3

Consumado el desastre de Aracataca, muerto el abuelo y extinguido lo que pudo quedar de sus poderes inciertos, quienes vivíamos de ellos estábamos a merced de las añoranzas. La casa se quedó sin alma desde que no volvió nadie en el tren. Mina y Francisca Simodosea permanecieron al amparo de Elvira Carrillo, que se hizo cargo de ellas con una devoción de sierva. Cuando la abuela acabó de perder la vista y la razón mis padres se la llevaron con ellos para que al menos tuviera mejor vida para morir. La tía Francisca, virgen y mártir, siguió siendo la misma de los desparpajos insólitos y los refranes ríspidos, que se negó a entregar las llaves del cementerio y la fábrica de hostias para consagrar, con la razón de que Dios la habría llamado si ésa fuera su voluntad. Un día cualquiera se sentó en la puerta de su cuarto con varias de sus sábanas inmaculadas y cosió su propia mortaja cortada a su medida, y con tanto primor que la muerte esperó más de dos semanas hasta que la tuvo terminada. Esa noche se acostó sin despedirse de nadie, sin enfermedad ni dolor algunos, y se echó a morir en su mejor estado de salud. Sólo después se dieron cuenta de que la noche anterior había llenado los formularios de defunción y cumplido los trámites de su propio entierro. Elvira Carrillo, que tampoco conoció varón por voluntad propia, se quedó sola en la soledad inmensa de la casa. A medianoche la despertaba el espanto de la tos eterna en los dormitorios vecinos, pero nunca le importó, porque estaba acostumbrada a compartir también las angustias de la vida sobrenatural.

Por el contrario, su hermano gemelo, Esteban Carrillo, se mantuvo lúcido y dinámico hasta muy viejo. En cierta ocasión en que desayunaba con él me acordé con todos los detalles visuales que a su padre habían tratado de tirarlo por la borda en la lancha de Ciénaga, levantado en hombros de la muchedumbre y manteado como Sancho Panza por los arrieros. Para entonces Papalelo había muerto, y le conté el recuerdo al tío Esteban porque me pareció divertido. Pero él se levantó de un salto, furioso porque no se lo hubiera contado a nadie tan pronto como ocurrió, y ansioso de que lograra identificar en la memoria al hombre que conversaba con el abuelo en aquella ocasión, para que le dijera quiénes eran los que trataron de ahogarlo. Tampoco entendía que Papalelo no se hubiera defendido, si era un buen tirador que durante dos guerras civiles había estado muchas veces en la línea de fuego, que dormía con el revólver debajo de la almohada, y que ya en tiempos de paz había matado en duelo a un enemigo. En todo caso, me dijo Esteban, nunca sería tarde para que él y sus hermanos castigaran la afrenta. Era la ley guajira: el agravio a un miembro de la familia tenían que pagarlo todos los varones de la familia del agresor. Tan decidido estaba mi tío Esteban, que se sacó el revólver del cinto y lo puso en la mesa para no perder tiempo mientras acababa de interrogarme. Desde entonces, cada vez que nos encontrábamos en nuestras errancias le volvía la esperanza de que me hubiera acordado. Una noche se presentó en mi cubículo del periódico, por la época en que yo andaba escudriñando el pasado de la familia para una primera novela que no terminé, y me propuso que hiciéramos juntos una investigación del atentado. Nunca se rindió. La última vez que lo vi en Cartagena de Indias, ya viejo y con el corazón agrietado, se despidió de mí con una sonrisa triste:

– No sé cómo has podido ser escritor con tan mala memoria.

Cuando no hubo nada más que hacer en Aracataca, mi padre nos llevó a vivir en Barranquilla una vez más, para instalar otra farmacia sin un centavo de capital, pero con un buen crédito de los mayoristas que habían sido socios suyos en negocios anteriores. No era la quinta botica, como decíamos en familia, sino la única de siempre que llevábamos de una ciudad a otra según los pálpitos comerciales de papá: dos veces en Barranquilla, dos en Aracataca y una en Sincé. En todas había tenido beneficios precarios y deudas salvables. La familia sin abuelos ni tíos ni criados se redujo entonces a los padres y los hijos, que ya éramos seis -tres varones y tres mujeres- en nueve años de matrimonio.

Me sentí muy inquieto por esa novedad en mi vida. Había estado en Barranquilla varias veces para visitar a mis padres, de niño y siempre de paso, y mis recuerdos de entonces son muy fragmentarios. La primera visita fue a los tres años, cuando me llevaron para el nacimiento de mi hermana Margot. Recuerdo el tufo de fango del puerto al amanecer, el coche de un caballo cuyo auriga espantaba con su látigo a los maleteros que trataban de subirse en el pescante en las calles desoladas y polvorientas. Recuerdo las paredes ocres y las maderas verdes de puertas y ventanas de la casa de maternidad donde nació la niña, y el fuerte aire de medicina que se respiraba en el cuarto. La recién nacida estaba en una cama de hierro muy sencilla al fondo de una habitación desolada, con una mujer que sin duda era mi madre, y de la que sólo consigo recordar una presencia sin rostro que me tendió una mano lánguida, y suspiró:

– Ya no te acuerdas de mí.

Nada más. Pues la primera imagen concreta que tengo de ella es de varios años después, nítida e indudable, pero no he logrado situarla en el tiempo. Debió ser en alguna visita que hizo a Aracataca después del nacimiento de Aída Rosa, mi segunda hermana. Yo estaba en el patio, jugando con un cordero recién nacido que Santos Villero me había llevado en brazos desde Fonseca, cuando llegó corriendo la tía Mama y me avisó con un grito que me pareció de espanto:

– ¡Vino tu mamá!

Me llevó casi a rastras hasta la sala, donde todas las mujeres de la casa y algunas vecinas estaban sentadas como en un velorio en sillas alineadas contra las paredes. La conversación se interrumpió por mi entrada repentina. Permanecí petrificado en la puerta, sin saber cuál de todas era mi madre, hasta que ella me abrió los brazos con la voz más cariñosa de que tengo memoria:

– ¡Pero si ya eres un hombre!

Tenía una bella nariz romana, y era digna y pálida, y más distinguida que nunca por la moda del año: vestido de seda color de marfil con el talle en las caderas, collar de perlas de varias vueltas, zapatos plateados de trabilla y tacón alto, y un sombrero de paja fina con forma de campana como los del cine mudo. Su abrazo me envolvió con el olor propio que le sentí siempre, y una ráfaga de culpa me estremeció de cuerpo y alma, porque sabía que mi deber era quererla pero sentí que no era cierto.

En cambio, el recuerdo más antiguo que conservo de mi padre es comprobado y nítido del 1 de diciembre de 1934, día en que cumplió treinta y tres años. Lo vi entrar caminando a zancadas rápidas y alegres en la casa de los abuelos en Cataca, con un vestido entero de lino blanco y el sombrero canotié. Alguien que lo felicitó con un abrazo le preguntó cuántos años cumplía. Su respuesta no la olvidé nunca porque en el momento no la entendí:

– La edad de Cristo.

Siempre me he preguntado por qué aquel recuerdo me parece tan antiguo, si es indudable que para entonces debía haber estado con mi padre muchas veces.

Nunca habíamos vivido en una misma casa, pero después del nacimiento de Margot adoptaron mis abuelos la costumbre de llevarme a Barranquilla, de modo que cuando nació Aida Rosa ya era menos extraño. Creo que fue una casa feliz. Allí tuvieron una farmacia, y más adelante abrieron otra en el centro comercial. Volvimos a ver a la abuela Argemira -la mamá Gime- y a dos de sus hijos, Julio y Ena, que era muy bella, pero famosa en la familia por su mala suerte. Murió a los veinticinco años, no se sabe de qué, y todavía se dice que fue por el maleficio de un novio contrariado. A medida que crecíamos, la mamá Gime seguía pareciéndome más simpática y deslenguada.

En esa misma época mis padres me causaron un percance emocional que me dejó una cicatriz difícil de borrar. Fue un día en que mi madre sufrió una ráfaga de nostalgia y se sentó a teclear en el piano «Cuando el baile se acabó», el valse histórico de sus amores secretos, y a papá se le ocurrió la travesura romántica de desempolvar el violín para acompañarla, aunque le faltaba una cuerda. Ella se acopló fácil a su estilo de madrugada romántica, y tocó mejor que nunca, hasta que lo miró complacida por encima del hombro y se dio cuenta de que él tenía los ojos húmedos de lágrimas. «¿De quién te estás acordando?», le preguntó mi madre con una inocencia feroz. «De la primera vez que lo tocamos juntos», contestó él, inspirado por el valse. Entonces mi madre dio un golpe de rabia con ambos puños en el teclado.

– ¡No fue conmigo, jesuita! -gritó a toda voz-.Tú sabes muy bien con quién lo tocaste y estás llorando por ella.

No dijo el nombre, ni entonces ni nunca más, pero el grito nos petrificó de pánico a todos en distintos sitios de la casa. Luis Enrique y yo, que siempre tuvimos razones ocultas para temer, nos escondimos debajo de las camas. Aida huyó a la casa vecina y Margot contrajo una fiebre súbita que la mantuvo en delirio por tres días. Aun los hermanos menores estaban acostumbrados a aquellas explosiones de celos de mi madre, con los ojos en llamas y la nariz romana afilada como un cuchillo. La habíamos visto descolgar con una rara serenidad los cuadros de la sala y estrellarlos uno tras otro contra el piso en una estrepitosa granizada de vidrio. La habíamos sorprendido olfateando las ropas de papá pieza por pieza antes de echarlas en el canasto de lavar. Nada más sucedió después de la noche del dueto trágico, pero el afinador florentino se llevó el piano para venderlo, y el violín -con el revólver- acabó de pudrirse en el ropero.

Barranquilla era entonces una adelantada del progreso civil, el liberalismo manso y la convivencia política. Factores decisivos de su crecimiento y su prosperidad fueron el término de más de un siglo de guerras civiles que asolaron el país desde la independencia de España, y más tarde el derrumbe de la zona bananera malherida por la represión feroz que se ensañó contra ella después de la huelga grande.

Sin embargo, hasta entonces nada podía contra el espíritu emprendedor de sus gentes. En 1919, el joven industrial Mario Santodomingo -el padre de Julio Mario- se había ganado la gloria cívica de inaugurar el correo aéreo nacional con cincuenta y siete cartas en un saco de lona que tiró en la playa de Puerto Colombia, a cinco leguas de Barranquilla, desde un avión elemental piloteado por el norteamericano William Knox Martin. Al término de la primera guerra mundial llegó un grupo de aviadores alemanes -entre ellos Helmuth von Krohn- que establecieron las rutas aéreas con Junkers F-13, los primeros anfibios que recorrían el río Magdalena como saltamontes providenciales con seis pasajeros intrépidos y las sacas del correo. Ese fue el embrión de la Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aéreos -SCADTA-, una de las más antiguas del mundo.

Nuestra última mudanza para Barranquilla no fue para mí un simple cambio de ciudad y de casa, sino un cambio de papá a los once años. El nuevo era un gran hombre, pero con un sentido de la autoridad paterna muy distinto del que nos había hecho felices a Margarita y a mí en la casa de los abuelos. Acostumbrados a ser dueños y señores de nosotros mismos, nos costó mucho trabajo adaptarnos a un régimen ajeno. Por su lado más admirable y conmovedor, papá fue un autodidacta absoluto, y el lector más voraz que he conocido, aunque también el menos sistemático. Desde que renunció a la escuela de medicina se consagró a estudiar a solas la homeopatía, que en aquel tiempo no requería formación académica, y obtuvo su licencia con honores. Pero en cambio no tenía el temple de mi madre para sobrellevar las crisis. Las peores las pasó en la hamaca de su cuarto leyendo cuanto papel impreso le cayera en las manos y resolviendo crucigramas. Pero su problema con la realidad era insoluble. Tenía una devoción casi mítica por los ricos, pero no por los inexplicables sino por los que habían hecho su dinero a fuerza de talento y honradez. Desvelado en su hamaca aun a pleno día, acumulaba fortunas colosales en la imaginación con empresas tan fáciles que no entendía cómo no se le habían ocurrido antes. Le gustaba citar como ejemplo la riqueza más rara de que tuvo noticia en el Darién: doscientas leguas de puercas paridas. Sin embargo, esos emporios insólitos no se encontraban en los lugares donde vivíamos, sino en paraísos extraviados de los que había oído hablar en sus errancias de telegrafista. Su irrealismo fatal nos mantuvo en vilo entre descalabros y reincidencias, pero también con largas épocas en que no nos cayeron del cielo ni las migajas del pan de cada día. En todo caso, tanto en las buenas como en las malas, nuestros padres nos enseñaron a que celebráramos las unas o soportáramos las otras con una sumisión y una dignidad de católicos a la antigua.

La única prueba que me faltaba era viajar solo con mi papá, y la tuve completa cuando me llevó a Barranquilla para que lo ayudara a instalar la farmacia y a preparar el desembarco de la familia. Me sorprendió que a solas me tratara como a una persona mayor, con cariño y respeto, hasta el punto de encomendarme tareas que no parecían fáciles para mis años, pero las hice bien y encantado, aunque él no estuvo siempre de acuerdo. Tenía la costumbre de contarnos historias de la niñez en su pueblo natal, pero las repetía año con año para los nuevos nacidos, de modo que iban perdiendo gracia para los que ya las conocíamos. Hasta el punto de que los mayores nos levantábamos cuando empezaba a contarlas de sobremesa. Luis Enrique, en uno más de sus ataques de franqueza, lo ofendió cuando dijo al retirarse:

– Me avisan cuando vuelva a morirse el abuelo.

Aquellos arranques tan espontáneos exasperaban a mi padre y se sumaban a los motivos que ya estaba acumulando para mandar a Luis Enrique al reformatorio de Medellín. Pero conmigo en Barranquilla se volvió otro. Archivó el repertorio de anécdotas populares y me contaba episodios interesantes de su vida difícil con su madre, de la tacañería legendaria de su padre y de sus dificultades para estudiar. Aquellos recuerdos me permitieron soportar mejor algunos de sus caprichos y entender algunas de sus incomprensiones.

En esa época hablamos de libros leídos y por leer, e hicimos en los puestos leprosos del mercado público una buena cosecha de historietas de Tarzán y de detectives y guerras del espacio. Pero también estuve a punto de ser víctima de su sentido práctico, sobre todo cuando decidió que hiciéramos una sola comida al día. Nuestro primer tropiezo lo sufrimos cuando me sorprendió rellenando con gaseosas y panes de dulce los huecos del atardecer siete horas después del almuerzo, y no supe decirle de dónde había sacado la plata para comprarlos. No me atreví a confesarle que mi madre me había dado algunos pesos a escondidas en previsión del régimen trapense que él imponía en sus viajes. Aquella complicidad con mi madre se prolongó mientras ella dispuso de medios. Cuando fui interno a la escuela secundaria me ponía en la maleta cosas diversas de baño y tocador, y una fortuna de diez pesos dentro de una caja de jabón de Reuter con la ilusión de que la abriera en un momento de apuro. Así fue, pues mientras estudiábamos lejos de casa cualquier momento era ideal para encontrar diez pesos.

Papá se las arreglaba para no dejarme solo de noche en la farmacia de Barranquilla, pero sus soluciones no eran siempre las más divertidas para mis doce años. Las visitas nocturnas a familias amigas se me hacían agotadoras, porque las que tenían hijos de mi edad los obligaban a acostarse a las ocho y me dejaban atormentado por el aburrimiento y el sueño en el yermo de las chacharas sociales. Una noche debí quedarme dormido en la visita a la familia de un médico amigo y no supe cómo ni a qué hora desperté caminando por una calle desconocida. No tenía la menor idea de dónde estaba, ni cómo había llegado hasta allí, y sólo pudo entenderse como un acto de sonambulismo. No había ningún precedente familiar ni se repitió hasta hoy, pero sigue siendo la única explicación posible. Lo primero que me sorprendió al despertar fue la vitrina de una peluquería con espejos radiantes donde atendían a tres o cuatro clientes bajo un reloj a las ocho y diez, que era una hora impensable para que un niño de mi edad estuviera solo en la calle. Aturdido por el susto confundí los nombres de la familia donde estábamos de visita y recordaba mal la dirección de la casa, pero algunos transeúntes pudieron atar cabos para llevarme a la dirección correcta. Encontré el vecindario en estado de pánico por toda clase de conjeturas sobre mi desaparición. Lo único que sabían de mí era que me había levantado de la silla en medio de la conversación y pensaron que había ido al baño. La explicación del sonambulismo no convenció a nadie, y menos a mi padre, que lo entendió sin más vueltas como una travesura que me salió mal. Por fortuna logré rehabilitarme días después en otra casa donde me dejó una noche mientras asistía a una comida de negocios. La familia en pleno sólo estaba pendiente de un concurso popular de adivinanzas de la emisora Atlántico, que aquella vez parecía insoluble: «¿Cuál es el animal que al voltearse cambia de nombre?». Por un raro milagro yo había leído la respuesta aquella misma tarde en la última edición del Almanaque Bristol y me pareció un mal chiste: el único animal que cambia de nombre es el escarabajo, porque al voltearse se convierte en escararriba. Se lo dije en secreto a una de las niñas de la casa, y la mayor se precipitó al teléfono y dio la respuesta a la emisora Atlántico. Ganó el primer premio, que habría alcanzado para pagar tres meses del alquiler de la casa: cien pesos. La sala se llenó de vecinos bulliciosos que habían escuchado el programa y se precipitaron a felicitar a las ganadoras, pero lo que le interesaba a la familia, más que el dinero, era la victoria en sí misma en un concurso que hizo época en la radio de la costa caribe. Nadie se acordó de que yo estaba ahí. Cuando papá volvió a recogerme se sumó al júbilo familiar, y brindó por la victoria, pero nadie le contó quién había sido el verdadero ganador.

Otra conquista de aquella época fue el permiso de mi padre para ir solo a la matine de los domingos en el teatro Colombia. Por primera vez se pasaban seriales con un episodio cada domingo, y se creaba una tensión que no permitía tener un instante de sosiego durante la semana. La invasión de Mongo fue la primera epopeya interplanetaria que sólo pude reemplazar en mi corazón muchos años después con la Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Sin embargo, el cine argentino, con las películas de Carlos Gardel y Libertad Lamarque, terminó por derrotar a todos.

En menos de dos meses terminamos de armar la farmacia y conseguimos y amueblamos la residencia de la familia. La primera era una esquina muy concurrida en el puro centro comercial y a sólo cuatro cuadras del paseo Bolívar. La residencia, por el contrario, estaba en una calle marginal del degradado y alegre Barrio Abajo, pero el precio del alquiler no correspondía a lo que era sino a lo que pretendía: una quinta gótica pintada de alfajores amarillos y rojos, y con dos alminares de guerra.

El mismo día en que nos entregaron el local de la farmacia colgamos las hamacas en los horcones de la trastienda y allí dormíamos a fuego lento en una sopa de sudor. Cuando ocupamos la residencia descubrimos que no había argollas para hamacas, pero tendimos los colchones en el suelo y dormimos lo mejor posible desde que conseguimos un gato prestado para ahuyentar los ratones. Cuando llegó mi madre con el resto de la tropa, el mobiliario estaba todavía incompleto y no había útiles de cocina ni muchas otras cosas para vivir.

A pesar de sus pretensiones artísticas, la casa era ordinaria y apenas suficiente para nosotros, con sala, comedor, dos dormitorios y un patiecito empedrado. En rigor no debía valer un tercio del alquiler que pagábamos por ella. Mi madre se espantó al verla, pero el esposo la tranquilizó con el señuelo de un porvenir dorado. Así fueron siempre. Era imposible concebir dos seres tan distintos que se entendieran tan bien y se quisieran tanto.

El aspecto de mi madre me impresionó. Estaba encinta por séptima vez, y me pareció que sus párpados y sus tobillos estaban tan hinchados corno su cintura. Entonces tenía treinta y tres años y era la quinta casa que amueblaba. Me impresionó su mal estado de ánimo, que se agravó desde la primera noche, aterrada por la idea que ella misma inventó, sin fundamento alguno, de que allí había vivido la Mujer X antes de que la acuchillaran. El crimen se había cometido hacía siete años, en la estancia anterior de mis padres, y fue tan aterrador que mi madre se había propuesto no volver a vivir en Barranquilla. Tal vez lo había olvidado cuando regresó aquella vez, pero le volvió de golpe desde la primera noche en una casa sombría en la que había detectado al instante un cierto aire del castillo de Drácula.

La primera noticia de la Mujer X había sido el hallazgo del cuerpo desnudo e irreconocible por su estado de descomposición. Apenas se pudo establecer que era una mujer menor de treinta años, de cabello negro y rasgos atractivos. Se creyó que la habían enterrado viva porque tenía la mano izquierda sobre los ojos con un gesto de terror, y el brazo derecho alzado sobre la cabeza. La única pista posible de su identidad eran dos cintas azules y una peineta adornada con lo que pudo ser un peinado de trenzas. Entre las muchas hipótesis, la que pareció más probable fue la de una bailarina francesa de vida fácil que había desaparecido desde la fecha posible del crimen.

Barranquilla tenía la fama justa de ser la ciudad más hospitalaria y pacífica del país, pero con la desgracia de un crimen atroz cada año. Sin embargo, no había precedentes de uno que hubiera estremecido tanto y por tanto tiempo a la opinión pública como el de la acuchillada sin nombre. El diario La Prensa, uno de los más importantes del país en aquel tiempo, se tenía como el pionero de las historietas gráficas dominicales -Buck Rogers,Tarzán de los Monos-, pero desde sus primeros años se impuso como uno de los grandes precursores de la crónica roja. Durante varios meses mantuvo en vilo a la ciudad con grandes titulares y revelaciones sorprendentes que hicieron famoso en el país, con razón o sin ella, al cronista olvidado.

Las autoridades trataban de reprimir sus informaciones con el argumento de que entorpecían la investigación, pero los lectores terminaron por creer menos en ellas que en las revelaciones de La Prensa. La confrontación los mantuvo con el alma en un hilo durante varios días, y por lo menos una vez obligó a los investigadores a cambiar de rumbo. La imagen de la Mujer X estaba entonces implantada con tanta fuerza en la imaginación popular, que en muchas casas se aseguraban las puertas con cadenas y se mantenían vigilancias nocturnas especiales, en previsión de que el asesino suelto intentara proseguir su programa de crímenes atroces, y se dispuso que las adolescentes no salieran solas de su casa después de las seis de la tarde.

La verdad, sin embargo, no la descubrió nadie, sino que fue revelada al cabo de algún tiempo por el mismo autor del crimen, Efraín Duncan, quien confesó haber matado a su esposa, Ángela Hoyos, en la fecha calculada por Medicina Legal, y haberla enterrado en el lugar donde encontraron el cadáver acuchillado. Los familiares reconocieron las cintas color azul y la peineta que llevaba Ángela cuando salió de casa con su esposo el 5 de abril para un supuesto viaje a Calamar. El caso se cerró sin más dudas por una casualidad final e inconcebible que parecía sacada de la manga por un autor de novelas fantásticas: Ángela Hoyos tenía una hermana gemela exacta a ella que permitió identificarla sin ninguna duda.

El mito de la Mujer X se vino abajo convertido en un crimen pasional corriente, pero el misterio de la hermana idéntica quedó flotando en las casas, porque llegó a pensarse que fuera la misma Mujer X devuelta a la vida por artes de brujería. Las puertas se cerraban con trancas y parapetos de muebles para impedir que entrara en la noche el asesino fugado de la cárcel con recursos de magia. En los barrios de ricos se pusieron de moda los perros de caza amaestrados contra asesinos capaces de atravesar paredes. En realidad, mi madre no logró superar el miedo hasta que los vecinos la convencieron de que la casa del Barrio Abajo no había sido construida en tiempos de la Mujer X.

El 10 de julio de 1939 mi madre dio a luz una niña con un bello perfil de india, a la que bautizaron con el nombre de Rita por la devoción inagotable que se tenía en la casa por santa Rita de Casia, fundada, entre otras muchas gracias, en la paciencia con que sobrellevó el mal carácter del marido extraviado. Mi madre nos contaba que éste llegó una noche a su casa, enloquecido por el alcohol, un minuto después de que una gallina había plantado su cagarruta en la mesa del comedor. Sin tiempo de limpiar el mantel inmaculado, la esposa alcanzó a taparla con un plato para evitar que la viera el marido, y se apresuró a distraerlo con la pregunta de rigor:

– ¿Qué quieres comer?

El hombre soltó un gruñido:

– Mierda.

La esposa levantó entonces el plato y le dijo con su santa dulzura:

– Aquí la tienes.

La historia dice que el propio marido se convenció entonces de la santidad de la esposa y se convirtió a la fe de Cristo.

La nueva botica de Barranquilla fue un fracaso espectacular, atenuado apenas por la rapidez con que mi padre lo presintió. Después de varios meses de defenderse al por menor, abriendo dos huecos para tapar uno, se reveló más errático de lo que parecía hasta entonces. Un día hizo sus alforjas y se fue a buscar las fortunas yacentes en los pueblos menos pensados del río Magdalena. Antes de irse me llevó con sus socios y amigos y les hizo saber con una cierta solemnidad que a falta de él estaría yo. Nunca supe si lo dijo en chanza, como le gustaba decirlo aun en ocasiones graves, o si lo dijo en serio como le divertía decirlo en ocasiones banales. Supongo que cada quien lo entendió como quiso, pues a los doce años yo era raquítico y pálido y apenas bueno para dibujar y cantar. La mujer que nos fiaba la leche le dijo a mi madre delante de todos, y de mí, sin una pizca de maldad:

– Perdone que se lo diga, señora, pero creo que este niño no se le va a criar.

El susto me dejó por largo tiempo a la espera de una muerte repentina, y soñaba a menudo que al mirarme en el espejo no me veía a mí mismo sino a un ternero de vientre. El médico de la escuela me diagnosticó paludismo, amigdalitis y bilis negra por el abuso de lecturas mal dirigidas. No traté de aliviar la alarma de nadie. Al contrario, exageraba mi condición de minusválido para eludir deberes. Sin embargo, mi padre se saltó la ciencia a la torera y antes de irse me proclamó responsable de casa y familia durante su ausencia:

– Como si fuera yo mismo.

El día del viaje nos reunió en la sala, nos dio instrucciones y regaños preventivos por lo que pudiéramos hacer mal en ausencia suya, pero nos dimos cuenta de que eran artimañas para no llorar. Nos dio una moneda de cinco centavos a cada uno, que era una pequeña fortuna para cualquier niño de entonces, y nos prometió cambiárnoslas por dos iguales si las teníamos intactas a su regreso. Por último se dirigió a mí con un tono evangélico:

– En tus manos los dejo, en tus manos los encuentre.

Me partió el alma verlo salir de la casa con las polainas de montar y las alforjas al hombro, y fui el primero que se rindió a las lágrimas cuando nos miró por última vez antes de doblar la esquina y se despidió con la mano. Sólo entonces, y para siempre, me di cuenta de cuánto lo quería.

No fue difícil cumplir su encargo. Mi madre empezaba a acostumbrarse a aquellas soledades intempestivas e inciertas y las manejaba a disgusto pero con una gran facilidad. La cocina y el orden de la casa hicieron necesario que hasta los menores ayudaran en las tareas domésticas, y lo hicieron bien. Por esa época tuve mi primer sentimiento de adulto cuando me di cuenta de que mis hermanos empezaron a tratarme como a un tío.

Nunca logré manejar la timidez. Cuando tuve que afrontar en carne viva la encomienda que nos dejó el padre errante, aprendí que la timidez es un fantasma invencible. Cada vez que debía solicitar un crédito, aun de los acordados de antemano en tiendas de amigos, me demoraba horas alrededor de la casa, reprimiendo las ganas de llorar y los apremios del vientre, hasta que me atrevía por fin con las mandíbulas tan apretadas que no me salía la voz. No faltaba algún tendero sin corazón que acabara de aturdirme: «Niño pendejo, no se puede hablar con la boca cerrada». Más de una vez regrese a casa con las manos vacías y una excusa inventada por mí. Pero nunca volví a ser tan desgraciado como la primera vez que quise hablar por teléfono en la tienda de la esquina. El dueño me ayudó con la operadora, pues aún no existía el servicio automático. Sentí el soplo de la muerte cuando me dio la bocina. Esperaba una voz servicial y lo que oí fue el ladrido de alguien que hablaba en la oscuridad al mismo tiempo que yo. Pensé que mi interlocutor tampoco me entendía y alcé la voz hasta donde pude. El otro, enfurecido, elevó también la suya:

– ¡Y tú, por qué carajo me gritas!

Colgué aterrado. Debo admitir que a pesar de mi fiebre de comunicación tengo que reprimir todavía el pavor al teléfono y al avión, y no sé si me venga de aquellos días. ¿Cómo podía llegar a hacer algo? Por fortuna, mamá repetía a menudo la respuesta: «Hay que sufrir para servir».

La primera noticia de papá nos llegó a las dos semanas en una carta más destinada a entretenernos que a informarnos de nada. Mi madre lo entendió así y aquel día lavó los platos cantando para subirnos la moral. Sin mi papá era distinta: se identificaba con las hijas como si fuera una hermana mayor. Se acomodaba a ellas tan bien que era la mejor en los juegos infantiles, aun con las muñecas, y llegaba a perder los estribos y se peleaba con ellas de igual a igual. En el mismo sentido de la primera llegaron otras dos cartas de mi papá con proyectos tan promisorios que nos ayudaron a dormir mejor.

Un problema grave era la rapidez con que se nos quedaba la ropa. A Luis Enrique no lo heredaba nadie, ni hubiera sido posible porque llegaba de la calle arrastrado y con el vestido en piltrafas, y nunca entendimos por qué. Mi madre decía que era como si caminara por entre alambradas de púas. Las hermanas -entre siete y nueve años- se las arreglaban unas con otras como podían con prodigios de ingenio, y siempre he creído que las urgencias de aquellos días las volvieron adultas prematuras. Aída era recursiva y Margot había superado en gran parte su timidez y se mostró cariñosa y servicial con la recién nacida. El más difícil fui yo, no sólo porque tenía que hacer diligencias distinguidas, sino porque mi madre, protegida por el entusiasmo de todos, asumió el riesgo de mermar los fondos domésticos para matricularme en la escuela Cartagena de Indias, a unas diez cuadras a pie desde la casa.

De acuerdo con la convocatoria, unos veinte aspirantes acudimos a las ocho de la mañana para el concurso de ingreso. Por fortuna no era un examen escrito, sino que había tres maestros que nos llamaban en el orden en que nos habíamos inscrito la semana anterior, y hacían un examen sumario de acuerdo con nuestros certificados de estudios anteriores. Yo era el único que no los tenía, por falta de tiempo para pedirlos al Montessori y a la escuela primaria de Aracataca, y mi madre pensaba que no sería admitido sin papeles. Pero decidí hacerme el loco. Uno de los maestros me sacó de la fila cuando le confesé que no los tenía, pero otro se hizo cargo de mi suerte y me llevó a su oficina para examinarme sin requisito previo. Me preguntó qué cantidad era una gruesa, cuántos años eran un lustro y un milenio, me hizo repetir las capitales de los departamentos, los principales ríos nacionales y los países limítrofes. Todo me pareció de rutina hasta que me preguntó qué libros había leído. Le llamó la atención que citara tantos y tan variados a mi edad, y que hubiera leído Las mil y una noches, en una edición para adultos en la que no se habían suprimido algunos de los episodios escabrosos que escandalizaban al padre Angarita. Me sorprendió saber que era un libro importante, pues siempre había pensado que los adultos serios no podían creer que salieran genios de las botellas o que las puertas se abrieran al conjuro de las palabras. Los aspirantes que habían pasado antes de mí no habían tardado más de un cuarto de hora cada uno, admitidos o rechazados, y yo estuve más de media hora conversando con el maestro sobre toda clase de temas. Revisamos juntos un estante de libros apretujados detrás de su escritorio, en el que se distinguía por su número y esplendor El tesoro de la juventud, del cual había oído hablar, pero el maestro me convenció de que a mi edad era más útil el Quijote. No lo encontró en la biblioteca, pero me prometió prestármelo más tarde. Al cabo de media hora de comentarios rápidos sobre Simbad el Marino o Robinson Crusoe, me acompañó hasta la salida sin decirme si estaba admitido. Pensé que no, por supuesto, pero en la terraza me despidió con un apretón de mano hasta el lunes a las ocho de la mañana, para matricularme en el curso superior de la escuela primaria: el cuarto año.

Era el director general. Se llamaba Juan Ventura Casalins y lo recuerdo como a un amigo de la infancia, sin nada de la imagen terrorífica que se tenía de los maestros de la época. Su virtud inolvidable era tratarnos a todos como adultos iguales, aunque todavía me parece que se ocupaba de mí con una atención particular. En las clases solía hacerme más preguntas que a los otros, Y me ayudaba para que mis respuestas fueran certeras y fáciles. Me permitía llevarme los libros de la biblioteca escolar para leerlos en casa. Dos de ellos, La isla del tesoro y El conde de Montecristo, fueron mi droga feliz en aquellos años pedregosos. Los devoraba letra por letra con la ansiedad de saber qué pasaba en la línea siguiente y al mismo tiempo con la ansiedad de no saberlo para no romper el encanto. Con ellos, como con Las mil y una noches, aprendí para no olvidarlo nunca que sólo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos.

En cambio, mi lectura del Quijote me mereció siempre un capítulo aparte, porque no me causó la conmoción prevista por el maestro Casalins. Me aburrían las peroratas sabias del caballero andante y no me hacían la menor gracia las burradas del escudero, hasta el extremo de pensar que no era el mismo libro de que tanto se hablaba. Sin embargo, me dije que un maestro tan sabio como el nuestro no podía equivocarse, y me esforcé por tragármelo como un purgante a cucharadas. Hice otras tentativas en el bachillerato, donde tuve que estudiarlo como tarea obligatoria, y lo aborrecí sin remedio, hasta que un amigo me aconsejó que lo pusiera en la repisa del inodoro y tratara de leerlo mientras cumplía con mis deberes cotidianos. Sólo así lo descubrí, como una deflagración, y lo gocé al derecho y al revés hasta recitar de memoria episodios enteros.

Aquella escuela providencial me dejó además recuerdos históricos de una ciudad y una época irrecuperables. Era la única casa en la cúspide de una colina verde, desde cuya terraza se divisaban los dos extremos del mundo. A la izquierda, el barrio del Prado, el más distinguido y caro, que desde la primera visión me pareció una copia fiel del gallinero electrificado de la United Fruit Company. No era casual: lo estaba construyendo una empresa de urbanistas norteamericanos con sus gustos y normas y precios importados, y era una atracción turística infalible para el resto del país. A la derecha, en cambio, el arrabal polvoriento de nuestro Barrio Abajo, con las calles de polvo ardiente y las casas de bahareque con techos de palma que nos recordaban a toda hora que éramos nada más que mortales de carne y hueso. Por fortuna, desde la terraza de la escuela teníamos una visión panorámica del futuro: el delta histórico del río Magdalena, que es uno de los grandes del mundo, y el piélago gris de las Bocas de Ceniza.

El 28 de mayo de 1935 vimos el petrolero Taralite, de bandera canadiense que entró con bramidos de júbilo por los tajamares de roca viva y atracó en el puerto de la ciudad entre estruendos de música y cohetes al mando del capitán D. F. McDonald. Así culminó una proeza cívica de muchos años y muchos pesos para convertir a Barranquilla en el único puerto marítimo y fluvial del país.

Poco después, un avión al mando del capitán Nicolás Reyes Manotas pasó rozando las azoteas en busca de un claro para un aterrizaje de emergencia, no sólo para salvar el propio pellejo sino el de los cristianos con los que tropezara en su caída. Era uno de los pioneros de la aviación colombiana. El avión primitivo se lo habían regalado en México, y lo llevó en solitario de punta a punta de la América Central. Una muchedumbre concentrada en el aeropuerto de Barranquilla le había preparado una bienvenida triunfal con pañuelos y banderas y la banda de músicos, pero Reyes Manotas quiso dar otras dos vueltas de saludo sobre la ciudad y sufrió un fallo de motor. Alcanzó a recuperarlo con una pericia de milagro para aterrizar en la azotea de un edificio del centro comercial, pero quedó enredado en los cables de la electricidad y colgado de un poste. Mi hermano Luis Enrique y yo lo perseguimos entre la multitud alborotada hasta donde nos dieron las fuerzas, pero sólo alcanzamos a ver al piloto cuando ya lo habían desembarcado a duras penas pero sano y salvo y con una ovación de héroe.

La ciudad tuvo también la primera emisora de radio, un acueducto moderno que se convirtió en una atracción turística y pedagógica para mostrar el novedoso proceso de purificación de las aguas, y un cuerpo de bomberos cuyas sirenas y campanas eran una fiesta para niños y adultos desde que empezaban a oírse. También entraron por allí los primeros automóviles convertibles que se lanzaban por las calles a velocidades de locos y se hacían tortilla en las nuevas carreteras pavimentadas. La agencia funeraria La Equitativa, inspirada por el humor de la muerte, colocó un anuncio enorme a la salida de la ciudad: «No corra, nosotros lo esperamos».

En las noches, cuando no había más refugio que la casa, mi madre nos reunía para leernos las cartas de papá. La mayoría eran obras maestras de distracción, pero hubo una muy explícita sobre el entusiasmo que despertaba la homeopatía entre la gente mayor del bajo Magdalena. «Hay casos aquí que parecerían milagros», decía mi padre. A veces nos dejaba la impresión de que muy pronto iba a revelarnos algo grande, pero lo que seguía era otro mes de silencio. En la Semana Santa, cuando dos hermanos menores contrajeron una varicela perniciosa, no tuvimos modo de comunicarnos con él porque ni los baquianos más diestros sabían de su rastro.

Fue en aquellos meses cuando entendí en la vida real una de las palabras más usadas por mis abuelos: la pobreza. Yo la interpretaba como la situación que vivíamos en su casa desde que empezó a desmantelarse la compañía bananera. Se quejaban de ella a todas horas. Ya no eran dos y hasta tres turnos en la mesa, como antes, sino un turno único. Por no renunciar al rito sagrado de los almuerzos, aun cuando ya no tenían recursos para mantenerlos, terminaron por comprar la comida en las fondas del mercado, que era buena y mucho más barata, y con la sorpresa de que a los niños nos gustaba más. Pero se acabaron para siempre cuando Mina supo que algunos comensales asiduos resolvieron no volver a casa porque ya no se comía tan bien como antes.

La pobreza de mis padres en Barranquilla, por el contrario, era agotadora, pero me permitió la fortuna de hacer una relación excepcional con mi madre. Sentía por ella, más que el amor filial comprensible, una admiración pasmosa por su carácter de leona callada pero feroz frente a la adversidad, y por su relación con Dios, que no parecía de sumisión sino de combate. Dos virtudes ejemplares que le infundieron en la vida una confianza que nunca le falló. En los peores momentos se reía de sus propios recursos providenciales. Como la vez en que compró una rodilla de buey y la hirvió día tras día para el caldo cotidiano cada vez más aguado, hasta que ya no dio para más. Una noche de tempestad pavorosa se gastó la manteca de cerdo de todo el mes para hacer mechones de trapo, pues la luz se fue hasta el amanecer y ella misma les había inculcado a los menores el miedo a la oscuridad para que no se movieran de la cama.

Mis padres visitaban al principio a las familias amigas emigradas de Aracataca por la crisis del banano y el deterioro del orden público. Eran visitas circulares en las que se giraba siempre sobre los temas de la desgracia que se había cebado en el pueblo. Pero cuando la pobreza nos apretó a nosotros en Barranquilla no volvimos a quejarnos en casa ajena. Mi madre redujo su reticencia a una sola frase: «La pobreza se nota en los ojos».

Hasta los cinco años, la muerte había sido para mí un fin natural que les sucedía a los otros. Las delicias del cielo y los tormentos del infierno sólo me parecían lecciones para aprender de memoria en el catecismo del padre Astete. Nada tenían que ver conmigo, hasta que aprendí de soslayo en un velorio que los piojos estaban escapando del cabello del muerto y caminaban sin rumbo por las almohadas. Lo que me inquietó desde entonces no fue el miedo de la muerte sino la vergüenza de que también a mí se me escaparan los piojos a la vista de mis deudos en mi velorio. Sin embargo, en la escuela primaria de Barranquilla no me di cuenta de que estaba cundido de piojos hasta que ya había contagiado a toda la familia. Mi madre dio entonces una prueba más de su carácter. Desinfectó a los hijos uno por uno con insecticida de cucarachas, en limpiezas a fondo que bautizó con un nombre de gran estirpe: la policía. Lo malo fue que no bien estábamos limpios cuando ya empezábamos a cundirnos de nuevo, porque yo volvía a contagiarme en la escuela. Entonces mi madre decidió cortar por lo sano y me obligó a pelarme a coco. Fue un acto heroico aparecer el lunes en la escuela con un gorro de trapo, pero sobreviví con honor a las burlas de los compañeros y coroné el año final con las calificaciones más altas. No volví a ver nunca al maestro Casalins pero me quedó la gratitud eterna.

Un amigo de mi papá a quien nunca conocimos me consiguió un empleo de vacaciones en una imprenta cercana a la casa. El sueldo era muy poco más que nada, y mi único estímulo fue la idea de aprender el oficio. Sin embargo, no me quedaba un minuto para ver la imprenta, porque el trabajo consistía en ordenar láminas litografiadas para que las encuadernaran en otra sección. Un consuelo fue que mi madre me autorizó para que comprara con mi sueldo el suplemento dominical de La Prensa que tenía las tiras cómicas de Tarzán, de Buck Rogers -que se llamaba Rogelio el Conquistador- y la de Mutt and Jeff -que se llamaban Benitín y Eneas-. En el ocio de los domingos aprendí a dibujarlos de memoria y continuaba por mi cuenta los episodios de la semana. Logré entusiasmar con ellos a algunos adultos de la cuadra y llegué a venderlos hasta por dos centavos.

El empleo era fatigante y estéril, y por mucho que me esmerara, los informes de mis superiores me acusaban de falta de entusiasmo en el trabajo. Debió ser por consideración a mi familia que me relevaron de la rutina del taller y me nombraron repartidor callejero de láminas de propaganda de un jarabe para la tos recomendado por los más famosos artistas de cine. Me pareció bien, porque los volantes eran preciosos, con fotos de los actores a todo color y en papel satinado. Sin embargo, desde el principio caí en la cuenta de que repartirlos no era tan fácil como yo pensaba, porque la gente los veía con recelo por ser regalados, y la mayoría se crispaba para no recibirlos como si estuvieran electrificados. Los primeros días regresé al taller con los sobrantes para que me los completaran. Hasta que me encontré con unos condiscípulos de Aracataca, cuya madre se escandalizó de verme en aquel oficio que le pareció de mendigos. Me regañó casi a gritos por andar en la calle con unas sandalias de trapo que mi madre me había comprado para no gastar los botines de pontifical.

– Dile a Luisa Márquez -me dijo- que piense en lo que dirían sus padres si vieran a su nieto preferido repartiendo propaganda para tísicos en el mercado.

No transmití el mensaje para ahorrarle disgustos a mi madre, pero lloré de rabia y de vergüenza en mi almohada durante varias noches. El final del drama fue que no volví a repartir los volantes, sino que los echaba en los caños del mercado sin prever que eran de aguas mansas y el papel satinado se quedaba flotando hasta formar en la superficie una colcha de hermosos colores que se convirtió en un espectáculo insólito desde el puente.

Algún mensaje de sus muertos debió recibir mi madre en un sueño revelador, porque antes de dos meses me sacó de la imprenta sin explicaciones. Yo me oponía por no perder la edición dominical de La Prensa que recibíamos en familia como una bendición del cielo, pero mi madre la siguió comprando aunque tuviera que echar una papa menos en la sopa. Otro recurso salvador fue la cuota de consuelo que durante los meses más ásperos nos mandó tío Juanito. Seguía viviendo en Santa Marta con sus escasas ganancias de contador juramentado, y se impuso el deber de mandarnos una carta cada semana con dos billetes de a peso. El capitán de la lancha Aurora, viejo amigo de la familia, me la entregaba a las siete de la mañana, y yo regresaba a casa con un mercado básico para varios días.

Un miércoles no pude hacer el mandado y mi madre se lo encomendó a Luis Enrique, que no resistió a la tentación de multiplicar los dos pesos en la máquina de monedas de una cantina de chinos. No tuvo la determinación de parar cuando perdió las dos primeras fichas, y siguió tratando de recuperarlas hasta que perdió hasta la penúltima moneda. «Fue tal el pánico -me contó ya de adulto- que tomé la decisión de no volver nunca más a la casa.» Pues sabía bien que los dos pesos alcanzaban para el mercado básico de una semana. Por fortuna, con la última ficha sucedió algo en la máquina que se estremeció con un temblor de fierros en las entrañas y vomitó en un chorro imparable las fichas completas de los dos pesos perdidos. «Entonces me iluminó el diablo -me contó Luis Enrique- y me atreví a arriesgar una ficha más.» Ganó. Arriesgó otra y ganó, y otra y otra y ganó. «El susto de entonces era más grande que el de haber perdido y se me aflojaron las tripas -me contó-, pero seguí jugando.» Al final había ganado dos veces los dos pesos originales en monedas de a cinco, y no se atrevió a cambiarlas por billetes en la caja por temor de que el chino lo enredara en algún cuento chino. Le abultaban tanto en los bolsillos que antes de darle a mamá los dos pesos de tío Juanito en monedas de a cinco, enterró en el fondo del patio los cuatro ganados por él, donde solía esconder cuanto centavo encontraba fuera de lugar. Se los gastó poco a poco sin confesarle a nadie el secreto hasta muchos años después, y atormentado por haber caído en la tentación de arriesgar los últimos cinco centavos en la tienda del chino.

Su relación con el dinero era muy personal. En una ocasión en que mi madre lo sorprendió rasguñando en su cartera la plata del mercado, su defensa fue algo bárbara pero lúcida: la plata que uno saca sin permiso de las carteras de los padres no puede ser un robo, porque es la misma plata de todos, que nos niegan por la envidia de no poder hacer con ella lo que hacen los hijos. Llegué a defender su argumento hasta el extremo de confesar que yo mismo había saqueado los escondites domésticos por necesidades urgentes. Mi madre perdió los estribos. «No sean tan insensatos -casi me gritó-: ni tú ni tu hermano me roban nada, porque yo misma dejo la plata donde sé que irán a buscarla cuando estén en apuros.» En algún ataque de rabia le oí murmurar desesperada que Dios debería permitir el robo de ciertas cosas para alimentar a los hijos.

El encanto personal de Luis Enrique para las travesuras era muy útil para resolver problemas comunes, pero no alcanzó para hacerme cómplice de sus pilatunas. Al contrario, se las arregló siempre para que no recayera sobre mí la menor sospecha, y eso afianzó un afecto de verdad que duró para siempre. Nunca le dejé saber, en cambio, cuánto envidiaba su audacia y cuánto sufría con las cuerizas que le aplicaba papá. Mi comportamiento era muy distinto del suyo, pero a veces me costaba trabajo moderar la envidia. En cambio, me inquietaba la casa de los padres en Cataca, donde sólo me llevaban a dormir cuando me iban a dar purgantes vermífugos o aceite de ricino. Tanto, que aborrecí las monedas de a veinte centavos que me pagaban por la dignidad con que me los tomaba.

Creo que el colmo de la desesperación de mi madre fue mandarme con una carta para un hombre que tenía fama de ser el más rico y a la vez el filántropo más generoso de la ciudad. Las noticias de su buen corazón se publicaban con tanto despliegue como sus triunfos financieros. Mi madre le escribió una carta de angustia sin ambages para solicitar una ayuda económica urgente no en su nombre, pues ella era capaz de soportar cualquier cosa, sino por el amor de sus hijos. Hay que haberla conocido para comprender lo que aquella humillación significaba en su vida, pero la ocasión lo exigía. Me advirtió que el secreto debía quedar entre nosotros dos, y así fue, hasta este momento en que lo escribo.

Toqué al portón de la casa, que tenía algo de iglesia, y casi al instante se abrió un ventanuco por donde asomó una mujer de la que sólo recuerdo el hielo de sus ojos. Recibió la carta sin decir una palabra y volvió a cerrar. Debían ser las once de la mañana, y esperé sentado en el quicio hasta las tres de la tarde, cuando decidí tocar otra vez en busca de una respuesta. La misma mujer volvió a abrir, me reconoció sorprendida, y me pidió esperar un momento. La respuesta fue que volviera el martes de la semana siguiente a la misma hora. Así lo hice, pero la única respuesta fue que no habría ninguna antes de una semana. Debí volver tres veces más, siempre para la misma respuesta, hasta un mes y medio después, cuando una mujer más áspera que la anterior me contestó, de parte del señor, que aquélla no era una casa de caridad.

Di vueltas por las calles ardientes tratando de encontrar el coraje para llevarle a mi madre una respuesta que la pusiera a salvo de sus ilusiones. Ya a plena noche, con el corazón adolorido, me enfrenté a ella con la noticia seca de que el buen filántropo había muerto desde hacía varios meses. Lo que más me dolió fue el rosario que rezó mi madre por el eterno descanso de su alma.

Cuatro o cinco años después, cuando escuchamos por radio la noticia verdadera de que el filántropo había muerto el día anterior, me quedé petrificado a la espera de la reacción de mi madre. Sin embargo, nunca podré entender cómo fue que la oyó con una atención conmovida, y suspiró con el alma:

– ¡Dios lo guarde en su Santo Reino!

A una cuadra de la casa nos hicimos amigos de los Mosquera, una familia que gastaba fortunas en revistas de historietas gráficas, y las apilaba hasta el techo en un galpón del patio. Nosotros fuimos los únicos privilegiados que pudimos pasar allí días enteros leyendo Dick Tracy y Buck Rogers. Otro hallazgo afortunado fue un aprendiz que pintaba anuncios de películas para el cercano cine de las Quintas. Yo lo ayudaba por el simple placer de pintar letras, y él nos colaba gratis dos y tres veces por semana en las buenas películas de tiros y trompadas. El único lujo que nos hacía falta era un aparato de radio para escuchar música a cualquier hora con sólo tocar un botón. Hoy es difícil imaginarse qué escasos eran en las casas de pobres. Luis Enrique y yo nos sentábamos en una banca que tenían en la tienda de la esquina para la tertulia de la clientela ociosa, y pasábamos tardes enteras escuchando los programas de música popular, que eran casi todos. Llegamos a tener en la memoria un repertorio completo de Miguelito Valdés con la orquesta Casino de la Playa, Daniel Santos con la Sonora Matancera y los boleros de Agustín Lara en la voz de Toña la Negra. La distracción de las noches, sobre todo en las dos ocasiones en que nos cortaron la luz por falta de pago, era enseñarles las canciones a mi madre y a mis hermanos. Sobre todo a Ligia y a Gustavo, que las aprendían como loros sin entenderlas y nos divertían a reventar con sus disparates líricos. No había excepciones. Todos heredamos de padre y madre una memoria especial para la música y un buen oído para aprender una canción a la segunda vez. Sobre todo Luis Enrique, que nació músico y se especializó por su cuenta en solos de guitarra para serenatas de amores contrariados. No tardamos en descubrir que todos los niños sin radio de las casas vecinas las aprendían también de mis hermanos, y sobre todo de mi madre, que terminó por ser una hermana más en aquella casa de niños.

Mi programa favorito era La hora de todo un poco, del compositor, cantante y maestro Ángel María Camacho y Cano, que acaparaba la audiencia desde la una de la tarde con toda clase de variedades ingeniosas, y en especial con su hora de aficionados para menores de quince años. Bastaba con inscribirse en las oficinas de La Voz de la Patria y llegar al programa con media hora de anticipación. El maestro Camacho y Cano en persona acompañaba al piano y un asistente suyo cumplía con la sentencia inapelable de interrumpir la canción con una campana de iglesia cuando el aficionado cometía un ínfimo error. El premio para la canción mejor cantada era más de lo que podíamos soñar -cinco pesos-, pero mi madre fue explícita en que lo más importante era la gloria de cantarla bien en un programa de tanto prestigio.

Hasta entonces me había identificado con el solo apellido de mi padre -García- y mis dos nombres de pila -Gabriel José-, pero en aquella ocasión histórica mi madre me pidió que me inscribiera también con su apellido -Márquez- para que nadie dudara de mi identidad. Fue un acontecimiento en casa. Me hicieron vestir de blanco como en la primera comunión, y antes de salir me dieron una pócima de bromuro de potasio. Llegué a La Voz de la Patria con dos horas de anticipación y el efecto del sedante me pasó de largo mientras esperaba en un parque cercano porque no permitían entrar en los estudios hasta un cuarto de hora antes del programa. Cada minuto sentía crecer dentro de mí las arañas del terror, y por fin entré con el corazón desbocado. Tuve que hacer un esfuerzo supremo para no regresar a casa con el cuento de que no me habían dejado concursar por cualquier pretexto. El maestro me hizo una prueba rápida con el piano para establecer mi tono de voz. Antes llamaron a siete por el orden de inscripción, les tocaron la campana a tres por distintos tropiezos y a mí me anunciaron con el nombre simple de Gabriel Márquez. Canté «El cisne», una canción sentimental sobre un cisne más blanco que un copo de nieve asesinado junto con su amante por un cazador desalmado. Desde los primeros compases me di cuenta de que el tono era muy alto para mí en algunas notas que no pasaron por el ensayo, y tuve un momento de pánico cuando el ayudante hizo un gesto de duda y se puso en guardia para agarrar la campana. No sé de dónde saqué valor para hacerle una seña enérgica de que no la tocara, pero fue tarde: la campana sonó sin corazón. Los cinco pesos del premio, además de varios regalos de propaganda, fueron para una rubia muy bella que había masacrado un trozo de Madame Butterfly. Volví a casa abrumado por la derrota, y nunca logré consolar a mi madre de su desilusión. Pasaron muchos años antes de que ella me confesara que la causa de su vergüenza era que había avisado a sus parientes y amigos para que me oyeran cantar, y no sabía cómo eludirlos.

En medio de aquel régimen de risas y lágrimas, nunca falté a la escuela. Aun en ayunas. Pero el tiempo de mis lecturas en casa se me iba en diligencias domésticas y no teníamos presupuesto de luz para leer hasta la medianoche. De todos modos me desembrollaba. En el camino de la escuela había varios talleres de autobuses de pasajeros, y en uno de ellos me demoraba horas viendo cómo pintaban en los flancos los letreros de las rutas y los destinos. Un día le pedí al pintor que me dejara pintar unas letras para ver si era capaz. Sorprendido por mi aptitud natural, me permitió ayudarlo a veces por unos pesos sueltos que en algo ayudaban al presupuesto familiar. Otra ilusión fue mi amistad casual con tres hermanos García, hijos de un navegante del río Magdalena, que habían organizado un trío de música popular para animar por puro amor al arte las fiestas de los amigos. Completé con ellos el Cuarteto García para concursar en la hora de aficionados de la emisora Atlántico. Ganamos desde el primer día con un estruendo de aplausos, pero no nos pagaron los cinco pesos del premio por una falta insalvable en la inscripción. Seguimos ensayando juntos por el resto del año y cantando de favor en fiestas familiares, hasta que la vida acabó por dispersarnos.

Nunca compartí la versión maligna de que la paciencia con que mi padre manejaba la pobreza tenía mucho de irresponsable. Al contrario: creo que eran pruebas homéricas de una complicidad que nunca falló entre él y su esposa, y que les permitía mantener el aliento hasta el borde del precipicio. Él sabía que ella manejaba el pánico aun mejor que la desesperación, y que ése fue el secreto de nuestra supervivencia. Lo que quizás no pensó es que a él le aliviaba las penas mientras que ella iba dejando en el camino lo mejor de su vida. Nunca pudimos entender la razón de sus viajes. De pronto, como solía ocurrir, nos despertaron un sábado a medianoche para llevarnos a la agencia local de un campamento petrolero del Catatumbo, donde nos esperaba una llamada de mi padre por radioteléfono. Nunca olvidaré a mi madre bañada en llanto, en una conversación embrollada por la técnica.

– Ay, Gabriel -dijo mi madre-, mira cómo me has dejado con este cuadro de hijos, que varias veces hemos llegado a no comer.

Él le respondió con la mala noticia de que tenía el hígado hinchado. Le sucedía a menudo, pero mi madre no lo tomaba muy en serio porque alguna vez lo usó para ocultar sus perrerías.

– Eso siempre te pasa cuando te portas mal -le dijo en broma.

Hablaba viendo el micrófono como si papá estuviera ahí y al final se aturdió tratando de mandarle un beso, y besó el micrófono. Ella misma no pudo con sus carcajadas, y nunca logró contar el cuento completo porque terminaba bañada en lágrimas de risa. Sin embargo, aquel día permaneció absorta y por fin dijo en la mesa como hablando para nadie:

– Le noté a Gabriel algo raro en la voz.

Le explicamos que el sistema de radio no sólo distorsiona las voces sino que enmascara la personalidad. La noche siguiente dijo dormida: «De todos modos se le oía la voz como si estuviera mucho más flaco». Tenía la nariz afilada de sus malos días, y se preguntaba entre suspiros cómo serían esos pueblos sin Dios ni ley por donde andaba su hombre suelto de madrina. Sus motivos ocultos fueron más evidentes en una segunda conversación por radio, cuando le hizo prometer a mi padre que regresaría a casa de inmediato si no resolvía nada en dos semanas. Sin embargo, antes del plazo recibimos desde los Altos del Rosario un telegrama dramático de una sola palabra: «Indeciso». Mi madre vio en el mensaje la confirmación de sus presagios más lúcidos, y dictó su veredicto inapelable:

– O vienes antes del lunes, o ahora mismo me voy para allá con toda la prole.

Santo remedio. Mi padre conocía el poder de sus amenazas, y antes de una semana estaba de regreso en Barranquilla. Nos impresionó su entrada, vestido de cualquier modo, con la piel verdosa y sin afeitar, hasta el punto de que mi madre creyó que estaba enfermo. Pero fue una impresión momentánea, porque en dos días rescató el proyecto juvenil de instalar una farmacia múltiple en la población de Sucre, un recodo idílico y próspero a una noche y un día de navegación desde Barranquilla. Había estado allá en sus mocedades de telegrafista, y el corazón se le encogía al recordar el viaje por canales crepusculares y ciénagas doradas, y los bailes eternos. En una época se había obstinado en conseguir aquella plaza, pero sin la suerte que tuvo para otras, como Aracataca, aún más apetecidas. Volvió a pensar en ella unos cinco años después, cuando la tercera crisis del banano, pero la encontró copada por los mayoristas de Magangué. Sin embargo, un mes antes de volver a Barranquilla se había encontrado por casualidad con uno de ellos, que no sólo le pintó una realidad contraria, sino que le ofreció un buen crédito para Sucre. No lo aceptó porque estaba a punto de conseguir el sueño dorado de los Altos del Rosario, pero cuando lo sorprendió la sentencia de la esposa, localizó al mayorista de Magangué, que todavía andaba perdido por los pueblos del río, y cerraron el trato.

Al cabo de unas dos semanas de estudios y arreglos con mayoristas amigos, se fue con el aspecto y el talante restablecidos, y su impresión de Sucre resultó tan intensa, que la dejó escrita en la primera carta: «La realidad fue mejor que la nostalgia». Alquiló una casa de balcón en la plaza principal y desde allí recuperó las amistades de antaño que lo recibieron con las puertas abiertas. La familia debía vender lo que se pudiera, empacar el resto, que no era mucho, y llevárselo consigo en uno de los vapores que hacían el viaje regular del río Magdalena. En el mismo correo mandó un giro bien calculado para los gastos inmediatos, y anunció otro para los gastos de viaje. No puedo imaginarme unas noticias más apetitosas para el carácter ilusorio de mi madre, así que su contestación no sólo fue bien pensada para sustentar el ánimo del esposo, sino para azucararle la noticia de que estaba encinta por octava vez.

Hice los trámites y reservaciones en el Capitán de Caro, un buque legendario que hacía en una noche y medio día el trayecto de Barranquilla a Magangué. Luego proseguiríamos en lancha de motor por el río San Jorge y el caño idílico de la Mojana hasta nuestro destino.

– Con tal de irnos de aquí, aunque sea para el infierno -exclamó mi madre, que siempre desconfió del prestigio babilónico de Sucre-. No se debe dejar un marido solo en un pueblo como ése.

Tanta prisa nos impuso, que desde tres días antes del viaje dormíamos por los suelos, pues ya habíamos rematado las camas y cuantos muebles pudimos vender. Todo lo demás estaba dentro de los cajones, y la plata de los pasajes asegurada en algún escondrijo de mi madre, bien contada y mil veces vuelta a contar.

El empleado que me atendió en las oficinas del buque era tan seductor que no tuve que apretar las quijadas para entenderme con él. Tengo la seguridad absoluta de que anoté al pie de la letra las tarifas que él me dictó con la dicción clara y relamida de los caribes serviciales. Lo que más me alegró y olvidé menos fue que hasta los doce años se pagaba sólo la mitad de la tarifa ordinaria. Es decir, todos los hijos menos yo. Sobre esa base, mi madre puso aparte el dinero del viaje, y se gastó hasta el último céntimo en desmontar la casa.

El viernes fui a comprar los pasajes y el empleado me recibió con la sorpresa de que los menores de doce años no tenían un descuento de la mitad sino sólo del treinta por ciento, lo cual hacía una diferencia insalvable para nosotros. Alegaba que yo había anotado mal, pues los datos estaban impresos en una tablilla oficial que puso ante mis ojos. Volví a casa atribulado, y mi madre no hizo ningún comentario sino que se puso el vestido con que había guardado luto a su padre y nos fuimos a la agencia fluvial. Quiso ser justa: alguien se había equivocado y bien podía ser su hijo, pero eso no importaba. El hecho era que no teníamos más dinero. El agente le explicó que no había nada que hacer.

«Dese cuenta, señora», le dijo. «No es que uno quiera o no quiera servirle, es el reglamento de una empresa seria que no puede manejarse como una veleta».

«Pero si son unos niños», dijo mi madre, y me señaló a mí como ejemplo. «Imagínese, el mayor es éste, y tiene apenas doce años.» Y señaló con la mano:

– Son así de grandes.

No era cuestión de estatura, alegó el agente, sino de edad. Nadie pagaba menos, salvo los recién nacidos, que viajaban gratis. Mi madre buscó cielos más altos:

– ¿Con quién hay que hablar para que esto se arregle?

El empleado no alcanzó a contestar. El gerente, un hombre mayor y de un vientre maternal, se asomó a la puerta de la oficina en mitad del alegato, y el empleado se puso de pie al verlo. Era inmenso, de aspecto respetable, y su autoridad, aun en mangas de camisa y ensopado de sudor, era más que evidente. Escuchó a mi madre con atención y le respondió con una voz tranquila que una decisión como aquélla sólo era posible con una reforma de los reglamentos en asamblea de socios.

– Créame que lo siento mucho -concluyó.

Mi madre sintió el soplo del poder, y refino su argumento.

«Usted tiene razón, señor», dijo, «pero el problema es que su empleado no se lo explicó bien a mi hijo, o mi hijo lo entendió mal, y yo procedí sobre ese error. Ahora tengo todo empacado y listo para embarcar, estamos durmiendo en el santo suelo, la plata del mercado nos alcanza hasta hoy y el lunes entrego la casa a los nuevos inquilinos.» Se dio cuenta de que los empleados del salón la escuchaban con un gran interés, y entonces se dirigió a ellos: «¿Qué puede significar eso para una empresa tan importante?» Y sin esperar respuesta, le preguntó al gerente mirándolo directo a los ojos:

– ¿Usted cree en Dios?

El gerente se ofuscó. La oficina entera estaba en vilo por un silencio demasiado largo. Entonces mi madre se estiró en el asiento, juntó las rodillas que empezaban a temblarle, apretó la cartera en el regazo con las dos manos, y dijo con una determinación propia de sus grandes causas:

– Pues de aquí no me muevo mientras no me lo resuelvan.

El gerente quedó pasmado, y todo el personal suspendió el trabajo para mirar a mi madre. Estaba impasible, con la nariz afilada, pálida y perlada de sudor. Se había quitado el luto de su padre, pero lo había asumido en aquel momento porque le pareció el vestido más propio para aquella diligencia. El gerente no volvió a mirarla, sino que miró a sus empleados sin saber qué hacer, y al fin exclamó para todos:

– ¡Esto no tiene precedentes!

Mi madre no pestañeó. «Tenía las lágrimas atoradas en la garganta pero tuve que resistir porque habría quedado muy mal», me contó. Entonces el gerente le pidió al empleado que le llevara los documentos a su oficina. Éste lo hizo, y a los cinco minutos volvió a salir, regañado y furioso, pero con todos los tiquetes en regla para viajar.

La semana siguiente desembarcamos en la población de Sucre como si hubiéramos nacido en ella. Debía tener unos dieciséis mil habitantes, como tantos municipios del país en aquellos tiempos, y todos se conocían, no tanto por sus nombres como por sus vidas secretas.

No sólo el pueblo sino la región entera era un piélago de aguas mansas que cambiaban de colores por los mantos de flores que las cubrían según la época, según el lugar y según nuestro propio estado de ánimo. Su esplendor recordaba el de los remansos de ensueño del sudeste asiático. Durante los muchos años en que la familia vivió allí no hubo un solo automóvil. Habría sido inútil, pues las calles rectas de tierra aplanada parecían tiradas a cordel para los pies descalzos y muchas casas tenían en las cocinas su muelle privado con las canoas domésticas para el transporte local.

Mi primera emoción fue la de una libertad inconcebible. Todo lo que a los niños nos había faltado o lo que habíamos añorado se nos puso de pronto al alcance de la mano. Cada quien comía cuando tenía hambre o dormía a cualquier hora, y no era fácil ocuparse de nadie, pues a pesar del rigor de sus leyes los adultos andaban tan embolatados con su tiempo personal que no les alcanzaba para ocuparse ni de ellos mismos. La única condición de seguridad para los niños fue que aprendieran a nadar antes de caminar, pues el pueblo estaba dividido en dos por un caño de aguas oscuras que servía al mismo tiempo de acueducto y albañal. Los echaban desde el primer año por los balcones de las cocinas, primero con salvavidas para que le perdieran el miedo al agua y después sin salvavidas para que le perdieran el respeto a la muerte. Años después, mi hermano Jaime y mi hermana Ligia, que sobrevivieron a los riesgos iniciáticos, se lucieron en campeonatos infantiles de natación.

Lo que me convirtió a Sucre en una población inolvidable fue el sentimiento de libertad con que nos movíamos los niños en la calle. En dos o tres semanas sabíamos quién vivía en cada casa, y nos comportábamos en ellas como conocidos de siempre. Las costumbres sociales -simplificadas por el uso- eran las de una vida moderna dentro de una cultura feudal: los ricos -ganaderos e industriales del azúcar- en la plaza mayor, y los pobres donde pudieran. Para la administración eclesiástica era un territorio de misiones con jurisdicción y mando en un vasto imperio lacustre. En el centro de aquel mundo, la iglesia parroquial, en la plaza mayor de Sucre, era una versión de bolsillo de la catedral de Colonia, copiada de memoria por un párroco español doblado de arquitecto. El manejo del poder era inmediato y absoluto. Todas las noches, después del rosario, daban en la torre de la iglesia las campanadas correspondientes a la calificación moral de la película anunciada en el cine contiguo, de acuerdo con el catálogo de la Oficina Católica para el Cine. Un misionero de turno, sentado en la puerta de su despacho, vigilaba el ingreso al teatro desde la acera de enfrente, para sancionar a los infractores.

Mi gran frustración fue por la edad en que llegué a Sucre. Me faltaban todavía tres meses para cruzar la línea fatídica de los trece años, y en la casa ya no me soportaban como niño pero tampoco me reconocían como adulto, y en aquel limbo de la edad terminé por ser el único de los hermanos que no aprendió a nadar. No sabían si sentarme a la mesa de los pequeños o a la de los grandes. Las mujeres del servicio ya no se cambiaban la ropa delante de mí ni con las luces apagadas, pero una de ellas durmió desnuda varias veces en mi cama sin perturbarme el sueño. No había tenido tiempo de saciarme con aquel desafuero del libre albedrío cuando tuve que volver a Barranquilla en enero del año siguiente para empezar el bachillerato, porque en Sucre no había un colegio bastante para las calificaciones excelentes del maestro Casalins.

Al cabo de largas discusiones y consultas, con muy escasa participación mía, mis padres se decidieron por el colegio San José de la Compañía de Jesús en Barranquilla. No me explico de dónde sacaron tantos recursos en tan pocos meses, si la farmacia y el consultorio homeopático estaban todavía por verse. Mi madre dio siempre una razón que no requería pruebas: «Dios es muy grande». En los gastos de la mudanza debía de estar prevista la instalación y el sostén de la familia, pero no mis avíos de colegio. De no tener sino un par de zapatos rotos y una muda de ropa que usaba mientras me lavaban la otra, mi madre me equipó de ropa nueva con un baúl del tamaño de un catafalco sin preveer que en seis meses ya habría crecido una cuarta. Fue también ella quien decidió por su cuenta que empezara a usar los pantalones largos, contra la disposición social acatada por mi padre de que no podían llevarse mientras no se empezara a cambiar de voz.

La verdad es que en las discusiones sobre la educación de cada hijo me sostuvo siempre la ilusión de que papá, en una de sus rabias homéricas, decretara que ninguno de nosotros volviera al colegio. No era imposible. Él mismo fue un autodidacta por la fuerza mayor de su pobreza, y su padre estaba inspirado por la moral de acero de don Fernando VII, que proclamaba la enseñanza individual en casa para preservar la integridad de la familia. Yo le temía al colegio como a un calabozo, me espantaba la sola idea de vivir sometido al régimen de una campana, pero también era mi única posibilidad de gozar de mi vida libre desde los trece años, en buenas relaciones con la familia, pero lejos de su orden, de su entusiasmo demográfico, de sus días azarosos, y leyendo sin tomar aliento hasta donde me alcanzara la luz.

Mi único argumento contra el colegio San José, uno de los más exigentes y costosos del Caribe, era su disciplina marcial pero mi madre me paró con un alfil: «Allí se hacen los gobernadores». Cuando ya no hubo retroceso posible, mi padre se lavó las manos:

– Conste que yo no dije ni que sí ni que no.

Él habría preferido el colegio Americano para que aprendiera inglés, pero mi madre lo descartó con la razón viciada de que era un cubil de luteranos. Hoy tengo que admitir en honor de mi padre que una de las fallas de mi vida de escritor ha sido no hablar inglés.

Volver a ver Barranquilla desde el puente del mismo Capitán de Caro en que habíamos viajado tres meses antes, me turbó el corazón como si hubiera presentido que regresaba solo a la vida real. Por fortuna, mis padres me habían hecho arreglos de alojamiento y comida con mi primo José María Valdeblánquez y su esposa Hortensia, jóvenes y simpáticos, que compartieron conmigo su vida apacible en un salón sencillo, un dormitorio y un patiecito empedrado que siempre estaba en sombras por la ropa puesta a secar en alambres. Dormían en el cuarto con su niña de seis meses. Yo dormía en el sofá de la sala, que de noche se transformaba en cama.

El colegio San José estaba a unas seis cuadras, en un parque de almendros donde había estado el cementerio más antiguo de la ciudad y todavía se encontraban huesecillos sueltos y piltrafas de ropa muerta a ras del empedrado. El día en que entré al patio principal había una ceremonia del primer año, con el uniforme dominical de pantalones blancos y saco de paño azul, y no pude reprimir el terror de que ellos supieran todo lo que yo ignoraba. Pero pronto me di cuenta de que estaban tan crudos y asustados como yo, ante las incertidumbres del porvenir.

Un fantasma personal fue el hermano Pedro Reyes, prefecto de la división elemental, quien se empeñó en convencer a los superiores del colegio de que yo no estaba preparado para el bachillerato. Se convirtió en una conduerma que me salía al paso en los lugares menos pensados, y me hacía exámenes instantáneos con emboscadas diabólicas: «¿Crees que Dios puede hacer una piedra tan pesada que no la pueda cargar?», me preguntaba sin tiempo para pensar. O esta otra trampa maldita: «Si le pusiéramos al ecuador un cinturón de oro de cincuenta centímetros de espesor, ¿cuánto aumentaría el peso de la Tierra?». No atinaba ni en una, aunque supiera las respuestas, porque la lengua me trastabillaba de pavor como mi primer día en el teléfono. Era un terror fundado porque el hermano Reyes tenía razón. Yo no estaba preparado para el bachillerato, pero no podía renunciar a la suerte de que me hubieran recibido sin examen. Temblaba sólo de verlo. Algunos compañeros le daban interpretaciones maliciosas al asedio pero no tuve motivos para pensarlo. Además, la conciencia me ayudaba porque mi primer examen oral lo aprobé sin oposición cuando recité como agua corriente a fray Luis de León y dibujé en el tablero con tizas de colores un Cristo que parecía en carne viva. El tribunal quedó tan complacido que se olvidó también de la aritmética y la historia patria.

El problema con el hermano Reyes se arregló porque en Semana Santa necesitó unos dibujos para su clase de botánica y se los hice sin parpadear. No sólo desistió de su asedio, sino que a veces se entretenía en los recreos para enseñarme las respuestas bien fundadas de las preguntas que no había podido contestarle, o de algunas más raras que luego aparecían como por casualidad en los exámenes siguientes de mi primer año. Sin embargo, cada vez que me encontraba en grupo se burlaba muerto de risa de que yo era el único de tercero elemental al que le iba bien en el bachillerato. Hoy me doy cuenta de que tenía razón. Sobre todo por la ortografía, que fue mi calvario a todo lo largo de mis estudios y sigue asustando a los correctores de mis originales. Los más benévolos se consuelan con creer que son torpezas de mecanógrafo.

Un alivio en mis sobresaltos fue el nombramiento del pintor y escritor Héctor Rojas Herazo en la cátedra de dibujo. Debía tener unos veinte años. Entró en el aula acompañado por el padre prefecto, y su saludo resonó como un portazo en el bochorno de las tres de la tarde. Tenía la belleza y la elegancia fácil de un artista de cine, con una chaqueta de pelo de camello, muy ceñida, y con botones dorados, chaleco de fantasía y una corbata de seda estampada. Pero lo más insólito era el sombrero melón, con treinta grados a la sombra. Era tan alto como el dintel, de modo que debía inclinarse para dibujar en el tablero. A su lado, el padre prefecto parecía abandonado de la mano de Dios.

De entrada se vio que no tenía método ni paciencia para la enseñanza, pero su humor malicioso nos mantenía en vilo, como nos asombraban los dibujos magistrales que pintaba en el tablero con tizas de colores. No duró más de tres meses en la cátedra, nunca supimos por qué, pero era presumible que su pedagogía mundana no se compadeciera con el orden mental de la Compañía de Jesús.

Desde mis comienzos en el colegio gané fama de poeta, primero por la facilidad con que me aprendía de memoria y recitaba a voz en cuello los poemas de clásicos y románticos españoles de los libros de texto, y después por las sátiras en versos rimados que dedicaba a mis compañeros de clase en la revista del colegio. No los habría escrito o les habría prestado un poco más de atención si hubiera imaginado que iban a merecer la gloria de la letra impresa. Pues en realidad eran sátiras amables que circulaban en papelitos furtivos en las aulas soporíferas de las dos de la tarde. El padre Luis Posada -prefecto de la segunda división- capturó uno, lo leyó con ceño adusto y me soltó la reprimenda de rigor, pero se lo guardó en el bolsillo. El padre Arturo Mejía me citó entonces en su oficina para proponerme que las sátiras decomisadas se publicaran en la revista Juventud, órgano oficial de los alumnos del colegio. Mi reacción inmediata fue un retortijón de sorpresa, vergüenza y felicidad, que resolví con un rechazo nada convincente:

– Son bobadas mías.

El padre Mejía tomó nota de la respuesta, y publicó los versos con ese título -«Bobadas mías»- y con la firma de Gabito, en el número siguiente de la revista y con la autorización de las víctimas. En dos números sucesivos tuve que publicar otra serie a petición de mis compañeros de clase. De modo que esos versos infantiles -quiéralo o no- son en rigor mi opera prima.

El vicio de leer lo que me cayera en las manos ocupaba mi tiempo libre y casi todo el de las clases. Podía recitar poemas completos del repertorio popular que entonces eran de uso corriente en Colombia, y los más hermosos del Siglo de Oro y el romanticismo españoles, muchos de ellos aprendidos en los mismos textos del colegio. Estos conocimientos extemporáneos a mi edad exasperaban a los maestros, pues cada vez que me hacían en clase alguna pregunta mortal les contestaba con una cita literaria o alguna idea libresca que ellos no estaban en condiciones de evaluar. El padre Mejía lo dijo: «Es un niño redicho», por no decir insoportable. Nunca tuve que forzar la memoria, pues los poemas y algunos trozos de buena prosa clásica se me quedaban grabados en tres o cuatro relecturas. El primer estilógrafo que tuve se lo gané al padre prefecto porque le recité sin tropiezos las cincuenta y siete décimas de «El vértigo» de Gaspar Núñez de Arce.

Leía en las clases, con el libro abierto sobre las rodillas, y con tal descaro que mi impunidad sólo parecía posible por la complicidad de los maestros. Lo único que no logré con mis marrullerías bien rimadas fue que me perdonaran la misa diaria a las siete de la mañana. Además de escribir mis bobadas, hacía de solista en el coro dibujaba caricaturas de burla, recitaba poemas en las sesiones solemnes, y tantas cosas más fuera de horas y lugar, que nadie entendía a qué horas estudiaba. La razón era la más simple: no estudiaba.

En medio de tanto dinamismo superfluo, todavía no entiendo por qué los maestros se ocupaban tanto de mí sin dar voces de escándalo por mi mala ortografía. Al contrario de mi madre, que le escondía a papá algunas de mis cartas para mantenerlo vivo, y otras me las devolvía corregidas y a veces con sus parabienes por ciertos progresos gramaticales y el buen uso de las palabras. Pero al cabo de dos años no hubo mejoras a la vista. Hoy mi problema sigue siendo el mismo: nunca pude entender por qué se admiten letras mudas o dos letras distintas con el mismo sonido, y tantas otras normas ociosas.

Fue así como me descubrí una vocación que me iba a acompañar toda la vida: el gusto de conversar con alumnos mayores que yo. Aún hoy, en reuniones de jóvenes que podrían ser mis nietos, tengo que hacer un esfuerzo para no sentirme menor que ellos. Así me hice amigo de dos condiscípulos mayores que más tarde fueron mis compañeros en trechos históricos de mi vida. El uno era Juan B. Fernández, hijo de uno de los tres fundadores y propietarios del periódico El Heraldo, en Barranquilla, donde hice mis primeros chapuzones de prensa, y donde él se formó desde sus primeras letras hasta la dirección general. El otro era Enrique Scopell, hijo de un fotógrafo cubano legendario en la ciudad, y él mismo reportero gráfico. Sin embargo, mi gratitud con él no fue tanto por nuestros trabajos comunes en la prensa, sino por su oficio de curtidor de pieles salvajes que exportaba para medio mundo. En alguno de mis primeros viajes al exterior me regaló la de un caimán de tres metros de largo.

– Esta piel cuesta un dineral -me dijo sin dramatismos-, pero te aconsejo que no la vendas mientras no sientas que te vas a morir de hambre.

Todavía me pregunto hasta qué punto el sabio Quique Scopell sabía que estaba dándome un amuleto eterno, pues en realidad habría tenido que venderla muchas veces en mis años de faminas recurrentes. Sin embargo, todavía la conservo, polvorienta y casi petrificada, porque desde que la llevo en la maleta por el mundo entero no volvió a faltarme un centavo para comer.

Los maestros jesuítas, tan severos en clases, eran distintos en los recreos, donde nos enseñaban lo que no decían dentro y se desahogaban con lo que en realidad hubieran querido enseñar. Hasta donde era posible a mi edad, creo recordar que esa diferencia se notaba demasiado y nos ayudaba más. El padre Luis Posada, un cachaco muy joven de mentalidad progresista, que trabajó muchos años en sectores sindicales, tenía un archivo de tarjetas con toda clase de pistas enciclopédicas comprimidas, en especial sobre libros y autores. El padre Ignacio Zaldívar era un vasco montañés que seguí frecuentando en Cartagena hasta su buena vejez en el convento de San Pedro Claver. El padre Eduardo Núñez tenía ya muy avanzada una historia monumental de la literatura colombiana, de cuya suerte nunca tuve noticia. El viejo padre Manuel Hidalgo, maestro de canto, ya muy mayor, detectaba las vocaciones por su cuenta y se permitía incursiones en músicas paganas que no estaban previstas.

Con el padre Pieschacón, el rector, tuve algunas charlas casuales, y de ellas me quedó la certidumbre de que me veía como a un adulto, no sólo por los temas que se planteaban sino por sus explicaciones atrevidas. En mi vida fue decisivo para clarificar la concepción sobre el cielo y el infierno, que no lograba conciliar con los datos del catecismo por simples obstáculos geográficos. Contra esos dogmas el rector me alivió con sus ideas audaces. El cielo era, sin más complicaciones teológicas, la presencia de Dios. El infierno, por supuesto, era lo contrario. Pero en dos ocasiones me confesó su problema de que «de todos modos en el infierno había fuego», pero no lograba explicarlo. Más por esas lecciones en los recreos que por las clases formales, terminé el año con el pecho acorazado de medallas.

Mis primeras vacaciones en Sucre empezaron un domingo a las cuatro de la tarde, en un muelle adornado con guirnaldas y globos de colores, y una plaza convertida en un bazar de Pascua. No bien pisé tierra firme, una muchacha muy bella, rubia y de una espontaneidad abrumadora se colgó de mi cuello y me sofocó a besos. Era mi hermana Carmen Rosa, la hija de mi papá antes de su matrimonio, que había ido a pasar una temporada con su familia desconocida. También llegó en esa ocasión otro hijo de papá, Abelardo, un buen sastre de oficio que instaló su taller a un lado de la plaza mayor y fue mi maestro de vida en la pubertad.

La casa nueva y recién amueblada tenía un aire de fiesta y un hermano nuevo: Jaime, nacido en mayo bajo el buen signo de Géminís, y además seismesino. No lo supe hasta la llegada, pues los padres parecían resueltos a moderar los nacimientos anuales, pero mi madre se apresuró a explicarme que aquél era un tributo a santa Rita por la prosperidad que había entrado en la casa. Estaba rejuvenecida y alegre, más cantora que siempre, y papá flotaba en un aire de buen humor, con el consultorio repleto y la farmacia bien surtida, sobre todo los domingos en que llegaban los pacientes de los montes vecinos. No sé si supo nunca que aquella afluencia obedecía en efecto a su fama de buen curador, aunque la gente del campo no se la atribuía a las virtudes homeopáticas de sus globulitos de azúcar y sus aguas prodigiosas, sino a sus buenas artes de brujo.

Sucre estaba mejor que en el recuerdo, por la tradición de que en las fiestas de Navidad la población se dividía en sus dos grandes barrios: Zulia, al sur, y Congoveo, al norte. Aparte de otros desafíos secundarios, se establecía un concurso de carrozas alegóricas que representaban en torneos artísticos la rivalidad histórica de los barrios. En la Nochebuena, por fin, se concentraban en la plaza principal, en medio de grandes controversias, y el público decidía cuál de los dos barrios era el vencedor del año.

Carmen Rosa contribuyó desde su llegada a un nuevo esplendor de la Pascua. Era moderna y coqueta, y se hizo la dueña de los bailes con una cauda de pretendientes alborotados. Mi madre, tan celosa de sus hijas, no lo era con ella, y por el contrario le facilitaba los noviazgos que introdujeron una nota insólita en la casa. Fue una relación de cómplices, como nunca la tuvo mi madre con sus propias hijas. Abelardo, por su parte, resolvió su vida de otro modo, en un taller de un solo espacio dividido por un cancel. Como sastre le fue bien, pero no tan bien como le fue con su parsimonia de garañón, pues más era el tiempo que se le iba bien acompañado en la cama detrás del cancel, que solo y aburrido en la máquina de coser.

Mi padre tuvo en aquellas vacaciones la rara idea de prepararme para los negocios. «Por si acaso», me advirtió. Lo primero fue enseñarme a cobrar a domicilio las deudas de la farmacia. Un día de ésos me mandó a cobrar varias de La Hora, un burdel sin prejuicios en las afueras del pueblo.

Me asomé por la puerta entreabierta de un cuarto que daba a la calle, y vi a una de las mujeres de la casa durmiendo la siesta en una cama de viento, descalza y con una combinación que no alcanzaba a taparle los muslos. Antes de que le hablara se sentó en la cama, me miró adormilada y me preguntó qué quería. Le dije que llevaba un recado de mi padre para don Eligió Molina, el propietario. Pero en vez de orientarme me ordenó que entrara y pusiera la tranca en la puerta, y me hizo con el índice una señal que me lo dijo todo:

– Ven acá.

Allá fui, y a medida que me acercaba, su respiración afanada iba llenando el cuarto como una creciente de río, hasta que pudo agarrarme del brazo con la mano derecha y me deslizó la izquierda dentro de la bragueta. Sentí un terror delicioso.

– Así que tú eres hijo del doctor de los globulitos -me dijo, mientras me toqueteaba por dentro del pantalón con cinco dedos ágiles que se sentían como si fueran diez. Me quitó el pantalón sin dejar de susurrarme palabras tibias en el oído, se sacó la combinación por la cabeza y se tendió bocarriba en la cama con sólo el calzón de flores coloradas-. Éste sí me lo quitas tú -me dijo-. Es tu deber de hombre.

Le zafé la jareta, pero en la prisa no pude quitárselo, y tuvo que ayudarme con las piernas bien estiradas y un movimiento rápido de nadadora. Después me levantó en vilo por los sobacos y me puso encima de ella al modo académico del misionero. El resto lo hizo de su cuenta, hasta que me morí solo encima de ella, chapaleando en la sopa de cebollas de sus muslos de potranca.

Se reposó en silencio, de medio lado, mirándome fijo a los ojos y yo le sostenía la mirada con la ilusión de volver a empezar, ahora sin susto y con más tiempo. De pronto me dijo que no me cobraba los dos pesos de su servicio porque yo no iba preparado. Luego se tendió bocarriba y me escrutó la cara.

– Además -me dijo-, eres el hermano juicioso de Luis Enrique, ¿no es cierto? Tienen la misma voz. Tuve la inocencia de preguntarle por qué lo conocía.

– No seas bobo -se rió ella-. Si hasta tengo aquí un calzoncillo suyo que le tuve que lavar la última vez.

Me pareció una exageración por la edad de mi hermano, pero cuando me lo mostró me di cuenta de que era cierto. Luego saltó desnuda de la cama con una gracia de ballet, y mientras se vestía me explicó que en la puerta siguiente de la casa, a la izquierda, estaba don Eligió Molina. Por fin me preguntó:

– ¿Es tu primera vez, no es cierto? El corazón me dio un salto.

– Qué va -le mentí-, llevo ya como siete.

– De todos modos -dijo ella con un gesto de ironía-, deberías decirle a tu hermano que te enseñe un poquito.

El estreno me dio un impulso vital. Las vacaciones eran de diciembre a febrero, y me pregunté cuántas veces dos pesos debería conseguir para volver con ella. Mi hermano Luis Enrique, que ya era un veterano del cuerpo, se reventaba de risa porque alguien de nuestra edad tuviera que pagar por algo que hacían dos al mismo tiempo y los hacía felices a ambos.

Dentro del espíritu feudal de La Mojana, los señores de la tierra se complacían en estrenar a las vírgenes de sus feudos y después de unas cuantas noches de mal uso las dejaban a merced de su suerte. Había para escoger entre las que salían a cazarnos en la plaza después de los bailes. Sin embargo, todavía en aquellas vacaciones me causaban el mismo miedo que el teléfono y las veía pasar como nubes en el agua. No tenía un instante de sosiego por la desolación que me dejó en el cuerpo mi primera aventura casual. Todavía hoy no creo que sea exagerado creer que ésa fuera la causa del ríspido estado de ánimo con que regresé al colegio, y obnubilado por completo por un disparate genial del poeta bogotano don José Manuel Marroquín, que enloquecía al auditorio desde la primera estrofa:

Ahora que los ladros perran, ahora que los cantos gallan,

ahora que albando la toca las altas suenas campanan;

y que los rebuznos burran y que los gorjeos pajaran,

y que los silbos serenan y que los gruños marranan,

y que la aurorada rosa los extensos doros campa,

perlando líquidas viertas cual yo lagrimo derramas

y friando de tirito si bien el abrasa almada,

vengo a suspirar mis lanzos ventano de tus debajas.

No sólo introducía el desorden por donde pasaba recitando las ristras interminables del poema, sino que aprendí a hablar con la fluidez de un nativo de quién sabe dónde. Me sucedía con frecuencia: contestaba cualquier cosa, pero casi siempre era tan extraña o divertida, que los maestros se escabullían. Alguien debió inquietarse por mi salud mental, cuando le di en un examen una respuesta acertada, pero indescifrable al primer golpe. No recuerdo que hubiera algo de mala fe en esas bromas fáciles que a todos divertían.

Me llamó la atención que los curas me hablaban como si hubieran perdido la razón, y yo les seguía la corriente. Otro motivo de alarma fue que inventé parodias de los corales sacros con letras paganas que por fortuna nadie entendió. Mi acudiente, de acuerdo con mis padres, me llevó con un especialista que me hizo un examen agotador pero muy divertido, porque además de su rapidez mental tenía una simpatía personal y un método irresistibles. Me hizo leer una cartilla con frases enrevesadas que yo debía enderezar. Lo hice con tanto entusiasmo, que el médico no resistió la tentación de inmiscuirse en mi juego, y se nos ocurrieron pruebas tan ingeniosas que tomó notas para incorporarlas a sus exámenes futuros. Al término de una indagatoria minuciosa de mis costumbres me preguntó cuántas veces me masturbaba. Le contesté lo primero que se me ocurrió: nunca me había atrevido. No me creyó, pero me comentó como al descuido que el miedo era un factor negativo para la salud sexual, y su misma incredulidad me pareció más bien una incitación. Me pareció un hombre estupendo, al que quise ver de adulto cuando ya era periodista en El Heraldo, para que me contara las conclusiones privadas que había sacado de mi examen, y lo único que supe fue que se había mudado a los Estados Unidos desde hacía años. Uno de sus antiguos compañeros fue más explícito y me dijo con un gran afecto que no tenía nada de raro que estuviera en un manicomio de Chicago, porque siempre le pareció peor que sus pacientes.

El diagnóstico fue una fatiga nerviosa agravada por leer después de las comidas. Me recomendó un reposo absoluto de dos horas durante la digestión, y una actividad física más fuerte que los deportes de rigor. Todavía me sorprende la seriedad con que mis padres y mis maestros tomaron sus órdenes. Me reglamentaron las lecturas, y más de una vez me quitaron el libro cuando me encontraron leyendo en clase por debajo del pupitre. Me dispensaron de las materias difíciles y me obligaron a tener más actividad física de varias horas diarias. Así, mientras los demás estaban en clase, yo jugaba solo en el patio de basquetbol haciendo canastas bobas y recitando de memoria. Mis compañeros de clase se dividieron desde el primer momento: los que en realidad pensaban que había estado loco desde siempre, los que creían que me hacía el loco para gozar la vida y los que siguieron tratándome sobre la base de que los locos eran los maestros. De entonces viene la versión de que fui expulsado del colegio porque le tiré un tintero al maestro de aritmética mientras escribía ejercicios de regla de tres en el tablero. Por fortuna, papá lo entendió de un modo simple y decidió que volviera a casa sin terminar el año ni gastarle más tiempo y dinero a una molestia que sólo podía ser una afección hepática.

Para mi hermano Abelardo, en cambio, no había problemas de la vida que no se resolvieran en la cama. Mientras mis hermanas me daban tratamientos de compasión, él me enseñó la receta mágica desde que me vio entrar en su taller:

– A ti lo que te hace falta es una buena pierna.

Lo tomó tan en serio que casi todos los días se iba media hora al billar de la esquina y me dejaba detrás del cancel de la sastrería con amigas suyas de todos los pelajes, y nunca con la misma. Fue una temporada de desafueros creativos, que parecieron confirmar el diagnóstico clínico de Abelardo, pues al año siguiente volví al colegio en mi sano juicio.

Nunca olvidé la alegría con que me recibieron de regreso en el colegio San José y la admiración con que celebraron los globulitos de mi padre. Esta vez no fui a vivir donde los Valdeblánquez, que ya no cabían en su casa por el nacimiento de su segundo hijo, sino a la casa de don Eliécer García, un hermano de mi abuela paterna, famoso por su bondad y su honradez. Trabajó en un banco hasta la edad de retiro, y lo que más me conmovió fue su pasión eterna por la lengua inglesa. La estudió a lo largo de su vida desde el amanecer, y en la noche hasta muy tarde, como ejercicios cantados con muy buena voz y buen acento, hasta que se lo permitió la edad. Los días de fiesta se iba al puerto a cazar turistas para hablar con ellos, y llegó a tener tanto dominio como el que tuvo siempre en castellano, pero su timidez le impidió hablarlo con nadie conocido. Sus tres hijos varones, todos mayores que yo, y su hija Valentina, no pudieron escucharlo jamás.

Por Valentina -que fue mi gran amiga y una lectora inspirada- descubrí la existencia del movimiento Arena y Cielo, formado por un grupo de poetas jóvenes que se habían propuesto renovar la poesía de la costa caribe con el buen ejemplo de Pablo Neruda. En realidad eran una réplica local del grupo Piedra y Cielo que reinaba por aquellos años en los cafés de poetas de Bogotá y en los suplementos literarios dirigidos por Eduardo Carranza, a la sombra del español Juan Ramón Jiménez, con la determinación saludable de arrasar con las hojas muertas del siglo XIX. No eran más de media docena apenas salidos de la adolescencia, pero habían irrumpido con tanta fuerza en los suplementos literarios de la costa que empezaban a ser vistos como una gran promesa artística.

El capitán de Arena y Cielo se llamaba César Augusto del Valle, de unos veintidós años, que había llevado su ímpetu renovador no sólo a los temas y los sentimientos sino también a la ortografía y las leyes gramaticales de sus poemas. A los puristas les parecía un hereje, a los académicos les parecía un imbécil y a los clásicos les parecía un energúmeno. La verdad, sin embargo, era que por encima de su militancia contagiosa -como Neruda- era un romántico incorregible.

Mi prima Valentina me llevó un domingo a la casa donde César vivía con sus padres, en el barrio de San Roque, el más parrandero de la ciudad. Era de huesos firmes, prieto y flaco, de grandes dientes de conejo y el cabello alborotado de los poetas de su tiempo. Y, sobre todo, parrandero y desbraguetado. Su casa, de clase media pobre, estaba tapizada de libros sin espacio para uno más. Su padre era un hombre serio y más bien triste, con aires de funcionario en retiro, y parecía atribulado por la vocación estéril de su hijo. Su madre me acogió con una cierta lástima como a otro hijo aquejado del mismo mal que tanto la había hecho llorar por el suyo.

Aquella casa fue para mí la revelación de un mundo que quizás intuía a mis catorce años, pero nunca había imaginado hasta qué punto. Desde aquel primer día me volví su visitante más asiduo, y le quitaba tanto tiempo al poeta que todavía hoy no me explico cómo podía soportarme. He llegado a pensar que me usaba para practicar sus teorías literarias, tal vez arbitrarias pero deslumbrantes, con un interlocutor asombrado pero inofensivo. Me prestaba libros de poetas que nunca había oído nombrar, y los comentaba con él sin una conciencia mínima de mi audacia. Sobre todo con Neruda, cuyo «Poema Veinte» aprendí de memoria para sacar de sus casillas a alguno de los jesuítas que no transitaban por esos andurriales de la poesía. Por aquellos días se alborotó el ambiente cultural de la ciudad con un poema de Meira Delmar a Cartagena de Indias que saturó todos los medios de la costa. Fue tal la maestría de la dicción y la voz con que me lo leyó César del Valle, que lo aprendí de memoria en la segunda lectura.

Otras muchas veces no podíamos hablar porque César estaba escribiendo a su manera. Caminaba por cuartos y corredores como en otro mundo, y cada dos o tres minutos pasaba frente a mí como un sonámbulo, y de pronto se sentaba a la máquina, escribía un verso, una palabra, un punto y coma quizás, y volvía a caminar. Yo lo observaba trastornado por la emoción celestial de estar descubriendo el único y secreto modo de escribir la poesía. Así fue siempre en mis años del colegio San José, que me dieron la base retórica para soltar mis duendes. La última noticia que tuve de aquel poeta inolvidable, dos años después en Bogotá, fue un telegrama de Valentina con las dos palabras únicas que no tuvo corazón para firmar: «Murió César».

Mi primer sentimiento en una Barranquilla sin mis padres fue la conciencia del libre albedrío. Tenía amistades que mantenía más allá del colegio. Entre ellos Álvaro del Toro -que me hacía la segunda voz en las declamaciones del recreo- y con la tribu de los Arteta, con quienes solía escaparme para las librerías y el cine. Pues el único límite que me impusieron en casa del tío Eliécer, para proteger su responsabilidad, fue que no llegara después de las ocho de la noche.

Un día que esperaba a César del Valle leyendo en la sala de su casa, había llegado a buscarlo una mujer sorprendente. Se llamaba Martina Fonseca y era una blanca vaciada en un molde de mulata, inteligente y autónoma, que bien podía ser la amante del poeta. Por dos o tres horas viví a plenitud el placer de conversar con ella, hasta que César volvió a casa y se fueron juntos sin decir para dónde. No volví a saber de ella hasta el Miércoles de Ceniza de aquel año, cuando salí de la misa mayor, y la encontré esperándome en un escaño del parque. Creí que era una aparición. Llevaba una bata de lino bordado que purificaba su hermosura, un collar de fantasía y una flor de fuego vivo en el descote. Sin embargo, lo que más aprecio ahora en el recuerdo es el modo en que me invitó a su casa sin un mínimo indicio de premeditación, sin que tomáramos en cuenta el signo sagrado de la cruz de ceniza que ambos teníamos en la frente. Su marido, que era práctico de un buque en el río Magdalena, estaba en su viaje de oficio de doce días. ¿Qué tenía de raro que su esposa me invitara un sábado casual a un chocolate con almojábanas? Sólo que el ritual se repitió todo el resto del año mientras el marido andaba en su buque, y siempre de cuatro a siete, que era el tiempo del programa juvenil del cine Rex que me servía de pretexto en la casa de mi tío Eliécer para estar con ella.

Su especialidad profesional era preparar para los ascensos a maestros de primaria. A los mejor calificados los atendía en sus horas libres con chocolate y almojábanas, de modo que al bullicioso vecindario no le llamó la atención el nuevo alumno de los sábados. Fue sorprendente la fluidez de aquel amor secreto que ardió a fuego loco desde marzo hasta noviembre. Después de los dos primeros sábados creí que no podía soportar más los deseos desaforados de estar con ella a toda hora.

Estábamos a salvo de todo riesgo, porque su marido anunciaba su llegada a la ciudad con una clave para que ella supiera que estaba entrando en el puerto. Así fue el tercer sábado de nuestros amores, cuando estábamos en la cama y se oyó el bramido lejano. Ella quedó tensa.

– Tate quieto -me dijo, y esperó dos bramidos más. No saltó de la cama, como yo lo esperaba por mi propio miedo, sino que prosiguió impávida-: Todavía nos quedan más de tres horas de vida.

Ella me lo había descrito como «un negrazo de dos metros y un jeme, con una tranca de artillero». Estuve a punto de romper las reglas del juego por el zarpazo de los celos, y no de cualquier modo: quería matarlo. Lo resolvió la madurez de ella, que desde entonces me llevó de cabestro a través de los escollos de la vida real como a un lobito con piel de cordero.

Iba muy mal en el colegio y no quería saber nada de eso, pero Martina se hizo cargo de mi calvario escolar. Le sorprendió el infantilismo de descuidar las clases por complacer al demonio de una irresistible vocación de vida. «Es lógico -le dije-. Si esta cama fuera el colegio y tú fueras la maestra, yo sería el número uno no sólo de la clase sino de toda la escuela.» Ella lo tomó como un ejemplo certero.

– Es justo eso lo que vamos a hacer -me dijo.

Sin demasiados sacrificios emprendió la tarea de mi rehabilitación con un horario fijo. Me resolvía las tareas y me preparaba para la semana siguiente entre retozos de cama y regaños de madre. Si los deberes no estaban bien y a tiempo me castigaba con la veda de un sábado por cada tres faltas. Nunca pasé de dos. Mis cambios empezaron a notarse en el colegio.

Sin embargo, lo que me enseñó en la práctica fue una fórmula infalible que por desgracia sólo me sirvió en el último grado del bachillerato: si prestaba atención en las clases y hacía yo mismo las tareas en vez de copiarlas de mis compañeros, podía ser bien calificado y leer a mi antojo en mis horas libres, y seguir mi vida propia sin trasnochos agotadores ni sustos inútiles. Gracias a esa receta mágica fui el primero de la promoción aquel año de 1942 con medalla de excelencia y menciones honoríficas de toda índole. Pero las gratitudes confidenciales se las llevaron los médicos por lo bien que me habían sanado de la locura. En la fiesta caí en la cuenta de que había una mala dosis de cinismo en la emoción con que yo agradecía en los años anteriores los elogios por méritos que no eran míos. En el último año, cuando fueron merecidos, me pareció decente no agradecerlos. Pero correspondí de todo corazón con el poema «El circo», de Guillermo Valencia, que recité completo sin consueta en el acto final, y más asustado que un cristiano frente a los leones.

En las vacaciones de aquel buen año había previsto visitar a la abuela Tranquilina en Aracataca, pero ella tuvo que ir de urgencia a Barranquilla para operarse de las cataratas. La alegría de verla de nuevo se completó con la del diccionario del abuelo que me llevó de regalo. Nunca había sido consciente de que estaba perdiendo la vista, o no quiso confesarlo, hasta que ya no pudo moverse de su cuarto. La operación en el hospital de Caridad fue rápida y con buen pronóstico. Cuando le quitaron las vendas, sentada en la cama, abrió los ojos radiantes de su nueva juventud se le iluminó el rostro y resumió su alegría con una sola palabra:

– Veo.

El cirujano quiso precisar qué tanto veía y ella barrió el cuarto con su mirada nueva y enumeró cada cosa con una precisión admirable. El médico se quedó sin aire. pues sólo yo sabía que las cosas que enumeró la abuela no eran las que tenía enfrente en el cuarto del hospital, sino las de su dormitorio de Aracataca, que recordaba de memoria y en su orden. Nunca más recobró la vista.

Mis padres insistieron en que pasara las vacaciones con ellos en Sucre y que llevara conmigo a la abuela. Mucho más envejecida de lo que mandaba la edad, y con la mente a la deriva, se le había afinado la belleza de la voz y cantaba más y con más inspiración que nunca. Mi madre cuidó de que la mantuvieran limpia y arreglada, como a una muñeca enorme. Era evidente que se daba cuenta del mundo, pero lo refería al pasado. Sobre todo los programas de radio, que despertaban en ella un interés infantil. Reconocía las voces de los distintos locutores a quienes identificaba como amigos de su juventud en Riohacha, porque nunca entró un radio en su casa de Aracataca. Contradecía o criticaba algunos comentarios de los locutores, discutía con ellos los temas más variados o les reprochaba cualquier error gramatical como si estuvieran en carne y hueso junto a su cama, y se negaba a que la cambiaran de ropa mientras no se despidieran. Entonces les correspondía con su buena educación intacta:

– Tenga usted muy buenas noches, señor.

Muchos misterios de cosas perdidas, de secretos guardados o de asuntos prohibidos se aclararon en sus monólogos: quién se llevó escondida en un baúl la bomba del agua que desapareció de la casa de Aracataca, quién había sido en realidad el padre de Matilde Salmona, cuyos hermanos lo confundieron con otro y se lo cobraron a bala.

Tampoco fueron fáciles mis primeras vacaciones en Sucre sin Martina Fonseca, pero no hubo ni una mínima posibilidad de que se fuera conmigo. La sola idea de no verla durante dos meses me había parecido irreal. Pero a ella no. Al contrario, cuando le toqué el tema, me di cuenta de que ya estaba, como siempre, tres pasos delante de mí.

– De eso quería hablarte me dijo sin misterios-. Lo mejor para ambos sería que te fueras a estudiar en otra parte ahora que estamos locos de amarrar. Así te darás cuenta de que lo nuestro no será nunca más de lo que ya fue.

La tomé a burla.

– Me voy mañana mismo y regreso dentro de tres meses para quedarme contigo.

Ella me replicó con música de tango:

– ¡Ja, ja, ja, ja!

Entonces aprendí que Martina era fácil de convencer cuando decía que sí pero nunca cuando decía que no. Así que agarré el guante, bañado en lágrimas, y me propuse ser otro en la vida que ella pensó para mí: otra ciudad, otro colegio, otros amigos y hasta otro modo de ser. Apenas lo pensé. Con la autoridad de mis muchas medallas, lo primero que dije a mi padre con una cierta solemnidad fue que no volvería al colegio San José. Ni a Barranquilla.

– ¡Bendito sea Dios! dijo él-. Siempre me había preguntado de dónde sacaste el romanticismo de estudiar con los jesuitas.

Mi madre pasó por alto el comentario.

– Si no es allá tiene que ser en Bogotá -dijo.

– Entonces no será en ninguna parte -replicó papá de inmediato-, porque no hay plata que alcance para los cachacos.

Es raro, pero la sola idea de no seguir estudiando, que había sido el sueño de mi vida, me pareció entonces inverosímil. Hasta el extremo de apelar a un sueño que nunca me pareció alcanzable.

– Hay becas -dije.

– Muchísimas -dijo papá-, pero para los ricos.

En parte era cierto, pero no por favoritismos, sino porque los trámites eran difíciles y las condiciones mal divulgadas. Por obra del centralismo, todo el que aspirara a una beca tenía que ir a Bogotá, mil kilómetros en ocho días de viaje que costaban casi tanto como tres meses en el internado de un buen colegio. Pero aun así podía ser inútil. Mi madre se exasperó:

– Cuando uno destapa la máquina de la plata se sabe dónde se empieza pero no dónde se termina.

Además, ya había otras obligaciones atrasadas. Luis Enrique, que tenía un año menos que yo, estuvo matriculado en dos escuelas locales y de ambas había desertado a los pocos meses. Margarita y Aída estudiaban bien en la escuela primaria de las monjas, pero ya empezaban a pensar en una ciudad cercana y menos costosa para el bachillerato. Gustavo, Ligia, Rita y Jaime no eran todavía urgentes, pero crecían a un ritmo amenazante. Tanto ellos como los tres que nacieron después me trataron como a alguien que siempre llegaba para irse.

Fue mi año decisivo. La atracción mayor de cada carroza eran las muchachas escogidas por su gracia y su belleza, y vestidas como reinas, que recitaban versos alusivos a la guerra simbólica entre las dos mitades del pueblo. Yo, todavía medio forastero, disfrutaba del privilegio de ser neutral, y así me comportaba. Aquel año, sin embargo, cedí ante los ruegos de los capitanes de Congoveo para que les escribiera los versos para mi hermana Carmen Rosa, que sería la reina de una carroza monumental. Los complací encantado, pero me excedí en los ataques al adversario por mi ignorancia de las reglas del juego. No me quedó otro recurso que enmendar el escándalo con dos poemas de paz: uno reparador para la bella de Congoveo y otro de reconciliación para la bella de Zulia. El incidente se hizo público. El poeta anónimo, apenas conocido en la población, fue el héroe de la jornada. El episodio me presentó en sociedad y me mereció la amistad de ambos bandos. Desde entonces no me alcanzó el tiempo para ayudar en comedias infantiles, bazares de caridad, tómbolas de beneficencia y hasta el discurso de un candidato al concejo municipal.

Luis Enrique, que ya se perfilaba como el guitarrista inspirado que llegó a ser, me enseñó a tocar el tiple. Con él y con Filadelfo Velilla nos volvimos los reyes de las serenatas, con el premio mayor de que algunas agasajadas se vestían a las volandas, abrían la casa, despertaban a las vecinas y seguíamos la fiesta hasta el desayuno. Aquel año se enriqueció el grupo con el ingreso de José Palencia, nieto de un terrateniente adinerado y pródigo. José era un músico innato capaz de tocar cualquier instrumento que le cayera en las manos. Tenía una estampa de artista de cine, y era un bailarín estelar, de una inteligencia deslumbrante y una suerte más envidiada que envidiable en los amores de paso.

Yo, en cambio, no sabía bailar, y no pude aprender ni siquiera en casa de las señoritas Loiseau, seis hermanas inválidas de nacimiento, que sin embargo daban clases de buen baile sin levantarse de sus mecedores. Mi padre, que nunca fue insensible a la fama, se acercó a mí con una visión nueva. Por primera vez dedicamos largas horas a conversar. Apenas si nos conocíamos. En realidad, visto desde hoy, no viví con mis padres más de tres años en total, sumados los de Aracataca, Barranquilla, Cartagena, Sincé y Sucre. Fue una experiencia muy grata que me permitió conocerlos mejor. Mi madre me lo dijo: «Qué bueno que te hiciste amigo de tu papá». Días después, mientras preparaba el café en la cocina, me dijo más:

– Tu papá está muy orgulloso de ti.

Al día siguiente me despertó en puntillas y me sopló al oído: «Tu papá te tiene una sorpresa». En efecto, cuando bajó a desayunar, él mismo me dio la noticia en presencia de todos con un énfasis solemne:

– Alista tus vainas, que te vas para Bogotá.

El primer impacto fue una gran frustración, pues lo que hubiera querido entonces era quedarme ahogado en la parranda perpetua. Pero prevaleció la inocencia. Por la ropa de tierra fría no hubo problema. Mi padre tenía un vestido negro de cheviot y otro de pana, y ninguno le cerraba en la cintura. Así que fuimos con Pedro León Rosales, el llamado sastre de los milagros, y me los compuso a mi tamaño. Mi madre me compró además el sobretodo de piel de camello de un senador muerto. Cuando me lo estaba midiendo en casa, mi hermana Ligia -que es vidente de natura- me previno en secreto de que el fantasma del senador se paseaba de noche por su casa con el sobretodo puesto. No le hice caso, pero más me hubiera valido, porque cuando me lo puse en Bogotá me vi en el espejo con la cara del senador muerto. Lo empeñé por diez pesos en el Monte de Piedad y lo dejé perder.

El ambiente doméstico había mejorado tanto que estuve a punto de llorar en las despedidas, pero el programa se cumplió al pie de la letra sin sentimentalismos. La segunda semana de enero me embarqué en Magangué en el David Arango, el buque insignia de la Naviera Colombiana, después de vivir una noche de hombre libre. Mi compañero de camarote fue un ángel de doscientas veinte libras y lampiño de cuerpo entero. Tenía el nombre usurpado de Jack el Destripador, y era el último sobreviviente de una estirpe de cuchilleros de circo del Asia Menor. A primera vista me pareció capaz de estrangularme mientras dormía, pero en los días siguientes me di cuenta de que sólo era lo que parecía: un bebé gigante con un corazón que no le cabía en el cuerpo.

Hubo fiesta oficial la primera noche, con orquesta y cena de gala, pero me escapé a la cubierta, contemplé por última vez las luces del mundo que me disponía a olvidar sin dolor y lloré a gusto hasta el amanecer. Hoy me atrevo a decir que por lo único que quisiera volver a ser niño es para gozar otra vez de aquel viaje. Tuve que hacerlo de ida y vuelta varias veces durante los cuatro años que me faltaban del bachillerato y otros dos de la universidad, y cada vez aprendí más de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela. Por la época en que las aguas tenían caudal suficiente, el viaje de subida duraba cinco días de Barranquila a Puerto Salgar, de donde se hacía una jornada en tren hasta Bogotá. En tiempos de sequía, que eran los más entretenidos para navegar si no se tenía prisa, podía durar hasta tres semanas.

Los buques tenían nombres fáciles e inmediatos: Atlántico, Medellín, Capitán de Caro, David Arango. Sus capitanes, como los de Conrad, eran autoritarios y de buena índole, comían como bárbaros y no sabían dormir solos en sus camarotes de reyes. Los viajes eran lentos y sorprendentes. Los pasajeros nos sentábamos en las terrazas todo el día para ver los pueblos olvidados, los caimanes tumbados con las fauces abiertas a la espera de las mariposas incautas, las bandadas de garzas que alzaban el vuelo por el susto de la estela del buque, el averío de patos de las ciénagas interiores, los manatíes que cantaban en los playones mientras amamantaban a sus crías. Durante todo el viaje uno despertaba al amanecer aturdido por la bullaranga de los micos y las cotorras. A menudo, la tufarada nauseabunda de una vaca ahogada interrumpía la siesta, inmóvil en el hilo del agua con un gallinazo solitario parado en el vientre.

Ahora es raro que uno conozca a alguien en los aviones. En los buques fluviales los estudiantes terminábamos por parecer una sola familia, pues nos poníamos de acuerdo todos los años para coincidir en el viaje. A veces el buque encallaba hasta quince días en un banco de arena. Nadie se preocupaba, pues la fiesta seguía, y una carta del capitán sellada con el escudo de su anillo servía de excusa para llegar tarde al colegio.

Desde el primer día me llamó la atención el más joven de un grupo familiar, que tocaba el bandoneón como entre sueños, paseándose durante días enteros por la cubierta de primera clase. No pude soportar la envidia, pues desde que escuché a los primeros acordeoneros de Francisco el Hombre en las fiestas del 20 de julio en Aracataca me empeñé en que mi abuelo me comprara un acordeón, pero mi abuela se nos atravesó con la mojiganga de siempre de que el acordeón era un instrumento de guatacucos. Unos treinta años después creí reconocer en París al elegante acordeonero del buque en un congreso mundial de neurólogos. El tiempo había hecho lo suyo: se había dejado una barba bohemia y la ropa le había crecido unas dos tallas, pero el recuerdo de su maestría era tan vivido que no podía equivocarme. Sin embargo, su reacción no pudo ser más ríspida cuando le pregunté sin presentarme:

– ¿Cómo va el bandoneón? Me replicó sorprendido:

– No sé de qué me habla usted.

Sentí que me tragaba la tierra, y le di mis humildes excusas por haberlo confundido con un estudiante que tocaba el bandoneón en el David Arango, a principios de enero del 44. Entonces resplandeció por el recuerdo. Era el colombiano Salomón Hakim, uno de los grandes neurólogos de este mundo. La desilusión fue que había cambiado el bandoneón por la ingeniería médica.

Otro pasajero me llamó la atención por su distancia. Era joven, robusto, de piel rubicunda y lentes de miope, y una calvicie prematura muy bien tenida. Me pareció la imagen perfecta del turista cachaco. Desde el primer día acaparó la poltrona más cómoda, puso varias torres de libros nuevos en una mesita y leyó sin espabilar desde la mañana hasta que lo distraían las parrandas de la noche. Cada día apareció en el comedor con una camisa de playa diferente y florida, y desayunó, almorzó, comió y siguió leyendo solo en la mesa más arrinconada. No creo que hubiera cruzado un saludo con nadie. Lo bauticé para mí como «el lector insaciable».

No resistí la tentación de husmear sus libros. La mayoría eran tratados indigestos de derecho público, que leía en las mañanas, subrayando y tomando notas marginales. Con la fresca de la tarde leía novelas. Entre ellas, una que me dejó atónito: El doble, de Dostoievski, que había tratado de robarme, y no pude, en una librería de Barranquilla. Estaba loco por leerla. Tanto, que hubiera querido pedírsela prestada, pero no tuve aliento. Uno de esos días apareció con El gran Meaulnes, de la cual no había oído hablar, pero que muy pronto tuve entre las obras maestras preferidas por mí. En cambio, yo sólo llevaba libros ya leídos e irrepetibles: Jeromín, del Padre Coloma, que no acabé de leer nunca; La vorágine, de José Eustasio Rivera; De los Apeninos a los Andes, de Edmundo de Amicis, y el diccionario del abuelo que leía a trozos durante horas. Al lector implacable, por el contrario no le alcanzaba el tiempo para tantos. Lo que quiero decir y no he dicho es que hubiera dado cualquier cosa por ser él.

El tercer viajero, por supuesto, era Jack el Destripador mi compañero de cuarto, que hablaba dormido en lengua bárbara durante horas enteras. Sus parlamentos tenían una condición melódica que le daba un fondo nuevo a mis lecturas de la madrugada. Me dijo que no era consciente de eso, ni sabía qué idioma podía ser en el que soñaba, porque de niño se entendió con los maromeros de su circo en seis dialectos asiáticos, pero los había perdido todos cuando murió su madre. Sólo le quedó el polaco, que era su lengua original, pero pudimos establecer que tampoco era ésa la que hablaba dormido. No recuerdo un ser más adorable mientras aceitaba y probaba el filo de sus cuchillos siniestros en su lengua rosada.

Su único problema había sido el primer día en el comedor cuando les reclamó a los meseros que no podría sobrevivir al viaje si no le servían cuatro raciones. El contramaestre le explicó que así sería si las pagaba como un suplemento con una rebaja especial. El alegó que había viajado por los mares del mundo y en todos le reconocieron el derecho humano de no dejarlo morir de hambre. El caso subió hasta el capitán, quien decidió muy a la colombiana que le sirvieran dos raciones, y que a los meseros se les fuera la mano hasta dos más por distracción. Él se ayudó además picando con el tenedor los platos de los compañeros de mesa y de algunos vecinos inapetentes, que gozaban con sus ocurrencias. Había que estar allí para creerlo.

Yo no sabía qué hacer de mi, hasta que en La Gloria se embarcó un grupo de estudiantes que armaban tríos y cuartetos en las noches, y cantaban hermosas serenatas con boleros de amor. Cuando descubrí que les sobraba un tiple me hice cargo de él, ensayé con ellos en las tardes y cantábamos hasta el amanecer. El tedio de mis horas libres encontró remedio por una razón del corazón: el que no canta no puede imaginarse lo que es el placer de cantar.

Una noche de gran luna nos despertó un lamento desgarrador que nos llegaba de la ribera. El capitán Clímaco Conde Abello, uno de los más grandes, dio orden de buscar con reflectores el origen de aquel llanto, y era una hembra de manatí que se había enredado en las ramas de un árbol caído. Los vaporinos se echaron al agua, la amarraron a un cabrestante y lograron desencallarla. Era un ser fantástico y enternecedor, entre mujer y vaca, de casi cuatro metros de largo. Su piel era lívida y tierna, y su torso de grandes tetas era de madre bíblica. Fue al mismo capitán Conde Abello a quien le oí decir por primera vez que el mundo se iba a acabar si seguían matando los animales del río, y prohibió disparar desde su barco.

– ¡El que quiera matar a alguien, que vaya a matarlo en su casa! -gritó-. No en mi buque.

El 19 de enero de 1961, diecisiete años después, lo recuerdo como un día ingrato, por un amigo que me llamó por teléfono a México para contarme que el vapor David Arango se había incendiado y convertido en cenizas en el puerto de Magangué. Colgué con la conciencia horrible de que aquel día se acababa mi juventud, y de que lo poco que ya nos quedaba de nuestro río de nostalgias se había ido al carajo. Hoy el río Magdalena está muerto, con sus aguas podridas y sus animales extinguidos. Los trabajos de recuperación de que tanto han hablado los gobiernos sucesivos que nada han hecho, requerirían la siembra técnica de unos sesenta millones de árboles en un noventa por ciento de las tierras de propiedad privada, cuyos dueños tendrían que renunciar por el solo amor a la patria al noventa por ciento de sus ingresos actuales.

Cada viaje dejaba grandes enseñanzas de vida que nos vinculaban de un modo efímero pero inolvidable a la de los pueblos de paso, donde muchos de nosotros se enredaron para siempre con su destino. Un renombrado estudiante de medicina se metió sin ser invitado en un baile de bodas, bailó sin permiso con la mujer más bonita de la fiesta y el marido lo mató de un tiro. Otro se casó en una borrachera épica con la primera muchacha que le gustó en Puerto Berrío, y sigue feliz con ella y con sus nueve hijos. José Palencia, nuestro amigo de Sucre, se había ganado una vaca en un concurso de tamboreros en Tenerife, y allí mismo la vendió por cincuenta pesos: una fortuna para la época. En el inmenso barrio de tolerancia de Barrancabermeja, la capital del petróleo, nos llevamos la sorpresa de encontrar cantando con la orquesta de un burdel a Ángel Casij Palencia, primo hermano de José, que había desaparecido de Sucre sin dejar rastro desde el año anterior. La cuenta de la pachanga la asumió la orquesta hasta el amanecer.

Mi recuerdo más ingrato es el de una cantina sombría de Puerto Berrío, de donde la policía nos sacó a golpes de garrote a cuatro pasajeros, sin dar explicaciones ni escucharlas, y nos arrestaron bajo el cargo de haber violado a una estudiante. Cuando llegamos a la comandancia de policía ya tenían entre rejas y sin un solo rasguño a los verdaderos culpables, unos vagos locales que no tenían nada que ver con nuestro buque.

En la escala final, Puerto Salgar, había que desembarcar a las cinco de la mañana vestidos para las tierras altas. Los hombres de paño negro, con chaleco y sombreros hongo y los abrigos colgados del brazo, habían cambiado de identidad entre el salterio de los sapos y la pestilencia del río saturado de animales muertos. A la hora del desembarco tuve una sorpresa insólita. Una amiga de última hora había convencido a mi madre de hacerme un petate de corroncho con un chinchorro de pita, una manta de lana y una bacinilla de emergencia, y todo envuelto en una estera de esparto y amarrada en cruz con los hicos de la hamaca. Mis compañeros músicos no pudieron soportar la risa de verme con semejante equipaje en la cuna de la civilización, y el más resuelto hizo lo que yo no me hubiera atrevido: lo tiró al agua. Mi última visión de aquel viaje inolvidable fue la del petate que regresaba a sus orígenes ondulando en la corriente. El tren de Puerto Salgar subía como gateando por las cornisas de rocas en las primeras cuatro horas. En los tramos más empinados se descolgaba para tomar impulso y volvía a intentar el ascenso con un resuello de dragón. A veces era necesario que los pasajeros se bajaran para aligerarlo del peso, y remontar a pie hasta la cornisa siguiente. Los pueblos del camino eran tristes y helados, y en las estaciones desiertas sólo nos esperaban las vendedoras de toda la vida que ofrecían por la ventanilla del vagón unas gallinas gordas y amarillas, cocinadas enteras, y unas papas nevadas que sabían a gloria. Allí sentí por primera vez un estado del cuerpo desconocido e invisible: el frío. Al atardecer, por fortuna, se abrían de pronto hasta el horizonte las sabanas inmensas, verdes y bellas como un mar del cielo. El mundo se volvía tranquilo y breve. El ambiente del tren se volvía otro. Me había olvidado por completo del lector insaciable, cuando apareció de pronto y se sentó enfrente de mí con un aspecto de urgencia. Fue increíble. Lo había impresionado un bolero que cantábamos en las noches del buque y me pidió que se lo copiara. No sólo lo hice, sino que le enseñé a cantarlo. Me sorprendió su buen oído y la lumbre de su voz cuando la cantó solo, justo y bien, desde la primera vez.

– ¡Esa mujer se va a morir cuando la oiga! -exclamó radiante.

Así entendí su ansiedad. Desde que oyó el bolero cantado por nosotros en el buque, sintió que sería una revelación para la novia que lo había despedido tres meses antes en Bogotá y aquella tarde lo esperaba en la estación. Lo había vuelto a oír dos o tres veces, y era capaz de reconstruirlo a pedazos, pero al verme solo en la poltrona del tren había resuelto pedirme el favor. También yo tuve entonces la audacia de decirle con toda intención, y sin que viniera al caso, cuánto me había sorprendido en su mesa un libro tan difícil de encontrar. Su sorpresa fue auténtica:

– ¿Cuál?

– El doble.

Rió complacido.

– Todavía no lo he terminado -dijo-. Pero es una de las cosas más extrañas que me ha caído en las manos.

No pasó de ahí. Me dio las gracias en todos los tonos por el bolero y se despidió con un fuerte apretón de manos.

Empezaba a oscurecer cuando el tren disminuyó la marcha, pasó por un galpón atiborrado de chatarra oxidada y ancló en un muelle sombrío. Agarré el baúl por la lengüeta y lo arrastré hacia la calle antes de que me atropellara el gentío. Estaba a punto de llegar cuando alguien gritó:

– ¡Joven, joven!

Me volví a mirar, como varios jóvenes y otros menos jóvenes que corrían conmigo, cuando el lector insaciable pasó a mi lado y me dio un libro sin detenerse.

– ¡Que le aproveche! -me gritó, y se perdió en el tropel.

El libro era El doble. Estaba tan aturdido que no alcancé a darme cuenta de lo que acababa de pasarme.

Me guardé el libro en el bolsillo del sobretodo, y el viento helado del crepúsculo me golpeó cuando salí de la estación. A punto de sucumbir puse el baúl en el andén y me senté sobre él para tomar el aire que me faltaba. No había un alma en las calles. Lo poco que alcancé a ver era la esquina de una avenida siniestra y glacial bajo una llovizna tenue revuelta con hollín, a dos mil cuatrocientos metros de altura y con un aire polar que estorbaba para respirar.

Esperé muerto de frío no menos de media hora. Alguien tenía que llegar, pues mi padre había avisado con un telegrama urgente a don Eliécer Torres Arango, un pariente suyo que sería mi acudiente. Pero lo que me preocupaba entonces no era que alguien viniera o no viniera, sino el miedo de estar sentado en un baúl sepulcral sin conocer a nadie en el otro lado del mundo. De pronto bajó de un taxi un hombre distinguido, con un paraguas de seda y un abrigo de camello que le daba a los tobillos. Comprendí que era mi acudiente, aunque apenas me miró y pasó de largo, y no tuve la audacia de hacerle alguna seña. Entró corriendo en la estación, y volvió a salir minutos después sin ningún gesto de esperanza. Por fin me descubrió y me señaló con el índice:

– Tú eres Gabito, ¿verdad? Le contesté con el alma:

– Ya casi.

Загрузка...