LIBRO DUODÉCIMO. LA CLEPSIDRA MIDE EL TIEMPO

1

Así se realizó el voto emitido por Kaptah cuando le ordené que distribuyera el trigo entre los agricultores de Atón, pero mi sino era mucho más terrible que el suyo, porque no solamente tenía que renunciar a mi casa, a mi lecho y a mis comodidades, sino que a causa del faraón iba a exponerme a todos los horrores de la guerra. El hombre debería reflexionar sobre los votos que emite en voz alta, porque los deseos así formulados tienen una enojosa tendencia a realizarse, y se realizan muy fácilmente si tienden al mal de nuestro prójimo. Cuando se desea algún mal a alguien, este deseo se realiza mucho más fácilmente que si se le desea bien.

Esto es lo que le decía a Thotmés mientras descendíamos por el río bebiendo vino. Pero Thotmés me hizo callar y comenzó a dibujar pájaros en pleno vuelo. Dibujó también mi retrato, pero sin favorecerme, y por esto le dirigí vivos reproches diciéndole que no era mi amigo, puesto que me representaba de aquella manera. Pero él dijo que un artista, cuando dibuja o pinta a alguien, no debe ser amigo de nadie, sino que debe obedecer únicamente a su visión.

Pronto llegamos a Hetnetsut, que es una pequeña población situada en el borde del río, tan pequeña, que los corderos circulan por las calles y el templo es de ladrillos. Las autoridades nos acogieron con gran respeto y Thotmés erigió la estatua de Horemheb en un templo que había sido consagrado a Horus, pero que, ahora, estaba consagrado a Atón. Esto no turbaba en absoluto a los habitantes, que seguían adorando a Horus con su cabeza de halcón, pese a que la imagen del dios hubiese sido quitada. Fueron muy felices al ver la estatua de Horemheb y supongo que no tardaron en asociarle la idea de Horus y llevarle ofrendas, porque Atón no tenía imagen y sólo contados habitantes de la población sabían leer. Así encontramos a los padres de Horemheb, que vivían en una casa de madera, después de haber estado entre las más pobres de la villa. En su vanidad, Horemheb había hecho que les nombraran para determinadas altas funciones honoríficas, como si hubiesen sido nobles, mientras habían ganado su vida apacentando rebaños y preparando queso. El padre era ahora guardasellos real y vigilaba las construcciones en diversas villas y poblados, y la madre era dama de la Corte y guardiana de las vacas reales, y, sin embargo, ni uno ni otro sabían escribir. Pero gracias a estos títulos, Horemheb podía pretender descender de padres nobles y en ninguna parte de Egipto se podía poner en duda su alta estirpe. Tal era la vanidad de Horemheb.

El viaje hasta Menfis fue pesado y yo permanecía echado sobre cubierta, mientras las oriflamas del faraón flotaban sobre mi cabeza y yo veía los cañaverales del río y los ánades y me decía: «¿Acaso todo esto vale la pena de ser visto y vivido?» Y decía también: «El sol es ardiente y las moscas pican y la alegría humana es mínima al lado de las penas. El ojo se cansa de ver, los ruidos y las vanas palabras fatigan el oído, y el corazón sueña demasiado para ser feliz.» Así calmaba mi corazón durante el viaje y comí los buenos platos preparados por el cocinero real y bebí vino, y al final la muerte no era más que un viejo amigo sin nada espantoso, mientras la vida era peor que la muerte, con todos sus tormentos, y la vida era como una ceniza caliente y la muerte como una onda fresca.

Horemheb me recibió con todos los honores debidos a mi rango de enviado del faraón y se inclinó profundamente delante de mí, porque su palacio estaba atestado de dignatarios fugitivos de Siria y de nobles egipcios de las ciudades sirias, y de enviados y representantes de países extranjeros que no habían tomado parte en la guerra, y en su presencia tenía que honrar al faraón en mi persona. Pero en cuanto estuvimos solos comenzó a azotarse las pantorrillas con su fusta y me preguntó con impaciencia:

– ¿Qué mal viento te trae por aquí como enviado del faraón y qué maldito excremento ha soltado de nuevo su loco cerebro?

Le expuse que tenía que ir a Siria y comprar a Aziru la paz a cualquier precio. Al oír mis palabras, Horemheb juró y lanzó maldiciones, y dijo:

– Ya había temido que comprometiese todos mis planes, porque debes saber que, gracias a mis medidas, Ghaza está todavía en nuestro poder, de manera que Egipto posee todavía una cabeza de puente para las operaciones de Siria. Por medio de regalos y amenazas he conseguido que la flota cretense proteja nuestras comunicaciones con Ghaza, porque una unión siria potente e independiente no es conforme a los intereses de Creta, sino que amenazaría su supremacía marítima. Debes saber que el propio Aziru tiene muchas dificultades para contener a sus propios aliados, y numerosas villas sirias se hacen la guerra después de haber echado a los egipcios. Además, los sirios que han perdido sus casas y sus bienes, sus mujeres, y sus hijos, han formado cuerpos francos, y de Ghaza a Tanis estos cuerpos francos dominan el desierto y combaten a las tropas de Aziru. Yo los he equipado con armas egipcias y muchos egipcios se han unido a ellos. Son, sobre todo, antiguos soldados, bandoleros y esclavos fugitivos y exponen sus vidas en el desierto para formar una muralla delante de Egipto. Claro es que hacen la guerra contra todo el mundo y viven a costa del país donde se baten y destrozan toda vida en él, pero así está bien, porque causan más perjuicios a Siria que a Egipto, y por esto sigo proveyéndoles de armas y trigo. Pero lo esencial es que los hititas han atacado por fin Mitanni con todas sus fuerzas y han aniquilado su pueblo, de manera que este país no existe ya. Pero sus lanzas y sus carros están detenidos en Mitanni, y Babilonia se inquieta y equipa sus tropas para proteger sus fronteras, y los hititas no tienen tiempo de ayudar a Aziru. Es probable que Aziru, ahora que los hititas han conquistado Mitanni, comience a temerlos, porque no hay más protección entre su país y Siria. Por esto la paz que vas a ofrecer ahora a Aziru es el don más precioso que puede esperar para consolidar su poderío y respirar un poco. Pero dame medio año más y compraré una paz honrosa con Siria, y con las flechas silbantes y el rugido de los carros de guerra forzaré a Aziru a temer los dioses de Egipto.

Yo protesté y dije:

– No puedes hacer la guerra, Horemheb, porque el faraón lo ha prohibido y no te dará oro para ello.

Pero Horemheb dijo:

– Me meo en su oro. He pedido prestado por todas partes para equipar un ejército en Tanis. Verdad es que son tropas miserables y sus carros de guerra son pesados y sus caballos cojean, pero los cuerpos francos pueden formar la punta de la lanza que penetrará hasta el corazón de Siria, y hasta Jerusalén y Megiddo bajo mis órdenes. ¿No comprendes, Sinuhé, que he pedido prestado a todos los ricos de Egipto que se hinchan y engordan como ranas mientras el pueblo sufre y suspira bajo el peso de los impuestos? Les he pedido prestado oro y he fijado la suma que cada uno de ellos debe prestarme y me la han dado con gusto, porque les he prometido un cinco por ciento al año, y me río ya de ver sus caras si un día tienen el aplomo de reclamarme su oro o sus intereses, porque he obrado así para conservar Siria para Egipto, y precisamente los ricos se aprovecharán de ello, porque los ricos sacan siempre ventajas de las guerras, y lo curioso es que los ricos sacarían también un beneficio aunque perdiesen. Por esto no siento piedad por su oro.

Horemheb se rió satisfecho y golpeándose las pantorrillas con su fusta dorada puso su mano sobre mi hombro y me llamó su amigo. Pero pronto recuperó la seriedad y dijo:

– Por mi halcón, Sinuhé, ¿no vas a estropear todos mis planes yéndote a Siria a negociar la paz?

Pero yo le expliqué que el faraón había hablado entregándome todas las tablillas necesarias para hacer la paz. Pero me alegraba saber, si Horemheb había dicho la verdad, que Aziru deseaba también hacer la paz, porque en este caso estaría dispuesto a venderla a un precio razonable.

Pero Horemheb se excitó, volcó su silla y gritó:

– En verdad que si compras la paz a Aziru para vergüenza de Egipto te desollaré vivo y arrojaré tu cuerpo a los cocodrilos en cuanto regreses, a pesar de que seas mi amigo. Habla de Atón a Aziru y haz el imbécil y dile que en su bondad incomprensible el faraón está dispuesto a perdonarlo. Verdad es que Aziru no te creerá, porque es astuto, pero rumiará sobre la cosa antes de volverte a mandar y te fatigará con sus regateos a lo sirio, tratando de darte gato por liebre. Pero guárdate mucho de rendirle Ghaza, y dile que el faraón no es responsable de los cuerpos francos ni de los saqueos. Porque estos cuerpos francos no depondrán las armas y harán sus necesidades sobre las tablillas del faraón. -Yo me ocuparé de ello. -Naturalmente, no tienes por qué decírselo a Aziru. Dile simplemente que los cuerpos francos están formados por hombres bondadosos y pacientes a quienes el dolor ha cegado, pero que, una vez restablecida la paz, cambiarán gustosamente sus lanzas por el cayado de pastor. Pero no abandones Ghaza o te desollaré vivo. He necesitado mucho trabajo y mucho oro y espías antes de conseguir mis fines y entrar en Ghaza para mantener una puerta abierta con Egipto.

Permanecí varios días en Menfis para discutir con Horemheb las condiciones de paz. Encontré allí al embajador de Creta y al de Babilonia, así como a los nobles refugiados de Mitanni. Sus palabras me dejaron adivinar todo lo que había ocurrido y por primera vez sentí despertarse mi ambición al darme cuenta de que podía desempeñar un importante papel en una partida en la que estaban en juego los destinos de las ciudades y los pueblos.

Horemheb tenía razón; en aquellos momentos la paz era más ventajosa para Aziru que para Egipto, pero en la situación actual no sería más que una tregua, porque en cuanto Aziru hubiese consolidado su posición en Siria, se levantaría contra Egipto. Siria era, en efecto, la clave del mundo, y Egipto no podía permitir para su seguridad que este país cayese en manos de un príncipe versátil, venal y hostil, una vez los hititas habían conquistado Mitanni. Todo dependía de saber si los hititas, una vez su poderío consolidado en Mitanni, atacarían a Babilonia o, a través de Siria, a Egipto. El buen sentido decía que llevarían su esfuerzo sobre el punto de menor resistencia y Babilonia se armaba ya, mientras Egipto era más débil y no tenía armas. El país de Khatti era ciertamente un aliado desagradable, pero al entenderse con los hititas, Aziru se aseguraba una aportación de fuerzas, mientras al aliarse con Egipto contra los hititas, iba a un desastre cierto, puesto que bajo el reinado de Akhenaton, Egipto no tenía nada que ofrecerle.

Horemheb me dijo que encontraría a Aziru en algún lugar de Tanis y Ghaza, donde sus carros daban caza a los cuerpos francos. Me habló también de la situación de Simyra y me enumeró el número de casas incendiadas y los nombres de los nobles asesinados, lo cual suscitó mi viva sorpresa. Entonces me habló de los espías que penetraban en las ciudades sirias y seguían a las tropas de Aziru como tragadores de sables, prestidigitadores o charlatanes, o como vendedores de cerveza o compradores de botín. Pero añadió que Aziru poseía también espías que llegaban hasta Menfis y seguían a los cuerpos francos como tragadores de sables, prestidigitadores o charlatanes, o bien vendedores de cerveza o compradores de esclavos. Aziru había alistado también a algunas vírgenes de Astarté, y estas espías eran peligrosas, porque al acostarse con los oficiales egipcios, les sonsacaban importantes informaciones, pero, felizmente para nosotros eran poco competentes en materias militares. Existían también espías que servían a la vez a Aziru y a Horemheb, y eran los más hábiles.

Pero los refugiados y los oficiales de Horemheb me habían contado tantos horrores sobre los soldados de Amurrú y sobre los cuerpos francos, que en el momento de partir, mi corazón comenzó a temblar y mis rodillas se fundieron en agua. Y Horemheb me dijo:

– Puedes a tu antojo viajar por tierra o por mar. Si vas por mar, los navíos cretenses te protegerán quizás hasta Ghaza, pero es posible que huyan en cuanto vean de lejos los barcos de guerra de Sidón y Tiro. En este caso, tu navío será hundido si te defiendes y te ahogarías. Si te rindes, serías hecho prisionero y condenado a remar en los barcos sirios, donde perecerás bajo los latigazos y el ardor del sol. Pero eres egipcio y noble, y por esto lo más probable es que te desuellen vivo y tu piel servirá para hacer sacos. No quisiera asustarte, y es posible que llegues sano y salvo a Ghaza, donde acaba de llegar un navío de armas, mientras un cargamento de trigo ha sido hundido por el camino. En cuanto a saber cómo forzarás el bloqueo de Ghaza para llegar a Aziru, lo ignoro completamente.

– Sería quizá mejor que fuese por tierra -dije yo vacilando. Horemheb movió la cabeza y dijo:

– Te daré alguna escolta desde Tanis, algunos barcos y carros ligeros, Mas en cuanto hayas entrado en contacto con las tropas de Aziru, te abandonarán en el desierto y escaparán a toda prisa. Pero es igualmente posible que los soldados de Aziru, al reconocerte como noble y egipcio, te empalen a la manera hitita y se orinen sobre tus tablillas de arcilla. También es posible que, a pesar de tu escolta, caigas en manos de los cuerpos francos, que te desvalijarán y te harán dar vueltas a las muelas de los molinos hasta que hayas ganado lo suficiente para pagar tu rescate, pero no aguantarás mucho tiempo este régimen, porque sus látigos están hechos con tiras de piel de hipopótamo. Por otra parte, pueden también reventarte la barriga a lanzazos y dejar que tu cuerpo se pudra en el desierto, lo cual, al fin y al cabo, no es una muerte muy dolorosa.

Ante estas palabras, mis temores aumentaron y temblé pese a que hiciese un calor estival. Y por esto dije:

– Deploro haber dejado mi escarabajo en manos de Kaptah, porque ahora me sería de una ayuda más eficaz que el Atón del faraón, cuyo poderío no se extiende ahora a estas regiones malditas. Pero, en resumen, encontraré más rápidamente la muerte o a Aziru viajando por tierra con una escolta. Pero te conjuro, Horemheb, a que si alguna vez sabes que soy prisionero en alguna parte, me rescates en el acto sin mirar el precio, porque ya sabes que soy rico, más rico de lo que crees.

Y Horemheb respondió:

– Conozco tu fortuna, y te he pedido prestada también una fuerte suma de oro por mediación de Kaptah, como a los demás ricos, porque soy justo y equitativo y no quería privarte de este mérito. Pero, en nombre de nuestra amistad, espero que no me reclamarás nunca este oro, porque nuestra amistad podría llegar a romperse. Parte, pues, Sinuhé, parte para Tanis y toma una escolta y penetra en el desierto, donde mi halcón te protegerá tal vez, porque mi poderío no se extiende hasta allá. Si eres hecho prisionero te rescataré y si mueres serás vengado. Que esto sea un consuelo para ti en el momento en que una lanza te desgarre el vientre.

– Si te enteras de mi muerte -le dije-, no pierdas el tiempo vengándome. Mi cráneo roído por los cuervos no experimentaría ningún alivio al verme regado con sangre nueva. Pero saluda a la princesa Baketatón en mi nombre, porque es bella y deseable, aunque un poco altiva, y me ha interrogado sobre ti al lado del lecho mortuorio de su madre.

Después de haberle lanzado por encima del hombro esta flecha envenenada, me marché un poco consolado y redacté mi testamento a favor de Kaptah, Merit y Horemheb. Este testamento fue depositado en los archivos reales de Menfis una vez hube tomado el barco para Tanis, y al borde del desierto, en un fuerte abrasado por el sol, encontré a los soldados de Horemheb.

Estaban bebiendo cerveza, maldiciendo su existencia, cazaban antílopes y volvían a beber cerveza. Sus cabañas eran sucias y pestilentes, y las más miserables mujeres, que no eran dignas siquiera de los marineros de los puertos del Bajo Egipto, amenizaban su existencia. Esperaban que Horemheb los llevase en breve a la guerra con Siria, porque incluso la muerte era preferible a aquella existencia monótona y putrefacta. Desde hacía años no se veían llegar ya caravanas, porque los cuerpos francos las pillaban y las saqueaban por el camino.

Mientras la escolta se preparaba para la marcha, observé la vida de los soldados. Pronto comprendí el secreto de toda educación militar. En efecto, todo buen capitán impone a sus soldados una disciplina tan espantosa que los agota con maniobras durísimas que les hacen la vida tan insoportable que cualquier otra cosa, incluso la batalla y la muerte, les parece preferible a la vida de cuartel. Pero lo más sorprendente es que los soldados no

detestan a sus jefes por ello, al contrario, los admiran y los alaban y se jactan de todos los sufrimientos pasados y de las marcas de los golpes en sus espaldas.

Según las órdenes de Horemheh, me prepararon una escolta de diez carros de guerra tirados por dos caballos cada uno, con un caballo de reserva, y en el carro, además del cochero, iban un lacayo y un lancero. Al anunciarme su tropa, el jefe se inclinó delante de mí con las manos a la altura de las rodillas y yo lo observé atentamente, porque iba a confiarle mi vida. Su delantal estaba tan sucio como el de sus soldados, y el sol del desierto le había ennegrecido el rostro; sólo una fusta trenzada de plata lo diferenciaba de sus soldados. A pesar de su apariencia, tuve más confianza en él de la que hubiera puesto en un oficial vestido con telas preciosas que hubiese hecho llevar un parasol sobre su cabeza. Olvidó todo respeto y se echó a reír cuando le hablé de una litera. Lo creí cuando me dijo que toda nuestra seguridad no dependía más que de nuestra rapidez y que por esta razón tenía que subir a su carro y renunciar a las literas y comodidades. Me prometió que podría sentarme sobre un saco de forraje, pero me aseguró que haría mejor en acostumbrarme a ir de pie, porque las sacudidas no tardarían en quebrarme los huesos.

Le respondí que no era la primera vez que subía a un carro de guerra y que una vez había realizado en un tiempo mínimo el viaje de Simyra a Amurrú, lo cual había suscitado la admiración de los hombres de Aziru. Pero entonces era más joven y no tenía que temer los esfuerzos físicos exagerados. El oficial, que se llamaba Juju, me escuchó cortésmente, después encomendé mi alma a todos los dioses de Egipto y subí al carro. La escolta tomó el camino de las caravanas y yo me senté sobre un saco de forraje, agarrándome al carro con las dos manos y lamentándome de mi suerte.

Los carros corrieron así durante toda la jornada y pasé la noche sobre unos sacos, más muerto que vivo. Al día siguiente traté de mantenerme de pie en el carro, agarrándome a la cintura de Juju, pero una piedra me hizo perder el equilibrio y, describiendo un arco de círculo caí de cabeza sobre la arena donde unas plantas espinosas me laceraron el rostro. Por la noche, Juju se preocupó por mi suerte y me vertió agua sobre la cabeza, pese a que se negaba a darla a sus hombres, y me aseguró que nuestro viaje se desarrollaba bajo felices auspicios y que, si la suerte nos favorecía, encontraríamos a los hombres de Aziru al cuarto día.

La jornada transcurrió sin incidentes, pero atravesamos un campamento en el que los hombres habían sido aniquilados poco antes y los cuervos desgarraban sus cuerpos. La noche siguiente percibimos a lo lejos el resplandor de los fuegos de un vivaque o de algunas casas incendiadas. Juju me dijo que nos aproximábamos a Siria, y al claro de luna avanzamos prudentemente después de haber dado forraje a los caballos. Yo acabé durmiéndome sobre mi saco de forraje y al alba fui despertado bruscamente cuando Juju me agarró y me tiró del carro con mis tablillas de arcilla y mi saco de viaje; entonces dio media vuelta y me confió a todos los dioses de Egipto. Los carros se alejaron a toda velocidad, levantando chispas de las piedras del camino.

Después de haberme sacudido el polvo que me cegaba, vi avanzar por entre dos colinas un grupo de carros de guerra sirios que se abrieron en abanico para la batalla. Yo me levanté y agité sobre mi cabeza un ramo de palmera en signo de paz, pese a que fuese un ramo muy seco y mustio después del viaje. Pero los carros pasaron por mi lado sin detenerse y una flecha me rozó el rostro antes de clavarse en la arena. Perseguían a Juju, que consiguió, no obstante, escapar.

Después de aquella vana persecución, los carros de Aziru regresaron hacia mí y los conductores se apearon. Yo les expuse quién era y les mostré las tablillas del faraón. Pero no me hicieron caso y me desvalijaron y me tomaron mi oro, y después de haber abierto mi cofre me ataron detrás de un carro de manera que tuve que correr hasta perder el aliento y la arena me desollaba las rodillas.

Sin duda alguna hubiera sucumbido por el camino si el campamento de Aziru no se hubiese encontrado detrás de la primera colina. Con mis ojos cegados por la arena vi numerosas tiendas de campaña y unos caballos que pacían en un cercado formado por carros de guerra y carretas de bueyes. Después no vi nada más y no volví en mí hasta que los esclavos me echaron agua sobre la cabeza y me frotaron los miembros con aceite, porque un oficial que sabía leer había leído mis tablillas y desde entonces me trataron con las consideraciones que me eran debidas y me devolvieron mis vestiduras.

En cuanto pude caminar me llevaron a la tienda de Aziru, que apestaba a sebo, lana e incienso, y Aziru avanzó hacia mí rugiendo como un león, con unas cadenas de oro en el cuello y la barba en una redecilla de plata. Y me abrazó, diciendo:

– Estoy desconsolado de que mis hombres te hayan maltratado, pero hubieras debido decirles tu nombre y tu rango y que eras enviado del faraón, además de ser amigo. Hubieras debido también, según la buena costumbre, agitar una rama de palmera sobre tu cabeza en signo de paz, pero mis hombres me han dicho que te precipitaste sobre ellos gritando y con un puñal en la mano, de manera que han tenido que calmarte con gran riesgo de su vida.

Las rodillas me ardían, mis muñecas estaban doloridas, y le dije a Aziru con amargura:

– Mírame y dime si tengo un aspecto peligroso para tus hombres. Han quebrado mi hoja de palmera y me han desvalijado y han pisoteado las tablillas del faraón. Por esto debes azotarlos con vergas a fin de enseñarles a respetar a los enviados del faraón.

Pero Aziru levantó los brazos con una sonrisa irónica y dijo:

– Has tenido sin duda alguna pesadilla, y no es culpa mía si te has herido las rodillas durante el curso de tu penoso viaje. No tengo la menor intención de hacer fustigar a mis mejores hombres por un miserable egipcio, y las palabras de un enviado del faraón son como un zumbido de moscas en mis oídos.

– Aziru -le dije-, tú que eres rey de varios reyes, haz, por lo menos, azotar al hombre que me ha pinchado las nalgas mientras corría detrás del carro. Me declararé satisfecho y debes saber que te traigo como regalo la paz para ti y para Siria.

Aziru se echó a reír, y, frotándose el pecho con los puños, dijo:

– ¡Qué me importa que tu miserable faraón se postre delante de mí en el polvo e implore la paz! Pero tus palabras son sensatas, y puesto que eres mi amigo y el amigo de mi mujer y de mi hijo, haré azotar al hombre que te ha pinchado las nalgas con su lanza para hacerte avanzar, porque es contrario a las buenas costumbres y, como sabes muy bien, yo me bato con armas nobles y por fines elevados.

Así tuve la satisfacción de ver a mi martirizador fustigado delante de las tropas en presencia de Aziru, y sus camaradas no lo compadecieron, sino al contrario, se rieron y se burlaron de él al oír sus aullidos, señalándolo con el dedo, porque eran soldados y apreciaban cualquier distracción en su monótona existencia. Aziru lo hubiera hecho sucumbir bajo los golpes, pero al ver la carne arrancarse a las costillas y la sangre correr levanté la mano e hice cesar el suplicio. Hice llevar al hombre a una tienda que Aziru me había destinado como alojamiento, con gran cólera de los oficiales que la ocupaban, y los soldados gritaron de júbilo al pensar que iba a torturar con refinamiento a su camarada. Pero yo le unté la espalda y los miembros, y curé sus llagas y le di cerveza, de manera que me creyó loco y perdió todo respeto hacia mí.

Por la tarde Aziru ofreció un asado de cabrito y harina amasada cocida en la grasa y yo comí con él y sus nobles y los oficiales hititas reunidos en el campo y cuyos pechos y capas estaban adornados con hachas dobles e imágenes de un soldado alado. Bebimos juntos y todos me trataron muy amablemente, creyéndome estúpido, puesto que les traía la paz en el momento en que más necesidad tenían de ella. Hablaban con fuego de la libertad de Siria y de su futuro poderío y del yugo que se habían sacudido. Pero cuando hubieron bebido bastante comenzaron a querellarse y un nativo de Joppe sacó un puñal y lo clavó en la garganta de un amorrita. Pero la herida no era grave y pude curarla fácilmente y este acto confirmó mi reputación de imbécil.

Hubiera hecho mejor en dejar morir al herido, porque aquella misma noche hizo asesinar por sus servidores al hombre de Joppe, y Aziru lo hizo colgar en el muro cabeza abajo para mantener la disciplina entre sus tropas. En efecto, Aziru trataba a sus tropas más duramente que los demás sirios, porque estaban más celosos de su poderío e intrigaban contra él, de manera que estaba constantemente sentado sobre un hormiguero.

2

Después de la comida, Aziru mandó a sus nobles y sus oficiales a que disputasen en sus tiendas. Me mostró a su hijo, que lo acompañaba a la guerra aunque no tuviese más que siete años. Era un bello chiquillo de mejillas rosadas y una pelusilla como los melocotones, y sus ojos eran brillantes y vivos. Sus cabellos eran rizados y negros como la barba de su padre y tenía la tez de su madre. Aziru le acarició los cabellos y dijo:

– ¿Has visto jamás una criatura más soberbia? He reunido para él varias coronas y será un gran rey y no me atrevo a pensar hasta dónde se extenderá su poderío, porque ha atravesado ya con su pequeña espada a un esclavo que lo había ofendido y sabe leer y escribir y no tiene miedo en el combate, porque me lo llevo conmigo a la batalla, pero solamente cuando castigamos los poblados rebeldes y no tengo que temer por su preciosa vida.

Keftiú se había quedado en Amurrú, y Aziru no se consolaba de su ausencia y era en vano que buscara una diversión con las mujeres prisioneras o con las vírgenes de Astarté, porque quien había conocido el amor de Keftiú no podía olvidarlo jamás, y su belleza había florecido de tal modo que casi no la reconocía.

Durante nuestra conversación se oyeron gritos en el campo y Aziru me dijo con tono irritado:

– De nuevo dos oficiales hititas torturan a las mujeres porque es su costumbre. No me atrevo a prohibírselo porque tengo necesidad de ellos. Pero no me gustaría que enseñasen sus malas costumbres a mis hombres.

Yo sabía ya lo que podía esperar de los hititas y por esto le dije a Aziru:

– ¡Oh rey de reyes! Renuncia a tiempo a la alianza con los hititas antes que te arranquen tus coronas, porque no hay que fiar de ellos. Concluye la paz con el faraón ahora que los hititas se han aliado para guerrear contra Mitanni. Babilonia se arma también contra ellos, como seguramente sabes, si sigues con los hititas no recibirás más trigo de Babilonia. Por esto a la entrada del invierno el hambre penetrará en Siria como un lobo famélico si no quieres hacer la paz con el faraón, que te mandará trigo como antes. Pero Aziru protestó:

– Tus palabras son insensatas porque los hititas son buenos con sus amigos, pero terribles con sus enemigos. Ninguna alianza me liga con ellos pese a que me manden ricos regalos y bellas armaduras, de manera que puedo pensar en la paz sin inquietarme por ello. Los hititas se han apoderado de Kadesh contrariamente a nuestras convenciones y utilizan el puerto de Biblos como si fuese suyo. Por otra parte, me han mandado un navío entero cargado de armas forjadas con un metal nuevo que hará a mis hombres invencibles en el combate. En todo caso me gusta la paz y prefiero la paz a la guerra y hago la guerra únicamente para obtener una paz honrosa. Por eso concluiría con gusto la paz si el faraón me cede Ghaza, que ha tomado por medio de un ardid, si desarma a los bandoleros del desierto y me indemniza con trigo y aceite y oro de todos los perjuicios sufridos durante esta guerra con las ciudades de Siria, porque es Egipto el único responsable de esta guerra, como sabes muy bien.

Me observaba de soslayo sonriendo, pero yo me excité y dije: -¡Aziru, bandido y ladrón de ganado y verdugo de inocentes! ¿Ignoras acaso que en todo el Bajo Egipto se forjan puntas de lanza y que los carros de guerra de Horemheb son más numerosos que los piojos en tu campo y que estos piojos te morderán cruelmente cuando llegue el momento oportuno? Este Horemheb que conoces ha escupido a mis pies cuando le he hablado de paz, pero a causa de su dios el faraón desea la paz y no quiere verter sangre. Por esto te ofrezco una última oportunidad, Aziru. Ghaza seguirá siendo de Egipto y tú podrás dominar por tu mano a los bandoleros del desierto, porque Egipto no es responsable de sus actos, puesto que son fugitivos sirios arrojados de su país por tu crueldad. Deberías también liberar a todos los prisioneros egipcios y compensar los perjuicios sufridos por los comerciantes egipcios en las villas de Siria y restituirles sus bienes.

Pero Aziru rasgó sus vestiduras y se arrancó pelos de la barba y gritó: -¿Te ha mordido acaso un perro rabioso, Sinuhé, para proferir tales insensateces? Ghaza pertenece a Siria y los mercaderes egipcios podrán resarcirse ellos mismos de sus pérdidas, y los prisioneros serán vendidos como esclavos según la respetable costumbre, lo cual no impide al faraón comprarlos, si tiene oro suficiente para ello.

Y yo le dije:

– Si obtienes la paz podrás elevarlas murallas de tus villas y fortificar las ciudades, de manera que no tendrás nada que temer de los hititas y Egipto te sostendrá. En verdad los comerciantes de tus ciudades se enriquecerán en tus negocios con Egipto sin pagar impuestos, y los hititas no podrán entorpecer el comercio, ya que no poseen navíos de guerra. Todas las ventajas serán para ti, Aziru, si haces la paz, porque las condiciones del faraón son razonables y no puedo rebajarte nada.

Día tras día discutimos y regateamos así, y muchas veces Aziru desgarró sus vestiduras y derramó cenizas sobre su cabeza, tratándome de ladrón descarado y lamentándose sobre la suerte de su hijo, que iba seguramente a morir de miseria arruinado por Egipto. Una vez salí de la tienda y pedí una litera para irme a Ghaza, pero Aziru me llamó. Creo que, como buen sirio, gozaba con todos estos regateos, en la creencia de que engañaba y estafaba. No se daba cuenta de que el faraón me había encargado comprar la paz a todo precio.

Pero yo conservaba mi sangre fría y pude de esta manera salvaguardar los intereses del faraón, y el tiempo trabajaba por mí, porque la discordia nacía en el campo y cada día los hombres partían para regresar a sus villas y Aziru no podía retenerlos, porque su poderío no estaba todavía suficientemente consolidado. Para terminar me propuso la solución siguiente: las murallas de Ghaza serían arrasadas y él designaría un rey a su elección que sería asistido de un consejo del faraón, y los barcos sirios y egipcios podrían entrar libremente en el puerto y comerciar sin pagar derechos. Pero yo no pude consentir, porque Ghaza, sin murallas, no tenía ningún valor para Egipto.

Al ver que rechazaba esta proposición se enojó y me arrojó de la tienda lanzándome a la cabeza mis tablillas, pero no me permitió abandonar el campo. Yo comencé a curar a los heridos y los enfermos y a comprar los esclavos egipcios. Compré también algunas mujeres, pero a otras les di una poción para hacerlas morir, porque después de las violencias de los hititas la muerte era para ellas una liberación. Así pasaban los días y sólo podía ganar porque Aziru iba perdiendo terreno, maldiciendo mi intransigencia y arrancándose la barba.

Una noche, dos hombres trataron de asesinar a Aziru en su tienda, pero él mató a uno de sus agresores y su hijo hirió a otro por la espalda. Al día siguiente me convocó y, después de haberme insultado copiosamente, consintió en hacer la paz y en nombre del faraón firmé una paz con él y con todas las villas de Siria, y Ghaza siguió siendo egipcia, y Aziru tenía que destruir todos los cuerpos francos y el faraón se reservaba el derecho de comprar todos los prisioneros. Estas condiciones fueron consignadas en unas tablillas de arcilla como un tratado de paz perpetuo entre Siria y Egipto y fue puesto bajo la protección de todos los dioses de Egipto y todos los de Siria, sin olvidar a Atón. Aziru lanzó terribles maldiciones al imprimir su sello en la arcilla, y yo también lloré amargamente y me desgarré las vestiduras al imprimir el sello egipcio, pero en el fondo estábamos muy contentos los dos. Aziru me colmó de regalos y yo le prometí enviar ricos presentes para él, su mujer y su hijo, en el primer navío que llegase al puerto de Ghaza después de la paz.

Nos separamos en perfecto acuerdo y Aziru me besó llamándome su amigo, y antes departir levanté a su hijo en brazos para depositar un beso en sus mejillas redondas. Pero tanto Aziru como yo sabíamos que el tratado firmado para durar eternamente no valía siquiera la arcilla en que estaba escrito. Aziru había firmado la paz porque estaba obligado a ello, y Egipto porque el faraón lo quería. En resumen, todo dependía de lo que harían los hititas a partir de Mitanni, así como de la resolución de los cretenses, que protegían el comercio marítimo.

Aziru quería licenciar sus tropas y me dio una escolta para ir a Ghaza y dar orden de cesar el asedio de la plaza. Pero antes de entrar en Ghaza corrí un gran peligro, pues mientras nos aproximábamos a la ciudad blandiendo ramas de palmera, la guarnición egipcia nos recibió disparando flechas y venablos, de manera que creí llegada mi última hora. Me oculté tras un escudo, al pie de las murallas, nos arrojaron pez hirviendo que me causó quemaduras en las manos y las rodillas. Los hombres de Aziru se reían con el espectáculo a pesar de mis gritos lamentables, después tocaron la trompeta y finalmente los egipcios aceptaron acogerme en la ciudad. Pero no quisieron abrir las puertas, bajaron un cesto y tuve que acomodarme allí y así me izaron por las murallas con mis tablillas y mis ramas de palmera.

Protesté enérgicamente ante el comandante de la plaza, pero era un hombre violento y obstinado y me dijo que había sufrido tantas traiciones por parte de los sirios, que no abría las puertas de la plaza sin orden expresa de Horemheb. Ni siquiera quiso creerme cuando le dije que la paz estaba firmada y hubo visto las tablillas. Era un hombre sencillo y de cortas ideas y seguramente a estas cualidades era debida la heroica resistencia de Ghaza.

Un barco me llevó hacia Egipto y para mayor seguridad hice izar en el mástil la insignia del faraón y todas las insignias de paz, de manera que los marinos me despreciaron y dijeron que el navío estaba pintado y lleno de afeites como una prostituta. Pero una vez en el río, la gente acudía a la ribera con hojas de palmera y me alabaron porque les llevaba la paz, de manera que los marinos acabaron respetándome también y olvidaron que en Ghaza me habían izado en una cesta.

Llegado a Menfis, fui recibido por Horemheb, que elogió mi habilidad, cosa que era contraria a sus costumbres con respecto a mí. Lo comprendí al enterarme de que los navíos cretenses habían recibido orden de ganar su isla, de manera que si la guerra hubiese continuado, Ghaza no hubiera tardado en caer en manos de los sirios, porque, sin comunicación marítima, la villa estaba perdida. Por esto Horemheb se dio prisa en enviar numerosos navíos cargados de tropas, víveres y armas.

Durante mi estancia en Menfis llegó un embajador de Burraburiash, y yo lo tomé a bordo de la barca real para llevarlo a Tebas, y este viaje nos fue muy agradable, porque era un respetable anciano de barba blanca que le caía sobre el pecho y su saber era grande. Hablamos de las estrellas y del hígado del cordero, y los temas de conversación no nos faltaron nunca.

Pero observé que temía muchísimo el creciente poderío de los hititas. Me dijo, sin embargo, que los sacerdotes de Marduk habían predicho que el poderío de los hititas duraría un siglo, pero que del Oeste vendría un pueblo bárbaro y blanco que barrería al pueblo hitita. La idea de que esto ocurriría dentro de un centenar de años no me tranquilizaba en absoluto y me pregunté también cómo podía un pueblo venir por el Oeste cuando por allí no había más que las islas del mar. Pero debía de haberlo, puesto que las estrellas lo habían predicho porque había visto tantas maravillas en Babilonia que tenía más fe en las estrellas que en mi inteligencia.

Tenía el vino más delicioso para alegrarnos el corazón y me aseguró que todas las señales indicaban que el año del mundo tocaba a su fin. De esta forma él y yo sabíamos que estábamos viviendo en el crepúsculo del mundo y la noche estaba delante de nosotros; se producirían terribles catástrofes y pueblos enteros serían borrados de la superficie de la tierra, como el de Mitanni, y los antiguos dioses perecerían, pero nacerían otros nuevos y un nuevo milenio comenzaría.

Me interrogó sobre Atón, moviendo la cabeza y acariciándose la barba mientras me escuchaba. Declaró que no había visto jamás un dios parecido sobre la tierra y que por esta razón la aparición de Alón podía muy bien marcar el fin del año del mundo, porque jamás hasta entonces había oído exponer una doctrina tan peligrosa.

3

Durante mi ausencia los dolores de cabeza del faraón se habían agudizado y la inquietud le devoraba el corazón, porque veía que todas sus empresas fracasaban y su cuerpo, inflamado por los sueños y las visiones, adelgazaba y se mustiaba. Para calmarlo, el sacerdote Ai había decidido organizar una fiesta treintenaria después de las cosechas, en el momento de la crecida del río. Pero importa que el faraón no hubiese reinado más que trece años, porque la costumbre permitía al faraón celebrar el treintenario cuando le parecía bien.

Todos los presagios eran favorables, porque la cosecha había sido satisfactoria, pese a que el trigo siguiese manchado, y los pobres tenían su medida. Yo regresaba con la paz y todos los comerciantes celebraron la reanudación del comercio con Siria. Pero lo más importante para el porvenir era que el embajador de Babilonia traía como esposa del faraón a una de las numerosas hermanastras del rey Burraburiash y le pedía una hija al faraón como esposa de su rey. Esto representaba que Babilonia buscaba una doble alianza con Egipto por miedo a los hititas.

Muchos fueron los que pensaron que la idea de enviar una hija del faraón al gineceo de Babilonia era una injuria para Egipto, porque la sangre sagrada del faraón no debe mezclarse con la sangre extranjera. Pero Akhenatón no vio en ello nada injurioso. Cierto es que deploró la suerte de su hijita en la Corte lejana y se acordó de las pequeñas princesas de Mitanni que habían muerto en Tebas, pero la amistad con Burraburiash le era tan preciosa que accedió a su demanda. Pero como la chiquilla no tenía dos años prometió casarla por poderes y la princesa no saldría hacia Babilonia hasta haber alcanzado la edad núbil.

El embajador aceptó con verdadero entusiasmo esta proposición. Rejuvenecido por todas estas buenas noticias el faraón olvidó sus dolores de cabeza y festejó dignamente el treintenario en la Ciudad del Horizonte. Ai había organizado el festejo con esplendor. Del país de Kush llegaron mensajeros con asnos rayados y jirafas que montaban unos monos pequeños sosteniendo loros. Los esclavos entregaron al faraón marfil y arena de oro, plumas de avestruz y cofrecitos de ébano, y nada faltaba de todo lo que el país de Kush puede ofrecer a Egipto como tributo. Pero eran pocos los que sabían que Ai había tomado todos estos regalos del tesoro del faraón y que las cestas trenzadas en las cuales se transportaba el oro estaban vacías. El faraón no supo nada de todo esto y, alabando la fidelidad del pueblo de Kush, se alegró al ver tantos ricos presentes. Le llevaron también los regalos del embajador de Creta, y el rey de Babilonia le entregó unas copas maravillosas y jarras de aceite del más fino, y Aziru había enviado regalos también, porque le habían prometido otros a cambio si consentía en hacerlo y porque su embajador tendría de esta forma la ocasión de hacer espionaje en Egipto y sondear las disposiciones del faraón.

Después de los desfiles y las ceremonias, Akhenatón condujo a su hija que no tenía todavía dos años, al templo de Atón, y la colocó al lado del embajador de Babilonia y los sacerdotes rompieron una jarra entre ellos como era la costumbre. Fue un momento solemne, porque aquel acto consolidaba la amistad y la alianza entre Egipto y Babilonia y disipaba muchas sombras en el camino del porvenir. Los rostros desconcertados del embajador de Aziru y del delegado de los khatti hubieran bastado para disipar nuestros temores y reforzar nuestro júbilo.

El embajador de Babilonia se inclinó profundamente delante de la princesa que desde aquel instante, era la esposa de su dueño. La chiquilla se portó muy bien durante la ceremonia, después de la cual se agachó para coger los trozos de jarra rota. Y todos vieron en su ademán un feliz presagio.

Después de esta ceremonia, el faraón estaba tan excitado que no podía permanecer en cama y se levantó para pasearse, levantando los brazos al cielo como si tuviese el poderío de liberar al mundo del miedo y las tinieblas. En vano le di calmantes y soporíferos; no consiguió dormirse y me habló de esta forma:

– Sinuhé, Sinuhé, ésta es la jornada más feliz de mi vida y mi fuerza me hace temblar. Mira, Atón crea millones de seres producto de sí mismo, de su propia fuerza, ciudades, pueblos, campos, caminos y el río. Atón, todas las miradas te ven cuando brillas como un sol sobre la tierra. Pero cuando has desaparecido, cuando los hombres cierran los ojos en los rostros que has creado, cuando duermen profundamente sin verte, entonces brillas con todos tus rayos en mi corazón.

Se sumergió en la claridad de sus visiones, que le abrasaban el cuerpo, de manera que su corazón latía en su pecho hasta romperse. Y después lloró de éxtasis y levantó los brazos y cantó con fervor:


No hay nadie que te conozca verdaderamente; sólo tu hijo, el faraón Akhenaton, te conoce,

y brillas eternamente en su corazón,

día y noche, noche y día;

sólo a él le revelas tus intenciones y tu fuerza;

el mundo entero reposa en tus manos tal como Tú lo has creado;

cuando te levantas, el hombre renace a la vida; cuando ocultas tu luz, muere.

Tú mides su vida,

sólo en ti vive el hombre.


Su excitación era tal que lo habría seguramente escuchado y la magia de su corazón hubiera cautivado mi espíritu si no hubiese sido su médico y, como tal, responsable de su salud. Por esto traté de calmarlo y la noche transcurrió así, y las estrellas se movían lentamente en el firmamento, mientras yo velaba sobre el faraón.

Súbitamente, un perrito se puso a ladrar en la lejanía y sus ladridos atravesaron las murallas, y después el perro aulló a la muerte como un chacal. Estos aullidos sacaron al faraón de su éxtasis y volvió rápidamente en sí; levantándose echó a correr a través del palacio mientras yo lo seguía con una lámpara, hasta que llegamos a la habitación de la princesita Meketatón. Toda la servidumbre dormía después de la fiesta y sólo el perrito había velado al lado de la princesita enferma, que había comenzado a toser, y su cuerpo agotado no había podido resistir el esfuerzo y la sangre manaba de sus tiernos labios pálidos, mientras el perro le lamía el rostro y las manos en su impotente ternura. Después había aullado a la muerte, porque los perros sienten la muerte antes que los hombres. Así fue como la princesita murió antes del alba en brazos de su padre y toda mi ciencia fue impotente. Era la segunda de las hijas y tenía sólo diez años.

El faraón no podía conciliar el sueño y andaba errante por las habitaciones del palacio y salía solo al jardín, despidiendo a los guardias. Una mañana, mientras se paseaba cerca del lago sagrado, dos hombres trataron de asesinarlo, pero un discípulo de Thotmés, que dibujaba ánades del natural, porque Thotmés quería que sus discípulos aprendiesen a dibujar según lo que veían con sus ojos y no según los modelos, se echó delante del faraón y pidió socorro. El faraón salió con una herida en el hombro, pero el dibujante fue muerto ante sus ojos y su sangre se derramó sobre las manos del faraón. Así la muerte perseguía al faraón.

Me llamaron para hacer la cura al faraón, cuya herida no era grave, y vi a los asesinos. Uno de ellos iba afeitado y tenía el rostro reluciente de aceite; el otro llevaba las orejas cortadas por algún delito cometido. Atados y golpeados, seguían invocando a Amón, pese a que la sangre les saliese por la boca. Los sacerdotes de Amón los habían seguramente embrujado para hacer que fueran insensibles al dolor.

Era un crimen inaudito, porque jamás hasta entonces nadie había osado levantar la mano sobre un faraón. Es posible, sin embargo, que antaño los faraones hubiesen perecido en su palacio de muerte violenta, sin que dejase

rastro, ya por el veneno, ya estrangulados por una delgada cuerdecilla, o bien ahogados bajo una alfombra. Y algunas veces se había trepanado también a algún faraón contra su voluntad, según había oído referir en palacio; pero públicamente nadie había atentado contra el faraón.

Los dos prisioneros fueron interrogados en presencia del faraón, pero se negaron a decir quién los había enviado. A pesar de los golpes de los guardias, se limitaban a invocar el nombre de Amón y a maldecir al falso faraón. Exasperado de oírles pronunciar el nombre maldito del dios, Akhenatón los hizo torturar, y pronto los dos hombres tuvieron el rostro cubierto de sangre y los dientes les cayeron de la boca, pero no cesaban de clamar en nombre de Amón y gritaban:

– ¡Haznos torturar, falso faraón! ¡Haznos arrancar los miembros y lacerar nuestra carne, haznos quemar nuestra piel, porque no sentimos el dolor! Su endurecimiento era tal que el faraón se apartó de ellos y recobró la calma. Se avergonzó de haber permitido a los guardias que maltratasen a aquellos hombres y por esto dijo:

– Soltadlos, porque no saben lo que hacen.

Pero, una vez libres de sus ligaduras, comenzaron de nuevo sus maldiciones y la espuma les salía de la boca y juntos gritaban:

– ¡Danos la muerte, faraón maldito! Por Amón, danos la muerte, para que obtengamos la vida eterna.

Viendo que iban a ponerlos en libertad sin castigarlos, se soltaron bruscamente y se arrojaron contra el muro del patio, donde se partieron el cráneo. Tal era el poder secreto de Amón en el corazón de los hombres.

Desde entonces todo el mundo supo en el palacio que la vida del faraón no estaba segura. Por esto sus fieles reforzaron los puestos de guardia y no lo perdieron nunca de vista, incluso cuando quería pasearse solo por el parque a causa de su dolor. El atentado tuvo, además, como consecuencia, aumentar el fanatismo, tanto en los partidarios de Atón como en los de Amón.

En Tebas, donde se celebraron también festejos para conmemorar el treintenario, el pueblo no demostró ningún entusiasmo al ver desfilar el cortejo con las panteras en jaulas y las jirafas, los monos pequeños y los loros de brillante plumaje. Por la calle estallaron alborotos, se arrancaron las cruces de Atón a los transeúntes y dos sacerdotes de Atón que se habían extraviado entre la muchedumbre fueron muertos.

Pero lo peor fue que los embajadores extranjeros pudieron darse cuenta de todo y se enteraron del atentado efectuado contra el faraón. Por esto creo que el emisario de Aziru tuvo bastantes cosas interesantes que referir a su señor, además de entregarle los regalos que el faraón le mandaba. Por mi parte, entregué al embajador los regalos prometidos a Aziru. A su hijo le mandé todo un pequeño ejército de lanceros y arqueros de madera pintada, caballos y carros, la mitad pintados de hititas y la mitad de sirios, esperando que los haría luchar unos con otros para divertirse. Estos juguetes estaban hábilmente esculpidos por los mejores artesanos de Amón, que no tenían trabajo desde que los ricos no encargaban ya servidores ni barcas para sus tumbas. Este regalo me costó más caro que el que le hice a Aziru.

Fue aquel un tiempo de grandes sufrimientos para el faraón, que se sentía asediado por la duda y deploraba que sus visiones hubiesen cesado, pero acabó persuadiéndose de que el atentado era para él un signo de tener que redoblar sus esfuerzos para disipar las tinieblas que reinaban todavía sobre Egipto. Y se deslizó paulatinamente hasta saborear el amargo pan de la venganza y el agua salada del odio, pero este pan no calmó su hambre ni esta agua apagó su sed, porque sólo por pura bondad y amor imaginaba obrar al dar orden de intensificar las persecuciones contra los sacerdotes de Amón, y mandar a las minas a cuantos pronunciasen su nombre maldito. Fueron, naturalmente, los pobres y los simples de espíritu los que más tuvieron que sufrir, porque el poder oculto de los sacerdotes de Amón se conservaba intacto y los guardias no se atrevían a atacarlos. Por esto la cólera y el odio rugieron en breve por todo Egipto.

Para consolidar su poder, en vista de que no tenía hijos, el faraón casó a dos de sus hijas con nobles de la Corte. Meriatón rompió una jarra con un muchacho llamado Smenkhkaré, que era copero del palacio real, y que creía en Atón con un fervor ciego. Soñaba con los ojos abiertos, y era predilecto de Akhenatón, que le ciñó la corona y lo designó como sucesor.

Anksenaton rompió una jarra con un muchacho de diez años llamado Tut, que fue nombrado guardián de las caballerizas reales y vigilante de los edificios y canteras del rey. Era un muchacho raquítico y enfermizo que jugaba con muñecas, le gustaban los dulces y era sumiso y obediente en todo. Era imposible decir de él ni mal ni bien. Al dar así sus hijas a nobles egipcios, el faraón esperaba atraer hacia sí a sus poderosas familias y ganarlas para la causa de Atón. Le gustaban aquellos muchachos, porque no tenían voluntad propia y el faraón no soportaba ya la contradicción ni escuchaba a sus consejeros.

Así todo parecía seguir sin cambio alguno, pero la muerte de la princesa y de su perro y el atentado frustrado eran funestos presagios, y lo peor de todo era que el faraón cerraba sus oídos a todas las voces terrestres para no escuchar más que la suya propia. Por esto la vida en la Ciudad del Horizonte llegó a ser exasperante, el ruido cesó en la calle y la gente no se atrevía a reír y hablaba menos y en voz baja, como si un peligro amenazase la ciudad. Algunas veces la ciudad parecía verdaderamente muerta, tan profundo era el silencio, porque no se oía más que el ruido del agua de mi clepsidra, que medía el tiempo y parecía indicar que el fin se aproximaba. Pero bruscamente pasaba un carro por la calle tirado por caballos con plumas pintadas sobre sus cabezas, y el ruido de las ruedas se mezclaba a las voces de la cocinera que desplumaba una gallina en el patio. Y entonces me parecía salir de una desagradable pesadilla.

Y, sin embargo, durante ciertos momentos de lucidez me decía que la Ciudad del Horizonte no era sino una soberbia cáscara cuya almendra había sido roída por los gusanos. El gusano del tiempo destruía la médula de toda vida alegre y el júbilo se apagaba y la risa se moría en la ciudad. Por esto comenzaba a echar de menos a Tebas donde, por otra parte, asuntos importantes me llamaban. Además, eran ya muchos los que abandonaban la Ciudad del Horizonte, unos para ir a vigilar sus dominios y otros para casar a algún pariente. Algunos regresaban, pero muchos no temían ya perder el favor del faraón por una ausencia prolongada y pensaban en reconciliarse con la temible potencia de Amón. Yo pedí a Kaptah que me mandase numerosos escritos de negocios y me reclamase a Tebas, y así el faraón no se opuso a mi partida.

4

Una vez a bordo y en ruta hacia Tebas, mi corazón se sentía como liberado de un embrujamiento, y era la primavera, y las golondrinas hendían el aire y la crecida había bajado ya. El fango fértil había cubierto los campos; los árboles estaban en flor y yo impaciente por llegar, como el prometido a quien espera su prometida. Así el hombre es esclavo de su corazón y cierra los ojos a lo que le desagrada y cree en lo que espera. Liberado de la magia y del miedo subrepticio de la Ciudad del Horizonte, mi corazón se alegraba como un pájaro escapado de la jaula, porque es muy duro para un hombre vivir ligado a la voluntad de otro; y todos los habitantes de la ciudad estaban sometidos a la tiranía ardiente del faraón y a sus coléricos caprichos. Para mí no era más que un hombre, porque yo era su médico, y por esto mi esclavitud era más que la de los demás, para quienes era un dios.

Me regocijaba poder de nuevo ver con mis propios ojos, oír con mis propios oídos y hablar con mi propia lengua, y, en una palabra, vivir a mi antojo. Y esta libertad no es perjudicial para el hombre, porque le permite ver más claramente en él. Así, remontando el río, me hice una imagen más exacta del faraón y, a medida que me alejaba de él, me daba cuenta mejor de su grandeza y lo quería más profundamente en mi corazón.

Recordé cómo Amón dominaba a los hombres por el miedo y les prohibía preguntar: «¿Por qué?» Recordaba también el dios muerto de Creta y cómo flotaba sobre el agua corrompida y cuyas víctimas estaban entrenadas para bailar delante de los toros a fin de divertir al monstruo marino. Todos estos recuerdos aumentaban mi odio hacia los viejos dioses, y la luz y la claridad de Atón tomaba un resplandor deslumbrante ante todo el pasado, porque Atón liberaba a los hombres del miedo, y estaba en mí y fuera de mí, y más allá de todo saber, porque era un dios vivo, y, como la Naturaleza, vivía en mí y fuera de mí, y, como los rayos del sol, calentaba la tierra que se cubría de flores. Pero en la vecindad de Akhenatón este dios era impuesto a la gente, lo cual lo hacía desagradable, y eran muy numerosos los que sólo lo servían por miedo y a la fuerza.

Esto es lo que comprendí al remontar el río bajo un cielo azul y a través de paisajes floridos. Nada aclara tanto el espíritu como una larga travesía sin una ocupación precisa. Me di cuenta de que mi estancia en la Ciudad del Horizonte me había aletargado en la molicie y las comodidades y que mi viaje a Siria me había vuelto jactancioso y lleno de vanidades, porque creía haber aprendido en él cómo se gobiernan los reinos y se dirigen los pueblos. Y la compañía del embajador de Babilonia me había saturado de cordura terrenal y ahora las escamas caían de mis ojos y vi que toda la cordura de Babilonia no era más que terrenal y sólo tendía a fines terrenales.

Por esto acabé humillándome e inclinándome delante de la divinidad que vivía en mí y en cada ser humano a la que el faraón Akhenatón llamaba Atón y proclamaba dios único. Reconocía que había tantos dioses como seres humanos en el mundo y que la mayoría de ellos caminaban del nacimiento a la tumba sin haber conocido jamás el dios que llevaban en el corazón. Y este dios no era sólo saber ni comprensión; era una cosa más grande todavía.

Para ser franco y vivir en la verdad tengo que confesar que estas ideas me incitaban a mostrarme bueno, mejor incluso que el faraón Akhenatón, porque no pretendía imponerlas al prójimo y hacerle daño. Y ya en mi juventud había curado gratuitamente a los pobres.

Durante el viaje pude observar por todas partes los rastros del nuevo dios. Pese a que estuviésemos en época de siembra, la mayoría de los campos estaban incultos, las malas hierbas y las ortigas invadían el suelo y los fosos y los canales de irrigación no estaban desobstruidos. Y era que Amón había lanzado maldiciones terribles contra los colonos de sus antiguas tierras, de manera que los esclavos huían a las ciudades para escapar de ellas. Algunos miserables agricultores habían permanecido en sus cabañas de tierra, temerosos y descorazonados, y yo les pregunté por qué no sembraban, exponiéndose de esta manera a morir de hambre.

Pero ellos me dirigieron miradas hostiles y dijeron, mirando mis ropas de hilo fino:

– ¿Para qué sembrar, ya que el trigo que crecerá en nuestros campos será maldito y manchado como el que ya ha hecho morir a nuestros hijos?

La Ciudad del Horizonte vivía tan lejos de la realidad que sólo aquí oí hablar del trigo manchado de rojo que hacía morir a los chiquillos. Yo no había visto jamás semejante epidemia, y los chiquillos tenían el vientre hinchado y morían gimiendo, y los médicos eran impotentes para curarlos, lo mismo que los hechiceros. Y yo me decía que esta enfermedad no podía proceder del trigo, sino que era causada por el agua de la crecida, como las demás enfermedades contagiosas del invierno, pese a que sólo los chiquillos fuesen afectados. En cuanto a los adultos, no se atrevían a cultivar sus campos y preferían esperar la muerte. Pero yo no acusaba a Akhenatón, sino que atribuía la responsabilidad a Amón, que atemorizaba a los campesinos.

En mi impaciencia por volver a Tebas di prisa a los remeros, que me mostraron sus manos llenas de callosidades y ampollas. Yo les ofrecí oro y cerveza porque quería mostrarme bueno, pero les oí discutir entre ellos y decían:

– ¿Por qué remar para este viajero gordo como un cerdo, puesto que delante de su dios todos somos iguales? Que reme él mismo y verá lo que significa y si sus manos se curarán con una moneda de oro y dos gotas de cerveza.

Mis brazos sentían el hormigueo de levantar mi bastón, pero quería ser bueno porque nos acercábamos a Tebas. Por esto bajé hasta ellos y les dije: -Remeros, dadme un remo.

Y maniobré el pesado remo y mis manos se llenaron de ampollas, que reventaron. Mi espalda estaba dolorida y todas mis articulaciones crujían; me parecía que mi espinazo iba a quebrarse y mi respiración desgarraba mi pecho.

Pero le dije a mi corazón: «¿Vas a abandonar el trabajo apenas emprendido para que los esclavos se mofen de ti? Bastante más soportan ellos cada día. Soporta hasta el final el sudor de tus manos ensangrentadas a fin de que sepas cómo es la vida de remero. Eres tú, Sinuhé, quien has reclamado una vez la copa llena. Por esto remé hasta caer desvanecido y me llevaron a mi lecho.

Pero al día siguiente remé de nuevo con mis manos destrozadas y los remeros no se burlaron ya de mí, y me invitaron a renunciar diciendo: -Tú eres nuestro dueño y nosotros tus esclavos; no remes más, de lo contrario el suelo se convertirá en el techo y caminaremos con los pies al aire. Deja de remar, querido dueño Sinuhé, para no sucumbir porque el orden es necesario en todo y cada hombre tiene el lugar que los dioses le han asignado y el banco de los remeros no está hecho para ti.

Remé con ellos hasta Tebas y su comida fue la mía y cada día remaba mejor y mi flexibilidad aumentaba y gozaba de la vida al darme cuenta de que no me quedaba sin aliento al remar. Pero mis servidores estaban inquietos por mí y entre ellos decían:

– Un escorpión ha mordido seguramente a nuestro dueño o se ha vuelto loco como se vuelve uno en la Ciudad del Horizonte, porque la locura es contagiosa. Pero no tenemos miedo de él, porque llevamos un cuerno de Amón oculto en nuestro mandil.

Pero yo no estaba loco, porque no tenía ninguna intención de remar más allá de Tebas.

Así fue como llegamos a Tebas y de lejos el río nos trajo sus efluvios, y nada hay más delicioso que el olor de Tebas para quien ha nacido allí. Me hice ungir las manos con un ungüento especial y vestí mis mejores ropas después de haberme lavado. Pero mi mandil era demasiado ancho, porque había adelgazado, lo cual desolaba a mis servidores. Pero yo me mofé de ellos y los envié a la antigua casa del fundidor de cobre para anunciar mi regreso a Muti, porque no me atrevía ya a presentarme en mi casa sin previo aviso. Distribuí oro y plata entre los remeros y les dije:

– Por Atón, id y comed y llenaos la panza y alegrad vuestro espíritu con cerveza y divertíos con bellas muchachas de Tebas, porque Atón es dispensador de bienes y ama los placeres simples y prefiere los pobres a los ricos, porque su placer es más simple que el de los ricos.

Pero ante estas palabras los remeros se ensombrecieron y arañaron el suelo con los dedos de sus pies y sopesaron su oro y su plata y me dijeron:

– No queremos ofenderte, dueño nuestro, pero ¿no estará maldito tu oro, puesto que nos hablas de Atón? No podemos aceptarlo, porque todos sabemos que abrasa la mano y se convierte en barro.

Jamás me hubieran hablado así si no hubiese remado con ellos, pero aquello les inspiró confianza en mí.

Yo los calmé, diciéndoles:

– Si teméis que se convierta en barro daos prisa en cambiarlo por cerveza. Pero estad tranquilos, mi dinero no está maldito, podéis ver por el troquel que es buena plata vieja, sin mezcla de cobre, de la Ciudad del Horizonte. Pero debo deciros que sois estúpidos por temer a Atón, porque Atón no tiene nada que haga temer.

Pero ellos me contestaron así:

– No tememos a Atón, porque, ¿quién temería a un dios sin fuerza? Pero sabes muy bien a quién tememos, ¡oh dueño nuestro!, aunque no podamos pronunciar su nombre.

Renuncié a seguir discutiendo con ellos y los despedí, y se alejaron cantando alegremente como marineros. También yo tenía ganas de saltar y hacer piruetas, pero era contrario a mi dignidad. Me dirigí en seguida a ‹La Cola de Cocodrilo», sin esperar siquiera una litera. Así fue como volví a ver a Merit después de una larga ausencia y me pareció más bella que nunca. Pero debo reconocer que el amor enturbia la vista de los hombres, como todas las pasiones, porque Merit no era ya muy joven, mas en la radiante madurez de su estío era mi amiga y nadie estaba tan cerca de mí. Al verme se inclinó profundamente y levantó el brazo, y después se acercó y me tocó el hombro y la mejilla, y dijo sonriendo:

– Sinuhé, Sinuhé, ¿qué te ha ocurrido para que tus ojos sean tan brillantes y hayas perdido la barriga?

Yo le respondí en estos términos:

– Merit, querida mía, mis ojos brillan de deseo y relucen de amor, y mi barriga se ha fundido y desaparecido de nostalgia, tan aprisa corría hacia ti, ¡oh hermana mía!

Ella se secó los ojos y dijo:

– ¡Oh, Sinuhé, cuán más bella es la mentira que la verdad, cuando la primavera se ha agotado! Pero tu regreso me aporta la primavera y creo en las leyendas, ¡oh amigo mío!

Pero hablemos de Kaptah. Su barriga no se había fundido y estaba más imponente que nunca y numerosos abalorios y anillos pendían de su cuello y de sus muñecas y tobillos, y había hecho engarzar piedras preciosas en la placa de oro que cubría su ojo tuerto. Al verme se echó a llorar de alegría, diciéndome:

– ¡Bendito sea el día que me devuelve a mi dueño!

Me llevó a una habitación reservada y me instaló sobre muelles alfombras y Merit me ofreció lo mejor que había en la taberna y así pasamos alegremente algunos instantes. Kaptah me dio cuenta de mis riquezas y dijo:

– ¡Oh Sinuhé, dueño mío! Eres el más astuto de los hombres, porque eres más listo que todos los mercaderes de trigo, porque hasta ahora raros son los que los han engañado y en cambio la primavera pasada tú los engañaste con tu habilidad, a menos que no sea un mérito de nuestro escarabajo. Como recordarás, me habías dado orden de distribuir todo nuestro trigo a los colonos y pedirles solamente medida por medida, de manera que te he tratado de loco y tenía razón, a juzgar por las apariencias. Debes saber, pues, que, gracias a tu habilidad, eres doblemente rico que antes, hasta el punto que no llego a retener de memoria la cifra de tu fortuna, y los perceptores del faraón me están obsesionando constantemente con su desfachatez y codicia, que no cesan de aumentar. En efecto, en cuanto los tratantes de trigo supieron que los agricultores iban a recibirlo para poder sembrar, los precios bajaron, y cuando corrió la voz de que iba a firmarse la paz, los precios siguieron bajando, y todo el mundo quería vender para liberarse de sus compromisos de manera que los mercaderes se arruinaron. Entonces fue cuando compré trigo a bajo precio incluso antes de que fuese cosechado. En otoño cobré medida por medida, según tus órdenes, y he recuperado todo lo que distribuí. Por otra parte, puedo confiarte bajo secreto que es mentira decir que el trigo de los colonos está manchado, porque es tan bueno e inofensivo como el otro. Creo que los sacerdotes han vertido secretamente sangre sobre el trigo de los colonos, pero hay que guardarse de repetirlo; por otra parte, nadie te creería, porque todo el mundo está convencido de que el trigo y el pan de los colonos está maldito. Después, en invierno, los precios subieron todavía cuando el sacerdote Ai dio orden de embarcar trigo para Siria a fin de hacer la competencia al trigo babilónico en el mercado. De manera que jamás el precio del trigo había sido tan elevado como ahora, y nuestro beneficio es inmenso y aumentará aún si guardamos nuestras reservas, porque el invierno próximo el hambre se extenderá por Egipto, puesto que las tierras están incultas, los esclavos huyen de las tierras del faraón y los campesinos ocultan su trigo para que no lo exporten a Siria. Por esto debo elevar a las nubes tu sagacidad, ¡oh dueño mío!, porque te has revelado más sagaz que yo, pese a que te creía loco. Kaptah desbordaba de entusiasmo y prosiguió así:

– Bendigo los tiempos que enriquecen al rico aunque lo enriquezcan contra su voluntad. Y se saca oro incluso de las jarras vacías, como te lo voy a demostrar. Me he enterado, en efecto, que hay unos hombres que recorren el país en busca de jarras vacías de cualquier clase. En seguida me puse a la caza en Tebas y mis esclavos compraron centenares de jarras a un precio miserable, y si te dijese que he vendido mil veces mil este invierno, no exageraría mucho.

– ¿Quiénes suficientemente loco para comprar jarras vacías? -pregunté. Kaptah guiñó el ojo y dijo:

– Los compradores pretenden que en el Bajo Egipto han descubierto un nuevo procedimiento para conservar el pescado en agua salada, pero me he informado y me he enterado de que estas jarras salían hacia Siria. Han descargado en Tanis cargamentos enteros de jarras vacías y las caravanas se las llevan a Siria, y han descargado también en Ghaza, pero nadie sabe para qué las utilizan los sirios. Y tampoco se sabe qué les lleva a pagar las jarras vacías al mismo precio que las nuevas.

Esta historia era muy extraña, pero renuncié a romperme el cerebro en averiguarla, porque el asunto del trigo era mucho más importante. Cuando Kaptah hubo terminado su exposición, le dije:

– Vende todo lo que tienes si es necesario y compra trigo, tanto como puedas y a cualquier precio. Pero compra solamente trigo que veas con tus ojos, no aquel que no ha germinado todavía. Considera también si no convendría, además, comprar el trigo exportado a Siria, porque, aunque el faraón tenga que exportar trigo según el tratado de paz, Siria puede recibirlo de Babilonia. Es verdad que en otoño próximo el hambre se extenderá en el país de Kemi, y por esto maldigo a quien venda trigo a Siria para hacer la competencia a los babilonios.

A estas palabras, Kaptah alabó de nuevo mi cordura y dijo:

– Tienes razón, ¡oh dueño mío!, porque serás el hombre más rico de Egipto cuando estas compras hayan sido efectuadas. Pero el hombre a quien maldices no es otro que el sacerdote Ai, que, en su idiotez, ha vendido a Siria trigo suficiente para cubrir las necesidades de varios años y a bajo precio. Porque la Siria paga en oro y necesitaba dinero para cubrir los gastos de las fiestas del treintenario. Pero los sirios no quieren revender este trigo, porque son unos comerciantes sagaces y esperan a que en Egipto se pague a precio de oro. Y entonces nos lo revenderán y acumularán en sus cofres todo el oro de Egipto.

Pero pronto olvidé el trigo y la miseria amenazadora, así como el porvenir incierto, y al mirar a Merit mi corazón se regalaba con su belleza, porque era el vino en mi boca y el perfume de mis cabellos. Kaptah se retiró y Merit se tendió sobre la alfombrilla y yo no vacilé en llamarla hermana, pese a que hubiese dudado ya de poder hacerlo nunca más. En la oscuridad de la noche tenías mis manos sujetas entre las suyas y su cabeza reposaba sobre mi hombro y mi corazón no tenía ya secretos para ella. Pero ella conservaba su discreción y no me confió su misterio. Al reposar en el suelo al lado de Merit no me sentía ya forastero en esta tierra, sino que sus brazos eran un hogar para mí y su boca alejaba mi soledad. Pero no era más que un espejismo pasajero que debía conocer para que mi copa estuviese colmada.

Volví a ver también al pequeño Thot y su presencia alentó mi espíritu y me pasó sus brazos alrededor del cuello y me llamó padre, de manera que su memoria me emocionó. Merit me dijo que su madre había muerto y lo había tomado a su cargo, porque lo había llevado a la circuncisión comprometiéndose a velar por él en el caso de que sus padres no pudiesen hacerlo. Thot llegó pronto a ser el favorito de «La Cola de Cocodrilo», donde los clientes le llevaban juguetes para complacer a Merit. Durante mi estancia en Tebas me llevé a Thot a mi casa, lo cual produjo un gran placer a Muti, y al verlo jugar bajo el sicómoro y oírlo jugar con los chiquillos de la calle, recordaba mis años de infancia en Tebas y lo envidiaba. Le gustó tanto mi casa que pasó allá la noche, y para divertirme le daba lecciones, pese a que fuese todavía demasiado tierno para estudiar. Habiendo comprobado que era inteligente y aprendía con facilidad las imágenes y los signos, decidí llevarlo a la mejor escuela de Tebas, con los hijos de los nobles, lo cual alegró mucho a Merit. Y Muti no se cansaba de prepararle golosinas con miel y contarle leyendas, puesto que había conseguido su fin, que era tener en casa un chiquillo sin madre que le arrojase agua caliente a las piernas, como hacen las mujeres después de haber disputado con sus maridos.

Así hubiera podido ser feliz, pero en Tebas la excitación era grande, y me era imposible escapar a ella. No pasaba día sin alborotos por las calles y las plazas, y la gente se hería y partía el cráneo discutiendo de Atón y Amón. Los guardias y los jueces no cesaban, y cada semana se llevaban al puerto hombres y mujeres atados para mandarlos a las minas o a los campos del faraón después de haberlos arrancado a sus familias. Pero estos condenados no partían como culpables, la muchedumbre los aclamaba y les arrojaba flores, y, levantando sus manos atadas, decían:

– Volveremos pronto. Y otros añadían: -Volveremos y conoceremos el sabor de la sangre de Atón.

Y los guardias no se atrevían a intervenir por miedo a la muchedumbre. La discordia reinaba en Tebas y el hijo abandonaba a su padre y el marido a su mujer a causa de Atón. Así como los servidores de Atón llevaban una cruz sobre sus ropas o en el cuello, los fieles a Amón llevaban un cuerno como símbolo, lo llevaban muy visible y nadie podía impedírselo, porque de todos los tiempos el cuerno había sido un ornamento lícito. Ignoro por qué habían elegido este símbolo, acaso porque fuese uno de los numerosos nombres de Amón. Sea como fuere, los que llevaban el cuerno volcaban los cestos de los vendedores de pescado y rompían los cristales de las ventanas gritando:

– Embestimos con el cuerno, reventaremos a Atón con nuestros cuernos. Pero los servidores de Atón comenzaron a llevar puñales adornados con una cruz bajo su ropa y se defendían gritando:

– En verdad nuestra cruz es más cortante que vuestros cuernos, y con nuestras cruces de vida os daremos la vida eterna.

Y así las muertes y las agitaciones se multiplicaban rápidamente por la ciudad.

Quedé sorprendido al ver cuánto había aumentado la influencia de Atón en Tebas desde un año atrás. Porque muchos colonos que se habían refugiado en la ciudad después de haberlo perdido todo, comenzaron a acusar a los sacerdotes de envenenar el trigo y a los nobles de obstruir sus canales de irrigación y pisotear los campos, y se habían afiliado a Atón. Por otra parte, muchos jóvenes se habían apasionado por la nueva doctrina, como reacción contra la generación precedente. De la misma forma los esclavos y los descargadores del muelle se decían:

– Nuestra medida ha disminuido en una mitad y no tenemos nada que perder. Delante de Atón ni hay dueños ni esclavos, amos ni servidores, pero a Amón debemos pagárselo todo.

Pero los más ardientes partidarios de Atón eran los ladrones, los saqueadores de tumbas y los denunciadores que se habían enriquecido y temían la venganza. Y también todos aquellos que se aprovechaban de Atón o querían conservar el favor del faraón. En cuanto a la gente respetable o pacífica, acabó cansándose de todo y no creyó más en los dioses, sino que se lamentó tristemente diciendo:

– Amón o Atón, poco importa. Sólo deseamos trabajar en paz para ganar nuestra vida, pero tiran de nosotros por uno y otro lado, de manera que no sabemos qué hacer.

Los más desgraciados de aquella época fueron los que querían conservar los ojos abiertos y dejar a cada cual su fe. Los atacaban por todos lados, se les censuraba y criticaba, y eran tratados de cobardes e indiferentes, de imbéciles y de renegados, de manera que al fin elegían la cruz o el cuerno según creyesen qué les podía ser menos pernicioso.

Ocurrió así que las cruces bebían en sus tabernas y los cuernos en las de ellos, y las mujeres de placer que ejercían su profesión al pie de las murallas sacaban la cruz o el cuerno a gusto del cliente. Y cada noche, las cruces y los cuernos salían ebrios de las tabernas y recorrían las calles rompiendo lámparas y apagando las antorchas y golpeaban los postigos de las casas y herían a sus adversarios de manera que no podría decir quiénes eran peores, si los cuernos o las cruces, pero yo los detestaba a los dos.

«La Cola de Cocodrilo» había tenido que elegir también su signo, pese a que Kaptah hubiera preferido abstenerse y sacar provecho de los dos bandos. Pero aquello no dependía de él y cada noche dibujaban una cruz en los muros de la taberna, rodeada de dibujos obscenos. Era muy natural, porque los tratantes en trigo detestaban a Kaptah, que los había arruinado distribuyendo simiente entre los colonos, y poco importaba que hubiese inscrito la taberna a nombre de Merit en el registro de los impuestos. Se decía también que los sacerdotes de Amón habían sido maltratados en su taberna. Los clientes habituales eran principalmente individuos sospechosos que no habían tenido escrúpulos en los medios utilizados para enriquecerse, y a los jefes de los saqueadores de tumbas les gustaba saborear las colas de cocodrilo vendiendo su botín en las habitaciones posteriores. Toda esta gente se había adherido a Atón porque los enriquecía, y los ladrones declaraban incluso que penetraban en las tumbas para borrar el nombre maldito de Amón.

No tardé en darme cuenta de que me visitaban muy pocos enfermos y que en mi barrio la gente me evitaba o apartaba la mirada. Cuando se cruzaban conmigo en un lugar solitario, me decían:

– No tenemos nada contra ti, Sinuhé, y nuestras mujeres y nuestros hijos están enfermos, pero no nos atrevemos a recurrir a tu arte porque tu Corte está maldita y no queremos crearnos disgustos.

Y decían, además:

– No tememos la maldición, porque estamos hartos de los dioses y sus querellas, y no sabemos ya si vivimos o estamos muertos, tan escasa es nuestra medida. Pero tenemos miedo de los cuernos, porque rompen las puertas de nuestras casas y golpean a nuestros hijos mientras estamos trabajando. Sabes muy bien que has hablado demasiado de Atón y llevas esta desgraciada cruz colgada de tu cuello.

Pero los esclavos y los faquines continuaban acudiendo a mi casa para curarse, y prudentemente me preguntaban:

– ¿Es verdad que Atón, que no entendemos por qué no tiene imagen, no hace diferencia entre el rico y el pobre? Quisiéramos también nosotros reposar bajo baldaquinos y beber vino en copas de oro y tener gente que trabajase por nosotros. Hubo un tiempo en que los ricos trabajaban en las minas y sus mujeres mendigaban en las esquinas y los que no tenían nada mojaban su pan en el vino y dormían en lechos dorados. ¿Por qué no vuelve este tiempo si Atón lo quiere, Sinulté?

Traté de explicarles que un hombre puede ser esclavo y, sin embargo, sentirse libre.

Pero ellos se reían burlonamente y decían:

– Si hubieses recibido bastonazos en la espalda no hablarías así. Pero nosotros te queremos porque eres bueno y simple y nos cuidas sin exigirnos ningún regalo. Por esto, cuando comiencen los tumultos, ve al puerto y te ocultaremos. Porque este tiempo llegará pronto.

Pero nadie se atrevió a inquietarme, porque era médico real y todo el mundo me conocía. Por esto no dibujaban cruces ni obscenidades en mi puerta. Tal era aún el respeto popular por los que llevaban el emblema real.

Pero un día el pequeño Toht llegó a casa lleno de contusiones, sangrando por la nariz y con un diente roto. Muti lloró lavándolo y, tomando el tundidor de la ropa, salió diciendo:

– Amón o Atón, los chicos del tejedor me las van a pagar.

Pronto resonaron gritos de dolor en la calle y vimos a Muti azotando a los cinco hijos del tejedor y atacando también al padre y a la madre. Después regresó rezumando cólera, y en vano le expliqué que el odio siembra el odio. Pero más tarde se calmó y fue a llevar pasteles de miel al tejedor y se reconcilió con él y su mujer.

Desde entonces la familia del tejedor sintió un vivo respeto por Muti, y sus hijos fueron los mejores amigos de Thot y pescaban golosinas en la cocina y se iban a la calle a jugar con los demás chiquillos sin preocuparse de los cuernos ni de las cruces.

5

Mi estancia en Tebas se prolongaba y tuve que ir una vez al palacio dorado, a pesar de mi temor de encontrarme con Mehunefer. Me deslicé como una liebre que pasa de un matorral a otro por miedo al águila rapaz. Vi a Ai, con su cetro; estaba sombrío e inquieto y me habló con franqueza.

– Sinuhé, los disturbios estallan por todas partes y temo que mañana sea peor que hoy. Trata de volver al faraón a la razón, si puedes; y si fracasas, adminístrale estupefacientes para que quede atontado, porque sus órdenes son cada vez más insensatas y creo que no se da cuenta de su alcance. En verdad, el poder es amargo y este maldito Horemheb intriga contra mí y retiene en Menfis los cargamentos de trigo que mando a Siria para obtener oro. La autoridad se tambalea, porque el faraón ha prohibido la pena de muerte y no se puede azotar a los criminales. ¿Cómo pretende asegurar el respeto de las leyes si no se corta la mano del criminal para servir de ejemplo? ¿Y cómo mantener el respeto de unas leyes que cambian sin cesar y según el capricho del faraón? -Se quedó pensativo y sombrío, y añadió:

– ¡Si tan sólo me hubiese quedado de sacerdote en Heliópolis! Pero aquella maldita mujer me trajo aquí contagiándome su sed de poder, de manera que no soy ya libre e incluso en sueños su alma se me ha aparecido repetidas veces. No, Sinuhé, quien ha saboreado el poder quiere siempre más y más, y esta pasión es la más terrible de todas, pero proporciona también el mayor goce posible. Cierto es que si yo ostentara el poder en Egipto sabría calmar al pueblo y restablecer el orden, y la autoridad del faraón sería más grande que nunca frente a un Atón y un Amón rivales. Pero habría que hacer de Atón una imagen a la que el pueblo pudiese adorar.

Le pregunté de nuevo si había elegido ya el sucesor del faraón Akhenaton, pero él levantó el brazo para protestar y dijo:

– No soy ningún traidor, ya lo sabes, y si discuto con los sacerdotes es por su bien y para salvar su autoridad. Pero un hombre prudente lleva varias flechas en su carcaj. Y me permito recordarte de paso que soy el padre de la reina Nefertiti y de esta manera mi sangre está aliada a la familia real. Te lo digo para tu buen gobierno. Porque sé que estás muy ligado a ese vanidoso e inoportuno Horemheb, pero está sentado sobre unas puntas de lanza y es un asiento muy incómodo del que es fácil caer y romperse la crisma. Sólo la sangre de los faraones une los reinos, y esta sangre debe transmitirse de siglo en siglo, pero puede reinar también por las mujeres si el faraón no tiene herederos.

Estas palabras me llenaron de estupefacción. Dije:

– ¿Crees verdaderamente que Horemheb, mi amigo Horemheb, trata de acaparar la doble corona? Es una idea loca, sabes muy bien que nació con estiércol entre los dedos de los pies y llegó a la Corte con la túnica gris de los pobres.

Pero Ai me escrutaba con sus ojos oscuros hundidos en su rostro, y me dijo:

– ¿Quién puede leer en el corazón de los hombres? La ambición es la más grande de las pasiones, pero si Horemheb vuela tan alto, lo derribaré rápidamente.

Pasé al gineceo a visitar a la princesa de Babilonia, que había roto una jarra con el faraón Akhenatón, porque Nefertiti la había expedido inmediatamente a Tebas. Era una linda muchacha y había aprendido ya el egipcio, que hablaba de una manera verdaderamente divertida. Aunque estaba muy disgustada de que el faraón no hubiese cumplido con su deber para con ella, estaba contenta en Tebas y más a gusto que en Babilonia.

Y me dijo:

– No sabía que la mujer pudiese ser tan libre como lo es en Egipto. No tengo necesidad de velarme el rostro delante de los hombres y puedo dirigir la palabra a quien quiero y me basta decir una palabra para que me lleven a Tebas, donde soy bien acogida en los banquetes de los nobles y nadie me juzga mal si permito a los hombres guapos cogerme por el cuello y poner sus labios sobre mis mejillas. Pero quisiera que el faraón cumpliese su deber conmigo a fin de ser más libre y poder divertirme con quien quisiera, porque según es costumbre en Egipto, cada cual puede divertirse con quien quiere, a condición de que no se sepa. ¿Crees que el faraón me llamará pronto? Porque es muy enojoso permanecer virgen cuando la jarra está ya rota desde hace tiempo.

Yo olvidaba que era médico y la miraba con ojos de hombre, y pude asegurarle que no tenía ningún defecto y que la mayoría de los hombres preferían una alfombra mullida a una dura. Pero le aconsejé que renunciase

a las cosas dulces y a la leche porque el faraón y su real esposa estaban delgados y las conveniencias exigían que las damas de la Corte lo estuviesen también, y que, además, la moda se inspiraba en ello. Pero ella añadió:

– Tengo debajo del pecho izquierdo una pequeña marca, como vas a ver. Es tan pequeña que casi no se ve y hay que acercarse mucho para examinarla mejor. A pesar de su pequeñez, me molesta mucho y quisiera que me operases. Las damas que han estado en la Ciudad del Horizonte me han dicho que manejas admirablemente el bisturí y que sabes hacer la operación tan agradable para ti como para el enfermo.

Su pecho juvenil era verdaderamente espléndido y merecía ser visto, pero me di cuenta de que la princesa había sido ya víctima de la pasión de Tebas y yo no sentía deseos de romper los precintos de las jarras del faraón. Por esto le dije que desgraciadamente no tenía allí los instrumentos y salí rápidamente.

Había pasado en Tebas toda la primavera y se acercaba el verano, con sus calores y sus moscas, pero yo no pensaba en abandonar la ciudad. Al final, el faraón Akhenatón me reclamó porque sus dolores de cabeza habían empeorado y no pude diferir por más tiempo mi partida. Me despedí, pues, de Kaptah, que me dijo:

– ¡Oh dueño mío! He comprado en tu nombre todo el trigo disponible y lo he depositado en diferentes ciudades y lo he escondido, porque un hombre prudente obra con cautela en previsión de todo lo que puede ocurrir; si, por ejemplo, se requisa el trigo en caso de hambre para venderlo a los pobres, el fisco se metería en el bolsillo todo el beneficio, lo cual sería profundamente injusto y contrario a las costumbres. Pero me parece que los acontecimientos van a precipitarse, porque han prohibido ya el envío de jarras vacías a Siria, de manera que hay que embarcarlas a escondidas, lo cual disminuye mi beneficio. Han prohibido también exportar trigo a Siria, pero ésta es una orden natural y comprensible, que viene, sin embargo, demasiado tarde, porque no se encontraría en todo Egipto trigo que comprar para mandarlo a Siria. Esta última resolución es razonable, pero no la de las jarras vacías. Verdad es que siempre se puede burlar la ley llenándolas de agua, de manera que no estén vacías, y los perceptores no han puesto todavía ningún impuesto sobre el agua, pero son muy capaces.

Me despedí de Merit y del pequeño Thot, porque, desgraciadamente, no podía llevármelos en vista de la orden del faraón llamándome a toda prisa. Pero le dije a Merit:

– Ve a verme con el pequeño Thot y pasaremos días felices en la Ciudad del Horizonte.

Y Merit dijo:

– Toma una flor del desierto y plántala en un suelo graso y riégala cada día; se mustiará y morirá. Eso es lo que me ocurriría a mí en la Ciudad del Horizonte, y tu amistad por mí se mustiaría y perecería, porque las mujeres de la Corte te harían ver todo lo que me separa de ellas, y creo conocer tan bien a los hombres como a las mujeres. Además, no es conforme a tu rango retener en tu casa a una mujer nacida en una taberna y a quien los hombres ebrios han tocado los muslos durante muchos años.

Yo le dije:

– Merit, querida, regresaré en cuanto pueda, porque tengo hambre y sed en cuanto estoy a tu lado. Quizá regresaré para no volverme a marchar nunca más.

Pero ella dijo:

– No hablas lo que te dicta el corazón, Sinuhé, porque te conozco lo suficiente para saber que no abandonarás al faraón ahora que tantos nobles se apartan de él. No lo abandonarás en los malos tiempos. Tal es tu corazón, Sinuhé, y ésta es quizá la razón por la cual soy tu amiga.

Estas palabras me indignaron y sentí una opresión en la garganta al pensar que quizá la perdería para siempre. Y por esto le dije:

– Merit, Egipto no es el único país del mundo. Estoy hastiado de las querellas de los dioses y de las locuras del faraón. Huyamos, pues, juntos muy lejos los tres, sin pensar en el mañana.

Pero ella sonrió tristemente y su mirada se ensombreció y dijo:

– Tus palabras son vanas y sabes bien que tu mentira me es agradable, porque me prueba que me amas. Pero no creo que pudieses vivir feliz fuera de Egipto y yo no podría ser feliz más que en Tebas. No, Sinuhé, cuando sea vieja y arrugada y gorda, me abandonarás y me detestarás a causa de todo lo que habrás hecho por mí. Por esto prefiero renunciar a ti.

– Eres para mí el hogar y la patria, Merit -le dije-. Eres el pan en mi mano y el vino en mi boca, y lo sabes muy bien. Eres la única mujer en el mundo con quien no me siento solitario, y por eso te amo.

– Sí, es verdad -dijo ella con cierta amargura-. No soy, en realidad, más que la manta de tu soledad esperando ser una alfombra usada. Pero bien está así. Por esto no te diré el secreto que me roe el corazón y que debieras quizá conocer. Pero por ti lo callo, Sinuhé, no por mí.

Así no me reveló el secreto, porque era más orgullosa que yo y quizá más solitaria también, pese a que no lo hubiese comprendido entonces, porque, en el fondo, no pensaba más que en mí. Yo creo que en amor todos los hombres son lo mismo, pero esto no es una excusa.

Poco después abandoné Tebas y me fui a la Ciudad del Horizonte y desde aquel momento no tengo más que cosas tristes que contar. Por esto me he extendido tanto sobre mi estancia en Tebas, pese a que no ocurriese nada notable, pero lo he evocado para mí.

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