6

Al final de una jornada de tumbos mortales por una carretero de herradura, el camión de la Agencia Postal exhaló su ultimo aliento donde lo merecía: atascado en un manglar pestilente de pescados podridos a media legua de Cartagena de Indias. «El que viaja en camión no sabe dónde se muere», recordé con la memoria de mi abuelo. Los pasajeros embrutecidos por seis horas de sol desnudo y la peste de la marisma no esperaron a que bajaran la escalera para desembarcar, sino que se apresaron a tirar por la borda huacales de gallinas, los bultos de plátanos y toda clase de cosas por vender o morir que les habían servido para sentarse en el techo del camión. El conductor saltó del pescante y anunció con un grito mordaz:

– iLa Heroica!

Es el nombre emblemático con que se conoce a Cartagena de Indias por sus gloria del pasado, y allí debía estar. Pero no la veía porque apenas podrá respirar dentro del vestido de paño negro que llevaba puesto desde el 9 de abril. Los otros dos de mi ropero habían corrido la misma suerte que la máquina de escribir en el Monte de Piedad, pero la versión honorable para mis padres fue que la máquina y otras cosas de inutilidad personal habían desaparecido junto con la ropa en la pelotera del incendio. El conductor insolente, que durante el viaje se había burlado de mi traza de bandolero, estaba a reventar de gozo cuando seguí dando vueltas alrededor de mí mismo sin encontrar la ciudad.

– ¡La tienes en el culo! -me gritó para todos-. Y ten cuidado, que ahí condecoran a los pendejos.

Cartagena de Indias, en efecto, estaba a mis espaldas desde hacía cuatrocientos años, pero no me fue fácil imaginarla a media legua de los manglares, escondida por la muralla legendaria que la mantuvo a salvo de gentiles y piratas en sus años grandes, y había acabado por desaparecer bajo una maraña de ramazones desgreñadas y largas ristras de campánulas amarillas. De modo que me incorporé al tumulto de los pasajeros y arrastré la maleta por un matorral tapizado de cangrejos vivos cuyas cascaras traqueteaban como petardos bajo las suelas de los zapatos. Fue imposible no acordarme entonces del petate que mis compañeros tiraron al río Magdalena en mi primer viaje, o del baúl funerario que arrastré por medio país llorando de rabia en mis primeros años del liceo y que boté por fin en un precipicio de los Andes en honor de mi grado de bachiller. Siempre me pareció que había algo de un destino ajeno en aquellas sobrecargas inmerecidas y no han bastado mis ya largos años para desmentirlo.

Apenas empezábamos a vislumbrar el perfil de algunas cúpulas de iglesias y conventos en la bruma del atardecer, cuando nos salió al encuentro un ventarrón de murciélagos que volaban a ras de nuestras cabezas y sólo por su sabiduría no nos tumbaban por tierra. Sus alas zumbaban como un tropel de truenos y dejaban a su paso una peste de muerte. Sorprendido por el pánico solté la maleta y me encogí en el suelo con los brazos en la cabeza, hasta que una mujer mayor que caminaba a mi lado me gritó:

– ¡Reza La Magnífica!

Es decir: la oración secreta para conjurar asaltos del demonio, repudiada por la Iglesia pero consagrada por los grandes ateos cuando ya no les alcanzaban las blasfemias. La mujer se dio cuenta de que yo no sabía rezar, y agarró mi maleta por la otra correa para ayudarme a llevarla.

– Reza conmigo -me dijo-. Pero eso sí: con mucha fe.

Así que me dictó La Magnifica verso por verso y los repetí en voz alta con una devoción que nunca volví a sentir. El tropel de murciélagos, aunque hoy me cueste trabajo creerlo, desapareció del cielo antes de que termináramos de rezar. Sólo quedó entonces el inmenso estropicio del mar en los acantilados.

Habíamos llegado a la gran puerta del Reloj. Durante cien años hubo allí un puente levadizo que comunicaba la ciudad antigua con el arrabal de Getsemaní y con las densas barriadas de pobres de los manglares, pero lo alzaban desde las nueve de la noche hasta el amanecer. La población quedaba aislada no sólo del resto del mundo sino también de la historia. Se decía que los colonos españoles habían construido aquel puente por el terror de que la pobrería de los suburbios se les colara a medianoche para degollarlos dormidos. Sin embargo, algo de su gracia divina debía quedarle a la ciudad, porque me bastó con dar un paso dentro de la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde, y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer.

No era para menos. A principios de la semana había dejado a Bogotá chapaleando en un pantano de sangre y lodo, todavía con promontorios de cadáveres sin dueño abandonados entre escombros humeantes. De pronto, el mundo se había vuelto otro en Cartagena. No había rastros de la guerra que asolaba el país y me costaba trabajo creer que aquella soledad sin dolor, aquel mar incesante, aquella inmensa sensación de haber llegado me estaban sucediendo apenas una semana después en una misma vida.

De tanto oír hablar de ella desde que nací, identifiqué al instante la plazoleta donde se estacionaban los coches de caballos y las carretas de carga tiradas por burros, y al fondo la galería de arcadas donde el comercio popular se volvía más denso y bullicioso. Aunque no estaba reconocido así en la conciencia oficial, aquél era el último corazón activo de la ciudad desde sus orígenes. Durante la Colonia se llamó portal de los Mercaderes. Desde allí se manejaban los hilos invisibles del comercio de esclavos y se cocinaban los ánimos contra el dominio español. Más tarde se llamó portal de los Escribanos, por los calígrafos taciturnos de chalecos de paño y medias mangas postizas que escribían cartas de amor y toda clase de documentos para iletrados pobres. Muchos fueron libreros de lance por debajo de la mesa, en especial de obras condenadas por el Santo Oficio, y se cree que eran oráculos de la conspiración criolla contra los españoles. A principios del siglo XX mi padre solía aliviar sus ímpetus de poeta con el arte de escribir cartas de amor en el portal. Por cierto que no prosperó como lo uno ni como lo otro porque algunos clientes avispados -o de verdad desvalidos- no sólo le pedían por caridad que les escribiera la carta, sino además los cinco reales para el correo.

Hacía varios años que se llamaba portal de los Dulces, con las lonas podridas y los mendigos que venían a comer las sobras del mercado, y los gritos agoreros de los indios que cobraban caro para no cantarle al cliente el día y la hora en que iba a morir. Las goletas del Caribe se demoraban en el puerto para comprar los dulces de nombres inventados por las mismas comadres que los hacían y versificados por los pregones: «Los piononos para los monos, los diabolines para los mamimes, las de coco para los locos, las de panela para Manuela». Pues en las buenas y en las malas el portal seguía siendo un centro vital de la ciudad donde se ventilaban asuntos de Estado a espaldas del gobierno y el único lugar del mundo donde las vendedoras de fritangas sabían quién sería el próximo gobernador antes de que se le ocurriera en Bogotá al presidente de la República.

Fascinado al instante con la algarabía, me abrí paso a tropezones con mi maleta a rastras por entre el gentío de las seis de la tarde. Un anciano andrajoso y en los puros huesos me miraba sin parpadear desde la plataforma de los limpiabotas con unos ojos helados de gavilán. Me frenó en seco. Tan pronto como vio que lo había visto se ofreció para llevarme la maleta. Se lo agradecí, hasta que precisó en su lengua materna:

– Son treinta chivos.

Imposible. Treinta centavos por llevar una maleta era un mordisco para los únicos cuatro pesos que me quedaban mientras recibía los refuerzos de mis padres la semana siguiente.

– Eso vale la maleta con todo lo que tiene dentro -le dije.

Además, la pensión donde debía estar ya la pandilla de Bogotá no quedaba muy lejos. El anciano se resignó con tres chivos, se colgó al cuello las abarcas que llevaba puestas y cargó la maleta en el hombro con una fuerza inverosímil para sus huesos, y corrió como un atleta a pie descalzo por un vericueto de casas coloniales descascaradas por siglos de abandono. El corazón se me salía por la boca a mis veintiún años tratando de no perder de vista al vejestorio olímpico al que no podían quedarle muchas horas de vida. Al cabo de cinco cuadras entró por el portón grande del hotel y trepó de dos en dos los peldaños de las escaleras. Con su aliento intacto puso la maleta en el suelo y me tendió la palma de la mano:

– Treinta chivos.

Le recordé que ya le había pagado, pero él se empeñó en que los tres centavos del portal no incluían la escalera. La dueña del hotel, que salió a recibirnos, le dio la razón: la escalera se pagaba aparte. Y me hizo un pronóstico válido para toda mi vida:

– Ya verás que en Cartagena todo es distinto.

Tuve que enfrentarme además a la mala noticia de que aún no había llegado ninguno de mis compañeros de la pensión de Bogotá, si bien tenían reservaciones confirmadas para cuatro, yo incluido. El programa acordado con ellos era encontrarnos en el hotel antes de las seis de la tarde de aquel día. El cambio del autobús regular por el azaroso de la Agencia Postal me retrasó tres horas, pero allí estaba más puntual que todos sin poder hacer nada con cuatro pesos menos treinta y tres centavos. Pues la dueña del hotel era una madre encantadora pero esclava de sus propias normas, como habría de confirmarlo en los dos meses largos que viví en su hotel. Así que no aceptó registrarme si no pagaba el primer mes por adelantado: dieciocho pesos por las tres comidas en un cuarto para seis.

No esperaba el auxilio de mis padres antes de una semana, de modo que mi maleta no pasaría del rellano mientras no llegaran los amigos que podían ayudarme. Me senté a esperar en una poltrona de arzobispo con grandes flores pintadas que me cayó como del cielo después del día entero a sol abierto en el camión de mi desgracia. La verdad era que nadie estaba seguro de nada por aquellos días. Ponernos de acuerdo para encontrarnos allí en una fecha y a una hora exactas carecía de sentido de la realidad, porque no nos atrevíamos a decirnos ni a nosotros mismos que medio país estaba en una guerra sangrienta, solapada en las provincias desde hacía varios años, y abierta y mortal en las ciudades desde hacía una semana.

Ocho horas después, encallado en el hotel de Cartagena, no entendía qué había podido suceder con José Falencia y sus amigos. Al cabo de otra hora más de espera sin noticias, me eché a vagar por las calles desiertas. En abril oscurece temprano. Las luces públicas estaban ya encendidas y eran tan pobres que podían confundirse con estrellas entre los árboles. Me bastó una primera vuelta de quince minutos al azar por los recovecos empedrados del sector colonial para descubrir con gran alivio del pecho que aquella rara ciudad no tenía nada que ver con el fósil enlatado que nos describían en la escuela.

No había un alma en las calles. Las muchedumbres que llegaban de los suburbios al amanecer para trabajar o vender, volvían en tropel a sus barriadas a las cinco de la tarde, y los habitantes del recinto amurallado se encerraban en sus casas para cenar y jugar al dominó hasta la medianoche. El hábito de los automóviles personales no estaba todavía establecido, y los pocos en servicio se quedaban fuera de la muralla. Aun los funcionarios más encopetados seguían llegando hasta la plaza de los Coches en los autobuses de artesanía local, y desde allí se abrían paso hasta sus oficinas o saltando por encima de las tiendas de baratijas expuestas en los andenes públicos. Un gobernador de los más remilgados de aquellos años trágicos se preciaba de seguir viajando desde su barrio de elegidos hasta la plaza de los Coches en los mismos autobuses en que había ido a la escuela.

El alivio de los automóviles había sido forzoso porque iban en sentido contrario de la realidad histórica: no cabían en las calles estrechas y torcidas de la ciudad donde resonaban en la noche los cascos sin herrar de los caballos raquíticos. En tiempos de grandes calores, cuando se abrían los balcones para que entrara el fresco de los parques, se oían las ráfagas de las conversaciones más íntimas con una resonancia fantasmal. Los abuelos adormitados oían pasos furtivos en las calles de piedra, les ponían atención sin abrir los ojos hasta reconocerlos, y decían desencantados: «Ahí va José Antonio para donde Chabela». Lo único que en realidad sacaba de quicio a los desvelados eran los golpes secos de las fichas en la mesa de dominó, que resonaban en todo el ámbito amurallado.

Fue una noche histórica para mí. Apenas si alcanzaba a reconocer en la realidad las ficciones escolásticas de los libros, ya derrotadas por la vida. Me emocionó hasta las lágrimas que los viejos palacios de los marqueses fueran los mismos que tenía ante mis ojos, desportillados, con los mendigos durmiendo en los zaguanes. Vi la catedral sin las campanas que se llevó el pirata Francis Drake para fabricar cañones. Las pocas que se salvaron del asalto fueron exorcizadas después de que los brujos del obispo las sentenciaran a la hoguera por sus resonancias malignas para convocar al diablo. Vi los árboles marchitos y las estatuas de próceres que no parecían esculpidos en mármoles perecederos sino muertos en carne viva. Pues en Cartagena no estaban preservadas contra el óxido del tiempo sino todo lo contrario: se preservaba el tiempo para las cosas que seguían teniendo la edad original mientras los siglos envejecían. Fue así como la noche misma de mi llegada la ciudad se me reveló a cada paso con su vida propia, no como el fósil de cartón piedra de los historiadores, sino como una ciudad de carne y hueso que ya no estaba sustentada por sus glorias marciales sino por la dignidad de sus escombros.

Con ese aliento nuevo volví a la pensión cuando dieron las diez en la torre del Reloj. El guardián medio dormido me informó que ninguno de mis amigos había llegado, pero que mi maleta estaba a buen recaudo en el depósito del hotel. Sólo entonces fui consciente de no haber comido ni bebido desde el mal desayuno de Barranquilla. Las piernas me fallaban por hambre, pero me habría conformado con que la dueña me aceptara la maleta y me dejara dormir en el hotel esa única noche, aunque fuera en la poltrona de la sala. El guardián se rió de mi inocencia.

– ¡No seas marica! -me dijo en caribe crudo-. Con los montones de plata que tiene esa madama, se duerme a las siete y se levanta el día siguiente a las once.

Me pareció un argumento tan legítimo que me senté en una banca del parque de Bolívar, al otro lado de la calle, a esperar que llegaran mis amigos, sin molestar a nadie. Los árboles marchitos apenas si eran visibles en la luz de la calle, pues los faroles del parque sólo se encendían los domingos y fiestas de guardar. Las bancas de mármol tenían huellas de letreros muchas veces borrados y vueltos a escribir por poetas procaces. En el Palacio de la Inquisición, detrás de su fachada virreinal esculpida en piedra virgen y su portón de basílica primada, se oía el quejido inconsolable de algún pájaro enfermo que no podía ser de este mundo. La ansiedad de fumar me asaltó entonces al mismo tiempo que la de leer, dos vicios que se me confundieron en mi juventud por su impertinencia y su tenacidad. Contrapunto, la novela de Aldous Huxley, que el miedo físico no me había permitido seguir leyendo en el avión, dormía con llave en mi maleta. De modo que encendí el último cigarrillo con una rara sensación de alivio y terror, y lo apagué a la mitad como reserva para una noche sin mañana.

Ya con el ánimo dispuesto para dormir en la banca donde estaba sentado, me pareció de pronto que había algo oculto entre las sombras más espesas de los árboles. Era la estatua ecuestre de Simón Bolívar. Nadie menos: el general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, mi héroe desde que me lo ordenó mi abuelo, con su radiante uniforme de gala y su cabeza de emperador romano, cagado por las golondrinas.

Seguía siendo mi personaje inolvidable, a pesar de sus inconsecuencias irredimibles o quizás por ellas mismas. A fin de cuentas eran apenas comparables a aquellas con las que mi abuelo conquistó su grado de coronel y se jugó la vida tantas veces en la guerra que sostuvieron los liberales contra el mismo Partido Conservador que fundó y sustentó Bolívar. En esas nebulosas andaba cuando me puso en tierra firme una voz perentoria a mis espaldas:

– ¡Manos arriba!

Las levanté aliviado, seguro de que eran por fin mis amigos, y me encontré con dos agentes de la policía, montunos y más bien andrajosos, que me apuntaban con sus fusiles nuevos. Querían saber por qué había violado el toque de queda que regía desde dos horas antes. No sabía siquiera que lo hubieran impuesto el domingo anterior, como me informaron ellos, ni había oído toques de cornetas o campanas, ni ningún otro indicio que me hubiera permitido entender por qué no había nadie en las calles. Los agentes fueron más perezosos que comprensivos cuando vieron mis papeles de identidad mientras les explicaba por qué estaba allí. Me los devolvieron sin mirarlos. Me preguntaron cuánta plata tenía y les dije que no llegaba a cuatro pesos. Entonces el más resuelto de los dos me pidió un cigarrillo y les mostré la colilla apagada que pensaba fumarme antes de dormir. Me la quitó y se la fumó hasta las uñas. Al cabo de un rato me llevaron del brazo a lo largo de la calle, más por las ansias de fumar que por disposición de la ley, en busca de un lugar abierto para comprar cigarrillos sueltos de a un centavo. La noche se había vuelto diáfana y fresca bajo la luna llena, y el silencio parecía una sustancia invisible que podía respirarse como el aire. Entonces comprendí lo que tanto nos contaba papá sin que se lo creyéramos, que ensayaba el violín de madrugada en el silencio del cementerio para sentir que sus valses de amor podían oírse en todo el ámbito del Caribe.

Cansados de la búsqueda inútil de cigarrillos sueltos, salimos de la muralla hasta un muelle de cabotaje con vida propia detrás del mercado público, donde atracaban las goletas de Curazao y Aruba y otras Antillas menores. Era el trasnochadero de la gente más divertida y útil de la ciudad, que tenía derecho a salvoconductos para el toque de queda por la índole de sus oficios. Comían hasta la madrugada en una fonda a cielo abierto con buen precio y mejor compañía, pues allí iban a parar no sólo los empleados nocturnos, sino todo el que quisiera comer cuando ya no había dónde. El lugar no tenía nombre oficial y se conocía con el que menos le sentaba: La Cueva.

Los agentes llegaron como a su casa. Era evidente que los clientes ya sentados a la mesa se conocían de siempre y se sentían contentos de estar juntos. Era imposible detectar apellidos porque todos se trataban con sus apodos de la escuela y hablaban a gritos al mismo tiempo sin entenderse ni mirar a quién. Estaban en ropas de trabajo, salvo un sesentón adónico de cabeza nevada en esmoquin de otros tiempos, junto a una mujer madura y todavía muy bella con un traje de lentejuelas gastado por el uso y demasiadas joyas legítimas. Su presencia podía ser un dato vivo de su condición, porque eran muy escasas las mujeres cuyos maridos les permitieran aparecer por aquellos sitios de mala fama. Hubiera pensado que eran turistas de no haber sido por el desenfado y el acento criollo, y su familiaridad con todos. Más tarde supe que no eran nada de lo que parecían, sino un viejo matrimonio de cartageneros despistados que se vestían de gala con cualquier pretexto para cenar fuera de casa y aquella noche encontraron dormidos a los anfitriones y los restaurantes cerrados por el toque de queda.

Fueron ellos quienes nos invitaron a cenar. Los otros abrieron sitios en el mesón, y los tres nos sentamos un poco oprimidos e intimidados. También trataban a los agentes con familiaridad de criados. Uno era serio y suelto, y tenía reflejos de niño bien en la mesa. El otro parecía despalomado, salvo en el comer y el fumar. Yo, más por tímido que por comedido, ordené menos platos que ellos y cuando me di cuenta de que iba a quedar con más de la mitad de mi hambre ya los otros habían terminado.

El propietario y servidor único de La Cueva se llamaba José Dolores, un negro casi adolescente, de una belleza incómoda, envuelto en sábanas inmaculadas de musulmán, y siempre con un clavel vivo en la oreja. Pero lo que más se le notaba era la inteligencia excesiva, que sabía usar sin reservas para ser feliz y hacer felices a los demás. Era evidente que le faltaba muy poco para ser mujer y tenía una fama bien fundada de que sólo se acostaba con su marido. Nadie le hizo nunca una broma por su condición, porque tenía una gracia y una rapidez de réplica que no dejaba favor sin agradecer ni agravio sin cobrar. Él solo lo hacía todo, desde cocinar con certeza lo que sabía que a cada cliente le gustaba, hasta freír las tajadas de plátano verde con una mano y arreglar las cuentas con la otra, sin más ayuda que la muy escasa de un niño de unos seis años que lo llamaba mamá. Cuando nos despedimos me sentía conmovido por el hallazgo, pero no me habría imaginado que aquel lugar de trasnochados díscolos iba a ser uno de los inolvidables de mi vida.

Después de la comida acompañé a los agentes para que completaran sus rondas atrasadas. La luna era un plato de oro en el cielo. La brisa empezaba a levantarse y arrastraba desde muy lejos retazos de músicas y gritos remotos de parranda grande. Pero los agentes sabían que en los barrios de pobres nadie se iba a la cama por el toque de queda sino que armaban bailes de cuota en casas distintas cada noche, sin salir a la calle hasta el amanecer.

Cuando dieron las dos tocamos en mi hotel sin ninguna duda de que los amigos habían llegado, pero esta vez el guardián nos mandó al carajo sin complacencias por despertarlo para nada. Los agentes cayeron entonces en la cuenta de que yo no tenía dónde dormir y resolvieron llevarme a su cuartel. Me pareció una burla tan atrevida que perdí el buen humor y les solté una impertinencia. Uno de ellos, sorprendido de mi reacción pueril, me puso en orden con el cañón del fusil en el estómago.

– Deja de ser pendejo -me dijo muerto de risa-. Acuérdate que todavía estás preso por violar el toque de queda.

Así dormí -en un calabozo para seis y sobre una estera fermentada de sudor ajeno- mi primera noche feliz de Cartagena.

Llegar al alma de la ciudad fue mucho más fácil que sobrevivir al primer día. Antes de dos semanas había resuelto las relaciones con mis padres, que aprobaron sin reservas mi decisión de vivir en una ciudad sin guerra. La dueña del hotel, arrepentida de haberme condenado a una noche de cárcel, me acomodó con veinte estudiantes más en un galpón recién construido en la azotea de su hermosa casa colonial. No tuve motivos de queja, pues era una copia caribe del dormitorio del Liceo Nacional, y costaba menos que la pensión de Bogotá con todo incluido.

El ingreso a la facultad de derecho se resolvió en una hora con el examen de admisión ante el secretario, Ignacio Vélez Martínez, y un maestro de economía política, cuyo nombre no he logrado encontrar en mis recuerdos. Como era de uso, el acto fue en presencia del segundo año en pleno. Desde el preámbulo me llamó la atención la claridad de juicio y la precisión del lenguaje de los dos maestros, en una región famosa en el interior del país por su desparpajo verbal. El primer tema, por sorteo, fue la guerra de Secesión de los Estados Unidos, de la cual yo sabía un poco menos que nada. Fue una lástima no haber leído todavía a los nuevos novelistas norteamericanos, que apenas empezaban a llegarnos, pero tuve la suerte de que el doctor Vélez Martínez empezara con una referencia casual a La cabaña del tío Tom, que yo conocía bien desde el bachillerato. La atrapé al vuelo. Los dos maestros debieron sufrir un golpe de nostalgia, pues los sesenta minutos que habíamos reservado para el examen se nos fueron íntegros en un análisis emocional sobre la ignominia del régimen esclavista en el sur de los Estados Unidos. Y allí nos quedamos. De modo que lo previsto por mí como una ruleta rusa fue una conversación entretenida que mereció una buena calificación y algunos aplausos cordiales.

Así ingresé a la universidad para terminar el segundo año de derecho, con la condición nunca cumplida de que presentara exámenes de rehabilitación en una o dos materias que todavía estaba debiendo del primer año en Bogotá. Algunos condiscípulos se entusiasmaron con mi modo de domesticar los temas, porque había entre ellos una cierta militancia en favor de la libertad creativa en una universidad varada en el rigor académico. Era mi sueño solitario desde el liceo, no por un inconformismo gratuito sino como mi única esperanza de aprobar los exámenes sin estudiar. Sin embargo, los mismos que proclamaban la independencia de criterio en las aulas no podían más que rendirse a la fatalidad y subían al patíbulo de los exámenes con los mamotretos atávicos de los textos coloniales aprendidos de memoria. Por fortuna en la vida real eran maestros curtidos en el arte de mantener vivos los bailes de cuota de los viernes, a pesar de los riesgos de la represión cada día más descarada a la sombra del estado de sitio. Los bailes siguieron haciéndose por acuerdos de mano izquierda con las autoridades de orden público mientras se mantuvo el toque de queda, y cuando fue eliminado renacieron de sus agonías con más ánimos que antes. Sobre todo en Torices, Getsemaní o el pie de la Popa, los barrios más parranderos de aquellos años sombríos. Bastaba con asomarse por las ventanas para escoger la fiesta que nos gustara más, y por cincuenta centavos se bailaba hasta el amanecer con la música más caliente del Caribe aumentada por el estruendo de los altavoces. Las parejas invitadas de cortesía eran las mismas estudiantes que veíamos en la semana a la salida de las escuelas, sólo que llevaban los uniformes de la misa dominical y bailaban como cándidas mujeres de la vida bajo el ojo avizor de tías chaperonas o madres liberadas. Una de esas noches de caza mayor andaba por Getsemaní, que fue durante la Colonia el arrabal de los esclavos, cuando reconocí como un santo y seña una fuerte palmada en la espalda y el estampido de una voz:

– ¡Bandido!

Era Manuel Zapata Olivella, habitante empedernido de la calle de la Mala Crianza, donde viviera la familia de los abuelos de sus tatarabuelos africanos. Nos habíamos visto en Bogotá, en medio del fragor del 9 de abril, y nuestro primer asombro en Cartagena fue reencontrarnos vivos. Manuel, además de médico de caridad era novelista, activista político y promotor de la música caribe, pero su vocación más dominante era tratar de resolverle los problemas a todo el mundo. No bien habíamos intercambiado nuestras experiencias del viernes aciago y nuestros planes para el porvenir, cuando me propuso que probara suerte en el periodismo. Un mes antes el dirigente liberal Domingo López Escauriaza había fundado el diario El Universal, cuyo jefe de redacción era Clemente Manuel Zabala. Había oído hablar de éste no como periodista sino como erudito de todas las músicas y comunista en reposo. Zapata Olivella se empeñó en que fuéramos a verlo, pues sabía que buscaba gente nueva para provocar con el ejemplo un periodismo creador contra el rutinario y sumiso que reinaba en el país, sobre todo en Cartagena, que era entonces una de las ciudades más retardatarias.

Tenía muy claro que el periodismo no era mi oficio. Quería ser un escritor distinto, pero trataba de serlo por imitación de otros autores que no tenían nada que ver conmigo. De modo que en aquellos días estaba en una pausa de reflexión, porque después de mis primeros tres cuentos publicados en Bogotá, y tan elogiados por Eduardo Zalamea y otros críticos y amigos buenos y malos, me sentía en un callejón sin salida. Zapata Olivella insistió contra mis razones en que periodismo y literatura terminaban a la corta por ser lo mismo, y un vínculo con El Universal podría asegurarme tres destinos al mismo tiempo: resolverme la vida de una manera digna y útil, colocarme en un medio profesional que era por sí solo un oficio importante y trabajar con Clemente Manuel Zabala, el mejor maestro de periodismo que podía imaginarse. El freno de timidez que me produjo aquel razonamiento tan sencillo pudo ponerme a salvo de una desgracia. Pero Zapata Olivella no sabía sobrevivir a sus fracasos y me emplazó para el día siguiente a las cinco de la tarde en el número 381 de la calle de San Juan de Dios, donde estaba el periódico.

Dormí a saltos esa noche. El día siguiente, al desayuno, le pregunté a la dueña del hotel dónde estaba la calle de San Juan de Dios, y ella me la señaló con el dedo desde la ventana.

– Es ahí mismo -me dijo-, dos cuadras más allá.

Allí estaba la oficina de El Universal, frente a la inmensa pared de piedra dorada de la iglesia de San Pedro Claver, el primer santo de las Américas, cuyo cuerpo incorrupto está expuesto desde hace más de cien años bajo el altar mayor. Es un viejo edificio colonial bordado de remiendos republicanos y dos puertas grandes y unas ventanas por las cuales se veía todo lo que era el periódico. Pero mi verdadero terror estaba detrás de una baranda de madera sin cepillar a unos tres metros de la ventana: un hombre maduro y solitario, vestido de dril blanco con saco y corbata, de piel prieta y cabellos duros y negros de indio, que escribía a lápiz en un viejo escritorio con rimeros de papeles atrasados. Volví a pasar en sentido contrario con una fascinación apremiante, y dos veces más, y en la cuarta vez como en la primera no tuve ni la mínima duda de que aquel hombre era Clemente Manuel Zabala, idéntico a como lo había supuesto, pero más temible. Aterrado, tomé la decisión simple de no concurrir a la cita de aquella tarde con un hombre a quien bastaba verlo por una ventana para descubrir que sabía demasiado sobre la vida y sus oficios. Regresé al hotel y me regalé otro de mis días típicos sin remordimientos tirado bocarriba en la cama con Los monederos falsos de André Gide, y fumando sin pausas. A las cinco de la tarde, el portón del dormitorio se estremeció con una palmada seca como un tiro de rifle.

– ¡Vamos, carajo! -me gritó desde la entrada Zapata Olivella-. Zabala te está esperando, y nadie en este país puede darse el lujo de dejarlo colgado.

El principio fue más difícil de lo que hubiera imaginado en una pesadilla. Zabala me recibió sin saber qué hacer, fumando sin pausas con un desasosiego agravado por el calor. Nos mostró todo. De un lado, la dirección y la gerencia. Del otro, la sala de redacción y el taller con tres escritorios desocupados a esas horas tempranas, y al fondo una rotativa sobreviviente de una asonada y los dos únicos linotipos.

Mi sorpresa grande fue que Zabala había leído mis tres cuentos y la nota de Zalamea le había parecido justa.

– A mí no -le dije-. Los cuentos no me gustan. Los escribí por impulsos un poco inconscientes y después de leerlos impresos no supe por dónde seguir.

Zabala aspiró a fondo el humo y le dijo a Zapata Olivella:

– Es un buen síntoma.

Manuel atrapó la ocasión al vuelo y le dijo que yo podría serle útil en el periódico con el tiempo libre de la universidad. Zabala dijo que él había pensado lo mismo cuando Manuel le pidió la cita para mí. Al doctor López Escauriaza, el director, me presentó como el colaborador posible del que le había hablado la noche anterior.

– Sería estupendo -dijo el director con su eterna sonrisa de caballero a la antigua.

No quedamos en nada pero el maestro Zabala me pidió que volviera al día siguiente para presentarme a Héctor Rojas Herazo, poeta y pintor de los buenos y su columnista estelar. No le dije que había sido mi maestro de dibujo en el colegio San José por una timidez que hoy me parece inexplicable. Al salir de allí, Manuel dio un salto de júbilo en la plaza de la Aduana, frente a la fachada imponente de San Pedro Claver, y exclamó con un júbilo prematuro:

– ¡Ya viste, tigre, la vaina está hecha! Le correspondí con un abrazo cordial para no desilusionarlo, pero me iba con serias dudas sobre mi porvenir. Manuel me preguntó entonces cómo me había parecido Zabala, y le contesté la verdad. Me pareció un pescador de almas. Ése era tal vez un motivo determinante de los grupos juveniles que se nutrían de su razón y su cautela. Concluí, sin duda con una falsa apreciación de viejo prematuro, que tal vez era ese modo de ser lo que le había impedido tener un papel decisivo en la vida pública del país.

Manuel me llamó en la noche muerto de risa por una conversación que había tenido con Zabala. Este le había hablado de mí con un gran entusiasmo, reiteró su seguridad de que sería una adquisición importante para la página editorial, y el director pensaba igual. Pero la razón verdadera de su llamada era contarme que lo único que inquietaba al maestro Zabala era que mi timidez enfermiza podía ser un obstáculo grande en mi vida.

Si a última hora decidí volver al periódico fue porque la mañana siguiente me abrió la puerta de la ducha un compañero de cuarto y me puso ante los ojos la página editorial de El Universal. Había una nota terrorífica sobre mi llegada a la ciudad, que me comprometía como escritor antes de serlo y como periodista inminente a menos de veinticuatro horas de haber visto por dentro un periódico por primera vez. A Manuel, que me llamó al instante por teléfono para felicitarme, le reproché sin disimular la rabia de que hubiera escrito algo tan irresponsable sin antes hablarlo conmigo. Sin embargo, algo cambió en mí, y tal vez para siempre, cuando supe que la nota la había escrito el maestro Zabala de su puño y letra. Así que me amarré los pantalones y volví a la redacción para darle las gracias. Apenas si me hizo caso. Me presentó a Héctor Rojas Herazo, con pantalones de caqui y camisa de flores amazónicas, y palabras enormes disparadas con una voz de trueno, que no se rendía en la conversación hasta atrapar su presa.

El, por supuesto, no me reconoció como uno más de sus alumnos en el colegio San José de Barranquilla.

El maestro Zabala -como lo llamaban todos- nos puso en su órbita con recuerdos de dos o tres amigos comunes, y de otros que yo debía conocer. Luego nos dejó solos y volvió a la guerra encarnizada de su lápiz al rojo vivo contra sus papeles urgentes, como si nunca hubiera tenido nada que ver con nosotros. Héctor siguió hablándome en el rumor de llovizna menuda de los linotipos- como si tampoco él hubiera tenido algo que ver con Zabala. Era un conversador infinito, de una inteligencia verbal deslumbrante, un aventurero de la imaginación que inventaba realidades inverosímiles que él mismo terminaba por creer. Conversamos durante horas de otros amigos vivos y muertos, de libros que nunca debieron ser escritos, de mujeres que nos olvidaron y no podíamos olvidar, de las playas idílicas del paraíso caribe de Tolú -donde él nació- y de los brujos infalibles y las desgracias bíblicas de Aracataca. De todo lo habido y lo debido, sin beber nada, sin respirar apenas y fumando hasta por los codos por miedo de que la vida no nos alcanzara para todo lo que todavía nos faltaba por conversar.

A las diez de la noche, cuando cerró el periódico, el maestro Zabala se puso la chaqueta, se amarró la corbata, y con un paso de ballet al que ya le quedaba poco de juvenil, nos invitó a comer. En La Cueva, como era previsible, donde los esperaba la sorpresa de que José Dolores y varios de sus comensales tardíos me reconocieran como cliente viejo. La sorpresa aumentó cuando pasó uno de los agentes de mi primera visita que me soltó una broma equívoca sobre mi mala noche en el cuartel y me decomisó un paquete de cigarrillos apenas empezado. Héctor, a su turno, promovió con José Dolores un torneo de doble sentido que reventó de risa a los comensales ante el silencio complacido del maestro Zabala. Yo me atreví a introducir alguna réplica sin gracia que me sirvió al menos para ser reconocido como uno de los pocos clientes que José Dolores distinguía para servirles de fiado hasta cuatro veces en un mes.

Después de la comida, Héctor y yo continuamos la conversación de la tarde en el paseo de los Mártires, frente a la bahía apestada por los desperdicios republicanos del mercado público. Era una noche espléndida en el centro del mundo, y las primeras goletas de Curazao zarpaban a hurtadillas. Héctor me dio esa madrugada las primeras luces sobre la historia subterránea de Cartagena, tapada con paños de lágrimas, que quizás se parecía más a la verdad que la ficción complaciente de los académicos. Me ilustró sobre la vida de los diez mártires cuyos bustos de mármol estaban a ambos lados del camellón en memoria de su heroísmo. La versión popular -que parecía suya- era que cuando los colocaron en sus sitios originales, los escultores no habían tallado los nombres y las fechas en los bustos sino en los pedestales. De modo que cuando los desmontaron para despercudirlos con motivo de su centenario, no supieron a cuáles correspondían los nombres ni las fechas, y tuvieron que reponerlos de cualquier modo en los pedestales porque nadie sabía quién era quién. El cuento circulaba como un chiste desde hacía muchos años, pero yo pensé, por el contrario, que había sido un acto de justicia histórica el haber consagrado a los próceres sin nombre no tanto por sus vidas vividas como por su destino común.

Aquellas noches desveladas se repitieron casi a diario en mis años de Cartagena, pero desde las dos o tres primeras me di cuenta de que Héctor tenía el poder de la seducción inmediata, con un sentido tan complejo de la amistad que sólo quienes lo quisiéramos mucho podíamos entender sin reservas. Pues era un tierno de solemnidad, capaz al mismo tiempo de cóleras estrepitosas, y a veces catastróficas, que luego se celebraba a sí mismo como una gracia del Niño Dios. Uno entendía entonces cómo era, y por qué el maestro Zabala hacía todo lo posible porque lo quisiéramos tanto como él. La primera noche, como tantas otras, nos quedamos hasta el amanecer en el paseo de los Mártires, protegidos del toque de queda por nuestra condición de periodistas. Héctor tenía la voz y la memoria intactas cuando vio el resplandor del nuevo día en el horizonte del mar, y dijo:

– Ojalá que esta noche termine como Casablanca.

No dijo más, pero su voz me devolvió con todo su esplendor la imagen de Humphrey Bogart y Claude Rains caminando hombro con hombro entre las brumas del amanecer hacia el resplandor radiante en el horizonte, y la frase ya legendaria del trágico final feliz: «Éste es el principio de una gran amistad».

Tres horas después me despertó por teléfono el maestro Zabala con una frase menos feliz:

– ¿Cómo va esa obra maestra?

Necesité unos minutos para entender que se refería a mi colaboración para el periódico del día siguiente. No recuerdo que hubiéramos cerrado ningún trato, ni haber dicho que no ni que sí cuando me pidió escribir mi primera colaboración, pero aquella mañana me sentía capaz de cualquier cosa después de la olimpiada verbal de la noche anterior. Zabala debió entenderlo así, pues ya tenía señalados algunos temas del día y yo le propuse otro que me pareció más actual: el toque de queda.

No me dio ninguna orientación. Mi propósito era contar mi aventura de la primera noche en Cartagena y así lo hice, de mi puño y letra, porque no supe entenderme con las máquinas prehistóricas de la redacción. Fue un parto de casi cuatro horas que el maestro revisó delante de mí sin un gesto que permitiera descubrir su pensamiento, hasta que encontró la forma menos amarga de decírmelo:

– No está mal, pero es imposible publicarlo.

No me sorprendió. Al contrario, lo tenía previsto y por unos minutos me alivió de la carga ingrata de ser periodista. Pero sus razones reales, que yo ignoraba, eran terminantes: desde el 9 de abril había en cada diario del país un censor del gobierno que se instalaba en un escritorio de la redacción como en casa propia desde las seis de la tarde, con voluntad y mando para no autorizar ni una letra que pudiera rozar el orden público.

Los motivos de Zabala pesaban sobre mí mucho más que los del gobierno porque yo no había escrito un comentario de prensa sino el recuento subjetivo de un episodio privado sin ninguna pretensión de periodismo editorial. Además, no había tratado el toque de queda como un instrumento legítimo del Estado, sino como la argucia de unos policías brutos para conseguir cigarrillos de a un centavo. Por fortuna, antes de condenarme a muerte, el maestro Zabala me devolvió la nota que debía rehacer de pe a pa, no para él sino para el censor, y me hizo la caridad de un fallo de dos filos.

– Mérito literario sí lo tiene, ni más faltaba -me dijo-. Pero de eso hablamos después.

Así era él. Desde mi primer día en el periódico, cuando Zabala conversó conmigo y con Zapata Olivella, me llamó la atención su costumbre insólita de hablar con uno mirando a la cara del otro, mientras las uñas se le quemaban con la brasa misma del cigarrillo. Esto me causó al principio una inseguridad incómoda. Lo menos tonto que se me ocurrió, de puro tímido, fue escucharlo con una atención real y un interés enorme, pero no mirándolo a él sino a Manuel para sacar de ambos mis propias conclusiones. Después, cuando hablábamos con Rojas Herazo, y luego con el director López Escauriaza, y con tantos más, caí en la cuenta de que era un modo propio de Zabala cuando conversaba en grupo. Así lo entendí, y así pudimos él y yo intercambiar ideas y sentimientos a través de cómplices incautos e intermediarios inocentes. Con la confianza de los años me atreví a comentarle aquella impresión mía, y él me explicó sin asombro que miraba al otro casi de perfil para no echarle el humo del cigarrillo en la cara. Así era: jamás conocí alguien de un talante tan apacible y sigiloso, con un temperamento civil como el suyo, porque siempre supo ser lo que quiso: un sabio en la penumbra.

En realidad, yo había escrito discursos, versos prematuros en el liceo de Zipaquirá, proclamas patrióticas y memoriales de protesta por la mala comida, y muy poco más, sin contar las cartas de la familia que mi madre me devolvía con la ortografía corregida incluso cuando ya era reconocido como escritor. La nota que se publicó por fin en la página editorial no tenía nada que ver con la que yo había escrito. Entre los remiendos del maestro Zabala y los del censor, lo que sobró de mí fueron unas piltrafas de prosa lírica sin criterio ni estilo y rematadas por el sectarismo gramático del corrector de pruebas. A última hora acordamos una columna diaria, tal vez para delimitar responsabilidades, con mi nombre completo y un título permanente: «Punto y aparte».

Zabala y Rojas Herazo, ya bien curtidos por el desgaste diario, lograron consolarme del agobio de mi primera nota, y así me atreví a seguir con la segunda y la tercera, que no fueron mejores. Me quedé en la redacción casi dos años publicando hasta dos notas diarias que lograba ganarle a la censura, con firma y sin firma, y a punto de casarme con la sobrina del censor.

Todavía me pregunto cómo habría sido mi vida sin el lápiz del maestro Zabala y el torniquete de la censura, cuya sola existencia era un desafío creador. Pero el censor vivía más en guardia que nosotros por sus delirios de persecución. Las citas de grandes autores le parecían emboscadas sospechosas, como en efecto lo fueron muchas veces. Veía fantasmas. Era un cervantino de pacotilla que suponía significados imaginarios. Una noche de su mala estrella tuvo que ir al retrete cada cuarto de hora, hasta que se atrevió a decirnos que estaba a punto de volverse loco por los sustos que le causábamos nosotros.

– ¡Carajo! -gritó-. ¡Con estos trotes ya no me queda culo!

La policía había sido militarizada como una muestra más del rigor del gobierno en la violencia política que estaba desangrando el país, con una cierta moderación en la costa atlántica. Sin embargo, a principios de mayo la policía acribilló sin razones buenas ni malas una procesión de Semana Santa en las calles del Carmen de Bolívar, a unas veinte leguas de Cartagena. Yo tenía una debilidad sentimental con aquella población, donde se había criado la tía Mama, y donde el abuelo Nicolás había inventado sus célebres pescaditos de oro. El maestro Zabala, nacido en el pueblo vecino de San Jacinto, me encomendó con una rara determinación el manejo editorial de la noticia sin hacer caso de la censura y con todas sus consecuencias. Mi primera nota sin firma en la página editorial exigía al gobierno una investigación a fondo de la agresión y el castigo de los autores. Y terminaba con una pregunta: «¿Qué pasó en el Carmen de Bolívar?». Ante el desdén oficial, y ya en guerra franca con la censura, seguimos repitiendo la pregunta con una nota diaria en la misma página y con una energía creciente, dispuestos a exasperar al gobierno mucho más de lo que ya estaba. Al cabo de tres días, el director del diario confirmó con Zabala si había consultado con la redacción en pleno, y él mismo estaba de acuerdo en que debíamos continuar con el tema. De modo que seguimos haciendo la pregunta. Mientras tanto, lo único que supimos del gobierno nos llegó por una infidencia: habían dado orden de dejarnos solos con nuestro tema de loquitos sueltos hasta que se nos acabara la cuerda. No fue fácil, pues nuestra pregunta de cada día andaba ya por la calle como un saludo popular: «Hola hermano: ¿qué pasó en el Carmen de Bolívar?».

La noche menos pensada, sin ningún anuncio, una patrulla del ejército cerró la calle de San Juan de Dios con un gran ruido de voces y de armas, y el general Ernesto Polanía Puyo, comandante de la policía militarizada, entró pisando firme en la casa de El Universal. Llevaba el uniforme de merengue blanco de las fechas grandes, con las polainas de charol y el sable ceñido con un cordón de seda, y los botones e insignias tan brillantes que parecían de oro. No desmerecía ni un ápice a su fama de elegante y encantador, aunque sabíamos que era un duro de paz y de guerra, como lo demostró años más tarde al mando del batallón Colombia en la guerra de Corea. Nadie se movió en las dos horas intensas que conversó a puerta cerrada con el director. Tomaron veintidós tazas de café negro, sin cigarrillos ni alcohol porque ambos eran libres de vicios. A la salida, el general se vio aún más distendido cuando se despidió de nosotros uno por uno. Conmigo se demoró un poco más, me miró directo a los ojos con sus ojos de lince, y me dijo:

– Usted llegará lejos.

El corazón me dio un vuelco, pensando que quizás ya sabía todo de mí y lo más lejos para él podía ser la muerte. En el recuento confidencial que el director le hizo a Zabala de su conversación con el general, le reveló que éste sabía con nombres y apellidos quién escribía cada nota diaria. El director, en un gesto muy propio de su modo de ser, le dijo que lo hacía por órdenes suyas y que en los periódicos como en los cuarteles las órdenes se cumplían. De todos modos el general le aconsejó al director que moderáramos la campaña, no fuera que algún bárbaro de las cavernas quisiera hacer justicia en nombre de su gobierno. El director entendió, y todos entendimos hasta lo que no dijo. Lo que más sorprendió al director fueron sus alardes de conocer la vida interna del periódico como si viviera dentro. Nadie dudó de que su agente secreto fuera el censor, aunque éste juró por los restos de su madre que no era él. Lo único que el general no trató de contestar en su visita fue nuestra pregunta diaria. El director, que tenía fama de sabio, nos aconsejó que creyéramos cuanto nos habían dicho, porque la verdad podía ser peor.

Desde que me comprometí en la guerra contra la censura me desentendí de la universidad y de los cuentos. Menos mal que la mayoría de los maestros no pasaban lista, y eso favorecía las faltas de asistencia. Además, los maestros liberales que conocían mis gambetas con la censura sufrían más que yo buscando el modo de ayudarme en los exámenes. Hoy, tratando de contarlos, no encuentro aquellos días en mis recuerdos, y he terminado por creerle más al olvido que a la memoria.

Mis padres durmieron tranquilos desde que les hice saber que en el periódico ganaba bastante para sobrevivir. No era cierto. El sueldo mensual de aprendiz no me alcanzaba para una semana. Antes de tres meses abandone el hotel con una deuda impagable que la dueña me cambió más tarde por una nota en la página social sobre los quince años de su nieta. Pero sólo aceptó el negocio por una vez.

El dormitorio más concurrido y fresco de la ciudad siendo el paseo de los Mártires, aun con el toque de queda. Allí me quedaba a dormitar sentado, cuando terminaban las tertulias de la madrugada. Otras veces dormía en la bodega del periódico sobre las bobinas de papel o me aparecía con mi chinchorro de circo bajo el brazo en los cuartos de otros estudiantes juiciosos, mientras pudieron soportar mis pesadillas y mi mal hábito de hablar dormido. Así sobreviví a suerte y azar, comiendo de lo que hubiera y durmiendo donde Dios quería, hasta que la tribu humanitaria de los Franco Muñera me propuso las dos comidas diarias por un precio de compasión. El padre de la tribu -Bolívar Franco Pareja- era un maestro histórico de escuela primaria, con una familia alegre, fanática de artistas y escritores, que me obligaban a comer más de lo que les pagaba para que no se me secara el seso. Muchas veces no tuve con qué, pero ellos se consolaban con recitales de sobremesa. Cuotas frecuentes de aquel negocio alentador fueron las coplas de pie quebrado de don Jorge Manrique a la muerte de su padre y el Romancero gitano de García Lorca.

Los burdeles a cielo abierto en los playones de Tesca, lejos del silencio perturbador de la muralla, eran más hospitalarios que los hoteles de los turistas en las playas. Media docena de universitarios nos instalábamos en El Cisne desde la prima noche a preparar exámenes finales bajo las luces cegadoras del patio de baile. La brisa del mar y el bramido de los buques al amanecer nos consolaban del estruendo de los cobres caribes y la provocación de las muchachas que bailaban sin bragas y con polleras muy anchas para que la brisa del mar se las levantara hasta la cintura. De vez en cuando alguna pajarita nostálgica de papá nos invitaba a dormir con el poco de amor que le sobraba al amanecer. Una de ellas, cuyo nombre y tamaños recuerdo muy bien, se dejó seducir por las fantasías que le contaba dormido. Gracias a ella aprobé derecho romano sin argucias y escapé a varias redadas cuando la policía prohibió dormir en los parques. Nos entendíamos como un matrimonio útil, no sólo en la cama, sino por los oficios domésticos que yo le hacía al amanecer para que durmiera unas horas más.

Para entonces empezaba a acomodarme bien en el trabajo editorial, que siempre consideraba más como una forma de literatura que de periodismo. Bogotá era una pesadilla del pasado a doscientas leguas de distancia y a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, de la que sólo recordaba la pestilencia de las cenizas del 9 de abril. Seguía con la fiebre de las artes y las letras, sobre todo en las tertulias de medianoche, pero empezaba a perder el entusiasmo de ser escritor. Tan cierto era, que no volví a escribir un cuento después de los tres publicados en El Espectador, hasta que Eduardo Zalamea me localizó a principios de julio y me pidió con la mediación del maestro Zabala que le mandara otro para su periódico después de seis meses de silencio. Por venir la petición de quien venía retomé de cualquier modo ideas perdidas en mis borradores y escribí «La otra costilla de la muerte», que fue muy poco más de lo mismo. Recuerdo bien que no tenía ningún argumento previo e iba inventándolo a medida que lo escribía. Se publicó el 25 de julio de 1948 en el suplemento «Fin de Semana», igual que los anteriores, y no volví a escribir más cuentos hasta el año siguiente, cuando ya mi vida era otra. Solo me faltaba renunciar a las pocas clases de derecho que seguía muy de vez en cuando, pero eran mi última coartada para entretener el sueño de mis padres.

Yo mismo no sospechaba entonces que muy pronto sería mejor estudiante que nunca en la biblioteca de Gustavo Ibarra Merlano, un amigo nuevo que Zabala y Rojas Herazo me presentaron con un gran entusiasmo. Acababa de regresar de Bogotá con un grado de la Normal Superior y se incorporó de inmediato a las tertulias de El Universal y a las discusiones del amanecer en el paseo de los Mártires. Entre la labia volcánica de Héctor y el escepticismo creador de Zabala, Gustavo me aportó el rigor sistemático que buena falta les hacía a mis ideas improvisadas y dispersas, y a la ligereza de mi corazón. Y todo eso entre una gran ternura y un carácter de hierro.

Desde el día siguiente me invitó a la casa de sus padres en la playa de Marbella, con el mar inmenso como traspatio, y una biblioteca en un muro de doce metros, nueva y ordenada, donde sólo conservaba los libros que debían leerse para vivir sin remordimientos. Tenía ediciones de los clásicos griegos, latinos y españoles tan bien tratadas que no parecían leídas, pero los márgenes de las páginas estaban garrapateados de notas sabias, algunas en latín. Gustavo las decía también de viva voz, y al decirlas se ruborizaba hasta las raíces del cabello y él mismo trataba de sortearlas con un humor corrosivo. Un amigo me había dicho de él antes de que lo conociera: «Ese tipo es un cura». Pronto entendí por qué era fácil creerlo, aunque después de conocerlo bien era casi imposible creer que no lo era.

Aquella primera vez hablamos sin parar hasta la madrugada y aprendí que sus lecturas eran largas y variadas, pero sustentadas por el conocimiento a fondo de los intelectuales católicos del momento, de quienes yo no había oído hablar jamás. Sabía todo lo que debía saberse de la poesía, pero en especial de los clásicos griegos y latinos que leía en sus ediciones originales. Tenía juicios bien informados de los amigos comunes y me dio datos valiosos para quererlos más. Me confirmó también la importancia de que conociera a los tres periodistas de Barranquilla -Cepeda, Vargas y Fuenmayor-, de quienes tanto me habían hablado Rojas Herazo y el maestro Zabala. Me llamó la atención que además de tantas virtudes intelectuales y cívicas nadara como un campeón olímpico, con un cuerpo hecho y entrenado para serlo. Lo que más le preocupó de mí fue mi peligroso desdén por los clásicos griegos y latinos, que me parecían aburridos e inútiles, a excepción de la Odisea, que había leído y releído a pedazos varias veces en el liceo. Así que antes de despedirme escogió en la biblioteca un libro empastado en piel y me lo dio con una cierta solemnidad. «Podrás llegar a ser un buen escritor -me dijo-, pero nunca serás muy bueno si no conoces bien a los clásicos griegos.» El libro eran las obras completas de Sófocles. Gustavo fue desde ese instante uno de los seres decisivos en mi vida, porque Edipo rey se me reveló en la primera lectura como la obra perfecta.

Fue una noche histórica para mí, por haber descubierto a Gustavo Ibarra y a Sófocles al mismo tiempo, y porque horas después pude haber muerto de mala muerte en el cuarto de mi novia secreta en El Cisne. Recuerdo como si hubiera sido ayer cuando un antiguo padrote suyo al que creía muerto desde hacía más de un año, gritando improperios de energúmeno, forzó la puerta del cuarto a patadas. Lo reconocí de inmediato como un buen condiscípulo en la escuela primaria de Aracataca que regresaba embravecido a tomar posesión de su cama. No nos veíamos desde entonces y tuvo el buen gusto de hacerse el desentendido cuando me reconoció en pelotas y embarrado de terror en la cama.

Aquel año conocí también a Ramiro y Óscar de la Espriella, conversadores interminables, sobre todo en casas prohibidas por la moral cristiana. Ambos vivían con sus padres en Turbaco, a una hora de Cartagena, y aparecían casi a diario en las tertulias de escritores y artistas de la heladería Americana. Ramiro, egresado de la Facultad de Derecho de Bogotá, era muy cercano al grupo de El Universal, donde publicaba una columna espontánea. Su padre era un abogado duro y un liberal de rueda libre, y su esposa era encantadora y sin pelos en la lengua. Ambos tenían la buena costumbre de conversar con los jóvenes. En nuestras largas charlas bajo los frondosos fresnos de Turbaco, ellos me aportaron datos invaluables de la guerra de los Mil Días, el venero literario que se me había extinguido con la muerte del abuelo. De ella tengo todavía la visión que me parece más confiable del general Rafael Uribe Uribe, con su prestancia respetable y el calibre de sus muñecas.

El mejor testimonio de cómo éramos Ramiro y yo por esos días lo plasmó en óleo sobre tela la pintora Cecilia Porras, que se sentía como en casa propia en las parrandas de hombres, contra los remilgos de su medio social. Era un retrato de los dos sentados en la mesa del café donde nos veíamos con ella y con otros amigos dos veces al día. Cuando Ramiro y yo íbamos a emprender caminos distintos tuvimos la discusión inconciliable de quién era el dueño del cuadro. Cecilia lo resolvió con la fórmula salomónica de cortar el lienzo por la mitad con las cizallas de podar, y nos dio nuestra parte a cada uno. El mío se me quedó años después enrollado en el armario de un apartamento de Caracas y nunca pude recuperarlo.

Al contrario del resto del país, la violencia oficial no había hecho estragos en Cartagena hasta principios de aquel año, cuando nuestro amigo Carlos Alemán fue elegido diputado a la Asamblea Departamental por la muy distinguida circunscripción de Mompox. Era un abogado recién salido del horno y de genio alegre, pero el diablo le jugó la mala broma de que en la sesión inaugural se trenzaran a tiros los dos partidos contrarios y un plomo perdido le chamuscó la hombrera. Alemán debió pensar con buenas razones que un poder legislativo tan inútil como el nuestro no merecía el sacrificio de una vida, y prefirió gastarse sus dietas por adelantado en la buena compañía de sus amigos.

Óscar de la Espriella, que era un parrandero de buena ley, estaba de acuerdo con William Faulkner en que es el mejor domicilio para un escritor, porque las mañanas son tranquilas, hay fiesta todas las noches y se está en buenos términos con la policía. El diputado Alemán lo asumió al pie de la letra y se constituyó en nuestro anfitrión de tiempo completo. Una de esas noches, sin embargo, me arrepentí de haber creído en las ilusiones de Faulkner cuando un antiguo machucante de Mary Reyes, la dueña de la casa, tumbó la puerta a golpes para llevarse al hijo de ambos, de unos cinco años, que vivía con ella. Su machucante actual, que había sido oficial de la policía, salió del dormitorio en calzoncillos a defender la honra y los bienes de la casa con su revólver de reglamento, y el otro lo recibió con una ráfaga de plomo que resonó como un cañonazo en la sala de baile. El sargento, asustado, se escondió en su cuarto. Cuando salí del mío a medio vestir, los inquilinos de paso contemplaban desde sus cuartos al niño que orinaba al final del corredor, mientras el papá lo peinaba con la mano izquierda y el revólver todavía humeante en la derecha. Sólo se oían en el ámbito de la casa los improperios de Mary que le reprochaba al sargento su falta de huevos.

Por los mismos días entró sin anunciarse en las oficinas de El Universal un hombre gigantesco que se quitó la camisa con un gran sentido teatral y se paseó por la redacción para sorprendernos con su espalda y brazos empedrados de cicatrices que parecían de cemento. Emocionado por el asombro que logró infundirnos explicó los estragos de su cuerpo con una voz de estruendo:

– ¡Rasguños de leones!

Era Emilio Razzore, acabado de llegar a Cartagena para preparar la temporada de su famoso circo familiar, uno de los grandes del mundo. Había salido de La Habana la semana anterior en el trasatlántico Euskera, de bandera española, y se lo esperaba el sábado siguiente. Razzore se preciaba de estar en el circo desde antes de nacer, y no había que verlo actuar para descubrir que era domador de fieras grandes. Las llamaba por sus nombres propios como a los miembros de su familia y ellas le correspondían con un trato a la vez entrañable y brutal. Se metía desarmado en las jaulas de los tigres y los leones para darles de comer de su mano. Su oso mimado le había dado un abrazo de amor que lo mantuvo una primavera en el hospital. Sin embargo, la atracción grande no era él ni el tragador de fuego, sino el hombre que se desatornillaba la cabeza y se paseaba con ella bajo el brazo alrededor de la pista. Lo menos olvidable de Emilio Razzore era su modo de ser inquebrantable. Después de mucho escucharlo fascinado durante largas horas, publiqué en El Universal una nota editorial en la que me atreví a escribir que era «el hombre más tremendamente humano que he conocido». No habían sido muchos a mis veintiún años, pero creo que la frase sigue siendo válida. Comíamos en La Cueva con la gente del periódico, y también allí se hizo querer con sus historias de fieras humanizadas por el amor. Una de esas noches, después de mucho pensarlo, me atreví a pedirle que me llevara en su circo, aunque fuera para lavar las jaulas cuando no estuvieran los tigres. Él no me dijo nada, pero me dio la mano en silencio. Yo lo entendí como un santo y seña de circo, y lo di por hecho. El único a quien se lo confesé fue a Salvador Mesa Nicholls, un poeta antioqueño que tenía un amor loco por la carpa, y acababa de llegar a Cartagena como socio local de los Razzore. También él se había ido con un circo cuando tenía mi edad, y me advirtió que quienes ven llorar a los payasos por primera vez quieren irse con ellos, pero al otro día se arrepienten. Sin embargo, no sólo aprobó mi decisión sino que convenció al domador, con la condición de que guardáramos el secreto total para que no se volviera noticia antes de tiempo. La espera del circo, que hasta entonces había sido emocionante, se me volvió irresistible.

El Euskera no llegó en la fecha prevista y había sido imposible comunicarse con él. Al cabo de otra semana establecimos desde el periódico un servicio de radioaficionados para rastrear las condiciones del tiempo en el Caribe, pero no pudimos impedir que empezara a especularse en la prensa y la radio sobre la posibilidad de la noticia espantosa. Mesa Nicholls y yo permanecimos aquellos días intensos con Emilio Razzore sin comer ni dormir en su cuarto del hotel. Lo vimos hundirse, disminuir de volumen y tamaño en la espera interminable, hasta que el corazón nos confirmó a todos que el Euskera no llegaría nunca a ninguna parte, ni se tendría noticia alguna de su destino. El domador permaneció todavía un día encerrado a solas en su cuarto, y al siguiente me visitó en el periódico para decirme que cien años de batallas diarias no podían desaparecer en un día. De modo que se iba a Miami sin un clavo y sin familia, para reconstruir pieza por pieza, y a partir de nada, el circo sumergido. Me impresionó tanto su determinación por encima de la tragedia, que lo acompañé a Barranquilla para despedirlo en el avión de La Florida. Antes de abordar me agradeció la decisión de enrolarme en su circo y me prometió que me mandaría a buscar tan pronto como tuviera algo concreto. Se despidió con un abrazo tan desgarrado que entendí con el alma el amor de sus leones. Nunca más se supo de él.

El avión de Miami salió a las diez de la mañana del mismo día en que apareció mi nota sobre Razzore: el 16 de setiembre de 1948. Me disponía a regresar a Cartagena aquella misma tarde cuando se me ocurrió pasar por El Nacional, un diario vespertino donde escribían Germán Vargas y Álvaro Cepeda, los amigos de mis amigos de Cartagena. La redacción estaba en un edificio carcomido de la ciudad vieja, con un largo salón vacío dividido por una baranda de madera. Al fondo del salón, un hombre joven y rubio, en mangas de camisa, escribía en una máquina cuyas teclas estallaban como petardos en el salón desierto. Me acerqué casi en puntillas, intimidado por los crujidos lúgubres del piso, y esperé en la baranda hasta que se volvió a mirarme, y me dijo en seco, con una voz armoniosa de locutor profesional:

– ¿Qué pasa?

Tenía el cabello corto, los pómulos duros y unos ojos diáfanos e intensos que me parecieron contrariados por la interrupción. Le contesté como pude, letra por letra:

– Soy García Márquez.

Sólo al oír mi propio nombre dicho con semejante convicción caí en la cuenta de que Germán Vargas podía muy bien no saber quién era, aunque en Cartagena me habían dicho que hablaban mucho de mí con los amigos de Barranquilla desde que leyeron mi primer cuento. El Nacional había publicado una nota entusiasta de Germán Vargas, que no tragaba crudo en materia de novedades literarias. Pero el entusiasmo con que me recibió me confirmó que sabía muy bien quién era quién, y que su afecto era más real de lo que me habían dicho. Unas horas después conocí a Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda en la librería Mundo, y nos tomamos los aperitivos en el café Colombia. Don Ramón Vinyes, el sabio catalán que tanto ansiaba y tanto me aterraba conocer, no había ido aquella tarde a la tertulia de las seis. Cuando salimos del café Colombia, con cinco tragos a cuestas, ya teníamos años de ser amigos.

Fue una larga noche de inocencia. Álvaro, chofer genial y más seguro y más prudente cuanto más bebía, cumplió el itinerario de las ocasiones memorables. En Los Almendros, una cantina al aire libre bajo los árboles floridos donde sólo aceptaban a los fanáticos del Deportivo Junior, varios clientes armaron una bronca que estuvo a punto de terminar a trompadas. Traté de calmarlos, hasta que Alfonso me aconsejó no intervenir porque en aquel lugar de doctores del futbol les iba muy mal a los pacifistas. De modo que pasé la noche en una ciudad que para mí no fue la misma de nunca, ni la de mis padres en sus primeros años, ni la de las pobrezas con mi madre, ni la del colegio San José, sino mi primera Barranquilla de adulto en el paraíso de sus burdeles.

El barrio chino eran cuatro manzanas de músicas metálicas que hacían temblar la tierra, pero también tenían recodos domésticos que pasaban muy cerca de la caridad. Había burdeles familiares cuyos patrones, con esposas e hijos, atendían a sus clientes veteranos de acuerdo con las normas de la moral cristiana y la urbanidad de don Manuel Antonio Carreño. Algunos servían de fiadores para que las aprendizas se acostaran a crédito con clientes conocidos. Martina Alvarado, la más antigua, tenía una puerta furtiva y tarifas humanitarias para clérigos arrepentidos. No había consumo trucado, ni cuentas alegres, ni sorpresas venéreas. Las últimas madrazas francesas de la primera guerra mundial, malucas y tristes, se sentaban desde el atardecer en la puerta de sus casas bajo el estigma de los focos rojos, esperando una tercera generación que todavía creyera en sus condones afrodisíacos. Había casas con salones refrigerados para conciliábulos de conspiradores y refugios para alcaldes fugitivos de sus esposas.

El Gato Negro, con un patio de baile bajo una pérgola de astromelias, fue el paraíso de la marina mercante desde que lo compró una guajira oxigenada que cantaba en inglés y vendía por debajo de la mesa pomadas alucinógenas para señoras y señores. Una noche histórica en sus anales, Álvaro Cepeda y Quique Scopell no soportaron el racismo de una docena de marinos noruegos que hacían cola frente al cuarto de la única negra, mientras dieciséis blancas roncaban sentadas en el patio, y los desafiaron a trompadas. Los dos contra doce a puñetazo limpio los pusieron en fuga, con la ayuda de las blancas que despertaron felices y los remataron a silletazos. Al final, en un desagravio disparatado, coronaron a la negra en pelotas como reina de Noruega.

Fuera del barrio chino había otras casas legales o clandestinas, y todas en buenos términos con la policía. Una de ellas era un patio de grandes almendros floridos en un barrio de pobres, con una tienda de mala muerte y un dormitorio con dos catres de alquiler. Su mercancía eran las niñas anémicas del vecindario que se ganaban un peso por golpe con los borrachos perdidos. Álvaro Cepeda descubrió el sitio por casualidad, una tarde en que se extravió en el aguacero de octubre y tuvo que refugiarse en la tienda. La dueña lo invitó a una cerveza y le ofreció dos niñas en vez de una con derecho a repetir mientras escampaba. Álvaro siguió invitando amigos a tomar cerveza helada bajo los almendros, no para que folgaran con las niñas sino para que las enseñaran a leer. A las más aplicadas les consiguió becas para que estudiaran en escuelas oficiales. Una de ellas fue enfermera del hospital de Caridad durante años. A la dueña le regaló la casa, y el parvulario de mala muerte tuvo hasta su extinción natural un nombre tentador: «La casa de las muchachitas que se acuestan por hambre».

Para mi primera noche histórica en Barranquilla sólo escogieron la casa de la Negra Eufemia, con un enorme patio de cemento para bailar, entre tamarindos frondosos, con cabañas de a cinco pesos la hora, y mesitas y sillas pintadas de colores vivos, por donde se paseaban a gusto los alcaravanes. Eufemia en persona, monumental y casi centenaria, recibía y seleccionaba a los clientes en la entrada, detrás de un escritorio de oficina cuyo único utensilio -inexplicable- era un enorme clavo de iglesia. Las muchachas las escogía ella misma por su buena educación y sus gracias naturales. Cada una se ponía el nombre que le gustara y algunas preferían los que les puso Álvaro Cepeda con su pasión por el cine de México: Irma la Mala, Susana la Perversa, Virgen de Medianoche.

Parecía imposible conversar con una orquesta caribe extasiada a todo pulmón con los nuevos mambos de Pérez Prado y un conjunto de boleros para olvidar malos recuerdos, pero todos éramos expertos en conversar a gritos. El tema de la noche lo habían provocado Germán y Álvaro, sobre los ingredientes comunes de la novela y el reportaje. Estaban entusiasmados con el que John Hersey acababa de publicar sobre la bomba atómica de Hiroshima, pero yo prefería como testimonio periodístico directo El diario del año de la peste, hasta que los otros me aclararon que Daniel Defoe no tenía más de cinco o seis años cuando la peste de Londres, que le sirvió de modelo.

Por ese camino llegamos al enigma de El conde de Montecristo, que los tres venían arrastrando de discusiones anteriores como una adivinanza para novelistas: ¿cómo logró Alejandro Dumas que un marinero inocente, ignorante, pobre y encarcelado sin causa, pudiera escapar de una fortaleza infranqueable convertido en el hombre más rico y culto de su tiempo? La respuesta fue que cuando Edmundo Dantés entró en el castillo de If ya tenía construido dentro de él al abate Faria, el cual le transmitió en prisión la esencia de su sabiduría y le reveló lo que le faltaba saber para su nueva vida: el lugar donde estaba oculto un tesoro fantástico y el modo de la fuga. Es decir: Dumas construyó dos personajes diversos y luego les intercambió los destinos. De manera que cuando Dantés escapó era ya un personaje dentro de otro, y lo único que le quedaba de él mismo era su cuerpo de buen nadador.

Germán tenía claro que Dumas había hecho marinero a su personaje para que pudiera escapar del costal de lienzo y nadar hasta la costa cuando lo arrojaron al mar. Alfonso, el erudito y sin duda el más mordaz, replicó que eso no era garantía de nada porque el sesenta por ciento de las tripulaciones de Cristóbal Colón no sabía nadar. Nada le complacía tanto como soltar esos granitos de pimienta para quitarle al guiso cualquier regusto de pedantería. Entusiasmado con el juego de los enigmas literarios, empecé a beber sin medida el ron de caña con limón que los otros bebían a sorbos saboreados. La conclusión de los tres fue que el talento y el manejo de datos de Dumas en aquella novela, y tal vez en toda su obra, eran más de reportero que de novelista.

Al final me quedó claro que mis nuevos amigos leían con tanto provecho a Quevedo y James Joyce como a Conan Doyle. Tenían un sentido del humor inagotable y eran capaces de pasar noches enteras cantando boleros y vallenatos o recitando sin titubeos la mejor poesía del Siglo de Oro. Por distintos senderos llegamos al acuerdo de que la cumbre de la poesía universal son las coplas de don Jorge Manrique a la muerte de su padre. La noche se convirtió en un recreo delicioso, que acabó con los últimos prejuicios que pudieran estorbar mi amistad con aquella pandilla de enfermos letrados. Me sentía tan bien con ellos y con el ron bárbaro, que me quité la camisa de fuerza de la timidez. Susana la Perversa, que en marzo de aquel año había ganado el concurso de baile en los carnavales, me sacó a bailar. Espantaron gallinas y alcaravanes de la pista y nos rodearon para animarnos.

Bailamos la serie del Mambo número 5 de Dámaso Pérez Prado. Con el aliento que me sobró me apoderé de las maracas en la tarima del conjunto tropical y canté al hilo más de una hora de boleros de Daniel Santos, Agustín Lara y Bienvenido Granda. A medida que cantaba me sentía redimido por una brisa de liberación. Nunca supe si los tres estaban orgullosos o avergonzados de mí, pero cuando regresé a la mesa me recibieron como a uno de los suyos.

Álvaro había iniciado entonces un tema que los otros no le discutían jamás: el cine. Para mí fue un hallazgo providencial, porque siempre había tenido el cine como un arte subsidiario que se alimentaba más del teatro que de la novela. Álvaro, por el contrario, lo veía en cierto modo como yo veía la música: un arte útil para todas las otras.

Ya de madrugada, entre dormido y borracho, Álvaro manejaba como un taxista maestro el automóvil atiborrado de libros recientes y suplementos literarios del New York Times. Dejamos a Germán y Alfonso en sus casas y Álvaro insistió en llevarme a la suya para que conociera su biblioteca, que cubría tres lados del dormitorio hasta el cielo raso. Los señaló con el índice en una vuelta completa, y me dijo:

– Estos son los únicos escritores del mundo que saben escribir.

Yo estaba en un estado de excitación que me hizo olvidar lo que habían sido ayer el hambre y el sueño. El alcohol seguía vivo dentro de mí como un estado de gracia. Álvaro me mostró sus libros favoritos, en español e inglés, y hablaba de cada uno con la voz oxidada, los cabellos alborotados y los ojos más dementes que nunca. Habló de Azorín y Saroyan -dos debilidades suyas- y de otros cuyas vidas públicas y privadas conocía hasta en calzoncillos. Fue la primera vez que oí el nombre de Virginia Woolf, que él llamaba la vieja Woolf, como al viejo Faulkner. Mi asombro lo exaltó hasta el delirio. Agarró la pila de los libros que me había mostrado como sus preferidos y me los puso en las manos.

– No sea pendejo -me dijo-, llévese todos y cuando acabe de leerlos nos vamos a buscarlos donde sea.

Para mí eran una fortuna inconcebible que no me atreví a arriesgar sin tener siquiera un tugurio miserable donde guardarlos. Por fin se conformó con regalarme la versión en español de La señora Dalloway de Virginia Woolf, con el pronóstico inapelable de que me la aprendería de memoria.

Estaba amaneciendo. Quería regresar a Cartagena en el primer autobús, pero Álvaro insistió en que durmiera en la cama gemela de la suya.

– ¡Qué carajo! -dijo con el último aliento-. Quédese a vivir aquí y mañana le conseguimos un empleo cojonudo.

Me tendí vestido en la cama, y sólo entonces sentí en el cuerpo el inmenso peso de estar vivo. Él hizo lo mismo y nos dormimos hasta las once de la mañana, cuando su madre, la adorada y temida Sara Samudio, tocó la puerta con el puño apretado, creyendo que el único hijo de su vida estaba muerto.

– No le haga caso, maestrazo -me dijo Álvaro desde el fondo del sueño-. Todas las mañanas dice lo mismo, y lo grave es que un día será verdad.

Regresé a Cartagena con el aire de alguien que hubiera descubierto el mundo. Las sobremesas en casa de los Franco Muñera no fueron entonces con poemas del Siglo de Oro y los Veinte poemas de amor de Neruda, sino con párrafos de La señora Dalloway y los delirios de su personaje desgarrado, Septimus Warren Smith.

Me volví otro, ansioso y difícil, hasta el extremo de que a Héctor y al maestro Zabala les parecía un imitador consciente de Álvaro Cepeda. Gustavo Ibarra, con su visión compasiva del corazón caribe, se divirtió con mi relato de la noche en Barranquilla, mientras me daba cucharadas cada vez más cuerdas de poetas griegos, con la expresa y nunca explicada excepción de Eurípides. Me descubrió a Melville: la proeza literaria de Moby Dick, el grandioso sermón sobre Jonas para los balleneros curtidos en todos los mares del mundo bajo la inmensa bóveda construida con costillares de ballenas. Me prestó La casa de los siete tejados, de Nathaniel Hawthorne, que me marcó de por vida. Intentamos juntos una teoría sobre la fatalidad de la nostálgia en la errancia de Ulises Odiseo, en la que nos perdimos sin salida. Medio siglo después la encontré resuelta en un texto magistral de Milán Kundera.

De aquella misma época fue mi único encuentro con el gran poeta Luis Carlos López, más conocido como el Tuerto, que había inventado una manera cómoda de estar muerto sin morirse, y enterrado sin entierro, y sobre todo sin discursos. Vivía en el centro histórico en una casa histórica de la histórica calle del Tablón, donde nació y murió sin perturbar a nadie. Se veía con muy pocos amigos de siempre, mientras su fama de ser un gran poeta seguía creciendo en vida como sólo crecen las glorias póstumas.

Le llamaban tuerto sin serlo, porque en realidad sólo era estrábico, pero también de una manera distinta, y muy difícil de distinguir. Su hermano, Domingo López Escauriaza, el director de El Universal, tenía siempre la misma respuesta para quienes le preguntaban por él:

– Ahí está.

Parecía una evasiva, pero era la única verdad: ahí estaba. Más vivo que cualquier otro, pero también con la ventaja de estarlo sin que se supiera demasiado, dándose cuenta de todo y resuelto a enterrarse por sus propios pies. Se hablaba de él como de una reliquia histórica, y más aún entre quienes no lo habían leído. Tanto, que desde que llegué a Cartagena no traté de verlo, por respeto a sus privilegios de hombre invisible. Entonces tenía sesenta y ocho años, y nadie había puesto en duda que era un poeta grande del idioma en todos los tiempos, aunque no éramos muchos los que sabíamos quién era ni por qué, ni era fácil creerlo por la rara cualidad de su obra.

Zabala, Rojas Herazo, Gustavo Ibarra, todos sabíamos poemas suyos de memoria, y siempre los citábamos sin pensarlo, de manera espontánea y certera, para iluminar nuestras charlas. No era huraño sino tímido. Todavía hoy no recuerdo haber visto un retrato suyo, si lo hubo, sino algunas caricaturas fáciles que se publicaban en su lugar. Creo que a fuerza de no verlo habíamos olvidado que seguía vivo, una noche en que yo estaba terminando mi nota del día y escuché la exclamación ahogada de Zabala:

– ¡Carajo, el Tuerto!

Levanté la vista de la máquina, y vi el hombre más extraño que había de ver jamás. Mucho más bajo de lo que imaginábamos, con el cabello tan blanco que parecía azul y tan rebelde que parecía prestado. No era tuerto del ojo izquierdo, sino como su apodo lo indicaba mejor: torcido. Vestía como en casa, con pantalón de dril oscuro y una camisa a rayas, la mano derecha a la altura del hombro, y un prendedor de plata con un cigarrillo encendido que no fumaba y cuya ceniza se caía sin sacudirla cuando ya no podía sostenerse sola.

Pasó de largo hasta la oficina de su hermano y salió dos horas después, cuando sólo quedábamos Zabala y yo en la redacción, esperando para saludarlo. Murió unos dos años más tarde, y la conmoción que causó entre sus fieles no fue como si hubiera muerto sino resucitado. Expuesto en el ataúd no parecía tan muerto como cuando estaba vivo.

Por la misma época el escritor español Dámaso Alonso y su esposa, la novelista Eulalia Galvarriato, dictaron dos conferencias en el paraninfo de la universidad. El maestro Zabala, que no gustaba de perturbar la vida ajena, venció por una vez su discreción y les solicitó una audiencia. Lo acompañamos Gustavo Ibarra, Héctor Rojas Herazo y yo, y hubo una química inmediata con ellos. Permanecimos unas cuatro horas en un salón privado del hotel del Caribe intercambiando impresiones de su primer viaje a la América Latina y de nuestros sueños de escritores nuevos. Héctor les llevó un libro de poemas y yo una fotocopia de un cuento publicado en El Espectador. A ambos nos interesó más que todo la franqueza de sus reservas, porque las usaban como confirmaciones sesgadas de sus elogios.

En octubre encontré en El Universal un recado de Gonzalo Mallarino diciéndome que me esperaba con el poeta Álvaro Mutis en villa Tulipán, una pensión inolvidable en el balneario de Bocagrande, a pocos metros del lugar donde había aterrizado Charles Lindbergh unos veinte años antes. Gonzalo, mi cómplice de recitales privados en la universidad, era ya un abogado en ejercicio, y Mutis lo había invitado para que conociera el mar, en su condición de jefe de relaciones públicas de LANSA, una empresa aérea criolla fundada por sus propios pilotos.

Poemas de Mutis y cuentos míos habían coincidido por lo menos una vez en el suplemento «Fin de Semana», y nos bastó con vernos para que iniciáramos una conversación que todavía no ha terminado, en incontables lugares del mundo, durante más de medio siglo.

Primero nuestros hijos y después nuestros nietos nos han preguntado a menudo sobre qué hablamos con una pasión tan encarnizada, y les hemos contestado la verdad: siempre hablamos de lo mismo.

Mis amistades milagrosas con adultos de las artes y las letras me dieron los ánimos para sobrevivir en aquellos años que todavía recuerdo como los más inciertos de mi vida. El 10 de julio había publicado el último «Punto y aparte» en El Universal, al cabo de tres meses arduos en que no logré superar mis barreras de principiante, y preferí interrumpirlo con el único mérito de escapar a tiempo. Me refugié en la impunidad de los comentarios de la página editorial, sin firma, salvo cuando debían tener un toque personal. La sostuve por simple rutina hasta setiembre de 1950, con una nota engolada sobre Edgar Allan Poe, cuyo único mérito fue el de ser la peor.

Durante todo aquel año había insistido en que el maestro Zabala me enseñara los secretos para escribir reportajes. Nunca se decidió, con su índole misteriosa, pero me dejó alborotado con el enigma de una niña de doce años sepultada en el convento de Santa Clara, a la que le creció el cabello después de muerta más de veintidós metros en dos siglos. Nunca me imaginé que iba a volver sobre el tema cuarenta años después para contarlo en una novela romántica con implicaciones siniestras. Pero no fueron mis mejores tiempos para pensar. Hacía berrinches por cualquier motivo, desaparecía del empleo sin explicaciones hasta que el maestro Zabala mandaba a alguien para que me amansara. En los exámenes finales aprobé el segundo año de derecho por un golpe de suerte, con sólo dos materias para rehabilitar, y pude matricularme en el tercero, pero corrió el rumor de que lo había logrado por presiones políticas del periódico. El director tuvo que intervenir cuando me detuvieron a la salida del cine con una libreta militar falsa y me tenían en lista para enrolarme en misiones punitivas de orden público.

En mi ofuscación política de esos días no me enteré siquiera de que el estado de sitio se había implantado de nuevo en el país por el deterioro del orden público. La censura de prensa dio varias vueltas de tuerca. El ambiente se enrareció como en los tiempos peores, y una policía política reforzada con delincuentes comunes sembraba el pánico en los campos. La violencia obligó a los liberales a abandonar tierras y hogares. Su candidato posible, Darío Echandía, maestro de maestros en derecho civil, escéptico de nacimiento y lector vicioso de griegos y latinos, se pronunció en favor de la abstención liberal. El camino quedó franco para la elección de Laureano Gómez, que parecía dirigir el gobierno con hilos invisibles desde Nueva York.

No tenía entonces una conciencia clara de que aquellos percances no eran sólo infamias de godos sino síntomas de malos cambios en nuestras vidas, hasta una noche de tantas en La Cueva, cuando se me ocurrió hacer alarde de mi albedrío para hacer lo que me diera la gana. El maestro Zabala sostuvo en el aire la cuchara de la sopa que estaba a punto de tomarse, mirándome por encima del arco de sus espejuelos, y me paró en seco:

– Dime una vaina, Gabriel: ¿en medio de las tantas pendejadas que haces has podido darte cuenta de que este país se está acabando?

La pregunta dio en el blanco. Borracho hasta los tuétanos me tiré a dormir de madrugada en una banca del Paseo de los Mártires y un aguacero bíblico me dejó convertido en una sopa de huesos. Estuve dos semanas en el hospital con una pulmonía refractaria a los primeros antibióticos conocidos, que tenían la mala fama de causar secuelas tan temibles como la impotencia precoz.

Más esquelético y pálido que de natura, mis padres me llamaron a Sucre para restaurarme del exceso de trabajo -según decían en su carta-. Más lejos llegó El Universal con un editorial de despedida que me consagró como periodista y escritor de recursos maestros, y en otra como autor de una novela que nunca existió y con un título que no era mío: Ya cortamos el heno. Más raro aún en un momento en que no tenía ningún propósito de reincidir en la ficción. La verdad es que aquel título tan ajeno a mí lo inventó Héctor Rojas Herazo al correr de la máquina, como uno más de los aportes de César Guerra Valdés, un escritor imaginario de la más pura cepa latinoamericana creado por él para enriquecer nuestras polémicas. Héctor había publicado en El Universal la noticia de su llegada a Cartagena y yo le había escrito un saludo en mi sección «Punto y aparte» con la esperanza de sacudir el polvo en las conciencias dormidas de una auténtica narrativa continental. De todos modos, la novela imaginaria con el bello título inventado por Héctor fue reseñada años después no sé dónde ni por qué en un ensayo sobre mis libros, como una obra capital de la nueva literatura.

El ambiente que encontré en Sucre fue muy propicio a mis ideas de aquellos días. Le escribí a Germán Vargas para pedirle que me mandaran libros, muchos libros, tantos como fueran posibles para ahogar en obras maestras una convalecencia prevista para seis meses. El pueblo estaba en diluvio. Papá había renunciado a la esclavitud de la farmacia y se construyó a la entrada del pueblo una casa capaz para los hijos, que éramos once desde que nació Eligio, dieciséis meses antes. Una casa grande y a plena luz, con una terraza de visitas frente al río de aguas oscuras y ventanas abiertas para las brisas de enero. Tenía seis dormitorios bien ventilados con una cama para cada uno, y no de dos en dos, como antes, y argollas para colgar hamacas a distintos niveles hasta en los corredores. El patio sin alambrar se prolongaba hasta el monte bruto, con árboles frutales de dominio público y animales propios y ajenos que se paseaban por las alcobas. Pues mi madre, que añoraba los patios de su infancia en Barrancas y Aracataca, trató la casa nueva como una granja, con gallinas y patos sin corral y cerdos libertinos que se metían en la cocina para comerse las vituallas del almuerzo. Todavía era posible aprovechar los veranos para dormir a ventanas abiertas, con el rumor del asma de las gallinas en las perchas y el olor de las guanábanas maduras que caían de los árboles en la madrugada con un golpe instantáneo y denso. «Suenan como si fueran niños», decía mi madre. Mi papá redujo las consultas a la mañana para unos pocos fieles de la homeopatía, siguió leyendo cuanto papel impreso le pasaba cerca, tendido en una hamaca que colgaba entre dos árboles, y contrajo la fiebre ociosa del billar contra las tristezas del atardecer. Había abandonado también sus vestidos de dril blanco con corbata, y andaba en la calle como nunca lo habían visto, con camisas juveniles de manga corta.

La abuela Tranquilina Iguarán había muerto dos meses antes, ciega y demente, y en la lucidez de la agonía siguió predicando con su voz radiante y su dicción perfecta los secretos de la familia. Su tema eterno hasta el último aliento fue la jubilación del abuelo. Mi padre preparó el cadáver con azabaras preservativas y lo cubrió con cal dentro del ataúd para un pudrimiento apacible. Luisa Santiaga admiró siempre la pasión de su madre por las rosas rojas y le hizo un jardín en el fondo del Patio para que nunca faltaran en su tumba. Llegaron a florecer con tanto esplendor que no alcanzaba el tiempo para complacer a los forasteros que llegaban de lejos ansiosos por saber si tantas rosas rozagantes eran cosa de díos o del diablo.

Aquellos cambios en mi vida y en mi modo de ser correspondían a los cambios de mi casa. En cada visita me parecía distinta por las reformas y mudanzas de mis padres, por los hermanos que nacían y crecían tan parecidos que era más fácil confundirlos que reconocerlos. Jaime, que ya tenía diez años, había sido el que más tardó en apartarse del regazo materno por su condición de seismesino, y mi madre no había acabado de amamantarlo cuando ya había nacido Hernando (Nanchi). Tres años después nació Alfredo Ricardo (Cuqui) y año y medio después Eligió (Yiyo), el último, que en aquellas vacaciones empezaba a descubrir el milagro de gatear.

Contábamos además a los hijos de mi padre antes y después del matrimonio: Carmen Rosa, en San Marcos, y Abelardo, que pasaban temporadas en Sucre; a Germaine Hanai (Emi), que mi madre había asimilado como suya con el beneplácito de los hermanos y, por último, Antonio María Claret (Toño), criado por su madre en Sincé, y que nos visitaba con frecuencia. Quince en total, que comíamos como treinta cuando había con qué y sentados donde se podía.

Los relatos que mis hermanas mayores han hecho de aquellos años dan una idea cabal de cómo era la casa en la que no se había acabado de criar un hijo cuando ya nacía otro. Mi madre misma era consciente de su culpa, y rogaba a las hijas que se hicieran cargo de los menores. Margot se moría de susto cuando descubría que estaba otra vez encinta, porque sabía que ella sola no tendría tiempo de criarlos a todos. De modo que antes de irse para el internado de Montería, le suplicó a la madre con absoluta seriedad que el hermano siguiente fuera el último. Mi madre se lo prometió, igual que siempre, aunque sólo fuera por complacerla, porque estaba segura de que Dios, con su sabiduría infinita, resolvería el problema del mejor modo posible.

Las comidas en la mesa eran desastrosas, porque no había modo de reunidos a todos. Mi madre y las hermanas mayores iban sirviendo a medida que los otros llegaban, pero no era raro que a los postres apareciera un cabo suelto que reclamaba su ración. En el curso de la noche iban pasándose a la cama de mis padres los menores que no podían dormir por el frío o el calor, por el dolor de muelas o el miedo a los muertos, por el amor a los padres o los celos de los otros, y todos amanecían apelotonados en la cama matrimonial. Si después de Eligió no nacieron otros fue gracias a Margot, que impuso su autoridad cuando regresó del internado y mi madre cumplió la promesa de no tener un hijo más.

Por desgracia, la realidad había tenido tiempo de interponer otros planes con las dos hermanas mayores, que se quedaron solteras de por vida. Aída, como en las novelitas rosas, ingresó en un convento de cadena perpetua, al que renunció después de veintidós años con todas las de la ley, cuando ya no encontró al mismo Rafael ni a ningún otro a su alcance. Margot, con su carácter rígido, perdió el suyo por un error de ambos. Contra precedentes tan tristes, Rita se casó con el primer hombre que le gustó, y fue feliz con cinco hijos y nueve nietos. Las otras dos -Ligia y Emi- se casaron con quienes quisieron cuando ya los padres se habían cansado de pelear contra la vida real.

Las angustias de la familia parecían ser parte de la crisis que vivía el país por la incertidumbre económica Y el desangre por la violencia política, que había llegado a Sucre como una estación siniestra, y entró a la casa en puntillas, pero con paso firme. Ya para entonces nos habíamos comido las escasas reservas, y éramos tan pobres como lo habíamos sido en Barran quilla antes del viaje a Sucre. Pero mi madre no se inmutaba, por su certidumbre ya probada de que todo niño trae su pan bajo el brazo. Ése era el estado de la casa cuando llegué de Cartagena, convaleciente de la pulmonía, pero la familia se había confabulado a tiempo para que no lo notara.

La comidilla de dominio público en el pueblo era una supuesta relación de nuestro amigo Cayetano Gentile con la maestra de escuela del cercano caserío de Chaparral, una bella muchacha de condición social distinta de la suya, pero muy seria y de una familia respetable. No era raro: Cayetano fue siempre un picaflor, no sólo en Sucre sino también en Cartagena, donde había estudiado su bachillerato e iniciado la carrera de medicina. Pero no se le conoció novia de planta en Sucre, ni parejas preferidas en los bailes.

Una noche lo vimos llegar de su finca en su mejor caballo, la maestra en la silla con las riendas en el puño, y él en ancas, abrazado a su cintura. No sólo nos sorprendió el grado de confianza que habían logrado, sino el atrevimiento de ambos de entrar por el camellón de la plaza principal a la hora de mayor movimiento y en un pueblo tan malpensado. Cayetano explicó a quien quiso oírlo que la había encontrado en la puerta de su escuela a la espera de alguien que le hiciera la caridad de llevarla al pueblo a esas horas de la noche. Lo previne en broma de que iba a amanecer cualquier día con un pasquín en la puerta, y él se encogió de hombros con un gesto muy suyo y me soltó su broma favorita:

– Con los ricos no se atreven.

En efecto, los pasquines habían pasado de moda tan pronto como llegaron, y se pensó que tal vez fueran un síntoma más del mal humor político que asolaba el país. La tranquilidad volvió al sueño de quienes los temían. En cambio, a los pocos días de mi llegada sentí que algo había cambiado hacia mí en el ánimo de algunos copartidarios de mi padre, que me señalaron como autor de artículos contra el gobierno conservador publicados en El Universal. No era cierto. Si tuve que escribir alguna vez notas políticas, fueron siempre sin firma y bajo la responsabilidad de la dirección, desde que ésta decidió suspender la pregunta de qué había pasado en el Carmen de Bolívar. Las de mi columna firmada revelaban sin duda una posición clara sobre el mal estado del país, y la ignominia de la violencia y la injusticia, pero sin consignas de partido. De hecho, ni entonces ni nunca fui militante de ninguno. La acusación alarmó a mis padres, y mi madre empezó a encender velas a los santos, sobre todo cuando me quedaba hasta muy tarde en la calle. Por primera vez sentí alrededor de mí un ambiente tan opresivo que decidí salir de casa lo menos posible.

Fue por esos malos tiempos cuando se presentó en el consultorio de papá un hombre impresionante que ya parecía ser el fantasma de sí mismo, con una piel que permitía traslucir el color de los huesos y el vientre abultado y tenso como un tambor. Sólo necesitó una frase para volverse inolvidable hasta más nunca:

– Doctor, vengo para que me saque un mico que me hicieron crecer dentro de la barriga.

Después de examinarlo, mi padre se dio cuenta de que el caso no estaba al alcance de su ciencia, y lo mandó a un colega cirujano que no encontró el mico que el paciente creía, sino un engendro sin forma pero con vida propia. Lo que a mí me importó, sin embargo, no fue la bestia del vientre sino el relato del enfermo sobre el mundo mágico de La Sierpe, un país de leyenda dentro de los límites de Sucre al que sólo podría llegarse por tremedales humeantes, donde uno de los episodios más corrientes era vengar una ofensa con un maleficio como aquel de una criatura del demonio dentro del vientre.

Los habitantes de La Sierpe eran católicos convencidos pero vivían la religión a su manera, con oraciones mágicas para cada ocasión. Creían en Dios, en la Virgen y en la Santísima Trinidad, pero los adoraban en cualquier objeto en que les pareciera descubrir facultades divinas. Lo que podía ser inverosímil para ellos era que alguien a quien le creciera una bestia satánica dentro del vientre fuera tan racional como para apelar a la herejía de un cirujano.

Pronto me llevé la sorpresa de que todo el mundo en Sucre conocía la existencia de La Sierpe como un hecho real, cuyo único problema era llegar a ella a través de toda clase de tropiezos geográficos y mentales. A última hora descubrí por casualidad que el maestro en el tema de La Sierpe era mi amigo Ángel Casij, a quien había visto por última vez cantando en una orquesta del barrio chino de Barrancabermeja, en mi segundo o tercer viaje por el río Magdalena. Lo encontré con más uso de razón que aquella vez, y con un relato alucinante de sus varios viajes a La Sierpe. Entonces supe todo lo que podía saberse de la Marquesita, dueña y señora de aquel vasto reino donde se conocían oraciones secretas para hacer el bien o el mal, para levantar del lecho a un moribundo no conociendo de él nada más que la descripción de su físico y el lugar preciso donde estaba, o para mandar una serpiente a través de los pantanos que al cabo de seis días le diera muerte a un enemigo.

Lo único que le estaba vedado era la resurrección de los muertos, por ser un poder reservado a Dios. Vivió todos los años que quiso, y se supone que fueron hasta doscientos treinta y tres, pero sin haber envejecido ni un día más después de los sesenta y seis. Antes de morir concentró sus fabulosos rebaños y los hizo girar durante dos días y dos noches alrededor de su casa, hasta que se formó la ciénaga de La Sierpe, un piélago sin límites tapizado de anémonas fosforescentes. Se dice que en el centro de ella hay un árbol con calabazos de oro, a cuyo tronco está amarrada una canoa que cada 2 de noviembre, día de Muertos, va navegando sin patrón hasta la otra orilla, custodiada por caimanes blancos y culebras con cascabeles de oro, donde la Marquesita sepultó su fortuna sin límites.

Desde que Ángel Casij me contó esta historia fantástica empezaron a sofocarme las ansias de visitar el paraíso de La Sierpe encallado en la realidad. Lo preparamos todo, caballos inmunizados con oraciones contrarias, canoas invisibles, y baquianos mágicos y todo cuanto fuera necesario para escribir la crónica de un realismo sobrenatural.

Sin embargo, las mulas se quedaron ensilladas. Mi lenta convalecencia de la pulmonía, las burlas de los amigos en los bailes de la plaza, los escarmientos pavorosos de amigos mayores, me obligaron a aplazar el viaje para un después que nunca fue. Hoy lo evoco, sin embargo, como un percance de buena suerte, porque a falta de la Marquesita fantástica me sumergí a fondo y desde el día siguiente en la escritura de una primera novela, de la que sólo me quedó el título: La casa.

Pretendía ser un drama de la guerra de los Mil Días en el Caribe colombiano, del cual había conversado con Manuel Zapata Olivella, en una visita anterior a Cartagena. En esa ocasión, y sin relación alguna con mi proyecto, él me regaló un folleto escrito por su padre sobre un veterano de aquella guerra, cuyo retrato impreso en la portada, con el liquilique y los bigotes chamuscados de pólvora, me recordó de algún modo a mi abuelo. He olvidado su nombre, pero su apellido había de seguir conmigo por siempre jamás: Buendía. Por eso pensé en escribir una novela con el título de La casa, sobre la epopeya de una familia que podía tener mucho de la nuestra durante las guerras estériles del coronel Nicolás Márquez.

El título tenía fundamento en el propósito de que la acción no saliera nunca de la casa. Hice varios principios y esquemas de personajes parciales a los cuales les ponía nombres de familia que más tarde me sirvieron para otros libros. Soy muy sensible a la debilidad de una frase en la que dos palabras cercanas rimen entre sí, aunque sea en rima vocálica, y prefiero no publicarla mientras no la tenga resuelta. Por eso estuve a punto de prescindir muchas veces del apellido Buendía por su rima ineludible con los pretéritos imperfectos. Sin embargo el apellido acabó imponiéndose porque había logrado para él una identidad convincente.

En ésas andaba cuando amaneció en la casa de Sucre una caja de madera sin letreros pintados ni referencia alguna. Mi hermana Margot la había recibido sin saber de quién, convencida de que era algún rezago de la farmacia vendida. Yo pensé lo mismo y desayuné en familia con el corazón en su puesto. Mi papá aclaró que no había abierto la caja porque pensó que era el resto de mi equipaje, sin recordar que ya no me quedaban ni los restos de nada en este mundo. Mi hermano Gustavo, que a los trece años ya tenía práctica bastante para clavar o desclavar cualquier cosa, decidió abrirla sin permiso. Minutos después oímos su grito:

– ¡Son libros!

Mi corazón saltó antes que yo. En efecto, eran libros sin pista alguna del remitente, empacados de mano maestra hasta el tope de la caja y con una carta difícil de descifrar por la caligrafía jeroglífica y la lírica hermética de Germán Vargas: «Ahí le va esa vaina, maestro, a ver si por fin aprende». Firmaban también Alfonso Fuenmayor, y un garabato que identifiqué como de don Ramón Vinyes, a quien aún no conocía. Lo único que me recomendaban era que no cometiera ningún plagio que se notara demasiado. Dentro de uno de los libros de Faulkner iba una nota de Álvaro Cepeda, con su letra enrevesada, y escrita además a toda prisa, en la cual me avisaba que la semana siguiente se iba por un año a un curso especial en la escuela de periodismo de la Universidad de Columbia, en Nueva York.

Lo primero que hice fue exhibir los libros en la mesa del comedor, mientras mi madre terminaba de levantar los trastos del desayuno. Tuvo que armarse de una escoba para espantar a los hijos menores que querían cortar las ilustraciones con las tijeras de podar y a los perros callejeros que husmeaban los libros como si fueran de comer. También yo los olía, como hago siempre con todo libro nuevo, y los repasé todos al azar leyendo párrafos a saltos de mata. Cambié tres o cuatro veces de lugar en la noche porque no encontraba sosiego o me agotaba la luz muerta del corredor del patio, y amanecí con la espalda torcida y todavía sin una idea remota del provecho que podía sacar de aquel milagro.

Eran veintitrés obras distinguidas de autores contemporáneos, todas en español y escogidas con la intención evidente de que fueran leídas con el propósito único de aprender a escribir. Y en traducciones tan recientes como El sonido y la furia, de William Faulkner. Cincuenta años después me es imposible recordar la lista completa y los tres amigos eternos que la sabían ya no están aquí para acordarse. Sólo había leído dos: La señora Dalloway, de la señora Woolf, y Contrapunto, de Aldous Huxley. Los que mejor recuerdo eran los de William Faulkner: El villorrio, El sonido y la furia, Mientras yo agonizo y Las palmeras salvajes. También Manhattan Transfer y tal vez otro, de John Dos Passos; Orlando, de Virginia Woolf; De ratones y de hombres y Las viñas de la ira, de John Steinbeck; El retrato de Jenny, de Robert Nathan, y La ruta del tabaco, de Erskine Caldwell. Entre los títulos que no recuerdo a la distancia de medio siglo había por lo menos uno de Hemingway, tal vez de cuentos, que era lo que más les gustaba de él a los tres de Barranquilla; otro de Jorge Luis Borges, sin duda también de cuentos, v quizás otro de Felisberto Hernández, el insólito cuentista uruguayo que mis amigos acababan de descubrir a gritos. Los leí todos en los meses siguientes, a unos bien y a otros menos, y gracias a ellos logré salir del limbo creativo en que estaba encallado.

Por la pulmonía me habían prohibido fumar, pero fumaba en el baño como escondido de mí mismo. El médico se dio cuenta y me habló en serio, pero no logré obedecerle. Ya en Sucre, mientras trataba de leer sin pausas los libros recibidos, encendía un cigarrillo con la brasa del otro hasta que ya no podía más, y mientras más trataba de dejarlo más fumaba. Llegué a cuatro cajetillas diarias, interrumpía las comidas para fumar y quemaba las sábanas por quedarme dormido con el cigarrillo encendido. El miedo de la muerte me despertaba a cualquier hora de la noche, y sólo fumando más podía sobrellevarlo, hasta que resolví que prefería morirme a dejar de fumar.

Más de veinte años después, ya casado y con hijos, seguía fumando. Un médico que me vio los pulmones en la pantalla me dijo espantado que dos o tres años después no podría respirar. Aterrado, llegué al extremo de permanecer sentado horas y horas sin hacer nada más, porque no conseguía leer, o escuchar música, o conversar con amigos o enemigos sin fumar. Una noche cualquiera, durante una cena casual en Barcelona, un amigo siquiatra les explicaba a otros que el tabaco era quizás la adicción más difícil de erradicar. Me atreví a preguntarle cuál era la razón de fondo, y su respuesta fue de una simplicidad escalofriante:

– Porque dejar de fumar sería para ti como matar a un ser querido.

Fue una deflagración de clarividencia. Nunca supe por qué, ni quise saberlo, pero exprimí en el cenicero el cigarrillo que acababa de encender, y no volví a fumar uno más, sin ansiedad ni remordimientos, en el resto de mi vida.

La otra adicción no era menos persistente. Una tarde entró una de las criadas de la casa vecina, y después de hablar con todos fue hasta la terraza y con un gran respeto me pidió permiso para hablar conmigo. No interrumpí la lectura hasta que ella me preguntó:

– ¿Se acuerda de Matilde?

No recordaba quién era, pero no me creyó.

– No se haga el pendejo, señor Gabito -me dijo con un énfasis deletreado-: Ni-gro-man-ta.

Y con razón: Nigromanta era entonces una mujer libre, con un hijo del policía muerto, y vivía sola con su madre y otros de la familia en la misma casa, pero en un dormitorio apartado con una salida propia hacia la culata del cementerio. Fui a verla, y el reencuentro persistió por más de un mes. Cada vez retrasaba la vuelta a Cartagena y quería quedarme en Sucre para siempre. Hasta una madrugada en que me sorprendió en su casa una tormenta de truenos y centellas como la noche de la ruleta rusa. Traté de eludirla bajo los alares, pero cuando no pude más me tiré por la calle al medio con el agua hasta las rodillas. Tuve la suerte de que mi madre estuviera sola en la cocina y me llevó al dormitorio por los senderos del jardín para que no se enterara papá. Tan pronto como me ayudó a quitarme la camisa empapada, la apartó a la distancia del brazo con las puntas del pulgar y el índice, y la tiró en el rincón con una crispación de asco.

– Estabas con la fulana -dijo. Me quedé de piedra.

– ¡Cómo lo sabe!

– Porque es el mismo olor de la otra vez -dijo impasible-. Menos mal que el hombre está muerto.

Me sorprendió semejante falta de compasión por primera vez en su vida. Ella debió advertirlo, porque lo remachó sin pensarlo.

– Es la única muerte que me alegró cuando la supe. Le pregunté perplejo:

– ¡Cómo supo quién es ella!

– Ay, hijo -suspiró-, Dios me dice todo lo que tiene que ver con ustedes.

Por último me ayudó a quitarme los pantalones empapados y los tiró en el rincón con el resto de la ropa. «Todos ustedes van a ser iguales a tu papá», me dijo de pronto con un suspiro hondo, mientras me secaba la espalda con una toalla de estopa. Y terminó con el alma:

– Quiera Dios que también sean tan buenos esposos como él.

Los cuidados dramáticos a que me sometió mi madre debieron surtir su efecto para prevenir una recurrencia de la pulmonía. Hasta que me di cuenta de que ella misma los enredaba sin causa para impedirme que volviera a la cama de truenos y centellas de Nigromanta. Nunca más la vi.

Regresé a Cartagena restaurado y alegre, con la noticia de que estaba escribiendo La casa, y hablaba de ella como si fuera un hecho cumplido desde que estaba apenas en el capítulo inicial. Zabala y Héctor me recibieron como al hijo pródigo. En la universidad mis buenos maestros parecían resignados a aceptarme como era. Al mismo tiempo seguí escribiendo notas muy ocasionales que me pagaban a destajo en El Universal. Mi carrera de cuentista continuó con lo poco que pude escribir casi por complacer al maestro Zabala: «Diálogo del espejo» y «Amargura para tres sonámbulos», publicados por El Espectador. Aunque en ambos se notaba un alivio de la retórica primaria de los cuatro anteriores, no había logrado salir del pantano.

Cartagena estaba entonces contaminada por la tensión política del resto del país y esto debía considerarse como un presagio de que algo grave iba a suceder. A fines del año los liberales declararon la abstención en toda la línea por el salvajismo de la persecución política, pero no renunciaron a sus planes subterráneos para tumbar al gobierno. La violencia arreció en los campos y la gente huyó a las ciudades, pero la censura obligaba a la prensa a escribir de través. Sin embargo, era del dominio público que los liberales acosados habían armado guerrillas en distintos sitios del país. En los Llanos orientales -un océano inmenso de pastos verdes que ocupa más de la cuarta parte del territorio nacional- se habían vuelto legendarias. Su comandante general, Guadalupe Salcedo, era visto ya como una figura mítica, aun por el ejército, y sus fotos se distribuían en secreto, se copiaban por cientos y se les encendían velas en los altares.

Los De la Espriella, al parecer, sabían más de lo que decían, y dentro del recinto amurallado se hablaba con toda naturalidad de un golpe de Estado inminente contra el régimen conservador. No conocía detalles, pero el maestro Zabala me había advertido que en el momento en que notara alguna agitación en la calle me fuera de inmediato al periódico. La tensión se podía tocar con las manos cuando entré a cumplir una cita en la heladería Americana a las tres de la tarde. Me senté a leer a una mesa apartada mientras llegaba alguien, y uno de mis antiguos condiscípulos, con el cual no había hablado nunca de política, me dijo al pasar sin mirarme:

– Vete para el periódico, que ya va a empezar la vaina.

Hice lo contrario: quería saber cómo iba a ser aquello en el puro centro de la ciudad en vez de encerrarme en la redacción. Minutos después se sentó a mi mesa un oficial de prensa de la Gobernación, a quien conocía bien, y no pensé que me lo hubieran asignado para neutralizarme. Conversé con él una media hora en el más puro estado de inocencia y cuando se levantó para irse descubrí que el enorme salón de la heladería se había desocupado sin que me diera cuenta. Él siguió mi mirada y comprobó la hora: la una y diez.

– No te preocupes -me dijo con un alivio reprimido-. Ya no pasó nada.

En efecto, el grupo más importante de dirigentes liberales, desesperados por la violencia oficial, se había puesto de acuerdo con militares demócratas del más alto rango para poner término a la matanza desatada en todo el país por el régimen conservador, dispuesto a quedarse en el poder a cualquier precio. La mayoría de ellos había participado en las gestiones del 9 de abril para lograr la paz mediante el acuerdo que hicieron con el presidente Ospina Pérez, y apenas veinte meses después se daban cuenta demasiado tarde de que habían sido víctimas de un engaño colosal. La frustrada acción de aquel día la había autorizado el presidente de la Dirección Liberal en persona, Carlos Lleras Restrepo, a través de Plinio Mendoza Neira, que tenía excelentes relaciones dentro de las Fuerzas Armadas desde que fue ministro de Guerra bajo el gobierno liberal. La acción coordinada por Mendoza Neira con la colaboración sigilosa de prominentes copartidarios de todo el país debía empezar al amanecer de aquel día con el bombardeo al Palacio Presidencial por aviones de la Fuerza Aérea. El movimiento estaba apoyado por las bases navales de Cartagena y Apiay, por la mayoría de las guarniciones militares del país y por organizaciones gremiales resueltas a tomarse el poder para un gobierno civil de reconciliación nacional.

Sólo después del fracaso se supo que dos días antes de la fecha prevista para la acción, el ex presidente Eduardo Santos había reunido en su casa de Bogotá a los jerarcas liberales y a los dirigentes del golpe para un examen final del proyecto. En medio del debate, alguien hizo la pregunta ritual:

– ¿Habrá derramamiento de sangre?

Nadie fue tan ingenuo o tan cínico para decir que no. Otros dirigentes explicaron que estaban tomadas las medidas máximas para que no lo hubiera, pero que no existían recetas mágicas para impedir lo imprevisible. Asustada por el tamaño de su propia conjura, la Dirección Liberal impartió sin discusión la contraorden. Muchos implicados que no la recibieron a tiempo fueron apresados o muertos en el intento. Otros le aconsejaron a Mendoza que siguiera solo hasta la toma del poder, y él no lo hizo por razones más éticas que políticas, pero ni el tiempo ni los medios le alcanzaron para prevenir a todos los implicados. Alcanzó a asilarse en la embajada de Venezuela y vivir cuatro años de exilio en Caracas, a salvo de un consejo de guerra que lo condenó en ausencia a veinticinco años de cárcel por sedición. Cincuenta y dos años después no me tiembla el pulso para escribir -sin su autorización- que se arrepintió por el resto de la vida en su exilio de Caracas, por el saldo desolador del conservatismo en el poder: no menos de trescientos mil muertos en veinte años.

Para mí también, en cierto modo, fue un momento crucial. Antes de dos meses había reprobado el tercer año de derecho y le puse término a mi compromiso con El Universal, pues no avizoraba el porvenir en lo uno ni en lo otro. El pretexto fue la liberación de mi tiempo para la novela que apenas empezaba, aunque en el fondo de mi alma sabía que no era ni verdad ni mentira sino que el proyecto se me reveló de pronto como una fórmula retórica, con muy poco de lo bueno que había sabido utilizar de Faulkner y todo lo malo de mi inexperiencia. Pronto aprendí que contar cuentos paralelos a los que uno está escribiendo -sin revelar su esencia- es una parte valiosa de la concepción y la escritura. Pero ése no era entonces el caso, sino que a falta de algo que mostrar había inventado una novela hablada para entretener al auditorio y engañarme a mí mismo.

Esa toma de conciencia me obligó a repensar de punta a punta el proyecto que nunca tuvo más de cuarenta cuartillas salteadas, y sin embargo fue citado en revistas y periódicos -también por mí- e incluso se publicaron algunos anticipos críticos muy sesudos de lectores imaginativos. En el fondo, la razón de esta costumbre de contar proyectos paralelos no debería merecer reproches sino compasión: el terror de escribir puede ser tan insoportable como el de no escribir. En mi caso, además, estoy convencido de que contar la historia verdadera es de mala suerte. Me consuela, sin embargo, que alguna vez la historia oral podría ser mejor que la escrita, y sin saberlo estemos inventando un nuevo género que ya le hace falta a la literatura: la ficción de la ficción.

La verdad de verdad es que no sabía cómo seguir viviendo. Mi convalecencia en Sucre me sirvió para darme cuenta de que no sabía por dónde iba en la vida, pero no me dio pistas del buen rumbo ni ningún argumento nuevo para convencer a mis padres de que no se murieran si me tomaba la libertad de decidir por mi cuenta. De modo que me fui a Barranquilla con doscientos pesos que me había dado mi madre antes de regresar a Cartagena, escamoteados a los fondos domésticos.

El 15 de diciembre de 1949 entré en la librería Mundo a las cinco de la tarde para esperar a los amigos que no había vuelto a ver después de nuestra noche de mayo en que fui con el inolvidable señor Razzore. No llevaba más que un maletín de playa con otra muda de ropa y algunos libros y la carpeta de piel con mis borradores. Minutos después que yo llegaron todos a la librería, uno detrás del otro. Fue una bienvenida ruidosa sin Álvaro Cepeda, que seguía en Nueva York. Cuando se completó el grupo pasamos a los aperitivos, que ya no eran en el café Colombia junto a la librería, sino en uno reciente de amigos más cercanos en la acera de enfrente: el café Japy.

No tenía ningún rumbo, ni esa noche ni en el resto de mi vida. Lo raro es que nunca pensé que ese rumbo podía estar en Barranquilla, y si iba allí era sólo por hablar de literatura y para agradecer de cuerpo presente la remesa de libros que me habían mandado a Sucre. De lo primero nos sobró, pero nada de lo segundo, a pesar de que lo intenté muchas veces, porque el grupo tenía un terror sacramental a la costumbre de dar o recibir las gracias entre nosotros mismos.

Germán Vargas improvisó aquella noche una comida de doce personas, entre las que había de todo, desde periodistas, pintores y notarios, hasta el gobernador del departamento, un típico conservador barranquillero, con su manera propia de discernir y gobernar. La mayoría se retiró pasada la medianoche y el resto se desbarató a migajas, hasta que sólo quedamos Alfonso, Germán y yo, con el gobernador, más o menos en el sano juicio en que solíamos estar en las madrugadas de la adolescencia.

En las largas conversaciones de aquella noche había recibido una lección sorprendente sobre el modo de ser de los gobernantes de la ciudad en los años sangrientos. Calculaba que entre los estragos de esa política bárbara los menos alentadores eran un número impresionante de refugiados sin techo ni pan en las ciudades.

– A este paso -concluyó-, mi partido, con el apoyo de las armas, quedará sin adversario en las próximas elecciones y dueño absoluto del poder.

La única excepción era Barranquilla, de acuerdo con una cultura de convivencia política que los propios conservadores locales compartían, y que había hecho de ella un refugio de paz en el ojo del huracán. Quise hacerle un reparo ético, pero él me frenó en seco con un gesto de la mano.

– Perdón -dijo-, esto no quiere decir que estemos al margen de la vida nacional. Al contrario: justo por nuestro pacifismo, el drama social del país se nos ha venido metiendo en puntas de pies por la puerta de atrás, y ya lo tenemos aquí adentro.

Entonces supe que había unos cinco mil refugiados venidos del interior en la peor miseria y no sabían cómo rehabilitarlos ni dónde esconderlos para que no se hiciera público el problema. Por primera vez en la historia de la ciudad había patrullas militares que montaban guardia en lugares críticos, y todo el mundo las veía, pero el gobierno lo negaba y la censura impedía que se denunciaran en la prensa.

Al amanecer, después de embarcar casi a rastras al señor gobernador, fuimos al Chop Suey, el desayunadero de los grandes amanecidos. Alfonso compró en el quiosco de la esquina tres ejemplares de El Heraldo, en cuya página editorial había una nota firmada por Puck, su seudónimo en la columna interdiaria. Era sólo un saludo para mí, pero Germán le tomó el pelo porque la nota decía que yo estaba allí de vacaciones informales.

– Lo mejor hubiera sido decir que se queda a vivir aquí para no escribir una nota de saludo y después otra de despedida -se burló Germán-. Menos gasto para un periódico tan tacaño como El Heraldo.

Ya en serio, Alfonso pensaba que no le iría mal a su sección editorial un columnista más. Pero Germán estaba indomable a la luz del amanecer.

– Será un quintacolumnista porque ya tienen cuatro.

Ninguno de ellos consultó mi disposición, como yo lo deseaba, para decirle que sí. No se habló más del tema. Ni fue necesario, porque Alfonso me dijo esa noche que había hablado con la dirección del periódico y les parecía bien la idea de un nuevo columnista, siempre que fuera bueno pero sin muchas pretensiones. En todo caso no podían resolver nada hasta después de las fiestas del Año Nuevo. De modo que me quedé con el pretexto del empleo, aunque en febrero me dijeran que no.

Загрузка...