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El director de El Espectador, Guillermo Cano, me llamó por teléfono cuando supo que estaba en la oficina de Álvaro Mutis, cuatro pisos arriba de la suya, en un edificio que acababan de estrenar a unas cinco cuadras de su antigua sede. Yo había llegado la víspera y me disponía a almorzar con un grupo de amigos suyos, pero Guillermo me insistió en que antes pasara a saludarlo. Así fue. Después de los abrazos efusivos de estilo en la capital del buen decir, y algún comentario sobre la noticia del día, me agarró del brazo y me apartó de sus compañeros de redacción. «Óigame una vaina, Gabriel -me dijo con una inocencia insospechable-, ¿por qué no me hace el favorzote de escribirme una notita editorial que me está faltando para cerrar el periódico?» Me indicó con el pulgar y el índice el tamaño de medio vaso de agua, y concluyó:

– Así de grande.

Más divertido que él le pregunté dónde podía sentarme, y me señaló un escritorio vacío con una máquina de escribir de otros tiempos. Me acomodé sin más preguntas, pensando un tema bueno para ellos, y allí permanecí sentado en la misma silla, con el mismo escritorio y la misma máquina, en los dieciocho meses siguientes.

Minutos después de mi llegada salió de la oficina contigua Eduardo Zalamea Borda, el subdirector, absorto en un legajo de papeles. Se espantó al reconocerme.

– ¡Hombre, don Gabo! -casi gritó, con el nombre que había inventado para mí en Barranquilla como apócope de Gabito, y que sólo él usaba. Pero esta vez se generalizó en la redacción y siguieron usándolo hasta en letras de molde: Gabo.

No recuerdo el tema de la nota que me encargó Guillermo Cano, pero conocía muy bien desde la Universidad Nacional el estilo dinástico de El Espectador. Y en especial el de la sección «Día a día» de la página editorial, que gozaba de un prestigio merecido, y decidí imitarlo con la sangre fría con que Luisa Santiaga se enfrentaba a los demonios de la adversidad. La terminé en media hora, le hice algunas correcciones a mano y se la entregué a Guillermo Cano, que la leyó de pie por encima del arco de sus lentes de miope. Su concentración no parecía sólo suya sino de toda una dinastía de antepasados de cabellos blancos, iniciada por don Fidel Cano, el fundador del periódico en 1887, continuada por su hermano don Luis, consolidada por su hijo don Gabriel, y recibida ya madura en el torrente sanguíneo por su nieto Guillermo, que acababa de asumir la dirección general a los veintitrés años. Igual que lo habrían hecho sus antepasados, hizo algunas revisiones salteadas por varias dudas menores, y terminó con el primer uso práctico y simplificado de mi nuevo nombre:

– Muy bien, Gabo.

La noche del regreso me había dado cuenta de que Bogotá no volvería a ser la misma para mí mientras sobrevivieran mis recuerdos. Como muchas catástrofes grandes del país, el 9 de abril había trabajado más para el olvido que para la historia. El hotel Granada fue arrasado en su parque centenario y ya empezaba a crecer en su lugar el edificio demasiado nuevo del Banco de la República. Las antiguas calles de nuestros años no parecían de nadie sin los tranvías iluminados, y la esquina del crimen histórico había perdido su grandeza en los espacios ganados por los incendios. «Ahora sí parece una gran ciudad», dijo asombrado alguien que nos acompañaba. Y acabó de desgarrarme con la frase ritual:

– Hay que darle gracias al nueve de abril.

En cambio, nunca había estado mejor que en la pensión sin nombre donde me instaló Álvaro Mutis. Una casa embellecida por la desgracia a un lado del parque nacional, donde la primera noche no pude soportar la envidia por mis vecinos de cuarto que hacían el amor como si fuera una guerra feliz. Al día siguiente, cuando los vi salir no podía creer que fueran ellos: una niña escuálida con un vestido de orfanato público y un señor de gran edad, platinado y con dos metros de estatura, que bien podía ser su abuelo. Pensé que me había equivocado, pero ellos mismos se encargaron de confirmármelo todas las noches siguientes con sus muertes a gritos hasta el amanecer.

El Espectador publicó mi nota en la página editorial y en el lugar de las buenas. Pasé la mañana en las grandes tiendas comprando ropa que Mutis me imponía con el fragoroso acento inglés que inventaba para divertir a los vendedores. Almorzamos con Gonzalo Mallarino y con otros escritores jóvenes invitados para presentarme en sociedad. No volví a saber nada de Guillermo Cano hasta tres días después, cuando me llamó a la oficina de Mutis.

– Oiga Gabo, ¿qué pasó con usted? -me dijo con una severidad mal imitada de director en jefe-. Ayer cerramos atrasados esperando su nota.

Bajé a la redacción para conversar con él, y todavía no sé cómo seguí escribiendo notas sin firma todas las tardes durante más de una semana, sin que nadie me hablara de empleo ni de sueldo. En las tertulias de descanso los redactores me trataban como uno de los suyos, y de hecho lo era sin imaginarme hasta qué punto. La sección «Día a día», nunca firmada, la encabezaba de rutina Guillermo Cano, con una nota política. En un orden establecido por la dirección, iba después la nota con tema libre de Gonzalo González, que además llevaba la sección más inteligente y popular del periódico.

– «Preguntas y respuestas»-, donde absolvía cualquier duda de los lectores con el seudónimo de Gog, no por Giovanni Papini sino por su propio nombre. A continuación publicaban mis notas, y en muy escasas ocasiones alguna especial de Eduardo Zalamea, que ocupaba a diario el mejor espacio de la página editorial -«La ciudad y el mundo»- con el seudónimo de Ulises, no por Hornero -como él solía precisarlo-, sino por James Joyce.

Álvaro Mutis debía hacer un viaje de trabajo a Puerto Príncipe por los primeros días del nuevo año, y me invitó a que lo acompañara. Haití era entonces el país de mis sueños después de haber leído El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Aún no le había contestado el 18 de febrero, cuando escribí una nota sobre la reina madre de Inglaterra perdida en la soledad del inmenso palacio de Buckingham. Me llamó la atención que la publicaran en el primer lugar de «Día a día» y se hubiera comentado bien en nuestras oficinas. Esa noche, en una fiesta de pocos en casa del jefe de redacción, José Salgar, Eduardo Zalamea hizo un comentario aún más entusiasta. Algún infidente benévolo me dijo más tarde que esa opinión había disipado las últimas reticencias para que la dirección me hiciera la oferta formal de un empleo fijo.

Al día siguiente muy temprano me llamó Álvaro Mutis a su oficina para darme la triste noticia de que estaba cancelado el viaje a Haití. Lo que no me dijo fue que lo había decidido por una conversación casual con Guillermo Cano, en la que éste le pidió de todo corazón que no me llevara a Puerto Príncipe. Álvaro, que tampoco conocía Haití, quiso saber el motivo. «Pues cuando lo conozcas -le dijo Guillermo- vas a entender que ésa es la vaina que más puede gustarle a Gabo en el mundo.» Y remató la tarde con una verónica magistral:

– Si Gabo va a Haití no regresará más nunca.

Álvaro entendió, canceló el viaje, y me lo hizo saber como una decisión de su empresa. Así que nunca conocí Puerto Príncipe, pero no supe los motivos reales hasta hace muy pocos años, cuando Álvaro me los contó en una más de nuestras interminables memoraciones de abuelos. Guillermo, por su parte, una vez que me tuvo amarrado con un contrato en el periódico, me reiteró durante años que pensara en el gran reportaje de Haití, pero nunca pude ir ni le dije por qué.

Jamás se me hubiera pasado por la mente la ilusión de ser redactor de planta de El Espectador. Entendía que publicaran mis cuentos, por la escasez y la pobreza del género en Colombia, pero la redacción diaria en un vespertino era un desafío bien distinto para alguien poco curtido en el periodismo de choque. Con medio siglo de edad, criado en una casa alquilada y en las maquinarias sobrantes de El Tiempo -un periódico rico, poderoso y prepotente-, El Espectador era un modesto vespertino de dieciséis páginas apretujadas, pero sus cinco mil ejemplares mal contados se los arrebataban a los voceadores casi en las puertas de los talleres, y se leían en media hora en los cafés taciturnos de la ciudad vieja. Eduardo Zalamea Borda en persona había declarado a través de la BBC de Londres que era el mejor periódico del mundo. Pero lo más comprometedor no era la declaración misma, sino que casi todos los que lo hacían y muchos de quienes lo leían estaban convencidos de que era cierto.

Debo confesar que el corazón me dio un salto al día siguiente de la cancelación del viaje a Haití, cuando Luis Gabriel Cano, el gerente general, me citó en su despacho. La entrevista, con todo su formalismo, no duró cinco minutos. Luis Gabriel tenía una reputación de hombre hosco, generoso como amigo y tacaño como buen gerente, pero me pareció y siguió pareciéndome siempre muy concreto y cordial. Su propuesta en términos solemnes fue que me quedara en el periódico como redactor de planta para escribir sobre información general, notas de opinión, y cuanto fuera necesario en los atafagos de última hora, con un sueldo mensual de novecientos pesos. Me quedé sin aire. Cuando lo recobré volví a preguntarle cuánto, y me lo repitió letra por letra: novecientos. Fue tanta mi impresión, que unos meses después, hablando de esto en una fiesta, mi querido Luis Gabriel me reveló que había interpretado mi sorpresa como un gesto de rechazo. La última duda la había expresado don Gabriel, por un temor bien fundado: «Está tan flaquito y pálido que se nos puede morir en la oficina». Así ingresé como redactor de planta en El Espectador, donde consumí la mayor cantidad de papel de mi vida en menos de dos años.

Fue una casualidad afortunada. La institución más temible del periódico era don Gabriel Cano, el patriarca, que se constituyó por determinación propia en el inquisidor implacable de la redacción. Leía con su lupa milimétrica hasta la coma menos pensada de la edición diaria, señalaba con tinta roja los tropiezos de cada artículo y exhibía en un tablero los recortes castigados con sus comentarios demoledores. El tablero se impuso desde el primer día como «El Muro de la Infamia», y no recuerdo un redactor que hubiera escapado a su plumón sangriento.

La promoción espectacular de Guillermo Cano como director de El Espectador a los veintitrés años no parecía ser el fruto prematuro de sus méritos personales, sino más bien el cumplimiento de una predestinación que estaba escrita desde antes de su nacimiento. Por eso mi primera sorpresa fue comprobar que era de veras el director, cuando muchos pensábamos desde fuera que no era más que un hijo obediente. Lo que más me llamó la atención fue la rapidez con que reconocía la noticia.

A veces tenía que enfrentarse a todos, aun sin muchos argumentos, hasta que lograba convencerlos de su verdad. Era una época en la que el oficio no lo enseñaban en las universidades sino que se aprendía al pie de la vaca, respirando tinta de imprenta, y El Espectador tenía los maestros mejores y de buen corazón pero de mano dura. Guillermo Cano había empezado allí desde las primeras letras, con notas taurinas tan severas y eruditas que su vocación dominante no parecía ser de periodista sino de novillero. Así que la experiencia más dura de su vida debió ser la de verse ascendido de la noche a la mañana, sin escalones intermedios, de estudiante primíparo a maestro mayor. Nadie que no lo conociera de cerca hubiera podido vislumbrar, detrás de sus maneras suaves y un poco evasivas, la terrible determinación de su carácter. Con la misma pasión se empeñó en batallas vastas y peligrosas, sin detenerse jamás ante la certidumbre de que aun detrás de las causas más nobles puede acechar la muerte.

No he vuelto a conocer a nadie más refractario a la vida pública, más reacio a los honores personales, más esquivo a los halagos del poder. Era hombre de pocos amigos, pero los pocos eran muy buenos, y yo me sentí uno de ellos desde el primer día. Tal vez contribuyó a eso el hecho de ser uno de los menores en una sala de redacción de veteranos rejugados, lo cual creó entre nosotros dos un sentido de la complicidad que no desfalleció nunca. Lo que esa amistad tuvo de ejemplar fue su capacidad de prevalecer sobre nuestras contradicciones. Los desacuerdos políticos eran muy hondos y lo fueron cada vez más a medida que se descomponía el mundo, pero siempre supimos encontrar un territorio común donde seguir luchando juntos por las causas que nos parecían justas.

La sala de redacción era enorme, con escritorios en ambos lados, y en un ambiente presidido por el buen humor y la broma dura. Allí estaba Darío Bautista, una rara especie de contraministro de Hacienda, que desde el primer canto de los gallos se dedicaba a amargarles la aurora a los funcionarios más altos, con las cábalas casi siempre certeras de un porvenir siniestro. Estaba el redactor judicial, Felipe González Toledo, un reportero de nacimiento que muchas veces se adelantó a la investigación oficial en el arte de desbaratar un entuerto y esclarecer un crimen. Guillermo Lanao, que atendía varios ministerios, conservó el secreto de ser niño hasta su más tierna vejez. Rogelio Echeverría, un poeta de los grandes, responsable de la edición matutina, a quien nunca vimos a la luz del día. Mi primo Gonzalo González, con una pierna enyesada por un mal partido de futbol, tenía que estudiar para contestar preguntas sobre todo, y terminó por volverse especialista en todo. A pesar de haber sido en la universidad un futbolista de primera fila, tenía una fe interminable en el estudio teórico de cualquier cosa por encima de la experiencia. La demostración estelar nos la dio en el campeonato de bolos de los periodistas, cuando se dedicó a estudiar en un manual las leyes físicas del juego en vez de practicar como nosotros en la canchas hasta el amanecer, y fue el campeón del año.

Con semejante nómina la sala de redacción era un eterno recreo, siempre sujeto al lema de Darío Bautista o Felipe González Toledo: «El que se emputa se jode».

Todos conocíamos los temas de los otros y ayudábamos hasta donde se pedía o se podía. Era tal la participación común, que casi puede decirse que se trabajaba en voz alta. Pero cuando las cosas se ponían duras no se oía respirar. Desde el único escritorio atravesado en el fondo del salón mandaba José Salgar, que solía recorrer la redacción, informando e informándose de todo, mientras se desfogaba del alma con su terapia de malabarista.

Creo que la tarde en que Guillermo Cano me llevó de mesa en mesa a lo largo del salón para presentarme en sociedad, fue la prueba de fuego para mi timidez invencible. Perdí el habla y se me desarticularon las rodillas cuando Darío Bautista bramó sin mirar a nadie con su temible voz de trueno:

– ¡Llegó el genio!

No se me ocurrió nada más que hacer una media vuelta teatral con el brazo tendido hacia todos, y les dije lo menos gracioso que me salió del alma:

– Para servir a ustedes.

Todavía sufro el impacto de la rechifla general, pero también siento el alivio de los abrazos y las buenas palabras con que cada uno me dio su bienvenida. Desde ese instante fui uno más de aquella comunidad de tigres caritativos, con una amistad y un espíritu de cuerpo que nunca decayó. Toda información que necesitara para una nota, por mínima que fuera, se la solicitaba al redactor correspondiente, y nunca me faltó a su hora.

Mi primera lección grande de reportero la recibí de Guillermo Cano y la vivió la redacción en pleno una tarde en que cayó sobre Bogotá un aguacero que la mantuvo en estado de diluvio universal durante tres horas sin tregua. El torrente de aguas revueltas de la avenida Jiménez de Quesada arrastró cuanto encontraba a su paso en la pendiente de los cerros, y dejó en las calles un rastro de catástrofe. Los automóviles de toda clase y el transporte público quedaron paralizados donde los sorprendió la emergencia, y miles de transeúntes se refugiaron a los trompicones en los edificios inundados hasta que no hubo lugar para más. Los redactores del periódico, sorprendidos por el desastre en el momento del cierre, contemplábamos el triste espectáculo desde los ventanales sin saber qué hacer, como niños castigados con las manos en los bolsillos. De pronto, Guillermo Cano pareció despertar de un sueño sin fondo, se volvió hacia la redacción paralizada y gritó:

– ¡Este aguacero es noticia!

Fue una orden no impartida que se cumplió al instante. Los redactores corrimos a nuestros puestos de combate, para conseguir por teléfono los datos atropellados que nos indicaba José Salgar para escribir a pedazos entre todos el reportaje del aguacero del siglo. Las ambulancias y radiopatrullas llamadas para casos urgentes quedaron inmovilizadas por los vehículos embotellados en medio de las calles. Las cañerías domésticas estaban bloqueadas por las aguas y no bastó la totalidad del cuerpo de bomberos para conjurar la emergencia. Barrios enteros debieron ser evacuados a la fuerza por la ruptura de una represa urbana. En otros estallaron las alcantarillas. Las aceras estaban ocupadas por ancianos inválidos, enfermos y niños asfixiados. En medio del caos, cinco propietarios de botes de motor para pescar los fines de semana organizaron un campeonato en la avenida Caracas, la más atafagada de la ciudad. Estos datos recogidos al instante los repartía José Salgar a los redactores, que los elaborábamos para la edición especial improvisada sobre la marcha. Los fotógrafos, ensopados aún con los impermeables, procesaban las fotos en caliente. Poco antes de las cinco, Guillermo Cano escribió la síntesis magistral de uno de los aguaceros más dramáticos de que se tuvo memoria en la ciudad. Cuando escampó por fin, la edición improvisada de El Espectador circuló como todos los días, con apenas una hora de retraso.

Mi relación inicial con José Salgar fue la más difícil pero siempre creativa como ninguna otra. Creo que él tenía el problema contrario del mío: siempre andaba tratando de que sus reporteros de planta dieran el do de pecho, mientras yo ansiaba que me pusiera en la onda. Pero mis otros compromisos con el periódico me mantenían atado y ya no me quedaban más horas que las de los domingos. Me parece que Salgar me puso el ojo como reportero, mientras los otros me lo habían puesto para el cine, los comentarios editoriales y los asuntos culturales, porque siempre había sido señalado como cuentista. Pero mi sueño era ser reportero desde los primeros pasos en la costa, y sabía que Salgar era el mejor maestro, pero me cerraba las puertas quizás con la esperanza de que yo las tumbara para entrar a la fuerza. Trabajábamos muy bien, cordiales y dinámicos, y cada vez que le pasaba un material, escrito de acuerdo con Guillermo Cano y aun con Eduardo Zalamea, él lo aprobaba sin reticencias, pero no perdonaba el ritual. Hacía el gesto arduo de descorchar una botella a la fuerza, y me decía más en serio de lo que él mismo parecía creer:

– Tuérzale el cuello al cisne.

Sin embargo, nunca fue agresivo. Todo lo contrario: un hombre cordial, forjado a fuego vivo, que había subido por la escalera del buen servicio, desde repartir el café en los talleres a los catorce años, hasta convertirse en el jefe de redacción con más autoridad profesional en el país. Creo que él no podía perdonarme que me desperdiciara en malabarismos líricos, en un país donde hacían falta tantos reporteros de choque. Yo pensaba, en cambio, que ningún género de prensa estaba mejor hecho que el reportaje para expresar la vida cotidiana. Sin embargo, hoy sé que la terquedad con que ambos tratábamos de hacerlo fue el mejor aliciente que tuve para cumplir el sueño esquivo de ser reportero.

La ocasión me salió al paso a las once y veinte minutos de la mañana del 9 de junio de 1954, cuando regresaba de visitar a un amigo en la cárcel Modelo de Bogotá. Tropas del ejército armadas como para una guerra mantenían a raya una muchedumbre estudiantil en la carrera Séptima, a dos cuadras de la misma esquina en que seis años antes habían asesinado a Jorge Eliécer Gaitán. Era una manifestación de protesta por la muerte de un estudiante el día anterior por efectivos del batallón Colombia entrenados para la guerra de Corea, y el primer choque callejero de civiles contra el gobierno de las Fuerzas Armadas. Desde donde yo estaba sólo se oían los gritos de la discusión entre los estudiantes que trataban de proseguir hasta el Palacio Presidencial y los militares que lo impedían. En medio de la multitud no alcanzamos a entender lo que se gritaban, pero la tensión se percibía en el aire. De pronto, sin advertencia alguna, se oyó una ráfaga de metralla y otras dos sucesivas. Varios estudiantes y algunos transeúntes fueron muertos en el acto. Los sobrevivientes que trataron de llevar heridos al hospital fueron disuadidos a culatazos de fusil. La tropa desalojó el sector y cerró las calles. En la estampida volví a vivir en unos segundos todo el horror del 9 de abril, a la misma hora y en el mismo lugar.

Subí casi a la carrera las tres cuadras empinadas hacia la casa de El Espectador y encontré a la redacción en zafarrancho de combate. Conté atragantado lo que había podido ver en el sitio de la matanza, pero el que menos sabía estaba ya escribiendo al vuelo la primera crónica sobre la identidad de los nueve estudiantes muertos y el estado de los heridos en los hospitales. Estaba seguro de que me ordenarían contar el atropello por ser el único que lo vio, pero Guillermo Cano y José Salgar estaban ya de «acuerdo en que debía ser un informe colectivo en el que cada quien pusiera lo suyo. El redactor responsable, Felipe González Toledo, le impondría la unidad final.

– Esté tranquilo -me dijo Felipe, preocupado por mi desilusión-. La gente sabe que aquí todos trabajamos en todo aunque no lleve firma.

Por su parte, Ulises me consoló con la idea de que la nota editorial que yo debía escribir podía ser lo más importante por tratarse de un gravísimo problema de orden público. Tuvo razón, pero fue una nota tan delicada y tan comprometedora de la política del periódico, que se escribió a varias manos en los niveles más altos. Creo que fue una lección justa para con todos, pero a mí me pareció descorazonadora. Aquél fue el final de la luna de miel entre el gobierno de las Fuerzas Armadas y la prensa liberal. Había empezado ocho meses antes con la toma del poder por el general Rojas Pinilla, que le permitió un suspiro de alivio al país después del baño de sangre de dos gobiernos conservadores sucesivos, y duró hasta aquel día. Para mí fue también una prueba de fuego en mis sueños de reportero raso.

Poco después se publicó la foto del cadáver de un niño sin dueño que no habían podido identificar en el anfiteatro de Medicina Legal y me pareció igual a la de otro niño desaparecido que se había publicado días antes. Se las mostré al jefe de la sección judicial, Felipe González Toledo, y él llamó a la madre del primer niño que aún no había sido encontrado. Fue una lección para siempre. La madre del niño desaparecido nos esperaba a Felipe y a mí en el vestíbulo del anfiteatro. Me pareció tan pobre y disminuida que hice un esfuerzo supremo del corazón para que el cadáver no fuera el de su niño. En el largo sótano glacial, bajo una iluminación intensa, había unas veinte mesas dispuestas en batería con cadáveres como túmulos de piedra bajo sábanas percudidas. Los tres seguimos al guardián parsimonioso hasta la penúltima mesa del fondo. Bajo el extremo de la sábana sobresalían las suelas de unas botitas tristes, con las herraduras de los tacones muy gastadas por el uso. La mujer las reconoció, se puso lívida, pero se sobrepuso con su último aliento hasta que el guardián quitó la sábana con una revolera de torero. El cuerpo de unos nueve años, con los ojos abiertos y atónitos, tenía la misma ropa arrastrada con que lo encontraron muerto de varios días en una zanja del camino. La madre lanzó un aullido y se derrumbó dando gritos por el suelo. Felipe la levantó, la dominó con murmullos de consuelo, mientras yo me preguntaba si todo aquello merecía ser el oficio con que yo soñaba. Eduardo Zalamea me confirmó que no. También él pensaba que la crónica roja, con tanto arraigo en los lectores, era una especialidad difícil que requería una índole propia y un corazón a toda prueba. Nunca más la intenté.

Otra realidad bien distinta me forzó a ser crítico de cine. Nunca se me había ocurrido que pudiera serlo, pero en el teatro Olympia de don Antonio Daconte en Aracataca y luego en la escuela ambulante de Álvaro Cepeda había vislumbrado los elementos de base para escribir notas de orientación cinematográfica con un criterio más útil que el usual hasta entonces en Colombia. Ernesto Volkening, un gran escritor y crítico literario alemán radicado en Bogotá desde la guerra mundial, transmitía por la Radio Nacional un comentario sobre películas de estreno, pero estaba limitado a un auditorio de especialistas. Había otros comentaristas excelentes pero ocasionales en torno del librero catalán Luis Vicens, radicado en Bogotá desde la guerra española. Fue él quien fundó el primer cineclub en complicidad con el pintor Enrique Grau y el crítico Hernando Salcedo, y con la diligencia de la periodista Gloria Valencia de Castaño Castillo, que tuvo la credencial número uno. Había en el país un público inmenso para las grandes películas de acción y los dramas de lágrimas, pero el cine de calidad estaba circunscrito a los aficionados cultos y los exhibidores se arriesgaban cada vez menos con películas que duraban tres días en cartel. Rescatar un público nuevo de esa muchedumbre sin rostro requería una pedagogía difícil pero posible para promover una clientela accesible a las películas de calidad y ayudar a los exhibidores que querían pero no lograban financiarlas. El inconveniente mayor era que éstos mantenían sobre la prensa la amenaza de suspender los anuncios de cine -que eran un ingreso sustancial para los periódicos- como represalia por la crítica adversa. El Espectador fue el primero que asumió el riesgo, y me encomendó la tarea de comentar los estrenos de la semana más como una cartilla elemental para aficionados que como un alarde pontifical. Una precaución tomada por acuerdo común fue que llevara siempre mi pase de favor intacto, como prueba de que entraba con el boleto comprado en la taquilla.

Las primeras notas tranquilizaron a los exhibidores porque comentaban películas de una buena muestra de cine francés. Entre ellas, Puccini, una extensa recapitulación de la vida del gran músico; Cumbres doradas, que era la historia bien contada de la cantante Grace Moore, y La fiesta de Enriqueta, una comedia pacífica de Jean Dellanoi. Los empresarios que encontrábamos a la salida del teatro nos manifestaban su complacencia por nuestras notas críticas. Álvaro Cepeda, en cambio, me despertó a las seis de la mañana desde Barranquilla cuando se enteró de mi audacia.

– ¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo! -me gritó muerto de risa en el teléfono-. ¡Con lo bruto que es usted para el cine!

Se convirtió en mi asistente constante, por supuesto aunque nunca estuvo de acuerdo con la idea de que no se trataba de hacer escuela sino de orientar a un público elemental sin formación académica. La luna de miel con los empresarios tampoco fue tan dulce como pensamos al principio. Cuando nos enfrentamos al cine comercial puro y simple, hasta los más comprensivos se quejaron de la dureza de nuestros comentarios. Eduardo Zalamea y Guillermo Cano tuvieron la suficiente habilidad para distraerlos por teléfono, hasta fines de abril, cuando un exhibidor con ínfulas de líder nos acusó en una carta abierta de estar amedrentando al público para perjudicar sus intereses. Me pareció que el nudo del problema era que el autor de la carta no conocía el significado de la palabra amedrentar, pero me sentí al borde de la derrota, porque no creí posible que en la crisis de crecimiento en que estaba el periódico, don Gabriel Cano renunciara a los anuncios de cine por el puro placer estético. El mismo día en que se recibió la carta convocó a sus hijos y a Ulises para una reunión urgente, y di por hecho que la sección quedaría muerta y sepultada. Sin embargo, al pasar frente a mi escritorio después de la reunión, don Gabriel me dijo sin precisar el tema y con una malicia de abuelo:

– Esté tranquilo, tocayito.

Al día siguiente apareció en «Día a día» la respuesta al productor, escrita por Guillermo Cano en un deliberado estilo doctoral, y cuyo final lo decía todo: «No se amedrenta al público ni mucho menos se perjudican los intereses de nadie al publicar en la prensa una crítica cinematográfica seria y responsable, que se asemeje un poco a la de otros países y rompa las viejas y perjudiciales pautas del elogio desmedido a lo bueno, igual que a lo malo». No fue la única carta ni nuestra única respuesta. Funcionarios de los cines nos abordaban con reclamos agrios y recibíamos cartas contradictorias de lectores despistados. Pero todo fue inútil: la columna sobrevivió hasta que la crítica de cine dejó de ser ocasional en el país, y se convirtió en una rutina de la prensa y la radio.

A partir de entonces, en poco menos de dos años, publiqué setenta y cinco notas críticas, a las cuales habría que cargarles las horas empleadas en ver las películas. Además de unas seiscientas notas editoriales, una noticia firmada o sin firmar cada tres días, y por lo menos ochenta reportajes entre firmados y anónimos. Las colaboraciones literarias se publicaron desde entonces en el «Magazine Dominical», del mismo periódico, entre ellas varios cuentos y la serie completa de «La Sierpe», que se había interrumpido en la revista Lámpara por discrepancias internas.

Fue la primera bonanza de mi vida pero sin tiempo para disfrutarla. El apartamento que alquilé amueblado y con servicio de lavandería no era más que un dormitorio con un baño, teléfono y desayuno en la cama, y una ventana grande con la llovizna eterna de la ciudad más triste del mundo. Sólo lo usé para dormir desde las tres de la madrugada, al cabo de una hora de lectura, hasta los noticieros de radio de la mañana para orientarme con la actualidad del nuevo día.

No dejé de pensar con cierta inquietud que era la primera vez que tenía un lugar fijo y propio para vivir pero sin tiempo ni siquiera para darme cuenta. Estaba tan ocupado en sortear mi nueva vida, que mi único gasto notable fue el bote de remos que cada fin de mes le mandé puntual a la familia. Sólo hoy caigo en la cuenta de que apenas si tuve tiempo de ocuparme de mi vida privada. Tal vez porque sobrevivía dentro de mí la idea de las madres caribes, de que las bogotanas se entregaban sin amor a los costeños sólo por cumplir el sueño de vivir frente al mar. Sin embargo, en mi primer apartamento de soltero en Bogotá lo logré sin riesgos, desde que pregunté al portero si estaban permitidas las visitas de amigas de medianoche, y él me dio su respuesta sabia:

– Está prohibido, señor, pero yo no veo lo que no debo.

A fines de julio, sin aviso previo, José Salgar se plantó frente a mi mesa mientras escribía una nota editorial y me miró con un largo silencio. Interrumpí en mitad de una frase, y le dije intrigado:

– ¡Qué es la vaina!

Él ni siquiera parpadeó, jugando al bolero invisible con su lápiz de color, y con una sonrisa diabólica cuya intención se notaba demasiado. Me explicó sin preguntárselo que no me había autorizado el reportaje de la matanza de estudiantes en la carrera Séptima porque era una información difícil para un primíparo. En cambio, me ofreció por su cuenta y riesgo el diploma de reportero, de un modo directo pero sin el menor ánimo de desafío, si era capaz de aceptarle una propuesta mortal:

– ¿Por qué no se va a Medellín y nos cuenta qué carajo fue lo que pasó allá?

No fue fácil entenderlo, porque me estaba hablando de algo que había sucedido hacía más de dos semanas, lo cual permitía sospechar que fuera un fiambre sin salvación. Se sabía que el 12 de julio en la mañana había habido un derrumbe de tierras en La Media Luna, un lugar abrupto en el norte de Medellín, pero el escándalo de la prensa, el desorden de las autoridades y el pánico de los damnificados habían causado unos embrollos administrativos y humanitarios que no dejaban ver la realidad. Salgar no me pidió que tratara de establecer lo que había pasado hasta donde fuera posible, sino que me ordenó de plano reconstruir toda la verdad sobre el terreno, y nada más que la verdad, en el mínimo de tiempo. Sin embargo, algo en su modo de decirlo me hizo pensar que por fin me soltaba la rienda.

Hasta entonces, lo único que el mundo entero sabía de Medellín era que allí había muerto Carlos Gardel, carbonizado en una catástrofe aérea. Yo sabía que era una tierra de grandes escritores y poetas, y que allí estaba el colegio de la Presentación donde Mercedes Barcha había empezado a estudiar aquel año. Ante una misión tan delirante, ya no me parecía nada irreal reconstruir pieza por pieza la hecatombe de una montaña. Así que aterricé en Medellín a las once de la mañana, con una tormenta tan pavorosa que alcancé a hacerme la ilusión de ser la última víctima del derrumbe.

Dejé la maleta en el hotel Nutibara con ropa para dos días y una corbata de emergencia, y me eché a la calle, en una ciudad idílica todavía encapotada por los saldos de la borrasca. Álvaro Mutis me acompañó para ayudarme a sobrellevar el miedo al avión, y me dio pistas de gente bien colocada en la vida de la ciudad. Pero la verdad sobrecogedora era que no tenía ni idea de por dónde empezar. Caminé al azar por las calles radiantes bajo la harina de oro de un sol espléndido después de la tormenta, y al cabo de una hora tuve que refugiarme en el primer almacén porque volvió a llover por encima del sol. Entonces empecé a sentir dentro del pecho los primeros aleteos del pánico. Traté de reprimirlos con la fórmula mágica de mi abuelo en medio del combate, pero el miedo al miedo acabó de tumbarme la moral. Me di cuenta de que nunca sería capaz de hacer lo que me habían encargado y no había tenido el coraje para decirlo. Entonces comprendí que lo único sensato era escribirle una carta de agradecimiento a Guillermo Cano, y regresar a Barranquilla al estado de gracia en que me encontraba hacía seis meses.

Con el inmenso alivio de haber salido del infierno tomé un taxi para regresar al hotel. El noticiero del mediodía hizo un largo comentario a dos voces como si los derrumbes hubieran sido ayer. El chofer se desahogó casi a gritos contra la negligencia del gobierno y el mal manejo de los auxilios a los damnificados, y de algún modo me sentí culpable de su justa rabia. Pero entonces había vuelto a escampar y el aire se hizo diáfano y fragante por la explosión de flores en el parque Berrío. De pronto, no sé por qué, sentí el zarpazo de la locura.

– Hagamos una cosa -le dije al chofer-: Antes de pasar por el hotel, lléveme al lugar de los derrumbes.

– Pero allá no hay nada que ver -me dijo él-. Sólo las velas encendidas y las crucecitas para los muertos que no pudieron desenterrar.

Así caí en la cuenta de que tanto las víctimas como los sobrevivientes eran de distintos lugares de la ciudad, y éstos la habían atravesado en masa para rescatar los cuerpos de los caídos en el primer derrumbe. La tragedia grande fue cuando los curiosos desbordaron el lugar y otra parte de la montaña se deslizó en una avalancha arrasadora. De modo que los únicos que pudieron contar el cuento fueron los pocos que escaparon de los derrumbes sucesivos y estaban vivos en el otro extremo de la ciudad.

– Entiendo le dije al chofer tratando de dominar el temblor de la voz-. Lléveme a donde están los vivos.

Dio media vuelta en mitad de la calle y se disparó en el sentido opuesto. Su silencio no sólo debía ser el resultado de la velocidad de ahora, sino la esperanza de convencerme con sus razones.

El principio del hilo eran dos niños de ocho y once años que habían salido de su casa a cortar leña el martes 12 de julio a las siete de la mañana. Se habían alejado unos cien metros cuando sintieron el estropicio de la avalancha de tierra y rocas que se precipitaba sobre ellos por el flanco del cerro. Apenas alcanzaron a escapar. En la casa quedaron atrapadas sus tres hermanas menores con su madre y un hermanito recién nacido. Los únicos sobrevivientes fueron los dos niños que acababan de salir y el padre de todos, que había salido temprano a su oficio de arenero a diez kilómetros de la casa.

El lugar era un peladero inhóspito sobre la carretera de Medellín a Rionegro, que a las ocho de la mañana no tenía habitantes para más víctimas. Las emisoras de radio difundieron la noticia exagerada con tantos detalles sangrientos y clamores urgentes que los primeros voluntarios llegaron antes que los bomberos. Al mediodía hubo otros dos derrumbes sin víctimas, que aumentaron el nerviosismo general, y una emisora local se instaló a transmitir en directo desde el lugar del desastre. A esa hora estaban allí la casi totalidad de los habitantes de los pueblos y los barrios vecinos, más los curiosos de toda la ciudad atraídos por los clamores de la radio, y los pasajeros que se bajaban de los autobuses interurbanos más para estorbar que para servir. Además de los pocos cuerpos que habían quedado en la mañana, había entonces otros trescientos de los derrumbes sucesivos. Sin embargo, a punto de anochecer, más de dos mil espontáneos seguían prestando auxilios atolondrados a los sobrevivientes. Al atardecer no quedaba espacio fácil ni para respirar. La muchedumbre era densa y caótica a las seis, cuando se precipitó otra avalancha arrasadora de seiscientos mil metros cúbicos, con un estruendo colosal que causó tantas víctimas como si hubiera sido en el parque Berrío de Medellín. Una catástrofe tan rápida que el doctor Javier Mora, secretario de Obras Públicas del municipio, encontró entre los escombros el cadáver de un conejo que no tuvo tiempo de escapar.

Dos semanas después, cuando llegué al lugar, sólo setenta y cuatro cadáveres habían sido rescatados, y numerosos sobrevivientes estaban a salvo. La mayoría no fueron víctimas de los derrumbes sino de la imprudencia y la solidaridad desordenada. Como en los terremotos, tampoco fue posible calcular el número de personas con problemas que aprovecharon la ocasión de desaparecer sin dejar huellas, para escapar a las deudas o cambiar de mujer. Sin embargo, también la buena suerte puso su parte, pues una investigación posterior demostró que desde el primer día, mientras se intentaban los rescates, estuvo a punto de desprenderse una masa de rocas capaz de generar otra avalancha de cincuenta mil metros cúbicos. Más de quince días después, con la ayuda de los sobrevivientes reposados, pude reconstruir la historia que no habría sido posible en su momento por las inconveniencias y torpezas de la realidad.

Mi tarea se redujo a rescatar la verdad perdida en un embrollo de suposiciones contrapuestas y reconstruir el drama humano en el orden en que había ocurrido, y al margen de todo cálculo político y sentimental. Álvaro Mutis me había puesto en el camino recto cuando me mandó con la publicista Cecilia Warren, que me ordenó los datos con que regresé del lugar del desastre. El reportaje se publicó en tres capítulos, y tuvo al menos el mérito de despertar el interés con dos semanas de retraso en una noticia olvidada, y de poner orden en el desmadre de la tragedia.

Sin embargo, mi mejor recuerdo de aquellos días no es lo que hice sino lo que estuve a punto de hacer, gracias a la imaginación delirante de mi viejo compinche de Barranquilla, Orlando Rivera, Figurita, a quien me encontré de manos a boca en uno de los pocos respiros de la investigación. Vivía en Medellín desde hacía unos meses, y era feliz recién casado con Sol Santamaría, una monja encantadora y de espíritu libre que él había ayudado a salir de un convento de clausura después de siete años de pobreza, obediencia y castidad. En una borrachera de las nuestras, Figurita me reveló que había preparado con su esposa y por su cuenta y riesgo un plan magistral para sacar a Mercedes Barcha de su internado. Un párroco amigo, famoso por sus artes de casamentero, estaría listo para casarnos a cualquier hora. La única condición, por supuesto, era que Mercedes estuviera de acuerdo, pero no encontramos el modo de consultarlo con ella dentro de las cuatro paredes de su cautiverio. Hoy más que nunca me remuerde la furia de no haber tenido arrestos para vivir aquel drama de folletín. Mercedes, por su parte, no se enteró del plan hasta cincuenta y tantos años después, cuando lo leyó en los borradores de este libro.

Fue una de las últimas veces que vi a Figurita. En el carnaval de 1960, disfrazado de tigre cubano, resbaló de la carroza que lo llevaba de regreso a su casa de Baranoa después de la batalla de flores, y se desnucó en el pavimento tapizado con los escombros y desperdicios del carnaval.

La segunda noche de mi trabajo sobre los derrumbes de Medellín me esperaban en el hotel dos redactores del diario El Colombiano -tan jóvenes que lo eran más que yo-, con el ánimo resuelto de hacerme una entrevista por mis cuentos publicados hasta entonces. Les costó trabajo convencerme, porque desde entonces tenía y sigo teniendo un prejuicio tal vez injusto contra las entrevistas, entendidas como una sesión de preguntas y respuestas donde ambas partes hacen esfuerzos por mantener una conversación reveladora. Padecí ese prejuicio en los dos diarios en que había trabajado, y sobre todo en Crónica, donde traté de contagiarles mis reticencias a los colaboradores. Sin embargo, concedí aquella primera entrevista para El Colombiano, y fue de una sinceridad suicida.

Hoy es incontable el número de entrevistas de que he sido víctima a lo largo de cincuenta años y en medio mundo, y todavía no he logrado convencerme de la eficacia del género, ni de ida ni de vuelta. La inmensa mayoría de las que no he podido evitar sobre cualquier tema deberán considerarse como parte importante de mis obras de ficción, porque sólo son eso: fantasías sobre mi vida. En cambio, las considero invaluables, no para publicar, sino como material de base para el reportaje, que aprecio como el género estelar del mejor oficio del mundo.

De todos modos los tiempos no estaban para ferias. El gobierno del general Rojas Pinilla, ya en conflicto abierto con la prensa y gran parte de la opinión pública, había coronado el mes de septiembre con la determinación de repartir el remoto y olvidado departamento del Chocó entre sus tres prósperos vecinos: Antioquia, Caldas y Valle. A Quibdó, la capital, sólo podía llegarse desde Medellín por una carretera de un solo sentido y en tan mal estado que hacían falta más de veinte horas para ciento sesenta kilómetros. Las condiciones de hoy no son mejores.

En la redacción del periódico dábamos por hecho que no había mucho que hacer para impedir el descuartizamiento decretado por un gobierno en malos términos con la prensa liberal. Primo Guerrero, el corresponsal veterano de El Espectador en Quibdó, informó al tercer día que una manifestación popular de familias enteras, incluidos los niños, había ocupado la plaza principal con la determinación de permanecer allí a sol y sereno hasta que el gobierno desistiera de su propósito. Las primeras fotos de las madres rebeldes con sus niños en brazos fueron languideciendo al paso de los días por los estragos de la vigilia en la población expuesta a la intemperie. Estas noticias las reforzábamos a diario en la redacción con notas editoriales o declaraciones de políticos e intelectuales chocoanos residentes en Bogotá, pero el gobierno parecía resuelto a ganar por la indiferencia. Al cabo de varios días, sin embargo, José Salgar se acercó a mi escritorio con su lápiz de titiritero y sugirió que me fuera a investigar qué era lo que en realidad estaba sucediendo en el Chocó. Traté de resistir con la poca autoridad que había ganado por el reportaje de Medellín, pero no me alcanzó para tanto. Guillermo Cano, que escribía de espaldas a nosotros, gritó sin mirarnos:

– ¡Váyase, Gabo, que las del Chocó son mejores que las que usted quería ver en Haití!

De modo que me fui sin preguntarme siquiera cómo podía escribirse un reportaje sobre una manifestación de protesta que se negaba a la violencia. Me acompañó el fotógrafo Guillermo Sánchez, quien desde hacía meses me atormentaba con la cantaleta de que hiciéramos juntos reportajes de guerra. Harto de tanto oírlo, le había gritado:

– ¡Cuál guerra, carajo!

– No se haga el pendejo, Gabo -me soltó de un golpe la verdad-, que a usted mismo le oigo decir a cada rato que este país está en guerra desde la Independencia.

En la madrugada del martes 21 de septiembre se presentó en la redacción vestido más como un guerrero que como un reportero gráfico, con cámaras y bolsos colgados por todo el cuerpo para irnos a cubrir una guerra amordazada. La primera sorpresa fue que al Chocó se llegaba desde antes de salir de Bogotá por un aeropuerto secundario sin servicios de ninguna clase, entre escombros de camiones muertos y aviones oxidados. El nuestro, todavía vivo por artes de magia, era uno de los Catalina legendarios de la segunda guerra mundial operado para carga por una empresa civil. No tenía sillas. El interior era escueto y sombrío, con pequeñas ventanas nubladas y cargado de bultos de fibras para fabricar escobas. Éramos los únicos pasajeros. El copiloto en mangas de camisa, joven y apuesto como los aviadores de cine, nos enseñó a sentarnos en los bultos de carga que le parecieron más confortables. No me reconoció, pero yo sabía que había sido un beisbolista notable de las ligas de La Matuna en Cartagena.

El decolaje fue aterrador, aun para un pasajero tan rejugado como Guillermo Sánchez, por el bramido atronador de los motores y el estrépito de chatarra del fuselaje, pero una vez estabilizado en el cielo diáfano de la sabana se deslizó con los redaños de un veterano de guerra. Sin embargo, más allá de la escala de Medellín nos sorprendió un aguacero diluviano sobre una selva enmarañada entre dos cordilleras y tuvimos que entrarle de frente. Entonces vivimos lo que tal vez muy pocos mortales han vivido: llovió dentro del avión por las goteras del fuselaje. El copiloto amigo, saltando por entre los bultos de escobas, nos llevó los periódicos del día para que los usáramos como paraguas. Yo me cubrí con el mío hasta la cara no tanto para protegerme del agua como para que no me vieran llorar de terror.

Al término de unas dos horas de suerte y azar el avión se inclinó sobre su izquierda, descendió en posición de ataque sobre una selva maciza y dio dos vueltas exploratorias sobre la plaza principal de Quibdó. Guillermo Sánchez, preparado para captar desde el aire la manifestación exhausta por el desgaste de las vigilias, no encontró sino la plaza desierta. El anfibio destartalado dio una última vuelta para comprobar que no había obstáculos vivos ni muertos en el río Atrato apacible y completó el acuatizaje feliz en el sopor del mediodía.

La iglesia remendada con tablas, las bancas de cemento embarradas por los pájaros y una mula sin dueño que triscaba de las ramas de un árbol gigantesco eran los únicos signos de la existencia humana en la plaza polvorienta y solitaria que a nada se parecía tanto como a una capital africana. Nuestro primer propósito era tomar fotos urgentes de la muchedumbre en pie de protesta y enviarlas a Bogotá en el avión de regreso, mientras atrapábamos información suficiente de primera mano que pudiéramos transmitir por telégrafo para la edición de mañana. Nada de eso era posible, porque no pasó nada.

Recorrimos sin testigos la muy larga calle paralela al río, bordeada de bazares cerrados por el almuerzo y residencias con balcones de madera y techos oxidados. Era el escenario perfecto pero faltaba el drama. Nuestro buen colega Primo Guerrero, corresponsal de El Espectador, hacía la siesta a la bartola en una hamaca primaveral bajo la enramada de su casa, como si el silencio que lo rodeaba fuera la paz de los sepulcros. La franqueza con que nos explicó su desidia no podía ser más objetiva. Después de las manifestaciones de los primeros días la tensión había decaído por falta de temas. Se montó entonces una movilización de todo el pueblo con técnicas teatrales, se hicieron algunas fotos que no se publicaron por no ser muy creíbles y se pronunciaron los discursos patrióticos que en efecto sacudieron el país, pero el gobierno permaneció imperturbable. Primo Guerrero, con una flexibilidad ética que quizás hasta Dios se la haya perdonado, mantuvo la protesta viva en la prensa a puro pulso de telegramas.

Nuestro problema profesional era simple: no habíamos emprendido aquella expedición de Tarzán para informar que la noticia no existía. En cambio, teníamos a la mano los medios para que fuera cierta y cumpliera su propósito. Primo Guerrero propuso entonces armar una vez más la manifestación portátil, y a nadie se le ocurrió una idea mejor. Nuestro colaborador más entusiasta fue el capitán Luis A. Cano, el nuevo gobernador nombrado por la renuncia airada del anterior, y tuvo la entereza de demorar el avión para que el periódico recibiera a tiempo las fotos calientes de Guillermo Sánchez. Fue así como la noticia inventada por necesidad terminó por ser la única cierta, magnificada por la prensa y la radio de todo el país y atrapada al vuelo por el gobierno militar para salvar la cara. Esa misma noche se inició una movilización general de los políticos chocoanos -algunos de ellos muy influyentes en ciertos sectores del país- y dos días después el general Rojas Pinilla declaró cancelada su propia determinación de repartir el Chocó a pedazos entre sus vecinos.

Guillermo Sánchez y yo no regresamos a Bogotá de inmediato porque convencimos al periódico de que nos permitiera recorrer el interior del Chocó para conocer a fondo la realidad de aquel mundo fantástico. Al cabo de diez días de silencio, cuando entramos curtidos por el sol y cayéndonos de sueño en la sala de redacción, José Salgar nos recibió feliz pero en su ley.

– ¿Ustedes saben -nos preguntó con su certeza imbatible- cuánto hace que se acabó la noticia del Chocó?

La pregunta me enfrentó por primera vez a la condición mortal del periodismo. En efecto, nadie había vuelto a interesarse por el Chocó desde que se publicó la decisión presidencial de no descuartizarlo. Sin embargo, José Salgar me apoyó en el riesgo de cocinar lo que pudiera de aquel pescado muerto.

Lo que tratamos de transmitir en cuatro largos episodios fue el descubrimiento de otro país inconcebible dentro de Colombia, del cual no teníamos conciencia. Una patria mágica de selvas floridas y diluvios eternos, donde todo parecía una versión inverosímil de la vida cotidiana. La gran dificultad para la construcción de vías terrestres era una enorme cantidad de ríos indómitos, pero tampoco había más de un puente en todo el territorio. Encontramos una carretera de setenta y cinco kilómetros a través de la selva virgen, construida a costos enormes para comunicar la población de Itsmina con la de Yuto, pero que no pasaba por la una ni por la otra como represalia del constructor por sus pleitos con los dos alcaldes.

En alguno de los pueblos del interior el agente postal nos pidió llevarle a su colega de Itsmina el correo de seis meses. Una cajetilla de cigarrillos nacionales costaba allí treinta centavos, como en el resto del país, pero cuando se demoraba la avioneta semanal de abastecimiento los cigarrillos aumentaban de precio por cada día de retraso, hasta que la población se veía forzada a fumar cigarrillos extranjeros que terminaban por ser más baratos que los nacionales. Un saco de arroz costaba quince pesos más que en el sitio de cultivo porque lo llevaban a través de ochenta kilómetros de selva virgen a lomo de mulas que se agarraban como gatos a las faldas de la montaña. Las mujeres de las poblaciones más pobres cernían oro y platino en los ríos mientras sus hombres pescaban, y los sábados les vendían a los comerciantes viajeros una docena de pescados y cuatro gramos de platino por sólo tres pesos.

Todo esto ocurría en una sociedad famosa por sus ansias de estudiar. Pero las escuelas eran escasas y dispersas, y los alumnos tenían que viajar varias leguas todos los días a pie y en canoa para ir y volver. Algunas estaban tan desbordadas que un mismo local se usaba los lunes, miércoles y viernes para varones, y los martes, jueves y sábados para niñas. Por fuerza de los hechos eran las más democráticas del país, porque el hijo de la lavandera, que apenas si tenía qué comer, asistía a la misma escuela que el hijo del alcalde.

Muy pocos colombianos sabíamos entonces que en pleno corazón de la selva chocoana se levantaba una de las ciudades más modernas del país. Se llamaba Andagoya, en la esquina de los ríos San Juan y Condoto, y tenía un sistema telefónico perfecto, muelles para barcos y lanchas que pertenecían a la misma ciudad de hermosas avenidas arboladas. Las casas, pequeñas y limpias, con grandes espacios alambrados y pintorescas escalinatas de madera en el portal, parecían sembradas en el césped. En el centro había un casino con cabaret-restaurante y un bar donde se consumían licores importados a menor precio que en el resto del país. Era una ciudad habitada por hombres de todo el mundo, que habían olvidado la nostalgia y vivían allí mejor que en su tierra bajo la autoridad omnímoda del gerente local de la Chocó Pacífico. Pues Andagoya, en la vida real, era un país extranjero de propiedad privada, cuyas dragas saqueaban el oro y el platino de sus ríos prehistóricos y se los llevaban en un barco propio que salía al mundo entero sin control de nadie por las bocas del río San Juan.

Ese era el Chocó que quisimos revelar a los colombianos sin resultado alguno, pues una vez pasada la noticia todo volvió a su lugar, y siguió siendo la región más olvidada del país. Creo que la razón es evidente: Colombia fue desde siempre un país de identidad caribe abierto al mundo por el cordón umbilical de Panamá. La amputación forzosa nos condenó a ser lo que hoy somos: un país de mentalidad andina con las condiciones propicias para que el canal entre los dos océanos no fuera nuestro sino de los Estados Unidos.

El ritmo semanal de la redacción habría sido mortal de no ser porque los viernes en la tarde, a medida que nos liberábamos de la tarea, nos concentrábamos en el bar del hotel Continental, en la acera de enfrente, para un desahogo que solía prolongarse hasta el amanecer. Eduardo Zalamea bautizó aquellas noches con un nombre propio: los «viernes culturales». Era mi única oportunidad de conversar con él para no perder el tren de las novedades literarias del mundo, que mantenía al minuto con su capacidad de lector descomunal. Los sobrevivientes en aquellas tertulias de alcoholes infinitos y desenlaces imprevisibles -además de dos o tres amigos eternos de Ulises- éramos los redactores que no nos asustábamos de destorcerle el cuello al cisne hasta el amanecer.

Siempre me había llamado la atención que Zalamea no hubiera hecho nunca ninguna observación sobre mis notas, aunque muchas eran inspiradas en las suyas. Sin embargo, cuando se establecieron los «viernes culturales» dio rienda suelta a sus ideas sobre el género. Me confesó que estaba en desacuerdo con los criterios de muchas de mis notas y me sugería otras, pero no en un tono de jefe a su discípulo sino de escritor a escritor.

Otro refugio frecuente después de las funciones del cineclub eran las veladas de medianoche en el apartamento de Luis Vicens y su esposa Nancy, a pocas cuadras de El Espectador. El, colaborador de Marcel Colín Reval, jefe de redacción de la revista Cinématographie francaise en París, había cambiado sus sueños de cine por el buen oficio de librero en Colombia, a causa de las guerras de Europa. Nancy se comportaba como una anfitriona mágica capaz de aumentar para doce un comedor de cuatro. Se habían conocido poco después de que él llegó a Bogotá, en 1937, en una cena familiar. Sólo quedaba en la mesa un lugar junto a Nancy, que vio entrar horrorizada al último invitado, con el cabello blanco y una piel de alpinista curtido por el sol. «¡Qué mala suerte! -se dijo-. Ahora me tocó al lado de este polaco que ni español sabrá.» Estuvo a punto de acertar en el idioma, porque el recién llegado hablaba el castellano en un catalán crudo cruzado de francés, y ella era una boyacense resabiada y de lengua suelta. Pero se entendieron tan bien desde el primer saludo que se quedaron a vivir juntos para siempre.

Sus veladas se improvisaban después de los grandes estrenos de cine en un apartamento atiborrado con una mezcla de todas las artes, donde no cabía un cuadro más de los pintores primerizos de Colombia, algunos de los cuales serían famosos en el mundo. Sus invitados eran escogidos entre lo más granado de las artes y las letras, y los del grupo de Barranquilla aparecían de vez en cuando. Yo entré como en casa propia desde la aparición de mi primera crítica de cine, y cuando salía del periódico antes de la medianoche me iba a pie las tres cuadras y los obligaba a trasnocharse. La maestra Nancy, que además de cocinera excelsa era una casamentera encarnizada, improvisaba cenas inocentes para ligarme con las muchachas más atractivas y libres del mundo artístico, y no me perdonó nunca a mis veintiocho años cuando le dije que mi vocación verdadera no era de escritor ni periodista sino de solterón invencible.

Álvaro Mutis, en los huecos que le quedaban de sus viajes mundiales, completó por lo alto mi ingreso a la comunidad cultural. En su condición de jefe de relaciones públicas de la Esso Colombiana organizaba almuerzos en los restaurantes más caros, con lo que en realidad valía y pesaba en las artes y las letras, y muchas veces con invitados de otras ciudades del país. El poeta Jorge Gaitán Duran, que andaba con la obsesión de hacer una gran revista literaria que costaba una fortuna, lo resolvió en parte con los fondos de Álvaro Mutis para el fomento de la cultura. Álvaro Castaño Castillo y su esposa, Gloria Valencia, trataban de fundar desde hacía años una emisora consagrada por completo a la buena música y a los programas culturales al alcance de la mano. Todos les tomábamos el pelo por la irrealidad de su proyecto, menos Álvaro Mutis, que hizo todo lo que pudo para ayudarlos. Así fundaron la emisora HJCK, «El mundo en Bogotá», con un transmisor de 500 vatios que era el mínimo de aquel tiempo. Aún no existía la televisión en Colombia, pero Gloria Valencia inventó el prodigio metafísico de hacer por radio un programa de desfiles de modas.

El único reposo que me permitía en aquellos tiempos de atafagos fueron las lentas tardes de los domingos en casa de Álvaro Mutis, que me enseñó a escuchar la música sin prejuicios de clase. Nos tirábamos en la alfombra oyendo con el corazón a los grandes maestros sin especulaciones sabias. Fue el origen de una pasión que había empezado en la salita escondida de la Biblioteca Nacional, y nunca más nos olvidó. Hoy he escuchado tanta música como he podido conseguir, sobre todo la romántica de cámara que tengo como la cumbre de las artes. En México, mientras escribía Cien años de soledad -entre 1965 y 1966-, sólo tuve dos discos que se gastaron de tanto ser oídos: los Preludios de Debussy y Qué noche la de aquel día, de los Beatles. Más tarde, cuando por fin tuve en Barcelona casi tantos como siempre quise, me pareció demasiado convencional la clasificación alfabética, y adopté para mi comodidad privada el orden por instrumentos: el chelo, que es mi favorito, de Vivaldi a Brahms; el violín, desde Corelli hasta Schónberg; el clave y el piano, de Bach a Bartók. Hasta descubrir el milagro de que todo lo que suena es música, incluidos los platos y los cubiertos en el lavadero, siempre que cumplan la ilusión de indicarnos por dónde va la vida.

Mi límite era que no podía escribir con música porque le ponía más atención a lo que escuchaba que a lo que escribía, y todavía hoy asisto a muy pocos conciertos, porque siento que en la butaca se establece una especie de intimidad un poco impúdica con vecinos ajenos. Sin embargo, con el tiempo y las posibilidades de tener buena música en casa, aprendí a escribir con un fondo musical acorde con lo que escribo. Los nocturnos de Chopin para los episodios reposados, o los sextetos de Brahms para las tardes felices. En cambio, no volví a escuchar a Mozart durante años, desde que me asaltó la idea perversa de que Mozart no existe, porque cuando es bueno es Beethoven y cuando es malo es Haydn.

En los años en que evoco estas memorias he logrado el milagro de que ninguna clase de música me estorbe para escribir, aunque tal vez no sea consciente de otras virtudes, pues la mayor sorpresa me la dieron dos músicos catalanes, muy jóvenes y acuciosos, que creían haber descubierto afinidades sorprendentes entre El otoño del patriarca, mi sexta novela, y el Tercer concierto para piano de Béla Bartók. Es cierto que lo escuchaba sin misericordia mientras escribía, porque me creaba un estado de ánimo muy especial y un poco extraño, pero nunca pensé que hubiera podido influirme hasta el punto de que se notara en mi escritura. No sé cómo se enteraron de aquella debilidad los miembros de la Academia Sueca que lo pusieron de fondo en la entrega de mi premio. Lo agradecí en el alma, por supuesto, pero si me lo hubieran preguntado -con toda mi gratitud y mis respetos por ellos y por Béla Bartók- me habría gustado alguna de las romanzas naturales de Francisco el Hombre en las fiestas de mi infancia.

No hubo en Colombia por aquellos años un proyecto cultural, un libro por escribir o un cuadro para pintar que no pasara antes por la oficina de Mutis. Fui testigo de su diálogo con un pintor joven que tenía todo listo para hacer su periplo de rigor por Europa, pero le faltaba el dinero para el viaje. Álvaro no alcanzó siquiera a escucharle el cuento completo, cuando sacó del escritorio la carpeta mágica.

– Aquí está el pasaje dijo.

Yo asistía deslumbrado a la naturalidad con que hacía estos milagros sin el mínimo alarde de poder. Por eso me pregunto todavía si no tuvo algo que ver con la solicitud que me hizo en un cóctel el secretario de la Asociación Colombiana de Escritores y Artistas, Óscar Delgado, de que participara en el concurso nacional de cuento que estaba a punto de ser declarado desierto. Lo dijo tan mal que la propuesta me pareció indecorosa, pero alguien que la oyó me precisó que en un país como el nuestro no se podía ser escritor sin saber que los concursos literarios son simples pantomimas sociales. «Hasta el premio Nobel», concluyó sin la menor malicia, y sin pensarlo siquiera me puso en guardia desde entonces para otra decisión descomunal que me salió al paso veintisiete años después.

El jurado del concurso de cuento eran Hernando Téllez, Juan Lozano y Lozano, Pedro Gómez Valderrama y otros tres escritores y críticos de las grandes ligas. Así que no hice consideraciones éticas ni económicas, sino que pasé una noche en la corrección final de «Un día después del sábado», el cuento que había escrito en Barranquilla por un golpe de inspiración en las oficinas de El Nacional. Después de reposar más de un año en la gaveta me pareció capaz de encandilar a un buen jurado. Así fue, con la gratificación descomunal de tres mil pesos.

Por esos mismos días, y sin ninguna relación con el concurso, me cayó en la oficina don Samuel Lisman Baum, agregado cultural de la Embajada de Israel, quien acababa de inaugurar una empresa editorial con un libro de poemas del maestro León de Greiff: Fárrago Quinto Mamotreto. La edición era presentable y las noticias sobre Lisman Baum eran buenas. Así que le di una copia muy remendada de La hojarasca y lo despaché a las volandas con el compromiso de hablar después. Sobre todo de plata, que al final -por cierto- fue de lo único que nunca hablamos. Cecilia Porras pintó una portada novedosa -que tampoco logró cobrar-, con base en mi descripción del personaje del niño. El taller gráfico de El Espectador regaló el cliché para las carátulas en colores.

No volví a saber nada hasta unos cinco meses después, cuando la editorial Sipa de Bogotá que nunca había oído nombrar- me llamó al periódico para decirme que la edición de cuatro mil ejemplares estaba lista para la distribución, pero no sabían qué hacer con ella porque nadie daba razón de Lisman Baum. Ni los mismos reporteros del periódico pudieron encontrar el rastro ni lo ha encontrado nadie hasta el sol de hoy. Ulises le propuso a la imprenta que vendiera los ejemplares a las librerías con base en la campaña de prensa que él mismo inició con una nota que todavía no acabo de agradecerle. La crítica fue excelente, pero la mayor parte de la edición se quedó en la bodega y nunca se estableció cuántas copias se vendieron, ni recibí de nadie ni un céntimo por regalías.

Cuatro años después, Eduardo Caballero Calderón, que dirigía la Biblioteca Básica de Cultura Colombiana, incluyó una edición de bolsillo de La hojarasca para una colección de obras que se vendieron en puestos callejeros de Bogotá y otras ciudades. Pagó los derechos pactados, escasos pero puntuales, que tuvieron para mí el valor sentimental de ser los primeros que recibí por un libro. La edición tenía entonces algunos cambios que no identifiqué como míos ni me cuidé de que no se incluyeran en ediciones siguientes. Casi trece años más tarde, cuando pasé por Colombia después del lanzamiento de Cien años de soledad en Buenos Aires, encontré en los puestos callejeros de Bogotá numerosos ejemplares sobrantes de la primera edición de La hojarasca a un peso cada una. Compré cuantos pude cargar. Desde entonces he encontrado en librerías de América Latina otros saldos dispersos que trataban de vender como libros históricos. Hace unos dos años, una agencia inglesa de libros antiguos vendió por tres mil dólares un ejemplar firmado por mí de la primera edición de Cien años de soledad.

Ninguno de esos casos me distrajo ni un instante de mi trapiche de periodista. El éxito inicial de los reportajes en serie nos había obligado a buscar pienso para alimentar a una fiera insaciable. La tensión diaria era insostenible, no sólo en la identificación y la búsqueda de los temas, sino en el curso de la escritura, siempre amenazada por los encantos de la ficción. En El Espectador no había duda: la materia prima invariable del oficio era la verdad y nada más que la verdad, y eso nos mantenía en una tensión invivible. José Salgar y yo terminamos en un estado de vicio que no nos permitía un instante de paz ni en los reposos del domingo.

En 1956 se supo que el papa Pío XII sufría un ataque de hipo que podía costarle la vida. El único antecedente que recuerdo es el cuento magistral «P amp; O», de Somerset Maugham, cuyo protagonista murió en mitad del océano Indico de un ataque de hipo que lo agotó en cinco días, mientras del mundo entero le llegaban toda clase de recetas extravagantes, pero creo que no lo conocía en aquella época. Los fines de semana no nos atrevíamos a ir demasiado lejos en nuestras excursiones por los pueblos de la sabana porque el periódico estaba dispuesto a lanzar una edición extraordinaria en caso de la muerte del Papa. Yo era partidario de que tuviéramos la edición lista, con sólo los vacíos para llenar con los primeros cables de la muerte. Dos años después, siendo corresponsal en Roma, todavía se esperaba el desenlace del hipo papal.

Otro problema irresistible en el periódico era la tendencia a sólo ocuparnos de temas espectaculares que pudieran arrastrar cada vez más lectores, y yo tenía la más modesta de no perder de vista a otro público menos servido que pensaba más con el corazón. Entre los pocos que logré encontrar, conservo el recuerdo del reportaje más sencillo que me atrapó al vuelo a través de la ventana de un autobús. En el portón de una hermosa casa colonial en el número 567 de la carrera Octava en Bogotá había un letrero que se menospreciaba a sí mismo: «Oficina de Rezagos del Correo Nacional». No recuerdo en absoluto que algo se me hubiera perdido por aquellos desvíos, pero me bajé del tranvía y llamé a la puerta. El hombre que me abrió era el responsable de la oficina con seis empleados metódicos, cubiertos por el óxido de la rutina, cuya misión romántica era encontrar a los destinatarios de cualquier carta mal dirigida.

Era una bella casa, enorme y polvorienta, de techos altos y paredes carcomidas, corredores oscuros y galerías atiborradas de papeles sin dueño. Del promedio de cien cartas rezagadas que entraban todos los días, por lo menos diez habían sido bien franqueadas pero los sobres estaban en blanco y no tenían siquiera el nombre del remitente. Los empleados de la oficina las conocían como las «cartas para el hombre invisible», y no ahorraban esfuerzos para entregarlas o devolverlas. Pero el ceremonial para abrirlas en busca de pistas era de un rigor burocrático más bien inútil pero meritorio.

El reportaje de una sola entrega se publicó con el título de «El cartero llama mil veces», con un subtítulo: «El cementerio de las cartas perdidas». Cuando Salgar lo leyó, me dijo: «A este cisne no hay que torcerle el cuello porque ya nació muerto». Lo publicó, con el despliegue exacto, ni mucho ni poco, pero se le notaba en el gesto que estaba tan dolido como yo por la amargura de lo que pudo ser. Rogelio Echeverría, tal vez por ser poeta, lo celebró de buen talante pero con una frase que no olvidé nunca: «Es que Gabo se agarra hasta de un clavo caliente».

Me sentí tan desmoralizado, que por mi cuenta y riesgo -y sin contárselo a Salgar- decidí encontrar a la destinataria de una carta que me había merecido una atención especial. Estaba franqueada en el leprocomio de Agua de Dios, y dirigida a «la señora de luto que va todos los días a la misa de cinco en la iglesia de las Aguas». Después de hacer toda clase de averiguaciones inútiles con el párroco y sus ayudantes, seguí entrevistando a los fieles de la misa de cinco durante varias semanas sin resultado alguno. Me sorprendió que las más asiduas eran tres muy mayores y siempre de luto cerrado, pero ninguna tenía nada que ver con el leprocomio de Agua de Dios. Fue un fracaso del cual tardé en reponerme, no sólo por amor propio ni por hacer una obra de caridad, sino porque estaba convencido de que detrás de la historia misma de aquella mujer de luto había otra historia apasionante.

A medida que zozobraba en los pantanos del reportaje, mi relación con el grupo de Barranquilla se fue haciendo más intensa. Sus viajes a Bogotá no eran frecuentes, pero yo los asaltaba por teléfono a cualquier hora en cualquier apuro, sobre todo a Germán Vargas, por su concepción pedagógica del reportaje. Los consultaba en cada apuro, que eran muchos, o ellos me llamaban cuando había motivos para felicitarme. A Álvaro Cepeda lo tuve siempre como un condiscípulo en la silla de al lado. Después de las burlas cordiales de ida y vuelta que fueron siempre de rigor dentro del grupo, me sacaba del pantano con una simplicidad que nunca dejó de asombrarme. En cambio, mis consultas con Alfonso Fuenmayor eran más literarias. Tenía la magia certera para salvarme de apuros con ejemplos de grandes autores o para dictarme la cita salvadora rescatada de su arsenal sin fondo. Su broma maestra fue cuando le pedí el título para una nota sobre los vendedores de comidas callejeras acosados por las autoridades de Higiene. Alfonso me soltó la respuesta inmediata:

– El que vende comida no se muere de hambre.

Se la agradecí en el alma, y me pareció tan oportuna que no pude resistir la tentación de preguntarle de quién era. Alfonso me paró en seco con la verdad que yo no recordaba:

– Es suya, maestro.

En efecto, la había improvisado en alguna nota sin firma, pero la había olvidado. El cuento circuló durante años entre los amigos de Barranquilla, a quienes nunca pude convencer de que no había sido una broma.

Un viaje ocasional de Álvaro Cepeda a Bogotá me distrajo por unos días de la galera de las noticias diarias. Llegó con la idea de hacer una película de la cual sólo tenía el título: La langosta azul. Fue un error certero, porque Luis Vicens, Enrique Grau y el fotógrafo Nereo López se lo tomaron en serio. No volví a saber del proyecto hasta que Vicens me mandó un borrador del guión para que pusiera algo de mi parte sobre la base original de Álvaro. Algo puse yo que hoy no recuerdo, pero la historia me pareció divertida y con la dosis suficiente de locura para que pareciera nuestra.

Todos hicieron un poco de todo, pero el papá por derecho propio fue Luis Vicens, que impuso muchas de las cosas que le quedaban de sus pinitos de París. Mi problema era que me encontraba en medio de alguno de aquellos reportajes prolijos que no me dejaban tiempo para respirar, y cuando logré liberarme ya la película «estaba en pleno rodaje en Barranquilla.

Es una obra elemental, cuyo mérito mayor parece ser el dominio de la intuición, que era tal vez el ángel tutelar de Álvaro Cepeda. En uno de sus numerosos estrenos domésticos de Barranquilla estuvo el director italiano Enrico Fulchignoni, que nos sorprendió con el alcance de su compasión: la película le pareció muy buena. Gracias a la tenacidad y la buena audacia de Tita Manotas, la esposa de Álvaro, lo que todavía queda de La langosta azul le ha dado la vuelta al mundo en festivales temerarios.

Esas cosas nos distraían a ratos de la realidad del país, que era terrible. Colombia se consideraba libre de guerrillas desde que las Fuerzas Armadas se tomaron el poder con la bandera de la paz y la concordia entre los partidos. Nadie dudó de que algo había cambiado, hasta la matanza de estudiantes en la carrera Séptima. Los militares, ansiosos de razones, quisieron probarnos a los periodistas que había una guerra distinta de la eterna entre liberales y conservadores. En ésas andábamos cuando José Salgar se acercó a mi escritorio con una de sus ideas terroríficas:

– Prepárese para conocer la guerra.

Los invitados a conocerla, sin mayores detalles, fuimos puntuales a las cinco de la madrugada para ir a la población de Villarrica, a ciento ochenta y tres kilómetros de Bogotá. El general Rojas Pinilla estaba pendiente de nuestra visita, a mitad de camino, en uno de sus reposos frecuentes en la base militar de Melgar, y había prometido una rueda de prensa que terminaría antes de las cinco de la tarde, con tiempo de sobra para regresar con fotos y noticias de primera mano.

Los enviados de El Tiempo eran Ramiro Andrade, con el fotógrafo Germán Caycedo; unos cuatro más que no he podido recordar, y Daniel Rodríguez y yo por El Espectador. Algunos llevaban ropas de campaña, pues fuimos advertidos de que tal vez tuviéramos que dar algunos pasos dentro de la selva.

Fuimos hasta Melgar en automóvil y allí nos repartimos en tres helicópteros que nos llevaron por un cañón estrecho y solitario de la cordillera central, con altos flancos afilados. Lo que más me impresionó, sin embargo, fue la tensión de los jóvenes pilotos que eludían ciertas zonas donde la guerrilla había derribado un helicóptero y averiado otro el día anterior. Al cabo de unos quince minutos intensos aterrizamos en la plaza enorme y desolada de Villarrica, cuya alfombra de caliche no parecía bastante firme para soportar el peso del helicóptero. Alrededor de la plaza había casas de madera con tiendas en ruinas y residencias de nadie, salvo una recién pintada que había sido el hotel del pueblo hasta que se implantó el terror.

Al frente del helicóptero se divisaban las estribaciones de la cordillera y el techo de cinc de la única casa apenas visible entre las brumas de la cornisa. Según el oficial que nos acompañaba, allí estaban los guerrilleros con armas de suficiente poder para tumbarnos, de modo que debíamos correr hasta el hotel en zigzag y con el torso inclinado como una precaución elemental contra posibles disparos desde la cordillera. Sólo cuando llegamos allí caímos en la cuenta de que el hotel estaba convertido en cuartel.

Un coronel con arreos de guerra, de una apostura de artista de cine y una simpatía inteligente, nos explicó sin alarmas que en la casa de la cordillera estaba la avanzada de la guerrilla hacía varias semanas y desde allí habían intentado varias incursiones nocturnas contra el pueblo. El ejército estaba seguro de que algo intentarían cuando vieran los helicópteros en la plaza, y las tropas estaban preparadas. Sin embargo, al cabo de una hora de provocaciones, incluso desafíos con altavoces, los guerrilleros no dieron señales de vida. El coronel, desalentado, envió una patrulla de exploración para asegurarse de que todavía quedaba alguien en la casa.

La tensión se relajó. Los periodistas salimos del hotel y exploramos las calles vecinas, incluso las menos guarnecidas alrededor de la plaza. El fotógrafo y yo, junto con otros, iniciamos el ascenso a la cordillera por una tortuosa cornisa de herradura. En la primera curva había soldados tendidos entre la maleza en posición de tiro. Un oficial nos aconsejó que regresáramos a la plaza, pues cualquier cosa podía suceder, pero no hicimos caso. Nuestro propósito era subir hasta encontrar alguna avanzada guerrillera que nos salvara el día con una noticia grande.

No hubo tiempo. De pronto se escucharon varias órdenes simultáneas y enseguida una descarga cerrada de los militares. Nos echamos a tierra cerca de los soldados y éstos abrieron fuego contra la casa de la cornisa. En la confusión instantánea perdí de vista a Rodríguez, que corrió en busca de una posición estratégica para su visor. El tiroteo fue breve pero muy intenso y en su lugar quedó un silencio letal.

Habíamos vuelto a la plaza cuando alcanzamos a ver una patrulla militar que salía de la selva llevando un cuerpo en angarillas. El jefe de la patrulla, muy excitado, no permitió que se tomaran fotos. Busqué con la vista a Rodríguez y lo vi aparecer, unos cinco metros a mi derecha, con la cámara lista para disparar. La patrulla no lo había visto. Entonces viví el instante más intenso, entre la duda de gritarle que no hiciera la foto por temor de que le dispararan por inadvertencia, o el instinto profesional de tomarla a cualquier precio. No tuve tiempo, pues en el mismo instante se oyó el grito fulminante del jefe de la patrulla:

– ¡Esa foto no se toma!

Rodríguez bajó la cámara sin prisa y se acercó a mi lado. El cortejo pasó tan cerca de nosotros que sentíamos la ráfaga acida de los cuerpos vivos y el silencio del muerto. Cuando acabaron de pasar, Rodríguez me dijo al oído:

– Tomé la foto.

Así fue, pero nunca se publicó. La invitación había terminado en desastre. Hubo dos heridos más de la tropa y estaban muertos por lo menos dos guerrilleros que ya habían sido arrastrados hasta el refugio. El coronel cambió su ánimo por una expresión tétrica. Nos dio la información simple de que la visita estaba cancelada, que disponíamos de media hora para almorzar, y que enseguida viajaríamos a Melgar por carretera, pues los helicópteros estaban reservados para los heridos y los cadáveres. Las cantidades de unos y otros no fueron reveladas nunca.

Nadie volvió a mencionar la conferencia de prensa del general Rojas Pinilla. Pasamos de largo en un jeep para seis frente a su casa de Melgar y llegamos a Bogotá después de la medianoche. La sala de redacción nos esperaba en pleno, pues de la Oficina de Información y Prensa de la presidencia de la República habían llamado para informar sin más detalles que llegaríamos por tierra, pero no precisaron si vivos o muertos.

Hasta entonces la única intervención de la censura militar había sido por la muerte de los estudiantes en el centro de Bogotá. No había un censor dentro de la redacción después de que el último del gobierno anterior renunció casi en lágrimas cuando no pudo soportar las primicias falsas y las gambetas de burla de los redactores. Sabíamos que la Oficina de Información y Prensa no nos perdía de vista, y con frecuencia nos mandaban por teléfono advertencias y consejos paternales. Los militares, que al principio de su gobierno desplegaban una cordialidad académica ante la prensa, se volvieron invisibles o herméticos. Sin embargo, un cabo suelto siguió creciendo solo y en silencio, e infundió la certidumbre nunca comprobada ni desmentida de que el jefe de aquel embrión guerrillero del Tolima era un muchacho de veintidós años que hizo carrera en su ley, cuyo nombre no ha podido confirmarse ni desmentirse: Manuel MarulandaVélez o Pedro Antonio Marín,Tirofijo. Cuarenta y tantos años después, Marulanda consultado para este dato en su campamento de guerra- contestó que no recordaba si en realidad era él.

No fue posible conseguir una noticia más. Yo andaba ansioso por descubrirla desde que regresé de Villarrica, pero no encontraba una puerta. La Oficina de Información y Prensa de la presidencia nos estaba vedada, y el ingrato episodio de Villarrica yacía sepultado bajo la reserva militar. Había echado la esperanza al cesto de la basura, cuando José Salgar se plantó frente a mi escritorio, fingiendo la sangre fría que nunca tuvo, y me mostró un telegrama que acababa de recibir.

– Aquí está lo que usted no vio en Villar rica -me dijo.

Era el drama de una muchedumbre de niños sacados de sus pueblos y veredas por las Fuerzas Armadas sin plan preconcebido y sin recursos, para facilitar la guerra de exterminio contra la guerrilla del Tolima. Los habían separado de sus padres sin tiempo para establecer quién era hijo de quién, y muchos de ellos mismos no sabían decirlo. El drama había empezado con una avalancha de mil doscientos adultos conducidos a distintas poblaciones del Tolima, después de nuestra visita a Melgar, e instalados de cualquier manera y luego abandonados a la mano de Dios. Los niños, separados de sus padres por simples consideraciones logísticas y dispersos en varios asilos del país, eran unos tres mil de distintas edades y condiciones. Sólo treinta eran huérfanos de padre y madre, y entre éstos un par de gemelos con trece días de nacidos. La movilización se hizo en absoluto secreto, al amparo de la censura de prensa, hasta que el corresponsal de El Espectador nos telegrafió las primeras pistas desde Ambalema, a doscientos kilómetros de Villarrica.

En menos de seis horas encontramos trescientos menores de cinco años en el Amparo de Niños de Bogotá, muchos de ellos sin filiación. Helí Rodríguez, de dos años, apenas si pudo dictar su nombre. No sabía nada de nada, ni dónde se encontraba, ni por qué, ni sabía los nombres de sus padres ni pudo dar ninguna pista para encontrarlos. Su único consuelo era que tenía derecho a permanecer en el asilo hasta los catorce años. El presupuesto del orfanato se alimentaba de ochenta centavos mensuales que le daba por cada niño el gobierno departamental. Diez se fugaron la primera semana con el propósito de colarse de polizones en los trenes del Tolima, y no pudimos hallar ningún rastro de ellos.

A muchos les hicieron en el asilo un bautismo administrativo con apellidos de la región para poder distinguirlos, pero eran tantos, tan parecidos y móviles que no se distinguían en el recreo, sobre todo en los meses más fríos, cuando tenían que calentarse corriendo por corredores y escaleras. Fue imposible que aquella dolorosa visita no me obligara a preguntarme si la guerrilla que había matado al soldado en el combate habría podido hacer tantos estragos entre los niños de Villarrica.

La historia de aquel disparate logístico fue publicada en varias crónicas sucesivas sin consultar a nadie. La censura guardó silencio y los militares replicaron con la explicación de moda: los hechos de Villarrica eran parte de una amplia movilización comunista contra el gobierno de las Fuerzas Armadas, y éstas estaban obligadas a proceder con métodos de guerra. Me bastó una línea de esa comunicación para que se me metiera en mente la idea» de conseguir la información directa de Gilberto Vieira, secretario general del Partido Comunista, a quien nunca había visto.

No recuerdo si el paso siguiente lo hice autorizado por el periódico o si fue por iniciativa propia, pero recuerdo muy bien que intenté varias gestiones inútiles para lograr un contacto con algún dirigente del Partido Comunista clandestino que pudiera informarme sobre la situación de Villarrica. El problema principal era que el cerco del régimen militar en torno a los comunistas clandestinos no tenía precedentes. Entonces hice contacto con algún amigo comunista, y dos días después apareció frente a mi escritorio otro vendedor de relojes que andaba buscándome para cobrarme las cuotas que no alcancé a pagar en Barranquilla. Le pagué las que pude, y le dije como al descuido que necesitaba hablar de urgencia con alguno de sus dirigentes grandes, pero me contestó con la fórmula conocida de que él no era el camino ni sabría decirme quién lo era. Sin embargo, esa misma tarde, sin anuncio previo, me sorprendió en el teléfono una voz armoniosa y despreocupada:

– Hola, Gabriel, soy Gilberto Vieira.

A pesar de haber sido el más destacado de los fundadores del Partido Comunista, Vieira no había tenido hasta entonces ni un minuto de exilio ni de cárcel. Sin embargo, a pesar del riesgo de que ambos teléfonos estuvieran intervenidos, me dio la dirección de su casa secreta para que lo visitara esa misma tarde.

Era un apartamento con una sala pequeña atiborrada de libros políticos y literarios, y dos dormitorios en un sexto piso de escaleras empinadas y sombrías adonde se llegaba sin aliento, no sólo por la altura sino por la conciencia de estar entrando en uno de los misterios mejor guardados del país. Vieira vivía con su esposa, Cecilia, y con una hija recién nacida. Como la esposa no estaba en casa, él mantenía al alcance de su mano la cuna de la niña, y la mecía muy despacio cuando se desgañitaba de llanto en las pausas muy largas de la conversación, que lo mismo eran de política que de literatura, aunque sin mucho sentido del humor. Era imposible concebir que aquel cuarentón rosado y calvo, de ojos claros e incisivos y labia precisa, fuera el hombre más buscado por los servicios secretos del país.

De entrada me di cuenta de que estaba al corriente de mi vida desde que compré el reloj en El Nacional de Barranquilla. Leía mis reportajes en El Espectador e identificaba mis notas anónimas para tratar de interpretar sus segundas intenciones. Sin embargo, estuvo de acuerdo en que el mejor servicio que podía prestarle al país era seguir en esa línea sin dejarme comprometer por nadie en ninguna clase de militancia política.

Se instaló en el tema tan pronto como tuve ocasión de revelarle el motivo de mi visita. Estaba al corriente de la situación de Villarrica, como si hubiera estado allí, y de la cual no pudimos publicar ni una letra por la censura oficial. Sin embargo, me dio datos importantes para entender que aquél era el preludio de una guerra crónica al cabo de medio siglo de escaramuzas casuales. Su lenguaje, en aquel día y en aquel lugar, tenía más ingredientes del mismo Jorge Eliécer Gaitán que de su Marx de cabecera, para una solución que no parecía ser la del proletariado en el poder sino una especie de alianza de desamparados contra las clases dominantes. La fortuna de aquella visita no fue sólo la clarificación de lo que estaba sucediendo, sino un método para entenderlo mejor. Así se lo expliqué a Guillermo Cano y a Zalamea, y dejé la puerta entreabierta, por si alguna vez aparecía la cola del reportaje inconcluso. Sobra decir que Vieira y yo hicimos una muy buena relación de amigos que nos facilitó los contactos aun en los tiempos más duros de su clandestinidad.

Otro drama de adultos crecía soterrado hasta que las malas noticias rompieron el cerco, en febrero de 1954, cuando se publicó en la prensa que un veterano de Corea había empeñado sus condecoraciones para comer. Era sólo uno de los mis de cuatro mil que habían sido reclutados al azar en otro de los momentos inconcebibles de nuestra historia, cuando cualquier destino era mejor que nada para los campesinos expulsados a bala de sus tierras por la violencia oficial. Las ciudades superpobladas por los desplazados no ofrecían ninguna esperanza. Colombia, como se repitió casi todos los días en notas editoriales, en la calle, en los cafés, en las conversaciones familiares, era una república invivible. Para muchos campesinos desplazados y numerosos muchachos sin perspectiva, la guerra de Corea era una solución personal. Allí fue de todo, revuelto, sin discriminaciones precisas y apenas por sus condiciones físicas, casi como vinieron los españoles a descubrir la América. Al regresar a Colombia, gota a gota, ese grupo heterogéneo tuvo por fin un distintivo común: veteranos. Bastó con que algunos protagonizaran una reyerta para que la culpa recayera en todos. Se les cerraron las puertas con el argumento fácil de que no tenían derecho a empleo porque eran desequilibrados mentales. En cambio, no hubo suficientes lágrimas para los incontables que regresaron convertidos en dos mil libras de cenizas.

La noticia del que empeñó las condecoraciones mostró un contraste brutal con otra publicada diez meses antes, cuando los últimos veteranos regresaron al país con casi un millón de dólares en efectivo, que al ser cambiados en los bancos hicieron bajar el precio del dólar en Colombia de tres pesos con treinta centavos a dos pesos con noventa. Sin embargo, más bajaba el prestigio de los veteranos cuanto más se enfrentaban a la realidad de su país. Antes del regreso se habían publicado versiones dispersas de que recibirían becas especiales para carreras productivas, que tendrían pensiones de por vida y facilidades para quedarse a vivir en los Estados Unidos. La verdad fue la contraria: poco después de la llegada fueron dados de baja en el ejército, y lo único que les quedó en el bolsillo a muchos de ellos fueron los retratos de las novias japonesas que se quedaron esperándolos en los campamentos del Japón, donde los llevaban a descansar de la guerra.

Era imposible que aquel drama nacional no me hiciera recordar el de mi abuelo el coronel Márquez, a la espera eterna de su pensión de veterano. Llegué a pensar que aquella mezquindad fuera una represalia contra un coronel subversivo en guerra encarnizada contra la hegemonía conservadora. Los sobrevivientes de Corea, en cambio, habían luchado contra la causa del comunismo y en favor de las ansias imperiales de los Estados Unidos. Y sin embargo, a su regreso, no aparecían en las páginas sociales sino en la crónica roja. Uno de ellos, que mató a bala a dos inocentes, les preguntó a sus jueces: «¿Si en Corea maté a cien, por qué no puedo matar a diez en Bogotá?».

Este hombre, igual que otros delincuentes, había llegado a la guerra cuando ya estaba firmado el armisticio. Sin embargo, muchos como él fueron víctimas también del machismo colombiano, que se manifestó en el trofeo de matar a un veterano de Corea. No se habían cumplido tres años desde que regresó el primer contingente, y ya los veteranos víctimas de muerte violenta pasaban de una docena. Por diversas causas, varios habían muerto en altercados inútiles poco tiempo después del regreso. Uno de ellos murió apuñalado en una reyerta por repetir una canción en un tocadiscos de cantina. El sargento Cantor, que había hecho honor a su apellido cantando y acompañándose con la guitarra en los descansos de la guerra, fue muerto a bala semanas después del regreso. Otro veterano fue apuñalado también en Bogotá, y para enterrarlo hubo que organizar una colecta entre los vecinos. A Ángel Fabio Goes, que había perdido en la guerra un ojo y una mano, lo mataron tres desconocidos que nunca fueron capturados.

Recuerdo como si hubiera sido ayer- que estaba escribiendo el último capítulo de la serie cuando sonó el teléfono en mi escritorio y reconocí al instante la voz radiante de Martina Fonseca:

– ¿Aló?

Abandoné el artículo en mitad de la página por los tumbos de mi corazón, y atravesé la avenida para encontrarme con ella en el hotel Continental después de doce años sin verla. No fue fácil distinguirla desde la puerta entre las otras mujeres que almorzaban en el comedor repleto, hasta que ella me hizo una señal con el guante. Estaba vestida con el gusto personal de siempre, con un abrigo de ante, un zorro marchito en el hombro y un sombrero de cazador, y los años empezaban a notársele demasiado en la piel de ciruela maltratada por el sol, los ojos apagados, y toda ella disminuida por los primeros signos de una vejez injusta. Ambos debimos darnos cuenta de que doce años eran muchos a su edad, pero los soportamos bien. Había tratado de rastrearla en mis primeros años de Barranquilla, hasta que supe que vivía en Panamá, donde su Vaporino era práctico del canal, pero no fue por orgullo sino por timidez que no le toqué el punto.

Creo que acababa de almorzar con alguien que la había dejado sola para atenderme la visita. Nos tomamos tres tazas mortales de café y nos fumamos juntos medio paquete de cigarrillos bastos buscando a tientas el camino para conversar sin hablar, hasta que se atrevió a preguntarme si alguna vez había pensado en ella. Sólo entonces le dije la verdad: no la había olvidado nunca, pero su despedida había sido tan brutal que me cambió el modo de ser. Ella fue más compasiva que yo:

– No olvido nunca que para mí eres como un hijo.

Había leído mis notas de prensa, mis cuentos y mi única novela, y me habló de ellos con una perspicacia lúcida y encarnizada que sólo era posible por el amor o el despecho. Sin embargo, yo no hice más que eludir las trampas de la nostalgia con la cobardía mezquina de que sólo los hombres somos capaces. Cuando logré por fin aliviar la tensión me atreví a preguntarle si había tenido el hijo que quería.

– Nació -dijo ella con alegría-, y ya está terminando la primaria.

– ¿Negro como su padre? -le pregunté con la mezquindad propia de los celos.

Ella apeló a su buen sentido de siempre. «Blanco como su madre -dijo-. Pero el papá no se fue de la casa como yo temía sino que se acercó más a mí.» Y ante mi ofuscación evidente me confirmó con una sonrisa mortal:

– No te preocupes: es de él. Y además dos hijas iguales como si fueran una sola.

Se alegró de haber venido, me entretuvo con algunos recuerdos que nada tenían que ver conmigo, y tuve la vanidad de pensar que esperaba de mí una respuesta más íntima. Pero también, como todos los hombres, me equivoqué de tiempo y lugar. Miró el reloj cuando ordené el cuarto café y otro paquete de cigarrillos, y se levantó sin preámbulos.

– Bueno, niño, estoy feliz de haberte visto -dijo. Y concluyó-: Ya no aguantaba más haberte leído tanto sin saber cómo eres.

– ¿Y cómo soy? -me atreví a preguntar.

– ¡Ah, no! -rió ella con toda el alma-, eso no lo sabrás nunca.

Sólo cuando recobré el aliento frente a la máquina de escribir caí en la cuenta de las ansias de verla que había tenido siempre y del terror que me impidió quedarme con ella por todo el resto de nuestras vidas. El mismo terror desolado que muchas veces volví a sentir desde aquel día cuando sonaba el teléfono.

El nuevo año de 1955 empezó para los periodistas el 28 de febrero con la noticia de que ocho marineros del destructor Caldas de la Armada Nacional habían caído al mar y desaparecido durante una tormenta cuando faltaban dos horas escasas para llegar a Cartagena. Había zarpado cuatro días antes de Mobile, Alabama, después de permanecer allí varios meses para una reparación reglamentaria.

Mientras la redacción en pleno escuchaba en suspenso el primer boletín radial del desastre, Guillermo Cano se había' vuelto hacia mí en su silla giratoria, y me mantuvo en la mira con una orden lista en la punta de la lengua. José Salgar, de paso para los talleres, se paró también frente a mí con los nervios templados por la noticia. Yo había vuelto una hora antes de Barranquilla, donde preparé una información sobre el eterno drama de las Bocas de Ceniza, y ya empezaba otra vez a preguntarme a qué hora saldría el próximo avión a la costa para escribir la primicia de los ocho náufragos. Sin embargo, pronto quedó claro en el boletín de radio que el destructor llegaría a Cartagena a las tres de la tarde sin noticias nuevas, pues no habían recuperado los cuerpos de los ocho marinos ahogados. Guillermo Cano se desinfló.

– Qué vaina, Gabo -dijo-. Se nos ahogó la chiva.

El desastre quedó reducido a una serie de boletines oficiales, y la información se manejó con los honores de rigor a los caídos en servicio, pero nada más. A fines de la semana, sin embargo, la marina reveló que uno de ellos, Luis Alejandro Velasco, había llegado exhausto a una playa de Urabá, insolado pero recuperable, después de permanecer diez días a la deriva sin comer ni beber en una balsa sin remos. Todos estuvimos de acuerdo en que podía ser el reportaje del año si lográbamos tenerlo a solas, así fuera por media hora.

No fue posible. La marina lo mantuvo incomunicado mientras se recuperaba en el hospital naval de Cartagena. Allí estuvo con él durante unos minutos fugaces un astuto redactor de El Tiempo, Antonio Montaña, que se coló en el hospital disfrazado de médico. A juzgar por los resultados, sin embargo, sólo obtuvo del náufrago unos dibujos a lápiz sobre su posición en el barco cuando fue arrastrado por la tormenta y unas declaraciones descosidas con las cuales quedó claro que tenía órdenes de no contar el cuento. «Si yo hubiera sabido que era un periodista lo hubiera ayudado», declaró Velasco días después. Una vez recuperado, y siempre al amparo de la marina, concedió una entrevista al corresponsal de El Espectador en Cartagena, Lácides Orozco, que no pudo llegar a donde queríamos para saber como fue que un golpe de viento pudo causar semejante desastre con siete muertos.

Luis Alejandro Velasco, en efecto, estaba sometido a un compromiso férreo que le impedía moverse o expresarse con libertad, aun después de que lo trasladaron a la casa de sus padres en Bogotá. Cualquier aspecto técnico o político nos lo resolvía con una maestría cordial el teniente de fragata Guillermo Fonseca, pero con igual elegancia eludía datos esenciales para lo único que nos interesaba entonces, que era la verdad de la aventura. Sólo por ganar tiempo escribí una serie de notas de ambiente sobre el regreso del náufrago a casa de sus padres, cuando sus acompañantes de uniforme me impidieron una vez más hablar con él, mientras le autorizaban 'una entrevista insulsa para una emisora local. Entonces fue evidente que estábamos en manos de maestros en el arte oficial de enfriar la noticia, y por primera vez me conmocionó la idea de que estaban ocultando a la opinión pública algo muy grave sobre la catástrofe. Más que una sospecha, hoy lo recuerdo como un presagio.

Era un marzo de vientos glaciales y la llovizna polvorienta aumentaba la carga de mis remordimientos. Antes de enfrentarme a la sala de redacción abrumado por la derrota me refugié en el vecino hotel Continental y ordené un trago doble en el mostrador del bar solitario. Me lo tomaba a sorbos lentos, sin quitarme siquiera el grueso abrigo ministerial, cuando sentí una voz muy dulce casi en el oído:

– El que bebe solo muere solo.

– Dios te oiga, bella -contesté con el alma en la boca, convencido de que era Martina Fonseca.

La voz dejó en el aire un rastro de gardenias tibias, pero no era ella. La vi salir por la puerta giratoria y desaparecer con su inolvidable paraguas amarillo en la avenida embarrada por la llovizna. Después de un segundo trago atravesé yo también la avenida y llegué a la sala de redacción sostenido a pulso por los dos primeros tragos. Guillermo Cano me vio entrar y soltó un grito alegre para todos:

– ¡A ver qué chiva nos trae el gran Gabo!

Le repliqué con la verdad:

– Nada más que un pescado muerto.

Entonces me di cuenta de que los burlones inclementes de la redacción habían empezado a quererme cuando me vieron pasar en silencio arrastrando el sobretodo ensopado, y ninguno tuvo corazón para empezar la rechifla ritual.

Luis Alejandro Velasco siguió disfrutando de su gloria reprimida. Sus mentores no sólo le permitían sino que le patrocinaban toda clase de perversiones publicitarias. Recibió quinientos dólares y un reloj nuevo para que contara por radio la verdad de que el suyo había soportado el rigor de la intemperie. La fabrica de sus zapatos de tenis le pagó mil dólares por contar que los suyos eran tan resistentes que no había podido desbaratarlos para tener algo que masticar. En una misma jornada pronunciaba un discurso patriótico, se dejaba besar por una reina de la belleza y se mostraba a los huérfanos como ejemplo de moral patriótica. Empezaba a olvidarlo el día memorable en que Guillermo Cano me anunció que lo tenía en su oficina dispuesto a firmar un contrato para contar su aventura completa. Me sentí humillado.

– Ya no es un pescado muerto sino podrido -insistí.

Por primera y única vez me negué a hacer para el periódico algo que era mi deber. Guillermo Cano se resignó a la realidad y despachó al náufrago sin explicaciones. Más tarde me contó que después de despedirlo en su oficina había empezado a reflexionar y no logró explicarse a sí mismo lo que acababa de hacer. Entonces le ordenó al portero que le mandara al náufrago de regreso, y me llamó por teléfono con la notificación inapelable de que le había comprado los derechos exclusivos del relato completo.

No era la primera vez ni había de ser la última en que Guillermo se empecinara en un caso perdido y terminara coronado con la razón. Le advertí deprimido pero con el mejor estilo posible que sólo haría el reportaje por obediencia laboral pero no le pondría mi firma. Sin haberlo pensado, aquélla fue una determinación casual pero certera para el reportaje, pues me obligaba a contarlo en la primera persona del protagonista, con su modo propio y sus ideas personales, y firmado con su nombre. Así me preservaba de cualquier otro naufragio en tierra firme. Es decir, sería el monólogo interior de una aventura solitaria, al pie de la letra, como la había hecho la vida. La decisión fue milagrosa, porque Velasco resultó ser un hombre inteligente, con una sensibilidad y una buena educación inolvidables y un sentido del humor a su tiempo y en su lugar. Y todo eso, por fortuna, sometido a un carácter sin grietas.

La entrevista fue larga, minuciosa, en tres semanas completas y agotadoras, y la hice a sabiendas de que no era para publicar en bruto sino para ser cocinada en otra olla: un reportaje. La empecé con un poco de mala fe tratando de que el náufrago cayera en contradicciones para descubrirle sus verdades encubiertas, pero pronto estuve seguro de que no las tenía. Nada tuve que forzar. Aquello era como pasearme por una pradera de flores con la libertad suprema de escoger las preferidas. Velasco llegaba puntual a las tres de la tarde a mi escritorio de la redacción, revisábamos las notas precedentes y proseguíamos en orden lineal. Cada capítulo que me contaba lo escribía yo en la noche y se publicaba en la tarde del día siguiente. Habría sido más fácil y seguro escribir primero la aventura completa y publicarla ya revisada y con todos los detalles comprobados a fondo. Pero no había tiempo. El tema iba perdiendo actualidad cada minuto y cualquier otra noticia ruidosa podía derrotarlo.

No usamos grabadora. Estaban acabadas de inventar y las mejores eran tan grandes y pesadas como una máquina de escribir, y el hilo magnético se embrollaba como un dulce de cabello de ángel. La sola trascripción era una proeza. Aún hoy sabemos que las grabadoras son muy útiles para recordar, pero no hay que descuidar nunca la cara del entrevistado, que puede decir mucho más que su voz, y a veces todo lo contrario. Tuve que conformarme con el método rutinario de las notas en cuadernos de escuela, pero gracias a eso creo no haber perdido una palabra ni un matiz de la conversación, y pude profundizar mejor a cada paso. Los dos primeros días fueron difíciles, porque el náufrago quería contar todo al mismo tiempo. Sin embargo, aprendió muy pronto por el orden y el alcance de mis preguntas, y sobre todo por su propio instinto de narrador y su facilidad congénita para entender la carpintería del oficio.

Para preparar al lector antes de echarlo al agua decidimos empezar el relato por los últimos días del marino en Mobile. También acordamos no terminarlo en el momento de pisar tierra firme, sino cuando llegara a Cartagena ya aclamado por las muchedumbres, que era el punto en que los lectores podían seguir por su cuenta el hilo de la narración con los datos ya publicados. Esto nos daba catorce capítulos para mantener el suspenso durante dos semanas.

El primero se publicó el 5 de abril de 1955. La edición de El Espectador, precedida de anuncios por radio, se agotó en pocas horas. El nudo explosivo se planteó al tercer día cuando decidimos destapar la causa verdadera del desastre, que según la versión oficial había sido una tormenta. En busca de una mayor precisión le pedí a Velasco que la contara con todos sus detalles. El estaba ya tan familiarizado con nuestro método común que vislumbré en sus ojos un fulgor de picardía antes de contestarme:

– El problema es que no hubo tormenta.

Lo que hubo -precisó- fue unas veinte horas de vientos duros, propios de la región en aquella época del año, que no estaban previstos por los responsables del viaje. La tripulación había recibido el pago de varios sueldos atrasados antes de zarpar y se lo gastaron a última hora en toda clase de aparatos domésticos para llevarlos a casa. Algo tan imprevisto que nadie debió alarmarse cuando rebasaron los espacios interiores del barco y amarraron en cubierta las cajas más grandes: neveras, lavadoras eléctricas, estufas. Una carga prohibida en un barco de guerra, y en una cantidad que ocupó espacios vitales de la cubierta. Tal vez se pensó que en un viaje sin carácter oficial, de menos de cuatro días y con excelentes pronósticos del tiempo no era para tratarlo con demasiado rigor. ¿Cuántas veces no se habían hecho otros y seguirían haciéndose sin que nada ocurriera? La mala suerte para todos fue que unos vientos apenas más fuertes que los anunciados convulsionaron el mar bajo un sol espléndido, hicieron escorar la nave mucho más de lo previsto y rompieron las amarras de la carga mal estibada. De no haber sido un barco tan marinero como el Caldas se habría ido a pique sin misericordia, pero ocho de los marinos de guardia en cubierta cayeron por la borda. De modo que la causa mayor del accidente no fue una tormenta, como habían insistido las fuentes oficiales desde el primer día, sino lo que Velasco declaró en su reportaje: la sobrecarga de aparatos domésticos mal estibados en la cubierta de una nave de guerra.

Otro aspecto que se había mantenido debajo de la mesa era qué clase de balsas estuvieron al alcance de los que cayeron en el mar y de los cuales sólo Velasco se salvó. Se supone que debía haber a bordo dos clases de balsas reglamentarias que cayeron con ellos. Eran de corcho y lona, de tres metros de largo por uno y medio de ancho, con una plataforma de seguridad en el centro y dotadas de víveres, agua potable, remos, caja de primeros auxilios, elementos de pesca y navegación, y una Biblia. En esas condiciones, diez personas podían sobrevivir a bordo durante ocho días aun sin los elementos de pesca. Sin embargo, en el Caldas se había embarcado también un cargamento de balsas menores sin ninguna clase de dotación. Por los relatos de Velasco, parece que la suya era una de las que no tenían recursos. La pregunta que quedará flotando para siempre es cuántos otros náufragos lograron abordar otras balsas que no los llevaron a ninguna parte.

Estas habían sido, sin duda, las razones más importantes que demoraron las explicaciones oficiales del naufragio. Hasta que cayeron en la cuenta de que era una pretensión insostenible porque el resto de la tripulación estaba ya descansando en sus casas y contando el cuento completo en todo el país. El gobierno insistió hasta el final en su versión de la tormenta y la oficializó en declaraciones terminantes en un comunicado formal. La censura no llegó al extremo de prohibir la publicación de los capítulos restantes. Velasco, por su parte, mantuvo hasta donde pudo una ambigüedad leal, y nunca se supo que lo hubieran presionado para que no revelara verdades, ni nos pidió ni nos impidió que las reveláramos.

Después del quinto capítulo se había pensado en hacer un sobretiro de los cuatro primeros para atender la demanda de los lectores que querían coleccionar el relato completo. Don Gabriel Cano, a quien no habíamos visto por la redacción en aquellos días frenéticos, descendió de su palomar y fue derecho a mi escritorio.

– Dígame una cosa, tocayito -me preguntó-, ¿cuántos capítulos va a tener el náufrago?

Estábamos en el relato del séptimo día, cuando Velasco se había comido una tarjeta de visita como único manjar a su alcance, y no pudo desbaratar sus zapatos a mordiscos para tener algo que masticar. De modo que nos faltaban otros siete capítulos. Don Gabriel se escandalizó.

– No, tocayito, no -reaccionó crispado-. Tienen que ser por lo menos cincuenta capítulos.

Le di mis argumentos, pero los suyos se fundaban en que la circulación del periódico estaba a punto de doblarse. Según sus cálculos podía aumentar hasta una cifra sin precedentes en la prensa nacional. Se improvisó una junta de redacción, se estudiaron los detalles económicos, técnicos y periodísticos y se acordó un límite razonable de veinte capítulos. O sea: seis más de los previstos.

Aunque mi firma no figuraba en los capítulos impresos, el método de trabajo había trascendido, y una noche en que fui a cumplir con mi deber de crítico de cine se suscitó en el vestíbulo del teatro una animada discusión sobre el relato del náufrago. La mayoría eran amigos con quienes intercambiaba ideas en los cafés vecinos después de la función. Sus opiniones me ayudaban a clarificar las mías para la nota semanal. En relación con el náufrago, el deseo general -con muy escasas excepciones- era que se prolongara lo más posible.

Una de esas excepciones fue un hombre maduro y apuesto, con un precioso abrigo de pelo de camello y un sombrero melón, que me siguió unas tres cuadras desde el teatro cuando yo volvía solo para el periódico. Lo acompañaba una mujer muy bella, tan bien vestida como él, y un amigo menos impecable. Se quitó el sombrero para saludarme y se presentó con un nombre que no retuve. Sin más vueltas me dijo que no podía estar de acuerdo con el reportaje del náufrago, porque le hacía el juego directo al comunismo. Le expliqué sin exagerar demasiado que yo no era más que el transcriptor del cuento contado por el propio protagonista. Pero él tenía sus ideas propias, y pensaba que Velasco era un infiltrado en las Fuerzas Armadas al servicio de la URSS. Tuve entonces la intuición de que estaba hablando con un alto oficial del ejército o la marina y me entusiasmó la idea de una clarificación. Pero al parecer sólo quería decirme eso.

– Yo no sé si usted lo hace a conciencia o no -me dijo-, pero sea como sea le está haciendo un mal favor al país por cuenta de los comunistas.

Su deslumbrante esposa hizo un gesto de alarma y trató de llevárselo del brazo con una súplica en voz muy baja: «¡Por favor, Rogelio!». Él terminó la frase con la misma compostura con que había empezado:

Créame, por favor, que sólo me permito decirle esto por la admiración que siento por lo que usted escribe.

Volvió a darme la mano y se dejó llevar por la esposa atribulada. El acompañante, sorprendido, no acertó a despedirse.

Fue el primero de una serie de incidentes que nos pusieron a pensar en serio sobre los riesgos de la calle. En una cantina pobre detrás del periódico, que servía a obreros del sector hasta la madrugada, dos desconocidos habían intentado días antes una agresión gratuita contra Gonzalo González, que se tomaba allí el último café de la noche. Nadie entendía qué motivos podían tener contra el hombre más pacífico del mundo, salvo que lo hubieran confundido conmigo por nuestros modos y modas caribes y las dos de su seudónimo: Gog. De todas maneras, la seguridad del periódico me advirtió que no saliera solo de noche en una ciudad cada vez más peligrosa. Para mí, por el contrario, era tan confiable que me iba caminando hasta mi apartamento cuando terminaba mi horario.

Una madrugada de aquellos días intensos sentí que me había llegado la hora con la granizada de vidrios de un ladrillo lanzado desde la calle contra la ventana de mi dormitorio. Era Alejandro Obregón, que había perdido las llaves del suyo y no encontró amigos despiertos ni lugar en ningún hotel. Cansado de buscar dónde dormir, y de tocar el timbre averiado, resolvió su noche con un ladrillo de la construcción vecina. Apenas si me saludó para no acabar de despertarme cuando le abrí la puerta, y se tiró bocarriba a dormir en el suelo físico hasta el mediodía.

La rebatiña para comprar el periódico en la puerta de El Espectador antes de que saliera a la calle era cada vez mayor. Los empleados del centro comercial se demoraban para comprarlo y leer el capítulo en el autobús.

Pienso que el interés de los lectores empezó por motivos humanitarios, siguió por razones literarias y al final por consideraciones políticas, pero sostenido siempre por la tensión interna del relato. Velasco me contó episodios que sospeché inventados por él, y encontró significados simbólicos o sentimentales, como el de la primera gaviota que no se quería ir. El de los aviones, contado por él, era de una belleza cinematográfica. Un amigo navegante me preguntó cómo era que yo conocía tan bien el mar, y le contesté que no había hecho sino copiar al pie de la letra las observaciones de Velasco. A partir de un cierto punto ya no tuve nada que agregar.

El comando de la marina no estaba del mismo humor. Poco antes del final de la serie dirigió al periódico una carta de protesta por haber juzgado con criterio mediterráneo y en forma poco elegante una tragedia que podía suceder dondequiera que operaran unidades navales. «A pesar del luto y el dolor que embargan a siete respetables hogares colombianos y a todos los hombres de la armada -decía la carta- no se tuvo inconveniente alguno en llegar al folletín de cronistas neófitos en la materia, plagado de palabras y conceptos antitécnicos e ilógicos, puestos en boca del afortunado y meritorio marinero que valerosamente salvó su vida.» Por tal motivo, la armada solicitó la intervención de la Oficina de Información y Prensa de la presidencia de la República a fin de que aprobara -con la ayuda de un oficial naval- las publicaciones que sobre el incidente se hicieran en el futuro. Por fortuna, cuando llegó la carta estábamos en el capítulo penúltimo, y pudimos hacernos los desentendidos hasta la semana siguiente.

Previendo la publicación final del texto completo, le habíamos pedido al náufrago que nos ayudara con la lista y las direcciones de otros compañeros suyos que tenían cámaras fotográficas, y éstos nos mandaron una colección de fotos tomadas durante el viaje. Había de todo, pero la mayoría eran de grupos en cubierta, y al fondo se veían las cajas de artículos domésticos -refrigeradores, estufas, lavadoras- con sus marcas de fábrica destacadas. Ese golpe de suerte nos bastó para desmentir los desmentidos oficiales. La reacción del gobierno fue inmediata y terminante, y el suplemento rebasó todos los precedentes y pronósticos de circulación. Pero Guillermo Cano y José Salgar, invencibles, sólo tenían una pregunta:

– ¿Y ahora qué carajo vamos a hacer?

En aquel momento, mareados por la gloria, no teníamos respuesta. Todos los temas nos parecían banales.

Quince años después de publicado el relato en El Espectador, la editorial Tusquets de Barcelona lo publicó en un libro de pastas doradas, que se vendió como si fuera para comer. Inspirado en un sentimiento de justicia y en mi admiración por el marino heroico, escribí al final del prólogo: «Hay libros que no son de quien los escribe sino de quien los sufre, y éste es uno de ellos. Los derechos de autor, en consecuencia, serán para quien los merece: el compatriota anónimo que debió padecer diez días sin comer ni beber en una balsa para que este libro fuera posible».

No fue una frase vana, pues los derechos del libro fueron pagados íntegros a Luis Alejandro Velasco por la editorial Tusquets, por instrucciones mías, durante catorce años. Hasta que el abogado Guillermo Zea Fernández, de Bogotá, lo convenció de que los derechos le pertenecían a él [por ley], a sabiendas de que no eran suyos, sino por una decisión mía en homenaje a su heroísmo, su talento de narrador y su amistad.

La demanda contra mí fue presentada en el Juzgado 22 Civil del Circuito de Bogotá. Mi abogado y amigo Alfonso Gómez Méndez dio entonces a la editorial Tusquets la orden de suprimir el párrafo final del prólogo «en las ediciones sucesivas y no pagar a José Alejandro Velasco ni un céntimo más de los derechos hasta que la justicia decidiera. Así se hizo. Al cabo de un largo debate que incluyó pruebas documentales, testimoniales y técnicas, el juzgado decidió que el único autor de la obra era yo, y no accedió a las peticiones que el abogado de Velasco había pretendido. Por consiguiente, los pagos que se le hicieron hasta entonces por disposición mía no habían tenido como fundamento el reconocimiento del marino como coautor, sino la decisión voluntaria y libre de quien lo escribió. Los derechos de autor, también por disposición mía, fueron donados desde entonces a una fundación docente.

No nos fue posible encontrar otra historia como aquélla, porque no era de las que se inventan en el papel. Las inventa la vida, y casi siempre a golpes. Lo aprendimos después, cuando intentamos escribir una biografía del formidable ciclista antioqueño Ramón Hoyos, coronado aquel año campeón nacional por tercera vez. Lo lanzamos con el estruendo aprendido en el reportaje del marino y lo prolongamos hasta los diecinueve capítulos, antes de darnos cuenta de que el público prefería a Ramón Hoyos escalando montañas y llegando primero a la meta, pero en la vida real.

Una mínima esperanza de recuperación la vislumbramos una tarde en que Salgar me llamó por teléfono para que me reuniera con él de inmediato en el bar del hotel Continental. Allí estaba, con un viejo y serio amigo suyo, que acababa de presentarle a su acompañante, un albino absoluto en ropas de obrero, con una cabellera y unas cejas tan blancas que parecía deslumbradota hasta en la penumbra del bar. El amigo de Salgar, que era un empresario conocido, lo presentó como un ingeniero de minas que estaba haciendo excavaciones en un terreno baldío a doscientos metros de El Espectador, en busca de un tesoro de fábula que había pertenecido al general Simón Bolívar. Su acompañante -muy amigo de Salgar como lo fue mío desde entonces- nos garantizó la verdad de la historia. Era sospechosa por su sencillez: cuando el Libertador se disponía a continuar su último viaje desde Cartagena, derrotado y moribundo, se supone que prefirió no llevar un cuantioso tesoro personal que había acumulado durante las penurias de sus guerras como una reserva merecida para una buena vejez. Cuando se disponía a continuar su viaje amargo -no se sabe si a Caracas o a Europa- tuvo la prudencia de dejarlo escondido en Uogotá, bajo la protección de un sistema de códigos lacedomónicos muy propio de su tiempo, para encontrarlo cuando le mera necesario y desde cualquier parte del mundo. Recordé estas noticias con una ansiedad irresistible mientras escribía El general en su laberinto, donde la historia del tesoro habría sido esencial, pero no logré los suficientes datos para hacerla creíble, y en cambio me pareció deleznable como ficción. Esa fortuna de fábula, nunca rescatada por su dueño, era lo que el buscador buscaba con tanto ahínco. No entendí por qué nos la habían revelado, hasta que Salgar me explicó que su amigo, impresionado por el relato del náufrago, quiso ponernos en antecedentes para que la siguiéramos al día hasta que pudiera publicarse con igual despliegue.

Fuimos al terreno. Era el único baldío al occidente del parque de los Periodistas y muy cerca de mi nuevo apartamento. El amigo nos explicó sobre un mapa colonial las coordenadas del tesoro en detalles reales de los cerros de Monserrate y Guadalupe. La historia era fascinante y el premio sería una noticia tan explosiva como la del náufrago, y con mayor alcance mundial.

Seguimos visitando el lugar con cierta frecuencia para mantenernos al día, escuchábamos al ingeniero durante horas interminables a base de aguardiente y limón, y nos sentíamos cada vez más lejos del milagro, hasta que pasó tanto tiempo que no nos quedó ni la ilusión. Lo único que pudimos sospechar más tarde fue que el cuento del tesoro no era más que una pantalla para explotar sin licencia una mina de algo muy valioso en pleno centro de la capital. Aunque era posible que también ésa fuera otra pantalla para mantener a salvo el tesoro del Libertador.

No eran los mejores tiempos para soñar. Desde el relato del náufrago me habían aconsejado que permaneciera un tiempo fuera de Colombia mientras se aliviaba la situación por las amenazas de muerte, reales o ficticias, que nos llegaban por diversos medios. Fue lo primero en que pensé cuando Luis Gabriel Cano me preguntó sin preámbulos qué pensaba hacer el miércoles próximo. Como no tenía ningún plan me dijo con su flema de costumbre que preparara mis papeles para viajar como enviado especial del periódico a la Conferencia de los Cuatro Grandes, que se reunía la semana siguiente en Ginebra.

Lo primero que hice fue llamar por teléfono a mi madre. La noticia le pareció tan grande que me preguntó si me refería a alguna finca que se llamaba Ginebra. «Es una ciudad de Suiza», le dije. Sin inmutarse, con su serenidad interminable para asimilar los estropicios menos pensados de sus hijos, me preguntó hasta cuándo estaría allá, y le contesté que volvería a más tardar en dos semanas. En realidad iba sólo por los cuatro días que duraba la reunión. Sin embargo, por razones que no tuvieron nada que ver con mi voluntad, no me demoré dos semanas sino casi tres años. Entonces era yo quien necesitaba el bote de remos aunque sólo fuera para comer una vez al día, pero me cuidé bien de que no lo supiera la familia. Alguien pretendió en alguna ocasión perturbar a mi madre con la perfidia de que su hijo vivía como un príncipe en París después de engañarla con el cuento de que sólo estaría allá dos semanas.

– Gabito no engaña a nadie -le dijo ella con una sonrisa inocente-, lo que pasa es que a veces hasta Dios tiene que hacer semanas de dos años.

Nunca había caído en la cuenta de que era un indocumentado tan real como los millones desplazados por la violencia. No había votado nunca por falta de una cédula de ciudadanía. En Barranquilla me identificaba con mi credencial de redactor de El Heraldo, donde tenía una falsa fecha de nacimiento para eludir el servicio militar, del cual era infractor desde hacía dos años. En casos de emergencia me identificaba con una tarjeta postal que me dio la telegrafista de Zipaquirá. Un amigo providencial me puso en contacto con el gestor de una agencia de viajes que se comprometió a embarcarme en el avión en la fecha indicada, mediante el pago adelantado de doscientos dólares y mi firma al calce de diez hojas en blanco de papel sellado. Así me enteré por carambola de que mi saldo bancario era una cantidad sorprendente que no había tenido tiempo de gastarme por mis afanes de reportero. El único gasto, aparte de los míos personales que no sobrepasaban los de un estudiante pobre, era el envío mensual del bote de remos para la familia.

La víspera del vuelo, el gestor de la agencia de viajes cantó frente a mí el nombre de cada documento a medida que los ponía sobre el escritorio para que no los confundiera: la cédula de identidad, la libreta militar, los recibos de paz y salvo con la oficina de impuestos y los certificados de vacuna contra la viruela y la fiebre amarilla. Al final me pidió una propina adicional para el muchacho escuálido que se había vacunado las dos veces a nombre mío, como se vacunaba a diario desde hacía años para los clientes apresurados.

Viajé a Ginebra con el tiempo justo para la conferencia inaugural de Eisenhower, Bulganin, Edén y Faure, sin más idiomas que el castellano y viáticos para un hotel de tercera clase, pero bien respaldado por mis reservas bancarias. El regreso estaba previsto para unas cinco semanas, pero no sé por qué rara premonición repartí entre los amigos todo lo que era mío en el apartamento, incluida una estupenda biblioteca de cine que había reunido en dos años con la asesoría de Álvaro Cepeda y Luis Vicens.

El poeta Jorge Gaitán Duran llegó a despedirse cuando estaba rompiendo papeles inútiles, y tuvo la curiosidad de revisar la canasta de la basura por si encontraba algo que pudiera servirle para su revista. Rescató tres o cuatro cuartillas rasgadas por la mitad y las leyó apenas mientras las armaba como un rompecabezas sobre el escritorio. Me preguntó de dónde habían salido y le contesté que era el «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo», eliminado en el primer borrador de La hojarasca. Le advertí que no era inédito, porque lo habían publicado en Crónica y en el «Magazine Dominical» de El Espectador, con el mismo título puesto por mí y con una autorización que no recordaba haber dado deprisa en un ascensor. A Gaitán Duran no le importó y lo publicó en el siguiente número de la revista Mito.

La despedida de la víspera en casa de Guillermo Cano fue tan tormentosa que cuando llegué al aeropuerto ya se había ido el avión de Cartagena, donde dormiría esa noche para despedirme de la familia. Por fortuna alcancé otro al mediodía. Hice bien, porque el ambiente doméstico se había distendido desde la última vez, y mis padres y hermanos se sentían capaces de sobrevivir sin el bote de remos que yo iba a necesitar más que ellos en Europa.

Viajé a Barranquilla por carretera al día siguiente muy temprano para tomar el vuelo de París a las dos de la tarde. En la terminal de buses de Cartagena me encontré con Lácides, el portero inolvidable del Rascacielos, a quien no veía desde entonces. Se me echó encima con un abrazo de verdad y los ojos en lágrimas, sin saber qué decir ni cómo tratarme. Al final de un intercambio atropellado, porque su autobús llegaba y el mío se iba, me dijo con un fervor que me dio en el alma:

– Lo que no entiendo, don Gabriel, es por qué no me dijo nunca quién era usted.

– Ay, mi querido Lácides -le contesté, más adolorido que él-, no podía decírselo porque todavía hoy ni yo mismo sé quién soy yo.

Horas después, en el taxi que me llevaba al aeropuerto de Barranquilla bajo el ingrato cielo más transparente que ningún otro del mundo, caí en la cuenta de que estaba en la avenida Veinte de Julio. Por un reflejo que ya formaba parte de mi vida desde hacía cinco años miré hacia la casa de Mercedes Barcha. Y allí estaba, como una estatua sentada en el portal, esbelta y lejana, y puntual en la moda del año con un vestido verde de encajes dorados, el cabello cortado como alas de golondrinas y la quietud intensa de quien espera a alguien que no ha de llegar. No pude eludir el frémito de que iba a perderla para siempre un jueves de julio a una hora tan temprana, y por un instante pensé en parar el taxi para despedirme, pero preferí no desafiar una vez más a un destino tan incierto y persistente como el mío.

En el avión en vuelo seguía castigado por los retortijones del arrepentimiento. Existía entonces la buena costumbre de poner en el respaldo del asiento delantero algo que en buen romance todavía se llamaba recado de escribir. Una hoja de esquela con ribetes dorados y su cubierta del mismo papel de lino rosa, crema o azul, y a veces perfumado. En mis pocos viajes anteriores los había usado para escribir poemas de adioses que convertía en palomitas de papel y las echaba al vuelo al bajar del avión. Escogí uno azul celeste y le escribí mi primera carta formal a Mercedes sentada en el portal de su casa a las siete de la mañana, con el traje verde de novia sin dueño y el cabello de golondrina incierta, sin sospechar siquiera para quién se había vestido al amanecer. Le había escrito otras notas de juguete que improvisaba al azar y sólo recibía respuestas verbales y siempre elusivas cuando nos encontrábamos por casualidad. Aquéllas no pretendían ser más que cinco líneas para darle la noticia oficial de mi viaje. Sin embargo, al final agregué una posdata que me cegó como un relámpago al mediodía en el instante de firmar: «Si no recibo contestación a esta carta antes de un mes, me quedaré a vivir para siempre en Europa». Me permití apenas el tiempo para pensarlo otra vez antes de echar la carta a las dos de la madrugada en el buzón del desolado aeropuerto de Montego Bay. Ya era viernes. El jueves de la semana siguiente, cuando entré en el hotel de Ginebra al cabo de otra jornada inútil de desacuerdos internacionales, encontré la carta de respuesta.

Fin


2002

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