Voy a hablar de las villas que en Siria he visitado, pero ante todo hay que hacer constar que en las tierras rojas ocurre lo contrario que en las negras. Así ocurre que no hay río, pero el agua cae del cielo y riega la tierra. Al lado de cada valle se levanta una montaña detrás de la cual hay otro valle, y en cada valle vive un pueblo diferente que tiene un príncipe independiente que paga un tributo al faraón. Hablan lenguas y dialectos diferentes y los habitantes del litoral viven del mar, ya como pescadores, ya como navegantes, pero en el interior la población cultiva los campos y se entrega a una serie de robos que las guarniciones egipcias son impotentes para evitar. Las vestiduras que llevan son abigarradas y hábilmente tejidas en lana, y se cubren el cuerpo de pies a cabeza, probablemente porque su País es más frío que Egipto, pero también porque juzgan impúdico descubrir su cuerpo, salvo para hacer sus necesidades al aire libre, lo cual es un horror para un egipcio. Llevan barba y el cabello largo y toman siempre sus comidas en el interior de las casas; sus dioses, que difieren en cada villa, exigen también sacrificios humanos. Estas palabras bastan para hacer comprender que en los países rojos todo es diferente de los países negros, pero no sabría dar una explicación satisfactoria.
Así todo el mundo comprenderá que los nobles egipcios enviados en aquellas épocas a las villas de Siria para recaudar el tributo del faraón y mandar las guarniciones, considerasen su misión más como un castigo que como un honor y que echasen de menos las riberas del río, salvo algunos que se afeminaban y, seducidos por la novedad, cambiaban de vestiduras y de mentalidad y sacrificaban a los dioses extranjeros. Las costumbres extravagantes de Siria, sus continuas intrigas y sus demoras en el pago del tributo, así como las querellas entre los príncipes, causaban muchas preocupaciones a los funcionarios egipcios. Había, sin embargo, en Simyra un templo de Amón y la colonia egipcia daba festines y vivía sin mezclarse con la población siria, conservando sus propias costumbres y tratando de imaginarse de la mejor manera posible estar en Egipto. Pasé dos años en Siria y aprendí la lengua y la escritura de Babilonia, porque me habían dicho que el hombre que las conocía podía viajar por todo el mundo conocido y hacerse comprender por la gente de cultura. El babilonio se escribe sobre una tablilla de arcilla con un punzón, como todo el mundo sabe, y así es como los reyes se escriben entre ellos. Pero no podría decir por qué, a menos que sea porque el papiro se puede quemar, mientras las tablillas se conservan indefinidamente y pueden probar con cuánta rapidez los reyes y los soberanos olvidan sus alianzas y sus tratados secretos.
Al decir que en Siria todo ocurre de forma distinta que en Egipto, entiendo también que el médico debe ir él mismo en busca del enfermo y que éstos no llaman al médico, sino que toman el que va a su casa, porque imaginan que ha sido llamado por los dioses. Dan el regalo al médico antes y no después de la curación, lo cual es favorable a los médicos, porque un enfermo curado olvida el reconocimiento. Es también costumbre que los nobles y los ricos tengan un médico titular a quien hacen regalos mientras gozan de buena salud, pero una vez enfermos no le dan nada hasta que están curados.
Yo me proponía empezar a practicar tranquilamente mi arte en Simyra, pero Kaptah me dijo: «No.» Su idea era que debía gastar todo mi dinero en comprar ropas suntuosas y retribuir a los heraldos encargados de cantar mis cualidades por los lugares donde se reunía la gente. Estos hombres debían decir también que yo no iba a buscar a los enfermos, sino que éstos debían acudir a mi casa, y Kaptah no me permitía recibir a ningún cliente que no hubiese pagado por lo menos una pieza de oro. Yo le dije que aquello era insensato en una ciudad donde nadie me conocía y cuyas costumbres eran diferentes de las de la tierra sagrada, pero Kaptah se mantuvo firme y tuve que inclinarme, porque cuando se le metía una idea en la cabeza era terco como una mula.
Me decidió también a ir a ver los mejores médicos de Simyra y decirles: -Soy el médico egipcio Sinuhé, a quien el faraón ha dado el nombre de ‹El que es solitario», y gozo de gran reputación en mi país. Despierto a los muertos doy vista a los ciegos si mi dios lo quiere, porque llevo en mi bagaje
un dios muy poderoso. Pero la ciencia no es la misma por todas partes ni las enfermedades tampoco. Por esto he venido a vuestra villa para estudiar las enfermedades y curarlas, y aprovecharme de vuestra ciencia y vuestro saber.
No es mi intención entorpeceros en la práctica de vuestra profesión, porque,?quién soy yo para rivalizar con vosotros? El oro es como el polvo para mis pies, y así os propongo que me mandéis a los enfermos que hayan incurrido en la cólera de vuestros dioses y por esta razón vosotros no podéis curar, y sobre todo aquellos que necesiten la intervención del cuchillo, que vosotros no empleáis, a fin de que vea si mi dios puede curarlos. Si lo consigo os daré la mitad del regalo que reciba, porque en realidad no he venido aquí a amasar oro, sino saber. Y si no los curo, no querré recibir regalo alguno y os los devolveré con su regalo.
Los médicos de Simyra a quienes encontraba en la calle o en las plazas en busca de enfermos y a quienes hablaba así, se rascaban la barba moviendo sus vestidos al tiempo que me decían:
– Eres ciertamente joven, pero tu dios te ha concedido la cordura, porque tus palabras son agradables a mis oídos, sobre todo lo que dices respecto al oro y los regalos. Tu proposición respecto a las operaciones con el cuchillo nos conviene también, porque al cuidar un enfermo no recurrimos nunca al cuchillo, porque un enfermo tratado de esta forma muere más seguramente que si no ha sido operado. Lo único que te pedimos es que no cures a la gente por magia, porque nuestra magia es muy poderosa y en este terreno la concurrencia es ya muy exagerada en Siria y otras villas del litoral.
Lo que decían de la magia era verdad, porque por las calles circulaban gran número de hombres ignorantes que no sabían escribir y prometían curar a los enfermos por medio de la magia y vivían opulentamente a costa de los crédulos hasta que sus clientes se morían o estaban curados. También sobre este punto diferían de Egipto, donde, como todo el mundo sabe, la magia no se practica más que en los templos, por medio de los sacerdotes de grado superior, de manera que todos los demás que curan deben trabajar en secreto y bajo la amenaza de un severo castigo.
El resultado fue que vi acudir a mí enfermos que los demás médicos no habían podido curar y yo los sanaba, pero a los incurables volvía a mandarlos a los médicos de Simyra. Iba a buscar el fuego sagrado al templo de Amón para purificarme según está mandado y en seguida me arriesgaba a utilizar el cuchillo y realizar operaciones que maravillaban a mis colegas de Simyra. Conseguí también devolver la vista a un ciego que había sido tratado en vano por los médicos y los hechiceros con un bálsamo hecho con saliva y polvo. Pero yo lo curé con una aguja, a la moda egipcia, y este caso me valió una inmensa reputación, pese a que el enfermo perdiese la vista poco después, porque estas curaciones son de corta duración.
Los mercaderes y los ricos de Simyra llevan una existencia de pereza y de lujo y son más gordos que los egipcios, pero sufren de asma y dolor de estómago. Yo los trataba con el cuchillo de manera que su sangre corría como la de un cerdo cebado, y cuando mi provisión de medicamentos tocó a su fin me felicité por haber aprendido a recoger las hierbas medicinales los días propicios según la luna y las estrellas, porque sobre este punto el saber de los médicos sirios era tan insuficiente que no me fiaba de sus remedios. A la gente obesa les daba drogas que calmaban sus dolores de estómago y les evitaba sofocarse. Les vendía estos remedios muy caros, a cada cual según su fortuna, y no tuve conflicto con nadie porque hacía regalos a los médicos v a las autoridades, y Kaptah cantaba mis alabanzas y albergaba en mi casa mendigos y narradores a fin de que proclamasen mi fama por las calles y plazas con objeto de que mi nombre no naufragase en el olvido.
Ganaba bastante, y el oro que no utilizaba para mí o para hacer regalos lo depositaba en las casas de comercio de Simyra que mandaban navíos a Egipto, a las islas del mar y al país de Khatti, de manera que poseía partes de navíos, tan pronto una centésima parte, tan pronto cinco centésimas, según el estado de mis finanzas. Algunos navíos no regresaban jamás a puerto, pero la mayor parte volvían y mi cuenta en los registros de las Compañías se doblaba o triplicaba. Tal era la costumbre en Simyra, desconocida en Egipto, porque se juntaban quince o veinte para comprar una participación de una milésima de navío o cargamento. Así no tenía que guardar mi oro en mi casa, porque atrae a los ladrones y bandidos, y todo mi oro estaba inscrito en los registros de las Compañías, de manera que cuando iba, a Biblos o Sidón a cuidar algún enfermo, no tenía necesidad de llevarme oro y la Compañía me entregaba una tablilla de arcilla y a su presentación las Compañías de Biblos o Sidón me entregaban oro si lo necesitaba o quería hacer alguna compra. Pero la mayoría de las veces no tenía necesidad de recurrir a ello, porque recibía oro de los enfermos a quienes había curado y que me habían llamado de Simyra, después de haber perdido la confianza en los médicos de su villa.
Así progresaba y me enriquecía, y Kaptah engordaba y llevaba vestidos de precio y se untaba con perfumes y se volvía arrogante conmigo y entonces tenía que darle de bastonazos. En cuanto a saber por qué todo iba tan bien, no podría decirlo. Eran joven y creía en mi ciencia, mis manos no temblaban al manejar el cuchillo y era osado en el tratamiento de mis enfermos, porque no tenía nada que perder. No despreciaba tampoco la ciencia siria y recurría a ella cuando sus métodos me parecían buenos, y eran sobre todo hábiles en el manejo del cauterio en lugar del cuchillo, pese a que este procedimiento fuese más doloroso para el enfermo.
Pero la razón de mi gran éxito era que no envidiaba a nadie ni rivalizaba con nadie, puesto que partía generosamente mis regalos con los otros y recibía los enfermos que mis colegas no podían curar, y para mí el saber era tan importante como el oro. Una vez hube acumulado suficiente oro para poder vivir lujosamente según mi rango, éste perdió para mí todo valor y algunas veces curé a algún indigente para instruirme con sus sufrimientos.
Pero seguía solitario y la vida no me procuraba ningún placer. Me cansé pronto del vino porque no alegraba mi corazón; mi rostro se ponía negro como el hollín y creía que iba a morir, después de haber bebido. Pero aumentaba mi saber y aprendía la lectura y escritura de Babilonia, de manera que no tenía un momento de ocio durante mis días, y por la noche mi sueño era profundo.
Estudiaba también los dioses de Siria para ver si tendrían algún mensaje para mí. Como todo lo demás, los dioses egipcios se diferenciaban de los de Simyra. Su dios supremo era Baal, de Simyra, y era un dios cruel cuyos sacerdotes castraban y exigían sangre humana para ser propicio a la villa. El mar pedía también sacrificios y Baal quería incluso niños, de manera que los mercaderes y las autoridades de Simyra estaban sin cesar preocupados en encontrar víctimas. Por esto no había visto en Simyra un solo esclavo deforme y los pobres eran sometidos a castigos espantosos por cualquier bagatela, de forma que el hombre que robaba un pescado para alimentar a su familia era descuartizado vivo en el altar de Baal. En cambio, el hombre que engañaba al prójimo falseando las pesas o mezclando plata al oro, no era castigado, sino que se admiraba su astucia y la gente decía: «El hombre ha sido creado para ser engañado.» Por esto también los mercaderes y los capitanes robaban niños incluso en Egipto y a lo largo de las costas para los sacrificios a Baal, lo cual era para ellos un gran mérito.
Su diosa Astarté, que se llamaba también Ishtar, tenía numerosos pechos y se la adornaba cada día con ropas finas y joyas y era servida por mujeres que se llamaban las vírgenes del templo a pesar de que no fuesen ya vírgenes. Al contrario, su función consistía en prostituirse en el templo y este acto era agradable a la diosa, la cual se mostraba tanto más favorable cuanto más plata y oro daban los visitantes del templo. Por esto estas mujeres rivalizaban en habilidad para gustar a los hombres y desde su infancia se las instruía para este fin con objeto de que los hombres fuesen generosos con la diosa. Esta costumbre es también diferente en Egipto, donde es un gran pecado divertirse con una mujer en el terreno del templo y si es sorprendida una pareja se manda al hombre a las minas y se purifica el templo.
Pero los mercaderes de Simyra vigilan estrechamente a sus mujeres Y las guardan recluidas en sus casas y llevan espesos vestidos de la cabeza a los pies a fin de no seducir por su aspecto exterior. Ellos van al templo a distraer y a adorar a los dioses. Por esto no existen en Simyra casas de placer como en Egipto, y si un hombre no se contenta con las vírgenes del templo se ve reducido a casarse o comprar una esclava para divertirse con ella. Cada día numerosas esclavas eran puestas en venta porque llegaban navíos sin cesar, y las había de todos colores y dimensiones, gordas y flacas, chiquillas y vírgenes, para contentar y satisfacer todos los gustos. Los esclavos contrahechos eran comprados a bajo precio por las autoridades para ser sacrificados a Baal, y los habitantes de Simyra sonreían y se golpeaban los muslos considerándose muy listos por haber engañado de esta forma al dios. Pero si el esclavo sacrificado era muy viejo o desdentado o inválido o moribundo, ponían una venda delante de los ojos del dios a fin de que no viese los defectos de la víctima, deleitando al mismo tiempo su olfato con el olor de la sangre vertida en su honor.
También yo sacrificaba a Baal, porque era el dios de la villa y era mejor estar en buenas relaciones con él. Pero, como buen egipcio, no le ofrecía víctimas humanas, sino que le entregaba oro. Algunas veces iba también al templo de Astarté, que se abría por la noche, y escuchaba la música contemplando cómo las mujeres del templo, que me resisto a llamar vírgenes, ejecutaban sus danzas voluptuosas en honor de la diosa. Puesto que era la costumbre, me divertía también con ellas, y mi estupefacción fue grande cuando me enseñaron muchas cosas que ignoraba. Pero mi corazón no gozaba con ellas, y no iba más que por curiosidad, y cuando me hubieron enseñado todo lo que sabían, me cansé de ellas y no volví al templo y a mi juicio nada había más monótono que su habilidad.
Sin embargo, Kaptah estaba inquieto por mí y movía la cabeza mirándome, porque mi rostro envejecía y las arrugas aparecían entre mis cejas, y mi corazón se cerraba. Por esto esperaba que comprase una esclava para divertirme con ella cuando tuviese tiempo. Como Kaptah era mi intendente y tenía mi bolsa me compró un día una esclava a su gusto, la lavó, la untó y la vistió y me la mostró una noche cuando, cansado de mis cuidados a los enfermos, deseaba descansar tranquilamente.
Esta esclava venía de las islas del mar y tenía la piel blanca y los dientes sin defectos. No estaba delgada y sus ojos eran redondos y dulces como los de una ternera. Me observaba respetuosamente y temía la villa extranjera en que había caído. Kaptah me la mostró y me describió entusiasmado su belleza, de manera que para complacerle consentí en divertirme con ella. Pero a pesar de mis esfuerzos por romper mi soledad, mi corazón no gozaba Y con mi mejor voluntad no pude llamarla hermana.
Pero fue un error mostrarme gentil con ella, porque se volvió orgullosa Y no cesaba de estorbarme en mi trabajo. Comía mucho y engordaba Y reclamaba continuamente joyas, siguiéndome por todas partes con sus ojos lánguidos y queriendo sin cesar divertirse conmigo. En vano partía de viaje al interior del país y las villas de la costa, porque a mi regreso era la primera en saludarme y lloraba de júbilo persiguiéndome para que me divirtiese con ella. En vano en mi cólera le daba bastonazos, porque no hacía más que excitarla y admirar mi cólera, de manera que mi vida fue imposible en mi casa. Finalmente decidí dársela a Kaptah, que la había elegido a gusto suyo a fin de que se divirtiese con ella y yo quedase en paz, pero mordió Y arañó a Kaptah y lo injurió en la lengua de Simyra, de la que había aprendido algunas palabras, y en la de las islas del mar, de la que ninguno de los dos sabía una palabra. Y fue en vano que entre los dos le pegásemos porque insistía en querer divertirse conmigo.
Pero el escarabajo nos sacó de este mal paso, porque un día recibí la visita de un príncipe del interior, que era el rey de Amurrú, llamado Aziru, que conocía mi reputación. Le cuidé los dientes y le hice uno de marfil; luego recubrí de oro sus dientes cariados. Hice cuanto supe y durante su estancia en Simyra fue todos los días a casa. Así fue como vio a mi esclava, a la que había dado el nombre de Keftiú porque no podía pronunciar su nombre pagano, y se enamoró de ella. Aziru era robusto como un toro y tenía la piel blanca. Su barba era de un negro azulado y brillante y sus ojos tenían un brillo altivo, de manera que Keftiú se puso también a mirarlo con concupiscencia, porque todo lo que es extranjero cautiva a las mujeres. El admiraba, sobre todo, la corpulencia de la esclava, que era joven todavía, y sus vestiduras, que vestía a la moda cretense, lo excitaban fuertemente, porque tapaban el cuello pero dejaban al descubierto los pechos, y él estaba acostumbrado a ver a su mujer tapada de pies a cabeza. Por todas estas razones acabó no pudiendo dominar más su pasión, y suspirando profundamente un día me dijo:
– Cierto es que soy tu amigo, Sinuhé el egipcio, y me has cuidado los dientes y gracias a ti mi boca reluce ahora de oro cuando la abro, de manera que tu reputación será grande en el país de Amurrú. La recompensa de tus cuidados será tan magnífica que levantarás los brazos asombrado. Pero a pesar de todo tengo que ofenderte contra mi voluntad, porque desde que he visto la mujer que habita en esta casa estoy perdidamente enamorado y no puedo refrenar mi deseo, porque la pasión me desgarra el cuerpo como un gato salvaje y todo tu arte es impotente para curar esta enfermedad. Como jamás hasta ahora he visto otra igual, comprendo que la ames cuando de noche calienta tu lecho. A pesar de todo te pido que me la des, para hacer de ella una de mis mujeres y no sea ya esclava. Te hablo francamente, porque soy tu amigo y un hombre honrado, y te pagaré el precio que me pidas. Pero también te digo francamente que si no me la cedes, la raptaré por la fuerza y me la llevaré a mi país, donde no la encontrarás jamás aun cuando te aventures a buscarla. Y si huyeres de Simyra con ella, te descubriré y mis enviados te matarán y me la llevarán a casa. Te expongo todo esto porque soy un hombre honrado y amigo tuyo y no quiero dirigirte palabras pérfidas.
Estas palabras me causaron tal júbilo que levanté los brazos en señal de alegría, mientras Kaptah se arrancaba los cabellos y vociferaba:
– Este día es nefasto, y más hubiera valido que mi amo no hubiese nacido, pues quieres robarle la única mujer que regocija su corazón. Esta pérdida será irreparable, pues para mi dueño esta mujer es más preciosa que el oro, las joyas y el incienso, más bella que la luna llena y su vientre es blanco y redondo como un seno, y sus senos son como dos melones, como tú mismo puedes ver.
Hablaba así porque había aprendido las costumbres de los mercaderes de Simyra y quería obtener un buen precio por la esclava, de la que nuestro común deseo era desembarazarnos cuanto antes. Ante estas palabras, Keftiú se echó a llorar y declaró que jamás me abandonaría, pero entre los dedos miraba con admiración a Aziru y su barba rizada.
Yo levanté el brazo imponiéndole silencio y, afectando un tono muy serio, dije:
– Príncipe Aziru, rey de Amurrú y amigo mío: cierto es que esta mujer es dulce a mi corazón y la llamo mi hermana, pero tu amistad me es más preciosa que todo y por esto te la doy en prenda de amistad; no te la vendo, es un regalo, y te ruego que la trates bien y hagas todo lo que reclame el gato montés de tu cuerpo, porque, si no me equivoco, su corazón se ha vuelto hacia ti y estará encantada de cuanto hagas, porque su cuerpo encierra también más de un animal salvaje.
Aziru lanzó un grito de júbilo y dijo:
– Verdaderamente, Sinuhé, pese a que seas egipcio y todo el mal venga de Egipto, seré siempre más tu amigo y tu hermano, y tu nombre será bendecido en todo el país de Amurrú, y cuando acudas a verme estarás sentado a mi derecha con mis nobles y mis demás huéspedes, aun cuando sean reyes; yo te lo juro.
Habiendo dicho estas palabras sonrió mostrando el oro de su boca y miró a Keftiú, que había olvidado sus lágrimas, y se puso serio. Sus ojos brillaron como ascuas y la tomó en sus brazos, haciendo temblar los dos melones, y la echó sobre su litera sin parecer incomodado por su peso. Así fue como se llevó a Keftiú, y no lo vi más durante tres días, ni nadie lo vio por la villa, pues se había encerrado en su hostería. Pero Kaptah y yo estábamos encantados de habernos desembarazado de tan molesta persona. Mi esclavo me reprochó, sin embargo, no haber exigido un regalo, puesto que Aziru me hubiera dado cuanto le hubiese pedido, pero yo le dije:
– Dándole esta esclava me he conquistado la amistad de Aziru. Del mañana nada es seguro. Aunque el país de Amurrú sea pequeño y no produzca más que asnos y corderos, la amistad de un rey es quizá más importante que el oro.
Kaptah movió la cabeza, pero ungió de mirra el escarabajo y le ofreció excrementos frescos para darle las gracias por habernos desembarazado de Keftiú.
Antes de regresar a su país, Aziru fue a verme e, inclinándose hasta el suelo delante de mí, dijo:
– No te ofrezco regalos, Sinuhé, porque me has dado un presente que no puede compensarse con regalos. Esta esclava es todavía más maravillosa de loque yo creía y sus ojos son como pozos sin fondo y jamás me cansaré de ella, pese a que me haya sacado ya toda la simiente como se prensa una oliva para extraer aceite. Para hablarte francamente, mi país no es muy rico y no puedo procurarme oro más que imponiendo un tributo a los mercaderes
que atraviesan mis tierras y guerreando contra mis vecinos, pero entonces los egipcios son como moscardones en torno mío y el daño es a menudo superior al provecho. Por esto no puedo darte oro ni los regalos que merecerías, y estoy enojado contra Egipto, que ha aniquilado la antigua libertad de mi país; de manera que no puedo guerrear a mi antojo ni desvalijar a los mercaderes según la antigua costumbre de mi padre. Pero te prometo que si alguna vez acudes a mí para pedirme cualquier cosa, te la daré si está en mi mano, a condición de que no sea esta esclava ni caballos, porque tengo muy pocos y los necesito para mis carros de guerra. Pero pídeme otra cosa y te la daré si está en mi poder. Y si alguien trata de perjudicarte, mándame un mensaje y mis emisarios lo matarán dondequiera que esté, porque tengo hombres míos, en Simyra, aunque nadie lo sepa, así como en otras villas de Siria, pero espero que guardarás el secreto para ti. Te digo esto para que sepas que haré matar a quien quieras y nadie lo sabrá y tu nombre no estará mezclado en el asunto. Tal es mi amistad por ti.
Con estas palabras me besó, a la siria, y comprendí que me respetaba y admiraba sobremanera, porque se quitó una cadena de oro que llevaba en el cuello y me la tendió, pese a que fuese sin duda un gran sacrificio porque al hacerlo lanzó un profundo suspiro. Por esto a mi vez le di una cadena de oro de mi cuello, que había recibido del más rico mercader de Simyra por haber salvado a su mujer en un parto difícil, con lo cual no perdió nada en el cambio y le fue agradable. Y así fue como nos separamos.
Liberado de mi esclava, mi corazón era ligero como un pájaro, mis ojos aspiraban de nuevo a ver y una vaga inquietud invadía mi espíritu, de manera que no me sentía ya a gusto en Simyra. Era la primavera y en el puerto los navíos se preparaban para grandes viajes y los sacerdotes salían de la villa hacia el campo verdeante para desenterrar a su Tammuz, al que habían enterrado en otoño en medio de lamentos, cortándose la cara.
En mi agitación, seguí a los sacerdotes mezclado con la muchedumbre, y la tierra reverdecía, las palomas se arrullaban y las ranas croaban en los estanques. Los sacerdotes apartaron la piedra que obstruía la tumba y sacaron al dios con grandes gritos de alegría diciendo que resucitaba. El pueblo lanzó clamores de entusiasmo y comenzó a romper ramas y beber vino y cerveza en unos tenderetes que los mercaderes habían levantado alrededor de la tumba. Las mujeres arrastraban en una carreta un enorme miembro viril de madera y a la caída de la tarde se quitaron las ropas y corrieron por los prados y, fuese casado o soltero, cualquiera podía elegir una compañera a su gusto, y por todas partes se veían parejas. Todo esto era distinto también de Egipto. Este espectáculo me entristeció y me dije que era viejo desde mi nacimiento, como la tierra negra es más vieja que las demás, mientras aquella gente era joven y servía a sus dioses adecuadamente..
Con la primavera se esparció la noticia de que los khabiri habían abandonado su desierto y asolaban las regiones fronterizas de la Siria de Norte a Sur, incendiando los pueblos y sitiando las ciudades. Pero las tropas del faraón llegaron a Tanis a través del desierto del Sinaí y entablaron la lucha contra los khabiri y encadenaron a sus jefes rechazándolos hacia el desierto. Estos acontecimientos se reproducían todos los años, pero esta vez los habitantes de Simyra estaban inquietos, porque los khabiri habían saqueado la villa de Katna, donde había una guarnición egipcia, matando al rey y pasando a cuchillo a todos los egipcios, comprendiendo mujeres y niños, sin hacer prisioneros para obtener rescate, cosa que no había ocurrido jamás, porque habitualmente los khabiri evitaban las villas donde había guarnición.
La guerra se había declarado, pues, en Siria y yo no había visto nunca una guerra. Por eso me reuní con las tropas del faraón, porque deseaba conocer también la guerra y ver lo que podía enseñarme, y estudiar las heridas producidas por las armas y las mazas. Pero ante todo partí porque las tropas estaban mandadas por Horemheb y en mi soledad deseaba ver el rostro de un amigo y escuchar su voz. Por esto luchaba conmigo mismo y me decía que no tenía más que fingir no conocerme si sentía vergüenza de mis actos. Pero el tiempo había pasado; en dos años habían ocurrido muchas cosas y mi corazón no debía de estar tan endurecido, puesto que el recuerdo de mi infancia no me consternaba tanto como antes. Por eso salí en barco hacia las tierras del Sur y llegué al interior con las tropas de avituallamiento y los bueyes que arrastraban las carretas de trigo y los asnos cargados de jarras de aceite, vino y sacos de cebollas. Así llegué a una pequeña villa situada en el flanco de una colina cuyo nombre era Jerusalén. Había en ella una guarnición egipcia y Horemheb había establecido en ella su cuartel general. Pero los rumores que corrían por Simyra habían exagerado grandemente la fuerza del ejército, porque Horemheb no tenía más que una sección de carros de combate con dos mil arqueros y lanceros, mientras se decía que la horda de khabiri era más numerosa que las arenas del desierto.
Horemheb me recibió en una sórdida cabaña y me dijo:
– Conocí un tiempo a un Sinuhé que era médico y, además, mi amigo. Me miró y el manto sirio que yo llevaba lo desconcertó. Había envejecido también, como él, y el rostro había cambiado. Pero me reconoció y, levantando su látigo trenzado de oro, sonrió y me dijo:
– ¡Por Amón, tú eres Sinuhé y yo te creí muerto!
Despidió a sus oficiales de estado mayor y a sus secretarios con notas y mapas, pidió vino y me ofreció diciéndome:
– Extraños son los designios de Amón, puesto que nos encontramos en las tierras rojas de este asqueroso poblado.
Al oír estas palabras mi corazón vibró en mi pecho y comprendí que había echado de menos a mi amigo. Le narré
mi vida y mis aventuras, cosa que consideré conveniente, y me dijo:
– Si así lo deseas, puedes seguir a las tropas como médico y compartir los honores conmigo porque verdaderamente cuento con administrar a estos cochinos khabiri una corrección que les hará llorar por haber nacido. -Y añadió-: Cuando nos conocimos yo era un ignorante y no me había lavado todavía la suciedad de los pies. Tú eras un hombre de mundo y me diste buenos consejos. Ahora sé algo más y mi mano sostiene un látigo de oro, como puedes verlo. Pero lo he merecido por un miserable trabajo en la guardia del faraón, persiguiendo a los bandidos y criminales que en su locura había liberado de las minas; fue un arduo trabajo aniquilarlos. Pero al enterarme del ataque de los khabiri he pedido al faraón tropas para venir a combatirlos y ningún oficial superior se ha opuesto a ello, porque las gracias llueven más fácilmente alrededor del faraón que en el desierto y los khabiri tienen las lanzas aceradas y sus gritos de guerra son espantosos, como he podido comprobar yo mismo. Pero puedo adquirir experiencia y llevar las tropas a la batalla. Y, sin embargo, la única preocupación del faraón es que erijan un templo a su dios en Jerusalén y que arroje a los khabiri sin efusión de sangre. Horemheb se echó a reír dándose un golpe en el muslo con el látigo. Yo me reí también, pero él pronto dejó de reír, bebió vino y dijo-: Para ser sincero, Sinuhé, he cambiado mucho desde que no nos hemos visto, porque quien viva cerca del faraón tiene que cambiar a la fuerza, quiera o no. Me inquieta, porque piensa mucho y habla de su dios, que es diferente de los demás, de manera que en Tebas, tenía yo también la sensación de que las hormigas circulaban por mi cráneo, y por la noche no podía dormir si no había bebido vino y me había acostado con mujeres para aclararme las ideas. Su dios es extraordinario. No tiene forma, pese a que esté por todas partes; su imagen es redonda y bendice con las manos a todo el que está delante de él, porque no hace diferencia entre un noble y un esclavo. Dime, Sinuhé: ¿verdad que todo esto son palabras de un enfermo? Me digo que quizás un mono enfermo le mordió cuando su infancia. Porque sólo un loco puede pensar que se puede arrojar a los khabiri sin efusión de sangre. En cuanto los hayas oído aullar en el combate verás si tengo razón. Pero el faraón podrá lavarse las manos si tal es su voluntad. Me haré cargo a mi gusto de este pecado delante de su dios y aplastaré a los khabiri con mi ejército de carros.
Volvió a tomar vino y dijo:
– Horus es mi dios y no tengo nada contra Amón, porque en Tebas he aprendido una serie de excelentes blasfemias en las que figura su nombre y son de gran eficacia con los soldados. Pero comprendo que Amón ha llegado a ser demasiado poderoso y por esta razón el nuevo dios lucha contra Amón para fortalecer su poderío real. La reina madre me lo ha dicho y el sacerdote Ai, que lleva ahora el cetro a la derecha del faraón, me lo ha confirmado. Con la ayuda de su Atón esperan derribar a Amón, o en todo caso restringir su poderío, porque no conviene que el cetro de Amón gobierne Egipto por encima del rey. Es alta política y como soldado comprendo muy bien por qué el nuevo dios es necesario. No tendría nada que objetar si el faraón se limitara a erigirle templos y reclutar sacerdotes, pero piensa demasiado en él, habla de él a propósito de cualquier cosa y acaba siempre volviendo a su dios. De esta forma vuelve a todos los que lo rodean más locos que él. Dice que vive de la verdad, pero la verdad es como un cuchillo acerado en manos de un niño, y es todavía más peligrosa en manos de un loco.
Bebió más y prosiguió:
– Doy gracias a mi halcón por haber podido salir de Tebas, porque la ciudad se agita como un nido de serpientes a causa de su dios, y no quiero mezclarme en disputas teológicas. Los sacerdotes de Amón cuentan ya muchas anécdotas escabrosas sobre el nacimiento del faraón y excitan al pueblo contra el nuevo dios. Su matrimonio ha causado también indignación, porque la princesa de Mitanni, que jugaba con sus muñecas, murió súbitamente y el faraón ha escogido como esposa real a la joven Nefertiti, que es hija de Ai. Cierto es que es bella y se viste bien, pero es muy obstinada y digna hija de su padre.
– ¿Cómo ha muerto la princesa de Mitanni? -pregunté, porque había visto a aquella chiquilla de ojos tristes mirar a Tebas con angustia cuando la llevaban al templo por la Avenida de los Carneros vestida y adornada como la imagen de un dios.
– Los médicos dicen que no ha soportado el clima de Egipto -contestó Horemheb, riéndose-. Es una broma, porque todo el mundo sabe que en ninguna parte el clima es tan sano como en Egipto. Pero ya sabes que la mortalidad infantil en el gineceo real es grande, más grande que en el barrio de los pobres de Tebas, aunque parezca increíble. Es más prudente no mencionar nombres, pero yo llevaría mi carro delante de la casa de Al, si me atreviese.
Hablaba descuidadamente, dándose golpes con el látigo en los muslos y bebiendo vino, pero había crecido y se había virilizado; su espíritu conocía las preocupaciones, de manera que no era ya un muchacho jactancioso. Dijo aún:
– Si deseas conocer al dios del faraón acude mañana al templo que le he hecho erigir rápidamente en la colina de esta villa. Le mandaré un informe de la fiesta sin mencionar los muertos ni la sangre vertida, por no atormentarlo en su palacio de oro. -Y añadió-: Pasa la noche en una tienda si encuentras sitio. Mi dignidad exige que duerma aquí en el palacio del príncipe, pese a que impere en él la suciedad. Pero la suciedad forma parte de la guerra, como el hambre y la sed, las heridas y los poblados incendiados, de manera que no me quejo.
Pasé la noche en una tienda donde me trataron muy bien, porque por el camino había trabado amistad con un oficial del avituallamiento. Le encantó saber que seguiría a las tropas como médico, y ¿qué soldado no tendría empeño en estar en buenas relaciones con un médico?
Al alba las trompetas me despertaron y los soldados formaron alineándose, y los oficiales y los jefes pasaban entre las filas gritando y distribuyendo latigazos. Cuando todos estuvieron en orden, Horemheb salió de la sórdida residencia del príncipe, con el látigo de oro en la mano, y un servidor sostenía un parasol sobre su cabeza y espantaba las moscas, mientras Horemheb habló a los soldados en los siguientes términos:
– ¡Soldados de Egipto! Digo soldados de Egipto y con estas palabras os designo tanto a vosotros, negros asquerosos, como a vosotros, sucios lanceros sirios, y a vosotros también, sardos y conductores de carros de guerra que parecéis más soldados y egipcios que este rebaño vociferante qué está mugiendo. He sido paciente con vosotros y os he entrenado a conciencia, pero ahora mi paciencia se ha agotado y renuncio a mandaros a hacer ejercicio, porque si lo hicieseis os embarazaríais con vuestras lanzas, y si disparáis el arco corriendo, vuestras flechas vuelan hacia los cuatro vientos del cielo y os herís los unos a los otros y vuestras flechas se pierden, lo cual es un despilfarro que no podemos permitirnos gracias al faraón, que su cuerpo se conserve eternamente. Por esto hoy os llevaré al combate, porque mis exploradores me han comunicado que los khabiri han acampado detrás de las montañas, pero no sé cuántos son, porque mis exploradores han huido antes de haberlos contado, tan grande era su miedo. Espero, sin embargo, que serán lo suficientemente numerosos para aniquilaros hasta el último de vosotros, a fin de que no tenga que contemplar más vuestros rostros repugnantes y cobardes y que pueda regresar a Egipto a reunir un ejército de verdaderos hombres que amen el botín y el honor. Sea como sea, os ofrezco hoy la última probabilidad. ¡Oficial! Tú, sí, el de la nariz hendida, arréale una patada a este hombre que se rasca el trasero mientras hablo. Sí, os ofrezco hoy la última probabilidad. -Horemheb lanzó sobre sus hombres una mirada furibunda y nadie se atrevió a moverse mientras hablaba-. Os llevaré al combate y que cada uno sepa que me lanzo el primero a la pelea sin entretenerme a mirar quién me sigue. Porque soy hijo de Horus y un halcón vuela delante de mí, y hoy quiero aniquilar a los khabiri aunque tenga que hacerlo solo. Pero os advierto que esta noche mi látigo chorreará sangre, porque pienso azotar a todo el que no me siga o trate de huir, y lo azotaré tanto que deseará no haber nacido, porque os advierto que mi látigo muerde más que las lanzas de los khabiri, que son falsas y se rompen fácilmente. Y los khabiri no tienen nada de espantoso, salvo sus gritos, que son verdaderamente horribles; pero si hay alguno de vosotros que deteste los aullidos no tiene más que taparse los oídos con arcilla. No causará ningún perjuicio, porque los gritos de los khabiri os impedirán oír las órdenes, pero todos debéis seguir a vuestro jefe y todos seguiréis a mi halcón. Puedo deciros todavía que los khabiri se baten en desorden, como un rebaño, pero yo os he enseñado a formar filas y he ejercitado a los arqueros a tirar todos a la vez a la voz de mando o a la señal. Que Seth y todos sus demonios asen a quienquiera que tire demasiado rápidamente o sin apuntar. No os lancéis a la batalla gritando como mujeres, pero tratad de ser hombres que llevan un delantal delante y no faldas. Si derrotáis a los khabiri podréis repartiros sus rebaños y sus mercancías y seréis ricos, porque nos han cogido un gran botín en los poblados incendiados y no quiero quedarme para mí ni un solo buey ni un solo esclavo y todo será para vosotros. Podréis también repartiros sus mujeres, y creo que gozaréis acariciándolas esta noche, porque son bellas y ardientes y aman a los soldados aguerridos.
Horemheb miró a sus soldados, que súbitamente comenzaron a gritar y a golpear sus escudos con las lanzas y a tender sus arcos. Horemheb sonrió y, agitando distraídamente su látigo, dijo:
– Veo que os morís de ganas de haceros flagelar, pero antes tenemos que inaugurar un nuevo templo al dios del faraón que se llama Atón. Es, sin embargo, un dios que no tiene nada de guerrero, y no creo que os sea de gran utilidad hoy. Por esto el grueso de la tropa va a partir y la retaguardia se quedará para la fiesta a fin de asegurar la benevolencia del faraón hacia nosotros. Tendréis una larga marcha que hacer, porque pienso lanzaros a la batalla tan cansados como sea posible a fin de que no tengáis fuerzas para huir, y que os batáis valientemente para defender la vida.
Agitó de nuevo el látigo y la tropa lanzó gritos de entusiasmo saliendo de la villa en gran desorden, cada sección siguiendo su insignia, que iba sujeta en lo alto de una pica. Así los soldados siguieron colas de león y los milanos y las cabezas de cocodrilo, y los carros de guerra precedían a las tropas y cubrían su marcha. Pero los jefes superiores y la retaguardia acompañaron a Horemheb al templo que se elevaba sobre una roca en el lindero de la villa. Mientras nos dirigíamos allá oí que los oficiales murmuraban entre ellos, diciendo: «¿No es estúpido que el jefe se arroje el primero al combate? Nosotros no lo haremos, porque de todos los tiempos ha sido siempre costumbre llevar a los jefes y oficiales en literas detrás de las tropas, porque son los únicos que saben escribir, y, de otra manera, ¿cómo anotar los actos de los soldados y castigar a los cobardes?» Horemheb oyó perfectamente estas frases, pero se limitó a agitar su látigo sonriendo.
El templo era pequeño y había sido construido precipitadamente con madera y arcilla y no era como los templos ordinarios, porque carecía de techo y en medio se veía un altar, pero en él no había ningún dios, de manera que los soldados se miraban con sorpresa buscándole. Horemheb les habló así:
– Su dios es redondo y parecido al disco del sol, de manera que mirad hacia el cielo y acaso lo veáis. Os bendice con sus manos, pese a que me doy cuenta de que hoy, después de la marcha, sus dedos os harán el efecto de agujas candentes sobre vuestra espalda.
Pero los soldados murmuraron y dijeron que el dios del faraón estaba demasiado lejos. Deseaban un dios delante del cual pudiesen prosternarse y tocarlo con las manos si se atrevían. Pero se callaron cuando el sacerdote avanzó, y éste era un hombre joven y frágil, cuya cabeza no estaba afeitada y llevaba una túnica blanca. Sus ojos eran brillantes e inspirados, y depositó como ofrenda sobre el altar flores primaverales, aceite y vino, hasta el momento en que los soldados se rieron en voz alta. Cantó también un himno a Atón y se dijo que el faraón lo había compuesto. Era muy largo y monótono, y los soldados escuchaban con la boca abierta sin entender nada. He aquí las palabras:
Tu aparición es bella en el horizonte del cielo
¡oh, vivo Atón, príncipe de vida!
Cuando te levantas en el horizonte oriental del cielo,
llenas los países con tu beldad,
porque eres bello, grande, resplandeciente,
elevado sobre la tierra. Tus rayos envuelven los países
y cuanto has creado.
Los encadenas con tu amor;
aunque estés alejado,
tus rayos caen sobre la tierra;
aunque residas en el cielo,
las huellas de tus pasos son el día.
Después el sacerdote describió las tinieblas nocturnas y los leones que salen de sus antros por la noche y las serpientes que muerden, hasta tal punto que muchos soldados comenzaron a temblar. Describía la claridad del día y afirmaba que al alba los pajarillos agitan las alas para alabar a Atón. Declaraba también que este nuevo dios creaba el infierno en el seno de la mujer. A darle crédito se quedaba persuadido de que este Atón no omitía ningún detalle del universo; porque no hay polluelo que llegue a romper las cáscaras del huevo ni a piar sin ayuda de Atón.
Estás en mi corazón
y nadie te conoce sino tu hijo el faraón. Tú lo inicias para tus designios y lo consagras con tu poderío;
el universo está en tus manos
tal como lo has creado;
los hombres viven de tu luz; cuando te acuestas mueren,
porque eres la vida
y por ti los hombres viven.
Todos los ojos contemplan
tu belleza hasta que te acuestas;
todo trabajo es abandonado
cuando desapareces tras el Occidente.
Desde que has establecido la tierra,
la has preparado para la venida de tu hijo
que ha salido de tus brazos,
para ver el dios en vida de la verdad. El dueño de los dos países,
hijo de Ra, que vive de la verdad,
por el sueño de las dos coronas
has creado el mundo,
y para la gran esposa real,
su amada, Dueña y Señora del Doble País, por Nefertiti,
viva y próspera para siempre.
Los soldados prestaban atención escarbando en la arena con los dedos de los pies, y al final del himno lanzaron vítores en honor del faraón, porque lo único que habían entendido de él era que su objeto era proclamar hijo del dios al faraón y cantar sus alabanzas, lo cual era justo y bueno, puesto que siempre había ocurrido así y así sería para siempre. Horemheb despidió al sacerdote, quien encantado de los aplausos de los soldados, se fue a redactar un informe para el faraón. Pero me parece que el himno y sus ideas no causaron el menor placer a los soldados que escarbaban en la arena y se disponían a partir para el combate y acaso hacia una muerte violenta.
La retaguardia se puso en movimiento seguida de las carretas de bueyes y las acémilas. Horemheb se puso a la cabeza con su carro y los oficiales se alejaron en sus literas, quejándose del ardor del sol. Yo me contenté con montar un asno en compañía de mi amigo el oficial de avituallamiento y me llevé mi caja de medicamentos, de la que pensaba tener necesidad.
Las tropas caminaron hasta la noche con un breve descanso para comer y beber. Algunos rezagados, cada vez más numerosos, se quedaban en los bordes del camino, incapaces de levantarse, ni aun cuando los oficiales los azotaban o saltaban con los pies juntos sobre ellos. Los soldados tan pronto cantaban como blasfemaban y cuando las sombras se alargaron, las flechas comenzaron a caer desde las colinas en el borde del camino, de manera que algunas veces en la columna un hombre lanzaba un grito llevándose la mano a su hombro atravesado o se desplomaba sobre el suelo. Pero Horemheb no se entretuvo en limpiar el borde del camino, aceleró la marcha y acabaron llevando el paso de carrera. Los carros ligeros abrieron el camino y pronto vimos en el borde de éste los cuerpos descuartizados de algunos khabiri, acostados sobre sus mantos, con la boca y los ojos llenos de moscas. Algunos soldados salieron de la columna para dar vuelta a los cuerpos y buscar algún recuerdo de guerra, pero no había ya nada que robar.
El oficial de avituallamiento sudaba sobre su asno. Me encargó que transmitiese su último adiós a su mujer y sus hijos porque presentía que aquél sería su último día. Por esto me dio la dirección de su mujer en Tebas, rogándome que velase por que su cuerpo no fuese desvalijado, a menos que los khabiri nos hubiesen aniquilado a todos antes de la noche, tal como era su presentimiento.
Finalmente se abrió ante nosotros una llanura donde los khabiri habían acampado, Horemheb hizo sonar las trompetas y dispuso sus tropas para el ataque, los lanceros en el centro y los arqueros en los dos flancos. En cuanto a los carros, los despidió y salieron a toda velocidad, levantando nubes de polvo. No conservó a su lado más que algunos carros pesados. De los valles lejanos, detrás de las montañas, ascendía el humo de los poblados incendiados. El número de khabiri de la llanura parecía inmenso y sus rugidos y sus gritos llenaban el aire al avanzar a nuestro encuentro; era como el mugido de las olas; los escudos y las puntas de las lanzas relucían terribles bajo la luz del sol poniente. Pero Horemheb gritó:
– Que vuestras rodillas no tiemblen, porque los khabiri armados son poco numerosos y los que veis son sus mujeres, sus hijos y sus ganados, que serán vuestro botín antes de la noche. Y en sus marmitas de tierra os espera una comida caliente. Pegad duro, pues, a fin de que podáis pronto saciaros, porque tengo ya un hambre de cocodrilo.
Pero la horda de khabiri se lanzaba contra nosotros, espantosa, y eran más numerosos que nosotros y bajo la luz del sol sus lanzas parecían de fuego y la guerra no me divertía en absoluto. Las filas de lanceros flaquearon y los hombres miraban hacia atrás, como yo mismo, pero los oficiales blandían los látigos y juraban, y los soldados se decían sin duda que estaban demasiado cansados y las filas se formaban de nuevo y los arqueros comenzaron a palpar nerviosamente la cuerda de su arco esperando la señal.
Llegados a buena distancia, los khabiri lanzaron sus gritos de guerra, y sus aullidos eran tan espantosos que toda mi sangre acudió a mi corazón y mis piernas flaquearon. Se lanzaron contra los nuestros y oí las flechas silbar en mis oídos como zumbidos de moscas, pst… pst… jamás en mi vida había oído un ruido tan emocionante como el silbido de las flechas. Pero me tranquilizaba diciéndome que habían producido poco daño, pues o volaban demasiado alto o caían sobre los escudos. En aquel instante Horemheb gritó: «¡Seguidme, cochinos! Su conductor lanzó los caballos al galope los arqueros dispararon mientras los carros de guerra lo seguían y los lanceros echaron a correr detrás de ellos. Entonces, de todas las gargantas salió un grito más espantoso que el de los khabiri, porque todo el mundo gritaba por su vida y para acallar su miedo, y me di cuenta de que también yo gritaba con todas mis fuerzas, lo cual me calmó inmediatamente.
Los carros de guerra penetraron con gran estruendo en la masa de los khabiri, y en primera fila, por encima de las nubes de polvo y de las lanzas blandidas, se destacaba el casco de Horemheb con sus plumas de avestruz. En la brecha de los carros avanzaron los lanceros detrás de las colas de león y los milanos, y los arqueros se desplegaron en la llanura haciendo disparos contra la multitud densa de los khabiri. A partir de aquel momento no hubo más que una confusión indescriptible, un estruendo, choques de armas, aullidos y gritos de agonía. Las flechas silbaban en mis oídos y mi asno se desbocó lanzándose a lo más recio de la pelea, a pesar de mis patadas y mis gritos. Los khabiri se batían con valentía y sin miedo y los hombres derribados de sus caballos trataban todavía de alcanzar con sus lanzas a los que pasaban a su alcance y más de un egipcio perdió la vida al agacharse para cortar como trofeo la mano de un enemigo derribado. El olor a sangre dominaba el de sudor de los soldados y los cuervos revoloteaban por el cielo en enjambres cada vez más numerosos.
Súbitamente los khabiri lanzaron un grito de furia y emprendieron la huida porque vieron que los carros ligeros, después de haber rodeado la llanura, atacaban el campo persiguiendo a las mujeres y dispersando el ganado robado.
No pudieron soportar este espectáculo y huyeron para tratar de proteger a sus mujeres y su campo, y aquello fue su pérdida. Porque los carros se volvieron contra ellos y los dispersaron, y los lanceros y los arqueros de Horemheb acabaron aquella carnicería. Cuando el sol se puso, la llanura estaba en llamas y por todas partes mugía el ganado disperso.
Pero en el furor de la victoria los soldados continuaban matando y hundiendo sus lanzas en cuanto se movía; así mataban a hombres que habían depuesto las armas, a infelices chiquillos a mazazos y tiraban estúpidamente sobre el ganado enloquecido. Horemheb dio orden de tocar las trompetas y los oficiales recobraron la serenidad y reunieron a los soldados a latigazos. Pero mi asno enloquecido continuaba corriendo por la llanura y sacudiéndome como un saco, de manera que no sabía ya si estaba muerto o vivo. Los soldados se mofaban de mí y me insultaban, y finalmente un hombre dio un golpe con el asta de la lanza en el hocico del asno, que se detuvo irguiendo sus orejas desconcertado, y pude por fin echar pie a tierra. Desde entonces los soldados me llamaron Hijo deOnagro.
Los prisioneros fueron reunidos y encerrados en una empalizada, se recogieron las armas y se mandaron pastores en busca del ganado disperso. Los khabiri eran tan numerosos que una gran parte pudo huir, pero Horemheb, pensó que correrían toda la noche y tardarían en volver. A la luz de las tiendas y de los montones de forraje en llamas, entregaron a Horemheb el cofre del dios, y lo abrió, sacando de él a Sekhmet con su cabeza de leona que erguía orgullosamente sus pechos de madera. Los soldados la salpicaron alegremente con la sangre de sus heridas y arrojaron delante de ella las manos cortadas como trofeo. Estas manos formaron un gran montón y algunos soldados arrojaban tres o cuatro y aun cinco. Horemheb recompensó a los más bravos, distribuyendo cadenas de oro y nombrándolos suboficiales. Estaba cubierto de polvo y ensangrentado y su látigo chorreaba sangre también, pero sonreía a los soldados dándoles nombres afectuosos.
Yo tenía mucho trabajo, porque las lanzas y las mazas de los khabiri habían producido heridas espantosas.
Trabajaba a la luz de los incendios, y a los gritos de dolor de los heridos se mezclaban los lamentos de las mujeres que los soldados se llevaban para echarlas a suerte y divertirse con ellas. Lavaba y suturaba las heridas abiertas, metía en su sitio los intestinos salidos de los vientres desgarrados y cosía los cueros cabelludos caídos sobre los ojos. A los que debían morir les daba cerveza o estupefacientes para que la muerte sobreviniese dulcemente durante la noche.
Cuidaba también a los khabiri cuyas heridas les habían impedido huir, pero no sé por qué obraba así, acaso porque pensaba que Horemheb sacaría mejor precio vendiéndolos como esclavos si los curaba. Pero muchos de ellos rehusaban mis cuidados y otros se arrancaban los apósitos al oír llorar a los niños y gemir a las mujeres violadas por los soldados egipcios. Doblaban la pierna, se cubrían la cabeza y morían de hemorragia.
Viéndolos, no me sentía ya tan orgulloso de nuestra victoria, porque eran infelices habitantes del desierto, y el ganado y el trigo de los valles los atraía porque padecían hambre. Por esto se entregaban al pillaje en Siria y tenían los miembros demacrados y muchos los ojos enfermos. Sin embargo, eran rudos y temibles combatientes, y a su paso subía el humo de los poblados incendiados y el llanto y los gemidos. Pero viendo palidecer sus largas narices mientras para morir se cubrían con sus harapos, sentía piedad por ellos.
Al día siguiente vi a Horemheb, que me felicitó, y yo le aconsejé construir un campo fortificado donde los soldados más gravemente heridos podrían curarse, porque si los transportábamos a Jerusalén morirían por el camino. Horemheb me dio las gracias por mi ayuda y me dijo:
– No te creía tan valiente, y ayer, con mis propios ojos, me di cuenta de que lo eras mientras te lanzabas en medio de la refriega montado en un asno furioso. Sin duda no sabías que en la guerra el trabajo de un médico no comienza hasta después de terminada la batalla. He oído que los soldados te llamaban Hijo de Onagro, y si quieres te llevaré al combate en mi propio carro porque tienes suerte de estar todavía vivo no llevando lanza ni coraza.
– Tus hombres te celebran y prometen seguirte adonde vayas -le dije para halagarlo-. Pero, ¿cómo es posible que no tengas la menor herida cuando pensé que ibas a hallar la muerte al arrojarte el primero en el fragor de la batalla, en medio de las flechas y las lanzas?
– Tengo un conductor hábil -dijo-. Además, mi halcón me protege, porque pronto se tendrá necesidad de mí para altas misiones. Por esto mi conducta de ayer no tiene nada de meritoria ni valerosa, puesto que sé que las flechas, las lanzas y las mazas del enemigo me evitan. Me lanzo el primero porque sé que estoy llamado a verter mucha sangre, pese a que la sangre vertida no me produzca ya júbilo alguno ni me diviertan los aullidos de los soldados aplastados bajo mi carro de guerra. En cuanto mis tropas estén suficientemente entrenadas para no temer la muerte, me haré llevar en litera detrás de ellos como hace todo capitán razonable, porque un verdadero capitán no mancilla sus manos con una tarea horrenda y sangrienta que el más vil esclavo puede ejecutar, sino que trabaja con su cerebro y emplea mucho tiempo dictando a los escribas sus órdenes, que tú, Sinuhé, no comprendes, porque no es tu oficio, como yo no comprendo nada del arte de la Medicina, aunque lo respete, sin embargo. Por esto experimento casi vergüenza por haberme ensuciado las manos y el rostro con la sangre de los ladrones de ganado, pero no podía obrar de otra manera; si no hubiese precedido a mis hombres, les hubiera faltado valor y hubieran caído de rodillas gimiendo, porque en verdad los soldados egipcios que no han visto la guerra desde dos generaciones son todavía más cobardes y lamentables que los khabiri. Por esto los llamo a veces escarabajos y se sienten orgullosos de este nombre.
Yo no podía creer que al arrojarse en la refriega como lo hacía no sintiese miedo a la muerte. Por esto insistí:
– Tienes la piel caliente y la sangre corre por tus venas como en los demás hombres. ¿Gracias a algún poderoso sortilegio evitas las heridas, o de dónde viene que no sientas el miedo?
Y él dijo:
– He oído hablar de sortilegios de esta suerte y sé que muchos soldados llevan al cuello amuletos que deben protegerlos, pero después del combate de hoy se han recogido muchos hombres que los llevan, de manera que no creo ya en esta hechicería, si bien puede ser útil, porque inspira confianza al hombre inculto que no sabe leer ni escribir y lo hace heroico en el combate. En realidad, todo esto es un engaño, Sinuhé. Para mí es diferente porque sé que debo realizar grandes hazañas, pero no sabría decirte cómo lo sé. Un soldado tiene suerte o no la tiene, y yo la he tenido desde que mi halcón me condujo hasta el faraón. Verdad es que mi halcón no se encontraba a gusto en palacio y levantó el vuelo para no volver; pero mientras atravesábamos el desierto de Sinaí para venir a Siria y sufríamos hambre y sobre todo sed, porque yo también sufro con mis soldados para saber mejor lo que sienten Y poderlos mandar mejor, he visto en un valle un matorral ardiendo. Era un fuego vivo que parecía un matorral o un árbol, y no se consumía ni bajaba, sino que ardía día y noche y reinaba un olor que subía a la cabeza y me daba valor. Lo he visto cazando las fieras del desierto lejos de mis tropas, y sólo el conductor de mi carro lo ha visto y lo puede atestiguar. Desde entonces supe que ni la lanza, ni la flecha, ni la maza podrán alcanzarme, mientras mi hora no haya llegado, pero no puedo decir cómo lo sé porque es un misterio.
Lo creí y mi respeto hacia él aumentó, porque no tenía ningún motivo para inventar esta historia para divertirme
y no creo que hubiese sido capaz, porque no creía más que aquello que había visto con sus ojos o tocado con sus manos.
Hizo acampar a sus tropas en el campo de los khabiri, donde comieron y bebieron, y después tiraron al blanco y se ejercitaron con la lanza y tomaban como blanco a los khabiri demasiado heridos para ser vendidos como esclavos o excesivamente rebeldes para someterse como tales. Por esto los hombres no se quejaron de este juego, al contrario, se entregaron a él con verdadero júbilo. Pero al tercer día el olor de los cadáveres extendidos sobre la llanura se hizo terrible y los cuervos, los chacales y las hienas armaban tal escándalo por la noche que nadie podía dormir. La mayoría de las mujeres khabiri se habían estrangulado con sus cabellos, que llevaban largos, y no divertían ya a nadie.
El tercer día Horemheb levantó el campo y mandó una parte de las tropas a Jerusalén para transportar el botín, porque los mercaderes no habían acudido en número suficiente al campo para comprar todos los esclavos, utensilios de cocina y trigo, y el resto se fue a apacentar los rebaños. Se montó un campo para los heridos, que quedaron bajo la custodia de los soldados de una cola de león, pero muchos de ellos murieron. Horemheb salió con los carros a la persecución de los khabiri, porque al interrogar a los prisioneros supo que habían conseguido huir con su dios.
Me llevó con él pese a mi resistencia y yo iba de pie detrás de él agarrado a su cintura y lamentando el día en que nací, porque avanzaba como un alocado y a cada momento pensaba que volcaríamos y me estrellaría la cabeza contra las rocas. Pero él se reía de mí y decía que quería mostrarme la guerra, puesto que había deseado saber si podía enseñarme alguna cosa.
Me hizo saborear la guerra y vi los carros arrojarse contra los khabiri como un huracán mientras cantaban de alegría empujando delante de ellos el ganado robado hacia los escondrijos del desierto. Los caballos aplastaban a los ancianos y los niños en medio del humo de las tiendas incendiadas, y Horemheb enseñaba a los khabiri con sangre y lágrimas que hubieran hecho mejor en permanecer pobres en su desierto y reventar de hambre en sus cavernas que invadir la rica y fértil Siria para untarse de aceite la piel quemada por el sol y engordarse con trigo robado. Así fue como saboreé la guerra, que no era ya en realidad una guerra, sino una persecución y una matanza, hasta el momento en que Horemheb se sintió satisfecho e hizo levantar los mojones sin preocuparse de retrocederlos en el desierto. Y dijo:
– Necesito guardar simiente de khabiri para poder entrenar a mis soldados, porque si los pacifico matándolos a todos no existirá en todo el país un solo lugar donde batirse. La paz reina desde hace cuarenta años en el mundo, los pueblos viven en buena armonía y los reyes de los grandes Estados se llaman en sus cartas hermano y amigo; el faraón les manda oro para que puedan erigirle una estatua en los templos de sus dioses. Por esto quiero guardar semilla de khabiri, porque dentro de unos años el hambre los arrojará de nuevo de su desierto y olvidarán lo que les había costado la última vez.
Así consiguió alcanzar en su carro al dios de los khabiri y se arrojó sobre ellos como un halcón, de manera que los que lo llevaban lo arrojaron al suelo y huyeron hacia las montañas, lejos de los carros. Horemheb hizo cortar el dios a pedazos y lo quemó delante de Sekhmet, y los soldados se golpeaban el pecho y decían con orgullo: «Así es como quemamos al dios de los khabiri.» El nombre de este dios era Jahvé o Jehu, y los khabiri no tenían otro, de manera que tuvieron que regresar sin dios a su desierto y más pobres todavía que a su marcha, a pesar de que hubiesen cantado ya de júbilo agitando ramas de palmera.
Horemheb entró en Jerusalén, donde se habían reunido los fugitivos de las regiones fronterizas, y les volvió a vender su ganado, su trigo y sus utensilios de cocina, de manera que ellos se desgarraban las vestiduras y decían: «Este pillaje es peor que el de los khabiri.» Pero no tenían porqué quejarse, porque podían pedir dinero prestado a sus templos, a los mercaderes y a las oficinas del fisco, y lo que no pudieron volver a comprar, Horemheb lo vendió a los mercaderes venidos de toda Siria. Así fue como pudo distribuir a los soldados una recompensa en cobre y plata, y entonces comprendí por qué la mayoría de los heridos habían muerto en el campo pese a mis cuidados. Sus camaradas recibían de esta forma una parte más grande de botín, y, además, habían robado los vestidos de los heridos, sus armas y sus joyas, y no les dieron ni agua ni comida, de manera que se murieron. También comprendí por qué a los ignorantes fabricantes de embutidos les gustaba tanto acompañar a los ejércitos a las guerras y regresaban ricos a Egipto, pese a que su saber fuese mínimo.
Los gritos y la música siria resonaban por todo Jerusalén. Los soldados tenían cobre y plata y bebían cerveza y se divertían con las mujeres pintadas que los mercaderes habían traído, y se disputaban y peleaban y se robaban unos a otros, de manera que cada día nuevos cuerpos pendían cabeza abajo de los muros. Pero los soldados no se preocupaban y decían: «Así fue siempre y siempre será.» Derrochaban su cobre y plata en cerveza y mujeres hasta la marcha de los mercaderes. Horemheb impuso un tributo a los mercaderes a su llegada y a su marcha, y se enriqueció, pese a haber cedido su parte de botín a los soldados. Pero no se alegró en lo más mínimo, porque cuando fui a despedirme de él para regresar a Simyra me dijo:
– Esta campaña ha terminado aun antes de haber empezado, y el faraón me reprocha en una carta haber vertido sangre a pesar de su prohibición. Tengo que regresar a Egipto con mis soldados y licenciarlos, y depositar en los templos sus halcones y sus colas de león. Pero no sé qué ocurrirá, porque son las únicas tropas ejercitadas que hay en Egipto, y las demás no sirven más que para cagar en los muros y pellizcar a las mujeres. Por Amón, es fácil para el faraón componer himnos a su dios en el palacio dorado y creer que gobernará los pueblos por amor, pero tendría que oír los gemidos de los hombres destrozados y los aullidos de las mujeres en los poblados incendiados cuando el enemigo invade un país, y entonces quizá cambiaría de idea.
– Egipto no tiene enemigos porque es demasiado rico y poderoso -dije yo-. Tu reputación se ha extendido por toda Siria y los khabiri no franquearán ya más la frontera. Es, pues, mejor licenciar a las tropas, porque en verdad se embriagan y arman escándalo, y sus barrios apestan a orines y la porquería lo invade todo.
– No sabes lo que dices -respondió, rascándose bajo el brazo porque la cabaña del rey estaba llena de parásitos-. Egipto se basta, pero las rebeliones se fomentan fuera de él. Así es como me he enterado que el rey de Amurrú se procura febrilmente caballos y carros de guerra, cuando haría mejor en pagar más regularmente su tributo al faraón. En su país se cuenta ya abiertamente que un día los amorritas dominaron el mundo entero, en lo cual hay un fondo de verdad, porque los últimos hiksos viven allí.
– Este Aziru es amigo mío, y está saturado de vanidad porque le doré los dientes. Creo también que tiene otras preocupaciones, porque ha tomado una mujer que agota sus fuerzas y debilita sus rodillas.
– Muchas cosas sabes, Sinuhé -dijo Horemheb con expresión pensativa-. Eres un hombre libre y decides tus actos y viajas de una ciudad a otra oyendo cosas que los demás ignoran. Si estuviese en tu sitio y fuese libre como tú, iría a todos los países para instruirme. Iría a Mitanni y Babilonia y aprovecharía la ocasión para instruirme sobre los carros de guerra de los hititas y la manera como ejercitan sus tropas, y visitaría también las islas del mar para ver cuál es la verdadera fuerza de los navíos de guerra de que tanto se habla. Pero yo no puedo porque el faraón me llama. Además, mi nombre es tan conocido en toda Siria que no me contarían lo que deseo averiguar. Pero tú, Sinuhé, vas vestido a lo sirio y hablas la lengua de la gente culta de todos los países. Eres médico y nadie cree que estés al corriente de otra cosa que de tu arte. Tu lenguaje es simple y a menudo infantil a mis oídos; me miras con ojos abiertos, y, no obstante, sé que tu corazón está cerrado y que no eres como te creen. ¿Es verdad?
– Quizá sí -dije-. Pero, ¿qué quieres de mí?
– Si te diera mucho oro -dijo- para que pudieses ir a los países de que te he hablado a practicar tu arte y difundir el renombre de la medicina egipcia y tu reputación como sanador, en cada villa los ricos te invitarían a sus casas y podrías escrutar sus corazones, y quizá los reyes y soberanos te llamarían también y podrías sondear sus intenciones. Pero mientras ejercieras tu arte, tus ojos serían los míos y tus orejas las mías, y grabarías en tu espíritu todo lo que vieses y oyeses a fin de contármelo cuando regresaras a Egipto.
– No regresaré jamás a Egipto -dije-. Y tus proposiciones son peligrosas; no tengo interés en acabar colgado cabeza abajo de las murallas de una villa extranjera.
– Del mañana nadie está seguro -respondió-. Creo que regresarás a Egipto, porque quien ha bebido el agua del Nilo no puede apagar la sed con otra. También las golondrinas y las grullas regresan cada invierno a Egipto porque no se encuentran bien en otra parte. Por esto tus palabras son como un zumbido de moscas a mis oídos. El oro no es más que polvo a mis pies y con gusto lo cambiaría por informaciones. Lo que dices de colgarte es estúpido, porque no te pido que cometas ningún acto reprensible ni que violes las leyes de los países extranjeros. Las grandes villas, ¿no atraen acaso a los extranjeros para que visiten sus templos, no organizan fiestas y diversiones para distraer a los viajeros a fin de que éstos dejen su oro en manos de los habitantes de la villa? Si llevas oro en tus bolsillos serás bien recibido en todas partes. Y tu arte será apreciado en los países donde matan a los ancianos a hachazos o se llevan a los enfermos a morir al desierto, como lo he oído contar. Los reyes están orgullosos de su poderío y hacen desfilar sus tropas delante de ellos a fin de que los extranjeros se formen idea de su poderío. ¿Qué mal habría en que observes cómo marchan los soldados y qué armas llevan, el número de carros de guerra que tienen y si son grandes y pesados o pequeños y ligeros, y si llevan dos o tres hombres, porque han dicho que algunas veces un escudero toma sitio al lado del conductor? Es igualmente importante saber si los soldados están bien alimentados y brillantes de grasa, o si, por el contrario, están flacos y devorados por los parásitos o si tienen los ojos enfermos como los gatos. Se cuenta también que los hititas han descubierto por medio de la magia un nuevo metal capaz de hacer mella en el bronce mejor templado y este metal es azul y se llama hierro, pero no sé si es verdad, porque es posible que hayan encontrado simplemente un nuevo método para templar el cobre y mezclarlo pero quisiera saber de qué se trata. Sin embargo, lo que es esencial es saber las disposiciones del soberano y las de sus consejeros. ¡Mírame!
Lo miré y pareció crecer ante mis ojos; su mirada tenía una expresión sombría y era parecido a un dios, de manera que mi corazón se estremecía y me incliné ante él, llevándome las manos a la altura de las rodillas. Y entonces me dijo:
– ¿Crees que soy tu dueño?
– Mi corazón me dice que eres mi dueño, pero no sé por qué -dije, con la lengua torpe y sintiendo miedo-. Es probablemente exacto que estás llamado a ser un conductor de muchedumbres como lo afirmas. Partiré, pues, y mis ojos serán tus ojos y mis oídos serán tus oídos, pero no sé si te aprovecharás de todo lo que vea y oiga, porque no soy entendido en las cosas que te interesan y sólo en medicina soy docto. Sin embargo, haré cuanto pueda, y no por oro, sino porque eres mi amigo y porque los dioses lo han decidido manifiestamente así, si es que hay dioses.
Y contestó él:
– Creo que no te arrepentirás nunca de ser mi amigo, pero te daré oro porque lo necesitarás, pues conozco bien a los hombres. No tienes que preguntarte por qué los informes que deseo tener me son más preciosos que el oro. Puedo, sin embargo, decirte que los grandes faraones envían hombres hábiles a las Cortes de los otros reinos, pero los enviados de los faraones son imbéciles que no saben contar más que la forma como se plisan las ropas, cómo se llevan las condecoraciones y en qué orden cada cual está sentado a la derecha o a la izquierda del soberano. No te preocupes, pues, de ellos si los encuentras, y que sus discursos sean como un zumbido de moscas para tu oído.
Pero cuando me despedí de él abandonó su dignidad y puso su mano sobre mi mejilla y tocó mi hombro con su rostro, diciendo:
– Mi corazón se acongoja por tu marcha, Sinuhé, porque si eres solitario yo estoy solo también y nadie conoce los secretos de mi corazón. Creo que al decir estas palabras pensaba en la princesa Baketamon, cuya belleza lo había hechizado.
Me entregó mucho oro, más del que yo pensaba, y creo que me entregó todo el oro que había ganado en la campaña de Siria, y ordenó a una escolta que me acompañase hasta la costa para protegerme de los bandidos. Yo deposité el oro en una gran casa de comercio y lo cambié por unas tablillas de arcilla más fáciles de transportar porque los ladrones no podían utilizarlas, y tomé el barco para regresar a Simyra.
Tengo que mencionar también que antes de salir de Jerusalén trepané a un soldado que había recibido un golpe de maza en la cabeza durante una riña delante del templo de Atón, y el cráneo estaba fracturado y el hombre agonizaba y no podía mover los brazos ni piernas. Pero no pude curarlo; su cuerpo se puso ardiente y se contorsionaba y murió al día siguiente.