1. RAMÓN Y EL 98

Lo que menos hay que tener en cuenta, en Ramón, son sus orígenes. Sus orígenes le niegan. Ramón nace a la vida literaria siendo terrible, como casi todos los escritores, de modo que lo que viene después es la conquista de la apacibilidad. Es el primer escritor apacible de nuestra literatura, o quizá el único, lo que le ha valido, en esta tierra de bárbaros ensangrentados de sangre de Cristo o de la patria, que le llamasen payaso cuando y donde no lo era, que a veces lo fue, quiso serlo y lo logró genialmente.

Lo que hay detrás de Ramón, en la historia literaria española, es el 98, y el 98 es un coro enlutado de graves varones que cantan el desastre de la patria o, a partir de ese desastre, se lanzan, con igual severidad, a descubrir una patria llena de cementerios, lo que España tiene, según Unamuno, de corral de muertos. La originalidad de Ramón es que -salvado su terribilismo ácrata de Entrando en fuego y sus primeras revistas- no le importa nada el Desastre, la Historia, las colonias, el sentimiento trágico de la vida, la agonía del cristianismo ni ninguna de aquellas jeremiadas que aturdían literariamente al pueblo entre los dos siglos. La literatura del 98 se nutre de la Historia y la literatura de Ramón se nutre de la vida. Más tarde vendrían los grandes despreciadores de la Historia, los ahistóricos del 27 (que lo fueron al menos durante algún tiempo). También en eso Ramón había sido su precursor, su clásico -tantas veces inconfesado-, como lo fue de modo más expreso en las maneras literarias de algunos de ellos: primer Lorca, primer Gerardo, etc.

Casi desde el primer momento, Ramón ignora la Historia y canta la vida. Esta decisión de ponerse al margen de la España crucial de su tiempo (como Joyce en el mundo anglosajón, como Proust en Francia), no es seguramente una decisión razonada, sino natural, espontánea, y espontáneamente viene a coincidir con un movimiento general europeo de años más tarde. La actitud de Ramón frente al 98 la conocemos por sus biografías de Azorín y Valle. Son biografías estéticas y estetizantes -como todas las de Ramón, por otra parte-, donde se va trabajando al personaje como un objeto, hasta darnos la asombrosa miniatura de su rostro y de su alma, pero donde las preocupaciones morales, políticas, históricas, de estos escritores, apenas cuentan.

Otro tanto hace Ramón con Quevedo, su más claro antecedente literario: Ramón explora y explota el lujo barroco de la figura quevedesca, casi siempre al margen de las connotaciones morales de aquel gran moralista que fue -dicen- don Francisco de Quevedo. De modo que Ramón no podía o no quería entender en ningún momento la problemática pública, cívica, de sus personajes, porque él busca otra cosa: busca el ser del personaje para hacer de él un objeto, y busca el personaje-objeto para psicoanalizarle como psicoanaliza una lámpara o un sofá del Rastro. «Psicólogo de las cosas», le llamó Azorín. Y lo que hay en esto, en este amor por las cosas, en esta cosificación de las personas biografiadas o los personajes de sus novelas, es una incapacidad para todo lo que no sea el pensamiento plástico, que es el pensamiento original, primitivo, heraclitano.



Ramón hereda del 98 la devoción por Larra. En la foto, su homenaje colectivo a Fígaro


Ramón, sí, es un primitivo, y eso es lo que quieren decir muchos, sin acertar a decirlo, cuando hablan de Ramón-niño, Ramón-payaso, Ramón-travieso. Ramón es el pensamiento natural, el pensamiento plástico y fluido, que alcanza su cumbre en Heráclito y los presocráticos y luego se pervierte en Platón, sustituye la imagen por la idea (que no es sino una imagen hipostasiada y vergonzante).

Platón ha impuesto su forma de pensar a Occidente, pero no por eso ha dejado de correr, paralela o subterránea, la corriente de pensamiento plástico, imaginativo, figurativo, irracional, que es la que origina el Barroco, por ejemplo, el Romanticismo en buena medida, y el surrealismo en nuestro siglo. Él pensamiento español siempre ha sido de esa naturaleza y España apenas ha dado un pensador abstracto (a esto le llaman nuestra tradicional incapacidad para la filosofía), pero la originalidad de Ramón está en que no se encarniza con imágenes terribles ni hace de la imagen un símbolo, sino que deja la imagen en su órbita poética, y a ser posible plácida.

En esto ya no es un primitivo, Ramón -como lo es casi todo el pensamiento español, y en buena medida el 98-, porque lo característico del pensamiento primitivo, aunque sea reciente (el pensamiento militar, por ejemplo), es trocar la imagen en símbolo, militarizar la imagen natural que ha formado la mente. Pensemos, por ejemplo, cómo ha sido militarizada esa imagen hoy tópica de España como piel de toro: es ya una imagen beligerante, o casi. Pues bien, si Ramón ve una piel de toro en el mapa de España (que solía ver cosas más originales), nunca derivará de eso una idea guerrera de la patria, sino que se quedará en la equivalencia toro/tierra, toro/pasto(mar), toro/tiempo, sin desbordar jamás la imagen fuera de su órbita lírica.

Este ejemplo simple que acabamos de poner es lo que diferencia a Ramón del 98. Ramón contiene lo lírico dentro de sus límites, potenciándolo así, y sin hipostasiarlo jamás en épico o mítico. Nunca había ocurrido tal ni siquiera en Quevedo, y por eso Ramón, siendo un primitivo, es el más civilizado de nuestros escritores en prosa, el que más fiel se mantiene a la revelación lírica del mundo.

En otros capítulos de este libro trataremos de la relación de Ramón con algunos miembros del 98, y de las biografías que les hizo. Como contraste general, digamos ahora que el 98 es el horizonte que cierra por detrás, poderosamente, la vida de Ramón, un poliedro de sistemas, un nudo de problemas contra todos los cuales levanta Ramón la originalísima revolución de la indiferencia.

Esto, en algún momento -largo momento-, se ha visto como escapismo, arte por el arte, juego e inconsciencia. Y le ha costado a Ramón, en buena medida, el lazareto del olvido. Hoy, con perspectivas culturales e históricas mucho más anchas, sabemos que el hombre que está cavando en di-rección hacia la luz es el que hace mejor tarea. Ramón viene a valorar y sobrevalorar la vida cotidiana, las palabras menores de la existencia, que son las que la constituyen, mejor que las grandes mayúsculas. En aquel momento empecinado de España, Ramón iba a ser algo así como el escritor de los despreocupados, un filósofo de domingo, y lo que quisiéramos en este libro es llegar hasta las razones personales que dan esta original flor literaria y, por otra parte, hasta los planteamientos generales que nos permiten hoy salvar y valorar, por encima de todas las cosas, al artista que trabaja en su arte, enriqueciendo así la vida.

Los escritores del 98 más afines a Ramón, como veremos luego, son Valle y Azorín, y no en vano dedica a cada uno de ellos un libro. Con Valle le emparenta la pasión de la palabra barroca y con Azorín la actitud vital de escritor puro y sin género, de hombre que observa la vida y la transforma, la condición de escritor estático que narra mejor lo quieto que lo fluyente. Pero Valle va haciendo de su palabra instrumento de lucha al servicio de distintas causas, y Azorín, en medida más cauta, también. Ramón jamás entrará en eso, hasta muy vencido de vida y obra, y cuando entra fracasa, porque sus ideales éticos son anteriores a la ética formulada y a la política, son los ideales de un primitivo. Y fracasa, sobre todo, en la expresión, porque nadie menos dotado que él para el lenguaje conceptuoso o abstracto. Ramón nunca mueve ideas, sino imágenes, y le va como a nadie aquella sentencia de Francis Ponge, el poeta francés: «El poeta no debe dar nunca una idea, sino una cosa.»

Cabalmente, no hay otra forma de distinguir al poeta del que no lo es: poeta es el que se expresa mediante imágenes incluso allí donde no las hay. Ramón se despega del friso negro del 98 y hace la revolución del optimismo. Pero primero pasa por la anarquía.

En la prehistoria literaria de Ramón -Entrando en fuego, Morbideces, etc.- hay un libro, El libro mudo, que es un borrador ingente, silvestre y adolescente de toda la posterior obra ramoniana, y en el que su anarquismo, vagamente nietzscheano (de un raro nietzscheanismo conformista) queda absolutamente explayado y se amansa a sí mismo a fuerza de palabras. El libro está dedicado a Silverio Lanza, «el hombre raro de Getafe», que es uno de tantos Nietzsches menores como dio España -y Europa- en aquellos años.

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