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El día en que fui con mi madre a vender la casa recordaba todo lo que había impresionado mi infancia, pero no estaba seguro de qué era antes y qué era después, ni qué significaba nada de eso en mi vida. Apenas si era consciente de que en medio del falso esplendor de la compañía bananera, el matrimonio de mis padres estaba ya inscrito dentro del proceso que había de rematar la decadencia de Aracataca. Desde que empecé a recordar, oí repetirse -primero con mucho sigilo y después en voz alta y con alarma- la frase fatídica: «Dicen que la compañía se va». Sin embargo, o nadie lo creía o nadie se atrevió a pensar en sus estragos.

La versión de mi madre tenía cifras tan exiguas y el escenario era tan pobre para un drama tan grandioso como el que yo había imaginado, que me causó un sentimiento de frustración. Más tarde hablé con sobrevivientes y testigos y escarbé en colecciones de prensa y documentos oficiales, y me di cuenta de que la verdad no estaba de ningún lado. Los conformistas decían, en efecto, que no hubo muertos. Los del extremo contrario afirmaban sin un temblor en la voz que fueron más de cien, que los habían visto desangrándose en la plaza y que se los llevaron en un tren de carga para echarlos en el mar como el banano de rechazo. Así que mi verdad quedó extraviada para siempre en algún punto improbable de los dos extremos. Sin embargo, fue tan persistente que en una de mis novelas referí la matanza con la precisión y el horror con que la había incubado durante años en mi imaginación. Fue así como la cifra de muertos la mantuve en tres mil, para conservar las proporciones épicas del drama, y la vida real terminó por hacerme justicia: hace poco, en uno de los aniversarios de la tragedia, el orador de turno en el Senado pidió un minuto de silencio en memoria de los tres mil mártires anónimos sacrificados por la fuerza pública.

La matanza de las bananeras fue la culminación de otras anteriores, pero con el argumento adicional de que los líderes fueron señalados como comunistas, y tal vez lo eran. Al más destacado y perseguido, Eduardo Mahecha, lo conocí por azar en la cárcel Modelo de Barranquilla por los días en que fui con mi madre a vender la casa, y tuve con él una buena amistad desde que me presenté como el nieto de Nicolás Márquez. Fue él quien me reveló que el abuelo no había sido neutral sino mediador en la huelga de 1928, y lo consideraba un hombre justo. De modo que me completó la idea que siempre tuve de la masacre y me formé una concepción más objetiva del conflicto social. La única discrepancia entre los recuerdos de todos fue sobre el número de muertos, que de todos modos no será la única incógnita de nuestra historia.

Tantas versiones encontradas han sido la causa de mis recuerdos falsos. Entre ellos, el más persistente es el de mí mismo en la puerta de la casa con un casco prusiano y una escopetita de juguete, viendo desfilar bajo los almendros el batallón de cachacos sudorosos. Uno de los oficiales que los comandaba en uniforme de parada me saludó al pasar:

– Adiós, capitán Gabi.

El recuerdo es nítido, pero no hay ninguna posibilidad de que sea cierto. El uniforme, el casco y la escopeta coexistieron, pero unos dos años después de la huelga cuando ya no había tropas de guerra en Cataca. Múltiples casos como ése me crearon en casa la mala reputación de que tenía recuerdos intrauterinos y sueños premonitorios.

Ése era el estado del mundo cuando empecé a tomar conciencia de mi ámbito familiar y no logro evocarlo de otro modo: pesares, añoranzas, incertidumbres, en la soledad de una casa inmensa. Durante años me pareció que aquella época se me había convertido en una pesadilla recurrente de casi todas las noches, porque amanecía con el mismo terror que en el cuarto de los santos. Durante la adolescencia, interno en un colegio helado de los Andes, despertaba llorando en medio de la noche. Necesité esta vejez sin remordimientos para entender que la desdicha de los abuelos en la casa de Cataca fue que siempre estuvieron encallados en sus nostalgias, y tanto más cuanto más se empeñaban en conjurarlas. Más simple aun: estaban en Cataca pero seguían viviendo en la provincia de Padilla, que todavía llamamos la Provincia, sin más datos, como si no hubiera otra en el mundo. Tal vez sin pensarlo siquiera, habían construido la casa de Cataca como una réplica ceremonial de la casa de Barrancas, desde cuyas ventanas se veía, al otro lado de la calle, el cementerio triste donde yacía Medardo Pacheco.

En Cataca eran amados y complacidos, pero sus vidas estaban sometidas a la servidumbre de la tierra en que nacieron. Se atrincheraron en sus gustos, sus creencias, sus prejuicios, y cerraron filas contra todo lo que fuera distinto.

Sus amistades más próximas eran antes que nadie las que llegaban de la Provincia. La lengua doméstica era la que sus abuelos habían traído de España a través de Venezuela en el siglo anterior, revitalizada con localismos caribes, africanismos de esclavos y retazos de la lengua guajira, que iban filtrándose gota a gota en la nuestra. La abuela se servía de ella para despistarme sin saber que yo la entendía mejor por mis tratos directos con la servidumbre. Aún recuerdo muchos: atunkeshi, tengo sueño; jamusaitshi taya, tengo hambre; ipuwots, la mujer encinta; arijuna, el forastero, que mi abuela usaba en cierto modo para referirse al español, al hombre blanco y en fin de cuentas al enemigo. Los guajiros, por su lado, hablaron siempre una especie de castellano sin huesos con destellos radiantes, como el dialecto propio de Chon, con una precisión viciosa que mi abuela le prohibió porque remitía sin remedio a un equívoco: «Los labios de la boca».

El día estaba incompleto mientras no llegaran las noticias de quién nació en Barrancas, a cuántos mató el toro en la corraleja de Fonseca, quién se casó en Manaure o murió en Riohacha, cómo amaneció el general Socarras que estaba grave en San Juan del César. En el comisariato de la compañía bananera se vendían a precios de ocasión las manzanas de California envueltas en papel de seda, los pargos petrificados en hielo, los jamones de Galicia, las aceitunas griegas. Sin embargo, nada se comía en casa que no estuviera sazonado en el caldo de las añoranzas: la malanga para la sopa tenía que ser de Riohacha, el maíz para las arepas del desayuno debía ser de Fonseca, los chivos eran criados con la sal de La Guajira y las tortugas y las langostas las llevaban vivas de Dibuya.

De modo que la mayoría de los visitantes que llegaban a diario en el tren iban de la Provincia o mandados por alguien de allá. Siempre los mismos apellidos: los Riasco, los Noguera, los Ovalle, cruzados a menudo con las tribus sacramentales de los Cotes y los Iguarán. Iban de paso, sin nada más que la mochila al hombro, y aunque no anunciaran la visita estaba previsto que se quedaban a almorzar. Nunca he olvidado la frase casi ritual de la abuela al entrar en la cocina: «Hay que hacer de todo, porque no se sabe qué les gustará a los que vengan».

Aquel espíritu de evasión perpetua se sustentaba en una realidad geográfica. La Provincia tenía la autonomía de un mundo propio y una unidad cultural compacta y antigua, en un cañón feraz entre la Sierra Nevada de Santa Marta y la sierra del Perijá, en el Caribe colombiano. Su comunicación era más fácil con el mundo que con el resto del país, pues su vida cotidiana se identificaba mejor con las Antillas por el tráfico fácil con Jamaica o Curazao, y casi se confundía con la de Venezuela por una frontera de puertas abiertas que no hacía distinciones de rangos y colores. Del interior del país, que se cocinaba a fuego lento en su propia sopa, llegaba apenas el óxido del poder: las leyes, los impuestos, los soldados, las malas noticias incubadas a dos mil quinientos metros de altura y a ocho días de navegación por el río Magdalena en un buque de vapor alimentado con leña.

Aquella naturaleza insular había generado una cultura estanca con carácter propio que los abuelos implantaron en Cataca. Más que un hogar, la casa era un pueblo. Siempre había varios turnos en la mesa, pero los dos primeros eran sagrados desde que cumplí tres años: el coronel en la cabecera y yo en la esquina de su derecha. Los sitios restantes se ocupaban primero con los hombres y luego con las mujeres, pero siempre separados. Estas reglas se rompían durante las fiestas patrias del 20 de julio, y el almuerzo por turnos se prolongaba hasta que comieran todos. De noche no se servía la mesa, sino que se repartían tazones de café con leche en la cocina, con la exquisita repostería de la abuela. Cuando se cerraban las puertas cada quien colgaba su hamaca donde podía, a distintos niveles, hasta en los árboles del patio.

Una de la grandes fantasías de aquellos años la viví un día en que llegó a la casa un grupo de hombres iguales con ropas, polainas y espuelas de jinete, y todos con una cruz de ceniza pintada en la frente. Eran los hijos engendrados por el coronel a lo largo de la Provincia durante la guerra de los Mil Días, que iban desde sus pueblos para felicitarlo por su cumpleaños con más de un mes de retraso. Antes de ir a la casa habían oído la misa del Miércoles de Ceniza, y la cruz que el padre Angarita les dibujó en la frente me pareció un emblema sobrenatural cuyo misterio habría de perseguirme durante años, aun después de que me familiaricé con la liturgia de la Semana Santa.

La mayoría de ellos había nacido después del matrimonio de mis abuelos. Mina los registraba con sus nombres y apellidos en una libreta de apuntes desde que tenía noticia de sus nacimientos, y con una indulgencia difícil terminaba por asentarlos de todo corazón en la contabilidad de la familia. Pero ni a ella ni a nadie le fue fácil distinguirlos antes de aquella visita ruidosa en la que cada uno reveló su modo de ser peculiar. Eran serios y laboriosos, hombres de su casa, gente de paz, que sin embargo no temían perder la cabeza en el vértigo de la parranda. Rompieron la vajilla, desgreñaron los rosales persiguiendo un novillo para mantearlo, mataron a tiros a las gallinas para el sancocho y soltaron un cerdo ensebado que atropello a las bordadoras del corredor, pero nadie lamentó esos percances por el ventarrón de felicidad que llevaban consigo.

Seguí viendo con frecuencia a Esteban Carrillo, gemelo de la tía Elvira y diestro en las artes manuales, que viajaba con una caja de herramientas para reparar de favor cualquier avería en las casas que visitaba. Con su sentido del humor y su buena memoria me llenó numerosos vacíos que parecían insalvables en la historia de la familia. También frecuenté en la adolescencia a mi tío Nicolás Gómez, un rubio intenso de pecas coloradas que siempre mantuvo muy en alto su buen oficio de tendero en la antigua colonia penal de Fundación.

Impresionado por mi buena reputación de caso perdido, me despedía con una bolsa de mercado bien provista para proseguir el viaje. Rafael Arias llegaba siempre de paso y deprisa en una mula y en ropas de montar, apenas con el tiempo para un café de pie en la cocina. A los otros los encontré desperdigados en los viajes de nostalgia que hice más tarde por los pueblos de la Provincia para escribir mis primeras novelas, y siempre eché de menos la cruz de ceniza en la frente como una señal inconfundible de la identidad familiar.

Años después de muertos los abuelos y abandonada a su suerte la casa señorial, llegué a Fundación en el tren de la noche y me senté en el único puesto de comida abierto a esas horas en la estación.

Quedaba poco que servir, pero la dueña improvisó un buen plato en mi honor. Era dicharachera y servicial, y en el fondo de esas virtudes mansas me pareció percibir el carácter fuerte de las mujeres de la tribu. Lo confirmé años después: la guapa mesonera era Sara Noriega, otra de mis tías desconocidas.

Apolinar, el antiguo esclavo pequeño y macizo a quien siempre recordé como un tío, desapareció de la casa durante años, y una tarde reapareció sin motivo, vestido de luto con un traje de paño negro y un sombrero enorme, también negro, hundido hasta los ojos taciturnos. Al pasar por la cocina dijo que venía para el entierro, pero nadie lo entendió hasta el día siguiente, cuando llegó la noticia de que el abuelo acababa de morir en Santa Marta, adonde lo habían llevado de urgencia y en secreto.

El único de los tíos que tuvo una resonancia pública fue el mayor de todos y el único conservador, José María Valdeblánquez, que había sido senador de la República durante la guerra de los Mil Días, y en esa condición asistió a la firma de la rendición liberal en la cercana finca de Neerlandia. Frente a él, en el lado de los vencidos, estaba su padre.

Creo que la esencia de mi modo de ser y de pensar se la debo en realidad a las mujeres de la familia y a las muchas de la servidumbre que pastorearon mi infancia. Eran de carácter fuerte y corazón tierno, y me trataban con la naturalidad del paraíso terrenal. Entre las muchas que recuerdo, Lucía fue la única que me sorprendió con su malicia pueril, cuando me llevó al callejón de los sapos y se alzó la bata hasta la cintura para mostrarme su pelambre cobriza y desgreñada. Sin embargo, lo que en realidad me llamó la atención fue la mancha de carate que se extendía por su vientre como un mapamundi de dunas moradas y océanos amarillos. Las otras parecían arcángeles de la pureza: se cambiaban de ropa delante de mí, me bañaban mientras se bañaban, me sentaban en mi bacinilla y se sentaban en las suyas frente a mí para desahogarse de sus secretos, sus penas, sus rencores, como si yo no entendiera, sin darse cuenta de que lo sabía todo porque ataba los cabos que ellas mismas me dejaban sueltos.

Chon era de la servidumbre y de la calle. Había llegado de Barrancas con los abuelos cuando todavía era niña, había acabado de criarse en la cocina pero asimilada a la familia, y el trato que le daban era el de una tía chaperona desde que hizo la peregrinación a la Provincia con mi madre enamorada. En sus últimos años se mudó a un cuarto propio en la parte más pobre del pueblo, por la gracia de su real gana, y vivía de vender en la calle desde el amanecer las bolas de maíz molido para las arepas, con un pregón que se volvió familiar en el silencio de la madrugada: «Las masitas heladas de la vieja Chon…».

Tenía un bello color de india y desde siempre pareció en los puros huesos, y andaba a pie descalzo, con un turbante blanco y envuelta en sábanas almidonadas. Caminaba muy despacio por la mitad de la calle, con una escolta de perros mansos y callados que avanzaban dando vueltas alrededor de ella.

Terminó incorporada al folclor del pueblo. En unos carnavales apareció un disfraz idéntico a ella, con sus sábanas y su pregón, aunque no lograron amaestrar una guardia de perros como la suya. Su grito de las masitas heladas se volvió tan popular que fue motivo de una canción de acordeoneros. Una mala mañana dos perros bravos atacaron a los suyos, y éstos se defendieron con tal ferocidad que Chon cayó por tierra con la espina dorsal fracturada. No sobrevivió, a pesar de los muchos recursos médicos que le procuró mi abuelo.

Otro recuerdo revelador en aquel tiempo fue el parto de Matilde Armenta, una lavandera que trabajó en la casa cuando yo tenía unos seis años. Entré en su cuarto por equivocación y la encontré desnuda y despernancada en una cama de lienzo, y aullando de dolor entre una pandilla de comadres sin orden ni razón que se habían repartido su cuerpo para ayudarla a parir a gritos. Una le enjugaba el sudor de la cara con una toalla mojada, otras le sujetaban a la fuerza los brazos y las piernas y le daban masajes en el vientre para apresurar el parto. Santos Villero, impasible en medio del desorden, murmuraba oraciones de buena mar con los ojos cerrados mientras parecía excavar entre los muslos de la parturienta. El calor era insoportable en el cuarto lleno de humo por las ollas de agua hirviendo que llevaban de la cocina. Permanecí en un rincón, repartido entre el susto y la curiosidad, hasta que la partera sacó por los tobillos una cosa en carne viva como un ternero de vientre con una tripa sanguinolenta colgada del ombligo. Una de las mujeres me descubrió entonces en el rincón y me sacó a rastras del cuarto.

– Estás en pecado mortal -me dijo. Y me ordenó con un dedo amenazante-: No vuelvas a acordarte de lo que viste.

En cambio, la mujer que de verdad me quitó la inocencia no se lo propuso ni lo supo nunca. Se llamaba Trinidad, era hija de alguien que trabajaba en la casa, y empezaba apenas a florecer en una primavera mortal. Tenía unos trece años, pero todavía usaba los trajes de cuando tenía nueve, y le quedaban tan ceñidos al cuerpo que parecía más desnuda que sin ropa. Una noche en que estábamos solos en el patio irrumpió de pronto una música de banda en la casa vecina y Trinidad me sacó a bailar con un abrazo tan apretado que me dejó sin aire. No sé qué fue de ella, pero todavía hoy me despierto en mitad de la noche perturbado por la conmoción, y sé que podría reconocerla en la oscuridad por el tacto de cada pulgada de su piel y su olor de animal. En un instante tomé conciencia de mi cuerpo con una clarividencia de los instintos que nunca más volví a sentir, y que me atrevo a recordar como una muerte exquisita. Desde entonces supe de alguna manera confusa e irreal que había un misterio insondable que yo no conocía, pero me perturbaba como si lo supiera. Por el contrario, las mujeres de la familia me condujeron siempre por el rumbo árido de la castidad.

La pérdida de la inocencia me enseñó al mismo tiempo que no era el Niño Dios quien nos traía los juguetes en la Navidad, pero tuve el cuidado de no decirlo. A los diez años, mi padre me lo reveló como un secreto de adultos, porque daba por hecho que lo sabía, y me llevó a las tiendas de la Nochebuena para escoger los juguetes de mis hermanos. Lo mismo me había sucedido con el misterio del parto antes de asistir al de Matilde Amenta: me atoraba de risa cuando decían que a los niños los traía de París una cigüeña. Pero debo confesar que ni entonces ni ahora he logrado relacionar el parto con el sexo. En todo caso, pienso que mi intimidad con la servidumbre pudo ser el origen de un hilo de comunicación secreta que creo tener con las mujeres, y que a lo largo de la vida me ha permitido sentirme más cómodo y seguro entre ellas que entre hombres. También de allí puede venir mi convicción de que son ellas las que sostienen el mundo, mientras los hombres lo desordenamos con nuestra brutalidad histórica.

Sara Emilia Márquez, sin saberlo, tuvo algo que ver con mi destino. Perseguida desde muy joven por pretendientes que ni siquiera se dignaba mirar, se decidió por el primero que le pareció bien, y para siempre. El elegido tenía algo en común con mi padre, pues era un forastero que llegó no se sabía de dónde ni cómo, con una buena hoja de vida, pero sin recursos conocidos. Se llamaba José del Carmen Uribe Vergel, pero a veces sólo se firmaba como J. del C. Pasó algún tiempo antes de saberse quién era en realidad y de dónde venía, hasta que se supo por los discursos de encargo que escribía para funcionarios públicos, y por los versos de amor que publicaba en su propia revista cultural, cuya frecuencia dependía de la voluntad de Dios. Desde que apareció en la casa sentí una grande admiración por su fama de escritor, el primero que conocí en mi vida. De inmediato quise ser igual a él, y no estuve contento hasta que la tía Mama aprendió a peinarme como él.

Fui el primero de la familia que supo de sus amores secretos, una noche en que entró en la casa de enfrente donde yo jugaba con amigos. Me llamó aparte, en un estado de tensión evidente, y me dio una carta para Sara Emilia. Yo sabía que estaba sentada en la puerta de nuestra casa atendiendo la visita de una amiga. Atravesé la calle, me escondí detrás de uno de los almendros y arrojé la carta con tal precisión que le cayó en el regazo. Asustada, levantó las manos, pero el grito se le quedó en la garganta cuando reconoció la letra del sobre. Sara Emilia y J. del C. fueron amigos míos desde entonces.

Elvira Carrillo, hermana gemela del tío Esteban, torcía y exprimía una caña de azúcar con las dos manos y le sacaba el jugo con la fuerza de un trapiche. Tenía más fama por su franqueza brutal que por la ternura con que sabía entretener a los niños, sobre todo a mi hermano Luis Enrique, un año menor que yo, de quien fue al mismo tiempo soberana y cómplice, y quien la bautizó con el nombre inescrutable de tía Pa. Su especialidad fueron siempre los problemas imposibles. Ella y Esteban fueron los primeros que llegaron a la casa de Cataca, pero mientras él encontró su rumbo en toda clase de oficios y negocios fructíferos, ella se quedó de tía indispensable en la familia sin darse cuenta nunca de que lo fue. Desaparecía cuando no era necesaria, pero cuando lo era no se supo nunca cómo ni de dónde salía. En sus malos momentos hablaba sola mientras meneaba la olla, y revelaba en voz alta dónde estaban las cosas que se daban por perdidas. Se quedó en la casa cuando acabó de enterrar a los mayores, mientras la maleza devoraba el espacio palmo a palmo y los animales erraban por los dormitorios, perturbada desde la medianoche por una tos de ultratumba en el cuarto vecino.

Francisca Simodosea -la tía Mama-, la generala de la tribu que murió virgen a los setenta y nueve años, era distinta de todos en sus hábitos y su lenguaje. Pues su cultura no era de la Provincia, sino del paraíso feudal de las sabanas de Bolívar, adonde su padre, José María Mejía Vidal, había emigrado muy joven desde Riohacha con sus artes de orfebrería. Se había dejado crecer hasta las corvas su cabellera de cerdas retintas que se resistieron a las canas hasta muy avanzada la vejez. Se la lavaba con aguas de esencias una vez por semana, y se sentaba a peinarse en la puerta de su dormitorio en un ceremonial sagrado de varias horas, consumiendo sin sosiego unas calillas de tabaco basto que fumaba al revés, con el fuego dentro de la boca, como lo hacían las tropas liberales para no ser descubiertos por el enemigo en la oscuridad de la noche. También su modo de vestir era distinto, con pollerines y corpiños de hilo inmaculado y babuchas de pana.

Al contrario del purismo castizo de la abuela, la lengua de Mama era la más suelta de la jerga popular. No la disimulaba ante nadie ni en circunstancia alguna, y a cada quien le cantaba las verdades en su cara. Incluida una monja, maestra de mi madre en el internado de Santa Marta, a quien paró en seco por una impertinencia baladí: «Usted es de las que confunden el culo con las témporas». Sin embargo, siempre se las arregló de tal modo que nunca pareció grosera ni insultante.

Durante media vida fue la depositaría de las llaves del cementerio, asentaba y expedía las partidas de defunción y hacía en casa las hostias para la misa. Fue la única persona de la familia, de cualquier sexo, que no parecía tener atravesada en el corazón una pena de amor contrariado. Tomamos conciencia de eso una noche en que el médico se preparaba a ponerle una sonda, y ella se lo impidió por una razón que entonces no entendí: «Quiero advertirle, doctor, que nunca conocí hombre».

Desde entonces seguí oyéndosela con frecuencia, pero nunca me pareció gloriosa ni arrepentida, sino como un hecho cumplido que no dejó rastro alguno en su vida. En cambio, era una casamentera redomada que debió sufrir en su juego doble de hacerle el cuarto a mis padres sin ser desleal con Mina.

Tengo la impresión de que se entendía mejor con los niños que con los adultos. Fue ella quien se ocupó de Sara Emilia hasta que ésta se mudó sola al cuarto de los cuadernos de Calleja. Entonces nos acogió a Margot y a mí en su lugar, aunque la abuela siguió a cargo de mi aseo personal y el abuelo se ocupaba de mi formación de hombre.

Mi recuerdo más inquietante de aquellos tiempos es el de la tía Petra, hermana mayor del abuelo, que se fue de Riohacha a vivir con ellos cuando se quedó ciega. Vivía en el cuarto contiguo a la oficina, donde más tarde estuvo la platería, y desarrolló una destreza mágica para manejarse en sus tinieblas sin ayuda de nadie. Aún la recuerdo como si hubiera sido ayer, caminando sin bastón como con sus dos ojos, lenta pero sin dudas, y guiándose sólo por los distintos olores. Reconocía su cuarto por el vapor del ácido muriático en la platería contigua, el corredor por el perfume de los jazmines del jardín, el dormitorio de los abuelos por el olor del alcohol de madera que ambos usaban para frotarse el cuerpo antes de dormir, el cuarto de la tía Mama por el olor del aceite en las lámparas del altar y, al final del corredor, el olor suculento de la cocina. Era esbelta y sigilosa, con una piel de azucenas marchitas, una cabellera radiante color de nácar que llevaba suelta hasta la cintura, y de la cual se ocupaba ella misma. Sus pupilas verdes y diáfanas de adolescente cambiaban de luz con sus estados de ánimo. De todos modos eran paseos casuales, pues estaba todo el día en el cuarto con la puerta entornada y casi siempre sola. A veces cantaba en susurros para sí misma, y su voz podía confundirse con la de Mina, pero sus canciones eran distintas y más tristes. A alguien le oí decir que eran romanzas de Riohacha, pero sólo de adulto supe que en realidad las inventaba ella misma a medida que las cantaba. Dos o tres veces no pude resistir la tentación de entrar en su cuarto sin que nadie se diera cuenta, pero no la encontré. Años después durante una de mis vacaciones de bachiller, le conté aquellos recuerdos a mi madre, y ella se apresuró a persuadirme de mi error. Su razón era absoluta, y pude comprobarla sin cenizas de duda: la tía Petra había muerto cuando yo no tenía dos años.

A la tía Wenefrida la llamábamos Nana, y era la más alegre y simpática de la tribu, pero sólo consigo evocarla en su lecho de enferma. Estaba casada con Rafael Quintero Ortega -el tío Quinte-, un abogado de pobres nacido en Chía, a unas quince leguas de Bogotá y a la misma altura sobre el nivel del mar. Pero se adaptó tan bien al Caribe que en el infierno de Cataca necesitaba botellas de agua caliente en los pies para dormir en la fresca de diciembre. La familia se había repuesto ya de la desgracia de Medardo Pacheco cuando al tío Quinte le tocó padecer la suya por matar al abogado de la parte contraria en un litigio judicial. Tenía una imagen de hombre bueno y pacífico, pero el adversario lo hostigó sin tregua, y no le quedó más recurso que armarse. Era tan menudo y óseo que calzaba zapatos de niño, y sus amigos le hacían burlas cordiales porque el revólver le abultaba como un cañón debajo de la camisa. El abuelo lo previno en serio con su frase célebre: «Usted no sabe lo que pesa un muerto».

Pero el tío Quinte no tuvo tiempo de pensarlo cuando el enemigo le cerró el paso con gritos de energúmeno en la antesala del juzgado, y se le echó encima con su cuerpo descomunal. «Ni siquiera me di cuenta de cómo saqué el revólver y disparé al aire con las dos manos y los ojos cerrados», me dijo el tío Quinte poco antes de su muerte centenaria. «Cuando abrí los ojos -me contó- todavía lo vi de pie, grande y pálido, y fue como desmoronándose muy despacio hasta que quedó sentado en el suelo.» Hasta entonces no se había dado cuenta el tío Quinte de que le había acertado en el centro de la frente. Le pregunté qué había sentido cuando lo vio caer, y me sorprendió su franqueza:

– ¡Un inmenso alivio!

Mi último recuerdo de su esposa Wenefrida fue el de una noche de grandes lluvias en que la exorcizó una hechicera. No era una bruja convencional sino una mujer simpática, bien vestida a la moda, que espantaba con un ramo de ortigas los malos humores del cuerpo mientras cantaba un conjuro como una canción de cuna. De pronto, Nana se retorció con una convulsión profunda, y un pájaro del tamaño de un pollo y de plumas tornasoladas escapó de entre las sábanas. La mujer lo atrapó en el aire con un zarpazo maestro y lo envolvió en un trapo negro que llevaba preparado. Ordenó encender una hoguera en el traspatio, y sin ninguna ceremonia arrojó el pájaro entre las llamas.

Pero Nana no se repuso de sus males.

Poco después, la hoguera del patio volvió a encenderse cuando una gallina puso un huevo fantástico que parecía una bola de pimpón con un apéndice como el de un gorro frigio. Mi abuela lo identificó de inmediato: «Es un huevo de basilisco». Ella misma lo arrojó al fuego murmurando oraciones de conjuro.

Nunca pude concebir a los abuelos a una edad distinta de la que tenían en mis recuerdos de esa época. La misma de los retratos que les hicieron en los albores de la vejez, y cuyas copias cada vez más desvaídas se han transmitido como un rito tribal a través de cuatro generaciones prolíficas. Sobre todo los de la abuela Tranquilina, la mujer más crédula e impresionable que conocí jamás por el espanto que le causaban los misterios de la vida diaria. Trataba de amenizar sus oficios cantando con toda la voz viejas canciones de enamorados, pero las interrumpía de pronto con su grito de guerra contra la fatalidad:

– ¡Ave María Purísima!

Pues veía que los mecedores se mecían solos, que el fantasma de la fiebre puerperal se había metido en las alcobas de las parturientas, que el olor de los jazmines del jardín era como un fantasma invisible, que un cordón tirado al azar en el suelo tenía la forma de los números que podían ser el premio mayor de la lotería, que un pájaro sin ojos se había extraviado dentro del comedor y sólo pudieron espantarlo con La Magnífica cantada. Creía descifrar con claves secretas la identidad de los protagonistas y los lugares de las canciones que le llegaban de la Provincia. Se imaginaba desgracias que tarde o temprano sucedían, presentía quién iba a llegar de Riohacha con un sombrero blanco, o de Manaure con un cólico que sólo podía curarse con hiél de gallinazo, pues además de profeta de oficio era curandera furtiva.

Tenía un sistema muy personal para interpretar los sueños propios y ajenos que regían la conducta diaria de cada uno de nosotros y determinaban la vida de la casa. Sin embargo, estuvo a punto de morir sin presagios cuando quitó de un tirón las sábanas de su cama y se disparó el revólver que el coronel escondía bajo la almohada para tenerlo a mano mientras dormía. Por la trayectoria del proyectil que se incrustó en el techo se estableció que le había pasado a la abuela muy cerca de la cara.

Desde que tuve memoria sufrí la tortura matinal de que Mina me cepillara los dientes, mientras ella gozaba del privilegio mágico de quitarse los suyos para lavarlos, y dejarlos en un vaso de agua mientras dormía. Convencido de que era su dentadura natural que se quitaba y ponía por artes guajiras, hice que me mostrara el interior de la boca para ver cómo era por dentro el revés de los ojos, del cerebro, de la nariz, de los oídos, y sufrí la desilusión de no ver nada más que el paladar. Pero nadie me descifró el prodigio y por un buen tiempo me empeciné en que el dentista me hiciera lo mismo que a la abuela, para que ella me cepillara los dientes mientras yo jugaba en la calle.

Teníamos una especie de código secreto mediante el cual nos comunicábamos ambos con un universo invisible. De día, su mundo mágico me resultaba fascinante, pero en la noche me causaba un terror puro y simple: el miedo a la oscuridad, anterior a nuestro ser, que me ha perseguido durante toda la vida en caminos solitarios y aun en antros de baile del mundo entero. En la casa de los abuelos cada santo tenía su cuarto y cada cuarto tenía su muerto. Pero la única casa conocida de modo oficial como «La casa del muerto» era la vecina de la nuestra, y su muerto era el único que en una sesión de espiritismo se había identificado con su nombre humano: Alfonso Mora. Alguien cercano a él se tomó el trabajo de identificarlo en los registros de bautismos y defunciones, y encontró numerosos homónimos, pero ninguno dio señales de ser el nuestro. Aquélla fue durante años la casa cural, y prosperó el infundio de que el fantasma era el mismo padre Angarita para espantar a los curiosos que lo espiaban en sus andanzas nocturnas.

No alcancé a conocer a Meme, la esclava guajira que la familia llevó de Barrancas y que en una noche de tormenta se escapó con Alirio, su hermano adolescente, pero siempre oí decir que fueron ellos los que más salpicaron el habla de la casa con su lengua nativa. Su castellano enrevesado fue asombro de poetas, desde el día memorable en que encontró los fósforos que se le habían perdido al tío Juan de Dios y se los devolvió con su jerga triunfal:

– Aquí estoy, fósforo tuyo.

Costaba trabajo creer que la abuela Mina, con sus mujeres despistadas, fuera el sostén económico de la casa cuando empezaron a fallar los recursos. El coronel tenía algunas tierras dispersas que fueron ocupadas por colonos cachacos y él se negó a expulsarlos. En un apuro para salvar la honra de uno de sus hijos tuvo que hipotecar la casa de Cataca, y le costó una fortuna no perderla. Cuando ya no hubo para más, Mina siguió sosteniendo la familia a pulso con la panadería, los animalitos de caramelo que se vendían en todo el pueblo, las gallinas jabadas, los huevos de pato, las hortalizas del traspatio. Hizo un corte radical del servicio y se quedó con las más útiles. El dinero en efectivo terminó por no tener sentido en la tradición oral de la casa. De modo que cuando tuvieron que comprar un piano para mi madre a su regreso de la escuela, la tía Pa sacó la cuenta exacta en moneda doméstica: «Un piano cuesta quinientos huevos».

En medio de aquella tropa de mujeres evangélicas, el abuelo era para mí la seguridad completa. Sólo con él desaparecía la zozobra y me sentía con los pies sobre la tierra y bien establecido en la vida real. Lo raro, pensándolo ahora, es que yo quería ser como él, realista, valiente, seguro, pero nunca pude resistir la tentación constante de asomarme al mundo de la abuela. Lo recuerdo rechoncho y sanguíneo, con unas pocas canas en el cráneo reluciente, bigote de cepillo, bien cuidado, y unos espejuelos redondos con montura de oro. Era de hablar pausado, comprensivo y conciliador en tiempos de paz, pero sus amigos conservadores lo recordaban como un enemigo temible en las contrariedades de la guerra.

Nunca usó uniforme militar, pues su grado era revolucionario y no académico, pero hasta mucho después de las guerras usaba el liquilique, que era de uso común entre los veteranos del Caribe. Desde que se promulgó la ley de pensiones de guerra llenó los requisitos para obtener la suya, y tanto él como su esposa y sus herederos más cercanos siguieron esperándola hasta la muerte. Mi abuela Tranquilina, que murió lejos de aquella casa, ciega, decrépita y medio venática, me dijo en sus últimos momentos de lucidez: «Muero tranquila, porque sé que ustedes recibirán la pensión de Nicolasito».

Fue la primera vez que oí aquella palabra mítica que sembró en la familia el germen de las ilusiones eternas: la jubilación. Había entrado en la casa antes de mi nacimiento, cuando el gobierno estableció las pensiones para los veteranos de la guerra de los Mil Días. El abuelo en persona compuso el expediente, aun con exceso de testimonios jurados y documentos probatorios, y los llevó él mismo a Santa Marta para firmar el protocolo de la entrega. De acuerdo con los cálculos menos alegres, era una cantidad bastante para él y sus descendientes hasta la segunda generación. «No se preocupen -nos decía la abuela-, la plata de la jubilación ha de alcanzar para todo.» El correo, que nunca fue algo urgente en la familia, se convirtió entonces en un enviado de la Divina Providencia.

Yo mismo no conseguí eludirlo, con la carga de incertidumbre que llevaba dentro. Sin embargo, en ocasiones Tranquilina era de un temple que no correspondía en nada con su nombre. En la guerra de los Mil Días mi abuelo fue encarcelado en Riohacha por un primo hermano de ella que era oficial del ejército conservador. La parentela liberal, y ella misma, lo entendieron como un acto de guerra ante el cual no valía para nada el poder familiar. Pero cuando la abuela se enteró de que al marido lo tenían en el cepo como un criminal común, se le enfrentó al primo con un perrero y lo obligó a entregárselo sano y salvo.

El mundo del abuelo era otro bien distinto. Aun en sus últimos años parecía muy ágil cuando andaba por todos lados con su caja de herramientas para reparar los daños de la casa, o cuando hacía subir el agua del baño durante horas con la bomba manual del traspatio, o cuando se trepaba por las escaleras empinadas para comprobar la cantidad de agua en los toneles, pero en cambio me pedía que le atara los cordones de las botas porque se quedaba sin aliento cuando quería hacerlo él mismo. No murió por milagro una mañana en que trató de coger el loro cegato que se había trepado hasta los toneles. Había alcanzado atraparlo por el cuello cuando resbaló en la pasarela y cayó a tierra desde una altura de cuatro metros. Nadie se explicó cómo pudo sobrevivir con sus noventa kilos y sus cincuenta y tantos años.

Ése fue para mí el día memorable en que el médico lo examinó desnudo en la cama, palmo a palmo, y le preguntó qué era una vieja cicatriz de media pulgada que le descubrió en la ingle.

– Fue un balazo en la guerra -dijo el abuelo.

Todavía no me repongo de la emoción. Como no me repongo del día en que se asomó a la calle por la ventana de su oficina para conocer un famoso caballo de paso que querían venderle, y de pronto sintió que el ojo se le llenaba de agua.

Trató de protegerse con la mano y le quedaron en la palma unas pocas gotas de un líquido diáfano. No sólo perdió el ojo derecho, sino que mi abuela no permitió que comprara el caballo habitado por el diablo. Usó por poco tiempo un parche de pirata sobre la cuenca nublada hasta que el oculista se lo cambió por unos espejuelos bien graduados y le recetó un bastón de carreto que terminó por ser una seña de identidad, como el relojito de chaleco con leontina de oro, cuya tapa se abría con un sobresalto musical. Siempre fue del dominio público que las perfidias de los años que empezaban a inquietarlo no afectaron para nada sus mañas de seductor secreto y buen amante.

En el baño ritual de las seis de la mañana, que en sus últimos años tomó siempre conmigo, nos echábamos agua de la alberca con una totuma y terminábamos empapados del Agua Florida de Lanman y Kemps, que los contrabandistas de Curazao vendían por cajas a domicilio, como el brandy y las camisas de seda china. Alguna vez se le oyó decir que era el único perfume que usaba porque sólo lo sentía quien lo llevaba, pero no volvió a creerlo cuando alguien lo reconoció en una almohada ajena. Otra historia que oí repetir durante años fue la de una noche en que se había ido la luz y el abuelo se echó un frasco de tinta en la cabeza creyendo que era su Agua Florida.

Para los oficios diarios dentro de la casa usaba pantalones de dril con sus tirantes elásticos de siempre, zapatos suaves y una gorra de pana con visera. Para la misa del domingo, a la que faltó muy pocas veces y sólo por razones de fuerza mayor, o para cualquier efemérides o memorial diario, llevaba un vestido completo de lino blanco, con cuello de celuloide y corbata negra. Estas ocasiones escasas le valieron sin duda su fama de botarate y petulante. La impresión que tengo hoy es que la casa con todo lo que tenía dentro sólo existía para él, pues era un matrimonio ejemplar del machismo en una sociedad matriarcal, en la que el hombre es rey absoluto de su casa, pero la que gobierna es su mujer. Dicho sin más vueltas, él era el macho. Es decir: un hombre de una ternura exquisita en privado, de la cual se avergonzaba en público, mientras que su esposa se incineraba por hacerlo feliz.

Los abuelos hicieron otro viaje a Barranquilla por los días en que se celebró el primer centenario de la muerte de Simón Bolívar en diciembre de 1930. para asistir al nacimiento de mi hermana Aída Rosa, la cuarta de la familia. De regreso a Cataca llevaron consigo a Margot, con poco más de un año, y mis padres se quedaron con Luis Enrique y la recién nacida. Me costó trabajo acostumbrarme al cambio, porque Margot llegó a la casa como un ser de otra vida, raquítica y montuna, y con un mundo interior impenetrable. Cuando la vio Abigail -la madre de Luis Carmelo Correa- no entendió que mis abuelos se hubieran hecho cargo de semejante compromiso. «Esta niña es una moribunda», dijo. De todos modos decían lo mismo de mí, porque comía poco, porque parpadeaba, porque las cosas que contaba les parecían tan enormes que las creían mentiras, sin pensar que la mayoría eran ciertas de otro modo. Sólo años después me enteré de que el doctor Barboza era el único que me había defendido con un argumento sabio: «Las mentiras de los niños son señales de un gran talento».

Pasó mucho tiempo antes de que Margot se rindiera la vida familiar.

Se sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón menos pensado. Nada le llamaba la atención, salvo la campana del reloj, que a cada hora buscaba con sus grandes ojos de alucinada. No lograron que comiera en varios días. Rechazaba la comida sin dramatismo y a veces la tiraba en los rincones. Nadie entendía cómo estaba viva sin comer, hasta que se dieron cuenta de que sólo le gustaban la tierra húmeda del jardín y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas. Cuando la abuela lo descubrió puso hiél de vaca en los recodos más apetitosos del jardín y escondió ajíes picantes en las macetas. El padre Angarita la bautizó en la misma ceremonia con que ratificó el bautismo de emergencia que me habían hecho al nacer. Lo recibí de pie sobre una silla y soporté con valor la sal de cocina que el padre me puso en la lengua y la jarra de agua que me derramó en la cabeza.

Margot, en cambio, se sublevó por los dos con un chillido de fiera herida y una rebelión del cuerpo entero que padrinos y madrinas lograron controlar a duras penas sobre la pila bautismal.

Hoy pienso que ella, en su relación conmigo, tenía más uso de razón que los adultos entre ellos. Nuestra complicidad era tan rara que en más de una ocasión nos adivinábamos el pensamiento. Una mañana estábamos ella y yo jugando en el jardín cuando sonó el silbato del tren, como todos los días a las once. Pero esa vez sentí al oírlo la revelación inexplicable de que en ese tren llegaba el médico de la compañía bananera que meses antes me había dado una pócima de ruibarbo que me causó una crisis de vómitos. Corrí por toda la casa con gritos de alarma, pero nadie lo creyó. Salvo mi hermana Margot, que permaneció escondida conmigo hasta que el médico acabó de almorzar y se fue en el tren de regreso. «iAve María Purísima! -exclamó mi abuela cuando nos encontraron escondidos debajo de su cama-, con estos niños no se necesitan telegramas».

Nunca pude superar el miedo de estar solo, y mucho menos en la oscuridad, pero me parece que tenía un origen concreto, y es que en la noche se materializaban las fantasías y los presagios de la abuela. Todavía a los setenta años he vislumbrado en sueños el ardor de los jazmines en el corredor y el fantasma de los dormitorios sombríos, y siempre con el sentimiento que me estropeó la niñez: el pavor de la noche. Muchas veces he presentido, en mis insomnios del mundo entero, que yo también arrastro la condena de aquella casa mítica en un mundo feliz donde moríamos cada noche.

Lo más raro es que la abuela sostenía la casa con su sentido de la irrealidad. ¿Cómo era posible mantener aquel tren de vida con tan escasos recursos? Las cuentas no dan El coronel había aprendido el oficio de su padre quien a su vez lo había aprendido del suyo, y a pesar de la celebridad de sus pescaditos de oro que se veían por todas partes, no eran un buen negocio. Más aún: cuando yo era niño me daba la impresión de que sólo los hacía por ratos o cuando preparaba un regalo de bodas. La abuela decía que él sólo trabajaba para regalar. Sin embargo, su fama de buen funcionario quedó bien sentada cuando el Partido Liberal ganó el poder, y fue tesorero durante años y administrador de hacienda varias veces.

No puedo imaginarme un medio familiar más propicio para mi vocación que aquella casa lunática, en especial por el carácter de las numerosas mujeres que me criaron. Los únicos hombres éramos mi abuelo y yo, y él me inició en la triste realidad de los adultos con relatos de batallas sangrientas y explicaciones escolares del vuelo de los pájaros y los truenos del atardecer, y me alentó en mi afición al dibujo. Al principio dibujaba en las paredes, hasta que las mujeres de la casa pusieron el grito en el cielo: la pared y la muralla son el papel de la canalla. Mi abuelo se enfureció, e hizo pintar de blanco un muro de su platería y me compró lápices de colores, y más tarde un estuche de acuarelas, para que pintara a gusto, mientras él fabricaba sus célebres pescaditos de oro. Alguna vez le oí decir que el nieto iba a ser pintor, y no me llamó la atención, porque yo creía que los pintores eran sólo los que pintaban puertas.

Quienes me conocieron a los cuatro años dicen que era pálido y ensimismado, y que sólo hablaba para contar disparates, pero mis relatos eran en gran parte episodios simples de la vida diaria, que yo hacía más atractivos con detalles fantásticos para que los adultos me hicieran caso. Mi mejor fuente de inspiración eran las conversaciones que los mayores sostenían delante de mí, porque pensaban que no las entendía, o las que cifraban aposta para que no las entendiera. Y era todo lo contrario: yo las absorbía como una esponja, las desmontaba en piezas, las trastocaba para escamotear el origen, y cuando se las contaba a los mismos que las habían contado se quedaban perplejos por las coincidencias entre lo que yo decía y lo que ellos pensaban.

A veces no sabía qué hacer con mi conciencia y trataba de disimularlo con parpadeos rápidos. Tanto era así, que algún racionalista de la familia decidió que me viera un médico de la vista, el cual atribuyó mis parpadeos a una afección de las amígdalas, y me recetó un jarabe de rábano yodado que me vino muy bien para aliviar a los adultos. La abuela, por su parte, llegó a la conclusión providencial de que el nieto era adivino. Eso la convirtió en mi víctima favorita, hasta el día en que sufrió un vahído porque soñé de veras que al abuelo le había salido un pájaro vivo por la boca. El susto de que se muriera por culpa mía fue el primer elemento moderador de mi desenfreno precoz. Ahora pienso que no eran infamias de niño, como podía pensarse, sino técnicas rudimentarias de narrador en ciernes para hacer la realidad más divertida y comprensible.

Mi primer paso en la vida real fue el descubrimiento del futbol en medio de la calle o en algunas huertas vecinas. Mi maestro era Luis Carmelo Correa, que nació con un instinto propio para los deportes y un talento congénito para las matemáticas. Yo era cinco meses mayor, pero él se burlaba de mí porque crecía más, y más rápido que yo. Empezamos a jugar con pelotas de trapo y alcancé a ser un buen portero, pero cuando pasamos al balón de reglamento sufrí un golpe en el estómago con un tiro suyo tan potente, que hasta allí me llegaron las ínfulas. Las veces en que nos hemos encontrado de adultos he comprobado con una gran alegría que seguimos tratándonos como cuando éramos niños. Sin embargo, mi recuerdo más impresionante de esa época fue el paso fugaz del superintendente de la compañía bananera en un suntuoso automóvil descubierto, junto a una mujer de largos cabellos dorados, sueltos al viento, y con un pastor alemán sentado como un rey en el asiento de honor. Eran apariciones instantáneas de un mundo remoto e inverosímil que nos estaba vedado a los mortales.

Empecé a ayudar la misa sin demasiada credulidad, pero con un rigor que tal vez me lo abonen como un ingrediente esencial de la fe. Debió ser por esas buenas virtudes que me llevaron a los seis años con el padre Angarita para iniciarme en los misterios de la primera comunión. Me cambió la vida. Empezaron a tratarme como a un adulto, y el sacristán mayor me enseñó a ayudar la misa. Mi único problema fue que no pude entender en qué momento debía tocar la campana, y la tocaba cuando se me ocurría por pura y simple inspiración. A la tercera vez, el padre se volvió hacia mí y me ordenó de un modo áspero que no la tocara más. La parte buena del oficio era cuando el otro monaguillo, el sacristán y yo nos quedábamos solos para poner orden en la sacristía y nos comíamos las hostias sobrantes con un vaso de vino.

La víspera de la primera comunión el padre me confesó sin preámbulos, sentado como un Papa de verdad en la poltrona tronal, y yo arrodillado frente a él en un cojín de peluche. Mi conciencia del bien y del mal era bastante simple, pero el padre me asistió con un diccionario de pecados para que yo contestara cuáles había cometido y cuáles no. Creo que contesté bien hasta que me preguntó si no había hecho cosas inmundas con animales. Tenía la noción confusa de que algunos mayores cometían con las burras algún pecado que nunca había entendido, pero sólo aquella noche aprendí que también era posible con las gallinas. De ese modo, mi primer paso para la primera comunión fue otro tranco grande en la pérdida de la inocencia, y no encontré ningún estímulo para seguir de monaguillo.

Mi prueba de fuego fue cuando mis padres se mudaron para Cataca con Luis Enrique y Aída, mis otros dos hermanos. Margot, que apenas se acordaba de papá, le tenía terror. Yo también, pero conmigo fue siempre más cauteloso. Sólo una vez se quitó el cinturón para azotarme, y yo me paré en posición de firmes, me mordí los labios y lo miré a los ojos dispuesto a soportar lo que fuera para no llorar. El bajó el brazo, y empezó a ponerse el cinturón mientras me recriminaba entre dientes por lo que había hecho. En nuestras largas conversaciones de adultos me confesó que le dolía mucho azotarnos, pero que tal vez lo hacía por el terror de que saliéramos torcidos. En sus buenos momentos era divertido. Le encantaba contar chistes en la mesa, y algunos muy buenos, pero los repetía tanto que un día Luis Enrique se levantó y dijo:

Me avisan cuando acaben de reírse.

Sin embargo, la azotaina histórica fue la noche en que no apareció en la casa de los padres ni en la de los abuelos, y lo buscaron en medio pueblo hasta que lo encontraron en el cine. Celso Daza, el vendedor de refrescos, le había servido uno de zapote a las ocho de la noche y él había desaparecido sin pagar y con el vaso. La fritanguera le vendió una empanada y lo vio poco después conversando con el portero del cine, que lo dejó entrar gratis porque le había dicho que su papá lo esperaba dentro. La película era Drácula, con Carlos Villanas, Lupita Tovar, dirigida por George Melford. Durante años me contó Luis Enrique su terror en el instante en que encendieron las luces del teatro cuando el conde Drácula iba a hincar sus colmillos de vampiro en el cuello de la bella. Estaba en el sitio más escondido que encontró libre en la galería, y desde allí vio a papá y al abuelo buscando fila por fila en las lunetas, con el dueño del cine y dos agentes de la policía. Estaban a punto de rendirse cuando Papalelo lo descubrió en la última fila del gallinero y lo señaló con el bastón:

– iAhí está!

Papá lo sacó agarrado por el pelo, y la cueriza que le dio en la casa quedó como un escarmiento legendario en la historia de la familia. Mi terror y admiración por aquel acto de independencia de mi hermano me quedaron vivos para siempre en la memoria. Pero él parecía sobrevivir a todo cada vez más heroico. Sin embargo, hoy me intriga que su rebeldía no se manifestaba en las raras épocas en que papá no estuvo en la casa. Me refugié más que nunca en la sombra del abuelo. Siempre estábamos juntos, durante las mañanas en la platería o en su oficina de administrador de hacienda, donde me asignó un oficio feliz: dibujar los hierros de las vacas que se iban a sacrificar, y lo tomaba con tanta seriedad que me cedía el puesto en el escritorio. A la hora del almuerzo, con todos los invitados, nos sentábamos siempre en la cabecera, él con su jarro grande de aluminio para el agua helada y yo con una cuchara de plata que me servía para todo. Llamaba la atención que si quería un pedazo de hielo metía la mano en el jarro para cogerlo, y en el agua quedaba una nata de grasa. Mi abuelo me defendía: «El tiene todos los derechos».

A las once íbamos a la llegada del tren, pues su hijo Juan de Dios, que seguía viviendo en Santa Marta, le mandaba una carta cada día con el conductor de turno, que cobraba cinco centavos. El abuelo la contestaba por otros cinco centavos en el tren de regreso. En la tarde. cuando bajaba el sol, me llevaba de la mano a hacer sus diligencias personales, íbamos a la peluquería -que era el cuarto de hora más largo de la infancia-; a ver los cohetes de las fiestas patrias -que me aterrorizaban-; a las procesiones de la Semana Santa -con el Cristo muerto que desde siempre creí de carne y hueso-. Yo usaba entonces una cachucha a cuadros escoceses, igual a una del abuelo, que Mina me había comprado para que me pareciera más a él. Tan bien lo logró que el tío Quinte nos veía como una sola persona con dos edades distintas.

A cualquier hora del día el abuelo me llevaba de compras al comisariato suculento de la compañía bananera. Allí conocí los pargos, y por primera vez puse la mano sobre el hielo y me estremeció el descubrimiento de que era frío. Era feliz comiendo lo que se me antojaba, pero me aburrían las partidas de ajedrez con el Belga y las conversaciones políticas. Ahora me doy cuenta, sin embargo, de que en aquellos largos paseos veíamos dos mundos distintos. Mi abuelo veía el suyo en su horizonte, y yo veía el mío a la altura de mis ojos. El saludaba a sus amigos en los balcones y yo anhelaba los juguetes de los cacharreros expuestos en los andenes.

A la prima noche nos demorábamos en el fragor universal de Las Cuatro Esquinas, él conversando con don Antonio Daconte, que lo recibía de pie en la puerta de su tienda abigarrada, y yo asombrado con las novedades del mundo entero. Me enloquecían los magos de feria que sacaban conejos de los sombreros, los tragadores de candela, los ventrílocuos que hacían hablar a los animales, los acordeoneros que cantaban a gritos las cosas que sucedían en la Provincia. Hoy me doy cuenta de que uno de ellos, muy viejo y con una barba blanca, podía ser el legendario Francisco el Hombre.

Cada vez que la película le parecía apropiada, don Antonio Daconte nos invitaba a la función tempranera de su salón Olympia, para alarma de la abuela, que lo tenía como un libertinaje impropio para un nieto inocente. Pero Papalelo persistió, y al día siguiente me hacía contar la película en la mesa, me corregía los olvidos y errores y me ayudaba a reconstruir los episodios difíciles. Eran atisbos de arte dramático que sin duda de algo me sirvieron, sobre todo cuando empecé a dibujar tiras cómicas desde antes de aprender a escribir. Al principio me lo celebraban como gracias pueriles, pero me gustaban tanto los aplausos fáciles de los adultos, que éstos terminaron por huirme cuando me sentían llegar. Más tarde me sucedió lo mismo con las canciones que me obligaban a cantar en bodas y cumpleaños.

Antes de dormir pasábamos un buen rato por el taller del Belga, un anciano pavoroso que apareció en Aracataca después de la primera guerra mundial, y no dudo de que fuera belga por el recuerdo que tengo de su acento aturdido y sus nostalgias de navegante. El otro ser vivo en su casa era un gran danés, sordo y pederasta, que se llamaba como el presidente de los Estados Unidos: Woodrow Wilson. Al Belga lo conocí a mis cuatro años, cuando mi abuelo iba a jugar con él unas partidas de ajedrez mudas e interminables. Desde la primera noche me asombró que no había en su casa nada que yo supiera para qué servía. Pues era un artista de todo que sobrevivía entre el desorden de sus propias obras: paisajes marinos al pastel, fotografías de niños en cumpleaños y primeras comuniones, copias de joyas asiáticas, figuras hechas con cuernos de vaca, muebles de épocas y estilos dispersos, encaramados unos encima de otros.

Me llamó la atención su pellejo pegado al hueso, del mismo color amarillo solar del cabello y con un mechón que le caía en la cara y le estorbaba para hablar. Fumaba una cachimba de lobo de mar que solo encendía para el ajedrez, y mi abuelo decía que era una trampa para aturdir al adversario. Tenía un ojo de vidrio desorbitado que parecía más pendiente del interlocutor que el ojo sano. Estaba inválido desde la cintura, encorvado hacia delante y torcido hacia su izquierda, pero navegaba como un pescado por entre los escollos de sus talleres, más colgado que sostenido en las muletas de palo. Nunca le oí hablar de sus navegaciones, que al parecer eran muchas e intrépidas. La única pasión que se le conocía fuera de su casa era la del cine, y no faltaba a ninguna película de cualquier clase los fines de semana.

Nunca lo quise, y menos durante las partidas de ajedrez en que se demoraba horas para mover una pieza mientras yo me derrumbaba de sueño. Una noche lo vi tan desvalido que me asaltó el presagio de que iba a morirse muy pronto, y sentí lástima por él. Pero con el tiempo llegó a pensar tanto las jugadas que terminé queriendo de todo corazón que se muriera.

Por esa época el abuelo colgó en el comedor el cuadro del Libertador Simón Bolívar en cámara ardiente. Me costó trabajo entender que no tuviera el sudario de los muertos que yo había visto en los velorios, sino que estaba tendido en un escritorio de oficina con el uniforme de sus días de gloria. Mi abuelo me sacó de dudas con una frase terminal:

– El era distinto.

Luego, con una voz trémula que no parecía la suya, me leyó un largo poema colgado junto al cuadro, del cual sólo recordé para siempre los versos finales: «Tú, Santa Marta, fuiste hospitalaria, y en tu regazo, tú le diste siquiera ese pedazo de las playas del mar para morir». Desde entonces, y por muchos años, me quedó la idea de que a Bolívar lo habían encontrado muerto en la playa. Fue mi abuelo quien me enseñó y me pidió no olvidar jamás que aquél fue el hombre más grande que nació en la historia del mundo. Confundido por la discrepancia de su frase con otra que la abuela me había dicho con un énfasis igual, le pregunté al abuelo si Bolívar era más grande que Jesucristo. El me contestó moviendo la cabeza sin la convicción de antes:

– Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Ahora sé que había sido mi abuela quien le impuso a su marido que me llevara con él en sus paseos vespertinos, pues estaba segura de que eran pretextos para visitar a sus amantes reales o supuestas. Es probable que algunas veces le sirviera de coartada, pero la verdad es que nunca fue conmigo a ningún lugar que no estuviera en el itinerario previsto. Sin embargo, tengo la imagen nítida de una noche en que pasé por azar de la mano de alguien frente a una casa desconocida, y vi al abuelo sentado como dueño y señor en la sala. Nunca pude entender por qué me estremeció la clarividencia de que no debía contárselo a nadie. Hasta el sol de hoy.

Fue también el abuelo quien me hizo el primer contacto con la letra escrita a los cinco años, una tarde en que me llevó a conocer los animales de un circo que estaba de paso en Cataca bajo una carpa grande como una iglesia. El que más me llamó la atención fue un rumiante maltrecho y desolado con una expresión de madre espantosa.

– Es un camello -me dijo el abuelo.

Alguien que estaba cerca le salió al paso:

– Perdón, coronel, es un dromedario.

Puedo imaginarme ahora cómo debió sentirse el abuelo porque alguien lo hubiera corregido en presencia del nieto. Sin pensarlo siquiera, lo superó con una pregunta digna:

– ¿Cuál es la diferencia?

– No la sé -le dijo el otro-, pero éste es un dromedario.

El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía serlo, pues se había fugado de la escuela pública de Riohacha para irse a tirar tiros en una de las incontables guerras civiles del Caribe. Nunca volvió a estudiar, pero toda la vida fue consciente de sus vacíos y tenía una avidez de conocimientos inmediatos que compensaba de sobra sus defectos. Aquella tarde del circo volvió abatido a la oficina y consultó el diccionario con una atención infantil. Entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia entre un dromedario y un camello. Al final me puso el glorioso tumbaburros en el regazo y me dijo:

– Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca.

Era un mamotreto ilustrado con un atlante colosal en el lomo, y en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. Yo no sabía leer ni escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía el coronel si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos. En la iglesia me había asombrado el tamaño del misal, pero el diccionario era más grueso. Fue como asomarme al mundo entero por primera vez.

– ¿Cuántas palabras tendrá? -pregunté.

– Todas -dijo el abuelo.

La verdad es que yo no necesitaba entonces de la palabra escrita, porque lograba expresar con dibujos todo lo que me impresionaba. A los cuatro años había dibujado a un mago que le cortaba la cabeza a su mujer y se la volvía a pegar, como lo había hecho Richardine a su paso por el salón Olympia. La secuencia gráfica empezaba con la decapitación a serrucho, seguía con la exhibición triunfal de la cabeza sangrante y terminaba con la mujer que agradecía los aplausos con la cabeza puesta. Las historietas gráficas estaban ya inventadas pero sólo las conocí más tarde en el suplemento en colores de los periódicos dominicales. Entonces empecé a inventar cuentos dibujados y sin diálogos. Sin embargo, cuando el abuelo me regaló el diccionario me despertó tal curiosidad por las palabras que lo leía como una novela, en orden alfabético y sin entenderlo apenas. Así fue mi primer contacto con el que habría de ser el libro fundamental en mi destino de escritor.

A los niños se les cuenta un primer cuento que en realidad les llama la atención, y cuesta mucho trabajo que quieran escuchar otro. Creo que éste no es el caso de los niños narradores, y no fue el mío. Yo quería mas. La voracidad con que oía los cuentos me dejaba siempre esperando uno mejor al día siguiente, sobre todo los que tenían que ver con los misterios de la historia sagrada.

Cuanto me sucedía en la calle tenía una resonancia enorme en la casa. Las mujeres de la cocina se lo contaban a los forasteros que llegaban en el tren -que a su vez traían otras cosas que contar- y todo junto se incorporaba al torrente de la tradición oral. Algunos hechos se conocían primero por los acordeoneros que los cantaban en las ferias, y que los viajeros recontaban y enriquecían. Sin embargo, el más impresionante de mi infancia me salió al paso un domingo muy temprano, cuando íbamos para la misa, en una frase descaminada de mi abuela:

– El pobre Nicolasito se va a perder la misa de Pentecostés.

Me alegré, porque la misa de los domingos era demasiado larga para mi edad, y los sermones del padre Angarita a quien tanto quise de niño, me parecían soporíferos. Pero fue una ilusión vana, pues el abuelo me llevó casi a rastras hasta el taller del Helga, con mi vestido de pana verde que me habían puesto para la misa, y me apretaba en la entrepierna. Los agentes de guardia reconocieron al abuelo desde lejos y le abrieron la puerta con la fórmula ritual:

– Pase usted, coronel.

Sólo entonces me enteré de que el Belga había aspirado una pócima de cianuro de oro -que compartió con su perro- después de ver Sin novedad en el frente, la película de Lewis Milestone sobre la novela de Erich María Remarque. La intuición popular, que siempre encuentra la verdad hasta donde no es posible, entendió y proclamó que el Belga no había resistido la conmoción de verse a sí mismo revolcándose con su patrulla descuartizada en un pantano de Normandía.

La pequeña sala de recibo estaba en penumbra por las ventanas cerradas, pero la luz temprana del patio iluminaba el dormitorio, donde el alcalde con otros dos agentes esperaban al abuelo. Allí estaba el cadáver cubierto con una manta en un catre de campamento, y las muletas al alcance de la mano, donde el dueño las dejó antes de acostarse a morir. A su lado, sobre un banquillo de madera, estaba la cubeta donde había vaporizado el cianuro y un papel con letras grandes dibujadas a pincel: «No culpen a ninguno, me mato por majadero». Los trámites legales y los pormenores del entierro, resueltos deprisa por el abuelo, no duraron más de diez minutos. Para mí, sin embargo, fueron los diez minutos más impresionantes que habría de recordar en mi vida.

Lo primero que me estremeció desde la entrada fue el olor del dormitorio. Sólo mucho después vine a saber que era el olor de las almendras amargas del cianuro que el Belga había inhalado para morir. Pero ni ésa ni ninguna otra impresión habría de ser más intensa y perdurable que la visión del cadáver cuando el alcalde apartó la manta para mostrárselo al abuelo. Estaba desnudo, tieso y retorcido, con el pellejo áspero cubierto de pelos amarillos, y los ojos de aguas mansas que nos miraban como si estuvieran vivos. Ese pavor de ser visto desde la muerte me estremeció durante años cada vez que pasaba junto a las tumbas sin cruces de los suicidas enterrados fuera del cementerio por disposición de la Iglesia. Sin embargo, lo que más volvió a mi memoria con su carga de horror a la vista del cadáver fue el tedio de las noches en su casa. Tal vez por eso le dije a mi abuelo cuando abandonamos la casa:

– El Belga ya no volverá a jugar ajedrez.

Fue una idea fácil, pero mi abuelo la contó en familia como una ocurrencia genial. Las mujeres la divulgaban con tanto entusiasmo que durante algún tiempo huía de las visitas por el temor de que lo contaran delante de mí o me obligaran a repetirlo. Esto me reveló, además, una condición de los adultos que había de serme muy útil como escritor: cada quien lo contaba con detalles nuevos, añadidos por su cuenta, hasta el punto de que las diversas versiones terminaban por ser distintas de la original. Nadie se imagina la compasión que siento desde entonces por los pobres niños declarados genios por sus padres, que los hacen cantar en las visitas, imitar voces de pájaros e incluso mentir por divertir. Hoy me doy cuenta, sin embargo, de que aquella frase tan simple fue mi primer éxito literario.

Esa era mi vida en 1932, cuando se anunció que las tropas del Perú, bajo el régimen militar del general Luis Miguel Sánchez Cerro, se habían tomado la desguarnecida población de Leticia, a orillas del río Amazonas, en el extremo sur de Colombia. La noticia retumbó en el ámbito del país. El gobierno decretó la movilización nacional y una colecta pública para recoger de casa en casa las joyas familiares de más valor. El patriotismo exacerbado por el ataque artero de las tropas peruanas provocó una respuesta popular sin precedentes. Los recaudadores no se daban abasto para recibir los tributos voluntarios casa por casa, sobre todo los anillos matrimoniales, tan estimados por su precio real como por su valor simbólico.

Para mi, en cambio, fue una de las épocas mas felices por lo que tuvo de desorden. Se rompió el rigor estéril de las escuelas y fue sustituido en las calles y en las casas por la creatividad popular. Se formó un batallón cívico con lo más granado de la juventud sin distinciones de razas ni colores, se crearon las brigadas femeninas de la Cruz Roja, se improvisaron himnos de guerra a muerte contra el malvado agresor, y un grito unánime retumbó en el ámbito de la patria «iViva Colombia, abajo el Perú!»

Nunca supe en qué termino aquella gesta por que al cabo de un cierto tiempo se aplacaron los ánimos sin explicaciones bastantes. La paz se consolidó con la muerte del general Sánchez Cerro a manos de algún opositor de su reinado sangriento, y el grito de guerra se volvió de rutina para celebrar las victorias del futbol escolar. Pero mis padres, que habían contribuido para la guerra con sus anillos de boda, no se restablecieron nunca de su candor.

Hasta donde recuerdo, mi vocación por la música se reveló en esos años por la fascinación que me causaban los acordeoneros con sus canciones de caminantes. Algunas las sabía de memoria, como las que cantaban a escondidas las mujeres de la cocina porque mi abuela las consideraba canciones de la guacherna. Sin embargo mi urgencia de cantar para sentirme vivo me la infundieron los tangos de Carlos Gardel, que contagiaron a medio mundo. Me hacia vestir como él, con sombrero de fieltro y bufanda de seda, y no necesitaba demasiadas súplicas para que soltara un tango a todo pecho. Hasta la mala mañana en que mi tía Mama me despertó con la noticia de que Gardel había muerto en el choque de dos aviones en Medellín. Meses antes yo había cantado «Cuesta abajo'' en una velada de beneficiencia, acompañado por las hermanas Echeverri, bogotanas puras, que eran maestras de maestros y alma de cuanta velada de beneficiencia y conmemoración patriotica se celebraba en Cataca. Y canté con tanto carácter que mi madre no se atrevió a contrariarme cuando le dije que quería aprender el piano en vez del acordeón repudiado por la abuela.

Aquella misma noche me llevó con las señoritas Echeverri para que me enseñaran. Mientras ellas conversaban yo miraba el piano desde el otro extremo de la sala con una devoción de perro sin dueño, calculaba si mis piernas llegarían a los pedales, y dudaba de que mi pulgar y mi meñique alcanzaran para los intervalos desorbitados o si sería capaz de descifrar los jeroglíficos del pentagrama. Fue una visita de bellas esperanzas durante dos horas. Pero inútil pues las maestras nos dijeron al final que el piano estaba fuera de servicio y no sabrían hasta cuándo. La idea quedo aplazada hasta que regresara el afinador del año, pero no se volvió a hablar de ella hasta media vida después, cuando le recordé a mi madre en una charla casual el dolor que sentí por no aprender el piano. Ella suspiro:

– Y lo peor -dijo- es que no estaba dañado.

Entonces supe que se había puesto de acuerdo con las maestras en el pretexto del piano dañado para evitarme la tortura que ella había padecido durante cinco años de ejercicios bobalicones en el colegio de la Presentación. El consuelo fue que en Cataca habían abierto por esos años la escuela montessoriana, cuyas maestras estimulaban los cinco sentidos mediante ejercicios prácticos y enseñaban a cantar. Con el talento y la belleza de la directora Rosa Elena Fergusson estudiar era algo tan maravilloso como jugar a estar vivos. Aprendí a apreciar el olfato, cuyo poder de evocaciones nostálgicas es arrasador. El paladar, que afiné hasta el punto de que he probado bebidas que saben a ventana, panes viejos que saben a baúl, infusiones que saben a misa. En teoría es difícil entender estos placeres subjetivos, pero quienes los hayan vivido los comprenderán de inmediato.

No creo que haya método mejor que el montessoriano para sensibilizar a los niños en las bellezas del mundo y para despertarles la curiosidad por los secretos de la vida. Se le ha reprochado que fomenta el sentido de independencia y el individualismo -y tal vez en mi caso fuera cierto-. En cambio, nunca aprendí a dividir o a sacar raíz cuadrada, ni a manejar ideas abstractas. Éramos tan jóvenes que sólo recuerdo a dos condiscípulos. Una era Juanita Mendoza, que murió de tifo a los siete años, poco después de inaugurada la escuela, y me impresionó tanto que nunca he podido olvidarla con corona y velos de novia en el ataúd. El otro es Guillermo Valencia Abdala, mi amigo desde el primer recreo, y mi médico infalible para las resacas de los lunes.

Mi hermana Margot debió ser muy infeliz en aquella escuela, aunque no recuerdo que alguna vez lo haya dicho. Se sentaba en su silla del curso elemental y allí permanecía callada -aun durante las horas de recreo- sin mover la vista de un punto indefinido hasta que sonaba la campana del final. Nunca supe a tiempo que mientras permanecía sola en el salón vacío masticaba la tierra del jardín de la casa que llevaba escondida en el bolsillo de su delantal.

Me costó mucho aprender a leer. No me parecía lógico que la letra m se llamara eme, y sin embargo con la vocal siguiente no se dijera emea sino ma. Me era imposible leer así. Por fin, cuando llegué al Montessori la maestra no me enseñó los nombres sino los sonidos de las consonantes. Así pude leer el primer libro que encontré en un arcón polvoriento del depósito de la casa. Estaba descosido e incompleto, pero me absorbió de un modo tan intenso que el novio de Sara soltó al pasar una premonición aterradora: «iCarajo!, este niño va a ser escritor».

Dicho por él, que vivía de escribir, me causó una gran impresión. Pasaron varios años antes de saber que el libro era Las mil y una noches. El cuento que más me gustó -uno de los más cortos y el más sencillo que he leído- siguió pareciéndome el mejor por el resto de mi vida, aunque ahora no estoy seguro de que fuera allí donde lo leí, ni nadie ha podido aclarármelo. El cuento es éste: un pescador prometió a una vecina regalarle el primer pescado que sacara si le prestaba un plomo para su atarraya, y cuando la mujer abrió el pescado para freírlo tenía dentro un diamante del tamaño de una almendra.

Siempre he relacionado la guerra del Perú con la decadencia de Cataca, pues una vez proclamada la paz mi padre se extravió en un laberinto de incertidumbres que terminó por fin con el traslado de la familia a su pueblo natal de Sincé. Para Luis Enrique y yo, que lo acompañamos en su viaje de exploración, fue en realidad una nueva escuela de vida, con una cultura tan diferente de la nuestra que parecían ser de dos planetas distintos. Desde el día siguiente de la llegada nos llevaron a las huertas vecinas y allí aprendimos a montar en burro, a ordeñar vacas, a capar terneros, a armar trampas de codornices, a pescar con anzuelo y a entender por qué los perros se quedaban enganchados con sus hembras. Luis Enrique iba siempre muy por delante de mí en el descubrimiento del mundo que Mina nos mantuvo vedado, y del cual la abuela Argemira nos hablaba en Sincé sin la menor malicia. Tantos tíos y tías, tantos primos de colores distintos, tantos parientes de apellidos raros hablando en jergas tan diversas nos transmitían al principio más confusión que novedad, hasta que lo entendimos como otro modo de querer. El papá de papá, don Gabriel Martínez, que era un maestro de escuela legendario, nos recibió a Luis Enrique y a mí en su patio de árboles inmensos con los mangos más famosos de la población por su sabor y su tamaño. Los contaba uno por uno todos los días desde el primero de la cosecha anual y los arrancaba uno por uno con su propia mano en el momento de venderlos al precio fabuloso de un centavo cada uno. Al despedirnos, después de una charla amistosa sobre su memoria de buen maestro, arrancó un mango del árbol más frondoso y nos lo dio para los dos.

Papá nos había vendido aquel viaje como un paso importante en la integración familiar, pero desde la llegada nos dimos cuenta de que su propósito secreto era el de establecer una farmacia en la gran plaza principal. Mi hermano y yo fuimos matriculados en la escuela del maestro Luis Gabriel Mesa, donde nos sentimos más libres y mejor integrados a una nueva comunidad. Tomamos en alquiler una casa enorme en la mejor esquina de la población, con dos pisos y un balcón corrido sobre la plaza, por cuyos dormitorios desolados cantaba toda la noche el fantasma invisible de un alcaraván.

Todo estaba listo para el desembarco feliz de la madre y las hermanas, cuando llegó el telegrama con la noticia de que el abuelo Nicolás Márquez había muerto. Lo había sorprendido un malestar en la garganta que fue diagnosticado como un cáncer terminal, y apenas si tuvieron tiempo de llevarlo a Santa Marta para morir. Al único de nosotros que vio en su agonía fue al hermano Gustavo, con seis meses de nacido, a quien alguien puso en la cama del abuelo para que se despidiera de él. El abuelo agonizante le hizo una caricia de adiós.

Necesité muchos años para tomar conciencia de lo que significaba para mí aquella muerte inconcebible.

La mudanza para Sincé se hizo de todos modos, no sólo con los hijos, sino con la abuela Mina, la tía Mama, ya enferma, y ambas al buen cargo de la tía Pa. Pero la alegría de la novedad y el fracaso del proyecto ocurrieron casi al mismo tiempo, y en menos de un año regresamos todos a la vieja casa de Cataca «azotando el sombrero», como decía mi madre en las situaciones sin remedio. Papá se quedó en Barranquilla estudiando el modo de instalar su cuarta farmacia.

Mi último recuerdo de la casa de Cataca por aquellos días atroces fue el de la hoguera del patio donde quemaron las ropas de mi abuelo. Sus liquiliques de guerra y sus linos blancos de coronel civil se parecían a él como si continuara vivo dentro de ellos mientras ardían. Sobre todo las muchas gorras de pana de distintos colores que habían sido la seña de identidad que mejor lo distinguía a distancia. Entre ellas reconocí la mía a cuadros escoceses, incinerada por descuido, y me estremeció la revelación de que aquella ceremonia de exterminio me confería un protagonismo cierto en la muerte del abuelo. Hoy lo veo claro: algo mío había muerto con él. Pero también creo, sin duda alguna, que en ese momento era ya un escritor de escuela primaria al que sólo le faltaba aprender a escribir.

Fue ese mismo estado de ánimo el que me alentó a seguir vivo cuando salí con mi madre de la casa que no pudimos vender. Como el tren de regreso podía llegar a cualquier hora, nos fuimos a la estación sin pensar siquiera en saludar a nadie más. «Otro día volvemos con más tiempo», dijo ella, con el único eufemismo que se le ocurrió para decir que no volvería jamás. Por mi parte, yo sabía entonces que nunca más en el resto de mi vida dejaría de añorar el trueno de las tres de la tarde.

Fuimos los únicos fantasmas en la estación, aparte del empleado de overol que vendía los billetes y hacía además lo que en nuestro tiempo requería veinte o treinta hombres apresurados. El calor era de hierro. Al otro lado de las vías del tren sólo quedaban los restos de la ciudad prohibida de la compañía bananera, sus antiguas mansiones sin sus tejados rojos, las palmeras marchitas entre la maleza y los escombros del hospital, y en el extremo del camellón, la casa del Montessori abandonada entre almendros decrépitos y la placita de caliche frente a la estación sin el mínimo rastro de grandeza histórica.

Cada cosa, con sólo mirarla, me suscitaba una ansiedad irresistible de escribir para no morir. La había padecido otras veces, pero sólo aquella mañana la reconocí como un trance de inspiración, esa palabra abominable pero tan real que arrasa todo cuanto encuentra a su paso para llegar a tiempo a sus cenizas.

No recuerdo que habláramos algo más, ni siquiera en el tren de regreso. Ya en la lancha, en la madrugada del lunes, con la brisa fresca de la ciénaga dormida, mi madre se dio cuenta de que tampoco yo dormía, y me preguntó:

– ¿En qué piensas?

– Estoy escribiendo -le contesté. Y me apresuré a ser más amable-: Mejor dicho, estoy pensando lo que voy a escribir cuando llegue a la oficina.

– ¿No te da miedo de que tu papá se muera de pesar? Me escapé con una larga verónica.

– Ha tenido tantos motivos para morirse, que éste ha de ser el menos mortal.

No era la época más propicia para aventurarme en una segunda novela después de estar empantanado en la primera y de haber intentado con fortuna o sin ella otras formas de ficción, pero yo mismo me lo impuse aquella noche como un compromiso de guerra: escribirla o morir. O como Rilke había dicho: «Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba».

Desde el taxi que nos llevó hasta el muelle de las lanchas, mi vieja ciudad de Barranquilla me pareció extraña y triste en las primeras luces de aquel febrero providencial. El capitán de la lancha Eline Mercedes me invitó a que acompañara a mi madre hasta la población de Sucre, donde vivía la familia desde hacía diez anos. No lo pensé siquiera. La despedí con un beso, y ella me miró a los ojos, me sonrió por primera vez desde la tarde anterior y me preguntó con su picardía de siempre:

– Entonces, ¿qué le digo a tu papá?

Le contesté con el corazón en la mano:

– Dígale que lo quiero mucho y que gracias a él voy a ser escritor -y me anticipé sin compasión a cualquier alternativa-: Nada más que escritor.

Me gustaba decirlo, unas veces en broma y otras en serio, pero nunca con tanta convicción como aquel día. Permanecí en el muelle respondiendo a los adioses lentos que me hacía mi madre desde la baranda, hasta que la lancha desapareció entre escombros de barcos. Entonces me precipité a la oficina de El Heraldo, excitado por la ansiedad que me carcomía las entrañas, y sin respirar apenas empecé la nueva novela con la frase de mi madre: «Vengo a pedirte el favor de que me acompañes a vender la casa».

Mi método de entonces era distinto del que adopté después como escritor profesional. Escribía sólo con los índices -como sigo haciéndolo- pero no rompía cada párrafo hasta dejarlo a gusto -como ahora-, sino que soltaba todo lo que llevaba en bruto dentro de mí. Pienso que el sistema estaba impuesto por las medidas del papel, que eran bandas verticales recortadas de las bobinas para imprenta, y que bien podían tener cinco metros. El resultado eran unos originales largos y angostos como papiros que salían en cascada de la máquina de escribir y se extendían en el piso a medida que uno escribía. El jefe de redacción no encargaba los artículos por cuartillas, ni por palabras o letras, sino por centímetros de papel. «Un reportaje de metro y medio», se decía. Volví a añorar este formato en plena madurez, cuando caí en la cuenta de que en la práctica era igual a la pantalla de la computadora.

El ímpetu con que empecé la novela era tan irresistible que perdí el sentido del tiempo. A las diez de la mañana llevaría escrito más de un metro, cuando Alfonso Fuenmayor abrió de golpe la puerta principal, y se quedó de piedra con la llave en la cerradura, como si la hubiera confundido con la del baño. Hasta que me reconoció.

– iY usted, qué carajo hace aquí a esta hora! -me dijo sorprendido.

– Estoy escribiendo la novela de mi vida -le dije.

– ¿Otra? -dijo Alfonso con su humor impío-. Pues tiene usted más vidas que un gato.

– Es la misma, pero de otro modo -le dije para no darle explicaciones inútiles.

No nos tuteábamos, por la rara costumbre colombiana de tutearse desde el primer saludo y pasar al usted sólo cuando se logra una mayor confianza -como entre esposos.

Sacó libros y papeles del maletín maltrecho y los puso en el escritorio. Mientras tanto, escuchó con su curiosidad insaciable el trastorno emocional que traté de transmitirle con el relato frenético de mi viaje. Al final, como síntesis, no pude evitar mi desgracia de reducir a una frase irreversible lo que no soy capaz de explicar.

– Es lo más grande que me ha sucedido en la vida -le dije.

– Menos mal que no será lo último -dijo Alfonso.

Ni siquiera lo pensó, pues tampoco él era capaz de aceptar una idea sin haberla reducido a su tamaño justo. Sin embargo, lo conocía bastante para darme cuenta de que tal vez mi emoción del viaje no lo había enternecido tanto como yo esperaba, pero sin duda lo había intrigado. Así fue: desde el día siguiente empezó a hacerme toda suerte de preguntas casuales pero muy lúcidas sobre el curso de la escritura, y un simple gesto suyo era suficiente para ponerme a pensar que algo debía ser corregido.

Mientras hablábamos había recogido mis papeles para dejar libre el escritorio, pues Alfonso debía escribir esa mañana la primera nota editorial de Crónica. Pero la noticia que llevaba me alegró el día: el primer número, previsto para la semana siguiente, se aplazaba una quinta vez por incumplimientos en los suministros de papel. Con suerte, dijo Alfonso, saldríamos dentro de tres semanas.

Pensé que aquel plazo providencial me alcanzaría para definir el principio del libro, pues todavía estaba yo demasiado biche para darme cuenta de que las novelas no empiezan como uno quiere sino como ellas quieren. Tanto, que seis meses después, cuando me creía en la recta final, tuve que rehacer a fondo las diez páginas del principio para que el lector se las creyera, y todavía hoy no me parecen válidas. El plazo debió ser también un alivio para Alfonso, porque en lugar de lamentarlo se quitó la chaqueta y se sentó al escritorio para seguir corrigiendo la edición reciente del diccionario de la Real Academia, que nos había llegado por esos días. Era su ocio favorito desde que encontró un error casual en un diccionario inglés, y mandó la corrección documentada a sus editores de Londres, tal vez sin más gratificación que hacerles un chiste de los nuestros en la carta de remisión: «Por fin Inglaterra nos debe un favor a los colombianos». Los editores le respondieron con una carta muy amable en la que reconocían su falta y le pedían que siguiera colaborando con ellos. Así fue, por varios años, y no sólo dio con otros tropiezos en el mismo diccionario, sino en otros de distintos idiomas. Cuando la relación envejeció, había contraído ya el vicio solitario de corregir diccionarios en español, inglés o francés, y si tenía que hacer antesalas o esperar en los autobuses o en cualquiera de las tantas colas de la vida, se entretenía en la tarea milimétrica de cazar gazapos entre los matorrales de las lenguas.

El bochorno era insoportable a las doce. El humo de los cigarrillos de ambos había nublado la poca luz de las dos únicas ventanas, pero ninguno se tomó el trabajo de ventilar la oficina, tal vez por la adicción secundaria de seguir fumando el mismo humo hasta morir. Con el calor era distinto. Tengo la suerte congénita de poder ignorarlo hasta los treinta grados a la sombra. Alfonso, en cambio, iba quitándose la ropa pieza por pieza a medida que apretaba el calor, sin interrumpir la tarea: la corbata, la camisa, la camiseta. Con la otra ventaja de que la ropa permanecía seca mientras él se consumía en el sudor, y podía ponérsela otra vez cuando bajaba el sol, tan aplanchada y fresca como en el desayuno. Ese debió ser el secreto que le permitió aparecer siempre en cualquier parte con sus linos blancos, sus corbatas de nudos torcidos y su duro cabello de indio dividido en el centro del cráneo por una línea matemática. Así estaba otra vez a la una de la tarde, cuando salió del baño como si acabara de levantarse de un sueño reparador. Al pasar junto a mí, me preguntó:

– ¿Almorzamos?

– No hay hambre, maestro -le dije. La réplica era directa en el código de la tribu: si decía que sí era porque estaba en un apuro urgente, tal vez con dos días de pan y agua, y en ese caso me iba con él sin más comentarios y quedaba claro que se las arreglaba para invitarme. La respuesta no hay hambre- podía significar cualquier cosa, pero era mi modo de decirle que no tenía problemas con el almuerzo. Quedamos en vernos en la tarde, como siempre, en la librería Mundo.

Poco después del mediodía llegó un hombre joven que parecía un artista de cine. Muy rubio, de piel cuarteada por la intemperie, los ojos de un azul misterioso y una cálida voz de armonio. Mientras hablábamos sobre la revista de aparición inminente, trazó en la cubierta del escritorio el perfil de un toro bravo con seis trazos magistrales, y lo firmó con un mensaje para Fuenmayor. Luego tiró el lápiz en la mesa y se despidió con un portazo. Yo estaba tan embebido en la escritura, que no miré siquiera el nombre en el dibujo. Así que escribí el resto del día sin comer ni beber, y cuando se acabó la luz de la tarde tuve que salir a tientas con los primeros esbozos de la nueva novela, feliz con la certidumbre de haber encontrado por fin un camino distinto de algo que escribía sin esperanzas desde hacía más de un año.

Sólo esa noche supe que el visitante de la tarde era el pintor Alejandro Obregón, recién llegado de otro de sus muchos viajes a Europa. No sólo era desde entonces uno de los grandes pintores de Colombia, sino uno de los hombres más queridos por sus amigos, y había anticipado su regreso para participar en el lanzamiento de Crónica. Lo encontré con sus íntimos en una cantina sin nombre en el callejón de la Luz, en pleno Barrio Abajo, que Alfonso Fuenmayor había bautizado con el título de un libro reciente de Graham Greene: El tercer hombre. Sus regresos eran siempre históricos, y el de aquella noche culminó con el espectáculo de un grillo amaestrado que obedecía como un ser humano las órdenes de su dueño. Se paraba en dos patas, extendía las alas, cantaba con silbos rítmicos y agradecía los aplausos con reverencias teatrales. Al final, ante el domador embriagado con la salva de aplausos, Obregón agarró el grillo por las alas con la punta de los dedos, y ante el asombro de todos se lo metió en la boca y lo masticó vivo con un deleite sensual. No fue fácil reparar con toda clase de mimos y dádivas al domador inconsolable, más tarde me enteré de que no era el primer grillo que Obregón se comía vivo en espectáculo público, ni sería el último.

Nunca como en aquellos días me sentí tan integrado a aquella ciudad y a la media docena de amigos que empezaban a ser conocidos en los medios periodísticos e intelectuales del país como el grupo de Barranquilla. Eran escritores y artistas jóvenes que ejercían un cierto liderazgo en la vida cultural de la ciudad, de la mano del maestro catalán don Ramón Vinyes, dramaturgo y librero legendario, consagrado en la Enciclopedia Espasa desde 1924.

Los había conocido en septiembre del año anterior cuando fui desde Cartagena -donde vivía entonces- por recomendación urgente de Clemente Manuel Zabala. jefe de redacción del diario El Universal, donde escribía mis primeras notas editoriales. Pasamos una noche hablando de todo y quedamos en una comunicación tan entusiasta y constante, de intercambio de libros y guiños literarios, que terminé trabajando con ellos. Tres del grupo original se distinguían por su independencia y el poder de sus vocaciones: Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda Samudio. Teníamos tantas cosas en común que se decía de mala leche que éramos hijos de un mismo padre, pero estábamos señalados y nos querían poco en ciertos medios por nuestra independencia, nuestras vocaciones irresistibles, una determinación creativa que se abría paso a codazos y una timidez que cada uno resolvía a su manera y no siempre con fortuna.

Alfonso Fuenmayor era un excelente escritor y periodista de veintiocho años que mantuvo por largo tiempo en El Heraldo una columna de actualidad -«Aire del día»- con el seudónimo shakespeareano de Puck. Cuanto más conocíamos su informalidad y su sentido del humor, menos entendíamos que hubiera leído tantos libros en cuatro idiomas de cuantos temas era posible imaginar. Su última experiencia vital, a los casi cincuenta años, fue la de un automóvil enorme y maltrecho que conducía con todo riesgo a veinte kilómetros por hora. Los taxistas, sus grandes amigos y lectores más sabios, lo reconocían a distancia y se apartaban para dejarle la calle libre.

Germán Vargas Cantillo era columnista del vespertino El Nacional, crítico literario certero y mordaz, con una prosa tan servicial que podía convencer al lector de que las cosas sucedían sólo porque él las contaba. Fue uno de los mejores locutores de radio y sin duda el más culto en aquellos buenos tiempos de oficios nuevos, y un ejemplo difícil del reportero natural que me habría gustado ser. Rubio y de huesos duros, y ojos de un azul peligroso, nunca fue posible entender en qué tiempo estaba al minuto en todo lo que era digno de ser leído. No cejó un instante en su obsesión temprana de descubrir valores literarios ocultos en rincones remotos de la Provincia olvidada para exponerlos a la luz pública. Fue una suerte que nunca aprendiera a conducir en aquella cofradía de distraídos, pues teníamos el temor de que no resistiera la tentación de leer manejando.

Álvaro Cepeda Samudio, en cambio, era antes que nada un chofer alucinado -tanto de automóviles como de las letras-; cuentista de los buenos cuando bien tenía la voluntad de sentarse a escribirlos; crítico magistral de cine, y sin duda el más culto, y promotor de polémicas atrevidas. Parecía un gitano de la Ciénaga Grande, de piel curtida y con una hermosa cabeza de bucles negros y alborotados y unos ojos de loco que no ocultaban su corazón fácil. Su calzado favorito eran unas sandalias de trapo de las más baratas, y llevaba apretado entre los dientes un puro enorme y casi siempre apagado. Había hecho en El Nacional sus primeras letras de periodista y publicado sus primeros cuentos. Aquel año estaba en Nueva York terminando un curso superior de periodismo en la Universidad de Columbia.

Un miembro itinerante del grupo, y el más distinguido junto con don Ramón, era José Félix Fuenmayor, el papá de Alfonso. Periodista histórico y narrador de los más grandes, había publicado un libro de versos, Musas del trópico, en 1910, y dos novelas: Cosme, en 1927, y Una triste aventura de catorce sabios, en 1928. Ninguno fue éxito de librería, pero la crítica especializada tuvo siempre a José Félix como uno de los mejores cuentistas, sofocado por las frondas de la Provincia.

Nunca había oído hablar de él cuando lo conocí, un mediodía en que coincidimos solos en el Japy, y de inmediato me deslumbró por la sabiduría y la sencillez de su conversación. Era veterano y sobreviviente de una mala cárcel en la guerra de los Mil Días. No tenía la formación de Vinyes, pero era más cercano a mí por su modo de ser y su cultura caribe. Sin embargo, lo que más me gustaba de él era su extraña virtud de transmitir su sabiduría como si fueran asuntos de coser y cantar. Era un conversador invencible y un maestro de la vida, y su modo de pensar era distinto de todo cuanto había conocido hasta entonces. Álvaro Cepeda y yo pasábamos horas escuchándolo, sobre todo por su principio básico de que las diferencias de fondo entre la vida y la literatura eran simples errores de forma. Más tarde, no recuerdo dónde, Álvaro escribió una ráfaga certera: «Todos venimos de José Félix».

El grupo se había formado de un modo espontáneo, casi por la fuerza de gravedad, en virtud de una afinidad imdestructible pero difícil de entender a primera vista. Muchas veces nos preguntaron cómo siendo tan distintos estábamos siempre de acuerdo, y teníamos que improvisar cualquier respuesta para no contestar la verdad: no siempre lo estábamos, pero entendíamos las razones. Éramos conscientes de que fuera de nuestro ámbito teníamos una imagen de prepotentes, narcisistas y anárquicos. Sobre todo por nuestras definiciones políticas. Alfonso era visto como un liberal ortodoxo, Germán como un librepensador a regañadientes, Álvaro como un anarquista arbitrario y yo como un comunista incrédulo y un suicida en potencia. Sin embargo, creo sin la menor duda que nuestra fortuna mayor fue que aun en los apuros más extremos podíamos perder la paciencia pero nunca el sentido del humor.

Nuestras pocas discrepancias serias las discutíamos sólo entre nosotros, y a veces alcanzaban temperaturas peligrosas que sin embargo se olvidaban tan pronto como nos levantábamos de la mesa, o si llegaba algún amigo ajeno. La lección menos olvidable la aprendí para siempre en el bar Los Almendros, una noche de recién llegado en que Álvaro y yo nos enmarañamos en una discusión sobre Faulkner. Los únicos testigos en la mesa eran Germán y Alfonso, y se mantuvieron al margen en un silencio de mármol que llegó a extremos insoportables. No recuerdo en qué momento, pasado de rabia y aguardiente bruto, desafié a Álvaro a que resolviéramos la discusión a trompadas. Ambos iniciamos el impulso para levantarnos de la mesa y echarnos al medio de la calle, cuando la voz impasible de Germán Vargas nos frenó en seco con una lección para siempre:

– El que se levante primero ya perdió.

Ninguno llegaba entonces a los treinta años. Yo, con veintitrés cumplidos, era el menor del grupo, y había sido adoptado por ellos desde que llegué para quedarme en el pasado diciembre. Pero en la mesa de don Ramón Vinyes nos comportábamos los cuatro como los promotores y postuladores de la fe, siempre juntos, hablando de lo mismo y burlándonos de todo, y tan de acuerdo en llevar la contraria que habíamos terminado por ser vistos como si sólo fuéramos uno.

La única mujer que considerábamos como parte del grupo era Meira Delmar, que se iniciaba en el ímpetu de la poesía, pero sólo departíamos con ella en las escasas ocasiones en que nos salíamos de nuestra órbita de malas costumbres. Eran memorables las veladas en su casa con los escritores y artistas famosos que pasaban por la ciudad. Otra amiga con menos tiempo y frecuencia era la pintora Cecilia Porras, que iba desde Cartagena de vez en cuando, y nos acompañaba en nuestros periplos nocturnos, pues le importaba un rábano que las mujeres fueran mal vistas en cafés de borrachos y casas de perdición.

Los del grupo nos encontrábamos dos veces al día en la librería Mundo, que terminó convertida en un centro de reunión literaria. Era un remanso de paz en medio del fragor de la calle San Blas, la arteria comercial bulliciosa y ardiente por donde se vaciaba el centro de la ciudad a las seis de la tarde. Alfonso y yo escribíamos hasta la prima noche en nuestra oficina contigua a la sala de redacción de El Heraldo, como alumnos aplicados, él sus editoriales juiciosos y yo mis notas despelucadas. Con frecuencia nos intercambiábamos ideas de una máquina a otra, nos prestábamos adjetivos, nos consultábamos datos de ida y vuelta, hasta el punto de que en algunos casos era difícil saber cuál párrafo era de quién.

Nuestra vida diaria fue casi siempre previsible, salvo en las noches de los viernes que estábamos a merced de la inspiración y a veces empalmábamos con el desayuno del lunes. Si el interés nos atrapaba, los cuatro emprendíamos una peregrinación literaria sin freno ni medida. Empezaba en El Tercer Hombre con los artesanos del barrio y los mecánicos de un taller de automóviles, además de funcionarios públicos descarrilados y otros que lo eran menos. El más raro de todos era un ladrón de domicilios que llegaba poco antes de la medianoche con el uniforme del oficio: pantalones de ballet, zapatos de tenis, gorra de pelotero y un maletín de herramientas ligeras. Alguien que lo sorprendió robando en su casa alcanzó a retratarlo y publicó la foto en la prensa por si alguien lo identificaba. Lo único que obtuvo fueron varias cartas de lectores indignados por jugarles sucio a los pobres rateros.

El ladrón tenía una vocación literaria bien asumida, no perdía palabra en las conversaciones sobre artes y libros, y sabíamos que era autor vergonzante de poemas de amor que declamaba para la clientela cuando no estábamos nosotros. Después de la medianoche se iba a robar en los barrios altos, como si fuera un empleo, y tres o cuatro horas después nos traía de regalo algunas baratijas apartadas del botín mayor. «Para las niñas», nos decía, sin preguntar siquiera si las teníamos. Cuando un libro le llamaba la atención nos lo llevaba de regalo, y si valía la pena se lo donábamos a la biblioteca departamental que dirigía Meira Delmar.

Aquellas cátedras itinerantes nos habían merecido una reputación turbia entre las buenas comadres que encontrábamos al salir de la misa de cinco, y cambiaban de acera para no cruzarse con borrachos amanecidos. Pero la verdad es que no había parrandas más honradas Y fructíferas. Si alguien lo supo de inmediato fui yo, que los acompañaba en sus gritos de los burdeles sobre la obra de John Dos Passos o los goles desperdiciados por el Deportivo Junior. Tanto, que una de las graciosas hetairas de El Gato Negro, harta de toda una noche de disputas gratuitas, nos había gritado al pasar:

– iSi ustedes tiraran tanto como gritan, nosotras estaríamos bañadas en oro!

Muchas veces íbamos a ver el nuevo sol en un burdel sin nombre del barrio chino donde vivió durante años Orlando Rivera Figurita, mientras pintaba un mural que hizo época. No recuerdo alguien más disparatero, con su mirada lunática, su barba de chivo y su bondad de huérfano. Desde la escuela primaria le había picado la ventolera de ser cubano, y terminó por serlo más y mejor que si lo hubiera sido. Hablaba, comía, pintaba, se vestía, se enamoraba, bailaba y vivía su vida como un cubano, y cubano se murió sin conocer Cuba.

No dormía. Cuando lo visitábamos de madrugada bajaba a saltos de los andamios, más pintorreteado él mismo que el mural, y blasfemando en lengua de mambises en la resaca de la marihuana. Alfonso y yo le llevábamos artículos y cuentos para ilustrar, y teníamos que contárselos de viva voz porque no tenía paciencia para entenderlos leídos. Hacía los dibujos en un instante con técnicas de caricatura, que eran las únicas en que creía. Casi siempre le quedaban bien, aunque Germán Vargas decía de buena leche que eran mucho mejores cuando le quedaban mal.

Así era Barranquilla, una ciudad que no se parecía a ninguna, sobre todo de diciembre a marzo, cuando los alisios del norte compensaban los días infernales con unos ventarrones nocturnos que se arremolinaban en los patios de las casas y se llevaban a las gallinas por los aires. Sólo permanecían vivos los hoteles de paso y las cantinas de vaporinos alrededor del puerto. Algunas pajaritas nocturnas esperaban noches enteras la clientela siempre incierta de los buques fluviales. Una banda de cobres tocaba un valse lánguido en la alameda, pero nadie la escuchaba, por los gritos de los choferes que discutían de futbol entre los taxis parados en batería en la calzada del paseo Bolívar. El único local posible era el café Roma, una tasca de refugiados españoles que no cerraba nunca por la razón simple de que no tenía puertas. Tampoco tenía techos, en una ciudad de aguaceros sacramentales, pero nunca se oyó decir que alguien dejara de comerse una tortilla de papas o de concertar un negocio por culpa de la lluvia. Era un remanso a la intemperie, con mesitas redondas pintadas de blanco y silletas de hierro bajo frondas de acacias floridas. A las once, cuando cerraban los periódicos matutinos -El Heraldo y La Prensa-, los redactores nocturnos se reunían a comer. Los refugiados españoles estaban desde las siete, después de escuchar en casa el diario hablado del profesor Juan José Pérez Domenech, que seguía dando noticias de la guerra civil española doce años después de haberla perdido. Una noche de suerte, el escritor Eduardo Zalamea había anclado allí de regreso de La Guajira, y se disparó un tiro de revólver en el pecho sin consecuencias graves. La mesa quedó como una reliquia histórica que los meseros les mostraban a los turistas sin permiso para ocuparla. Años después, Zalamea publicó el testimonio de su aventura en Cuatro años a bordo de mí mismo, una novela que abrió horizontes insospechables en nuestra generación.

Yo era el más desvalido de la cofradía, y muchas veces me refugié en el café Roma para escribir hasta el amanecer en un rincón apartado, pues los dos empleos juntos tenían la virtud paradójica de ser importantes y mal pagados. Allí me sorprendía el amanecer, leyendo sin piedad, y cuando me acosaba el hambre me tomaba un chocolate grueso con un sanduiche de buen jamón español y paseaba con las primeras luces del alba bajo los matarratones floridos del paseo Bolívar. Las primeras semanas había escrito hasta muy tarde en la redacción del periódico, y dormido unas horas en la sala desierta de la redacción o sobre los rodillos del papel de imprenta, pero con el tiempo me vi forzado a buscar un sitio menos original.

La solución, como tantas otras del futuro, me la dieron los alegres taxistas del paseo Bolívar, en un hotel de paso a una cuadra de la catedral, donde se dormía solo o acompañado por un peso y medio. El edificio era muy antiguo pero bien mantenido, a costa de las putitas de solemnidad que merodeaban por el paseo Bolívar desde las seis de la tarde al acecho de amores extraviados. El portero se llamaba Lácides. Tenía un ojo de vidrio con el eje torcido y tartamudeaba por timidez, y todavía lo recuerdo con una inmensa gratitud desde la primera noche en que llegué. Echó el peso con cincuenta centavos en la gaveta del mostrador, llena ya con los billetes sueltos y arrugados de la prima noche, y me dio la llave del cuarto número seis.

Nunca había estado en un lugar tan tranquilo. Lo más que se oía eran los pasos apagados, un murmullo incomprensible y muy de vez en cuando el crujido angustioso de resortes oxidados. Pero ni un susurro, ni un suspiro: nada. Lo único difícil era el calor de horno por la ventana clausurada con crucetas de madera. Sin embargo, desde la primera noche leí muy bien a William Irish, casi hasta el amanecer.

Había sido una mansión de antiguos navieros, con columnas enchapadas de alabastro y frisos de oropeles, alrededor de un patio interior cubierto por un vitral pagano que irradiaba un resplandor de invernadero. En la planta baja estaban las notarías de la ciudad. En cada uno de los tres pisos de la casa original había seis grandes aposentos de mármol, convertidos en cubículos de cartón -iguales al mío- donde hacían su cosecha las nocherniegas del sector. Aquel desnucadero feliz había tenido alguna vez el nombre de hotel Nueva York, y Alfonso Fuenmayor lo llamó más tarde el Rascacielos, en memoria de los suicidas que por aquellos años se tiraban desde las azoteas del Empire State.

En todo caso, el eje de nuestras vidas era la librería Mundo, a las doce del día y las seis de la tarde, en la cuadra más concurrida de la calle San Blas. Germán Vargas, amigo íntimo del propietario, don Jorge Rondón, fue quien lo convenció de instalar aquel negocio que en poco tiempo se convirtió en el centro de reunión de periodistas, escritores y políticos jóvenes. Rondón carecía de experiencia en el negocio, pero aprendió pronto, y con un entusiasmo y una generosidad que lo convirtieron en un mecenas inolvidable. Germán, Álvaro y Alfonso fueron sus asesores en los pedidos de libros, sobre todo en las novedades de Buenos Aires, cuyos editores habían empezado a traducir, imprimir y distribuir en masa las novedades literarias de todo el mundo después de la guerra mundial. Gracias a ellos podíamos leer a tiempo los libros que de otro modo no habrían llegado a la ciudad. Ellos mismos entusiasmaban a la clientela y lograron que Barranquilla volviera a ser el centro de lectura que había decaído años antes, cuando dejó de existir la librería histórica de don Ramón.

No pasó mucho tiempo desde mi llegada cuando ingresé en aquella cofradía que esperaba como enviados del cielo a los vendedores viajeros de las editoriales argentinas. Gracias a ellos fuimos admiradores precoces de Jorge Luis Borges, de Julio Cortázar, de Felisberto Hernández y de los novelistas ingleses y norteamericanos bien traducidos por la cuadrilla de Victoria Ocampo. La forja de un rebelde, de Arturo Barea, fue el primer mensaje esperanzador de una España remota silenciada por dos guerras. Uno de aquellos viajeros, el puntual Guillermo Dávalos, tenía la buena costumbre de compartir nuestras parrandas nocturnas y regalarnos los muestrarios de sus novedades después de terminar sus negocios en la ciudad.

El grupo, que vivía lejos del centro, no iba de noche al café Roma si no era por motivos concretos. Para mí, en cambio, era la casa que no tenía. Trabajaba por la mañana en la apacible redacción de El Heraldo, almorzaba como pudiera, cuando pudiera y donde pudiera, pero casi siempre invitado dentro del grupo por amigos buenos y políticos interesados. En la tarde escribía «La Jirafa», mi nota diaria, y cualquier otro texto de ocasión. A las doce del día y a las seis de la tarde era el más puntual en la librería Mundo. El aperitivo del almuerzo, que el grupo tomó durante años en el café Colombia, se trasladó más tarde al café Japy, en la acera de enfrente, por ser el más ventilado y alegre sobre la calle San Blas. Lo usábamos para visitas, oficina, negocios, entrevistas, y como un lugar fácil para encontrarnos.

La mesa de don Ramón en el Japy tenía unas leyes inviolables impuestas por la costumbre. Era el primero que llegaba por su horario de maestro hasta las cuatro de la tarde. No cabíamos más de seis en la mesa. Habíamos escogido nuestros sitios en relación con el suyo, y se consideraba de mal gusto arrimar otras sillas donde no cabían. Por la antigüedad y el rango de su amistad, Germán se sentó a su derecha desde el primer día. Era el encargado de sus asuntos materiales. Se los resolvía aunque no se los encomendara, porque el sabio tenía la vocación congénita de no entenderse con la vida práctica. Por aquellos días, el asunto principal era la venta de sus libros a la biblioteca departamental, y el remate de otras cosas antes de viajar a Barcelona, más que un secretario, Germán parecía un buen hijo.

Las relaciones de don Ramón con Alfonso, en cambio, se fundaban en problemas literarios y políticos más difíciles. En cuanto a Álvaro, siempre me pareció que se inhibía cuando lo encontraba solo en la mesa y necesitaba la presencia de otros para empezar a navegar. El único ser humano que tenía derecho libre de lugar en la mesa era Jose Félix. En la noche, don Ramón no iba al Japy sino al cercano café Roma, con sus amigos del exilio español.

El último que llegó a su mesa fui yo, y desde el primer día me senté sin derecho propio en la silla de Álvaro Cepeda mientras estuvo en Nueva York. Don Ramón me recibió como un discípulo más porque había leído mis cuentos en El Espectador. Sin embargo, nunca hubiera imaginado que llegaría a tener con él la confianza de pedirle prestado el dinero para mi viaje a Aracataca con mi madre. Poco después, por una casualidad inconcebible, tuvimos la primera y única conversación a solas cuando fui al Japy más temprano que los otros para pagarle sin testigos los seis pesos que me había prestado.

– Salud, genio -me saludó como siempre. Pero algo en mi cara lo alarmó-: ¿Está enfermo?

– Creo que no, señor -le dije inquieto-. ¿Por qué?

– Le noto demacrado -dijo él-, pero no me haga caso, por estos días todos andamos fotuts del cul.

Se guardó los seis pesos en la cartera con un gesto reticente como si fuera dinero mal habido por él.

– Se lo recibo -me explicó ruborizado- como recuerdo de un joven muy pobre que fue capaz de pagar una deuda sin que se la cobraran.

No supe qué decir, sumergido en un silencio que soporté como un pozo de plomo en la algarabía del salón. Nunca soñé con la fortuna de aquel encuentro. Tenía la impresión de que en las charlas de grupo cada quien ponía su granito de arena en el desorden, y las gracias y carencias de cada uno se confundían con las de los otros, pero nunca se me ocurrió que pudiera hablar a solas de las artes y la gloria con un hombre que vivía desde hacía años en una enciclopedia. Muchas madrugadas, mientras leía en la soledad de mi cuarto, imaginaba diálogos excitantes que habría querido sostener con él sobre mis dudas literarias, pero se derretían sin dejar rescoldos a la luz del sol. Mi timidez se agravaba cuando Alfonso irrumpía con una de sus ideas descomunales, o Germán desaprobaba una opinión apresurada del maestro, o Álvaro se desgañitaba con un proyecto que nos sacaba de quicio.

Por fortuna, aquel día en el Japy fue don Ramón quien tomó la iniciativa de preguntarme cómo iban mis lecturas. Para entonces yo había leído todo lo que pude encontrar de la generación perdida, en español, con un cuidado especial para Faulkner, al que rastreaba con un sigilo sangriento de cuchilla de afeitar, por mi raro temor de que a la larga no fuera más que un retórico astuto. Después de decirlo me estremeció el pudor de que pareciera una provocación, y traté de matizarlo, pero don Ramón no me dio tiempo.

– No se preocupe, Gabito -me contestó impasible-. Si Faulkner estuviera en Barranquilla estaría en esta mesa.

Por otra parte, le llamaba la atención que Ramón Gómez de la Serna me interesara tanto que lo citaba en «La Jirafa» a la par de otros novelistas indudables. Le aclaré que no lo hacía por sus novelas, pues aparte de El chalet de las rosas, que me había gustado mucho, lo que me interesaba de él era la audacia de su ingenio y su talento verbal, pero sólo como gimnasia rítmica para aprender a escribir. En ese sentido, no recuerdo un género más inteligente que sus famosas greguerías. Don Ramón me interrumpió con su sonrisa mordaz:

– «El peligro para usted es que sin darse cuenta aprenda también a escribir mal.

Sin embargo, antes de cerrar el tema reconoció que en medio de su desorden fosforescente, Gómez de la Serna era un buen poeta. Así eran sus réplicas, inmediatas y sabias, y apenas si me alcanzaban los nervios para asimilarlas, ofuscado por el temor de que alguien interrumpiera aquella ocasión única. Pero él sabía cómo manejarla. Su mesero habitual le llevó la Coca-Cola de las once y media, y él pareció no darse cuenta, pero se la tomó a sorbos con el pitillo de papel sin interrumpir sus explicaciones. La mayoría de los clientes lo saludaban en voz alta desde la puerta: «Cómo está, don Ramón».Y él les contestaba sin mirarlos con un aleteo de su mano de artista.

Mientras hablaba, don Ramón dirigía miradas furtivas a la carpeta de piel que mantuve apretada con ambas manos mientras lo escuchaba. Cuando acabó de tomarse la primera Coca-Cola, torció el pitillo como un destornillador y ordenó la segunda. Yo pedí la mía muy a sabiendas de que en aquella mesa cada quien pagaba lo suyo. Por fin me preguntó qué era la carpeta misteriosa a la cual me aferraba como a una tabla de náufrago.

Le conté la verdad: era el primer capítulo todavía en borrador de la novela que había empezado al regreso de Cataca con mi madre. Con un atrevimiento del que nunca volvería a ser capaz en una encrucijada de vida o muerte, puse en la mesa la carpeta abierta frente a él, como una provocación inocente. Fijó en mí sus pupilas diafanas de un azul peligroso, y me preguntó un poco asombrado:

– ¿Usted permite?

Estaba escrita a máquina con incontables correcciones, en bandas de papel de imprenta plegadas como un fuelle de acordeón. El se puso sin prisa los lentes de leer, desplegó las tiras de papel con una maestría profesional y las acomodó en la mesa. Leyó sin un gesto, sin un matiz de la piel, sin un cambio de la respiración, con un mechón de cacatúa movido apenas por el ritmo de sus pensamientos. Cuando terminó dos tiras completas las volvió a plegar en silencio con un arte medieval, y cerró la carpeta. Entonces se guardó los lentes en la funda y se los puso en el bolsillo del pecho.

– Se ve que es un material todavía crudo, como es lógico -me dijo con una gran sencillez-. Pero va bien.

Hizo algunos comentarios marginales sobre el manejo del tiempo, que era mi problema de vida o muerte, y sin duda el más difícil, y agregó:

– Usted debe ser consciente de que el drama ya sucedió y que los personajes no están allí sino para evocarlo, de modo que tiene que lidiar con dos tiempos.

Después de una serie de precisiones técnicas que no logré valorar por mi inexperiencia, me aconsejó que la ciudad de la novela no se llamara Barranquilla, como yo lo tenía decidido en el borrador, porque era un nombre tan condicionado por la realidad que le dejaría al lector muy poco espacio para soñar. Y terminó con su tono de burla:

– O hágase el palurdo y espere a que le caiga del cielo. Al fin y al cabo, la Atenas de Sófocles no fue nunca la misma de Antígona.

Pero lo que seguí para siempre al pie de la letra fue la frase con que se despidió de mí aquella tarde:

– Le agradezco su deferencia, y voy a corresponderle con un consejo: no muestre nunca a nadie el borrador de algo que esté escribiendo.

Fue mi única conversación a solas con él, pero valió por todas, porque viajó a Barcelona el 15 de abril de 1950, como estaba previsto desde hacía más de un año, enrarecido por el traje de paño negro y el sombrero de magistrado. Fue como embarcar a un niño de escuela.

Estaba bien de salud y con la lucidez intacta a los sesenta y ocho años, pero quienes lo acompañamos al aeropuerto lo despedimos como a alguien que volvía a su tierra natal para asistir a su propio entierro.

Sólo al día siguiente, cuando llegamos a nuestra mesa del Japy, nos dimos cuenta del vacío que quedó en su silla y que nadie se decidió a ocupar mientras no llegamos al acuerdo de que fuera Germán. Necesitamos algunos días para acostumbrarnos al nuevo ritmo de la conversación diaria, hasta que llegó la primera carta de don Ramón, que parecía escrita de viva voz, con su caligrafía minuciosa en tinta morada. Así se inició una correspondencia con todos a través de Germán, frecuente e intensa, en la que contaba muy poco de su vida y mucho de una España que seguiría considerando como tierra enemiga mientras viviera Franco y mantuviera el imperio español sobre Cataluña.

La idea del semanario era de Alfonso Fuenmayor, y muy anterior a aquellos días, pero tengo la impresión de que la precipitó el viaje del sabio catalán. Reunidos a propósito en el café Roma tres noches después, Alfonso nos informó que tenía todo listo para el despegue. Sería un semanario tabloide de veinte páginas, periodístico y literario, cuyo nombre -Crónica- no diría mucho a nadie. A nosotros mismos nos parecía un delirio que después de cuatro años de no obtener recursos donde los había de sobra, Alfonso Fuenmayor los hubiera conseguido entre artesanos, mecánicos de automóviles, magistrados en retiro y hasta cantineros cómplices que aceptaron pagar anuncios con ron de caña. Pero había razones para pensar que sería bien recibido en una ciudad que en medio de sus tropeles industriales y sus ínfulas cívicas mantenía viva la devoción por sus poetas.

Además de nosotros serían pocos los colaboradores regulares. El único profesional con una buena experienda era Carlos Osío Noguera -el Vate Osío- un poeta y periodista de una simpatía muy propia y un cuerpo descomunal, funcionario del gobierno y censor en El Nacional, donde había trabajado con Álvaro Cepeda y Germán Vargas. Otro sería Roberto (Bob) Prieto, un raro erudito de la alta clase social, que podía pensar en inglés o francés tan bien como en español y tocar al piano de memoria obras varias de grandes maestros. El menos comprensible de la lista que se le ocurrió a Alfonso Fuenmayor fue Julio Mario Santodomingo. Lo impuso sin reservas por sus propósitos de ser un hombre distinto, pero lo que pocos entendíamos era que figurara en la lista del consejo editorial, cuando parecía destinado a ser un Rockefeller latino, inteligente, culto y cordial, pero condenado sin remedio a las brumas del poder. Muy pocos sabían, como lo sabíamos los cuatro promotores de la revista, que el sueño secreto de sus veinticinco años era ser escritor.

El director, por derecho propio, sería Alfonso. Germán Vargas sería antes que nada el reportero grande con quien yo esperaba compartir el oficio, no cuando tuviera tiempo -que nunca tuvimos-, sino cuando se me cumpliera el sueño de aprenderlo. Álvaro Cepeda mandaría colaboraciones en sus horas libres de la Universidad de Columbia, en Nueva York. Al final de la cola, nadie estaba más libre y ansioso que yo para ser nombrado jefe de redacción de un semanario independiente e incierto, y así se hizo.

Alfonso tenía reservas de archivo desde hacía años y mucho trabajo adelantado en los últimos seis meses con notas editoriales, materiales literarios, reportajes maestros y promesas de anuncios comerciales de sus amigos ricos. El jefe de redacción, sin horario definido y con un sueldo mejor que el de cualquier periodista de mi categoría, pero condicionado a las ganancias del futuro, estaba también preparado para tener la revista bien y a tiempo. Por fin, el sábado de la semana siguiente, cuando entré en nuestro cubículo de El Heraldo a las cinco de la tarde Alfonso Fuenmayor ni siquiera levantó la vista para terminar su editorial.

– Apúrese con sus vainas, maestro -me dijo-, que la semana entrante sale Crónica.

No me asusté, porque ya había oído la frase dos veces anteriores. Sin embargo, la tercera fue la vencida. El mayor acontecimiento periodístico de la semana -con una ventaja absoluta- había sido la llegada del futbolista brasileño Heleno de Freitas para el Deportivo Junior, pero no lo trataríamos en competencia con la prensa especializada, sino como una noticia grande de interés cultural y social. Crónica no se dejaría encasillar por esa clase de distinciones, y menos tratándose de algo tan popular como el futbol. La decisión fue unánime y el trabajo eficaz.

Habíamos preparado tanto material en la espera, que lo único de última hora fue el reportaje de Heleno, escrito por Germán Vargas, maestro del género y fanático del futbol. El primer número amaneció puntual en los puestos de venta el sábado 29 de abril de 1950, día de Santa Catalina de Siena, escritora de cartas azules en la plaza más bella del mundo. Crónica se imprimió con una divisa mía de última hora debajo del nombre: «Su mejor weekend». Sabíamos que estábamos desafiando el purismo indigesto que prevalecía en la prensa colombiana de aquellos años, pero lo que queríamos decir con la divisa no tenía un equivalente con los mismos matices en lengua española. La portada era un dibujo a tinta de Heleno de Freitas hecho por Alfonso Meló, el único retratista de nuestros tres dibujantes.

La edición, a pesar de las prisas de última hora y la falta de promoción, se agotó mucho antes de que la redacción en pleno llegara al estadio municipal el día siguiente domingo 30 de abril-, donde se jugaba el partido estelar entre el Deportivo Junior y el Sporting, ambos de Barranquilla. La revista misma estaba dividida porque Germán y Álvaro eran partidarios del Sporting y Alfonso y yo lo éramos del Junior. Sin embargo, el solo nombre de Heleno y el excelente reportaje de Germán Vargas sustentaron el equívoco de que Crónica era por fin la gran revista deportiva que Colombia esperaba.

Había lleno hasta las banderas. A los seis minutos del primer tiempo, Heleno de Freitas colocó su primer gol en Colombia con un remate de izquierda desde el centro del campo. Aunque al final ganó el Sporting por 3 a 2, la tarde fue de Heleno, y después de nosotros, por el acierto de la portada premonitoria. Sin embargo, no hubo poder humano ni divino capaz de hacerle entender a ningún público que Crónica no era una revista deportiva sino un semanario cultural que honraba a Heleno de Freitas como una de las grandes noticias del año.

No era una chiripa de novatos. Tres de los nuestros solían tratar temas de fútbol en sus columnas de interés general, incluido Germán Vargas, por supuesto. Alfonso Fuenmayor era un aficionado puntual del fútbol y Álvaro Cepeda fue durante años corresponsal en Colombia del Sporting News, de Saint Louis, Missouri. Sin embargo, los lectores que anhelábamos no acogieron con los brazos abiertos los números siguientes, y los fanáticos de los estadios nos abandonaron sin dolor.

Tratando de remendar el roto decidimos en consejo editorial que yo escribiera el reportaje central con Sebastián Berascochea, otra de las estrellas brasileñas del Deportivo Junior, con la esperanza de que conciliara futbol y literatura, como tantas veces había tratado de hacerlo con otras ciencias ocultas en mi columna diaria La fiebre del balón que Luis Carmelo Correa me había contagiado en los potreros de Cataca se me había bajado casi a cero. Además, yo era de los fanáticos precoces del béisbol caribe -o el juego de pelota, como decíamos en lengua vernácula-. Sin embargo, asumí el reto.

Mi modelo, por supuesto, fue el reportaje de Germán Vargas. Me reforcé con otros, y me sentí aliviado por una larga conversación con Berascochea, un hombre inteligente y amable, y con muy buen sentido de la imagen que deseaba dar a su público. Lo malo fue que lo identifiqué y describí como un vasco ejemplar, sólo por su apellido, sin parar mientes en el detalle de que era un negro retinto de la mejor estirpe africana. Fue la gran pifia de mi vida y en el peor momento para la revista. Tanto, que me identifiqué hasta el alma con la carta de un lector que me definió como un periodista deportivo incapaz de distinguir la diferencia entre un balón y un tranvía. El mismo Germán Vargas, tan meticuloso en sus juicios, afirmó años después en un libro de conmemoraciones que el reportaje de Berascochea era lo peor de todo lo que yo he escrito. Creo que exageraba, pero no demasiado, porque nadie conocía el oficio como él, con crónicas y reportajes escritos en un tono tan fluido que parecían dictados de viva voz al linotipista.

No renunciamos al futbol o al béisbol porque ambos eran populares en la costa caribe, pero aumentamos los temas de actualidad y las novedades literarias. Todo fue inútil: nunca logramos superar el equívoco de que Crónica fuera una revista deportiva, pero en cambio los fanáticos del estadio superaron el suyo y nos abandonaron a nuestra suerte. Así que seguimos haciéndola como nos habíamos propuesto, aunque desde la tercera semana se quedó flotando en el limbo de su ambigüedad.

No me amilané. El viaje a Caraca con mi madre, la conversación histórica con don Ramón Vinyes y mi vínculo entrañable con el grupo de Barranquilla me habían infundido un aliento nuevo que me duró para siempre. Desde entonces no me gané un centavo que no fuera con la máquina de escribir, y esto me parece más meritorio de lo que podría pensarse, pues los primeros derechos de autor que me permitieron vivir de mis cuentos y novelas me los pagaron a los cuarenta y tantos años, después de haber publicado cuatro libros con beneficios ínfimos. Antes de eso mi vida estuvo siempre perturbada por una maraña de trampas, gambetas e ilusiones para burlar los incontables señuelos que trataban de convertirme en cualquier cosa que no fuera escritor.

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