuestra fantasía. ¿No es el tiempo una fantasía de la humanidad? Pero a ver con qué fantasías se explica la fantasía. Ramón Gómez de la Serna funciona, como los niños y como los primitivos, mediante el pensamiento mágico y el animismo. Ha decidido de entrada, como tenemos dicho, que las sillas se mueven, que todas las cosas viven por sí solas, por sí mismas.



La greguería es un animismo; confiere ánima a las cosas. Ramón entre las cosas del Rastro


Pero Ramón sabe, como el payaso, que si la silla le da patadas es porque él ha hecho vivir a la silla. Hace como que lo sabe o hace como que no lo sabe, según el caso, y de ahí la raíz humorística, circense, payasística, de toda su obra. Ramón humorista. ¿Dónde está el humorismo de Ramón, aparte su enfrentamiento plácido a la vida? En el equívoco permanente en que ha decidido vivir, no aclarándonos nunca si realmente cree o no cree que las cosas viven, como él las hace vivir en cada greguería.

Ramón define la greguería como poesía más humor, y la definición es un tanto insuficiente, como toda teorización ramoniana. Lo que hace Ramón, en cada greguería, es darle una patada cariñosa a las cosas -a la cosa de que se trate-, y persuadirnos de que la cosa le ha dado la patada a él. Es el suyo un animismo irónico, naturalmente, de hombre moderno, posbaudeleriano. La greguería, que es lo que ha popularizado a Ramón, no es lo que a mí más me gusta de su escritura, porque la greguería, en su aislamiento, en su brevedad, corre el peligro de mecanización, de funcionar por resorte, que es lo que de hecho le ocurre muchas veces. Más importante es la greguería general, diluida o encadenada, que supone todo un libro de Ramón, cualquiera de sus libros. La greguería informa y nutre su estilo, su poética, pero la greguería aislada puede dar en muchas ocasiones esa sensación de resorte automático que llega a hacerla fatigante. No se pueden leer muchas greguerías seguidas como no se pueden leer veinte sonetos de golpe. El automatismo del género, que en principio deslumbra, en seguida fatiga. Pero la greguería, en todo caso, es el núcleo, el átomo del estilo ramoniano, y por eso no tenemos más remedio ni más gozo -que es mucho- que estudiar la poética de Ramón en la greguería, a partir de ella y sólo en ella, pues que, por otra parte, y como ya hemos dejado escrito, Ramón, mediante la greguería, destruye el discurso literario.

Ramón, que escribió Los medios seres, es un caso límite de medio ser literario, de escritor exclusivamente plástico, de pensamiento figurativo, absolutamente negado para otro tipo de pensamiento moral o abstracto, como se ve en sus frecuentes e indigentes teorizaciones. Esta limitación es su grandeza, es lo que le hace un raro, un ser aparte, un escritor impar. En nadie se ha dado tan radicalmente la mutilación de una mitad del pensamiento. Ramón, cuando la vida le obliga a pensar como veremos en sus Diarios últimos, cae inevitablemente en el conservadurismo y la reacción religiosa y social, no por ninguna clase de oportunismo -le fue mal con todos-, sino porque la indigencia de su pensamiento abstracto se acoge sin remedio a los grandes y pequeños tópicos de la derecha. Es un primitivo obligado a pensar el mundo moderno, y naturalmente se equivoca y no lo entiende, incurriendo en un anticomunismo ingenuo, por ejemplo, y otros males peores, como su antiexistencialismo sencillamente ignorante. Medio ser absoluto, pues, que sólo se mueve mediante imágenes, esta es su pureza y su grandeza.

Quiso descubrir el Museo de noche, a la luz de un farol, y esto, aunque tiene un precedente en cierta exposición surrealista que había que visitar con linterna, nos revela la dirección del pensamiento ramoniano, que no va a teorizar y hacerse una idea general del Museo, sino a fragmentarle en iluminaciones instantáneas, en greguerías visuales.


Las greguerías, con ser infinitas, pueden clasificarse en unos cuantos apartados: greguerías de la intuición, greguerías de la observación, greguerías del ingenio. Ya hemos visto, como principio general, que a todas las informa el animismo, un animismo irónico que no nos deja saber definitivamente si las cosas tienen ánima o no la tienen.

El mejor Ramón está, naturalmente, en las greguerías de la intuición, aunque el más celebrado sea el de las greguerías del ingenio, que suelen ser las más visuales y mecánicas. He aquí una greguería del ingenio: «Qué ágil un esqueleto si cogiese una bicicleta por su cuenta.» Ramón, con su fabulosa e incesante capacidad de asociación plástica, ha establecido la equivalencia entre el esquematismo del esqueleto y el de la bicicleta, ha visto lo que el esqueleto tiene de bicicleta interior del hombre, lo que el hombre tiene de bicicleta -aquí el humor-, y a la inversa ha visto que la bicicleta es esquelética.

Ramón cuenta una vez que si le obligasen a establecer equivalencias entre un reloj y una regadera, en seguida diría que por la regadera salen los minutos del agua. Es el viejo juego de lo uno en lo otro, tan practicado por los surrealistas. Otra greguería del ingenio que emparenta la pequeñez y frecuencia de los minutos con las gotas de agua, con la lluvia de la regadera. Veamos una greguería costumbrista: «Las almas de los sablistas muertos flotan en la Puerta del Sol.» Esta es una buena greguería de la intuición, tocada de costumbrismo madrileño. A principios del siglo, los sablistas, los que vivían de pedir dinero a los demás, estaban todos en la Puerta del Sol, que es donde podía uno encontrarse a todo el mundo. Por esa fijeza del sablista en su lugar de trabajo -o de presa-, Ramón deduce poéticamente que el alma del sablista, cuando el sablista muere, se queda flotando en dicha plaza. Por otra parte, la greguería alude claramente a lo que el sablista, aun de vivo, tiene de alma en pena, de alma errante. Los que flotan por la Puerta del Sol, ya como almas, espiritualizados por la escasez y el hambre, son los sablistas vivos.

Esta greguería, que nace de una poderosa intuición, es también greguería de la observación, en lo que comporta de costumbrismo trascendido, poetizado, como ya hemos escrito anteriormente que Ramón trasciende siempre el cos- tumbrismo. Otra greguería: «La araña es la zurcidora del aire.» El plasticismo de Ramón, la subconsciencia en él de la vida cotidiana -la zurcidora- y la intuición poética que supone zurcir el aire -el aire como tejido-, dan toda su riqueza a esta greguería. Vemos, pues, que intuición, observación e ingenio se conglomeran con frecuencia en una sola greguería. La greguería no es sólo poesía más humor, como él simplificaba. La araña convertida en zurcidora es ya una araña con ánima, humanizada. El greguerismo y el ramonismo son siempre un animismo, el animismo de un primitivo posbaudeleriano, paradójico, y por lo tanto irónico. Ramón toca cada cosa en una greguería y la deja moviéndose. Nunca sabremos si la cosa tiene vida o no, si la silla le da pataditas o se las da él a la silla, al mundo. Nunca nos lo dirá. Es humorista hasta las últimas consecuencias.

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