LIBRO NOVENO. LA COLA DE COCODRILO

1

Así fue como llegué a ser hombre y no era ya ningún muchacho cuando llegué a Simyra después de tres años de ausencia. El viento marino disipó los vapores de la embriaguez, dio claridad a mis ojos y restauró la fuerza de mis miembros, de manera que comía y bebía y me comportaba como los demás, aunque no hablase tanto, porque era más solitario todavía que antes. Y, no obstante, la soledad es el patrimonio de la edad adulta, así ha sido siempre establecido, pero yo había sido solitario desde mi infancia y extraño al mundo desde que abordé a las riberas del Nilo y no tuve que acostumbrarme a la soledad como tantos otros, sino que la soledad era para mí un hogar y un refugio en las tinieblas.

De pie, a proa, frente a las olas verdes y azotado por un viento que alejaba todos los vanos pensamientos, veía a lo lejos unos ojos que parecían el claro de luna sobre el mar y oía la risa caprichosa de Minea y la veía bailar sobre las eras arcillosas de Babilonia, con una túnica ligera, joven y flexible como un junco. Y esta imagen no me causaba ya pena ni dolor, era un tormento delicioso como el que se experimenta al despertar cuando se evoca un sueño nocturno más bello que la realidad. Por esto me alegraba de haberla encontrado en mi camino y no hubiera renunciado a ninguno de los instantes vividos con ella, porque sabía que sin ella mi medida no hubiera sido colmada. El mascarón de proa era de madera pintada, pero tenía un rostro de mujer y sentía cerca de ella que mi virilidad era todavía fuerte y que gozaría aún de muchas mujeres, porque las noches son frías para un solitario. Pero estaba seguro de que estas otras mujeres no serían para mí más que madera pintada e insensible y que al estrecharlas entre mis brazos por la noche en la oscuridad no buscaría en ellas más que a Minea, el brillo

de sus ojos claro de luna, el calor de su cuerpo delgado y el olor a ciprés de su piel. Y así me despedí para siempre de Minea, al lado de aquel mascarón de proa.

En Simyra, mi casa estaba en su sitio, si bien los ladrones habían forzado las ventanas llevándose todo lo que valía la pena y olvidé depositar en los graneros de la casa de comercio. Al prolongarse mi ausencia, los vecinos habían aprovechado el patio para arrojar las basuras y hacer sus necesidades, de manera que el hedor era espantoso y las ratas reinaban en las habitaciones llenas de telarañas. Los vecinos no estuvieron muy encantados de verme, sino que me cerraron las puertas en las narices diciendo: «Es egipcio y todo el mal viene de Egipto. Por esto me instalé en la hostería mientras Kaptah ponía la casa en orden y yo iba a la casa de comercio donde había depositado mis fondos. Puesto que al cabo de tres años de viajes regresaba más pobre que antes porque, además de todo lo que había ganado con mi arte, había perdido el resto del oro de Horemheb, que quedó en manos de los sacerdotes de Babilonia a causa de Minea.

Los ricos armadores quedaron muy sorprendidos al verme y su nariz se alargó y se rascaron la barbilla, porque pensaban ya haber heredado mi parte. Pero me pagaron honradamente mis ganancias, porque si bien algunos barcos habían naufragado, otros habían reportado pingües beneficios, de manera que era mucho más rico a mi regreso que a mi marcha y no tenía que preocuparme por mi vida en Simyra.

Y, entonces mis amigos los armadores me invitaron a sus casas y me ofrecieron vino y bizcochos de miel y me dijeron con aire embarazado:

– Sinuhé, tú eres nuestro médico, pero eres egipcio, y si bien comerciamos gustosos con Egipto, no dejamos de ver con desagrado a los egipcios instalarse en nuestro país, porque el pueblo gruñe y está abrumado por los impuestos que tiene que pagar al faraón. Ignoramos cómo ha comenzado la cosa, pero ha ocurrido, ya que dos egipcios han sido lapidados por las calles y su osamenta arrojada al río y se han lanzado animales muertos a sus templos y la gente no quiere mostrarse en público con un egipcio. Tú, Sinuhé, eres nuestro amigo y te respetamos mucho a causa de tus curaciones. Por esto queremos avisártelo, para que estés en guardia.

Estas palabras me causaron la más profunda estupefacción, pues antes de mi partida los sirios rivalizaban en su amistad por los egipcios y los invitaban a sus casas, y de la misma manera que en Tebas se imitaban las costumbres sirias, en Simyra se copiaban las modas de Egipto. Y, sin embargo, Kaptah confirmó estas declaraciones y muy excitado me dijo:

– Algún malvado diablo ha penetrado sin duda alguna por el ano a los simyrianos, porque se comportan como perros enloquecidos y fingen no hablar el egipcio, y me han arrojado de la taberna donde había entrado para refrescar mi garganta, que estaba seca como el polvo después de todas las pruebas pasadas por tu culpa, ¡oh mi dueño! Me han arrojado por la puerta cuando han comprobado que era egipcio y me han lanzado injurias y los chiquillos excrementos de asno. Por esto me he metido en otra taberna, porque verdaderamente mi garganta estaba seca como un saco de esparto y tenía muchas ganas de beber cerveza siria, que es fuerte, pero no dije una palabra, lo cual me fue muy difícil, como puedes imaginar, porque mi lengua es como un animal ágil que no puede permanecer quieto. En todo caso, sin decir palabra, metí mi paja en la jarra de cerveza y presté oído a lo que decían los demás bebedores. Decían que antaño Simyra era una ciudad libre que no pagaba impuestos y que no quieren que sus hijos sean desde su nacimiento esclavos del faraón. Las demás villas sirias han sido también libres; por lo tanto, habría que partir la cabeza a todos los egipcios y echarlos de Siria, y que esto es lo que tenían que hacer los amantes de la libertad que no quisieran ser esclavos del faraón. He aquí las estupideces que decían, y, sin embargo, todo el mundo sabe que Egipto ocupa Siria por el bien de ésta y que no saca de ella provecho alguno, sino que se limita a proteger a los sirios unos de otros, porque, abandonadas a sí mismas, las villas de Siria son como gatos monteses encerrados en un saco, y se querellan, se baten y se destrozan, de forma que la agricultura, la cría de ganado y el comercio van en decadencia. Esto lo saben todos los egipcios, pero los sirios hablaban de una alianza entre todas las ciudades de la Siria y se jactaban de su fuerza, y sus palabras acabaron asqueándome hasta el punto de que me eclipsé, mientras el dueño me volvía la espalda, sin pagar mi gasto.

No tuve necesidad de circular mucho tiempo por la ciudad para darme cuenta de la veracidad de las palabras de Kaptah. Cierto es que nadie me molestó, porque llevaba vestidos sirios, pero la gente que me conocía me volvía la cara y los egipcios iban escoltados por guardias. A pesar de esto los insultaban y les arrojaban frutas podridas y animales muertos. Pero yo no creía que fuese muy peligroso; los sirios estaban manifiestamente enfurecidos por los nuevos impuestos, pero esta excitación se desvanecería porque Siria sacaba de Egipto tanto provecho como ésta de ella y no creo que las ciudades costeras pudiesen subsistir mucho tiempo sin el trigo de Egipto.

Por esto hice instalar mi casa para recibir en ella a los enfermos, y curé a muchos, y muchos clientes volvieron, porque la enfermedad y el dolor no se informan acerca de la nacionalidad del médico, sino de su habilidad. Pero, aun así, a menudo mis clientes discutían conmigo y me decían:

– Tú, que eres egipcio, dime si no es injusto que Egipto nos exija impuestos y se aproveche de nosotros y engorde a costa nuestra como una sanguijuela. La guarnición egipcia en nuestra ciudad es una ofensa, porque nos bastamos para mantener el orden y defendernos contra nuestros enemigos. También es injusto que no podamos reconstruir nuestras murallas y reparar nuestras torres si no consentimos en soportar los gastos. Nuestras autoridades son aptas para gobernarnos sin que los egipcios intervengan en la coronación de nuestros príncipes y en nuestra jurisdicción. Por Baal, que sin los egipcios seríamos un pueblo próspero y feliz, pero los egipcios caen sobre nosotros como la langosta y vuestro faraón quiere imponernos un nuevo dios, de manera que perdamos el favor de los nuestros.

Yo no tenía muchas ganas de discutir con ellos, pero respondí, sin embargo:

– ¿Contra quién queréis construir murallas y torres sino contra Egipto? Es cierto que en los tiempos de mis padres y de los vuestros, vuestra ciudad era libre en sus murallas, pero vertíais sangre y os empobrecíais en unas guerras interminables con vuestros vecinos a quienes seguís detestando, y vuestros príncipes practicaban el arbitraje, de manera que ricos y pobres estaban sometidos a su capricho. Ahora los escudos y las lanzas de los egipcios os protegen de vuestros enemigos y la ley de Egipto garantiza los derechos de los pobres y los ricos.

Pero ellos se excitaban, sus ojos se inyectaban en sangre y con voz agitada decían:

– Las leyes de Egipto son puro estiércol y vuestros dioses una abominación. Si nuestros príncipes empleaban la injusticia y la violencia, cosa que no creemos porque es una mentira de los egipcios para hacernos olvidar nuestra libertad, eran, por lo menos, de los nuestros, y nuestro corazón nos dice que la injusticia en un país libre es preferible a la justicia en un país sometido.

Y yo les contestaba:

– No veo sobre vosotros las marcas de la esclavitud, al contrario, engordáis y os jactáis de enriqueceros por la estupidez de los egipcios. Pero si fueseis libres os robaríais los navíos y os cortaríais los árboles frutales y vuestras vidas no estarían seguras durante los viajes por el interior del país.

Pero se negaban a escucharme, me lanzaban su regalo y se marchaban diciendo:

– En el fondo de tu corazón eres egipcio, aunque lleves vestiduras sirias. Todo egipcio es un opresor y un malhechor, y no hay egipcio bueno más que cuando está muerto.

Por todas estas razones no me encontraba a gusto en Simyra y comencé a entrar en posesión de mis créditos y a preparar mi marcha, porque según mi promesa debía presentar mi informe a Horemheb. Tenía que regresar a Egipto. Pero no me daba prisa, porque mi corazón se sentía presa de un extraño temblor al pensar que bebería de nuevo agua del Nilo. El tiempo pasaba y los espíritus se calmaron un poco, porque una mañana se encontró en el puerto a un soldado egipcio degollado y la gente se asustó tanto que todo el mundo se encerró en su casa y se restableció la tranquilidad. Pero las autoridades no consiguieron descubrir al culpable y no ocurrió nada. De manera que los ciudadanos volvieron a abrir sus puertas y aumentó la aversión a los egipcios y la gente no cedía ya el paso a los egipcios, sino que eran ellos los que tenían que apartarse y circular armados.

Una tarde, mientras volvía del templo de Ishtar, al que iba algunas veces, como el hombre sediento que apaga su sed sin mirar en qué pozo bebe, encontré unos sirios cerca de las murallas y dijeron:

– ¿No es un egipcio? ¿Vamos a permitir a este circunciso acostarse con nuestras vírgenes y profanar nuestros templos?

Y yo les dije:

– Vuestra vírgenes, que con justicia podrían llamarse con otro nombre, no miran el aspecto ni la nacionalidad del hombre, sino que pesan su placer con el peso del oro de su bolsa, cosa que no les censuro, puesto que voy a divertirme con ellas y cuento hacerlo cada vez que me venga en gana.

Entonces se cubrieron el rostro con sus mantos y se arrojaron sobre mí, me derribaron y me golpearon la cabeza contra el suelo hasta el punto de que creí llegada mi última hora. Pero mientras me desvalijaban y me desnudaban para arrojar mi cuerpo al puerto, uno de ellos vio mi rostro y gritó:

– ¿No es acaso Sinuhé, el médico egipcio y amigo del rey Aziru?

Se detuvieron y yo les grité que los haría matar y arrojar sus cuerpos a los perros, porque me habían hecho daño y estaba tan furioso que no pensaba siquiera en tener miedo. Entonces me dejaron y me devolvieron mis ropas, y huyeron ocultándose el rostro y yo no comprendía por qué obraban así, pues no tenían nada que temer de las vanas amenazas de un hombre solo.

2

Algunos días más tarde un mensajero detuvo su caballo ante mi puerta, lo cual era un espectáculo raro, porque un egipcio no monta nunca a caballo y un sirio tan sólo en raras ocasiones, y únicamente los rudos bandoleros del desierto utilizan esta montura. Porque el caballo es un animal grande y violento que cocea y muerde si se trata de montarlo y hace caer al jinete, mientras un asno se acostumbra a todo. Incluso enganchado a un carro es un animal temible; sólo los soldados entrenados pueden dominarlo metiéndole los dedos en los agujeros de la nariz. Sea como fuere, un hombre a caballo se presentó ante la puerta de mi casa y el caballo estaba cubierto de espuma y la sangre manaba de su boca y se agitaba terriblemente. Por las ropas del hombre vi que venía de las montañas de los pastores y leí en su rostro que estaba muy inquieto.

Se precipitó tan bruscamente hacia mí que no tuvo apenas tiempo de tocarse la frente con la mano al inclinarse, y lleno de angustia me gritó: -Haz preparar tu litera, médico Sinuhé, y sígueme con urgencia, porque vengo del país de Amurrú y el rey Aziru me envía a buscarte. Su hijo está enfermo y nadie sabe lo que tiene; el rey está encolerizado como un león en el desierto y le rompe los miembros a todo el que se acerca a él. Toma tu caja de médico y sígueme de prisa; si no, te rebanaré el cuello con este puñal y tu cabeza rodará por la calle.

– Tu rey no haría nada con mi cabeza -le dije yo-, porque sin cabeza no puedo curar a nadie. Pero te perdono tus palabras impacientes y te seguiré. No a causa de tus amenazas, que no me causan ningún temor, sino porque el rey Aziru es mi amigo y quiero ayudarlo.

Mandé a Kaptah a buscar una litera y seguí al mensajero, y mi espíritu se alegraba, porque estaba tan solitario que sería para mí un placer encontrar incluso a un hombre tan simple como Aziru, a quien había dorado los dientes. Pero cesé de gozar cuando llegamos al pie de una montaña y me instalaron con mi caja de médico en un carro de guerra y unos caballos salvajes nos llevaron por entre las rocas y las montañas; de manera que yo esperaba romperme los miembros a cada instante y lanzaba unos aullidos de miedo a mi guía, que se quedaba atrás con su caballo reventado, y yo esperaba a cada momento que se rompiera la nuca.

Detrás de las montañas me arrojaron con mi caja en otro carro con los caballos frescos y yo no sabía ya si estaba de pie o cabeza abajo y no me cansaba de gritar al conductor: «¡Bandido, canalla, granuja!», y de darle puñetazos en la espalda en cuanto el camino era llano y me atrevía a soltar una mano del borde del carro. Pero al hombre no le inquietaba nada de esto, tiraba de las riendas y hacía restallar el látigo, de manera que el carro saltaba por las piedras y yo temía que las ruedas se soltasen.

De esta manera, el viaje no fue largo y antes de la puesta del sol llegamos a la villa rodeada de murallas muy nuevas. Soldados armados velaban en ellas, pero la puerta se abrió ante nosotros y atravesamos la villa en medio del rebuzno de los asnos, los gritos de las mujeres y los chillidos de los chiquillos, derribando las cestas de frutas y rompiendo innumerables jarras de vino, porque el conductor no miraba por dónde pasaba. Pero cuando me bajaron del carro no podía caminar, me tambaleaba como un hombre ebrio, y los guardias me llevaron al palacio de Aziru sosteniéndome por debajo de los brazos mientras los esclavos corrían con mi caja. Apenas llegado al vestíbulo, que estaba lleno de armaduras y escudos, de plumas y de colas de león en las puntas de las lanzas, vi a Aziru precipitarse hacia mí aullando como un elefante herido. Había desgarrado sus vestiduras y lacerado su rostro con las uñas.

– ¿Por qué habéis tardado tanto, bandidos, canallas, babosas? -rugió, mesándose la barba rizada, de manera que los lazos dorados que la adornaban volaron por el aire como relámpagos.

Golpeó con el puño a los conductores que me sostenían y bramó como una fiera:

– ¿Por dónde habéis rondado, malos servidores, mientras mi hijo se muere?

Pero los conductores se defendieron diciendo:

– Hemos corrido tanto que muchos de los caballos están reventados y hemos cruzado las montañas más aprisa que los pájaros. Todo el mérito es de este médico, pues ardía en deseos de llegar para curar a tu hijo, y nos animaba con sus gritos cuando estábamos cansados y nos daba puñetazos cuando la velocidad disminuía, lo cual es increíble por parte de un egipcio; jamás, puedes creernos, se ha venido tan de prisa desde Simyra a Amurrú. Entonces Aziru me abrazó efusivamente y, llorando, dijo:

– Sanarás a mi hijo, lo curarás y cuanto poseo es tuyo.

Pero yo le dije:

– Permíteme primero ver a tu hijo, para saber si puedo curarlo.

Me llevó rápidamente a una gran habitación donde una estufa despedía un fuerte calor, a pesar de que estábamos en verano. En medio había una cuna en la cual lloraba un niño de apenas un año, envuelto en telas de lana. Lloraba con tanta fuerza que tenía el rostro violáceo y el sudor brotaba de su frente, y tenía la espesa cabellera negra de su padre, pese a ser tan pequeño. Lo examiné y vi que no tenía nada grave, pues si hubiese estado a punto de morir no hubiera chillado tan fuerte. Miré a mi alrededor y vi, echada al lado de la cuna, a Keftiú, la mujer que había regalado a Aziru, y estaba más gorda y más blanca que nunca, y sus carnes abundantes temblaban mientras en su dolor golpeaba el suelo con su frente, gimiendo. En todos los rincones de la habitación, esclavas y nodrizas gemían también, y estaban cubiertas de golpes y chichones, tanto las había apaleado Aziru en su impotencia para curar a su hijo.

– Nada temas, Aziru -le dije-. Tu hijo no morirá, pero deseo lavarme antes de auscultarlo, y llevaos esta maldita estufa porque aquí se ahoga uno. Entonces Keftiú levantó bruscamente la cabeza, y asustada, dijo:

– El niño tendrá frío. -Después me miró largamente y me sonrió; se levantó para reparar el desorden de sus cabellos y sus ropas, y me sonrió de nuevo, diciéndome-: Sinuhé, ¿eres tú?

Pero Aziru se retorcía las manos y gritaba:

– Mi hijo no come, vomita todo lo que toma, su cuerpo está ardiendo desde hace tres días y llora continuamente, de manera que mi corazón se parte al oírlo llorar así.

Le pedí que despidiese a las nodrizas y las esclavas, y me obedeció, olvidando su dignidad real. Después de haberme lavado, desnudé al chiquillo y le quité todas aquellas telas de lana y mandé abrir la ventana para renovar el aire. El chiquillo se calmó en el acto y comenzó a remover sus regordetas piernas. Le toqué la barriga y el cuerpo, y después, al ser asaltado por una duda, le metí el dedo en la boca y vi que había adivinado. El primer diente había atravesado la encía como una perla blanca.

Entonces dije vivamente:

– Aziru, Aziru… ¿Para esta insignificancia has traído aquí con tus caballos salvajes al mejor médico de toda Siria? Porque sin jactancia puedo decir que he aprendido muchas cosas durante mis viajes por los diferentes países. Tu hijo no corre peligro alguno, pero es tan impaciente y rabioso como su padre y quizá tenga un poco de fiebre, pero desaparecerá y, si ha vomitado, ha obrado muy cuerdamente, porque lo habéis atracado demasiado de leche grasa. Keftiú debe desmamarlo sin tardar, porque, si no, en breve le va a morder los pezones, lo cual, imagino, no te causaría ningún placer, pues supongo que quieres gozar todavía de tu mujer. Debes saber, pues, que tu hijo no ha hecho más que berrear de impaciencia esperando su primer diente, y si no me crees míralo tú mismo.

Abrí la boca del chiquillo y Aziru se llenó de alegría, batió palmas y bailó alrededor de la habitación golpeando el entarimado con los pies. Mostré también el diente a Keftiú y me dijo que no había visto nunca un diente de criatura tan bello. Pero cuando quiso volver a poner los pañales al niño se lo prohibí y no autoricé más que una túnica de lino.

Aziru cantaba y bailaba y golpeaba el suelo con los pies y no experimentaba la menor vergüenza por haberme molestado por tan poca cosa, pero quiso hacer admirar el diente por los nobles y los jefes e invitó a los guardianes a verlo, y todos se apretujaron alrededor de la cuna, haciendo chocar sus lanzas y sus escudos tratando de meter sus dedos sucios en la boca del príncipe, pero yo los eché y rogué a Aziru que pensase en su dignidad y se mostrase razonable.

Aziru quedó confuso y dijo:

– Verdaderamente he olvidado quizá mi dignidad, pero he velado varias noches al lado de la cuna, con el corazón angustiado y debes comprender que es mi primer hijo, mi príncipe, la joya de mi corona, mi leoncito que llevará la corona de Amurrú después de mí y gobernará numerosos pueblos, porque verdaderamente quiero acrecentar mi reino para que mi hijo tenga una bella herencia y elogie el nombre de su padre. Sinuhé, Sinuhé, no sabes cuán agradecido te estoy por haber quitado esta piedra de mi corazón, porque tienes que reconocer que no has visto jamás una criatura tan vigorosa, a pesar de que hayas viajado por numerosos países. Mira un poco sus cabellos, estas crines negras de león sobre su cabeza, y dime si has visto alguna vez una cabellera como ésta en un niño de su edad. Has visto también que su diente es como una perla, clara y perfecta, y mira su vientre y sus miembros que son como pequeños toneles.

Toda esta charla me fastidió hasta el punto que dije al rey que se fuese al diablo con su hijo y que mis miembros estaban destrozados por el fatigador viaje y que no sabía todavía si estaba de pie o sobre mi cabeza. Pero él me acarició y me cogió por los hombros y me ofreció platos variados en fuentes de plata y cordero asado y leche agria cocida en grasa y vino en una copa de oro, de manera que me repuse y lo perdoné.

Estuve varios días en su casa y me colmó de regalos abundantes, así como oro y plata, porque se había enriquecido mucho desde nuestro encuentro, pero no quiso decirme cómo su país, tan pobre antes, había conseguido enriquecerse también, y se limitó a sonreír con su barba rizada diciendo que la mujer que yo le había regalado le había dado suerte. Keftiú se mostró también amable conmigo, respetándome seguramente por el recuerdo del palo con el que había comprobado a menudo la solidez de su piel, y me seguía por todas partes sonriéndome gentilmente, balanceando sus carnes opulentas. La tersura de su piel había deslumbrado a todos los jefes de Aziru, porque a los sirios les gustan las mujeres enormes, al contrario de los egipcios, que difieren también de ellos sobre este particular. Por eso los poetas amorritas han escrito poemas en su honor y se cantan con una voz lánguida repitiendo siempre las mismas palabras, e incluso sobre las murallas los guardianes celebran sus encantos, de manera que Aziru estaba orgulloso de ella y la amaba tan apasionadamente que iba raramente a ver a sus otras esposas y tan sólo por cortesía, porque había tomado por esposas a las hijas de sus jefes a fin de atraerse así también a los padres.

Yo había viajado tanto y visto tantos países que él sintió la necesidad de jactarse de su realeza y me reveló muchas cosas que seguramente lamentó más tarde haberme comunicado. Así me enteré de que habían sido precisamente sus emisarios quienes me habían atacado en Simyra para arrojarme al agua, y de esta manera se enteró de mi regreso a Siria. Deploró vivamente el incidente y dijo:

– Habrá que matar todavía muchos egipcios y lanzar al puerto muchos cadáveres de soldados antes de que Simyra, Biblos, Sidón y Ghaza comprendan que el egipcio no es invulnerable ni inviolable. Los mercaderes sirios son tremendamente prudentes y sus príncipes unos cobardes, y los pueblos, lentos como bueyes. Por esto los más ágiles deben ponerse a la cabeza del movimiento y dar el ejemplo.

Y yo le pregunté:

– ¿Por qué obras de esta forma y por qué detestas tanto a los egipcios, Aziru?

Acarició su barba rizada y, dirigiéndome una mirada de astucia, dijo: -¿Quién pretende que detesto a los egipcios, Sinuhé? Tampoco te detesto a ti, pese a que seas egipcio. También yo he vivido mi infancia en el palacio dorado del faraón, como mi padre antes que yo y como todos los príncipes sirios. Por esto conozco las costumbres egipcias y sé leer y escribir, pese a que mis maestros me hayan tirado de los cabellos y golpeado los dedos más que a los otros discípulos, porque era sirio. Pero a pesar de esto no detesto a los egipcios, porque he aprendido con ellos muchas cosas y podré regresar a su tierra cuando sea ocasión. Deberías saberlo: un señor y un soberano no detesta a nadie ni ve diferencia entre los pueblos, pero el odio es una potente palanca entre sus manos, más potente que las armas, porque sin el odio los brazos no tienen fuerza para levantar las armas. Yo he nacido para mandar, porque por mis venas corre sangre de los reyes de Amurrú y con los hiksos mi pueblo dominó un día todos los países de un mar a otro. Por esto me esfuerzo en fomentar el odio entre Siria y Egipto y en soplar entre las ascuas, que se van enrojeciendo lentamente,

pero que una vez inflamadas destruirán todo el poderío egipcio sobre Siria. Por esto todas las villas y tribus de Siria deben aprender a saber que el egipcio es más miserable, más haragán, más cruel, más infame, más codicioso y más ingrato que el sirio. Todos tienen que aprender a escupir de desprecio al oír pronunciar el nombre de Egipto y ver en los egipcios unos opresores inicuos, unas sanguijuelas ávidas, verdugos de mujeres y niños, a fin de que su odio sea suficientemente fuerte para mover las montañas. -Pero todo esto es falso, como sabes muy bien -le hice observar. Tendió las manos con la palma hacia arriba y dijo:

– ¿Qué es la verdad, Sinuhé? Después de haberse impregnado de la verdad que yo les inculco estarán dispuestos a jurar por todos los dioses que es cierto, y si alguien pretende probarles lo contrario, lo matarán como si fuera un blasfemo. Tienen que pensar que son los más fuertes, los más bravos y los más justos del mundo y amar la libertad más que el hambre, la muerte y las privaciones a fin de estar dispuestos a pagar su libertad a cualquier precio. He aquí lo que les enseño y son muchos ya los que creen mi verdad, y cada creyente convierte a otras personas y pronto el fuego se extenderá oculto por todo Siria. Es también una verdad que Egipto trajo a Siria la sangre y el fuego, y por la sangre y el fuego será expulsado de ella.

– ¿Cuál es la libertad de que les hablas? -le pregunté, porque sus palabras me llenaban de temor por Egipto y todas las colonias.

De nuevo me mostró las palmas de sus manos diciendo con benevolencia: -La libertad es una palabra complicada y cada cual le da el significado que quiere, pero esto importa poco, mientras la libertad no está conseguida. Para llegar a la verdad hay que ser muchos, pero una vez adquirida es mejor no compartirla con nadie y reservarla para uno solo. Por esto creo que el país de Amurrú tendrá un día el honor de ser llamado la cuna de la independencia siria. Puedo también decirte que un pueblo que cree todo lo que le cuentan es como un rebaño de bueyes llevado con las picas o como un rebaño de corderos que sigue al carnero sin preguntarse adónde lo lleva. Quizá yo sea tanto la pica como el carnero.

– Creo verdaderamente que eres un auténtico carnero -le dije-, puesto que hablas así, porque tus palabras son peligrosas; y si el faraón se entera de ellas, podría enviar sus carros de guerra y sus lanceros contra ti para destruir tus murallas y ahorcarte en la proa de su navío con tu hijo al regresar a Tebas.

Pero Aziru se limitó a sonreír y dijo:

– Creo no tener que temer nada del faraón, porque he aceptado de su mano la cruz de vida y elevado un templo a su dios. Por esto tiene plena confianza en mí; mucha más que en ninguno de sus enviados y comandantes de guarnición que creen todavía en Amón. Voy a enseñarte algo que te divertirá.

Me llevó cerca de un muro y me mostró un cuerpo colgado cabeza abajo sobre el que pululaban las moscas.

– Si te fijas bien, verás que este hombre está circunciso y es un egipcio. Era incluso un recaudador del faraón y tuvo la osadía de venir a mi palacio a preguntarme por qué mi tribu llevaba un retraso de algunos años. Mis soldados se divirtieron mucho con él antes de colgarlo por su desfachatez. Con este acto he conseguido que en adelante los egipcios se abstengan de atravesar mi país y los mercaderes prefieren pagarme los derechos a mí y no a ellos. Comprenderás lo que esto quiere decir cuanto te diga que Megiddo está en mi poder y me obedece a mí y no a su guarnición egipcia, que se oculta en el fuerte y no se atreve a mostrarse por las calles.

– Que la sangre de este desgraciado caiga sobre tu cabeza -dije yo, asustado-. Tu castigo será terrible, porque en Egipto se puede bromear con todo menos con los recaudadores del faraón.

– He expuesto simplemente la verdad, sobre este muro -dijo Aziru con satisfacción-. Naturalmente, el asunto fue objeto de largas investigaciones y he accedido con gusto a redactar cartas y tablillas, y he recibido también un gran número, que conservo cuidadosamente numeradas en mis archivos a fin de poder hacer referencia a ellas al escribir nuevas epístolas, hasta que pueda edificar con ellas un baluarte para protegerme. Por el Baal de Amurrú, he conseguido ya embrollar el asunto hasta un punto que el gobernador de Megiddo maldice el día de su nacimiento desde que lo asedio a tablillas para que me dé satisfacción del agravio infligido por el recaudador. Con la ayuda de numerosos testigos he conseguido probar también que este hombre era un asesino, un ladrón y un prevaricador. He probado que violaba las mujeres en los pueblos, blasfemaba sobre los dioses de Siria y había profanado el altar de Atón en mi propia ciudad, lo cual bastará para ganar la decisión del rey. ¿Comprendes, Sinuhé? La justicia y la ley escritas sobre las tablillas de arcilla son lentas y peliagudas y los asuntos se complican a medida que las tablillas de arcilla se amontonan delante de los jueces, y al final ni el mismo diablo llegaría a desenmarañar las cosas y descubrir la verdad. En esta materia soy más fuerte que los egipcios y pronto seré también más fuerte que ellos en otros aspectos.

Pero cuanto más me hablaba más pensaba en Horemheb, porque estos dos hombres se parecían y eran soldados natos. Aziru tenía más años y estaba más corrompido por la política siria. No le creía capaz de gobernar grandes pueblos y me decía que sus proyectos databan de los tiempos de su padre, cuando Siria era un palpitante nido de serpientes mientras los reyezuelos se disputaban el poder y se asesinaban, antes de que Egipto hubiese pacificado el país y dado a los hijos de los reyes una buena educación en la mansión dorada del faraón para civilizarlos. Traté también de exponerle que no tenía una idea del poderío de Egipto ni de sus riquezas, y lo puse en guardia contra un exceso de confianza, porque un saco puede llenarse de aire, pero si se le hace un agujero, se deshincha y pierde su grosor. Pero Aziru se rió mostrando sus dientes dorados y, para hacer ostentación de sus riquezas, me hizo servir cordero asado en fuentes de plata.

Su cuarto de trabajo estaba en efecto lleno de tablillas de arcilla, y los mensajeros le llevaban cartas de todos los rincones de Siria. Recibía también mensajes de los reyes hititas y de Babilonia, pero no me permitió leerlas, lo cual no le impidió jactarse de ellas. Me interrogó sobre el país de los hititas y Khatushash, pero comprobé que sabía tanto como yo. Los enviados hititas iban a verle y conversaban con sus jefes y sus soldados y, viendo todo aquello, le dije:

– El león y el chacal pueden perfectamente entenderse para cazar a medias, pero, ¿has visto alguna vez al chacal recibir los mejores pedazos del botín?

Se rió mostrando sus dientes de oro y dijo:

– Tengo como tú un vivo deseo de instruirme, pero no he podido viajar como tú, que no tienes preocupaciones administrativas y eres libre como el pájaro. No hay mal alguno en que los oficiales hititas enseñen a mis jefes el arte militar, porque tienen armas nuevas y una gran experiencia. No puede ser más que útil para el faraón, porque si estalla una nueva guerra, Siria será de nuevo el escudo de Egipto por el Norte y este escudo se ha visto más de una vez ensangrentado, de lo cual nos acordaremos cuando llegue el momento de ajustar cuentas entre Siria y Egipto.

Mientras me hablaba de la guerra yo pensaba otra vez en Horemheb y le dije:

– Hace ya tiempo que abuso de tu hospitalidad y desearía regresar a Simyra, si pones a mi disposición una litera, porque no volveré a subir jamás a estos terribles carros de guerra. Pero Simyra no me gusta y he chupado ya quizá demasiado la sangre de esta pobre Siria, de manera que me propongo regresar a Egipto a la primera ocasión. Por esto quizás estaremos mucho tiempo sin vernos, porque el recuerdo del sabor del agua del Nilo me es delicioso a la boca y me contentaré con beberla durante el resto de mis días, después de haber visto mucho mal en este mundo y haber recibido de ti también una lección.

Y Aziru dijo:

– Del mañana nadie está seguro y en la piedra que rueda no se cría musgo; la inquietud que brilla en tus ojos te impedirá permanecer mucho tiempo en ninguna parte. Pero elige una mujer, la que quieras en mi país, te haré construir una casa en la villa y no tendrás que arrepentirte de haber practicado la medicina aquí.

Bromeando, le dije:

– El país de Amurrú es el más inicuo y odioso de la tierra, su Baal es un horror y sus mujeres apestan a cabra. Por esto siembro el odio entre Amurrú y yo, y trepanaré a quien dijere bien de él y haré además muchas otras cosas que no puedo enumerar aquí, porque no me acuerdo de ellas, pero cuento con escribir, sobre tablillas numeradas que has violado a mi mujer y robado los bueyes que jamás he poseído, y que te has entregado a la magia, a fin de que te cuelguen cabeza abajo, y saquearé tu casa y me llevaré tu oro para comprar cien veces cien jarras de vino a fin de beber a tu salud. El palacio resonó bajo sus carcajadas, y sus dientes de oro brillaban entre su barba rizada. Bajo este aspecto acude a mi mente durante los malos días, pero nos separamos amigos, y me dio una litera y numerosos regalos, y sus soldados me escoltaron hasta Simyra para evitarme todo incidente en el curso del camino.

Cerca de la puerta de Simyra una golondrina pasó veloz sobre mi cabeza y mi espíritu se inquietó, y la calle me abrasaba los pies. Por esto en cuanto hube llegado le dije a Kaptah:

– Vende esta casa y prepara nuestros equipajes, porque nos vamos a Egipto.

3

No me extenderé mucho sobre nuestro viaje de regreso porque fue como una sombra o un sueño de inquietud. Una vez a bordo para regresar al país de las tierras negras y volver a Tebas, la villa de mi infancia, fui presa de una impaciencia tan febril que no podía permanecer quieto, sino que me paseaba por cubierta, dando vueltas alrededor de los equipajes y mercancías, perseguido por el dolor de Siria, esperando cada día con mayor impaciencia ver, en lugar de las riberas montañosas, las verdes llanuras orladas por los cañaverales. Durante las largas escalas en las villas costeras no tuve la paciencia de estudiarlas ni de recoger informaciones.

La primavera renacía en los valles sirios, y las montañas, vistas desde el mar, se enrojecían como las viñas, y por la tarde la primavera pintaba de verde pálido el agua espumosa de las riberas; los sacerdotes de Baal aullaban en los callejones estrechos, arañándose el rostro, y las mujeres de ojos centelleantes y cabelleras sueltas tiraban de las carretas de madera detrás de los sacerdotes. Pero estos espectáculos me eran familiares, y las costumbres groseras y aquella excitación brutal me repugnaban ahora que veía ya cercana a mi patria. Creía mi corazón endurecido, acostumbrado a todas las creencias y costumbres, creía comprender a la gente, fuese cual fuere su color, sin menospreciar a nadie, porque mi sola intención era adquirir saber, pero el mero pensamiento de estar en camino hacia las tierras negras desvanecía esta indiferencia. Como unas vestiduras extranjeras, los pensamientos extranjeros caíanse de mi espíritu y era de nuevo, de todo corazón, un egipcio, y me impacientaba por sentir otra vez el olor a pescado frito de las calles de Tebas a la caída de la tarde, cuando las mujeres encienden los fuegos delante de sus cabañas de tierra amasada; aspiraba el sabor del vino egipcio en mi lengua y del agua del Nilo con su aroma de barro fértil. Quería oír susurrar los papiros bajo el viento primaveral, ver de nuevo el loto florecer en el borde del río, admirar las columnas policromadas con sus imágenes eternas y los jeroglíficos de los templos mientras el humo del incienso subía por entre los pilares. Tal era la locura de mi corazón.

Regresaba a mi país y, sin embargo, no tenía casa en él y era un extranjero sobre la tierra. Llegaba a mi país y los recuerdos me eran más dolorosos, pero el tiempo y el saber los habían cubierto con la arena del olvido. No sentía ya dolor ni vergüenza, sino que el país me saturaba el corazón.

Abandonábamos la rica y fértil Siria, estremecida de odio y de pasión. Nuestro navío seguía las costas rojas del Sinaí y el viento del desierto azotaba seco y ardiente nuestros rostros, pese a que estuviésemos en primavera. Después vino el día en que el mar se tiñó de amarillo y detrás de él apareció una delgada línea verde y los marinos metieron en el mar un cántaro y se llenó de agua casi dulce, porque era agua del Nilo eterno que sabía a fango de Egipto. Y jamás vino alguno fue más delicioso a mi paladar que aquella agua fangosa salida del mar, lejos de la tierra. Pero Kaptah dijo:

– El agua siempre es agua incluso en el Nilo. Espera, ¡oh dueño mío!, que estemos en una taberna decente donde la cerveza es espumosa y clara y no hay que filtrarla para quitarle la cáscara del grano. Sólo entonces me sentiré en Egipto.

Estas palabras impías y ofensivas me hirieron vivamente y le dije: -Un esclavo será siempre un esclavo, incluso bajo las ropas más suntuosas. Espera a que haya encontrado mi flexible bastón de junco, como se encuentran en los juncales del Nilo, y entonces te sentirás verdaderamente en casa.

Pero Kaptah no se ofuscó, sus ojos se humedecieron de emoción, su barbilla tembló y se inclinó delante de mí, con las manos a la altura de las rodillas y dijo:

– Verdaderamente, ¡oh dueño mío!, tienes el talento de hallar en todo momento la palabra justa, porque había olvidado ya la dulzura de un golpe del junco flexible aplicado sobre las nalgas o los muslos. ¡Ah, dueño mío! Es un goce que quisiera que conocieses, porque mejor que el agua y la cerveza, mejor que el incienso en los templos y los ánades en los cañaverales, recuerda la vida de Egipto donde cada cual está en su justo sitio y nada cambia con el curso de los años, sino que todo permanece inmutable. No te extrañes, pues, si lloro de emoción, porque ahora siento verdaderamente que regreso a mi país después de haber visto tantas cosas extrañas, incomprensibles y despreciables. ¡Sé pues, bendita, caña de junco que pones las cosas en orden y resuelves todos los problemas, porque nada es igual a ti!

Lloró de emoción un buen rato y fue a ungir el escarabajo, pero observé que no empleaba para esto un aceite tan precioso como antes, porque las costas estaban cercanas y una vez en Egipto, contaba componérselas con su propios medios.

Sólo al abordar en el gran puerto del bajo país comprendí hasta qué punto estaba saciado de ver vestiduras amplias y abigarradas, barbas rizadas y cuerpos obesos. Los flancos demacrados de los portadores, sus minúsculos paños, su mentón afeitado, el dialecto del bajo país, el olor a sudor, el aroma a fango, el de las cañas y el del puerto, todo era diferente de Siria, todo era familiar y mis vestiduras sirias comenzaban a estorbarme. Después de haberme desembarazado de los escribas del puerto y haber inscrito mi nombre numerosas veces, fui inmediatamente a comprarme nuevas ropas y, después de la lana, el lino más fino fue de nuevo una delicia para mi piel. Pero Kaptah optó por hacerse pasar por sirio, porque temía que su nombre figurase en la lista de los esclavos fugitivos, pese a que le hubiese procurado una tablilla de arcilla en la que las autoridades de Simyra atestiguaban que hacía nacido esclavo en Siria y que yo lo había comprado legalmente.

Después de esto subimos a un barco del río para remontar la corriente. Transcurrían los días y nosotros íbamos acostumbrándonos a Egipto, y los campos se secaban a ambos lados del río y los bueyes tiraban lentamente de los arados de madera, y los campesinos, con la cabeza baja, caminaban por los surcos para sembrar en el barro tierno. Las golondrinas volaban por encima de nuestro barco y bandadas de ellas gritaban con inquietud y se lanzaban hacia el suelo para esconderse en el barro durante la época más calurosa del año. Las palmeras elevaban sus cúpulas sobre las riberas, las cabañas aplastadas de los poblados se abrigaban a la sombra de los grandes sicómoros, el barco se detenía en los desembarcaderos de las poblaciones grandes y pequeñas y no había taberna a la que Kaptah no se precipitase para apagar su sed egipcia, para jactarse de su viaje y asombrar a los obreros del puerto, que lo escuchaban riéndose e invocando a sus dioses.

Y yo vi de nuevo al este del río elevarse las tres montañas hacia el cielo, los tres eternos guardianes de Tebas. La población era más densa y los poblados pobres con sus cabañas de tierra amasada, alternaban con los barrios ricos de las villas; después aparecieron las murallas, potentes como montañas; y vi el techo del gran templo y sus columnas y los innumerables edificios del templo y el lago sagrado. Al Este se extendían sin fin hasta las colinas de la Villa de los Muertos, y los templos mortuorios de los faraones resplandecían de blancura sobre las montañas amarillas, y los pórticos del templo de la gran reina soportaban un mar de árboles en flor. Detrás de las montañas aparecía el valle prohibido con sus serpientes y sus escorpiones, y en esta arena, cerca de la tumba de un gran faraón, era donde reposaban mi padre Senmut y mi madre Kipa, envueltos en una piel de buey para que vivieran eternamente.

Pero más lejos al Sur, en el borde del río, se levantaba, ligero y azulado, con sus jardines y baluartes, el palacio dorado del faraón. Y yo me pregunté si mi amigo Horemheb habitaba en él.

El barco abordó en el muelle de piedra familiar y todo estaba como antes; no estaba lejos el lugar donde había vivido mi juventud sin darme cuenta de que más tarde aniquilaría la vida de mis padres. La arena del tiempo y de los amargos recuerdos comenzó a moverse ante esta evocación, y sentí deseos de ocultarme y cubrirme el rostro y no experimentaba ningún goce, pese a que la muchedumbre del gran puerto me rodease de nuevo, y sentía las miradas de la gente, sus ademanes inquietos y su precipitación, porque todo dependía de mi encuentro con Horemheb y de su situación en la Corte.Pero en cuanto mis pies tocaron las piedras del puerto, supe lo que haría, y ello no me predecía ni gloria médica, ni riqueza, ni grandes regalos por mi saber tan penosamente adquirido, como me lo había figurado antes, porque todo esto implicaba una vida sencilla, la oscuridad y enfermos indigentes. Y, sin embargo, una extraña paz llenaba mi corazón ante la perspectiva de este porvenir modesto y, sin embargo, yo pretendía conocer el mío a fondo. Jamás tal proyecto había pasado por mi espíritu, pero había probablemente madurado sin darme cuenta, como fruto de todas mis experiencias. Después de haber oído el zumbido de Tebas a mi alrededor y tocado con mis pies las piedras calentadas por el sol de Egipto, me sentía de nuevo un niño, y observaba con ojos curiosos y serios a mi padre Senmut recibiendo a sus enfermos. Por esto rechacé a los portadores que se precipitaban hacia mí y le dije a Kaptah:

– Deja los equipajes a bordo y ve pronto a comprarme una casa, cualquiera, cerca del puerto, en el barrio de los pobres, si es posible cerca de donde vivió mi padre hasta que fue derribada la suya. Ve pronto, a fin de que pueda instalarme hoy mismo y comenzar mañana a practicar mi arte.

Kaptah bajó la cabeza y su rostro se alargó, porque había creído que nos alojaríamos en la mejor hospedería, donde nos servirían los esclavos. Pero por una vez no protestó y, mirándome atentamente, cerró la boca y se alejó con la cabeza baja. La misma tarde entré en la casa de un antiguo fundidor de cobre en el barrio de los pobres y me llevaron allí mis efectos y extendí mi alfombrilla sobre el suelo de tierra apisonada. Delante de las cabañas de las callejuelas pobres ardían los fuegos de las cocinas y el olor de pescado frito en grasa flotaba por todo el barrio pobre, sucio y miserable; después se encendieron las luces en las casas de placer, la música siria estalló en la noche mezclándose a los gritos de los marineros ebrios, y por encima de Tebas el cielo se enrojecía a causa de las innumerables luces del centro de la villa. Estaba de nuevo en mi casa, después de haber seguido hasta el fin rutas decepcionantes, huyendo de mí mismo en muchos países en busca de saber.

4

A la mañana siguiente le dije a Kaptah:

– Coloca una placa de médico en mi puerta, pero sencilla, sin pinturas ni adornos. Y si alguien pregunta por mí no hables de mi sabiduría ni de mi reputación, sino que dirás simplemente que el médico Sinuhé recibe a los enfermos, los pobres también, y que cada cual hará el regalo según sus recursos.

– ¿También los pobres? -exclamó Kaptah con un temor inocente-. ¡Oh dueño mío! ¿No estarás enfermo? ¿Has bebido agua estancada o te ha picado algún escorpión?

– Ejecuta mis órdenes si quieres seguir en mi casa -le dije-. Pero si esta casa modesta no te gusta o el olor de los pobres incomoda tu olfato refinado en Siria, te permito ir y venir a tu antojo. Imagino que me has robado lo suficiente para comprarte una casa y tomar una mujer si lo deseas. No te retengo.

– ¿Una mujer? -dijo Kaptah más asustado todavía-. Verdaderamente estás enfermo, ¡oh dueño mío! Tienes fiebre. ¿Por qué tomaría yo una mujer que me oprimiría y me olería el aliento a mi regreso, y por la mañana, cuando me despertase con la cabeza pesada, agarraría el bastón y me abrumaría bajo palabras infames? ¿A qué casarse, en verdad, cuando cualquier esclava rinde el mismo servicio, como te lo he expuesto ya? Sin duda alguna, los dioses te han imbuido la locura, lo cual no me extraña, porque conozco tu idea sobre ellos, pero eres mi dueño y tu camino es el mío, y tu castigo también, y, sin embargo, esperaba haber llegado ya a puerto después de todas las terribles pruebas que me has impuesto, sin hablar de las travesías, pero prefiero olvidar. Si una alfombrilla de juncos te basta para dormir, me bastará a mí también, y esta miseria tendrá por lo menos el buen aspecto de que las tabernas y las casas de placer estarán a mi alcance y «La Cola de Cocodrilo», de que te he hablado, no está lejos de aquí. Espero que me perdonarás si voy hoy mismo y me embriago. Verdaderamente, al mirarte, presiento siempre una desgracia, y no sé nunca lo que vas a hacer o decir, porque hablas y obras siempre contrariamente al sentido común, pero de todos modos no me esperaba esto. Sólo un loco oculta una joya en un montón de estiércol y tú entierras tu saber y tu habilidad en la basura.

– Kaptah -le dije-, el hombre nace desnudo en este mundo, y en la enfermedad no existe diferencia entre pobres y ricos, egipcios o sirios.

– Es posible -dijo Kaptah-, pero existe una diferencia entre sus regalos. Sin embargo, tu idea es bella y no hubiera tenido nada que objetar si otro la practicase, pero no tú, precisamente en el momento en que, después de tantas penalidades, hubiéramos podido balancearnos sobre una rama dorada. Tu idea convendría más a un esclavo de nacimiento; sería comprensible, y en mi juventud he tenido algunas semejantes hasta que me las extirparon a bastonazos.

– Para que lo sepas todo -le dije-, añadiré que dentro de algún tiempo, si descubro algún niño abandonado, me propongo adoptarlo y educarlo como un hijo.

– ¿Para qué? -dijo con aire sorprendido-. En los templos existen hogares para los niños abandonados y algunos llegan a ser sacerdotes de grados inferiores, y otros son castrados y llevan en los gineceos de los faraones una vida mucho más brillante que la que su madre podía esperar para ellos. Por otra parte, si deseas un hijo, lo cual es muy comprensible, nada es más fácil, con tal de que no cometas la tontería de romper una jarra con una mujer que no nos proporcionaría más que disgustos.Si no quieres comprar una esclava puedes seducir la hija de algún pobre y sería feliz y te estaría agradecida de que la desembarazaras de su hijo y le evitases así la vergüenza. Pero los chiquillos causan muchas preocupaciones y dificultades, y se exagera ciertamente el placer que producen, pese a que yo no sea competente en esta materia, puesto que no he visto nunca los míos, pese a que tenga muchos motivos de creer que crecen en bandadas por los cuatro vientos del cielo. Obrarías cuerdamente comprando hoy mismo una joven esclava que podría secundarme, porque mis miembros están endurecidos y mis manos tiemblan después de tantas pruebas sufridas sobre todo por la mañana, y hay demasiado trabajo para mí solo en cuidarme de la casa, sin contar que tengo que ocuparme de colocar mis fondos.

– No había pensado en ello -le dije-. Pero no tengo ganas de comprar una esclava. Contrata, pues, un servidor a mi costa, porque te lo has ganado. Si te quedas en mi casa, serás libre de ir y venir a tu antojo, como premio de tu fidelidad, y creo que podrás proporcionarme muchos informes útiles gracias a tu sed. Haz lo que te digo, y cesa de refunfuñar, porque mi decisión ha sido tomada con una fuerza irresistible y es irrevocable.

Y con estas palabras salí para informarme acerca de mis amigos. Pregunté por Thotmés en «La jarra Siria», pero el patrón había cambiado y el nuevo no sabía ni una palabra del pobre artista que ganaba su vida dibujando gatos en los libros para los chiquillos ricos. Para encontrar a Horemheb, fui a la casa de los soldados, pero estaba vacía. No había luchadores en el patio y los soldados no atravesaban ya sacos de cañas con sus lanzas como antes, ni las grandes marmitas hervían sobre los hogares, sino que todo estaba desierto. Un suboficial sardo, malhumorado, me miraba, arañando la arena con los dedos de los pies; su rostro tostado era huesudo y estaba sin engrasar, pero se inclinó al oír el nombre de Horemheb, el jefe militar que había dirigido una campaña contra los khabiri en Siria algunos años antes. Horemheb era todavía comandante real, me dijo en un dialecto egipcio, pero estaba desde hacía dos meses en el país de Kush para suprimir las guarniciones y licenciar las tropas, y no se sabía cuándo regresaría. Le di una pieza de plata porque estaba melancólico y estuvo tan contento que olvidó su dignidad sarda y me sonrió jurando por un dios cuyo nombre me era desconocido.

Me iba a marchar, pero me detuvo cogiéndome de la manga y me mostró el patio desierto.

– Horemheb es un gran capitán -dijo-, comprende a los soldados y es soldado él mismo. Horemheb es un león, y el faraón un macho cabrío sin cuernos. El cuartel está vacío, sin soldados ni comida. Mis camaradas van mendigando por los campos. No sé lo que durará esto. Que Amón te bendiga por tu generosidad. Desde hace meses no he bebido convenientemente. Estoy triste. Con bellas promesas se nos atrae a este país. Los reclutadores egipcios van de tienda en tienda prometiendo mucho dinero, muchas mujeres, muchas borracheras. ¿Y ahora, qué? Ni dinero, ni mujeres, ni vino.

Escupió de despecho y pisó el escupitajo con su pie endurecido. Era un sardo muy triste y me dio lástima, porque comprendía que el faraón había abandonado a sus soldados y licenciado sus tropas reclutadas con grandes gastos por su padre. Esto me recordó al viejo Ptahor, y para saber dónde vivía me armé de valor y me fui al templo de Amón a preguntar su dirección en la Casa de la Vida. Pero el registrador me dijo que el viejo trepanador había muerto hacía tiempo y estaba enterrado hacía ya dos años en la Villa de los Muertos. Así fue como me encontré sin un solo amigo en Tebas.

Puesto que estaba en el templo penetré en la gran sala de las columnas y reconocí la sombra sagrada de Amón, y el olor del incienso cerca de los pilares policromados cubiertos de inscripciones sagradas, y las golondrinas iban y venían por los altos ventanales de cruceros de piedra. Pero el templo estaba vacío, el patio vacío, y en las innumerables tiendas y talleres no reinaba ya la antigua animación. Los sacerdotes, vestidos de blanco, con sus cabezas afeitadas y relucientes de aceite, me dirigían miradas inquietas, y la gente del patio hablaba en voz baja y miraba a su alrededor con recelo. Yo no tenía ningún amor a Amón, pero una extraña melancolía se apoderó de mi corazón, como cuando se evoca la juventud desaparecida para siempre, haya esta juventud sido feliz o penosa.

Pasando por entre las estatuas gigantes de los faraones, me di cuenta de que cerca del gran templo había sido erigido otro santuario de forma extraña, grande como no había visto ninguno. No estaba rodeado de muros y, al penetrar en él, vi que las columnas circundaban un patio abierto sobre los altares en el cual se acumulaban, a guisa de ofrendas, trigo, flores y frutos. Sobre un gran bajorrelieve, un disco de Atón extendía sus innumerables rayos sobre el faraón sacrificando, y cada rayo terminaba en una mano bendiciendo y cada mano tenía una cruz de la vida. Los sacerdotes vestidos de blanco no se habían afeitado el cráneo y eran todos jóvenes, y su rostro delataba el éxtasis mientras cantaban un himno sagrado cuyas palabras recordé haber oído en Jerusalén y Siria. Pero lo que me impresionó más que los sacerdotes y las imágenes fueron cuarenta enormes pilares, desde los cuales una estatua del nuevo faraón, esculpida en un tamaño mayor que el natural, con los brazos cruzados sobre el pecho y sosteniendo el cetro y el látigo real, miraba fijamente a los espectadores.

Estas esculturas representaban al faraón, estaba seguro, porque reconocía su rostro espantoso de pasión y aquel cuerpo frágil con las caderas anchas y sus brazos y piernas delgados. Un estremecimiento recorrió mi espalda

pensando en el escultor que se había atrevido a esculpir aquellas estatuas, porque si mi amigo Thotmés había soñado un día en el arte libre, hubiera visto aquí un ejemplo bajo una forma terrible y caricaturesca. En efecto, el escultor había subrayado contra la lógica los defectos del cuerpo del faraón, sus muslos hinchados, sus tobillos delgados y su cuello flaco, como si poseyesen un sentido divino y secreto. Pero lo más terrible de todo era el rostro del faraón, aquel rostro espantosamente alargado con sus ángulos agudos y sus pómulos salientes, la sonrisa misteriosa del soñador y del cínico circundando sus labios protuberantes. A cada lado del pilón del templo de Amón, los faraones se erguían majestuosos y parecidos a dioses en sus estatuas de piedra. Aquí, un hombre rechoncho y raquítico contemplaba desde lo alto de cuarenta pilares los altares de Atón. Era un ser humano que veía más lejos que los otros, y una tensión apasionada, una ironía exótica trascendía de su ser esculpido en la piedra.

Viendo aquellas estatuas, todo mi ser se estremecía, y temblaba, porque por primera vez veía a Amenhotep IV tal como probablemente se veía él mismo. Yo lo había conocido una vez, en su juventud, enfermo, débil, atormentado por el gran mal, y en mi cordura demasiado precoz lo había observado con los ojos fríos del médico, no viendo en sus palabras más que divagaciones de enfermo. Ahora lo veía tal como lo había visto el artista amándolo y detestándolo a la vez, un artista como no había existido todavía ninguno en Egipto, porque si alguien antes que él se hubiese atrevido a esculpir del faraón una imagen parecida, hubiese sido muerto y colgado de los muros por blasfemo.

No había tampoco mucha gente en este templo. Algunos hombres y mujeres eran manifiestamente cortesanos y grandes a juzgar por el lino real de sus vestidos, sus pesados collares y sus joyas de oro. La gente ordinaria escuchaba el canto de los sacerdotes y su rostro expresaba una incomprensión total, porque los sacerdotes cantaban himnos nuevos cuyo sentido era difícil de comprender. No era como los antiguos textos que datan de la época de las pirámides, hace cosa de dos mil años, y a los cuales el oído piadoso está acostumbrado desde la infancia, de manera que se comprenden con el corazón aun sin entender el sentido, si es que en realidad tiene uno todavía, desde el tiempo en que han sido modificados y falsamente reproducidos en el transcurso de varias generaciones.

Sea como fuere, un anciano, a quien juzgué campesino por su vestido, fue a hablar respetuosamente con los sacerdotes y les pidió un talismán apropiado a un ojo protector, o algún texto secreto, si es que los vendían a un precio razonable. Los sacerdotes le respondieron que en este templo no vendían nada, porque Atón no tenía necesidad de textos mágicos ni talismanes, sino que se acercaba a todo aquel que creía en él, sin ofrendas ni sacrificios. Ante estas palabras el anciano se enojó y, alejándose refunfuñando contra las falsas doctrinas, se dirigió directamente al antiguo templo de Amón.

Una pescadera vieja se acercó a los sacerdotes y, mirándolos con ojos llenos de devoción, dijo:

– ¿Es que nadie sacrifica aquí a Atón bueyes o carneros a fin de que tengáis un poco de carne que comer, puesto que estáis tan delgados, mis pobres muchachos? Si vuestro dios es poderoso y fuerte como dicen, e incluso más poderoso que Amón, pese a que yo no lo crea, sus sacerdotes deberían engordar y resplandecer de obesidad. No soy más que una vulgar mujer, pero os deseo de todo corazón mucha carne y buena grasa.

Los sacerdotes se rieron y bromearon entre ellos como chiquillos que se divierten, pero el más viejo recobró pronto la serenidad y le dijo a la mujer:

– Atón no quiere ofrendas sangrientas, y no debes hablar de Amón en su templo, porque Amón es un falso dios y pronto su trono se derrumbará y su templo será destruido.

La mujer se retiró precipitadamente y escupió en el suelo haciendo los signos sagrados de Amón y dijo:

– Tú eres quien lo ha dicho y no yo, y la maldición caerá sobre tu cabeza. Salió rápidamente seguida de otras personas que lanzaban miradas inquietas a los sacerdotes. Pero éstos se reían ruidosamente, gritándoles: -¡Huid, seres de poca fe, pero Amón es un falso dios! Amón es un falso dios y su poderío se abatirá como la hierba bajo la hoz.

Entonces, uno de los hombres cogió una piedra y la arrojó contra los sacerdotes y uno de ellos fue herido en el rostro y comenzó a gemir y sus colegas llamaron en seguida a los guardias, pero el hombre se había eclipsado ya en medio de la muchedumbre delante del pilón del templo de Amón.

Este incidente me dio a reflexionar y, acercándome a los sacerdotes, les dije:

– Soy egipcio, pero he vivido mucho tiempo en Siria y no conozco a este dios a quien llamáis Atón. ¿Tendríais la bondad de disipar mi ignorancia y explicarme quién es, lo que pide y cómo se le adora?

Vacilaron buscando en vano la ironía en mi expresión y uno de ellos dijo:

– Atón es el solo dios verdadero. Ha creado la Tierra y el río y los hombres y los animales y todo lo que existe y se mueve. Ha existido siempre y los hombres lo han adorado como Ra en sus antiguas manifestaciones, pero en nuestros tiempos se ha aparecido bajo la forma de Atón al faraón, que es su hijo y vive solamente de la verdad. Desde entonces es el único dios y todos los demás son dioses falsos. No rechaza a nadie que acuda a él y los ricos y los pobres son para él iguales, y cada mañana lo saludamos en el disco del sol, que con sus rayos bendice tanto a la Tierra como a los buenos y a los malos, tendiendo a cada cual la cruz de vida. Si la tomas, eres su servidor, porque su ser es todo amor, y es eterno e imperecedero, y está presente en todas las partes, de forma que nada ocurre sin su voluntad.

Pero yo les dije:

– Todo esto está muy bien, pero ¿también por su voluntad una piedra acaba de ensangrentar el rostro de este hombre?

Los sacerdotes perdieron un poco su seguridad, se miraron y dijeron: -Te burlas de nosotros.

Pero el que había sido herido dijo:

– Ha permitido que esto ocurriese porque no soy digno de él, para que me instruyera. Me ha glorificado en el fondo de mi corazón del favor de que he gozado con el faraón, porque soy de humilde cuna y mi padre apacentaba los rebaños y mi madre transportaba agua del río cuando el faraón me concedió su favor, porque tenía una bella voz para celebrar su dios.

Con fingido respeto le dije:

– Verdaderamente, este dios debe de ser muy poderoso, puesto que llega a elevar a un hombre del fango hasta la mansión dorada del faraón. Con una sola voz respondieron:

– Tienes razón, porque el faraón no se ocupa de la apariencia ni de la riqueza, ni del nacimiento del hombre, sino solamente de su corazón, y gracias a la fuerza de Atón, sumerge sus miradas en lo más hondo del corazón de los hombres y lee sus pensamientos más secretos.

Yo protesté:

– Entonces no es un hombre, porque no está en el poder de los hombres leer en el corazón ajeno, y sólo Osiris puede pesar los corazones de los hombres.

Discutieron entre ellos y me dijeron:

– Osiris no es más que un mito popular del que no tiene necesidad el hombre si cree en Atón. A pesar de que el faraón aspira ardientemente a no ser más que un hombre, nosotros sabemos ciertamente que su esencia es divina, y esto lo prueban sus visiones durante las cuales vive en algunos instantes diferentes existencias. Pero sólo lo saben aquellos a quienes ama. Por esto el artista que ha esculpido estas estatuas del templo lo ha representado a la vez como un hombre y como una mujer, porque Atón es la fuerza viva que anima la simiente del hombre y procrea el infante en el seno materno.

Entonces levanté irónicamente los brazos y cogiéndome la cabeza con las manos, dije:

– No soy más que un hombre sencillo como la mujer sencilla de hace un momento, pero no llego a comprender vuestras doctrinas. Me parece, por otra parte, que vuestra sabiduría es un poco confusa incluso para vosotros mismos, puesto que tenéis que discutirla entre vosotros antes de contestarme.

Protestaron vivamente, diciendo:

– Atón es perfecto, como es perfecto el disco del sol, y todo lo que es, vive y respira en él es perfecto, pero el pensamiento humano es imperfecto, y parecido a una bruma y por esto no podemos explicártelo todo, porque no lo sabemos todavía, pero cada día aprendemos algo de su voluntad, y su voluntad es sólo conocida del faraón, que es su hijo y vive en la verdad.

Estas palabras me impresionaron, porque demostraban que eran sinceros, pese a que estuviesen vestidos de fino lino y al cantar gozasen de las miradas admirativas de las mujeres y se riesen de la gente simple. Sus palabras despertaron en mí un eco y por primera vez me dije que el pensamiento humano era quizás imperfecto y que aparte este pensamiento podía existir otra cosa que el ojo no percibía y que el oído no oía y que la mano no podía tocar. Quizás el faraón y sus sacerdotes habían descubierto esta verdad que llamaban Atón, esta fuerza desconocida que estaba más allá del pensamiento humano.

Regresé a mi casa a la caída de la tarde y encontré encima de mi puerta una placa de médicos muy sencilla, y algunos enfermos grasientos me esperaban en el patio. Kaptah, con aspecto malhumorado, estaba sentado en la terraza abanicándose con una hoja de palmera y alejando las moscas que acompañaban a los enfermos, pero para consolarse tenía a su lado una jarra de cerveza apenas comenzada.

Hice entrar primero a una madre que llevaba en brazos un chiquillo descarnado, porque para curarla bastaba un trozo de cobre a fin de que pudiese comprar el suficiente alimento que le permitiese amamantar a su hijo. Después visité a un esclavo que tenía un dedo aplastado por una rueda de molino de trigo y le di un remedio que tomar con el vino para aminorar su dolor. Curé también a un viejo escriba que tenía en el cuello un tumor grueso como la cabeza de un niño, de manera que no podía apenas respirar. Le di un remedio a base de algas marinas que me habían enseñado en Siria, si bien a mi juicio no podía tener efecto sobre un bocio de aquel tamaño. De un trozo de tela limpia sacó dos trozos de cobre y me los tendió con una mirada imploradora, porque sentía vergüenza de su pobreza, pero yo no los acepté y le dije que lo mandaría llamar si un día tenía necesidad de sus servicios, y el pobre hombre se marchó contento por haberse ahorrado su cobre.

Recibí también a una muchacha de la casa de placer de al lado que tenía los ojos tan llenos de costras que llegaban a impedirle ejercer su profesión. La curé y le di una pomada para ponerse en los ojos, y se desnudó tímidamente para pagarme de la única manera que le era posible. Para no ofenderla le dije que tenía que abstenerme de las mujeres a causa de una operación importante, y me creyó, porque no entendía nada del oficio de médico, y me respetó mucho a causa de mi abstinencia. Para que su complacencia no fuese totalmente perdida para ella le quité dos verrugas que afeaban su vientre y su flanco después de haberlas untado bien con una pomada anestésica, de manera que la operación no le produjo casi dolor y se marchó muy contenta.

Así, durante aquella primera jornada no había ganado ni la sal ni el pan, y Kaptah se mofó de mí sirviéndome una oca gorda preparada a la moda de Tebas, plato como no se come en ninguna otra parte del mundo. La había comprado en un elegante restaurante del centro de la villa, guardándola caliente en el horno, y me escanció el mejor vino de los viñedos de Amón en una copa de cristal de colores. Pero mi corazón estaba satisfecho y me sentía contento de mi jornada, más que si hubiese curado a un rico mercader que me hubiera dado una cadena de oro. Debo decir a este respecto que cuando pocos días después el esclavo vino a mostrarme su dedo en vías de curación, me trajo un bote de sémola que había robado en un molino, de manera que, de todos modos, aquella primera jornada de trabajo me había proporcionado un regalo.

Pero Kaptah me consoló, diciéndome:

– Creo que después de esta jornada tu reputación se extenderá por todo el barrio y tu casa estará llena de clientes desde el alba, porque oigo ya a los pobres decirse al oído: «Ve pronto a la antigua casa del fundidor de cobre, porque el médico que se ha establecido en ella cuida a sus enfermos gratuitamente y sin dolor y con mucha habilidad, y da trozos de cobre a las madres pobres y opera gratuitamente a las muchachas de placer para mejorar su belleza. Ve pronto a encontrarlo, porque el que llega primero recibe más, y pronto estará tan pobre que tendrá que vender su casa y marcharse, a menos que lo encierren en una habitación oscura para ponerle sanguijuelas en las rodillas.» Pero sobre este punto, estos idiotas se engañan, porque, afortunadamente, tienes oro y yo voy a hacerlo trabajar para ti, de manera que no conocerás nunca la necesidad, sino que, si lo deseas, podrás comerte todos los días una oca y beber el mejor vino y, sin embargo, enriquecerte, si te contentas con esta sencilla casa. Pero como no haces nunca nada como los demás, no me extrañaría que el mejor día arrojases todo tu oro a un pozo y vendieses la casa y a mí con ella, por culpa de tu maldita inquietud. Por esto obrarías cuerdamente depositando en los archivos una escritura atestiguando que soy libre de ir y venir a mi antojo, porque las palabras vuelan y desaparecen, pero un escrito dura eternamente si está provisto de un sello. Tengo mis razones para pedirte esto, pero no quiero abusar de tu tiempo y tu paciencia exponiéndotelas.

Era una tarde de primavera y los fuegos de boñigas secas ardían lentamente delante de las cabañas, y del puerto llegaba el olor de los cargamentos de cedros y perfumes sirios. Las acacias embalsamaban el aire, y todos estos olores se mezclaban deliciosamente en mi olfato junto con el olor de pescado frito en aceite rancio, tan característico por la noche, de los barrios pobres. Me había comido una oca preparada a la manera de Tebas y bebido un vino exquisito y me sentía feliz, libre de toda preocupación. Por esto le permití a Kaptah que se escanciara vino en una copa de arcilla. Dije:

– Eres libre, Kaptah, lo eres desde hace mucho tiempo, como sabes, porque pese a tu desfachatez has sido para mí un amigo más que un esclavo desde el día en que me entregaste tu humilde peculio creyendo no volver a verlo jamás. Eres libre, Kaptah, y mañana redactaremos lo necesario, que valorizaré con mi sello egipcio y sirio. Pero dime cómo has colocado mi oro y mis bienes, puesto que dices que el oro trabajará por mí aunque yo no gane nada. ¿No has depositado mi oro en la caja del templo como te lo había mandado?

– No, dueño mío -dijo Kaptah, mirándome francamente con su ojo único-. No he ejecutado tu orden porque era una orden estúpida, y no ejecuto nunca órdenes estúpidas, sino que he obrado a mi antojo, y ahora que soy libre puedo decírtelo, porque has bebido moderadamente y no te enfadarás. Pero como conozco tu naturaleza impetuosa e irreflexiva, he escondido tu bastón para mayor seguridad. Te lo digo para que no pierdas el tiempo buscándolo mientras hablo. Sólo los imbéciles depositan el oro en el templo, porque no sólo no pagan nada por el dinero depositado, sino que exigen un pago por guardarlo en sus cofres contra los ladrones. Y es estúpido, además, por la razón de que de esta forma el fisco conoce tu fortuna y resulta que tu oro, descansando así, disminuye sin cesar hasta que no queda nada. La única razón lógica de acumular oro es hacerlo trabajar, mientras uno permanece sentado con los brazos cruzados mascando salados granos de loto asado para procurarse una sed agradable. Por esto he trotado todo el día por la villa con mis zambas piernas en busca de mejores inversiones, mientras tú visitabas los templos y admirabas los paisajes. Gracias a mi sed, he oído muchas cosas. Entre otras, que la gente rica no deposita ya su dinero en los sótanos del templo, porque dicen que no está seguro; y si éste es el caso, no lo estará en ninguna parte de Egipto. Y me he enterado también de que el templo de Amón vende sus tierras.

– Mientes -le dije vivamente, levantándome, porque aquella sola idea era insensata-. Amón no vende sus tierras; las compra. Amón ha comprado siempre tierras y así posee ya la cuarta parte de las tierras negras y Amón no abandona jamás lo que ha adquirido.

– Naturalmente, naturalmente -dijo Kaptah con calma, escanciándome vino sin olvidarse de sí mismo-. Toda persona razonable sabe que la tierra es el único bien que conserva siempre todo su valor, a condición de estar en buenos términos con los geómetras y hacerles un buen regalo cada año después de la crecida. Pero es, sin embargo, un hecho cierto que Amón vende secretamente sus tierras a cualquiera de sus adeptos que tenga oro. Me he asustado mucho al enterarme y lo he averiguado, y, verdaderamente, Amón vende tierras muy baratas, pero reservándose el derecho de volver a comprarlas más tarde si lo desea. Pero, a pesar de esto, el negocio es ventajoso, porque engloba todos los edificios, instrumentos agrícolas, ganado y esclavos, de manera que el propietario obtiene de ellas un pingüe beneficio cultivando bien la tierra. Tú mismo sabes que Amón posee las tierras más fértiles de Egipto. Si todo estuviese como antes, nada sería más seductor que este negocio, porque el beneficio es seguro y rápido. De esta forma Amón ha vendido en poco tiempo una cantidad enorme de tierras y amasado en sus subterráneos todo el oro líquido de Egipto, de manera que hay escasez de oro y el precio de los inmuebles ha sufrido una fuerte baja. Pero todo esto es secreto y no debe hablarse de ello; yo no sabría nada si mi útil sed no me hubiese puesto precisamente en relación con gente bien informada.

– ¿No habrás comprado tierras, sin embargo? -le pregunté, yo muy inquieto.

Pero Kaptah me tranquilizó, diciendo:

– No soy tan loco, ¡oh dueño mío!, porque debes saber que no nací con estiércol entre los dedos de los pies, pese a que sea esclavo, sino en calles pavimentadas y altas mansiones. No entiendo una palabra en cuestiones de la tierra, y si comprara tierras por tu cuenta, cada intendente, pastor, esclavo o sirvienta me robaría cuanto quisiera, mientras en Tebas nadie puede robarme nada, sino que soy yo quien engaño a los demás. La gran ventaja de los asuntos de Amón es tan evidente que el más imbécil se da cuenta, y por esto adivino que en este asunto hay algún chacal detrás de una roca, y eso indica también la desconfianza de los ricos respecto a la seguridad de los subterráneos del templo. Yo creo que todo esto es causado por el nuevo dios del faraón. Pasarán muchas cosas, ¡oh dueño mío!, muchas cosas extrañas antes de que entendamos y veamos cómo acabará todo esto. Pero yo no veo más que tu interés y he comprado con tu oro algunos inmuebles ventajosos, casas de comercio y de alquiler, que producen cada año un beneficio considerable, y estas compras están tan adelantadas que no se necesita ya más que tu firma y tu sello. Cree que he comprado barato, y si los vendedores me hacen un regalo cuando el asunto esté terminado, no es cosa tuya, sino que es un asunto entre ellos y yo, debido a su imbecilidad, pero yo no te robo nada. Sin embargo, no tendría nada que objetar con respecto a que también tú, por tu propia iniciativa, me hicieras otro regalo por haber hecho para ti tan buenos negocios.

Reflexioné un instante y le dije:

– No, Kaptah, no te haré ningún regalo, porque es evidente que has calculado que podrás robarme al cobrar los alquileres y conviniendo reparaciones anuales con los contratistas.

Kaptah no dio muestras de la menor decepción, sino que dijo: -Tienes razón, porque tu riqueza es la mía, y tus intereses los míos, y debo en todo defender tus intereses. Pero debo confesar que después de haber oído hablar de las ventas de Amón, la agricultura ha comenzado a interesarme vivamente y he ido a la Bolsa de los mercaderes de cereales y he rodado de taberna en taberna a causa de mi sed y he aguzado el oído, enterándome de muchas cosas útiles. Con tu oro y tu permiso, ¡oh dueño mío!, me propongo comprar trigo de la próxima cosecha, naturalmente, porque los precios son aún muy moderados. Verdad es que el trigo es más perecedero que las piedras, pues se lo comen las ratas y lo roban los esclavos, pero para ganar algo hay que correr ciertos riesgos. En todo caso, la agricultura y la cosecha dependen de la crecida y de la langosta, de los musgaños y los canales de irrigación, así como de muchísimas otras causas que ignoro. Quiero con esto decirte que el campesino tiene una responsabilidad más grande que la mía y que comprando ahora recibiré este otoño el trigo al precio convenido. Cuento con guardarlo en depósito y vigilarlo cuidadosamente, porque tengo la idea de que el precio del trigo va a subir con el tiempo. Esto es lo que deduzco con mi buen sentido de las ventas de Amón, porque si cualquier imbécil se dedica a la agricultura, la cosecha tiene forzosamente que ser más escasa que antes. Por esto he comprado también almacenes secos y provistos de sólidas cerraduras para conservar el trigo, porque cuando no tengamos necesidad de ellos podremos alquilarlos a los mercaderes y sacar un buen provecho.

A mi modo de ver, Kaptah se tomaba molestias inútiles y se cargaba de demasiadas preocupaciones con todos sus proyectos, pero aquello lo divertía seguramente y yo no tenía nada que objetar con tal de que no tuviese que mezclarme a sus gestiones. Esto es lo que le dije y, disimulando cautelosamente su viva satisfacción, dijo, con aire de despecho:

– Tengo todavía otro proyecto ventajoso que quisiera realizar por tu cuenta. Uno de los principales comercios de esclavos de la ciudad está en venta, y creo poder pretender saber todo cuanto pueda saberse en materia de esclavos, de manera que este comercio te enriquecería rápidamente. Sé cómo se ocultan los defectos y los vicios de los esclavos y sé manejar el bastón como es necesario, cosa que tú no sabes, ¡oh dueño mío!, si me permites que te lo diga, ahora que lo he ocultado. Pero estoy muy contrariado, porque creo que esta ocasión propicia se nos va a escapar y sin duda te negarás a ella, ¿verdad?

– Tienes toda la razón, Kaptah -le dije-. No seremos mercaderes de esclavos, porque es un oficio sucio y repugnante, si bien no sabría decir por qué, puesto que todo el mundo compra esclavos, emplea esclavos y tiene necesidad de esclavos. Así fue y así será siempre, pero yo no quiero ser mercader de esclavos y no quiero que lo seas tú.

Kaptah suspiró, y dijo:

– Así, ¡oh dueño mío!, conozco bien tu corazón y hemos evitado una desgracia, porque, pensándolo bien, quizás hubiera prestado demasiada atención a las esclavas bonitas y malgastado mis fuerzas, cosa que no puedo hacer, porque comienzo a envejecer y mis miembros están anquilosados y mis manos tiemblan sobre todo por la mañana al despertar, antes de que haya tocado mi jarra de cerveza. Pues bien, me apresuro a decirte que todas las casas que he comprado en tu nombre son respetables, y la ganancia será modesta, pero segura. No he comprado ni una sola casa de placer ni ninguna callejuela de pobres que, con sus miserables covachas, producen, sin embargo, más que las sólidas casas de las familias acomodadas. Cierto es que he sabido sostener una dura batalla conmigo mismo para obrar así, porque, ¿por qué motivo no nos enriqueceríamos como los otros? Pero mi corazón me dice que no estarás de acuerdo y por esto he renunciado con pena a mis queridas esperanzas. Pero tengo todavía una petición que hacerte.

Kaptah perdió súbitamente su seguridad y me miró con su ojo único para asegurarse de mi benevolencia. Yo le vertí vino en la copa y lo animé a hablar, porque jamás hasta entonces lo había visto vacilar de aquella manera y aquello aguzaba mi curiosidad. Acabó diciendo:

– Mi petición es desvergonzada e impúdica, pero, puesto que me aseguras que soy libre, tengo la osadía de exponértela, esperando que no te enojarás por ello, si bien, para mayor seguridad, he escondido el bastón. Quisiera, en efecto, que me acompañases a esa taberna del puerto de la que tan a menudo te he hablado y que se llama «La Cola de Cocodrilo», a fin de que bebiésemos juntos una cola y vieses cómo es este sitio en el que soñaba con los ojos abiertos mientras bebía la cerveza espesa de Siria y Babilonia.

Me eché a reír y no me enojé, porque el vino me enternecía. El crepúsculo era melancólico y me sentía muy solo. Aunque fuese inaudito y estuviese por debajo de mi dignidad salir con mi servidor para ir a beber a un tugurio del puerto una bebida llamada cola de cocodrilo a causa de su fuerza, recordé que un día Kaptah me había acompañado por su propia voluntad a la mansión tenebrosa sabiendo que nadie había salido vivo de ella. Por esto le toqué el hombro y le dije:

– Mi corazón me dice que en este instante preciso una cola de cocodrilo; es lo que necesitamos para terminar la jornada. Vamos.

Kaptah bailó de gozo a la manera de los esclavos, olvidando su anquilosamiento. Me entregó mi bastón y me puso mi manto. Después nos fuimos al puerto y entramos en «La Cola de Cocodrilo», donde llevaba el viento el olor de la madera de cedro y de las tierras fértiles.

6

La taberna de «La Cola de Cocodrilo» estaba situada en el centro del barrio portuario, en un callejón tranquilo, como aplastada entre los grandes almacenes. Era de ladrillo y los muros eran muy gruesos, de manera que en verano era fresca y en invierno conservaba el calor. Encima de la puerta se balanceaba, además de un jarra para vino y otra para cerveza, un gran cocodrilo disecado con los ojos de cristal y cuyas fauces abiertas mostraban varias hileras de dientes. Kaptah me hizo entrar, llamó al patrón y nos ofreció unos asientos tapizados. Era conocido en la casa y se comportaba en ella como si fuera la suya, de manera que los demás clientes se calmaron y reanudaron sus conversaciones después de haberme dirigido miradas suspicaces. Observé con sorpresa que el suelo era de madera y los muros estaban revestidos de planchas y adornados con recuerdos de lejanos países, lanzas de negros y morriones de plumas, conchas de las islas del mar y ánforas cretenses pintadas, Kaptah observaba entusiasmado mis miradas y dijo:

– Te extrañas, sin duda, de que las paredes estén revestidas de madera como en las casas de los ricos. Debes, pues, saber que cada plancha procede de un viejo navío desguazado y aun cuando no evoco con placer mis viajes por mar, debo mencionar que esta plancha amarilla, roída por el agua, navegó un día hacia la tierra de Punt y que esta plancha parda rozó un tiempo los muelles de las islas del mar. Pero, si lo permites, vamos a tomar una cola que el patrón ha preparado con sus propias manos.

Me entregaron una bella copa en forma de concha que se sostenía en la palma de la mano, pero mi intención fue acaparada por la mujer que me la entregaba. No era ya muy joven como las sirvientas habituales de las tabernas, y no se paseaba medio desnuda para seducir a los clientes sino que iba decentemente vestida y llevaba unos anillos de plata en las orejas y unos brazaletes en sus finas muñecas. Respondió a mi mirada y la sostuvo sin descaro a la manera de las mujeres, sin apartar los ojos. Sus cejas eran delgadas y sus ojos expresaban una melancolía sonriente. Eran de un castaño cálido, vivo, y su mirada calentaba el corazón. Tomé la copa de sus manos y Kaptah recibió una también, y sin reflexionar pregunté a la sirvienta:

– ¿Qué nombre es el tuyo, bella mujer? Y en voz baja ella me respondió:

– Mi nombre es Merit y no se me llama bella mujer como hacen los muchachos tímidos para proporcionarse el valor de tocar por primera vez los flancos de una sirvienta. Espero que lo recordarás si quieres hacernos el favor de renovar tu visita, Sinuhé, tú que eres solitario.

Me sentí ofendido y le dije:

– No tengo el menor deseo de tocarte las caderas, bella Merit, pero, ¿cómo sabes mi nombre?

Sonrió, y su sonrisa era bella en su rostro moreno y terso mientras me decía con tono malicioso:

– Tu reputación te ha precedido, Hijo de Onagro, y viéndote sé que tu reputación no es exagerada y que es justo todo lo que dice de ti la fama.

En el fondo de sus ojos flotaba la tristeza y a través de su sonrisa mi corazón experimentó pena y no pude enojarme contra ella.

Dije.

– Si entiendes por fama a un tal Kaptah aquí presente, mi antiguo esclavo, de quien he hecho hoy un hombre libre, sabrás probablemente que no se puede uno fiar de sus palabras. En efecto, desde su nacimiento su lengua tiene el defecto innato de no saber distinguir la mentira de la verdad, pero ama a las dos por un igual y algunas veces más a la mentira que a la verdad. Es un defecto que no puede ser corregido ni por el arte de la medicina ni a bastonazos.

Y ella dijo:

– La mentira es a veces más deliciosa que la verdad cuando se es solitario y la primavera ha pasado. Por esto te creo cuando me llamas «bella Merit», y creo todo lo que tu rostro me cuenta. Pero debes probar la cola de cocodrilo que te he traído porque tengo curiosidad de saber si soporta la comparación con las maravillosas bebidas de los países donde has estado.

Sin apartar los ojos de ella, levanté la copa con la palma de la mano y bebí, pero dejé en el acto de mirarla, porque la sangre me afluyó a la cabeza y empecé a toser y mi garganta pareció quemada por el fuego. Cuando recuperé la respiración dije:

– Verdaderamente, retiro todo lo que acabo de decir sobre Kaptah, porque sobre este punto no ha mentido. Tu bebida es verdaderamente más fuerte que ninguna de las que he probado y más ardiente que el petróleo que los babilonios queman en sus lámparas, y no dudo que derribe a un hombre sólido, como el coletazo de un cocodrilo.

Todo mi cuerpo parecía inflamado y mi boca ardiente conservaba un sabor de plantas y de bálsamo. Mi corazón tenía alas como una golondrina y le dije:

– Por Seth y todos los demonios, no puedo comprender cómo se mezcla esta bebida, y no sé si es ella o tu presencia lo que me encanta, Merit, porque el encanto corre por mis miembros y mi corazón se rejuvenece, y no extrañes si pongo mi mano en tu cadera porque será culpa de esta cola y no mía.

Retrocedió un poco levantando los brazos maliciosamente; era alta y esbelta, y me dijo, sonriendo:

– No debes blasfemar, porque ésta es una taberna decente y yo no soy vieja todavía, aun cuando tus ojos quizá no lo crean. En cuanto a esta bebida te diré que será la única dote que me dará mi padre, y por eso tu esclavo Kaptah me ha hecho una corte asidua para conocer la receta, pero es tuerto, obeso y viejo, y no creo que una mujer madura pueda experimentar ningún goce con él. Por esto ha tenido que comprar esta taberna con el oro y cuenta comprar también mi receta, pero tendrá que pesar mucho oro antes de que el negocio esté concluido.

Kaptah le dirigía enérgicos ademanes para hacerla callar, pero yo probé otra vez la copa y el fuego se derramó de nuevo por mi cuerpo y le dije: -Creo que Kaptah estaría dispuesto a romper una jarra contigo a cambio de esta receta, incluso sabiendo que inmediatamente después del matrimonio le arrojarás agua caliente a las piernas. Pero yo lo comprendo cuando te miro a los ojos, y acuérdate que ahora es la cola de cocodrilo la que habla por mi boca y que mañana no responderé quizá de mis palabras. Pero, ¿es verdad que Kaptah posee esta taberna?

– ¡Vete al diablo, maldita hembra! -dijo Kaptah, profiriendo en seguida una letanía de nombres de dioses que había aprendido en Siria-. ¡Oh dueño mío! -añadió, volviéndose humildemente hacia mí-, han sucedido las cosas demasiado pronto, porque quería prepararte paulatinamente y pedirte el consentimiento, puesto que eres todavía mi dueño. Es cierto que he comprado esta taberna a su dueño y quiero tratar de obtener esta receta de su hija, porque la cola de cocodrilo ha dado celebridad a este lugar a todo lo largo del río, y he pensado en ella cada día durante nuestra ausencia. Como sabes, durante estos años te he robado lo mejor que he sabido y por esto he tenido también dificultades en colocar mi dinero, porque debo pensar en los días de mi vejez. Desde mi infancia, la profesión de tabernero me pareció la más deseable de todas. Desde luego, en aquella época me decía que podría beber gratuitamente toda la cerveza que quisiera. Ahora sé que el dueño de una taberna debe beber moderadamente y no embriagarse jamás, lo cual me será muy bueno para la salud, porque el exceso de cerveza me hace a veces ver hipopótamos y monstruos espantosos. Pero un tabernero encuentra sin cesar gentes que le son útiles y se entera siempre de todo lo que ocurre, lo cual es para mí un gran placer, porque soy muy curioso. Mi lengua bien sujeta me es también muy útil en este oficio y creo que mis relatos sabrán seducir a mis clientes y los inducirán a beber sin asombrarse de nada, hasta el momento de la cuenta. Sí, pensándolo bien, creo que los dioses me habían destinado a esta profesión de tabernero y sólo por error nací esclavo. Pero me fue útil, porque no existe mentira, ardid o astucia para marcharse sin pagar que no conozca, por haberlo practicado. Sin jactancia, creo conocer a los hombres, y mi olfato me dice cuándo puedo dar a beber a crédito, lo cual es esencial para un tabernero porque la naturaleza humana es tan extraña que el hombre bebe a crédito sin preocupaciones, sin pensar en el vencimiento, mientras economiza mezquinamente su dinero cuando tiene que pagar al contado.

Kaptah vació su copa y se cogió la cabeza con las manos con una sonrisa melancólica y prosiguió:

– A mi juicio, el oficio de tabernero es también el más seguro de todos, porque la sed del hombre permanece inalterable pase lo que pase, y aunque se tambalease el poderío de los faraones, y los dioses se cayesen de sus tronos, las tabernas y las hosterías no estarían más vacías que antes. Porque el hombre bebe vino en su alegría y lo bebe en su tristeza; en el éxito alegra su corazón con el vino y en el fracaso lo consuela de igual modo; bebe cuando está enamorado y bebe cuando su mujer lo apalea. Acude al vino cuando los asuntos van mal; riega sus beneficios con el vino. Ni tan sólo la pobreza impide al hombre beber vino. Y lo mismo ocurre con la cerveza, si bien he hablado del vino porque es más poético y suscita la elocuencia, puesto que, cosa curiosa, los poetas no han compuesto todavía poemas en honor de la cerveza, lo cual no es justo, porque la cerveza puede también, en caso de necesidad, procurar una embriaguez y un dolor de cabeza todavía mejor. Pero no quiero importunarte con el elogio de la cerveza y vuelvo a mi asunto, y por esto he invertido en esta taberna mis economías de oro y plata. Verdaderamente, no imagino oficio más agradable, salvo el de prostituta, que no requiere gastos de instalación, ya que lleva su negocio en sí misma, y si es un poco cauta pasará su vejez en una casa propia, construida con la potencia de sus flancos. Pero perdóname que me extravíe de nuevo, porque no he podido acostumbrarme todavía a esta cola de cocodrilo que me suelta la lengua. Sí, esta taberna es mía, y el antiguo tabernero la regenta con la ayuda de la hechicera Merit y nos partimos los beneficios. Hemos firmado un contrato que hemos jurado respetar por los mil dioses de Egipto, de manera que no creo que me robe más de lo razonable, porque es un hombre piadoso que va a sacrificar a los templos, pero obra de esta forma porque tiene sacerdotes entre sus clientes, y son buenos parroquianos, porque se necesitan más de una o dos colas para tumbar a unos hombres que están acostumbrados a los vinos fuertes de sus viñedos y beben a cántaros. Por otra parte, es conveniente combinar los intereses comerciales con la práctica de la piedad; sí, diantre, no me acuerdo ya de lo que iba a decir, porque es para mí un gran día de júbilo, y me alegro sobre todo de que no estés enfadado conmigo y no me reproches nada y sigas considerándome como tu servidor, pese a que sea tabernero, oficio que algunos consideran deshonroso.

Después de este largo discurso Kaptah comenzó a gemir y lamentarse; escondió su rostro en mis rodillas, besándome, presa de una viva emoción y completamente ebrio. Yo lo levanté a la fuerza y dije:

– En verdad, creo que hubieras podido escoger un oficio más decente para acabar tus días; pero hay una cosa que no comprendo. Puesto que el patrón sabe que esta taberna es tan ventajosa y posee el secreto de la cola de cocodrilo, ¿por qué ha consentido en vendértela?

Kaptah me dirigió una mirada de reproche, y con los ojos llenos de lágrimas dijo:

– ¿No te he dicho mil veces que tienes el talento maravilloso de envenenar todas mis alegrías con tu corazón que es más amargo que el ajenjo? ¿Bastará que te diga como él que somos amigos de infancia y que nos queremos como hermanos y deseamos compartir nuestras alegrías y nuestros beneficios? Leo en tus ojos que esto no basta para ti, como no basta tampoco para mí, y por esto te confieso que en este negocio hay gato encerrado. Se habla de los grandes disturbios que saldrán de la lucha entre Amón y el dios del faraón y, como sabes muy bien, durante los alborotos las tabernas son las primeras en sufrir, y se hunden las puertas y se apalea a los dueños, arrojándolos al río, se vierten las jarras y se rompen los muebles, y algunas veces se incendia la casa después de haber vaciado las jarras. Esto es lo que ocurre con toda seguridad si el propietario no se ha inclinado hacia el lado mejor, y el patrón es un fiel de Amón y todo el mundo lo sabe, de manera que no puede cambiar de pellejo. Ha comenzado a desconfiar de Amón desde que sabe que se venden sus tierras, y yo he soplado sobre sus dudas; pese a que es un hombre que teme el porvenir, lo mismo puede resbalar pisando la mondadura de un fruto que recibir una teja en la cabeza, o ser aplastado por una carreta de bueyes. Olvidas, dueño mío, que tenemos nuestro escarabajo, y no dudo de que protegerá «La Cola de Cocodrilo», pese a que bastante trabajo tiene ya en velar sobre tus numerosos intereses. Reflexioné y acabé diciéndole:

– Ocurra lo que ocurra, Kaptah, tengo que reconocer que has realizado muchas cosas en un día.

Pero él rechazó mi elogio y dijo:

– Olvidas, ¡oh dueño mío!, que desembarcamos ayer. Debo confesar que la hierba no ha crecido bajo mis pies y, por increíble que te parezca, mi lengua se encuentra cansada, porque una sola cola llega a paralizarme de este modo.

Nos levantamos para marcharnos y nos despedimos del patrón; Merit nos acompañó hasta la puerta, haciendo sonar los aros de sus muñecas y tobillos. En la oscuridad del vestíbulo le puse la mano en la cadera y la acerqué a mí, pero ella se escabulló rechazándome y dijo:

– Tu contacto podría serme agradable, pero no lo deseo, porque es la cola de cocodrilo la que se expresa por tus manos.

Levanté confuso las manos y vi que, en efecto, parecían patas de cocodrilo. Regresamos a casa y nos tendimos sobre las alfombrillas y dormimos profundamente toda la noche.

7

Así fue como comenzó mi vida en el barrio de los pobres, en la antigua casa del fundidor de cobre. Tuve muchos enfermos, como Kaptah lo había predicho, y perdía más que ganaba, pues para curar necesitaba medicarnentos caros y de nada servía curar a los hambrientos sin asegurarles después una sólida alimentación. Los regalos que recibía tenían escaso valor, pero me procuraban placer, y me alegraba oír que los pobres comenzaban a bendecir mi nombre. Cada noche un resplandor ardiente se encendía sobre Tebas, pero yo estaba agotado por el trabajo, e incluso de noche pensaba en las enfermedades de los pobres y pensaba también en Atón, el nuevo dios del faraón.

Kaptah tomó para nuestro cuidado una mujer vieja que estaba ya asqueada de la vida y de los hombres, lo cual se leía en su mirada. Pero sabía preparar una buena comida y era discreta y no se quejaba del olor de los pobres ni los rechazaba. Yo pronto me acostumbré a ella y su presencia era como una sombra que pasara inadvertida. Se llamaba Muti.

Así pasaban los meses mientras la inquietud aumentaba en Tebas y Horemheb no regresaba. El sol teñía de amarillo los patios y el verano estaba en su apogeo. Algunas veces deseaba cierto cambio y acompañaba a Kaptah a «La Cola de Cocodrilo» y bromeaba con Merit y la miraba a los ojos, pese a que me fuese extranjera todavía y mi corazón se angustiaba al contemplarla. Pero no tomaba ya la bebida fuerte que había dado el nombre a la taberna, sino que me contentaba con la cerveza fresca que quitaba la sed sin embriagar y daba ligereza al espíritu. Yo escuchaba las conversaciones de los clientes y no tardé en darme cuenta de que no todo el mundo era admitido en aquella taberna, sino que los clientes eran elegidos, y aun aquellos que habían acumulado una fortuna saqueando las tumbas o practicaban la usura, olvidaban en aquella taberna su profesión y se comportaban decentemente. Yo daba crédito a Kaptah cuando me decía que allí no se encontraban más que gentes que tenían necesidad unos de otros. Yo era la única excepción, porque nadie podía sacar provecho de mí y era forastero incluso allí, pero toleraban mi presencia porque era amigo de Kaptah.

Aprendí muchas cosas y oí hablar y bendecir al faraón, pero se burlaban de su nuevo dios. Una tarde llegó un tratante en incienso, que había desgarrado sus vestiduras y derramado ceniza sobre su cabeza. Había acudido a aligerar su dolor con una cola de cocodrilo y gritaba diciendo:

– En verdad que este falso faraón será maldito hasta la eternidad, porque este bastardo no se deja guiar y no hace más que lo que se le mete en la cabeza, arruinando mi honorable profesión. Hasta ahora yo ganaba sobre todo con los inciensos que venían del país de Punt, y estos viajes al mar oriental no eran peligrosos, porque cada verano se aparejaban navíos para esta expedición comercial y, al año siguiente, de diez navíos regresaban por lo menos dos y no traían más que una clepsidra de retraso y así yo podía calcular mis beneficios y mis inversiones. Pero, ¡esperad un poco! Cuando la flota iba a aparejar, el faraón pasó por el puerto. ¡Por Seth, que es cosa de preguntarse por qué mete la nariz en todas partes como una hiena! ¿No tiene acaso para eso escribas y consejeros encargados de velar para que todo vaya según la ley y la costumbre como hasta ahora? El faraón oyó a los marineros gritar a bordo y vio a sus mujeres y a sus hijos llorar en la ribera, arañándose el rostro como es costumbre, porque todo el mundo sabe que muchos son los que parten por mar y muy pocos los que regresan. Todo

esto, desde los tiempos de la gran reina, forma parte de la marcha de los navíos hacia el país de Punt; pero imaginaos lo que ocurrió. Este chiquillo, este maldito faraón, prohibió a la flota hacerse a la mar y dio orden de no armar más navíos destinados al país de Punt. ¡Por Amón! Todo comerciante sabe lo que esto significa: es la ruina y la quiebra de innumerables personas, es el hambre y la pobreza para las familias de los marinos. ¡Por Seth, que nadie se hace a la mar si no lo ha merecido por sus delitos, y se le condena a prestar servicio en el mar en presencia de los jueces y según las pruebas legales! Pensad también en las cantidades invertidas sobre navíos y almacenes, sobre las perlas de cristal y las jarras de arcilla. Pensad en los comerciantes egipcios condenados a permanecer eternamente en las cabañas de paja de Punt, abandonados a sus dioses. Mi corazón sangra al pensar en ellos y en sus mujeres desesperadas y en los chiquillos que no volverán a ver jamás a sus padres, si bien muchos de estos padres han fundado ya nuevos hogares, y engendrado otros chiquillos de piel manchada, por lo que dicen.

Sólo después de la tercera cola el comerciante se calmó y se calló, excusándose por haber pronunciado palabras ultrajantes para el faraón en el paroxismo de su dolor.

– Pero -dijo- yo creía que la reina Tii, que es una mujer sagaz y hábil, sabría guiar a su hijo; tenía al sacerdote Ai por un hombre avisado, pero no quieren más que derribar a Amón y dejan al faraón realizar sus caprichos insensatos. ¡Pobre Amón! Un hombre suele volver a menudo a la razón después de haber roto una jarra con una mujer, pero Nefertiti, la gran esposa real, no piensa más que en sus trajes y en sus modas lascivas. No me creeréis probablemente, pero actualmente las mujeres de la Corte se pintan las ojeras con verde malaquita y llevan trajes abiertos hasta abajo, descubriendo el ombligo.

Kaptah intervino:

– No he visto esta moda en ninguna parte, pese a que he observado muchas extravagancias en las costumbres femeninas. Pero ¿estás bien seguro de que las mujeres se pasean con las partes íntimas descubiertas y la reina también?

El mercader de incienso se ofendió y dijo:

– Soy un hombre piadoso y tengo mujer e hijos. Por esto no he bajado la vista más allá del ombligo ni te aconsejaría que cometieses un acto tan indelicado.

Merit tomó la palabra y en tono irónico dijo:

– Es tu boca quien es desvergonzada y no esta moda estival, que es muy agradable y pone en evidencia la belleza de la mujer a condición de que tenga el vientre bonito y bien formado y que una comadrona inexperta no le haya estropeado el ombligo. Hubieras podido perfectamente bajar más la vista, porque en el lugar idóneo se encuentra una delgada tira de fino lino de manera que el ojo más piadoso no tiene de qué escandalizarse, si se observa el cuidado de hacerse depilar cuidadosamente, como conviene a toda mujer que se respete

El mercader de incienso hubiera contestado de buena gana, pero fue incapaz porque la tercera cola le sujetó la lengua. Así pues, inclinó la cabeza y vertió lágrimas amargas sobre los trajes de las mujeres de la Corte y la suerte de los egipcios abandonados en el país de Punt.

Pero un viejo sacerdote de Amón, con el cráneo afeitado y untado de aceite, intervino en la discusión. Excitado por una cola pegó un puñetazo sobre la mesa y comenzó a gritar:

– ¡Eso es ir demasiado lejos! No hablo de los trajes de las mujeres, porque Amón permite todas las modas, con tal de que los días de fiesta los fieles se vistan de blanco, y a todo el mundo le gusta ver un vientre redondo y un ombligo bien hecho. Pero si el faraón se propone verdaderamente, invocando la suerte de los marinos, prohibir la importación de las sustancias aromáticas de Punt, va demasiado lejos, porque Amón está acostumbrado a sus perfumes y no vamos a quemar nuestras ofrendas con estiércol. Es una osadía irritante y una provocación, y no me extrañaría que en adelante la gente respetable escupiese a la cara de los hombres que llevan bordada en sus ropas la cruz de la vida como símbolo de este maldito dios cuyo nombre no quiero pronunciar para no mancillar mi boca. Verdaderamente, ofrecería gran cantidad de colas al hombre que fuese capaz de ir esta noche a cierto templo y hacer sus necesidades sobre el altar, porque el templo está abierto y no hay murallas, y creo que un hombre ágil podría escapar fácilmente de los guardianes. En verdad que lo haría yo mismo si mi dignidad no me lo prohibiese, y la reputación de Amón sufriría si fuese descubierto.

Lanzó- su alrededor una mirada altiva y a poco se acercó a él un hombre con el rostro lleno de pústulas. Comenzaron a cuchichear, el sacerdote encargó dos colas y el sifilítico dijo:

– En verdad lo haré, y no por el oro que prometes, sino por mi ká y mi bá, porque aunque haya cometido muchos actos culpables y no vacile todavía en cortarle a un hombre el pescuezo de oreja a oreja si es necesario, creo todavía lo que me enseñó mi madre y Amón es mi dios y quiero merecer sus favores antes de morir, porque cada vez que tengo el vientre enfermo me acuerdo de mis fechorías.

– Verdaderamente -dijo el sacerdote, cada vez más ebrio-, tu acto será meritorio y te será perdonado, y si sucumbes a causa de Amón, debes saber que irás directamente al país del Poniente, incluso si tu cuerpo se pudre en las murallas. Así van directamente al país del Poniente, sin arrastrarse por las marismas del infierno, los marinos que perecen al servicio de Amón, yendo a buscar para él maderas preciosas y sustancias aromáticas. Por esto el faraón es un criminal al negarles la posibilidad de ahogarse al servicio de Amón. -Golpeó la mesa, y volviéndose hacia todos los clientes de la taberna, gritó-: Como sacerdote de cuarto grado tengo el poder de ligar y desligar vuestros ká y vuestros bá. En verdad os lo digo, todo acto cometido por el nombre de Amón os será perdonado, incluso si es un asesinato, robo o una violación, porque Amón ve en el corazón de los hombres y aprecia sus actos y sus intenciones. Id y tomad armas bajo vuestros mantos y…

Cesó bruscamente de hablar, porque el patrón se había acercado a él y le arreó tan formidable garrotazo en el cráneo que lo tumbó. Los clientes tuvieron un sobresalto y el sifilítico sacó su puñal, pero el patrón le dijo con calma:

– He obrado así por Amón y estoy perdonado de antemano, porque el sacerdote será el primero en darme la razón en cuanto vuelva en sí. Porque si decía la verdad en nombre de Amón, la cola de cocodrilo hablaba también por su boca porque gritaba demasiado fuerte, y en esta casa nadie debe gritar ni escandalizar más que yo. Creo que si sois un poco listos entenderéis lo que quiero decir.

Todos reconocieron que el tabernero tenía razón. El sifilítico comenzó a reanimar al sacerdote y algunos clientes se eclipsaron prudentemente, y Kaptah y yo nos marchamos también y en el umbral le dije a Merit:

– Sabes que soy solitario y tus ojos me han revelado que tú eres solitaria también. He reflexionado mucho sobre lo que me has dicho y creo que verdaderamente la mentira es la verdad más deliciosa para un solitario cuando su primera juventud se ha extinguido. Por esto quisiera que vistieses uno de estos trajes nuevos de verano de que has hablado, porque estás bien formada y tus miembros son esbeltos y no creo que tuvieses que sonrojarte de tu vientre al pasearte a mi lado por la Avenida de los Carneros.

No rechazó mi mano puesta sobre su cadera, sino que la estrechó dulcemente y dijo:

– Seguiré quizá tu consejo.

Pero esta promesa no me causó ninguna alegría, y cuando salí al aire cálido del puerto la melancolía invadió mi espítitu y desde algún sitio lejano, en la noche silenciosa, llegó a mí la voz solitaria de una doble flauta de caña.

Al día siguiente Horemheb regresó a Tebas al frente de un ejército. Pero para hablar de él y de todo lo que ocurrió debo empezar un nuevo libro. Quiero, sin embargo, mencionar aquí que curando a los pobres tuve por dos veces que practicar una trepanación, y uno de los enfermos era un hombre robusto y el otro una pobre mujer que se imaginaba ser la gran reina Hatshepsut. Sanaron completamente los dos, lo cual me causó una viva satisfacción, pero me parece que la mujer era más feliz creyéndose ser una gran reina que después de su curación.

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