2. RAMÓN Y EL ANARQUISMO

En un pasaje muy cuajado de su Automoribundia, Ramón habla de los anarquistas juveniles con que se junta siendo casi un chico. Un incidente de adolescencia y una bronca familiar bastan a separarle para siempre de aquel anarquismo hirsuto de los primeros años del siglo, tan remoto aún de la acracia pacifista y lírica del fin de siglo que estamos viviendo.

No hay que pensar que Ramón fuese especialmente pusilánime ante sus padres, sino, más bien, que aquello no le iba, que era un camino falso, pues el anarquismo de Ramón era pacífico y poético, y en esto hay que considerarle precursor de las actuales acracias juveniles. Porque Ramón sigue siendo un anarquista hasta la muerte. Anarquista porque no conoce autoridad y porque cree en la bondad natural del hombre y el mundo. Está muy cerca de suponer que todo marcharía bien por sí solo. No es el anarquista que quiere dinamitar ideas, sino el que lo dejaría todo a su aire, confiando en el curso sensato de las cosas.

¿Anarquista de derechas, como dijo un crítico francés de otro escritor español? No exactamente. Ramón nos ofrece la versión del anarquista que considera que el mundo ya está resuelto y no hay más que dejarle hacer. Ramón vivió su infancia cerca del Palacio Real y ha evocado grandes fastos monárquicos a los que asistió desde su balcón. Incluso llega en algún momento a declararse monárquico. Su monarquismo ni siquiera es estético, como el carlismo de Valle, sino sentimental, rememorativo. Pero todas estas cuestiones son en él ociosas, ya que nunca las plantea de verdad. Ramón se inicia en un anarquismo literario y violento, siendo muy joven, y rectifica en seguida para tomar el camino de la anarquía pacífica, del hombre marginal que no cree en las instituciones de los hombres. Para él, quizá, las únicas instituciones serias de la sociedad autoritaria son el café, los toros y el circo.

No formula nunca su anarquismo de manera violenta ni contra nada -o rara vez-, sino que llega a la fórmula más implacable de ignorar directamente todo lo que no le gusta. Una fórmula casi infantil, una fórmula de primitivo. Canta repetidamente la bohemia -que, en la versión juvenil de la actualidad, se ha convertido en vagabundaje internacional-, y la bohemia, ese viejo tópico, es el reino en que se aísla para no participar en el mundo de los adultos y sus transferencias.

El café, los toros, el circo, la bohemia, la noche. Mundos cerrados y marginales, mundos parásitos que son su mundo. Todo lo ocioso, lo venial y lo consentido. El café, que supone la conversación inútil. Los toros, que suponen la muerte inútil, la tragedia de la vida suplantada por la tragedia ritual y estética en la que muere un toro, o sea nadie. El circo, un espectáculo primario para un primitivo, la entronización del juego. Y, como programas vitales, la bohemia y la noche. La bohemia, que es una forma zigzagueante de caminar por la vida, eludiendo los obstáculos de «ese realismo que descalabra», como diría él. La noche, que es el tiempo en que pierden vigencia todas las instituciones represivas: la hora en que cierran los bancos, los ministerios, los juzgados. (Siempre queda un juzgado de guardia, pero Ramón se defiende mediante el café de guardia.)

Dedica un libro al café, otro libro a los toros -El torero Caracho-, otro al circo, e incluso dedica un libro a la noche: El Alba.

Ramón, que parece tan confortablemente instalado en el existir, con su humanidad de gordo, es en realidad un tránsfuga de todos estos mundos marginales, que va de unos en otros, huyendo siempre del mundo adulto de los adultos. Uno de sus grandes primeros libros es el que dedica al Rastro madrileño. El Rastro es precisamente el revés de ese mundo serio que él repudia. El Rastro es ese mundo, pero ya vencido, caducado, revestido de poesía por la ruina y el tiempo.

Mejor que el mundo abrupto de los negocios y la política, Ramón entiende la decadencia de ese mundo, toma el negro animal cuando ya es inofensivo, en su agonía de tapices y flecos, en el Rastro. Y, ya en el ápice de la gratuidad, dedica un libro a los senos de las mujeres -Senos-, no para dra-matizarlos ni desearlos en exceso, sino para revelarnos lo que los senos tienen de superfluo, de lujo y gracia naturales, de exceso cordial de la naturaleza femenina.

Le fascina, en fin, a Ramón, el reborde gratuito de la vida, eso que hemos dado en considerar vano o banal, eso que aceptamos con cierta condescendencia y nada más. Ha descubierto muy pronto que por ahí discurre la vida verdadera y natural, que lo otro es competitividad, agresividad, superestructura y voluntad de poder. Ramón formula su anarquismo repetidamente, aunque pocas veces pronuncie o escriba la palabra clave. Pero lo hace siempre sin programas, sin pandectas (como diría él), sino metaforizando, jugando, cuajando en greguerías, como Heráclito en fragmentos cortos, su vocación por lo marginal, que no es sino la vida misma, que nosotros hemos marginado en nombre de los negocios y la moral. Por eso cuando Ramón se pone moralista, hacia el final de su vida, le sale una mala moralina pequeñoburguesa, porque su gran moral, la otra, la verdadera, está en su prosa lírica, en greguerías y metáforas. Es la moral de un anarquista. 

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