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Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre donde estaba cayendo una llovizna insomne desde principios del siglo XVI. Me llamó la atención que había en la calle demasiados hombres deprisa, vestidos como yo desde mi llegada, de paño negro y sombreros duros. En cambio no se veía ni una mujer de consolación, cuya entrada estaba prohibida en los cafés sombríos del centro comercial, como la de sacerdotes con sotana y militares uniformados. En los tranvías y orinales públicos había un letrero triste: «Si no le temes a Dios, témele a la sífilis».

Me impresionaron los percherones gigantescos que tiraban de los carros de cerveza, las chispas de pirotecnia de los tranvías al doblar las esquinas y los estorbos del tránsito para dar paso a los entierros de a pie bajo la lluvia. Eran los más lúgubres, con carrozas de lujo y caballos engringolados de terciopelo y morriones de plumones negros, con cadáveres de buenas familias que se comportaban como los inventores de la muerte. En el atrio de la iglesia de las Nieves vi desde el taxi la primera mujer en las calles, esbelta y sigilosa, y con tanta prestancia como una reina de luto, pero me quedé para siempre con la mitad de la ilusión, porque llevaba la cara cubierta con un velo infranqueable.

Fue un derrumbe moral. La casa donde pasé la noche era grande y confortable, pero me pareció fantasmal por su jardín sombrío de rosas oscuras y un frío que trituraba los huesos. Era de la familia Torres Gamboa, parientes de mi padre y conocidos míos, pero los veía como extraños en la cena arropados con mantas de dormir. Mi mayor impresión fue cuando me deslicé bajo las sábanas y lancé un grito de horror, porque las sentí empapadas en un líquido helado. Me explicaron que así era la primera vez y que poco a poco me iría acostumbrando a las rarezas del clima. Lloré largas horas en silencio antes de lograr un sueño infeliz.

Ese era el ánimo en que me sentía cuatro días después de haber llegado, mientras caminaba a toda prisa contra el frío y la llovizna hacia el Ministerio de Educación, donde iban a abrirse las inscripciones para el concurso nacional de becas. La fila empezaba en el tercer piso del ministerio, frente a la puerta misma de las oficinas de inscripción, y bajaba serpenteando por las escaleras hasta la entrada principal. El espectáculo era descorazonador. Cuando escampó, hacia las diez de la mañana, la fila se prolongaba todavía dos cuadras más sobre la avenida Jiménez de Quesada, y aún faltaban aspirantes que se habían refugiado en los portales. Me pareció imposible obtener nada en semejante rebatiña.

Poco después del mediodía sentí dos toquecitos en el hombro. Era el insaciable lector del buque, que me había reconocido entre los últimos de la fila, pero me costó trabajo identificarlo con el sombrero hongo y el atuendo fúnebre de los cachacos. También él, perplejo, me preguntó:

– ¿Pero qué carajo haces aquí? Se lo dije.

– ¡Qué cosa más divertida! -dijo él, muerto de risa-. Ven conmigo -y me llevó del brazo hacia el ministerio. Entonces supe que era el doctor Adolfo Gómez Támara, director nacional de becas del Ministerio de Educación.

Fue el azar menos posible y uno de los más afortunados de mi vida. Con una broma de pura estirpe estudiantil, Gómez Támara me presentó a sus asistentes como el cantante más inspirado de boleros románticos. Me sirvieron café y me inscribieron sin más trámites, no sin antes advertirme que no estaban burlando instancias sino rindiendo tributo a los dioses insondables de la casualidad. Me informaron que el examen general sería el lunes siguiente en el colegio de San Bartolomé. Calculaban unos mil aspirantes de todo el país para unas trescientas cincuenta becas, de modo que la batalla iba a ser larga y difícil, y quizás un golpe mortal para mis ilusiones. Los favorecidos conocerían los resultados una semana después, junto con los datos del colegio que les asignaran. Esto fue nuevo y grave para mí, pues lo mismo podían despacharme para Medellín que para el Vichada. Me explicaron que esa lotería geográfica se había acordado para estimular la movilidad cultural entre las distintas regiones. Cuando terminaron los trámites, Gómez Támara me estrechó la mano con la misma energía entusiasta con que me agradeció el bolero.

– Avíspate -me dijo-. Ahora tu vida está en tus manos.

A la salida del ministerio, un hombrecito de aspecto clerical se me ofreció para conseguirme una beca segura y sin exámenes en el colegio que yo quisiera mediante el pago de cincuenta pesos. Era una fortuna para mí, pero creo que si la hubiera tenido la habría pagado por evitarme el terror del examen. Días después reconocí al impostor en la fotografía de los periódicos como el cabecilla de una banda de estafadores que se disfrazaban de curas para gestionar negocios ilícitos en organismos oficiales.

No deshice el baúl ante la certidumbre de que me mandarían para cualquier parte. Mi pesimismo estaba tan bien servido que la víspera del examen me fui con los músicos del buque a una cantina de mala muerte en el escabroso barrio de las Cruces. Cantábamos por el trago al precio de una canción por un vaso de chicha, la bebida bárbara de maíz fermentado que los borrachos exquisitos refinaban con pólvora. Así que llegué tarde al examen, con latidos dentro de la cabeza y sin recordar siquiera dónde estuve ni quién me había llevado a casa la noche anterior, pero me recibieron por caridad en un salón inmenso y atiborrado de aspirantes. Un vistazo de pájaro sobre el cuestionario me bastó para darme cuenta de que estaba derrotado de antemano. Sólo por distraer a los vigilantes me entretuve en las ciencias sociales, cuyas preguntas me parecieron las menos crueles. De pronto me sentí poseído por un aura de inspiración que me permitió improvisar respuestas creíbles y chiripas milagrosas. Salvo en las matemáticas, que no se me rindieron ni en lo que Dios quiso. El examen de dibujo, que hice deprisa pero bien, me sirvió de alivio. «Debió ser un milagro de la chicha», me dijeron mis músicos. De todos modos terminé en un estado de rendición final, con la decisión de escribir una carta a mis padres sobre derechos y razones para no volver a casa.

Cumplí con el deber de reclamar las calificaciones una semana después. La empleada de la recepción debió reconocer alguna señal en mi expediente porque me llevó sin razones con el director. Lo encontré de muy buen genio, en mangas de camisa y con tirantes rojos de fantasía. Revisó las notas de mi examen con una atención profesional, dudó una o dos veces y por fin respiro.

– No está mal -dijo para sí mismo-. Salvo en matemáticas, pero te escapaste por un pelo gracias al cinco en dibujo.

Se echó hacia atrás en la silla de resortes y me preguntó en qué colegio había pensado.

Fue uno de mis sustos históricos, pero no vacilé:

– San Bartolomé, aquí en Bogotá. Él puso la palma de la mano sobre una pila de papeles que tenía en el escritorio.

– Todo esto son cartas de pesos pesados que recomiendan a hijos, parientes y amigos para colegios de aquí dijo. Se dio cuenta de que no tenía que haberlo dicho, y prosiguió: Si me permites que te ayude, lo que más te conviene es el Liceo Nacional de Zipaquirá, a una hora de tren.

Lo único que sabía de esa ciudad histórica era que tenia minas de sal. Gómez Támara me explicó que era un colegio colonial expropiado a una comunidad religiosa por una reforma liberal reciente, y ahora tenía una nómina espléndida de maestros jóvenes con una mentalidad moderna. Pensé que mi deber era sacarlo de dudas.

– Mi papá es godo -le advertí. Soltó la risa.

– No seas tan serio -dijo-. Digo liberal en el sentido de pensamiento amplio.

Enseguida recobró su estilo propio y decidió que mi suerte estaba en aquel antiguo convento del siglo XVII, convertido en colegio de incrédulos en una villa soñolienta donde no había más distracciones que estudiar. El viejo claustro, en efecto, se mantenía impasible ante la eternidad. En su primera época tenía un letrero tallado en el pórtico de piedra: El principio de la sabiduría es el temor de Dios. Pero la divisa fue cambiada por el escudo de Colombia cuando el gobierno liberal del presidente Alfonso López Pumarejo nacionalizó la educación en 1936. Desde el zaguán, mientras me reponía de la asfixia por el peso del baúl, me deprimió el patiecito de arcos coloniales tallados en piedra viva, con balcones de maderas pintadas de verde y macetas de flores melancólicas en los barandales. Todo parecía sometido a un orden confesional, y en cada cosa se notaba demasiado que en más de trescientos años no habían conocido la indulgencia de unas manos de mujer. Mal educado en los espacios sin ley del Caribe, me asaltó el terror de vivir los cuatro años decisivos de mi adolescencia en aquel tiempo varado.

Todavía hoy me parece imposible que dos pisos alrededor de un patio taciturno, y otro edificio de mampostería improvisado en el terreno del fondo, pudieran alcanzar para la residencia y la oficina del rector, la secretaría administrativa, la cocina, el comedor, la biblioteca, las seis aulas, el laboratorio de física y química, el depósito, los servicios sanitarios y el dormitorio común con camas de hierro dispuestas en batería para medio centenar de alumnos traídos a rastras desde los suburbios más deprimidos de la nación, y muy pocos capitalinos. Por fortuna, aquella condición de destierro fue una gracia más de mi buena estrella. Por ella aprendí pronto y bien cómo es el país que me tocó en la rifa del mundo. La docena de paisanos caribes que me asumieron como suyo desde la llegada, y también yo, desde luego, hacíamos distinciones insalvables entre nosotros y los otros: los nativos y los forasteros.

Los distintos grupos repartidos en los rincones del patio desde el recreo de la prima noche eran un rico muestrario de la nación. No había rivalidades mientras cada uno se mantuviera en su terreno. Mis relaciones inmediatas fueron con los costeños del Caribe -que teníamos la fama bien merecida de ser ruidosos, fanáticos de la solidaridad de grupo y parranderos de bailes-. Yo era una excepción, pero Antonio Martínez Sierra, rumbero de Cartagena, me enseñó a bailar los aires de moda en los recreos de la noche. Ricardo González Ripoll, mi gran cómplice de noviazgos furtivos, fue un arquitecto de fama que sin embargo no interrumpió nunca la misma canción apenas perceptible que murmuraba entre dientes y bailaba solo hasta el fin de sus días.

Mincho Burgos, un pianista congenito que llegó a ser maestro de una orquesta nacional de baile, fundó el conjunto del colegio con quien quiso aprender algún instrumento, y me enseñó el secreto de la segunda voz para los boleros y los cantos vallenatos. Sin embargo, su proeza mayor fue que formó a Guillermo López Guerra un bogotano puro, en el arte caribe de tocar las claves, que es cuestión de tres dos, tres dos.

Humberto Jaimes, de El Banco, era un estudioso encarnizado al que nunca le interesó bailar y sacrificaba sus fines de semana para quedarse estudiando en el colegio. Creo que no había visto nunca un balón de futbol ni leído la reseña de un partido de cualquier cosa. Hasta que se graduó de ingeniero en Bogotá e ingresó en El Tiempo como aprendiz de redactor deportivo, donde llegó a ser director de su sección y uno de los buenos cronistas de futbol del país. De todos modos, el caso más raro que recuerdo fue sin duda el de Silvio Luna, un moreno retinto del Chocó que se graduó de abogado y después de médico, y parecía dispuesto a iniciar su tercera carrera cuando lo perdí de vista.

Daniel Rozo -Pagocio- se comportó siempre como un sabio en todas las ciencias humanas y divinas, y se prodigaba con ellas en clases y recreos. Siempre acudíamos a él para informarnos sobre el estado del mundo durante la guerra mundial, que seguíamos apenas por los rumores, pues no estaba autorizada en el colegio la entrada regular de periódicos o revistas, y la radiola la usábamos solo para bailar unos con otros. Nunca tuvimos ocasión de averiguar de dónde sacaba Pagocio sus batallas históricas en las cuales ganaban siempre los aliados. Sergio Castro -de Quetame- fue quizás el mejor estudiante en todos los años del liceo, y obtuvo siempre las calificaciones más altas desde su ingreso. Me parece que su secreto era el mismo que me había aconsejado Martina Fonseca en el colegio San José: no perdía una palabra del maestro o de las intervenciones de sus condiscípulos en las clases, tomaba notas hasta de la respiración de los profesores y las ordenaba en un cuaderno perfecto. Tal vez por lo mismo no necesitaba gastar tiempo en preparar los exámenes, y leía libros de aventuras los fines de semana mientras los otros nos incinerábamos en los estudios.

Mi compañero más asiduo en los recreos fue el bogotano puro Álvaro Ruiz Torres, que intercambiaba conmigo las noticias diarias de las novias en el recreo de la noche, mientras marchábamos con tranco militar alrededor del patio. Otros eran Jaime Bravo, Humberto Guillén y Álvaro Vidal Barón, de quienes fui muy cercano en el colegio y seguimos encontrándonos durante años en la vida real. Álvaro Ruiz iba a Bogotá todos los fines de semana con su familia, y regresaba bien provisto de cigarrillos y noticias de novias. Fue él quien me alentó ambos vicios durante el tiempo que estudiamos juntos, y quien en estos dos años recientes me ha prestado sus mejores recuerdos para reverdecer estas memorias.

No sé qué aprendí en realidad durante el cautiverio del Liceo Nacional, pero los cuatro años de convivencia bien avenida con todos me infundieron una visión unitaria de la nación, descubrí cuán diversos éramos y para qué servíamos, y aprendí para no olvidarlo nunca que en la suma de cada uno de nosotros estaba todo el país. Tal vez fue eso lo que quisieron decir en el ministerio sobre la movilidad regional que patrocinaba el gobierno. Ya en la edad madura, invitado a la cabina de mandos de un avión trasatlántico, las primeras palabras que me dirigió el capitán fue para preguntarme de dónde era. Me bastó con oírlo para contestar:

– Soy tan costeño como es usted de Sogamoso.

Pues tenía el mismo modo de ser, el mismo gesto, la misma materia de voz que Marco Fidel Mulla, mi veceno de asiento en el cuarto año del liceo. Este golpe de intuición me enseñó a navegar en las ciénagas de aquella comunidad imprevisible, aun sin brújula y contra la corriente, y ha sido quizás una llave maestra en mi oficio de escritor.

Me sentía viviendo un sueño, pues no había aspirado a la beca porque quisiera estudiar, sino por mantener mi independencia de cualquier otro compromiso, en buenos términos con la familia. La seguridad de tres comidas al día bastaba para suponer que en aquel refugio de pobres vivíamos mejor que en nuestras casas, bajo un régimen de autonomía vigilada menos evidente que el poder doméstico. En el comedor funcionaba un sistema de mercado que permitía a cada quien arreglar la ración a su gusto. El dinero carecía de valor. Los dos huevos del desayuno eran la moneda más cotizada, pues con ellos se podía comprar con ventaja cualquier otro plato de las tres comidas. Cada cosa tenía su equivalente justo, y nada perturbó aquel comercio legítimo. Más aún: no recuerdo ni un solo pleito a trompadas por motivo alguno en cuatro años de internado.

Los maestros, que comían en otra mesa del mismo salón, no eran ajenos a los trueques personales entre ellos, pues todavía arrastraban hábitos de sus colegios recientes. La mayoría eran solteros o vivían allí sin las esposas, y sus sueldos eran casi tan escasos como nuestras mesadas familiares. Se quejaban de la comida con tantas razones como nosotros, y en una crisis peligrosa se rozó la posibilidad de conjurarnos con alguno de ellos para una huelga de hambre. Sólo cuando recibían regalos o tenían invitados de fuera se permitían platos inspirados que por una vez estropeaban las igualdades. Ése fue el caso, en el cuarto año, cuando el médico del liceo nos prometió un corazón de buey para estudiarlo en su curso de anatomía. Al día siguiente lo mandó a las neveras de la cocina, todavía fresco y sangrante, pero no estaba allí cuando fuimos a buscarlo para la clase. Así se aclaró que a última hora, a falta de un corazón de buey, el médico había mandado el de un albañil sin dueño que se desbarató al resbalar de un cuarto piso. En vista de que no alcanzaba para todos, los cocineros lo prepararon con salsas exquisitas creyendo que era el corazón de buey que les habían anunciado para la mesa de los maestros. Creo que esas relaciones fluidas entre profesores y alumnos tenían algo que ver con la reciente reforma de la educación de la cual quedó poco en la historia, pero nos sirvió al menos para simplificar los protocolos. Se redujeron las diferencias de edades, se relajó el uso de la corbata y nadie volvió a alarmarse porque maestros y alumnos se tomaran juntos unos tragos y asistieran los sábados a los mismos bailes de novias.

Este ambiente sólo era posible por la clase de maestros que en general permitían una fácil relación personal. Nuestro profesor de matemáticas, con su sabiduría y su áspero sentido del humor, convertía las clases en una fiesta temible. Se llamaba Joaquín Giraldo Santa y fue el primer colombiano que obtuvo el título de doctor en matemáticas. Para desdicha mía, y a pesar de mis grandes esfuerzos y los suyos, nunca logré integrarme a su clase. Solía decirse entonces que las vocaciones poéticas interferían con las matemáticas, y uno terminaba no sólo por creerlo, sino por naufragar en ellas. La geometría fue más compasiva tal vez por obra y gracia de su prestigio literario. La aritmética, por el contrario, se comportaba con una simplicidad hostil. Todavía hoy, para hacer una suma mental, tengo que desbaratar los números en sus componentes más fáciles, en especial el siete y el nueve, cuyas tablas no pude nunca memorizar. De modo que para sumar siete y cuatro le quito dos al siete, sumo el cuatro al cinco que me queda y al final vuelvo a sumar el dos: ¡once! La multiplicación me falló siempre porque nunca pude recordar los números que llevaba en la memoria. Al álgebra le dediqué mis mejores ánimos, no sólo por respeto a su estirpe clásica sino por mi cariño y mi terror al maestro. Fue inútil. Me reprobaron en cada trimestre, la rehabilité dos veces y la perdí en otra tentativa ilícita que me concedieron por caridad.

Tres maestros más abnegados fueron los de idiomas. El primero -de inglés- fue mister Abella, un caribe puro con una dicción oxoniense perfecta y un fervor un tanto eclesiástico por el diccionario Webster's, que recitaba con los ojos cerrados. Su sucesor fue Héctor Figueroa, un buen maestro joven con una pasión febril por los boleros que cantábamos a varias voces en los recreos. Hice lo mejor que pude en los sopores de las clases y en el examen final, pero creo que mi buena calificación no fue tanto por Shakespeare como por Leo Marini y Hugo Romani, responsables de tantos paraísos y tantos suicidios de amor. El maestro de francés en cuarto año, monsieur Antonio Yelá Alban, me encontró intoxicado por las novelas policíacas. Sus clases me aburrían tanto como las de todos, pero sus citas oportunas del francés callejero fueron una buena ayuda para no morirme de hambre en París diez años después.

La mayoría de los maestros habían sido formados en la Normal Superior bajo la dirección del doctor José Francisco Socarras, un siquiatra de San Juan del César que se empeñó en cambiar la pedagogía clerical de un siglo de gobierno conservador por un racionalismo humanístico. Manuel Cuello del Río era un marxista radical, que quizás por lo mismo admiraba a Lin Yutang y creía en las apariciones de los muertos. La biblioteca de Carlos Julio Calderón, presidida por su paisano José Eustasio Rivera, autor de La vorágine, repartía por igual a los clásicos griegos, los piedracielistas criollos y los románticos de todas partes. Gracias a unos y a otros, los pocos lectores asiduos leíamos a san Juan de la Cruz o a José Maria Vargas Vila, pero también a los apóstoles de la revolución proletaria. Gonzalo Ocampo, el profesor de ciencias sociales, tenía en su cuarto una buena biblioteca política que circulaba sin malicia en las aulas de los mayores, pero nunca entendí por qué El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Federico Engels se estudiaba en las áridas tardes de economía política y no en las clases de literatura, como la epopeya de una bella aventura humana. Guillermo López Guerra leyó en los recreos el AntiDühring, también de Engels, prestado por el profesor Gonzalo Ocampo. Sin embargo, cuando se lo pedí para discutirlo con López Guerra, Ocampo me dijo que no me haría ese mal favor con un mamotreto fundamental para el progreso de la humanidad, pero tan largo y aburrido que quizás no pasara a la historia. Tal vez estos cambalaches ideológicos contribuyeron a la mala fama del liceo como un laboratorio de perversión política. Sin embargo, necesité media vida para darme cuenta de que quizás fueron más bien una experiencia espontánea para espantar a los débiles y vacunar a los fuertes contra todo género de dogmatismos. Mi relación más directa fue siempre con el profesor Carlos Julio Calderón, maestro de castellano en los primeros cursos, de literatura universal en cuarto, española en quinto y colombiana en sexto. Y de algo raro en su formación y sus gustos: la contabilidad. Había nacido en Neiva, capital del departamento del Huila, y no se cansaba de proclamar su admiración patriótica por José Eustasio Rivera. Tuvo que interrumpir sus estudios de medicina y cirugía, y lo recordaba como la frustración de su vida, pero su pasión por las artes y las letras era irresistible. Fue el primer maestro que pulverizaba mis borradores con indicaciones pertinentes.

En todo caso, las relaciones de alumnos y maestros eran de una naturalidad excepcional, no sólo en las clases sino de un modo especial en el patio de recreo después de la cena. Esto permitía un trato distinto del que estábamos acostumbrados, y que sin duda fue afortunado para el clima de respeto y camaradería en que vivíamos.

Una aventura pavorosa se la debo a las obras completas de Freud, que habían llegado a la biblioteca. No entendía nada de sus análisis escabrosos, desde luego, pero sus casos clínicos me llevaban en vilo hasta el final, como las fantasías de Julio Verne. El maestro Calderón nos pidió que le escribiéramos un cuento con tema libre en la clase de castellano. Se me ocurrió el de una enferma mental de unos siete años y con un título pedante que iba en sentido contrario al de la poesía: «Un caso de sicosis obsesiva». El maestro lo hizo leer en clase. Mi vecino de asiento, Aurelio Prieto, repudió sin reservas la petulancia de escribir sin la mínima formación científica ni literaria sobre un asunto tan retorcido. Le expliqué, con más rencor que humildad, que lo había tomado de un caso clínico descrito por Freud en sus memorias y mi única pretensión era usarlo para la tarea. El maestro Calderón, tal vez creyéndome resentido por las críticas acidas de varios compañeros de clase, me llamó aparte en el recreo para animarme a seguir adelante por el mismo camino. Me señaló que en mi cuento era evidente que ignoraba las técnicas de la ficción moderna, pero tenía el instinto y las ganas. Le pareció bien escrito y al menos con intención de algo original. Por primera vez me habló de la retórica. Me dio algunos trucos prácticos de temática y métrica para versificar sin pretensiones, y concluyó que de todos modos debía persistir en la escritura aunque sólo fuera por salud mental. Aquélla fue la primera de las largas conversaciones que sostuvimos durante mis años del liceo, en los recreos y en otras horas libres, y a las cuales debo mucho en mi vida de escritor.

Era mi clima ideal. Desde el colegio San José tenía tan arraigado el vicio de leer todo lo que me cayera en las manos, que en eso ocupaba el tiempo libre y casi todo el de las clases. A mis dieciséis años, y con buena ortografía o sin ella, podía repetir sin tomar aliento los poemas que había aprendido en el colegio San José. Los leía y releía, sin ayuda ni orden, y casi siempre a escondidas durante las clases. Creo haber leído completa la indescriptible biblioteca del liceo, hecha con los desperdicios de otras menos útiles: colecciones oficiales, herencias de maestros desganados, libros insospechados que recalaban por ahí quién sabe de qué saldos de naufragios. No puedo olvidar la Biblioteca Aldeana de la editorial Minerva, patrocinada por don Daniel Samper Ortega y distribuida en escuelas y colegios por el Ministerio de Educación. Eran cien volúmenes con todo lo bueno y todo lo peor que hasta entonces se había escrito en Colombia, y me propuse leerlos en orden numérico hasta donde me alcanzara el alma. Lo que todavía hoy me aterra es que estuve a punto de cumplirlo en los dos años finales, y en el resto de mi vida no he podido establecer si me sirvió de algo.

Los amaneceres del dormitorio tenían un sospechoso parecido con la felicidad, salvo por la campana mortífera que sonaba a rebato -como solíamos decir- a las seis de la medianoche. Sólo dos o tres débiles mentales saltaban de la cama para coger los primeros turnos frente a las seis duchas de agua glacial en el baño del dormitorio. El resto aprovechábamos para exprimir las últimas gotitas de sueño hasta que el maestro de turno recorría el salón arrancando las mantas de los dormidos. Era una hora y media de intimidad destapada para poner la ropa en orden, lustrar los zapatos, darnos una ducha con el hielo líquido del tubo sin regadera, mientras cada cual se desahogaba a gritos de sus frustraciones y se burlaba de las ajenas, se violaban secretos de amores, se ventilaban negocios y pleitos, y se concertaban los cambalaches del comedor. Tema matinal de discusiones constantes era el capítulo leído la noche anterior.

Guillermo Granados daba rienda suelta desde el amanecer a sus virtudes de tenor con su inagotable repertorio de tangos. Con Ricardo González Ripoll, mi vecino en el dormitorio, cantábamos a dúo guarachas caribes al ritmo del trapo con que lustrábamos los zapatos en la cabecera de la cama, mientras mi compadre Sabas Caravallo recorría el dormitorio de un extremo al otro como su madre lo parió, con la toalla colgada de su verga de cemento armado.

Si hubiera sido posible, una buena cantidad de internos habríamos escapado en las madrugadas para cumplir citas propuestas los fines de semana. No había guardias nocturnas ni maestros de dormitorios, salvo el de turno por semanas. Y el portero eterno del liceo, Riverita, que en realidad dormía despierto a toda hora mientras cumplía sus deberes diarios. Vivía en el cuarto del zaguán y cumplía bien con su oficio, pero en las noches podíamos destrancar los bastos portones de iglesia, ajustarlos sin ruido, gozar la noche en casa ajena y regresar poco antes del amanecer por las calles glaciales. Nunca se supo si Riverita dormía en verdad como el muerto que parecía ser, o si era su manera gentil de ser cómplice de sus muchachos. No eran muchos los que escapaban, y sus secretos se pudrían en la memoria de sus cómplices fieles. Conocí algunos que lo hicieron de rutina, otros que se atrevieron una vez de ida con el coraje que infundía la tensión de la aventura, y regresaban exhaustos por el terror. Nunca supimos de alguno que fuera descubierto.

Mi único inconveniente social en el colegio eran unas pesadillas siniestras heredadas de mi madre, que irrumpían en los sueños ajenos como alaridos de ultratumba. Mis vecinos de cama las conocían de sobra y sólo les temían por el pavor del primer aullido en el silencio de la madrugada. El maestro de turno, que dormía en el camarote de cartón, se paseaba sonámbulo de un extremo al otro del dormitorio hasta que se restablecía la calma. No sólo eran sueños incontrolables, sino que tenían algo que ver con la mala conciencia, porque en dos ocasiones me ocurrieron en casas extraviadas. También eran indescifrables, porque no sucedían en ensueños pavorosos, sino al contrario, en episodios felices con personas o lugares comunes que de pronto me revelaban un dato siniestro con una mirada inocente. Una pesadilla apenas comparable con una de mi madre, que tenía en su regazo su propia cabeza y la expurgaba de las liendres y los piojos que no la dejaban dormir. Mis gritos no eran de pavor, sino voces de auxilio para que alguien me hiciera la caridad de despertarme. En el dormitorio del liceo no había tiempo de nada, porque al primer quejido me caían encima las almohadas que me lanzaban desde las camas vecinas. Despertaba acezante, con el corazón alborotado pero feliz de estar vivo.

Lo mejor del liceo eran las lecturas en voz alta antes de dormir. Habían empezado por iniciativa del profesor Carlos Julio Calderón con un cuento de Mark Twain que los del quinto año debían estudiar para un examen de emergencia a la primera hora del día siguiente. Leyó las cuatro cuartillas en voz alta en su cubículo de cartón para que tomaran notas los alumnos que no hubieran tenido tiempo de leerlo. Fue tan grande el interés, que desde entonces se impuso la costumbre de leer en voz alta todas las noches antes de dormir. No fue fácil al principio, porque algún maestro mojigato había impuesto el criterio de escoger y expurgar los libros que iban a leerse, pero el riesgo de una rebelión los encomendó al criterio de los estudiantes mayores.

Empezaron con media hora. El maestro de turno leía en su camarote bien iluminado a la entrada del dormitorio general, y al principio lo acallábamos con ronquidos de burla, reales o fingidos, pero casi siempre merecidos. Más tarde se prolongaron hasta una hora, según el interés del relato, y los maestros fueron relevados por alumnos en turnos semanales. Los buenos tiempos empezaron con Nostradamus y El hombre de la máscara de hierro, que complacieron a todos. Lo que todavía no me explico es el éxito atronador de La montaña mágica, de Thomas Mann, que requirió la intervención del rector para impedir que pasáramos la noche en vela esperando un beso de Hans Castorp y Clawdia Chauchat. O la tensión insólita de todos sentados en las camas para no perder palabra de los farragosos duelos filosóficos entre Naptha y su amigo Settembrini. La lectura se prolongó aquella noche por más de una hora y fue celebrada en el dormitorio con una salva de aplausos.

El único maestro que quedó como una de las grandes incógnitas de mi juventud fue el rector que encontré a mi llegada. Se llamaba Alejandro Ramos, y era áspero y solitario, con unos espejuelos de vidrios gruesos que parecían de ciego, y un poder sin alardes que pesaba en cada palabra suya como un puño de hierro. Bajaba de su refugio a las siete de la mañana para revisar nuestro aseo personal antes de entrar en el comedor. Llevaba vestidos intachables de colores vivos, y el cuello almidonado como de celuloide con corbatas alegres y zapatos resplandecientes. Cualquier falla en nuestra limpieza personal la registraba con un gruñido que era una orden de volver al dormitorio para corregirla. El resto del día se encerraba en su oficina del segundo piso, y no volvíamos a verlo hasta la mañana siguiente a la misma hora, o mientras daba los doce pasos entre la oficina y el aula del sexto año, donde dictaba su única clase de matemáticas tres veces por semana. Sus alumnos decían que era un genio de los números, y divertido en las clases, y los dejaba asombrados con su sabiduría y trémulos por el terror del examen final.

Poco después de mi llegada tuve que escribir el discurso inaugural para algún acto oficial del liceo. La mayoría de los maestros me aprobaron el tema, pero coincidieron en que la última palabra en casos como ése la tenía el rector. Vivía al final de la escalera en el segundo piso, pero sufrí la distancia como si fuera un viaje a pie alrededor del mundo. Había dormido mal la noche anterior, me puse la corbata del domingo y apenas si pude saborear el desayuno. Toqué tan despacio a la puerta de la rectoría que el rector no me abrió hasta la tercera vez, y me cedió el paso sin saludarme. Por fortuna, pues yo no habría tenido voz para contestarle, no sólo por su sequedad sino por la imponencia, el orden y la belleza del despacho con muebles de maderas nobles y forros de terciopelo, y las paredes tapizadas por la asombrosa estantería de libros empastados en cuero. El rector esperó con una parsimonia formal a que recobrara el aliento. Luego me indicó la poltrona auxiliar frente al escritorio y se sentó en la suya.

Había preparado la explicación de mi visita casi tanto como el discurso. Él la escuchó en silencio, aprobó cada frase con la cabeza, pero todavía sin mirarme a mí sino al papel que me temblaba en la mano. En algún punto que yo creía divertido traté de ganarle una sonrisa, pero fue inútil. Más aún: estoy seguro de que ya estaba al corriente del sentido de mi visita, pero me hizo cumplir con el rito de explicárselo.

Cuando terminé tendió la mano por encima del escritorio y recibió el papel. Se quitó los lentes para leerlo con una atención profunda, y sólo se detuvo para hacer dos correcciones con la pluma. Luego se puso los lentes y me habló sin mirarme a los ojos con una voz pedregosa que me sacudió el corazón.

– Aquí hay dos problemas -me dijo-. Usted escribió: «En armonía con la flora exhuberante de nuestro país, que dio a conocer al mundo el sabio español José Celestino Mutis en el siglo XVIII, vivimos en este liceo un ambiente paradisíaco». Pero el caso es que exuberante se escribe sin hache, y paradisiaco no lleva tilde.

Me sentí humillado. No tuve respuesta para el primer caso, pero en el segundo no tenía ninguna duda, y le repliqué de inmediato con lo que me quedaba de voz:

– Perdóneme, señor rector, el diccionario admite paradisíaco con acento o sin acento, pero el esdrújulo me pareció más sonoro.

Debió sentirse tan agredido como yo, pues todavía no me miró sino que cogió el diccionario en el librero sin decir una palabra. Se me crispó el corazón, porque era el mismo Atlas de mi abuelo, pero nuevo y brillante, y quizás sin usar. A la primera tentativa lo abrió en la página exacta, leyó y releyó la noticia y me preguntó sin apartar la vista de la página:

– ¿En qué año está usted?

– Tercero -le dije.

Cerró el diccionario con un fuerte golpe de cepo y por primera vez me miró a los ojos.

– Bravo -dijo-. Siga así.

Desde aquel día sólo faltó que mis compañeros de clase me proclamaran héroe, y empezaron a llamarme con toda la sorna posible «el costeño que habló con el rector». Sin embargo, lo que más me afectó de la entrevista fue haberme enfrentado, una vez más, a mi drama personal con la ortografía. Nunca pude entenderlo. Uno de mis maestros trató de darme el golpe de gracia con la noticia de que Simón Bolívar no merecía su gloria por su pésima ortografía. Otros me consolaban con el pretexto de que es un mal de muchos. Aún hoy, con diecisiete libros publicados, los correctores de mis pruebas de imprenta me honran con la galantería de corregir mis horrores de ortografía como simples erratas.

Las fiestas sociales en Zipaquirá correspondían en general a la vocación y el modo de ser de cada quien. Las minas de sal, que los españoles encontraron vivas, eran una atracción turística en los fines de semana, que se completaba con la sobrebarriga al horno y las papas nevadas en grandes pailas de sal. Los internos costeños, con nuestro prestigio merecido de gritones y malcriados, teníamos la buena educación de bailar como artistas la música de moda y el buen gusto de enamorarnos a muerte.

Llegué a ser tan espontáneo, que el día en que se conoció el fin de la guerra mundial salimos a las calles en manifestación de júbilo con banderas, pancartas y voces de victoria. Alguien pidió un voluntario para decir el discurso y salí sin pensarlo siquiera al balcón del club social, frente a la plaza mayor, y lo improvisé con gritos altisonantes, que a muchos les parecieron aprendidos de memoria.

Fue el único discurso que me vi obligado a improvisar en mis primeros setenta años. Terminé con un reconocimiento lírico a cada uno de los Cuatro Grandes, pero el que llamó la atención de la plaza fue el del presidente de los Estados Unidos, fallecido poco antes: «Franklin Delano Roosevelt, que como el Cid Campeador sabe ganar batallas después de muerto». La frase se quedó flotando en la ciudad durante varios días, y fue reproducida en carteles callejeros y en retratos de Roosevelt en las vitrinas de algunas tiendas. De modo que mi primer éxito público no fue como poeta ni novelista, sino como orador, y peor aún: como orador político. Desde entonces no hubo acto público del liceo en que no me subieran a un balcón, sólo que entonces eran discursos escritos y corregidos hasta el último aliento.

Con el tiempo, aquella desfachatez me sirvió para contraer un terror escénico que me llevó al punto de la mudez absoluta, tanto en las grandes bodas como en las cantinas de los indios de ruana y alpargatas, donde terminábamos por el suelo; en la casa de Berenice, que era bella y sin prejuicios, y tuvo la buena suerte de no casarse conmigo porque estaba loca de amor por otro o, en la telegrafía, cuya Sarita inolvidable me transmitía a crédito los telegramas de angustia cuando mis padres se retrasaban en las remesas para mis gastos personales y más de una vez me pagaba los giros adelantados para sacarme de apuros. Sin embargo, la menos olvidable no fue el amor de nadie sino el hada de los adictos a la poesía. Se llamaba Cecilia González Pizano y tenía una inteligencia veloz, una simpatía personal y un espíritu libre en una familia de estirpe conservadora, y una memoria sobrenatural para toda la poesía. Vivía frente al portal del liceo con una tía aristocrática y soltera en una mansión colonial alrededor de un jardín de heliotropos. Al principio fue una relación reducida a los torneos poéticos, pero Cecilia terminó por ser una verdadera camarada de la vida, siempre muerta de risa, que por fin se coló en las clases de literatura del maestro Calderón, con la complicidad de todos.

En mis tiempos de Aracataca había soñado con la buena vida de ir cantando de feria en feria, con acordeón y buena voz, que siempre me pareció la manera más antigua y feliz de contar un cuento. Si mi madre había renunciado al piano para tener hijos, y mi padre había colgado el violín para poder mantenernos, era apenas justo que el mayor de ellos sentara el buen precedente de morirse de hambre por la música. Mi participación eventual como cantante y tiplero en el grupo del liceo probó que tenía oído para aprender un instrumento más difícil, y que podía cantar.

No había velada patriótica o sesión solemne del liceo en que no estuviera mi mano de algún modo, siempre por la gracia del maestro Guillermo Quevedo Zornosa, compositor y prohombre de la ciudad, director eterno de la banda municipal y autor de «Amapola» la del camino, roja como el corazón-, una canción de juventud que fue en su tiempo el alma de veladas y serenatas. Los domingos después de misa yo era de los primeros que atravesaban el parque para asistir a su retreta, siempre con La gazza ladra, al principio, y el Coro de los Martillos, de Il trovatore, al final. Nunca supo el maestro, ni me atreví a decírselo, que el sueño de mi vida de aquellos años era ser como él.

Cuando el liceo pidió voluntarios para un curso de apreciación de la música, los primeros que levantamos el dedo fuimos Guillermo López Guerra y yo. El curso sería en la mañana de los sábados, a cargo del profesor Andrés Pardo Tovar, director del primer programa de música clásica de La Voz de Bogotá. No alcanzábamos a ocupar la cuarta parte del comedor acondicionado para la clase, pero fuimos seducidos al instante por su labia de apóstol. Era el cachaco perfecto, de blazer de media noche, chaleco de raso, voz sinuosa y ademanes pausados. Lo que hoy resultaría novedoso por su antigüedad sería el fonógrafo de manigueta que manejaba con la maestría y el amor de un domador de focas. Partía del supuesto -correcto en nuestro caso- de que éramos unos novatos de solemnidad. De modo que empezó con El carnaval de los animales, de Saint-Saéns, reseñando con datos eruditos el modo de ser de cada animal. Luego tocó -¡cómo no!- Pedro y el lobo, de Prokófiev. Lo malo de aquella fiesta sabatina fue que me inculcó el pudor de que la música de los grandes maestros es un vicio casi secreto, y necesité muchos años para no hacer distinciones prepotentes entre música buena y música mala.

No volví a tener ningún contacto con el rector hasta el año siguiente, cuando se hizo cargo de la cátedra de geometría en el cuarto grado. Entró en el aula el primer martes a las diez de la mañana, dio los buenos días con un gruñido, sin mirar a nadie, y limpió el tablero con la almohadilla hasta que no quedó ni el mínimo rastro de polvo. Entonces se volvió hacia nosotros, y todavía sin pasar lista le preguntó a Álvaro Ruiz Torres:

– ¿Qué es un punto?

No hubo tiempo para contestar, porque el profesor de ciencias sociales abrió la puerta sin tocar y le dijo al rector que tenía una llamada urgente del Ministerio de Educación. El rector salió deprisa para contestar al teléfono y no regresó a la clase. Nunca más, pues la llamada era para comunicarle el relevo de su cargo de rector, que había cumplido a conciencia durante cinco años en el liceo, y al cabo de toda una vida de buen servicio.

El sucesor fue el poeta Carlos Martín, el más joven de los buenos poetas del grupo Piedra y Cielo, que César del Valle me había ayudado a descubrir en Barranquilla. Tenía treinta años y tres libros publicados. Yo conocía poemas suyos, y lo había visto una vez en una librería de Bogotá, pero nunca tuve nada que decirle ni alguno de sus libros para pedirle la firma. Un lunes apareció sin anunciarse en el recreo del almuerzo. No lo esperábamos tan pronto. Parecía más un abogado que un poeta con un vestido de rayas inglesas, la frente despejada y un bigote lineal con un rigor de forma que se notaba también en su poesía. Avanzó con sus pasos bien medidos hacia los grupos más cercanos, apacible y siempre un poco distante, y nos tendió la mano:

– Hola, soy Carlos Martín.

Yo estaba en esa época fascinado por las prosas líricas que Eduardo Carranza publicaba en la sección literaria de El Tiempo y en la revista Sábado. Me parecía que era un género inspirado en Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, de moda entre los poetas jóvenes que aspiraban a borrar del mapa el mito de Guillermo Valencia. El poeta Jorge Rojas, heredero de una fortuna efímera, patrocinó con su nombre y su saldo la publicación de unos cuadernillos originales que despertaron un grande interés en su generación y unificó un grupo de buenos poetas conocidos.

Fue un cambio a fondo de las relaciones domésticas. La imagen espectral del rector anterior fue reemplazada por una presencia concreta que conservaba las distancias debidas, pero siempre al alcance de la mano. Prescindió de la revisión rutinaria de presentación personal y otras normas ociosas, y a veces conversaba con los alumnos en el recreo de la noche.

El nuevo estilo me puso en mi rumbo. Tal vez Calderón le había hablado de mí al nuevo rector, pues una de las primeras noches me hizo un sondeo sesgado sobre mis relaciones con la poesía, y le solté todo lo que llevaba dentro. Él me preguntó si había leído La experiencia literaria, un libro muy comentado de don Alfonso Reyes. Le confesé que no, y me lo llevó al día siguiente. Devoré la mitad por debajo del pupitre en tres clases sucesivas, y el resto en los recreos del campo de futbol. Me alegró que un ensayista de tanto prestigio se ocupara de estudiar las canciones de Agustín Lara como si fueran poemas de Garcilaso, con el pretexto de una frase ingeniosa: «Las populares canciones de Agustín Lara no son canciones populares». Para mí fue como encontrar la poesía disuelta en una sopa de la vida diaria.

Martín prescindió del magnífico apartamento de la rectoría. Instaló su oficina de puertas abiertas en el patio principal, y esto lo acercó más aún a nuestras tertulias después de la cena. Se instaló para largo tiempo con su esposa y sus hijos en una casona colonial bien mantenida en una esquina de la plaza principal, con un estudio de muros cubiertos por todos los libros con que podía soñar un lector atento a los gustos renovadores de aquellos años. Allí lo visitaban los fines de semana sus amigos de Bogotá, en especial sus compañeros de Piedra y Cielo. Un domingo cualquiera tuve que ir a su casa por una diligencia casual con Guillermo López Guerra, y allí estaban Eduardo Carranza y Jorge Rojas, las dos estrellas mayores. El rector nos hizo sentar con una seña rápida para no interrumpir la conversación, y allí estuvimos una media hora sin entender una palabra, porque discutían sobre un libro de Paul Valéry, del que no habíamos oído hablar. Había visto a Carranza más de una vez en librerías y cafés de Bogotá, y habría podido identificarlo sólo por el timbre y la fluidez de la voz, que se correspondía con su ropa callejera y su modo de ser: un poeta. A Jorge Rojas, en cambio, no habría podido identificarlo por su atuendo y su estilo ministeriales, hasta que Carranza se dirigió a él por su nombre. Yo anhelaba ser testigo de una discusión sobre poesía entre los tres más grandes, pero no se dio. Al final del tema, el rector me puso la mano en el hombro, y dijo a sus invitados:

– Este es un gran poeta.

Lo dijo como una galantería, por supuesto, pero yo me sentí fulminado. Carlos Martín insistió en hacernos una foto con los dos grandes poetas, y la hizo, en efecto, pero no tuve más noticias de ella hasta medio siglo después en su casa de la costa catalana, donde se retiró a gozar de su buena vejez.

El liceo fue sacudido por un viento renovador. La radio, que sólo usábamos para bailar hombre con hombre, se convirtió con Carlos Martín en un instrumento de divulgación social, y por primera vez se escuchaban y se discutían en el patio de recreo los noticieros de la noche. La actividad cultural aumentó con la creación de un centro literario y la publicación de un periódico. Cuando hicimos la lista de los candidatos posibles por sus aficiones literarias bien definidas, su número nos dio el nombre del grupo: centro literario de los Trece. Nos pareció un golpe de suerte, además, porque era un desafío a la superstición. La iniciativa fue de los mismos estudiantes, y consistía sólo en reunimos una vez a la semana para hablar de literatura cuando en realidad ya no hacíamos otra cosa en los tiempos libres, dentro y fuera del liceo. Cada uno llevaba lo suyo, lo leía y lo sometía al juicio de todos. Asombrado por ese ejemplo, yo contribuía con la lectura de sonetos que firmaba con el seudónimo de Javier Garcés, que en realidad no usaba para distinguirme sino para esconderme. Eran simples ejercicios técnicos sin inspiración ni aspiración, a los que no atribuía ningún valor poético porque no me salían del alma. Había empezado con imitaciones de Quevedo, Lope de Vega y aun de García Lorca, cuyos octosílabos eran tan espontáneos que bastaba con empezar para seguir por inercia. Llegué tan lejos en esa fiebre de imitación, que me había propuesto la tarea de parodiar en su orden cada uno de los cuarenta sonetos de Garcilaso de la Vega. Escribía, además, los que algunos internos me pedían para dárselos como suyos a sus novias dominicales. Una de ellas, en absoluto secreto, me leyó emocionada los versos que su pretendiente le dedicó como escritos por él.

Carlos Martín nos concedió un pequeño depósito en el segundo patio del liceo con las ventanas clausuradas por seguridad. Éramos unos cinco miembros que nos poníamos tareas para la reunión siguiente. Ninguno de ellos hizo carrera de escritor pero no se trataba de eso sino de probar las posibilidades de cada quien. Discutíamos las obras de los otros, y llegábamos a irritarnos tanto como si fueran partidos de futbol. Un día Ricardo González Ripoll tuvo que salir en medio de un debate, y sorprendió al rector con la oreja en la puerta para escuchar la discusión. Su curiosidad era legítima porque no le parecía verosímil que dedicáramos nuestras horas libres a la literatura.

A fines de marzo nos llegó la noticia de que el antiguo rector, don Alejandro Ramos, se había disparado un tiro en la cabeza en el Parque Nacional de Bogotá. Nadie se conformó con atribuirlo a su carácter solitario y tal vez depresivo, ni se entendió un motivo razonable para suicidarse detrás del monumento del general Rafael Uribe Uribe, un guerrero de cuatro guerras civiles y político liberal que fue asesinado de un hachazo por dos fanáticos en el atrio del Capitolio. Una delegación del liceo encabezada por el nuevo rector asistió al entierro del maestro Alejandro Ramos, que quedó en la memoria de todos como el adiós a otra época.

El interés por la política nacional era bastante escaso en el internado. En la casa de mis abuelos oí decir demasiado que la única diferencia entre los dos partidos después de la guerra de los Mil Días era que los liberales iban a la misa de cinco para que no los vieran y los conservadores a la misa de ocho para que los creyeran creyentes. Sin embargo, las diferencias reales empezaron a sentirse de nuevo treinta años después, cuando el Partido Conservador perdió el poder y los primeros presidentes liberales trataban de abrir el país a los nuevos vientos del mundo. El Partido Conservador, vencido por el óxido de su poder absoluto, ponía orden y limpieza en su propia casa bajo el resplandor lejano de Mussolini en Italia y las tinieblas del general Franco en España, mientras que la primera administración del presidente Alfonso López Pumarejo, con una pléyade de jóvenes cultos, había tratado de crear las condiciones para un liberalismo moderno, quizás sin darse cuenta de que estaba cumpliendo con el fatalismo histórico de partirnos en las dos mitades en que estaba dividido el mundo. Era ineludible. En alguno de los libros que nos prestaron los maestros conocí una cita atribuida a Lenin: «Si no te metes con la política, la política terminará metiéndose contigo».

Sin embargo, después de cuarenta y seis años de una hegemonía cavernaria de presidentes conservadores, la paz empezaba a parecer posible. Tres presidentes jóvenes y con una mentalidad moderna habían abierto una perspectiva liberal que parecía dispuesta a disipar las brumas del pasado. Alfonso López Pumarejo, el más notable de los tres, que había sido un reformador arriesgado, se hizo reelegir en 1942 para un segundo periodo, y nada parecía perturbar el ritmo de los relevos. De modo que en mi primer año del liceo estábamos embebidos en las noticias de la guerra europea, que nos mantenían en vilo como nunca lo había logrado la política nacional. La prensa no entraba en el liceo sino en casos muy especiales, porque no teníamos el hábito de pensar en ella. No existían radios portátiles, y el único del liceo era la vieja consola de la sala de maestros que encendíamos a todo volumen a las siete de la noche sólo para bailar. Lejos estábamos de pensar que en aquel momento se estuviera incubando la más sangrienta e irregular de todas nuestras guerras.

La política entró a golpes en el liceo. Nos partimos en grupos de liberales y conservadores, y por primera vez supimos de qué lado estaba cada quien. Surgió una militancia interna, cordial y un tanto académica al principio, que degeneró en el mismo estado de ánimo que empezaba a pudrir al país. Las primeras tensiones del liceo eran apenas perceptibles, pero nadie dudaba de la buena influencia de Carlos Martín al frente de un cuerpo de profesores que nunca habían ocultado sus ideologías. Si el nuevo rector no era un militante evidente, al menos dio su autorización para escuchar los noticieros de la noche en la radiola de la sala, y las noticias políticas prevalecieron desde entonces sobre la música para bailar. Se decía sin confirmación que en su oficina tenía un retrato de Lenin o de Marx.

Fruto de aquel ambiente enrarecido debió ser el único amago de motín que ocurrió en el liceo. En el dormitorio salieron a volar almohadas y zapatos en detrimento de la lectura y el sueño. No he podido establecer cuál fue el motivo, pero creo recordar -y varios condiscípulos coinciden conmigo- en que fue por algún episodio del libro que se leía en voz alta aquella noche: Cantaclaro, de Rómulo Gallegos. Un raro zafarrancho de combate.

Llamado de urgencia, Carlos Martín entró en el dormitorio y lo recorrió varias veces de extremo a extremo en el silencio inmenso que causó su aparición. Luego, en un rapto de autoritarismo, insólito en un carácter como el suyo, nos ordenó abandonar el dormitorio en piyama y pantuflas, y formarnos en el patio helado. Allí nos soltó una arenga en el estilo circular de Catilina y regresamos en un orden perfecto a continuar el sueño. Fue el único incidente de que tengo memoria en nuestros años del liceo.

Mario Convers, un estudiante que llegó ese año al sexto grado, nos mantenía por entonces alborotados con el tema de hacer un periódico distinto a los convencionales de otros colegios. Uno de sus primeros contactos fue conmigo, y me pareció tan convincente que acepté ser su jefe de redacción, halagado pero sin una idea clara de mis funciones. Los preparativos finales del periódico coincidieron con el arresto del presidente López Pumarejo por un grupo de altos oficiales de las Fuerzas Armadas el 8 julio de 1944, mientras estaba de visita oficial en el sur del país. El cuento, contado por él mismo, no tenía desperdicio. Tal vez sin proponérselo, había hecho a los investigadores un relato estupendo, según el cual no se había enterado del suceso hasta que fue liberado. Y tan ceñido a las verdades de la vida real, que el golpe de Pasto quedó como uno más de los tantos episodios ridículos de la historia nacional.

Alberto Lleras Camargo, en su condición de primer designado, mantuvo al país adormecido con su voz y su dicción perfectas, durante varias horas, a través de la Radio Nacional, hasta que el presidente López fue liberado y se restableció el orden. Pero el estado de sitio riguroso, con censura de prensa, se impuso. Los pronósticos eran inciertos. Los conservadores habían gobernado el país desde la independencia de España, en 1830, hasta la elección de Olaya Herrera un siglo después, y todavía no daban muestra alguna de liberalización. Los liberales, en cambio, se hacían cada vez más conservadores en un país que iba dejando en su historia piltrafas de sí mismo. En aquel momento tenían una élite de intelectuales jóvenes fascinados por los señuelos del poder, cuyo ejemplar más radical y viable era Jorge Eliécer Gaitán. Éste había sido uno de los héroes de mi infancia por sus acciones contra la represión de la zona bananera, de la cual oí hablar sin entenderla desde que tuve uso de razón. Mi abuela lo admiraba, pero creo que le preocupaban sus coincidencias de entonces con los comunistas. Yo había estado a sus espaldas mientras pronunciaba un discurso atronador desde un balcón de la plaza en Zipaquirá, y me impresionó su cráneo con forma de melón, el cabello liso y duro y el pellejo de indio puro, y su voz de trueno con el acento de los gamines de Bogotá, tal vez exagerado por cálculo político. En su discurso no habló de liberales y conservadores, o de explotadores y explotados, como todo el mundo, sino de pobres y aligarcas, una palabra que escuché entonces por primera vez martillada en cada frase, y que me apresuré a buscar en el diccionario.

Era un abogado eminente, alumno destacado en Roma del gran penalista italiano Enrico Ferri. Había estudiado allí mismo las artes oratorias de Mussolini y algo tenía de su estilo teatral en la tribuna. Gabriel Turbay, su copartidario rival, era un médico culto y elegante, de finos lentes de oro que le infundían un cierto aire de artista de cine. En un reciente congreso del Partido Comunista había pronunciado un discurso imprevisto que sorprendió a muchos e inquietó a algunos de sus copartidarios burgueses, pero él no creía contrariar de palabra ni de obra su formación liberal ni su vocación de aristócrata. Su familiaridad con la diplomacia rusa le venía desde 1936, cuando estableció en Roma las relaciones con la Unión Soviética, en su condición de embajador de Colombia. Siete años después las formalizó en Washington en su condición de ministro de Colombia en los Estados Unidos.

Sus buenos tratos con la embajada soviética en Bogotá eran muy cordiales, y tenía en el Partido Comunista colombiano algunos dirigentes amigos que hubieran podido acordar una alianza electoral con los liberales, de la cual se habló a menudo por aquellos días, pero nunca se concretó. También por esa época, siendo embajador en Washington, corrió en Colombia el rumor insistente de que era el novio secreto de una estrella grande de Hollywood -tal vez Joan Crawford o Paulette Godard- pero tampoco renunció nunca a su carrera de soltero insobornable.

Entre los electores de Gaitán y los de Turbay podían hacer una mayoría liberal y abrir caminos nuevos dentro del mismo partido, pero ninguna de las dos mitades separadas le ganaría al conservatismo unido y armado.

Nuestra Gaceta Literaria apareció en esos malos días. A los mismos que teníamos ya impreso el primer número nos sorprendió su presentación profesional de ocho páginas de tamaño tabloide, bien formado y bien impreso. Carlos Martín y Carlos Julio Calderón fueron los más entusiastas, y ambos comentaron en los recreos algunos de los artículos. Entre ellos, el más importante fue uno escrito por Carlos Martín a solicitud nuestra, en el cual planteaba la necesidad de una valerosa toma de conciencia en lucha contra los mercachifles de los intereses del Estado, de los políticos trepadores y de los agiotistas que entorpecían la libre marcha del país. Se publicó con un gran retrato suyo en la primera página. Había un artículo de Convers sobre la hispanidad, y una prosa lírica mía firmada por Javier Garcés. Convers nos anunció que entre sus amigos de Bogotá había un gran entusiasmo y posibilidades de subvenciones para lanzarlo en grande como un periódico intercolegial.

El primer número no había alcanzado a distribuirse cuando el golpe de Pasto. El mismo día en que se declaró turbado el orden público, el alcalde de Zipaquirá irrumpió en el liceo al frente de un pelotón armado y decomisó los ejemplares que teníamos listos para la circulación. Fue un asalto de cine, sólo explicable por alguna denuncia matrera de que el periódico contenía material subversivo. El mismo día llegó una notificación de la oficina de prensa de la presidencia de la República de que el periódico había sido impreso sin pasar por la censura del estado de sitio, y Carlos Martín fue destituido de la rectoría sin anuncio previo.

Para nosotros fue una decisión disparatada que nos hizo sentir al mismo tiempo humillados e importantes. El tiraje del periódico no pasaba de doscientos ejemplares para una distribución entre amigos, pero nos explicaron que el requisito de la censura era ineludible bajo el estado de sitio. La licencia fue cancelada hasta una nueva orden que no llegó nunca.

Pasaron más de cincuenta años antes de que Carlos Martín me revelara para estas memorias los misterios de aquel episodio absurdo. El día en que la Gaceta fue decomisada lo citó a su despacho de Bogotá el mismo ministro de Educación que lo había nombrado -Antonio Rocha- y le pidió la renuncia. Carlos Martín lo encontró con un ejemplar de la Gaceta Literaria en el que habían subrayado con lápiz rojo numerosas frases que consideraban subversivas. Lo mismo habían hecho con su artículo editorial y con el de Mario Convers y aun con algún poema de autor conocido que se consideró sospechoso de estar escrito en clave cifrada. «Hasta la Biblia subrayada en esa forma maliciosa podría expresar lo contrario de su auténtico sentido», les dijo Carlos Martín, en una reacción de furia tan notoria que el ministro lo amenazó con llamar a la policía. Fue nombrado director de la revista Sábado, que en un intelectual como él debía considerarse como una promoción estelar. Sin embargo, le quedó para siempre la impresión de ser víctima de una conspiración de derechas. Fue objeto de una agresión en un café de Bogotá que estuvo a punto de rechazar a bala. Un nuevo ministro lo nombró más tarde abogado jefe de la sección jurídica e hizo una carrera brillante que culminó con un retiro rodeado de libros y añoranzas en su remanso de Tarragona.

Al mismo tiempo que el retiro de Carlos Martín -y sin ningún vínculo con él, por supuesto- circuló en el liceo y en casas y cantinas de la ciudad una versión sin dueño según la cual la guerra con el Perú, en 1932, fue una patraña del gobierno liberal para sostenerse a la fuerza contra la oposición libertina del conservatismo. La versión, divulgada inclusive en hojas mimeografiadas, afirmaba que el drama había empezado sin la menor intención política cuando un alférez peruano atravesó el río Amazonas con una patrulla militar y secuestró en la orilla colombiana a la novia secreta del intendente de Leticia, una mulata perturbadora a quien llamaban la Pila, como diminutivo de Pilar. Cuando el intendente colombiano descubrió el secuestro atravesó la frontera arcifinia con un grupo de peones armados y rescató a la Pila en territorio peruano. Pero el general Luis Sánchez Cerro, dictador absoluto del Perú, supo aprovechar la escaramuza para invadir Colombia y tratar de cambiar los límites amazónicos a favor de su país.

Olaya Herrera -bajo el acoso feroz del Partido Conservador derrotado al cabo de medio siglo de reinado absoluto- declaró el estado de guerra, promovió la movilización nacional, depuró su ejército con hombres de confianza y mandó tropas para liberar los territorios violados por los peruanos. Un grito de combate estremeció el país y enardeció nuestra infancia: «Viva Colombia, abajo el Perú». En el paroxismo de la guerra circuló incluso la versión de que los aviones civiles de la SCADTA fueron militarizados y armados como escuadras de guerra, y que uno de ellos, a falta de bombas, dispersó una procesión de Semana Santa en la población peruana de Guepí con un bombardeo de cocos. El gran escritor Juan Lozano y Lozano, movilizado por el presidente Olaya para que lo mantuviera al corriente de la verdad en una guerra de mentiras recíprocas, escribió con su prosa maestra la verdad del incidente, pero la falsa versión se tuvo como válida por mucho tiempo.

El general Luis Miguel Sánchez Cerro, por supuesto, encontró en la guerra una oportunidad celestial para afianzar su régimen de hierro. A su vez, Olaya Herrera nombró comandante general de las fuerzas colombianas al general y ex presidente conservador Miguel Abadía Méndez, que se encontraba en París. El general atravesó el Atlántico en un buque artillado y penetró por las bocas del río Amazonas hasta Leticia, cuando ya los diplomáticos de ambos bandos empezaban a apagar la guerra.

Sin relación alguna con el golpe de Pasto ni el incidente del periódico, Carlos Martín fue sustituido en la rectoría por Óscar Espitia Brand, un educador de carrera y físico de prestigio. El relevo despertó en el internado toda clase de suspicacias. Mis reservas contra él me estremecieron desde el primer saludo, por el cierto estupor con que se fijó en mi melena de poeta y mis bigotes montaraces. Tenía un aspecto duro y miraba directo a los ojos con una expresión severa. La noticia de que sería nuestro profesor de química orgánica acabó de asustarme.

Un sábado de aquel año estábamos en el cine a mitad de un programa vespertino, cuando una voz perturbada anunció por los altoparlantes que había un estudiante muerto en el liceo. Fue tan impresionante, que no he podido recordar qué película estábamos viendo, pero nunca olvidé la intensidad de Claudette Colbert a punto de arrojarse a un río torrencial desde la baranda de un puente. El muerto era un estudiante del segundo curso, de diecisiete años, recién llegado de su remota ciudad de Pasto, cerca de la frontera con el Ecuador. Había sufrido un paro respiratorio en el curso de un trote organizado por el maestro de gimnasia como penitencia de fin de semana para sus alumnos remolones. Fue el único caso de un estudiante muerto por cualquier causa durante mi estancia, y causó una gran conmoción no sólo en el liceo sino en la ciudad. Mis compañeros me escogieron para que dijera en el entierro unas palabras de despedida. Esa misma noche pedí audiencia al nuevo rector para mostrarle mi oración fúnebre, y la entrada a su oficina me estremeció como una repetición sobrenatural de la única que tuve con el rector muerto. El maestro Espitia leyó mi manuscrito con una expresión trágica, y lo aprobó sin comentarios, pero cuando me levanté para salir me indicó que volviera a sentarme. Había leído notas y versos míos, de los muchos que circulaban de trasmano en los recreos, y algunos le habían parecido dignos de ser publicados en un suplemento literario. Apenas intenté sobreponerme a mi timidez despiadada, cuando ya él había expresado el que sin duda era su propósito. Me aconsejó que me cortara los bucles de poeta, impropios en un hombre serio, que me modelara el bigote de cepillo y dejara de usar las camisas de pájaros y flores que bien parecían de carnaval. Nunca esperé nada semejante, y por fortuna tuve nervios para no contestarle una impertinencia. El lo advirtió, y adoptó un tono sacramental para explicarme su temor de que mi moda se impusiera entre los condiscípulos menores por mi reputación de poeta. Salí de la oficina impresionado por el reconocimiento de mis costumbres y mi talento poéticos en una instancia tan alta, y dispuesto a complacer al rector con mi cambio de aspecto para un acto tan solemne. Hasta el punto de que interpreté como un fracaso personal que cancelaran los homenajes póstumos a petición de la familia. El final fue tenebroso. Alguien había descubierto que el cristal del ataúd parecía empañado cuando estaba expuesto en la biblioteca del liceo. Álvaro Ruiz Torres lo abrió a solicitud de la familia y comprobó que en efecto estaba húmedo por dentro. Buscando a tientas la causa del vapor en un cajón hermético, hizo una ligera presión con la punta de los dedos en el pecho, y el cadáver emitió un lamento desgarrador. La familia alcanzó a trastornarse con la idea de que estuviera vivo, hasta que el médico explicó que los pulmones habían retenido aire por el fallo respiratorio y lo había expulsado con la presión en el pecho. A pesar de la simplicidad del diagnóstico, o tal vez por eso mismo, en algunos quedó el temor de que lo hubieran enterrado vivo. Con ese ánimo me fui a las vacaciones del cuarto año, ansioso de ablandar a mis padres para no seguir estudiando.

Desembarqué en Sucre bajo una llovizna invisible. La albarrada del puerto me pareció distinta a la de mis añoranzas. La plaza era más pequeña y desnuda que en la memoria, y la iglesia y el camellón tenían una luz de desamparo bajo los almendros podados. Las guirnaldas de colores de las calles anunciaban la Navidad, pero ésta no me suscitó la emoción de otras veces, y no reconocí a ninguno de los escasos hombres con paraguas que esperaban en el muelle, hasta que uno de ellos me dijo al pasar, con su acento y su tono inconfundibles:

– ¡Qué es la cosa!

Era mi papá, un tanto demacrado por la pérdida de peso. No tenía el vestido de dril blanco que lo identificaba a distancia desde sus años mozos, sino un pantalón casero, una camisa tropical de manga corta y un raro sombrero de capataz. Lo acompañaba mi hermano Gustavo, a quien no reconocí por el estirón de los nueve años.

Por fortuna, la familia conservaba sus arrestos de pobre, y la cena temprana parecía hecha a propósito para notificarme que aquélla era mi casa, y que no había otra. La buena noticia en la mesa fue que mi hermana Ligia se había ganado la lotería. La historia -contada por ella misma- empezó cuando nuestra madre soñó que su papá había disparado al aire para espantar a un ladrón que sorprendió robando en la vieja casa de Aracataca. Mi madre contó el sueño al desayuno, de acuerdo con un hábito familiar, y sugirió que compraran un billete de lotería terminado en siete, porque este número tenía la misma forma del revólver del abuelo. La suerte les falló con un billete que mi madre compró a crédito para pagarlo con el mismo dinero del premio. Pero Ligia, que entonces tenía once años, le pidió a papá treinta centavos para pagar el billete que no ganó, y otros treinta para insistir la semana siguiente con el mismo número raro: 0207.

Nuestro hermano Luis Enrique escondió el billete para asustar a Ligia, pero el susto suyo fue mayor el lunes siguiente, cuando la oyó entrar en la casa gritando como una loca que se había ganado la lotería. Pues en las prisas de la travesura el hermano olvidó dónde estaba el billete, y en la ofuscación de la búsqueda tuvieron que vaciar roperos y baúles, y voltear la casa al revés desde la sala hasta los retretes. Sin embargo, más inquietante que todo fue la cantidad cabalística del premio: 770 pesos.

La mala noticia fue que mis padres habían cumplido por fin el sueño de mandar a Luis Enrique al reformatorio de Fontidueño -en Medellín-, convencidos de que era una escuela para hijos desobedientes y no lo que era en realidad: una cárcel para la rehabilitación de delincuentes juveniles de alta peligrosidad.

La decisión final la tomó papá cuando mandó al hijo díscolo a cobrar una deuda de la farmacia, y en vez de entregar los ocho pesos que le pagaron compró un tiple de buena clase que aprendió a tocar como un maestro. Mi padre no hizo ningún comentario cuando descubrió el instrumento en la casa, y siguió reclamándole al hijo el cobro de la deuda, pero éste le contestaba siempre que la tendera no tenía el dinero para pagarla. Habían pasado unos dos meses cuando Luis Enrique encontró a papá acompañándose con el tiple una canción improvisada: «Mírame, aquí tocando este tiple que me costó ocho pesos».

Nunca supimos cómo conoció el origen, ni por qué se había hecho el desentendido con la pilatuna del hijo, pero éste desapareció de la casa hasta que mi madre calmó al esposo. Entonces le oímos a papá las primeras amenazas de mandar a Luis Enrique al reformatorio de Medellín, pero nadie le prestó atención, pues también había anunciado el propósito de mandarme al seminario de Ocaña, no para castigarme por nada sino por la honra de tener un cura en casa, y más tardó en concebirlo que en olvidarlo. El tiple, sin embargo, fue la gota que derramó el vaso.

El ingreso a la casa de corrección sólo era posible por decisión de un juez de menores, pero papá superó la falta de requisitos mediante amigos comunes, con una carta de recomendación del arzobispo de Medellín, monseñor García Benítez. Luis Enrique, por su parte, dio una muestra más de su buena índole, por el júbilo con que se dejó llevar como para una fiesta.

Las vacaciones sin él no eran iguales. Sabía acoplarse como un profesional con Filadelfo Velilla, el sastre mágico y tiplero magistral, y por supuesto con el maestro Valdés. Era fácil. Al salir de aquellos bailes azorados de los ricos nos asaltaban en las sombras del parque unas parvadas de aprendices furtivas con toda clase de tentaciones. A una que pasaba cerca, pero que no era de las mismas, le propuse por error que se fuera conmigo, y me contestó con una lógica ejemplar que no podía, porque el marido dormía en casa. Sin embargo, dos noches después me avisó que dejaría sin tranca la puerta de la calle tres veces por semana para que yo pudiera entrar sin tocar cuando no estuviera el marido.

Recuerdo su nombre y apellidos, pero prefiero llamarla como entonces: Nigromanta. Iba a cumplir veinte años en Navidad, y tenía un perfil abisinio y una piel de cacao. Era de cama alegre y orgasmos pedregosos y atribulados, y un instinto para el amor que no parecía de ser humano sino de río revuelto. Desde el primer asalto nos volvimos locos en la cama. Su marido -como Juan Breva- tenía cuerpo de gigante y voz de niña. Había sido oficial de orden público en el sur del país, y arrastraba la mala fama de matar liberales sólo por no perder la puntería. Vivían en un cuarto dividido por un cancel de cartón, con una puerta a la calle y otra hacia el cementerio. Los vecinos se quejaban de que ella perturbaba la paz de los muertos con sus aullidos de perra feliz, pero cuanto más fuerte aullaba más felices debían estar los muertos de ser perturbados por ella.

En la primera semana tuve que escaparme del cuarto a las cuatro de la madrugada, porque nos equivocamos de fecha y el oficial podía llegar en cualquier momento. Salí por el portón del cementerio a través de los fuegos fatuos y los ladridos de los perros necrófilos. En el segundo puente del caño vi venir un bulto descomunal que no reconocí hasta que nos cruzamos. Era el sargento en persona, que me habría encontrado en su casa si me hubiera demorado cinco minutos más.

– Buenos días, blanco -me dijo con un tono cordial. Yo le contesté sin convicción:

– Dios lo guarde, sargento.

Entonces se detuvo para pedirme fuego. Se lo di, muy cerca de él, para proteger el fósforo del viento del amanecer. Cuando se apartó con el cigarrillo encendido, me dijo de buen talante:

– Llevas un olor a puta que no puedes con él.

El susto me duró menos de lo que yo esperaba, pues el miércoles siguiente volví a quedarme dormido y cuando abrí los ojos me encontré con el rival vulnerado que me contemplaba en silencio desde los pies de la cama. Mi terror fue tan intenso que me costó trabajo seguir respirando. Ella, también desnuda, trató de interponerse, pero el marido la apartó con el cañón del revólver.

– Tú no te metas -le dijo-. Las vainas de cama se arreglan con plomo.

Puso el revólver sobre la mesa, destapó una botella de ron de caña, la puso junto al revólver y nos sentamos frente a frente a beber sin hablar. No podía imaginarme lo que iba a hacer, pero pensé que si quería matarme lo habría hecho sin tantos rodeos. Poco después apareció Nigromanta envuelta en una sábana y con ínfulas de fiesta, pero él la apuntó con el revólver.

– Esto es una vaina de hombres -le dijo.

Ella dio un salto y se escondió detrás del cancel.

Habíamos terminado la primera botella cuando se desplomó el diluvio. El destapó entonces la segunda, se apoyó el cañón en la sien y me miró muy fijo con unos ojos helados. Entonces apretó el gatillo a fondo, pero martilló en seco. Apenas si podía controlar el temblor de la mano cuando me dio el revólver.

– Te toca a ti -me dijo.

Era la primera vez que tenía un revólver en la mano y me sorprendió que fuera tan pesado y caliente. No supe qué hacer. Estaba empapado de un sudor glacial y el vientre pleno de una espuma ardiente. Quise decir algo pero no me salió la voz. No se me ocurrió dispararle, sino que le devolví el revólver sin darme cuenta de que era mi única oportunidad.

– Qué, ¿te cagaste? -preguntó él con un desprecio feliz-. Podías haberlo pensado antes de venir.

Pude decirle que también los machos se cagan, pero me di cuenta de que me faltaban huevos para bromas fatales. Entonces abrió el tambor del revólver, sacó la única cápsula y la tiró en la mesa: estaba vacía. Mi sentimiento no fue de alivio sino de una terrible humillación.

El aguacero perdió fuerza antes de las cuatro. Ambos estábamos tan agotados por la tensión, que no recuerdo en qué momento me dio la orden de vestirme, y obedecí con una cierta solemnidad de duelo. Sólo cuando volvió a sentarse me di cuenta de que era él quien estaba llorando. A mares y sin pudor, y casi como alardeando de sus lágrimas. Al final se las secó con el dorso de la mano, se sopló la nariz con los dedos y se levantó.

– ¿Sabes por qué te vas tan vivo? -me preguntó. Y se contestó a sí mismo-: Porque tu papá fue el único que pudo curarme una gonorrea de perro viejo con la que nadie había podido en tres años.

Me dio una palmada de hombre en la espalda, y me empujó a la calle. La lluvia seguía, y el pueblo estaba enchumbado, de modo que me fui por el arroyo con el agua a las rodillas, y con el estupor de estar vivo.

No sé cómo supo mi madre del altercado, pero en los días siguientes emprendió una campaña obstinada para que no saliera de casa en la noche. Mientras tanto, me trataba corno habría tratado a papá, con recursos de distracción que no servían de mucho. Buscaba signos de que me había quitado la ropa fuera de casa, descubría rastros de perfumes donde no los había, me preparaba comidas difíciles antes de que saliera a la calle por la superstición popular de que ni su esposo ni sus hijos nos atreveríamos a hacer el amor en el soponcio de la digestión. Por fin, una noche en que no tuvo más pretextos para retenerme, se sentó frente a mí y me dijo:

– Andan diciendo que estás enredado con la mujer de un policía y él ha jurado que te pegará un tiro.

Logré convencerla de que no era cierto, pero el rumor persistió. Nigromanta me mandaba razones de que estaba sola, de que su hombre andaba en comisión, de que hacía tiempo lo había perdido de vista. Siempre hice lo posible para no encontrarme con él, pero se apresuraba a saludarme a distancia con una señal que lo mismo podía ser de reconciliación que de amenaza. En las vacaciones del año siguiente lo vi por última vez, una noche de fandango en que me ofreció un trago de ron bruto que no me atreví a rechazar.

No sé por qué artes de ilusionismo los maestros y condiscípulos que me habían visto siempre como un estudiante retraído empezaron a verme en el quinto año como a un poeta maldito heredero del ambiente informal que prosperó en la época de Carlos Martín. ¿No sería para parecerme más a esa imagen por lo que empecé a fumar en el liceo a los quince años? El primer golpe fue tremendo. Pasé media noche agonizando sobre mis vómitos en el piso del baño. Amanecí exhausto, pero la resaca del tabaco, en vez de repugnarme, me provocó unos deseos irresistibles de seguir fumando. Así empecé mi vida de tabaquista empedernido, hasta el extremo de no poder pensar una frase si no era con la boca llena de humo. En el liceo sólo estaba permitido fumar en los recreos, pero yo pedía permiso para ir a los orinales dos y tres veces en cada clase, sólo por matar las ansias. Así llegué a tres cajetillas de veinte cigarrillos al día, y pasaba de cuatro según el fragor de la noche. En una época, ya fuera del colegio, creí enloquecer por la resequedad de la garganta y el dolor de los huesos. Decidí abandonarlo pero no resistí más de dos días de ansiedad.

No sé si fue eso mismo lo que me soltó la mano en la prosa con las tareas cada vez más atrevidas del profesor Calderón, y con los libros de teoría literaria que casi me obligaba a leer. Hoy, repasando mi vida, recuerdo que mi concepción del cuento era primaria a pesar de los muchos que había leído desde mi primer asombro con Las mil y una noches. Hasta que me atreví a pensar que los prodigios que contaba Scherezada sucedían de veras en la vida cotidiana de su tiempo, y dejaron de suceder por la incredulidad y la cobardía realista de las generaciones siguientes. Por lo mismo, me parecía imposible que alguien de nuestros tiempos volviera a creer que se podía volar sobre ciudades y montañas a bordo de una estera, o que un esclavo de Cartagena de Indias viviera castigado doscientos años dentro de una botella, a menos que el autor del cuento fuera capaz de hacerlo creer a sus lectores.

Me hastiaban las clases, salvo las de literatura -que aprendía de memoria- y tenía en ellas un protagonismo único. Aburrido de estudiar, dejaba todo a merced de la buena suerte. Tenía un instinto propio para presentir los puntos álgidos de cada materia, y casi adivinar los que más interesaban a los maestros para no estudiar el resto. La realidad es que no entendía por qué debía sacrificar ingenio y tiempo en materias que no me conmovían y por lo mismo no iban a servirme de nada en una vida que no era mía.

Me he atrevido a pensar que la mayoría de mis maestros me calificaban más bien por mi modo de ser que por mis exámenes. Me salvaban mis respuestas imprevistas, mis ocurrencias dementes, mis invenciones irracionales. Sin embargo, cuando terminé el quinto año, con sobresaltos académicos que no me sentía capaz de superar, tomé conciencia de mis límites. El bachillerato había sido hasta entonces un camino empedrado de milagros, pero el corazón me advertía que al final del quinto me esperaba una muralla infranqueable. La verdad sin adornos era que me faltaban ya la voluntad, la vocación, el orden, la plata y la ortografía para embarcarme en una carrera académica. Mejor dicho: los años volaban y no tenía ni la mínima idea de lo que iba a hacer de mi vida, pues había de pasar todavía mucho tiempo antes de darme cuenta de que aun ese estado de derrota era propicio, porque no hay nada de este mundo ni del otro que no sea útil para un escritor.

Tampoco al país le iba mejor. Acosado por la oposición feroz de la reacción conservadora, Alfonso López Pumarejo renunció a la presidencia de la República el 31 de julio de 1945. Lo sucedió Alberto Lleras Camargo, designado por el Congreso para completar el último año del periodo presidencial. Desde su discurso de posesión, con su voz sedante y su prosa de gran estilo, Lleras inició la tarea ilusoria de moderar los ánimos del país para la elección de un nuevo titular.

Por intermedio de monseñor López Lleras, primo del nuevo presidente, el rector del liceo consiguió una audiencia especial para solicitar una ayuda del gobierno en una excursión de estudios a la costa atlántica. Tampoco supe por qué el rector me escogió para acompañarlo a la audiencia con la condición de que me arreglara un poco la pelambre desgreñada y el bigote montuno. Los otros invitados fueron Guillermo López Guerra, conocido del presidente, y Álvaro Ruiz Torres, sobrino de Laura Victoria, una poeta famosa de temas atrevidos en la generación de los Nuevos, a la cual pertenecía también Lleras Camargo. No tuve alternativa: la noche del sábado, mientras Guillermo Granados leía en el dormitorio una novela que nada tenía que ver con mi caso, un aprendiz de peluquero del tercer año me hizo el corte de recluta y me talló un bigote de tango. Soporté por el resto de la semana las burlas de internos y externos por mi nuevo estilo. La sola idea de entrar en el palacio presidencial me helaba la sangre, pero fue un error del corazón, porque el único signo de los misterios del poder que allí encontramos fue un silencio celestial. Al cabo de una espera corta en la antesala con gobelinos y cortinas de raso, un militar de uniforme nos condujo a la oficina del presidente.

Lleras Camargo tenía un parecido poco común con sus retratos. Me impresionaron las espaldas triangulares en un traje impecable de gabardina inglesa, los pómulos pronunciados, la palidez de pergamino, los dientes de niño travieso que hacían las delicias de los caricaturistas, la lentitud de los gestos y su manera de dar la mano mirando directo a los ojos. No recuerdo qué idea tenía yo de cómo eran los presidentes, pero no me pareció que fueran todos como él. Con el tiempo, cuando lo conocí mejor, me di cuenta de que tal vez él mismo no sabría nunca que era más que nada un escritor extraviado.

Después de escuchar las palabras del rector con una atención demasiado evidente, hizo algunos comentarios oportunos, pero no decidió mientras no escuchó también a los tres estudiantes. Lo hizo con igual atención, y nos halagó ser tratados con el mismo respeto y la misma simpatía con que trataba al rector. Le bastaron los dos últimos minutos para que nos lleváramos la certidumbre de que sabía más de poesía que de navegación fluvial, y que sin duda le interesaba más.

Nos concedió todo lo solicitado, y además prometió asistir al acto de clausura del año en el liceo, cuatro meses después. Así lo hizo, como al más serio de los actos de gobierno, y se rió como nadie con la comedia de astracán que representamos en su honor. En la recepción final se divirtió tanto como un estudiante más, con una imagen distinta de la suya, y no resistió la tentación estudiantil de atravesar una pierna en el camino del que repartía las copas, que apenas tuvo tiempo de eludirla.

Con el ánimo de la fiesta de grado me fui a pasar en familia las vacaciones del quinto año, y la primera noticia que me dieron fue la muy feliz de que mi hermano Luis Enrique estaba de regreso al cabo de un año y seis meses en la casa de corrección. Me sorprendió una vez más su buena índole. No sentía el mínimo rencor contra nadie por la condena, y contaba las desgracias con un humor invencible. En sus meditaciones de recluso llegó a la conclusión de que nuestros padres lo habían internado de buena fe. Sin embargo, la protección episcopal no lo puso a salvo de la dura prueba de la vida cotidiana en la cárcel, que en vez de pervertirlo enriqueció su carácter y su buen sentido del humor.

Su primer empleo de regreso fue el de secretario de la alcaldía de Sucre. Tiempo después, el titular sufrió un súbito trastorno gástrico, y alguien le recetó un remedio mágico que acababa de salir al mercado: Alkaseltzer. El alcalde no lo disolvió en el agua, sino que se lo tragó como una pastilla convencional y no se ahogó por un milagro con la efervescencia incontenible en el estómago. Aún sin reponerse del susto se recetó unos días de descanso, pero tuvo razones políticas para que no lo reemplazara ninguno de sus suplentes legítimos, sino que le dio posesión interina a mi hermano. Por esa extraña carambola -sin la edad reglamentaria- Luis Enrique quedó en la historia del municipio como el alcalde más joven.

Lo único que me perturbaba de verdad en aquellas vacaciones era la certidumbre de que en el fondo de sus corazones mi familia fundaba su futuro en lo que esperaban de mí, y sólo yo sabía con certeza que eran ilusiones vanas. Dos o tres frases casuales de mi padre a mitad de la comida me indicaron que había mucho que hablar de nuestra suerte común, y mi madre se apresuró a confirmarlo. «Si esto sigue así -dijo- tarde o temprano tendremos que volver a Cataca.» Pero una rápida mirada de mi padre la indujo a corregir:

– O para donde sea.

Entonces estaba claro: la posibilidad de una nueva mudanza para cualquier parte era ya un tema planteado en la familia, y no por causa del ambiente moral, como por un porvenir más amplio para los hijos. Hasta ese momento me consolaba con la idea de atribuir al pueblo y a su gente, e incluso a mi familia, el espíritu de derrota que yo mismo padecía. Pero el dramatismo de mi padre reveló una vez más que siempre es posible encontrar un culpable para no serlo uno mismo.

Lo que yo percibía en el aire era algo mucho más denso. Mi madre sólo parecía pendiente de la salud de Jaime, el hijo menor, que no había logrado superar su condición de seismesino. Pasaba la mayor parte del día acostada con él en su hamaca del dormitorio, agobiada por la tristeza y los calores humillantes, y la casa empezaba a resentir su desidia. Mis hermanos parecían sueltos de madrina. El orden de las comidas se había relajado tanto que comíamos sin horarios cuando teníamos hambre. Mi padre, el más casero de los hombres, pasaba el día contemplando la plaza desde la farmacia y las tardes jugando partidas viciosas en el club de billar. Un día no pude soportar más la tensión. Me tendí junto a mi madre en la hamaca, como no pude hacerlo de niño, y le pregunté qué era el misterio que se respiraba en el aire de la casa. Ella se tragó un suspiro entero para que no le temblara la voz, y me abrió el alma:

– Tu papá tiene un hijo en la calle.

Por el alivio que percibí en su voz me di cuenta de la ansiedad con que esperaba mi pregunta. Había descubierto la verdad por la clarividencia de los celos, cuando una niña del servicio volvió a casa con la emoción de haber visto a papá hablando por teléfono en la telegrafía. A una mujer celosa no le hacía falta saber más. Era el único teléfono en el pueblo y sólo para llamadas de larga distancia con cita previa, con esperas inciertas y minutos tan caros que sólo se utilizaba para casos de gravedad extrema. Cada llamada, por sencilla que fuera, despertaba una alarma maliciosa en la comunidad de la plaza. Así que cuando papá volvió a casa mi madre lo vigiló sin decirle nada, hasta que él rompió un papelito que llevaba en el bolsillo con el anuncio de una reclamación judicial por un abuso en la profesión. Mi madre esperó la ocasión de preguntarle a quemarropa con quién hablaba por teléfono. La pregunta fue tan reveladora que mi papá no encontró al instante una respuesta más creíble que la verdad:

– Hablaba con un abogado.

– Eso ya lo sé -dijo mi madre-. Lo que necesito es que me lo cuentes tú mismo con la franqueza que merezco.

Mi madre admitió después que fue ella quien se aterró con la olla podrida que podía haber destapado sin darse cuenta, pues si él se había atrevido a decirle la verdad era porque pensaba que ella lo sabía todo. O que tendría que contárselo.

Así fue. Papá confesó que había recibido la notificación de una demanda penal contra él por abusar en su consultorio de una enferma narcotizada con una inyección de morfina. El hecho habría ocurrido en un corregimiento olvidado donde él había pasado cortas temporadas para atender enfermos sin recursos. Y de inmediato dio una prueba de su honradez: el melodrama de la anestesia y la violación era una patraña criminal de sus enemigos, pero el niño era suyo, y concebido en circunstancias normales.

A mi madre no le fue fácil evitar el escándalo, porque alguien de mucho peso manejaba en la sombra los hilos de la confabulación. Existía el precedente de Abelardo y Carmen Rosa, que habían vivido con nosotros en distintas ocasiones y con el cariño de todos, pero ambos eran nacidos antes del matrimonio. Sin embargo, también mi madre superó el rencor por el trago amargo del nuevo hijo y la infidelidad del esposo, y luchó junto con él a cara descubierta hasta desbaratar el infundio de la violación.

La paz retornó a la familia. Sin embargo, poco después llegaron noticias confidenciales de la misma región, sobre una niña de otra madre que papá había reconocido como suya, y que vivía en condiciones deplorables. Mi madre no perdió el tiempo en pleitos y suposiciones, sino que dio la batalla para llevársela a casa. «Lo mismo hizo Mina con tantos hijos sueltos de papá -dijo en esa ocasión- y nunca tuvo de qué arrepentirse.» Así que consiguió por su cuenta que le mandaran a la niña, sin ruidos públicos, y la revolvió dentro de la familia ya numerosa.

Todo aquello eran cosas del pasado cuando mi hermano Jaime se encontró en una fiesta de otro pueblo a un muchacho idéntico a nuestro hermano Gustavo. Era el hijo que había causado el pleito judicial, ya bien criado y consentido por su madre. Pero la nuestra hizo toda clase de gestiones y se lo llevó a vivir a casa cuando ya éramos once- y lo ayudó a aprender un oficio y a encarrilarse en la vida. Entonces no pude disimular el asombro de que una mujer de celos alucinógenos hubiera sido capaz de semejantes actos, y ella misma me contestó con una frase que conservo desde entonces como un diamante:

– Es que la misma sangre de mis hijos no puede andar rodando por ahí.

Veía a mis hermanos sólo en las vacaciones anuales. Después de cada viaje me costaba más trabajo reconocerlos y llevarme uno nuevo en la memoria. Además del nombre bautismal, todos teníamos otro que la familia nos ponía después por facilidad cotidiana, y no era un diminutivo sino un sobrenombre casual. A mí, desde el instante mismo de nacer me llamaron Gabito -diminutivo irregular de Gabriel en la costa guajira- y siempre he sentido que ése es mi nombre de pila, y que el diminutivo es Gabriel. Alguien sorprendido de este santoral antojadizo nos preguntaba por qué nuestros padres no habían preferido de una buena vez bautizar a todos sus hijos con el sobrenombre.

Sin embargo, esa liberalidad de mi madre parecía ir en sentido contrario de su actitud con las dos hijas mayores, Margot y Aída, a quienes trataba de imponerles el mismo rigor que su madre le impuso a ella por sus amores empedernidos con mi padre. Quería mudarse de pueblo. Papá, en cambio, que no necesitaba oírlo dos veces para hacer sus maletas y echarse a rodar por el mundo, estaba reacio aquella vez. Pasaron varios días antes de enterarme de que el problema eran los amores de las dos hijas mayores con dos hombres distintos, desde luego, pero con el mismo nombre: Rafael. Cuando me lo contaron no pude disimular la risa por el recuerdo de la novela de horror que habían sufrido papá y mamá, y se lo dije a ella.

– No es lo mismo -me dijo.

– Es lo mismo -le insistí.

– Bueno -concedió ella-, es lo mismo, pero dos veces al mismo tiempo.

Como había ocurrido con ella en su momento, no valían razones ni propósitos. Nunca se supo cómo lo sabían los padres, porque cada una de ellas y por separado había tomado precauciones para no ser descubierta. Pero los testigos eran los menos pensados, porque las mismas hermanas se habían hecho acompañar algunas veces por hermanos menores que acreditaran su inocencia. Lo más sorprendente fue que papá participó también en el acecho, no con actos directos, pero con la misma resistencia pasiva de mi abuelo Nicolás contra su hija.

«Íbamos a un baile y mi papá entraba en la fiesta y nos llevaba para la casa si descubría que los Rafaeles estaban ahí», ha contado Aída Rosa en una entrevista de prensa. No les daban permiso para un paseo al campo o al cine, o las mandaban con alguien que no las perdía de vista. Ambas inventaban por separado pretextos inútiles para cumplir sus citas de amor, y allí aparecía un fantasma invisible que las delataba. Ligia, menor que ellas, se ganó la mala fama de espía y delatora, pero ella misma se exculpaba con el argumento de que los celos entre hermanos eran otra manera del amor.

En aquellas vacaciones traté de interceder con mis padres para que no repitieran los errores que los padres de mi madre habían cometido con ella, y siempre encontraron razones difíciles para no entenderlos. El más temible fue el de los pasquines, que habían revelado secretos atroces -reales o inventados- aun en las familias menos sospechables. Se delataron paternidades ocultas, adulterios vergonzosos, perversidades de cama que de algún modo eran del dominio público por caminos menos fáciles que los pasquines. Pero nunca se había puesto uno que denunciara algo que de algún modo no se supiera, por muy oculto que se hubiera tenido, o que no fuera a ocurrir tarde o temprano. «Los pasquines los hace uno mismo», decía una de sus víctimas.

Lo que no previeron mis padres fue que las hijas iban a defenderse con los mismos recursos que ellos. A Margot la mandaron a estudiar en Montería y Aída fue a Santa Marta por decisión propia. Estaban internas, y en los días francos había alguien prevenido para acompañarlas, pero siempre se las arreglaron para comunicarse con los Rafaeles remotos. Sin embargo, mi madre logró lo que sus padres no lograron de ella. Aída pasó la mitad de su vida en el convento, y allí vivió sin penas ni glorias hasta que se sintió a salvo de los hombres. Margot y yo seguimos siempre unidos por los recuerdos de nuestra infancia común cuando yo mismo vigilaba a los adultos para que no la sorprendieran comiendo tierra. Al final se quedó como una segunda madre de todos, en especial de Cuqui, que era el que más la necesitaba, y lo tuvo con ella hasta su último aliento.

Sólo hoy caigo en la cuenta de hasta qué punto aquel mal estado de ánimo de mi madre y las tensiones internas de la casa eran acordes con las contradicciones mortales del país que no acababan de salir a flote, pero que existían. El presidente Lleras debería convocar a elecciones en el nuevo año, y el porvenir se veía turbio. Los conservadores, que habían logrado tumbar a López, tenían con el sucesor un juego doble: lo adulaban por su imparcialidad matemática pero fomentaban la discordia en la Provincia para reconquistar el poder por la razón o por la fuerza.

Sucre se había mantenido inmune a la violencia, y los pocos casos que se recordaban no tenían nada que ver con la política. Uno había sido el asesinato de Joaquín Vega, un músico muy apetecido que tocaba el bombardino en la banda local. Estaban tocando a las siete de la noche en la entrada del cine, cuando un pariente enemigo le dio un tajo único en el cuello inflado por la presión de la música y se desangró en el suelo. Ambos eran muy queridos en el pueblo y la única explicación conocida y sin confirmar fue un asunto de honor. Justo a la misma hora estaban celebrando el cumpleaños de mi hermana Rita, y la conmoción de la mala noticia desbarató la fiesta programada para muchas horas.

El otro duelo, muy anterior pero imborrable en la memoria del pueblo, fue el de Plinio Balmaceda y Dionisiano Barrios. El primero era miembro de una familia antigua y respetable, y él mismo un hombre enorme y encantador, pero también un buscapleitos de genio atravesado cuando se le cruzaba con el alcohol. En su sano juicio tenía aires y gracias de caballero, pero cuando bebía de más se transmutaba en un atarván de revólver fácil y con una fusta de jinete en el cinto para azuzar a quienes le cayeran mal. La misma policía trataba de mantenerlo lejos. Los miembros de su buena familia, cansados de arrastrarlo a casa cada vez que se pasaba de tragos, terminaron por abandonarlo a su suerte.

Dionisiano Barrios era el caso contrario: un hombre tímido y maltrecho, enemigo de broncas y abstemio de nacimiento. Nunca había tenido problemas con nadie, hasta que Plinio Balmaceda empezó a provocarlo con burlas infames por su maltrechez. Él lo eludió como pudo, hasta el día en que Balmaceda lo encontró en su camino y le cruzó la cara con la fusta porque le dio la gana. Entonces Dionisiano se sobrepuso a su timidez, a su jiba y a su mala suerte, y se enfrentó a tiro limpio con el agresor. Fue un duelo instantáneo, en el que ambos quedaron heridos de gravedad, pero sólo Dionisiano murió. Sin embargo, el duelo histórico del pueblo fueron las muertes gemelas del mismo Plinio Balmaceda y Tasio Ananías, un sargento de la policía famoso por su pulcritud, hijo ejemplar de Mauricio Ananías, que tocaba el tambor en la misma banda en que Joaquín Vega tocaba el bombardino. Fue un duelo formal en plena calle, en el que ambos quedaron malheridos, y sobrellevaron una larga agonía cada quien en su casa. Plinio recobró la lucidez casi al instante, y su preocupación inmediata fue por la suerte de Ananías. Éste, a su vez, se impresionó con la preocupación con que Plinio rogaba por su vida. Cada uno empezó a suplicar a Dios que no muriera el otro, y las familias los mantuvieron informados mientras tuvieron alma. El pueblo entero vivió el suspenso con toda clase de esfuerzos para alargar las dos vidas.

A las cuarenta y ocho horas de agonía, las campanas de la iglesia doblaron a duelo por una mujer que acababa de morir. Los dos moribundos las oyeron, y cada uno en su cama creyó que doblaban por la muerte del otro. Ananías murió de pesar casi al instante, llorando por la muerte de Plinio. Éste lo supo, y murió dos días después llorando a mares por el sargento Ananías.

En una población de amigos pacíficos como aquélla, la violencia tuvo por esos años una manifestación menos mortal, pero no menos dañina: los pasquines. El terror estaba vivo en las casas de las grandes familias, que esperaban la mañana siguiente como una lotería de la fatalidad. Donde menos se esperaba aparecía un papel punitivo, que era un alivio por lo que no dijera de uno, y a veces una fiesta secreta por lo que decía de otros. Mi padre, tal vez el hombre más pacífico que conocí, aceitó el revólver venerable que nunca disparó, y soltó la lengua en el salón de billar.

– Al que se le ocurra tocar a cualquiera de mis hijas -gritó-, va a llevar plomo del bravo.

Varias familias iniciaron el éxodo por temor de que los pasquines fueran un preludio de la violencia policial que arrasaba pueblos enteros en el interior del país para acoquinar a la oposición.

La tensión se convirtió en otro pan de cada día. Al principio se organizaron rondas furtivas no tanto para descubrir a los autores de los pasquines como para saber qué decían, antes de que los destruyeran al amanecer. Un grupo de trasnochados encontramos un funcionario municipal a las tres de la madrugada, tomando el fresco en la puerta de su casa, pero en realidad al acecho de los que ponían los pasquines. Mi hermano le dijo entre broma y en serio que algunos decían la verdad. El sacó el revólver y lo apuntó amartillado:

– ¡Repítelo!

Entonces supimos que la noche anterior habían puesto un pasquín verídico contra su hija soltera. Pero los datos eran del dominio público, aun dentro de su propia casa, y el único que no los conocía era su padre. Al principio fue evidente que los pasquines habían sido escritos por la misma persona, con el mismo pincel y en el mismo papel, pero en un comercio tan pequeño como el de la plaza, sólo una tienda podía venderlos, y el propio dueño se apresuró a demostrar su inocencia. Desde entonces supe que algún día iba a escribir una novela sobre ellos, pero no por lo que decían, que casi siempre fueron fantasías del dominio público y sin mucha gracia, sino por la tensión insoportable que lograban crear dentro de las casas.

En La mala hora, mi tercera novela escrita veinte años después, me pareció un acto de decencia simple no usar casos concretos ni identificables, aunque algunos reales eran mejores que los inventados por mí. No hacía falta, además, porque siempre me interesó más el fenómeno social que la vida privada de las víctimas. Sólo después de publicada supe que en los arrabales, donde éramos malqueridos los habitantes de la plaza mayor, muchos pasquines fueron motivo de fiestas.

La verdad es que los pasquines sólo me sirvieron como punto de partida de un argumento que en ningún momento logré concretar, porque lo mismo que escribía demostraba que el problema de fondo era político y no moral como se creía. Siempre pensé que el marido de Nigromanta era un buen modelo para el alcalde militar de La mala hora pero mientras lo desarrollaba como personaje me fue seduciendo como ser humano, y no tuve motivos para matarlo, pues descubrí que un escritor serio no puede matar un personaje si no tiene una razón convincente, y aquél no era el caso.

Hoy me doy cuenta de que la novela misma podría ser otra novela. La escribí en un hotel de estudiantes de la rue Cujas, en el Barrio Latino de París, a cien metros del boulevard Saint Michel, mientras los días pasaban sin misericordia a la espera de un cheque que nunca llegó. Cuando la di por terminada hice un rollo con las cuartillas, las amarré con una de las tres corbatas que había llevado en tiempos mejores, y la sepulté en el fondo del ropero.

Dos años después en la Ciudad de México no sabía siquiera dónde estaba, cuando me la pidieron para un concurso de novela de la Esso Colombiana, con un premio de tres mil dólares de aquellos tiempos de famina. El emisario era el fotógrafo Guillermo Ángulo, mi viejo amigo colombiano, que conocía la existencia de los originales en proceso desde que estaba escribiéndola en París, y se los llevó en el punto en que estaba, todavía amarrada con la corbata y sin tiempo siquiera para plancharla al vapor por los apremios del plazo. Así la mandé al concurso sin ninguna esperanza en un premio que bien alcanzaba para comprar una casa. Pero tal como la mandé fue declarada ganadora por un jurado ilustre, el 16 de abril de 1962, y casi a la misma hora en que nació nuestro segundo hijo, Gonzalo, con su pan bajo el brazo.

No habíamos tenido tiempo ni siquiera para pensarlo, cuando recibí una carta del padre Félix Restrepo, presidente de la Academia Colombiana de la Lengua, y un hombre de bien que había presidido el jurado del premio pero ignoraba el título de la novela. Sólo entonces caí en la cuenta de que en las prisas de última hora había olvidado escribirlo en la página inicial: Este pueblo de mierda.

El padre Restrepo se escandalizó al conocerlo, y a través de Germán Vargas me pidió del modo más amable que lo cambiara por otro menos brutal, y más a tono con el clima del libro. Al cabo de muchos intercambios con él, me decidí por un título que tal vez no dijera mucho del drama, pero que le serviría de bandera para navegar por los mares de la mojigatería: La mala hora.

Una semana después, el doctor Carlos Arango Vélez, embajador de Colombia en México, y candidato reciente a la presidencia de la República, me citó en su despacho para informarme que el padre Restrepo me suplicaba cambiar dos palabras que le parecían inadmisibles en el texto premiado: preservativo y masturbación. Ni el embajador ni yo podíamos disimular el asombro, pero estuvimos de acuerdo en que debíamos complacer al padre Restrepo para ponerle un término feliz al concurso interminable con una solución ecuánime.

– Muy bien, señor embajador -le dije-. Elimino una de las dos palabras, pero usted me hará el favor de escogerla.

El embajador eliminó con un suspiro de alivio la palabra masturbación. Así quedó saldado el conflicto, y el libro lo imprimió la editorial Iberoamericana de Madrid, con una gran tirada y un lanzamiento estelar. Era empastado en cuero, con un papel excelente y una impresión impecable. Sin embargo, fue una luna de miel efímera, porque no pude resistir la tentación de hacer una lectura exploratoria, y descubrí que el libro escrito en mi lengua de indio había sido doblado -como las películas de entonces- al más puro dialecto de Madrid.

Yo había escrito: «Así como ustedes viven ahora, no sólo están en una situación insegura sino que constituyen un mal ejemplo para el pueblo». La transcripción del editor español me erizó la piel: «Así como vivís ahora, no sólo estáis en una situación insegura, sino que constituís un mal ejemplo para el pueblo». Más grave aún: como esta frase era dicha por un sacerdote, el lector colombiano podía pensar que era un guiño del autor para indicar que el cura era español, con lo cual se complicaba su comportamiento y se desnaturalizaba por completo un aspecto esencial del drama. No conforme con peinar la gramática de los diálogos, el corrector se permitió entrar a mano armada en el estilo, y el libro quedó plagado de parches matritenses que no tenían nada que ver con el original. En consecuencia, no me quedó otro recurso que desautorizar la edición por considerarla adulterada, y recoger e incinerar los ejemplares que aún no se hubieran vendido. La respuesta de los responsables fue el silencio absoluto.

Desde ese mismo instante di la novela por no publicada, y me entregué a la dura tarea de retraducirla a mi dialecto caribe, porque la única versión original era la que yo había mandado al concurso, y la misma que se había ido a España para la edición. Una vez restablecido el texto original, y de paso corregido una vez más por mi cuenta, la publicó la editorial Era, de México, con la advertencia impresa y expresa de que era la primera edición.

Nunca he sabido por qué La mala hora es el único de mis libros que me transporta a su tiempo y su lugar en una noche de luna grande y brisas primaverales. Era sábado, había escampado, y las estrellas no cabían en el cielo. Acababan de dar las once cuando oí a mi madre en el comedor susurrando un fado de amor para dormir al niño que paseaba en brazos. Le pregunté de dónde venía la música y me contestó muy a su modo:

– De las casas de las bandidas.

Me dio cinco pesos sin que se los pidiera, porque me vio vistiéndome para ir a la fiesta. Antes de que saliera me advirtió con su previsión infalible que dejaría sin tranca la puerta del patio para que pudiera regresar a cualquier hora sin despertar a mi padre. No alcancé a llegar hasta las casas de las bandidas porque había ensayo de músicos en la carpintería del maestro Valdés, a cuyo grupo se había afiliado Luis Enrique tan pronto como regresó a casa.

Aquel año me incorporé a ellos para tocar el tiple y cantar con sus seis maestros anónimos hasta el amanecer. Siempre tuve a mi hermano como buen guitarrista, pero mi primera noche supe que hasta sus rivales más enconados lo consideraban un virtuoso. No había conjunto mejor, y estaban tan seguros de sí mismos que cuando alguien les contrataba una serenata de reconciliación o desagravio, el maestro Valdés lo tranquilizaba de antemano:

– No te preocupes, que vamos a dejarla mordiendo almohada.

Las vacaciones sin él no eran iguales. Encendía la fiesta donde llegaba, y Luis Enrique y él, con Filadelfo Velilla, se acoplaban como profesionales. Fue entonces cuando descubrí la lealtad del alcohol y aprendí a vivir al derecho, durmiendo de día y cantando de noche. Como decía mi madre: solté la perra.

Sobre mí se dijo de todo, y corrió la voz de que mi correspondencia no me llegaba a la dirección de mis padres sino a las casas de las bandidas. Me convertí en el cliente más puntual de sus sancochos épicos de hiél de tigre y sus guisos de iguana, que daban ímpetus para tres noches completas. No volví a leer ni a sumarme a la rutina de la mesa familiar. Eso correspondía a la idea tantas veces expresada por mi madre de que yo hacía a mi manera lo que me daba la gana, y en cambio la mala fama la arrastraba el pobre Luis Enrique. Este, sin conocer la frase de mi madre, me dijo por esos días: «Lo único que falta decir ahora es que estoy corrompiéndote y me manden otra vez a la casa de corrección».

Por Navidad decidí huir de la competencia anual de las carrozas y me escapé con dos amigos cómplices para la población vecina de Majagual. Anuncié en casa que me iba por tres días, pero me quedé diez. La culpa fue de María Alejandrina Cervantes, una mujer inverosímil que conocí la primera noche, y con quien perdí la cabeza en la parranda más fragorosa de mi vida. Hasta el domingo en que no amaneció en mi cama y desapareció para siempre. Años más tarde la rescaté de mis nostalgias, no tanto por sus gracias como por la resonancia de su nombre, y la reviví para proteger a otra en alguna de mis novelas, como dueña y señora de una casa de placer que nunca existió. De regreso a casa encontré a mi madre hirviendo el café en la cocina a las cinco de la madrugada. Me dijo con un susurro cómplice que me quedara con ella, porque mi padre acababa de despertar, y estaba dispuesto a demostrarme que ni en las vacaciones era yo tan libre como creía. Me sirvió un tazón de café cerrero, aunque sabía que no me gustaba, y me hizo sentar junto al fogón. Mi padre entró en piyama, todavía con el humor del sueño, y se sorprendió de verme con el tazón humeante, pero me hizo una pregunta sesgada:

– ¿No decías que no tomabas café? Sin saber qué contestarle, le inventé lo primero que se me pasó por la cabeza:

– Siempre tengo sed a esta hora.

– Como todos los borrachos -replicó él.

No me miró más ni se volvió a hablar del asunto. Pero mi madre me informó que mi padre, deprimido desde aquel día, había empezado a considerarme como un caso perdido, aunque nunca me lo dejó saber.

Mis gastos aumentaban tanto que resolví saquear las alcancías de mi madre. Luis Enrique me absolvió con su lógica de que la plata robada a los padres, si se usa para el cine y no para putear, es plata legítima. Sufrí con los apuros de complicidad de mi madre para que mi padre no se diera cuenta de que yo andaba por malos rumbos. Tenía razón de sobra pues en la casa se notaba demasiado que a veces seguía dormido sin motivo a la hora del almuerzo y tenía una voz de gallo ronco, y andaba tan distraído que un día no escuché dos preguntas de papá, y él me endilgó el más duro de sus diagnósticos:

– Estás mal del hígado.

A pesar de todo, logré conservar las apariencias sociales. Me dejaba ver bien vestido y mejor educado en los bailes de gala y los almuerzos ocasionales que organizaban las familias de la plaza mayor, cuyas casas permanecían cerradas durante todo el año y se abrían para las fiestas de Navidad cuando volvían los estudiantes.

Aquél fue el año de Cayetano Gentile, que celebró sus vacaciones con tres bailes espléndidos. Para mí fueron fechas de suerte, porque en los tres bailé siempre con la misma pareja. La saqué a bailar la primera noche sin tomarme el trabajo de preguntar quién era, ni hija de quién, ni con quién. Me pareció tan sigilosa que en la segunda pieza le propuse en serio que se casara conmigo y su respuesta fue aún más misteriosa:

– Mi papá dice que todavía no ha nacido el príncipe que se va a casar conmigo.

Días después la vi atravesar el camellón de la plaza bajo el sol bravo de las doce, con un radiante vestido de organza y llevando de la mano a un niño y una niña de seis o siete años. «Son míos», me dijo muerta de risa, sin que yo se lo preguntara. Y con tanta malicia, que empecé a sospechar que mi propuesta de boda no se la había llevado el viento.

Desde recién nacido en la casa de Aracataca había aprendido a dormir en hamaca, pero sólo en Sucre la asumí como parte de mi naturaleza. No hay nada mejor para la siesta, para vivir la hora de las estrellas, para pensar despacio, para hacer el amor sin prejuicios. El día en que regresé de mi semana disipada la colgué entre dos árboles del patio, como lo hacía papá en otros tiempos, y dormí con la conciencia tranquila. Pero mi madre, siempre atormentada por el terror de que sus hijos nos muriéramos dormidos, me despertó al final de la tarde para saber si estaba vivo. Entonces se acostó a mi lado y abordó sin preámbulos el asunto que le estorbaba para vivir.

– Tu papá y yo quisiéramos saber qué es lo que te pasa.

La frase no podía ser más certera. Sabía desde hacía tiempo que mis padres compartían las inquietudes por los cambios de mi modo de ser, y ella improvisaba explicaciones banales para tranquilizarlo. No sucedía nada en la casa que mi madre no lo supiera y sus berrinches eran ya legendarios. Pero la copa se rebosó con mi llegada a casa a pleno día durante una semana. Mi posición justa hubiera sido eludir las preguntas o dejarlas pendientes para una ocasión más propicia, pero ella sabía que un asunto tan serio sólo admitía respuestas inmediatas.

Todos sus argumentos eran legítimos: desaparecía al anochecer, vestido como para una boda, y no regresaba a dormir en la casa, pero al día siguiente dormitaba en la hamaca hasta después del almuerzo. No volví a leer y por primera vez desde mi nacimiento me atreví a llegar a casa sin saber bien dónde estaba. «Ni siquiera miras a tus hermanos, confundes sus nombres y sus edades, y el otro día besaste a un nieto de Clemencia Morales creyendo que era uno de ellos», dijo mi madre. Pero de pronto tomó conciencia de sus exageraciones y las compensó con la simple verdad:

– En fin, te has vuelto un extraño en esta casa.

– Todo eso es cierto -le dije-, pero la razón es muy fácil: estoy hasta la coronilla de toda esta vaina.

– ¿De nosotros?

Mi respuesta podía ser afirmativa, pero no hubiera sido justa:

– De todo -le dije.

Y entonces le conté mi situación en el liceo. Me juzgaban por mis calificaciones, mis padres se vanagloriaban año tras año de los resultados, me creían no sólo el alumno intachable, sino además el amigo ejemplar, el más inteligente y rápido, y el más famoso por su simpatía. O, como decía mi abuela: «El nene perfecto».

Sin embargo, para terminar pronto, la verdad era la contraria. Parecía así, porque no tenía el valor y el sentido de independencia de mi hermano Luis Enrique, que sólo hacía lo que le daba la gana. Y que sin duda iba a lograr una felicidad que no es la que se desea para los hijos, pero sí la que les permite sobrevivir a los cariños descomedidos, los miedos irracionales y las esperanzas alegres de los padres.

Mi madre quedó anonadada con el retrato adverso del que ellos se habían forjado en sus sueños solitarios.

– Pues no sé qué vamos a hacer -dijo al cabo de un silencio mortal-, porque si le contamos todo esto a tu padre se nos morirá de repente. ¿No te das cuenta de que eres el orgullo de la familia?

Para ellos era simple: ya que no había posibilidad alguna de que yo fuera el médico eminente que mi padre no pudo ser por falta de recursos, soñaban al menos con que fuera un profesional de cualquier cosa.

– Pues no seré nada de nada -concluí-. Me niego a que me hagan por la fuerza como yo no quiero o como ustedes quisieran que fuera, y mucho menos como quiere el gobierno.

La disputa, un poco a la topa tolondra, se prolongó por el resto de la semana. Creo que mi madre quería tomarse el tiempo para conversarlo con papá, y esa idea me infundió un nuevo aliento. Un día soltó como al azar una propuesta sorprendente:

– Dicen que si te lo propones podrías ser un buen escritor.

Nunca había oído algo semejante en la familia. Mis inclinaciones habían permitido suponer desde niño que fuera dibujante, músico, cantor de iglesia e incluso poeta dominical. Me había descubierto una tendencia conocida de todos hacia una escritura más bien retorcida y etérea, pero mi reacción esa vez fue más bien de sorpresa.

– Si hay que ser escritor tendría que ser de los grandes, y a ésos ya no los hacen -le respondí a mi madre-. Al fin y al cabo, para morirse de hambre hay otros oficios mejores.

Una de esas tardes, en vez de conversar conmigo, lloró sin lágrimas. Hoy me habría alarmado, porque aprecio el llanto reprimido como un recurso infalible de las grandes mujeres para forzar sus propósitos. Pero a mis dieciocho años no supe qué decirle a mi madre, y mi silencio le frustró las lágrimas.

– Muy bien -dijo entonces-, prométeme al menos que terminarás el bachillerato lo mejor que puedas y yo me encargo de arreglarte lo demás con tu papá.

Ambos tuvimos al mismo tiempo el alivio de haber ganado. Acepté, tanto por ella como por mi padre, porque temí que se murieran si no llegábamos pronto a un acuerdo. Así fue como encontramos la solución fácil de que estudiara derecho y ciencias políticas, que no sólo era una buena base cultural para cualquier oficio, sino también una carrera humanizada con clases en la mañana y tiempo libre para trabajar en las tardes. Preocupado también por la carga emocional que había sobrellevado mi madre en aquellos días, le pedí que me preparara el ambiente para hablar cara a cara con papá. Se opuso, segura de que terminaríamos en un pleito.

– No hay en este mundo dos hombres más parecidos que él y tú -me dijo-. Y eso es lo peor para conversar.

Siempre creí lo contrario. Sólo ahora, cuando ya pasé por todas las edades que mi padre tuvo en su larga vida, he empezado a verme en el espejo mucho más parecido a él que a mi mismo.

Mi madre debió coronar aquella noche su preciosismo de orfebre, porque papá reunió en la mesa a toda la familia y anunció con un aire casual: «Tendremos abogado en casa». Temerosa tal vez de que mi padre intentara reabrir el debate para la familia en pleno, mi madre intervino con su mejor inocencia.

– En nuestra situación, y con este cuadro de hijos -me explicó-, hemos pensado que la mejor solución es la única carrera que te puedes costear tú mismo.

Tampoco era tan simple como ella lo decía, ni mucho menos, pero para nosotros podía ser el menor de los males, y sus estragos podían ser los menos sangrientos. De modo que le pedí su opinión a mi padre, para seguir el juego, y su respuesta fue inmediata y de una sinceridad desgarradora:

– ¿Qué quieres que te diga? Me dejas el corazón partido por la mitad, pero me queda al menos el orgullo de ayudarte a ser lo que te dé la gana.

El colmo de los lujos de aquel enero de 1946 fue mi primer viaje en avión, gracias a José Palencia, que reapareció con un problema grande. Había hecho a saltos cinco años de bachillerato en Cartagena, pero acababa de fracasar en el sexto. Me comprometí a conseguirle un lugar en el liceo para que tuviera por fin su diploma y él me invitó a que fuéramos en avión.

El vuelo a Bogotá se hacía dos veces por semana en un DC-3 de la empresa LANSA, cuyo riesgo mayor no era el avión mismo sino las vacas sueltas en la pista de arcilla improvisada en un potrero. A veces tenía que dar varias vueltas hasta que acabaran de espantarlas. Fue la experiencia inaugural de mi miedo legendario al avión, en una época en que la Iglesia prohibía llevar hostias consagradas para tenerlas a salvo de las catástrofes. El vuelo duraba casi cuatro horas, sin escalas, a trescientos veinte kilómetros por hora. Quienes habíamos hecho la prodigiosa travesía fluvial, nos guiábamos desde el cielo por el mapa vivo del río Grande de la Magdalena. Reconocíamos los pueblos en miniatura, los buquecitos de cuerda, las muñequitas felices que nos hacían adioses desde los patios de las escuelas. A las azafatas de carne y hueso se les iba el tiempo en tranquilizar a los pasajeros que viajaban rezando, en socorrer a los mareados y en convencer a muchos de que no había riesgos de tropezar con las bandadas de gallinazos que oteaban la mortecina del río. Los viajeros duchos, por su parte, contaban como proezas de coraje una y otra vez los vuelos históricos. El ascenso al altiplano de Bogotá, sin presurización ni máscaras de oxígeno, se sentía como un bombo en el corazón, y las sacudidas y el batir de alas aumentaban la felicidad del aterrizaje. Pero la sorpresa mayor fue haber llegado primero que nuestros telegramas de la víspera.

De paso por Bogotá, José Palencia compró instrumentos para una orquesta completa, y no sé si lo hizo con premeditación o por premonición, pero desde que el rector Espitia lo vio entrar pisando firme con guitarras, tambores, maracas y armónicas, me di cuenta de que estaba admitido. Yo también, por mi parte, sentí el peso de mi nueva condición desde que atravesé el zaguán: era un alumno del sexto año. Hasta entonces no tenía conciencia de llevar en la frente una estrella con la que todos soñaban, y de que se notaba sin remedio en el modo de acercarse a nosotros, en el tono de hablarnos e incluso en un cierto temor reverencial. Fue, además, todo un año de fiesta. Aunque el dormitorio era sólo para becados, José Palencia se instaló en el mejor hotel del marco de la plaza, una de cuyas dueñas tocaba el piano, y la vida se nos convirtió en un domingo el año entero.

Fue otro de los saltos de mi vida. Mi madre me compraba ropa desechable mientras fui adolescente, y cuando ya no me servía la adaptaba para los hermanos menores. Los años más problemáticos fueron los dos primeros, porque la ropa de paño para el clima frío era cara y difícil. A pesar de que mi cuerpo no crecía con demasiado entusiasmo, no daba tiempo para adaptar un vestido a dos estaturas sucesivas en un mismo año. Para colmo, la costumbre original de intercambiar la ropa entre los internos no logró imponerse, porque los ajuares estaban tan vistos que las burlas a los nuevos dueños eran insoportables. Esto se resolvió en parte cuando Espitia impuso un uniforme de saco azul y pantalones grises, que unificó la apariencia y disimuló los cambalaches.

En el tercero y cuarto años me servía el único vestido que me arregló el sastre de Sucre, pero tuve que comprar para el quinto otro muy bien conservado que no me sirvió hasta el sexto. Sin embargo, mi padre se entusiasmó tanto con mis propósitos de enmienda, que me dio dinero para comprar un traje nuevo sobre medida, y José Palencia me regaló otro suyo del año anterior que era un completo de pelo de camello apenas usado. Pronto me di cuenta de hasta qué punto el hábito no hace al monje. Con el vestido nuevo, intercambiable con el nuevo uniforme, asistí a los bailes donde reinaban los costeños, y sólo conseguí una novia que me duró menos que una flor.

Espitia me recibió con un entusiasmo raro. Las dos clases de química de la semana parecía dictarlas sólo para mi con fogueos rápidos de preguntas y respuestas. Esa atención obligada se me reveló como un buen punto de partida para cumplir con mis padres la promesa de un final digno. Lo demás lo hizo el método único y simple de Martina Fonseca: poner atención en las clases para evitar trasnochos y sustos en el pavoroso final. Fue una enseñanza sabia. Desde que decidí aplicarlo en el último año del liceo se me calmó la angustia. Respondía con facilidad las preguntas de los maestros, que empezaron a ser más familiares, y me di cuenta de cuán fácil era cumplir con la promesa que había hecho a mis padres.

Mi único problema inquietante siguió siendo el de los alaridos de las pesadillas. El prefecto de disciplina, con muy buenas relaciones con sus alumnos, era entonces el profesor Gonzalo Ocampo, y una noche del segundo semestre entró en puntillas en el dormitorio a oscuras para pedirme unas llaves suyas que había olvidado devolverle. Apenas alcanzó a ponerme la mano en el hombro cuando lancé un aullido salvaje que despertó a todos. Al día siguiente me trasladaron a un dormitorio para seis improvisado en el segundo piso.

Fue una solución para mis miedos nocturnos, pero demasiado tentadora, porque estaba sobre la despensa, y cuatro alumnos del dormitorio improvisado se deslizaron hasta las cocinas y las saquearon a gusto para una cena de medianoche. El insospechable Sergio Castro y yo, el menos audaz, nos quedamos en nuestras camas para servir de negociadores en caso de emergencia. Al cabo de una hora regresaron con media despensa lista para servir. Fue la gran comilona de nuestros largos años de internado, pero con la mala digestión de que nos descubrieron en veinticuatro horas. Pensé que allí terminaba todo, y sólo el talento negociador de Espitia nos puso a salvo de la expulsión.

Fue una buena época del liceo y la menos prometedora del país. La imparcialidad de Lleras, sin proponérselo, aumentó la tensión que empezaba a sentirse por primera vez en el colegio. Sin embargo, hoy me doy cuenta de que estaba desde antes dentro de mí, pero que sólo entonces empecé a tomar conciencia del país en que vivía. Algunos maestros que trataban de mantenerse imparciales desde el año anterior no pudieron lograrlo en las clases, y soltaban ráfagas indigestas sobre sus preferencias políticas. En especial desde que empezó la campaña dura para la sucesión presidencial.

Cada día era más evidente que con Gaitán y Turbay al mismo tiempo, el Partido Liberal perdería la presidencia de la República después de veinticinco años de gobiernos absolutos. Eran dos candidatos tan adversos como si fueran de dos partidos distintos, no sólo por sus pecados propios, sino por la determinación sangrienta del conservatismo, que lo había visto claro desde el primer día: en vez de Laureano Gómez, impuso la candidatura de Ospina Pérez, que era un ingeniero millonario con una fama bien ganada de patriarca. Con el liberalismo dividido y el conservatismo unido y armado, no había alternativa: Ospina Pérez fue elegido.

Laureano Gómez se preparó desde entonces para sucederlo con el recurso de utilizar las fuerzas oficiales con una violencia en toda la línea. Era otra vez la realidad histórica del siglo XIX, en el que no tuvimos paz sino treguas efímeras entre ocho guerras civiles generales y catorce locales, tres golpes de cuartel y por último la guerra de los Mil Días, que dejó unos ochenta mil muertos de ambos bandos en una población de cuatro millones escasos. Así de simple: era todo un programa común para retroceder cien años.

El profesor Giraldo, ya al final del curso, hizo conmigo una excepción flagrante de la cual no acabo de avergonzarme. Me preparó un cuestionario simple para rehabilitar el álgebra perdida desde el cuarto año, y me dejó solo en la oficina de los maestros con todas las trampas a mi alcance. Volvió ilusionado una hora después, vio el resultado catastrófico y anuló cada página con una cruz de arriba abajo y un gruñido feroz: «Ese cráneo está podrido». Sin embargo, en las calificaciones finales apareció el álgebra aprobada, pero tuve la decencia de no darle las gracias al maestro por haber contrariado sus principios y obligaciones en favor mío.

En víspera del último examen final de aquel año, Guillermo López Guerra y yo tuvimos un incidente desgraciado con el profesor Gonzalo Ocampo por un altercado de borrachos. José Palencia nos había invitado a estudiar en su cuarto de hotel, que era una joya colonial con una vista idílica sobre el parque florido y la catedral al fondo. Como sólo nos faltaba el último examen, seguimos de largo hasta la noche y volvimos a la escuela por entre nuestras cantinas de pobres. El profesor Ocampo, en su turno como prefecto de disciplina, nos reprendió por la hora y por nuestro mal estado, y los dos a coro lo coronamos de improperios. Su reacción enfurecida y nuestros gritos alborotaron el dormitorio.

La decisión del cuerpo de profesores fue que López Guerra y yo no podíamos presentar el único examen final que faltaba. Es decir: al menos aquel año no seríamos bachilleres. Nunca pudimos averiguar cómo fueron las negociaciones secretas entre los maestros, porque cerraron filas con una solidaridad infranqueable. El rector Espitia debió hacerse cargo del problema por su cuenta y riesgo, y consiguió que presentáramos el examen en el Ministerio de Educación, en Bogotá. Así se hizo. El mismo Espitia nos acompañó, y estuvo con nosotros mientras respondíamos el examen escrito, que fue calificado allí mismo. Y muy bien.

Debió ser una situación interna muy compleja, porque Ocampo no asistió a la sesión solemne, tal vez por la fácil solución de Espitia y nuestras calificaciones excelentes. Y al final por mis resultados personales, que me merecieron como premio especial un libro inolvidable: Vidas de filósofos ilustres, de Diógenes Laercio. No sólo era más de lo que mis padres esperaban, sino que además fui el primero de la promoción de aquel año, a pesar de que mis compañeros de clase -y yo más que nadie- sabíamos que no era el mejor.

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