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Fue así como se publicó mi primera nota en la página editorial de El Heraldo de Barranquilla el 5 de enero de 1950. No quise firmarla con mi nombre para curarme en salud por si no lograba encontrarle el paso como había ocurrido en El Universal. El seudónimo no lo pensé dos veces: Septimus, tomado de Septimus Warren Smith, el personaje alucinado de Virginia Woolf en La señora Dalloway. El título de la columna -«La Jirafa»- era el sobrenombre confidencial con que sólo yo conocía a mi pareja única en los bailes de Sucre.

Me pareció que las brisas de enero soplaban más que nunca aquel año, y apenas se podía andar contra ellas en las calles castigadas hasta el amanecer. Los temas de conversación al levantarse eran los estragos de los vientos locos durante la noche, que arrastraban consigo sueños y gallineros y convertían en guillotinas voladoras las láminas de cinc de los techos.

Hoy pienso que aquellas brisas locas barrieron los rastrojos de un pasado estéril y me abrieron las puertas de una nueva vida. Mi relación con el grupo dejó de ser de complacencias y se convirtió en una complicidad profesional. Al principio comentábamos los temas en proyecto o intercambiábamos observaciones nada doctorales pero de no olvidar. La definitiva para mí fue la de una mañana en que entré en el café Japy cuando Germán Vargas estaba acabando de leer en silencio «La Jirafa» recortada del periódico del día. Los otros del grupo esperaban su veredicto en torno de la mesa con una especie de terror reverencial que hacía más denso el humo de la sala. Al terminar, sin mirarme siquiera, Germán la rompió en pedacitos sin decir una sola palabra y los revolvió entre la basura de colillas y fósforos quemados del cenicero. Nadie dijo nada, ni el humor de la mesa cambió, ni se comentó el episodio en ningún momento. Pero la lección me sirve todavía cuando me asalta por pereza o por prisa la tentación de escribir un párrafo por salir del paso.

En el hotel de lance donde viví casi un año, los propietarios terminaron por tratarme como a un miembro de la familia. Mi único patrimonio de entonces eran las sandalias históricas y dos mudas de ropa que lavaba en la ducha, y la carpeta de piel que me robé en el salón de té más respingado de Bogotá en los tumultos del 9 de abril. La llevaba conmigo a todas partes con los originales de lo que estuviera escribiendo, que era lo único que tenía para perder. No me habría arriesgado a dejarla ni bajo siete llaves en la caja blindada de un banco. La única persona a quien se la había confiado en mis primeras noches fue al sigiloso Lácides, el portero del hotel, que me la aceptó en garantía por el precio del cuarto. Les dio una pasada intensa a las tiras de papel escritas a máquina y enmarañadas de enmiendas, y la guardó en la gaveta del mostrador. La rescaté el día siguiente a la hora prometida y seguí cumpliendo con mis pagos con tanto rigor que me la recibía en prenda hasta por tres noches. Llegó a ser un acuerdo tan serio que algunas veces se la dejaba en el mostrador sin decirle más que las buenas noches, y yo mismo cogía la llave en el tablero y subía a mi cuarto.

Germán vivía pendiente a toda hora de mis carencias, hasta el punto de saber si no tenía dónde dormir y me daba a hurtadillas el peso y medio para la cama. Nunca supe cómo lo sabía. Gracias a mi buena conducta me hice a la confianza del personal del hotel, hasta el punto de que las putitas me prestaban para la ducha su jabón personal. En el puesto de mando, con sus tetas siderales y su cráneo de calabaza, presidía la vida su dueña y señora, Catalina la Grande. Su machucante de planta, el mulato Jonás San Vicente, había sido un trompetista de lujo hasta que le desbarataron la dentadura orificada en un asalto para robarle los casquetes. Maltrecho y sin fuelle para soplar tuvo que cambiar de oficio, y no podía conseguir otro mejor para su tranca de seis pulgadas que la cama de oro de Catalina la Grande. También ella tenía su tesoro íntimo que le sirvió para trepar en dos años desde las madrugadas miserables del muelle fluvial hasta su trono de mamasanta mayor. Tuve la suerte de conocer el ingenio y la mano suelta de ambos para hacer felices a sus amigos. Pero nunca entendieron por qué tantas veces no tenía el peso y medio para dormir, y sin embargo pasaban a recogerme gentes de mucho mundo en limusinas oficiales.

Otro paso feliz de aquellos días fue que terminé de copiloto único del Mono Guerra, un taxista tan rubio que parecía albino, y tan inteligente y simpático que lo habían elegido concejal honorario sin hacer campaña. Sus madrugadas en el barrio chino parecían de cine, porque él mismo se encargaba de enriquecerlas -y a veces enloquecerlas- con desplantes inspirados. Me avisaba cuando tenía alguna noche sin prisa, y la pasábamos juntos en el descalabrado barrio chino, donde nuestros padres y los padres de sus padres aprendieron a hacernos.

Nunca pude descubrir por qué, en medio de una vida tan sencilla, me hundí de pronto en un desgano imprevisto. Mi novela en curso -La casa-, a unos seis meses de haberla empezado, me pareció una farsa desangelada. Más era lo que hablaba de ella que lo que escribía, y en realidad lo poco coherente que tuve fueron los fragmentos que antes y después publiqué en «La Jirafa» y en Crónica cuando me quedaba sin tema. En la soledad de los fines de semana, cuando los otros se refugiaban en sus casas, me quedaba más solo que la mano izquierda en la ciudad desocupada. Era de una pobreza absoluta y de una timidez de codorniz, que trataba de contrarrestar con una altanería insoportable y una franqueza brutal. Sentía que sobraba en todas partes y aun algunos conocidos me lo hacían notar. Esto era más crítico en la sala de redacción de El Heraldo, donde escribía hasta diez horas continuas en un rincón apartado sin alternar con nadie, envuelto en la humareda de los cigarrillos bastos que fumaba sin pausas en una soledad sin alivio. Lo hacía a toda prisa, muchas veces hasta el amanecer, y en tiras de papel de imprenta que llevaba a todas partes en la carpeta de cuero.

En uno de los tantos descuidos de aquellos días la olvidé en un taxi, y lo entendí sin amarguras como una trastada más de mi mala suerte. No hice ningún esfuerzo por recuperarla, pero Alfonso Fuenmayor, alarmado por mi negligencia, redactó y publicó una nota al final de mi sección: «El último sábado se quedó olvidada una papelera en un automóvil de servicio público. En vista de que el dueño de esa papelera y el autor de esta sección son, coincidencialmente, una misma persona, ambos agradeceríamos a quien la tenga se sirva comunicarse con cualquiera de los dos. La papelera no contiene en absoluto objetos de valor: solamente «jirafas» inéditas». Dos días después alguien dejó mis borradores en la portería de El Heraldo, pero sin la carpeta, y con tres errores de ortografía corregidos con muy buena letra en tinta verde.

El sueldo diario me alcanzaba justo para pagar el cuarto, pero lo que menos me importaba en aquellos días era el abismo de la pobreza. Las muchas veces en que no pude pagarlo me iba a leer en el café Roma como lo que era en realidad: un solitario al garete en la noche del paseo Bolívar. A cualquier conocido le hacía un saludo de lejos, si es que me dignaba mirarlo, y seguía de largo hasta mi reservado habitual, donde muchas veces leí hasta que me espantaba el sol. Pues aun entonces seguía siendo un lector insaciable sin ninguna formación sistemática. Sobre todo de poesía, aun de la mala, pues en los peores ánimos estuve convencido de que la mala poesía conduce tarde o temprano a la buena.

En mis notas de «La Jirafa» me mostraba muy sensible a la cultura popular, al contrario de mis cuentos que más bien parecían acertijos kafkianos escritos por alguien que no sabía en qué país vivía. Sin embargo, la verdad de mi alma era que el drama de Colombia me llegaba como un eco remoto y sólo me conmovía cuando se desbordaba en ríos de sangre. Encendía un cigarrillo sin terminar el anterior, aspiraba el humo con las ansias de vida con que los asmáticos se beben el aire, y las tres cajetillas que consumía en un día se me notaban en las uñas y en una tos de perro viejo que perturbó mi juventud. En fin, era tímido y triste, como buen caribe, y tan celoso de mi intimidad que cualquier pregunta sobre ella la contestaba con un desplante retórico. Estaba convencido de que mi mala suerte era congénita y sin remedio, sobre todo con las mujeres y el dinero, pero no me importaba, pues creía que la buena suerte no me hacía falta para escribir bien. No me interesaban la gloria, ni la plata, ni la vejez, porque estaba seguro de que iba a morir muy joven y en la calle.

El viaje con mi madre para vender la casa de Aracataca me rescató de ese abismo, y la certidumbre de la nueva novela me indicó el horizonte de un porvenir distinto. Fue un viaje decisivo entre los numerosos de mi vida, porque me demostró en carne propia que el libro que había tratado de escribir era una pura invención retórica sin sustento alguno en una verdad poética. El proyecto, por supuesto, saltó en añicos al enfrentarlo con la realidad en aquel viaje revelador.

El modelo de una epopeya como la que yo soñaba no podía ser otro que el de mi propia familia, que nunca fue protagonista y ni siquiera víctima de algo, sino testigo inútil y víctima de todo. Empecé a escribirla a la hora misma del regreso, pues ya no me servía para nada la elaboración con recursos artificiales, sino la carga emocional que arrastraba sin saberlo y me había esperado intacta en la casa de los abuelos. Desde mi primer paso en las arenas ardientes del pueblo me había dado cuenta de que mi método no era el más feliz para contar aquel paraíso terrenal de la desolación y la nostalgia, aunque gasté mucho tiempo y trabajo para encontrar el método correcto. Los atafagos de Crónica, a punto de salir, no fueron un obstáculo, sino todo lo contrario: un freno de orden para la ansiedad.

Salvo Alfonso Fuenmayor -que me sorprendió en la fiebre creativa horas después de que empecé a escribirla- el resto de mis amigos creyó por mucho tiempo que seguía con el viejo proyecto de La casa. Decidí que así fuera por el temor pueril de que se descubriera el fracaso de una idea de la cual había hablado tanto como si fuera una obra maestra. Pero también lo hice por la superstición que todavía cultivo de contar una historia y escribir otra distinta para que no se sepa cuál es cuál. Sobre todo en las entrevistas de prensa, que al fin y al cabo son un género de ficción peligroso para escritores tímidos que no quieren decir más de lo que deben. Sin embargo, Germán Vargas debió descubrirlo con su perspicacia misteriosa, porque meses después del viaje de don Ramón a Barcelona se lo dijo en una carta: «Creo que Gabito ha abandonado el proyecto de La casa y está metido en otra novela». Don Ramón, por supuesto, lo sabía desde antes de irse.

Desde la primera línea tuve por cierto que el nuevo libro debía sustentarse con los recuerdos de un niño de siete años sobreviviente de la matanza pública de 1928 en la zona bananera. Pero lo descarté muy pronto, porque el relato quedaba limitado al punto de vista de un personaje sin bastantes recursos poéticos para contarlo, Entonces tomé conciencia de que mi aventura de leer Ulises a los veinte años, y más tarde El sonido y la furia, eran dos audacias prematuras sin futuro, y decidí releerlos con una óptica menos prevenida. En efecto, mucho de lo que me había parecido pedante o hermético en Joyce y Faulkner se me reveló entonces con una belleza y una sencillez aterradoras. Pensé en diversificar el monólogo con voces de todo el pueblo, como un coro griego narrador, al modo de Mientras yo agonizo, que son reflexiones de toda una familia interpuestas alrededor de un moribundo. No me sentí capaz de repetir su recurso sencillo de indicar los nombres de los protagonistas en cada parlamento, como en los textos de teatro, pero me dio la idea de usar sólo las tres voces del abuelo, la madre y el niño, cuyos tonos y destinos tan diferentes podían identificarse por sí solos. El abuelo de la novela no sería tuerto como el mío, pero era cojo; la madre absorta, pero inteligente, como la mía, y el niño inmóvil, asustado y pensativo, como lo fui siempre a su edad. No fue un hallazgo de creación, ni mucho menos, sino apenas un recurso técnico.

El nuevo libro no tuvo ningún cambio de fondo durante la escritura ni ninguna versión distinta de la original, salvo supresiones y remiendos durante unos dos años antes de su primera edición, casi por el vicio de seguir corrigiendo hasta morir. El pueblo -muy distinto del que yo tenía en el proyecto anterior- lo había visualizado en la realidad cuando volví a Aracataca con mi madre, pero este nombre -como me lo había advertido el muy sabio don Ramón- me pareció tan poco convincente como el de Barranquilla, pues también carecía del soplo mítico que buscaba para la novela. Así que decidí llamarlo con el nombre que sin duda conocía de niño, pero cuya carga mágica no se me había revelado hasta entonces: Macondo.

Tuve que cambiar el título de La casa -tan familiar entonces entre mis amigos- porque no tenía nada que ver con el nuevo proyecto, pero cometí el error de anotar en un cuaderno de escuela los títulos que se me iban ocurriendo mientras escribía, y llegué a tener más de ochenta. Por fin lo encontré sin buscarlo en la primera versión ya casi terminada, cuando cedí a la tentación de escribirle un prólogo de autor. El título me saltó a la cara, como el más desdeñoso y a la vez compasivo con que mi abuela, en sus rezagos de aristócrata, bautizó a la marabunta de la United Fruit Company: La hojarasca.

Los autores que me estimularon más para escribirla fueron los novelistas norteamericanos, y en especial los que me mandaron a Sucre los amigos de Barranquilla. Sobre todo por las afinidades de toda índole que encontraba entre las culturas del sur profundo y la del Caribe, con la que tengo una identificación absoluta, esencial e insustituible en mi formación de ser humano y escritor. Desde estas tomas de conciencia empecé a leer como un auténtico novelista artesanal, no sólo por placer, sino por la curiosidad insaciable de descubrir cómo estaban escritos los libros de los sabios. Los leía primero por el derecho, luego por el revés, y los sometía a una especie de destripamiento quirúrgico hasta desentrañar los misterios más recónditos de su estructura. Por lo mismo, mi biblioteca no ha sido nunca mucho más que un instrumento de trabajo, donde puedo consultar al instante un capítulo de Dostoievski, o precisar un dato sobre la epilepsia de Julio César o sobre el mecanismo de un carburador de automóvil. Tengo, incluso, un manual para cometer asesinatos perfectos, por si lo necesitara alguno de mis personajes desvalidos. El resto lo hicieron los amigos que me orientaban en mis lecturas y me prestaban los libros que debía leer en el momento justo, y los que han hecho las lecturas despiadadas de mis originales antes de publicarse.

Ejemplos como ése me dieron una nueva conciencia de mí mismo, y el proyecto de Crónica acabó de darme alas. Nuestra moral era tan alta que a pesar de los obstáculos insuperables llegamos a tener oficinas propias en un tercer piso sin ascensor, entre los pregones de las vivanderas y los autobuses sin ley de la calle San Blas, que era una feria turbulenta desde el amanecer hasta las siete de la noche. Apenas si cabíamos. Todavía no habían instalado el teléfono, y el aire acondicionado era una fantasía que podía costarnos más que el semanario, pero ya Fuenmayor había tenido tiempo de atiborrar la oficina con sus enciclopedias desmanteladas, sus recortes de prensa en cualquier idioma y sus celebres manuales de oficios raros. En su escritorio de director estaba la histórica Underwood que había rescatado con grave riesgo de su vida en el incendio de una embajada, y que hoy día es una joya en el Museo Romántico de Barranquilla. El otro escritorio único lo ocupaba yo, con una máquina prestada por El Heraldo, en mi condición flamante de jefe de redacción. Había una mesa de dibujo para Alejandro Obregón, Orlando Guerra y Alfonso Meló, tres pintores famosos que se comprometieron en su sano juicio a ilustrar gratis las colaboraciones, y así lo hicieron, primero por la generosidad congénita de todos, y al final porque no teníamos un céntimo disponible ni para nosotros mismos. El fotógrafo más constante y sacrificado fue Quique Scopell.

Aparte del trabajo de redacción, que era el propio de mi título, me correspondía también vigilar el proceso de armada y asistir al corrector de pruebas a pesar de mi ortografía de holandés. Puesto que subsistía con El Heraldo mi compromiso de continuar «La Jirafa», no tenía mucho tiempo para colaboraciones regulares en Crónica. Sí lo tenía, en cambio, para escribir mis cuentos en las horas muertas de la madrugada.

Alfonso, especialista en todos los géneros, puso el peso de su fe en los cuentos policíacos, por los cuales tenía una pasión sedienta. Los traducía o seleccionaba, y yo los sometía a un proceso de simplificación formal que habría de servirme para mi oficio. Consistía en ahorrar espacio por la eliminación no sólo de las palabras inútiles sino también de los hechos superfluos, hasta dejarlos en la pura esencia sin afectar su poder de convicción. Es decir, borrar todo lo que pudiera sobrar en un género drástico en el que cada palabra debería responder por toda la estructura. Este fue un ejercicio de los más útiles en mis investigaciones sesgadas para aprender la técnica de contar un cuento.

Algunos de los mejores de José Félix Fuenmayor nos salvaron varios sábados, pero la circulación permanecía impávida. Sin embargo, la eterna tabla de salvación fue el temple de Alfonso Fuenmayor, a quien nunca se le reconocieron méritos de hombre de empresa, y se empeñó en la nuestra con una tenacidad superior a sus fuerzas, que él mismo trataba de desbaratar a cada paso con su terrible sentido del humor. Lo hacía todo, desde escribir los editoriales más lúcidos hasta las notas más inútiles, con el mismo tesón con que conseguía anuncios, créditos impensables y obras exclusivas de colaboradores difíciles. Pero fueron milagros estériles. Cuando los voceadores regresaban con la misma cantidad de ejemplares que se habían llevado para vender, intentábamos la distribución personal en las cantinas favoritas, desde El Tercer Hombre hasta las taciturnas del puerto fluvial, donde los escasos beneficios teníamos que cobrarlos en especies etílicas.

Uno de los colaboradores más puntuales, y sin duda el más leído, resultó ser el Vate Osío. Desde el primer número de Crónica fue uno de los infalibles, y su «Diario de una mecanógrafa», con el seudónimo de Dolly Meló, terminó por conquistar el corazón de los lectores. Nadie podía creer que tantos oficios dispersos fueran hechos con tanta gentileza por un mismo hombre.

Bob Prieto podía impedir el naufragio de Crónica con cualquier hallazgo médico o artístico de la Edad Media. Pero en materia de trabajo tenía una norma diáfana: si no pagan no hay producto. Muy pronto, por supuesto, y con el dolor en nuestras almas, no lo hubo.

De Julio Mario Santodomingo alcanzamos a publicar cuatro cuentos enigmáticos escritos en inglés, que Alfonso traducía con la ansiedad de un cazador de libélulas en las frondas de sus diccionarios raros, y que Alejandro Obregón ilustraba con un refinamiento de artista grande. Pero Julio Mario viajaba tanto, y con tantos destinos opuestos, que se volvió un socio invisible. Sólo Alfonso Fuenmayor supo dónde encontrarlo, y nos lo reveló con una frase inquietante:

– Cada vez que veo pasar un avión pienso que allí va Julio Mario Santodomingo.

El resto eran colaboradores ocasionales que en los últimos minutos del cierre -o del pago- nos mantenían con el alma en un hilo.

Bogotá se acercó a nosotros como iguales, pero ninguno de los amigos útiles hizo esfuerzos de ninguna clase para mantener a flote el semanario. Salvo Jorge Zalamea, que entendió las afinidades entre su revista y la nuestra, y nos propuso un pacto de intercambio de materiales que dio buenos resultados. Pero creo que en realidad nadie apreció lo que Crónica tenía ya de milagro. El consejo editorial eran dieciséis miembros escogidos por nosotros de acuerdo con los méritos reconocidos de cada uno, y todos eran seres de carne y hueso, pero tan poderosos y ocupados que bien podía dudarse de su existencia.

Crónica tuvo para mí la importancia lateral de obligarme a improvisar cuentos de emergencia para llenar espacios imprevistos en la angustia del cierre. Me sentaba a la máquina mientras linotipistas y armadores hacían lo suyo, e inventaba de la nada un relato del tamaño del hueco. Así escribí «De cómo Natanael hace una visita», que me resolvió un problema de urgencia al amanecer, y «Ojos de perro azul» cinco semanas después.

El primero de esos dos cuentos fue el origen de una serie con un mismo personaje, cuyo nombre tomé sin permiso de André Gide. Más tarde escribí «El final de Natanael» para resolver otro drama de última hora. Ambos formaron parte de una secuencia de seis, que archivé sin dolor cuando me di cuenta de que no tenían nada que ver conmigo. De los que me quedaron a medias recuerdo uno sin la menor idea de su argumento: «De cómo Natanael se viste de novia». El personaje no se me parece hoy a nadie que haya conocido, ni estaba fundado en vivencias propias o ajenas, ni puedo imaginarme siquiera cómo podía ser un cuento mío con un tema tan equívoco. Natanael, en definitiva, era un riesgo literario sin ningún interés humano. Es bueno recordar estos desastres para no olvidar que un personaje no se inventa de cero, como quise hacerlo con Natanael. Por fortuna la imaginación no me dio para llegar tan lejos de mí mismo y, por desgracia, también era un convencido de que el trabajo literario tenía que pagarse tan bien como pegar ladrillos, y si pagábamos bien y puntuales a los tipógrafos, con más razón había que pagarles a los escritores.

La mejor resonancia que teníamos de nuestro trabajo en Crónica nos llegaba en las cartas de don Ramón a Germán Vargas. Se interesaba por las noticias menos pensadas y por los amigos y hechos de Colombia, y Germán le mandaba recortes de prensa y le contaba en cartas interminables las noticias que prohibía la censura. Es decir, para él había dos Crónicas: la que hacíamos nosotros y la que le resumía Germán los fines de semana. Los comentarios entusiastas o severos de don Ramón sobre nuestros artículos eran nuestra avidez mayor.

Entre las varias causas con que quisieron explicarse los tropiezos de Crónica, y aun las incertidumbres del grupo, supe por casualidad que algunos los atribuían a mi mala suerte congénita y contagiosa. Como una prueba mortal se citaba mi reportaje sobre Berascochea, el futbolista brasileño, con el cual quisimos conciliar deporte y literatura en un género nuevo y fue el descalabro definitivo. Cuando me enteré de mi fama indigna ya estaba muy extendida entre los clientes del Japy. Desmoralizado hasta el tuétano la comenté con Germán Vargas, que ya la conocía, como el resto del grupo.

– Tranquilo, maestro -me dijo sin la menor duda-. Escribir como usted escribe sólo se explica por una buena suerte que no la derrota nadie.

No todo fueron malas noches. La del 27 de julio de 1950, en la casa de fiestas de la Negra Eufemia, tuvo un cierto valor histórico en mi vida de escritor. No sé por qué buena causa la dueña había ordenado un sancocho épico de cuatro carnes, y los alcaravanes alborotados por los olores montaraces extremaron los chillidos alrededor del fogón. Un cliente frenético agarró un alcaraván por el cuello y lo echó vivo en la olla hirviendo. El animal alcanzó apenas a lanzar un aullido de dolor con un aletazo final y se hundió en los profundos infiernos. El asesino bárbaro trató de agarrar otro, pero la Negra Eufemia estaba ya levantada del trono con todo su poder.

– ¡Quietos, carajo -gritó-, que los alcaravanes les van a sacar los ojos!

Sólo a mí me importó, porque fui el único que no tuvo alma para probar el sancocho sacrílego. En vez de irme a dormir me precipité a la oficina de Crónica y escribí de un solo trazo el cuento de tres clientes de un burdel a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos y nadie lo creyó. Tenía sólo cuatro cuartillas de tamaño oficio a doble espacio, y estaba contado en primera persona del plural por una voz sin nombre. Es de un realismo transparente y sin embargo el más enigmático de mis cuentos, que además me enfiló por un rumbo que estaba a punto de abandonar por no poder. Había empezado a escribir a las cuatro de la madrugada del viernes y terminé a las ocho de la mañana atormentado por un deslumbramiento de adivino. Con la complicidad infalible de Porfirio Mendoza, el armador histórico de El Heraldo, reformé el diagrama previsto para la edición de Crónica que circulaba el día siguiente. En el último minuto, desesperado por la guillotina del cierre, le dicté a Porfirio el título definitivo que acababa por fin de encontrar, y él lo escribió en directo en el plomo fundido: «La noche de los alcaravanes».

Para mí fue el principio de una nueva época, después de nueve cuentos que estaban todavía en el limbo metafísico y cuando no tenía ningún proyecto para proseguir con un género que no lograba atrapar. Jorge Zalamea lo reprodujo el mes siguiente en Crítica, excelente revista de poesía grande. He vuelto a leerlo cincuenta años después, antes de escribir este párrafo, y creo que no le cambiaría ni una coma. En medio del desorden sin brújula en que estaba viviendo, aquél fue el principio de una primavera.

El país, en cambio, entraba en barrena. Laureano Gómez había regresado de Nueva York para ser proclamado candidato conservador a la presidencia de la República. El liberalismo se abstuvo ante el imperio de la violencia, y Gómez fue elegido en solitario para el 7 de agosto de 1950. Puesto que el Congreso estaba clausurado, tomó posesión ante la Corte Suprema de Justicia.

Apenas si alcanzó a gobernar de cuerpo presente, pues a los quince meses se retiró de la presidencia por motivos reales de salud. Lo reemplazó el jurista y parlamentario conservador Roberto Urdaneta Arbeláez, en su condición de primer designado de la República. Los buenos entendedores lo interpretaron como una fórmula muy propia de Laureano Gómez para dejar el poder en otras manos, pero sin perderlo, y seguir gobernando desde su casa por interpuesta persona. Y en casos urgentes, por teléfono.

Pienso que el regreso de Álvaro Cepeda con su grado de la Universidad de Columbia, un mes antes del sacrificio del alcaraván, fue decisivo para sobrellevar los hados funestos de aquellos días. Volvió más despelucado y sin el bigote de cepillo, y más cerrero que cuando se fue. Germán Vargas y yo, que lo esperábamos hacía varios meses con el temor de que lo hubieran desbravado en Nueva York, nos moríamos de risa cuando lo vimos bajar del avión de saco y corbata y saludando desde la escalerilla con la primicia de Hemingway: Al otro lado del río y entre los árboles. Se lo arranqué de las manos, lo acaricié por ambos lados, y cuando quise preguntarle algo, Álvaro se me adelantó:

– ¡Es una mierda!

Germán Vargas, ahogado de risa, me murmuró al oído: «Volvió igualito». Sin embargo, Álvaro nos aclaró después que su juicio sobre el libro era una broma, pues apenas empezaba a leerlo en el vuelo desde Miami. En todo caso, lo que nos levantó los ánimos fue que trajo más alborotado que antes el sarampión del periodismo, el cine y la literatura. En los meses siguientes, mientras volvió a aclimatarse, nos mantuvo con la fiebre a cuarenta grados.

Fue un contagio inmediato. «La Jirafa», que desde hacía meses giraba sobre sí misma dando palos de ciego, empezó a respirar con dos fragmentos saqueados del borrador de La casa. Uno era «El hijo del coronel», nunca nacido, y el otro era «Ny», una niña fugitiva a cuya puerta llamé muchas veces en busca de caminos distintos, y jamás contestó. También recobré mi interés de adulto por las tiras cómicas, no como pasatiempo dominical sino como un nuevo género literario condenado sin razón al cuarto de los niños. Mi héroe, en medio de tantos, fue Dick Tracy. Y además, cómo no, recuperé el culto del cine que me inculcó el abuelo y me alimentó don Antonio Daconte en Aracataca, y que Álvaro Cepeda convirtió en una pasión evangélica para un país donde las mejores películas se conocían por relatos de peregrinos. Fue una suerte que su regreso coincidiera con el estreno de dos obras maestras: Intruder in the Dust, dirigida por Clarence Brown sobre la novela de William Faulkner, y El retrato de Jenny, dirigida por William Dieterle sobre la novela de Robert Nathan. Ambas las comenté en «La Jirafa», después de largas discusiones con Álvaro Cepeda. Quedé tan interesado que empecé a ver el cine con otra óptica. Antes de conocerlo a él yo no sabía que lo más importante era el nombre del director, que es el último que aparece en los créditos. Para mí era una simple cuestión de escribir guiones y manejar actores, pues lo demás lo hacían los numerosos miembros del equipo. Cuando Álvaro regresó me dio un curso completo a base de gritos y ron blanco hasta el amanecer en las mesas de las peores cantinas, para enseñarme a golpes lo que le habían enseñado de cine en los Estados Unidos, y amanecíamos soñando despiertos con hacerlo en Colombia.

Aparte de esas explosiones luminosas la impresión de los amigos que seguíamos a Álvaro en su velocidad de crucero era que no tenía serenidad para sentarse a escribir. Quienes lo vivíamos de cerca no podíamos concebirlo sentado más de una hora en ningún escritorio. Sin embargo, dos o tres meses después de su regreso, Tita Manotas -su novia de muchos años y su esposa de toda la vida- nos llamó aterrorizada para contarnos que Álvaro había vendido su camioneta histórica y había olvidado en la guantera los originales sin copia de sus cuentos inéditos. No había hecho ningún esfuerzo por encontrarlos, con el argumento muy suyo de que eran «seis o siete cuentos de mierda». Amigos y corresponsales ayudamos a Tita en la busca de la camioneta varias veces revendida en todo el litoral caribe y tierra adentro hasta Medellín. Por fin la encontramos en un taller de Sincelejo, a unos doscientos kilómetros de distancia. Los originales en tiras de papel de imprenta, masticadas e incompletas, se los encomendamos a Tita por el temor de que Álvaro volviera a traspapelarlos por descuido o a propósito.

Dos de esos cuentos se publicaron en Crónica y los demás los guardó Germán Vargas durante unos dos años mientras se encontraba una solución editorial. La pintora Cecilia Porras, siempre fiel al grupo, los ilustró con unos dibujos inspirados que eran una radiografía de Álvaro vestido de todo lo que podía ser al mismo tiempo: chofer de camión, payaso de feria, poeta loco, estudiante de Columbia o cualquier otro oficio, menos de hombre común y corriente. El libro lo editó la librería Mundo con el título de Todos estábamos a la espera, y fue un acontecimiento editorial que sólo pasó inadvertido para la crítica doctoral. Para mí -y así lo escribí entonces fue el mejor libro de cuentos que se había publicado en Colombia.

Alfonso Fuenmayor, por su parte, escribió comentarios críticos y de maestro de letras en periódicos y revistas, pero tenía un gran pudor de reunirlos en libros. Era un lector de una voracidad descomunal, apenas comparable a la de Álvaro Mutis o Eduardo Zalamea. Germán Vargas y él eran críticos tan drásticos, que lo fueron más con sus propios cuentos que con los del prójimo, pero su manía de encontrar valores jóvenes no les falló nunca. Fue la primavera creativa en que corrió el rumor insistente de que Germán se trasnochaba escribiendo cuentos magistrales, pero no se supo nada de ellos hasta muchos años después, cuando se encerró en el dormitorio de su casa paterna y los quemó horas antes de casarse con mi comadre Susana Linares, para estar seguro de que no serían leídos ni por ella. Se suponía que eran cuentos y ensayos, y quizás el borrador de una novela, pero Germán no dijo jamás una palabra sobre ellos ni antes ni después, y sólo en las vísperas de su boda tomó las precauciones drásticas para que no lo supiera ni la mujer que sería su esposa desde el día siguiente. Susana se dio cuenta, pero no entró en el cuarto para impedirlo, porque su suegra no se lo habría permitido. «En aquel tiempo -me dijo Susi años después con su humor atropellado- una novia no podía entrar antes de casarse en el dormitorio de su prometido».

No había pasado un año cuando las cartas de don Ramón empezaron a ser menos explícitas, y cada vez más tristes y escasas. Entré en la librería Mundo el 7 de mayo de 1952, a las doce del día, y Germán no tuvo que decírmelo para darme cuenta de que don Ramón había muerto, dos días antes, en la Barcelona de sus sueños. El único comentario, a medida que llegábamos al café del mediodía, fue el mismo de todos:

– ¡Qué vaina!

No fui consciente entonces de que estaba viviendo un año diferente de mi vida, y hoy no tengo dudas de que fue decisivo. Hasta entonces me había conformado con mi pinta de perdulario. Era querido y respetado por muchos, y admirado por algunos, en una ciudad donde cada quien vivía a su modo y acomodo. Hacía una vida social intensa, participaba en certámenes artísticos y sociales con mis sandalias de peregrino que parecían compradas para imitar a Álvaro Cepeda, con un solo pantalón de lienzo y dos camisas de diagonal que lavaba en la ducha.

De un día para otro, por razones diversas -y algunas demasiado frívolas- empecé a mejorar la ropa, me corté el pelo como recluta, me adelgacé el bigote y aprendí a usar unos zapatos de senador que me regaló sin estrenar el doctor Rafael Marriaga, miembro itinerante del grupo e historiador de la ciudad, porque le quedaban grandes. Por la dinámica inconsciente del arribismo social empecé a sentir que me ahogaba de calor en el cuarto del Rascacielos, como si Aracataca hubiera estado en Siberia, y a sufrir por los clientes de paso que hablaban en voz alta al levantarse y no me cansaba de refunfuñar porque las pájaras de la noche seguían arriando a sus cuartos cuadrillas enteras de marineros de agua dulce.

Hoy me doy cuenta de que mi catadura de mendigo no era por pobre ni por poeta sino porque mis energías estaban concentradas a fondo en la tozudez de aprender a escribir. Tan pronto como vislumbré el buen camino abandoné el Rascacielos y me mudé al apacible barrio del Prado, en el otro extremo urbano y social, a dos cuadras de la casa de Meira Delmar y a cinco del hotel histórico donde los hijos de los ricos bailaban con sus amantes vírgenes después de la misa del domingo. O como dijo Germán: empecé a mejorar para mal.

Vivía en la casa de las hermanas Ávila -Esther, Mayito y Toña-, a quienes había conocido en Sucre, y estaban empeñadas desde hacía tiempo en redimirme de la perdición. En vez del cubículo de cartón donde perdí tantas escamas de nieto consentido, tenía entonces una alcoba propia con baño privado y una ventana sobre el jardín, y las tres comidas diarias por muy poco más que mi sueldo de carretero. Compré un pantalón y media docena de camisas tropicales con flores y pájaros pintados, que por un tiempo me merecieron una fama secreta de maricón de buque. Amigos antiguos que no habían vuelto a cruzarse conmigo los encontraba entonces en cualquier parte. Descubrí con alborozo que citaban de memoria los despropósitos de «La Jirafa», eran fanáticos de Crónica por lo que ellos llamaban su pundonor deportivo y hasta leían mis cuentos sin acabar de entenderlos. Encontré a Ricardo González Ripoll, mi vecino de dormitorio en el Liceo Nacional, que se había instalado en Barranquilla con su diploma de arquitecto y en menos de un año había resuelto la vida con un Chevrolet cola de pato, de edad incierta, donde enlataba al amanecer hasta ocho pasajeros. Me recogía en casa a la prima noche tres veces por semana para irnos de parranda con nuevos amigos obsesionados por enderezar el país, unos con fórmulas de magia política y otros a trompadas con la policía.

Cuando se enteró de estas novedades, mi madre me mandó un recado muy suyo: «La plata llama plata». A los del grupo no les informé nada de la mudanza hasta una noche en que los encontré en la mesa del café Japy, y me agarré de la fórmula magistral de Lope de Vega: «Y me ordené, por lo que convenía el ordenarme a la desorden mía». No recuerdo una rechifla igual ni en el estadio de fútbol. Germán apostó a que no se me ocurriría ni una sola idea concebida fuera del Rascacielos. Según Álvaro, no iba a sobrevivir a los retortijones de tres comidas diarias y a sus horas. Alfonso, en contravía, protestó por el abuso de intervenir en mi vida privada y le echó tierra al asunto con una discusión sobre la urgencia de tomar decisiones radicales para el destino de Crónica. Pienso que en el fondo se sentían culpables de mi desorden pero eran demasiado decentes para no agradecer mi decisión con un suspiro de alivio.

Al contrario de lo que podía esperarse, mi salud y mi moral mejoraron. Leía menos por la estrechez de mi tiempo, pero le subí el tono a «La Jirafa» y me forcé a seguir escribiendo La hojarasca en mi nuevo cuarto con la máquina rupestre que me prestó Alfonso Fuenmayor, y en los amaneceres que antes malgastaba con el Mono Guerra. En una tarde normal en la redacción del periódico podía escribir «La Jirafa», un editorial, algunas de mis tantas informaciones sin firma, condensar un cuento policíaco y escribir las notas de última hora para el cierre de Crónica. Por fortuna, en vez de hacerse fácil con los días, la novela en proceso empezó a imponerme sus criterios propios contra los míos y tuve la candidez de entenderlos como un síntoma de vientos propicios.

Tan resueltos estaban mis ánimos que improvisé de emergencia mi cuento número diez -«Alguien desordena estas rosas»-, porque sufrió un infarto grave el comentarista político al que habíamos reservado tres páginas de Crónica para un artículo de última hora. Sólo cuando corregí la prueba impresa de mi cuento descubrí que era otro drama estático de los que ya escribía sin darme cuenta. Esta contrariedad acabó de agravarme el remordimiento de haber despertado a un amigo poco antes de la medianoche para que me escribiera el artículo en menos de tres horas. Con ese ánimo de penitente escribí el cuento en el mismo tiempo, y el lunes volví a plantear en el consejo editorial la urgencia de echarnos a la calle para sacar la revista de su marasmo con reportajes de choque. Sin embargo, la idea -que era de todos- fue rechazada una vez más con un argumento favorable a mi felicidad: si nos echábamos a la calle, con la concepción idílica que teníamos del reportaje, la revista no volvería a salir a tiempo -si salía-. Debí entenderlo como un cumplido, pero nunca pude superar la mala idea de que la razón verdadera de ellos era el recuerdo ingrato de mi reportaje sobre Berascochea.

Un buen consuelo de aquellos días fue la llamada telefónica de Rafael Escalona, el autor de las canciones que se cantaban y se siguen cantando de este lado del mundo. Barranquilla era un centro vital, por el paso frecuente de los juglares de acordeón que conocíamos en las fiestas de Aracataca, y por su divulgación intensa en las emisoras de la costa caribe. Un cantante muy conocido entonces era Guillermo Buitrago, que se preciaba de mantener al día las novedades de la Provincia. Otro muy popular era Crescencio Salcedo, un indio descalzo que se plantaba en la esquina de la lunchería Americana para cantar a palo seco las canciones de las cosechas propias y ajenas, con una voz que tenía algo de hojalata, pero con un arte muy suyo que lo impuso entre la muchedumbre diaria de la calle San Blas. Buena parte de mi primera juventud la pasé plantado cerca de él, sin saludarlo siquiera, sin dejarme ver, hasta aprenderme de memoria su vasto repertorio de canciones de todos.

La culminación de esa pasión llegó a su clímax una tarde de sopor en que el teléfono me interrumpió cuando escribía «La Jirafa». Una voz igual a las de tantos conocidos de mi infancia me saludó sin fórmulas previas:

– Quihubo, hermano. Soy Rafael Escalona.

Cinco minutos después nos encontramos en un reservado del café Roma para entablar una amistad de toda la vida. Apenas si terminamos los saludos, porque empecé a exprimir a Escalona para que me cantara sus últimas canciones. Versos sueltos, con una voz muy baja y bien medida, que se acompañaba tamboreando con los dedos en la mesa. La poesía popular de nuestras tierras se paseaba con un vestido nuevo en cada estrofa. «Te voy a dar un ramo de nomeolvides para que hagas lo que dice el significado», cantaba. De mi parte, le demostré que sabía de memoria los mejores cantos de su tierra, tomados desde muy niño en el río revuelto de la tradición oral. Pero lo que más le sorprendió fue que yo le hablaba de la Provincia como si la conociera.

Días antes, Escalona había viajado en autobús de Villanueva a Valledupar, mientras componía de memoria la música y la letra de una nueva canción para los carnavales del domingo siguiente. Era su método maestro, porque no sabía escribir música ni tocar ningún instrumento. En alguno de los pueblos intermedios subió al bus un trovador errante de abarcas y acordeón, de los ya incontables que recorrían la región para cantar de feria en feria. Escalona lo sentó a su lado y le cantó al oído las dos únicas estrofas terminadas de su nueva canción.

El juglar descendió feliz en Villanueva, y Escalona siguió en el bus hasta Valledupar, donde tuvo que acostarse a sudar la fiebre de cuarenta grados de un resfriado común. Tres días después fue domingo de carnaval, y la canción inconclusa, que Escalona le había cantado en secreto al amigo casual, barrió con toda la música vieja y nueva desde Valledupar hasta el cabo de la Vela. Sólo él supo quién la divulgó mientras sudaba su fiebre de carnaval, y quién le puso el nombre: «La vieja Sara».

La historia es verídica, pero no es rara en una región y en un gremio donde lo más natural es lo asombroso. El acordeón, que no es un instrumento propio ni generalizado en Colombia, es popular en la provincia de Valledupar, tal vez importado de Aruba y Curazao. Durante la segunda guerra mundial se interrumpió la importación de Alemania, y los que ya estaban en la Provincia sobrevivieron por el cuidado de sus dueños nativos. Uno de ellos fue Leandro Díaz, un carpintero que no sólo era un compositor genial y un maestro del acordeón, sino el único que supo repararlos mientras duró la guerra, a pesar de ser ciego de nacimiento. El modo de vida de esos juglares propios es cantar de pueblo en pueblo los hechos graciosos y simples de la historia cotidiana, en fiestas religiosas o paganas, y muy sobre todo en el desmadre de los carnavales. El de Rafael Escalona era un caso distinto. Hijo del coronel Clemente Escalona, sobrino del célebre obispo Celedón y bachiller del liceo de Santa Marta que lleva su nombre, empezó a componer desde muy niño para escándalo de la familia, que consideraba el cantar con acordeón como un oficio de menestrales. No sólo era el único juglar graduado de bachiller, sino uno de los pocos que sabían leer y escribir en aquellos tiempos, y el hombre más altivo y enamoradizo que existió jamás. Pero no es ni será el último: ahora los hay por cientos y cada vez más jóvenes. Bill Clinton lo entendió así en los días finales de su presidencia, cuando escuchó a un grupo de niños de escuela primaria que viajaron desde la Provincia a cantar para él en la Casa Blanca.

Por aquellos días de buena fortuna me encontré por casualidad con Mercedes Barcha, la hija del boticario de Sucre a la que le había propuesto matrimonio desde sus trece años. Y al contrario de las otras veces, me aceptó por fin una invitación para bailar el domingo siguiente en el hotel del Prado. Sólo entonces supe que se había mudado a Barranquilla con su familia por la situación política, cada vez más opresiva. Demetrio, su padre, era un liberal de racamandaca que no se amilanó con las primeras amenazas que le hicieron cuando se recrudeció la persecución y la ignominia social de los pasquines. Sin embargo, ante la presión de los suyos, remató las pocas cosas que le quedaban en Sucre e instaló la farmacia en Barranquilla, en los límites del hotel del Prado. Aunque tenía la edad de mi papá, mantuvo siempre conmigo una amistad juvenil que solíamos recalentar en la cantina de enfrente y más de una vez terminamos en borracheras de galeote con el grupo completo en El Tercer Hombre. Mercedes estudiaba entonces en Medellín y sólo iba con la familia en las vacaciones de Navidad. Siempre fue divertida y amable conmigo, pero tenía un talento de ilusionista para escabullirse de preguntas y respuestas y no dejarse concretar sobre nada. Tuve que aceptarlo como una estrategia más piadosa que la indiferencia o el rechazo, y me conformaba con que me viera con su padre y sus amigos en la cantina de enfrente. Si él no vislumbró mi interés en aquellas vacaciones ansiosas fue por ser el secreto mejor guardado en los primeros veinte siglos de la cristiandad. En varias ocasiones se vanaglorió en El Tercer Hombre de la frase que ella me había citado en Sucre en nuestro primer baile: «Mi papá dice que todavía no ha nacido el príncipe que se casará conmigo». Tampoco supe si ella se lo creyó, pero se comportaba como si lo creyera, hasta las vísperas de aquella Navidad en que aceptó que nos encontráramos el domingo siguiente en el baile matinal del hotel del Prado. Soy tan supersticioso que atribuí su resolución al peinado y el bigote de artista que me había hecho el peluquero, y al vestido de lino crudo y la corbata de seda comprados para la ocasión en un remate de turcos. Seguro de que iría con su padre, como a todas partes, invité también a mi hermana Aída Rosa, que pasaba sus vacaciones conmigo. Pero Mercedes se presentó sola en alma, y bailó con una naturalidad y tanta ironía que cualquier propuesta seria iba a parecerle ridícula. Aquel día se inauguró la temporada inolvidable de mi compadre Pacho Galán, creador glorioso del merecumbé que se bailó durante años y fue el origen de nuevos aires caribes todavía vivos. Ella bailaba muy bien la música de moda, y aprovechaba su maestría para sortear con argucias mágicas las propuestas con que la acosaba. Me parece que su táctica era hacerme creer que no me tomaba en serio, pero con tanta habilidad que yo encontraba siempre el modo de seguir adelante.

A las doce en punto se asustó por la hora y me dejó plantado en la mitad de la pieza, pero no quiso que la acompañara ni a la puerta. A mi hermana le pareció tan extraño, que de algún modo se sintió culpable, y todavía me pregunto si aquel mal ejemplo no tendría algo que ver con su determinación repentina de ingresar en el convento de las salesianas de Medellín. Mercedes y yo, desde aquel día, terminamos por inventarnos un código personal con el cual nos entendíamos sin decirnos nada, y aun sin vernos.

Volví a tener noticias de ella al cabo de un mes, el 22 de enero del año siguiente, con un mensaje escueto que me dejó en El Heraldo: «Mataron a Cayetano». Para nosotros sólo podía ser uno: Cayetano Gentile, nuestro amigo de Sucre, médico inminente, animador de bailes y enamorado de oficio. La versión inmediata fue que lo habían matado a cuchillo dos hermanos de la maestrita de la escuela de Chaparral que le vimos llevar en su caballo. En el curso del día, de telegrama en telegrama, tuve la historia completa.

Todavía no eran tiempos de teléfonos fáciles, y las llamadas personales de larga distancia se tramitaban con telegramas previos. Mi reacción inmediata fue de reportero. Decidí viajar a Sucre para escribirlo, pero en el periódico lo interpretaron como un impulso sentimental. Y hoy lo entiendo, porque ya desde entonces los colombianos nos matábamos los unos a los otros por cualquier motivo, y a veces los inventábamos para matarnos, pero los crímenes pasionales estaban reservados para lujos de ricos en las ciudades. Me pareció que el tema era eterno y empecé a tomar datos de testigos, hasta que mi madre descubrió mis intenciones sigilosas y me rogó que no escribiera el reportaje. Al menos mientras estuviera viva la madre de Cayetano, doña Julieta Chimento, que para colmo de razones era su comadre de sacramento, por ser madrina de bautismo de Hernando, mi hermano número ocho. Su razón -imprescindible en un buen reportaje- era de mucho peso. Dos hermanos de la maestra habían perseguido a Cayetano cuando trató de refugiarse en su casa, pero doña Julieta se había precipitado a cerrar la puerta de la calle, porque creyó que el hijo ya estaba en su dormitorio. Así que el que no pudo entrar fue él, y lo asesinaron a cuchillo contra la puerta cerrada.

Mi reacción inmediata fue sentarme a escribir el reportaje del crimen pero encontré toda clase de trabas. Lo que me interesaba ya no era el crimen mismo sino el tema literario de la responsabilidad colectiva. Pero ningún argumento convenció a mi madre y me pareció una falta de respeto escribir sin su permiso. Sin embargo, desde aquel día no pasó uno en que no me acosaran los deseos de escribirlo. Empezaba a resignarme, muchos años después, mientras esperaba la salida de un avión en el aeropuerto de Argel. La puerta de la sala de primera clase se abrió de repente y entró un príncipe árabe con la túnica inmaculada de su alcurnia y en el puño una hembra espléndida de halcón peregrino, que en vez del capirote de cuero de la cetrería clásica llevaba uno de oro con incrustaciones de diamantes. Por supuesto, me acordé de Cayetano Gentile, que había aprendido de su padre las bellas artes de la altanería, al principio con gavilanes criollos y luego con ejemplares magníficos trasplantados de la Arabia Feliz. En el momento de su muerte tenía en la hacienda una halconera profesional, con dos primas y un torzuelo amaestrados para la caza de perdices, y un neblí escocés adiestrado para la defensa personal. Yo conocía entonces la entrevista histórica que George Plimpton le hizo a Ernest Hemingway en The París Review sobre el proceso de convertir un personaje de la vida real en un personaje de novela. Hemingway le contestó: «Si yo explicara cómo se hace eso, algunas veces sería un manual para los abogados especialistas en casos de difamación». Sin embargo, desde aquella mañana providencial en Argel, mi situación era la contraria: no me sentía con ánimos para seguir viviendo en paz si no escribía la historia de la muerte de Cayetano.

Mi madre siguió firme en su determinación de impedirlo contra todo argumento, hasta treinta años después del drama, cuando ella misma me llamó a Barcelona para darme la mala noticia de que Julieta Chímente, la madre de Cayetano, había muerto sin reponerse todavía de la falta del hijo. Pero esa vez, con su moral a toda prueba, mi madre no encontró razones para impedir el reportaje.

– Sólo una cosa te suplico como madre -me dijo-. Trátalo como si Cayetano fuera hijo mío.

El relato, con el título de Crónica de una muerte anunciada, se publicó dos años después. Mi madre no lo leyó por un motivo que conservo como otra joya suya en mi museo personal: «Una cosa que salió tan mal en la vida no puede salir bien en un libro».

El teléfono de mi escritorio había sonado a las cinco de la tarde una semana después de la muerte de Cayetano, cuando empezaba a escribir mi tarea diaria en El Heraldo. Llamaba mi papá, acabado de llegar a Barranquilla sin anunciarse, y me esperaba de urgencia en el café Roma. La tensión de su voz me asustó, pero más me alarmé de verlo como nunca, desarreglado y sin afeitar, con el vestido azul celeste del 9 de abril masticado por el bochorno de la carretera, y sostenido apenas por la rara placidez de los vencidos.

Quedé tan abrumado que no me siento capaz de transmitir la angustia y la lucidez con que papá me informó del desastre familiar. Sucre, el paraíso de la vida fácil y las muchachas bellas, había sucumbido al embate sísmico de la violencia política. La muerte de Cayetano no era más que un síntoma.

– Tú no te das cuenta de lo que es aquel infierno porque vives en este oasis de paz -me dijo-. Pero los que todavía estamos vivos allá es porque Dios nos conoce.

Era uno de los pocos miembros del Partido Conservador que no habían tenido que esconderse de los liberales enardecidos después del 9 de abril, y ahora los mismos suyos que se acogieron a su sombra lo repudiaban por su tibieza. Me pintó un cuadro tan aterrador -y tan real- que justificaba de sobra su determinación atolondrada de abandonarlo todo para llevarse la familia a Cartagena. Yo no tenía razón ni corazón contra él, pero pensé que podía entretenerlo con una solución menos radical que la mudanza inmediata.

Hacía falta tiempo para pensar. Nos tomamos dos refrescos en silencio, cada cual en lo suyo, y él recobró su idealismo febril antes de terminar y me dejó sin habla. «Lo único que me consuela de toda esta vaina -dijo con un suspiro trémulo- es la felicidad de que puedas por fin terminar tus estudios.» Nunca le dije cuánto me conmovió aquella dicha fantástica por una causa tan trivial. Sentí un soplo helado en el vientre, fulminado por la idea perversa de que el éxodo de la familia no era más que una astucia suya para obligarme a ser abogado. Lo miré directo a los ojos y eran dos remansos atónitos. Me daba cuenta de que estaba tan indefenso y ansioso que no me obligaría a nada, ni me negaría nada, pero tenía bastante fe en su Divina Providencia para creer que podía rendirme por cansancio. Y más aún: con el mismo ánimo cautivo me reveló que me había conseguido un empleo en Cartagena, y tenía todo listo para mi posesión el lunes siguiente. Un gran empleo, me explicó, al que sólo tenía que asistir cada quince días para cobrar el sueldo.

Era mucho más de lo que yo podía digerir. Con los dientes apretados le adelanté algunas reticencias que lo prepararan para una negativa final. Le conté la larga conversación con mi madre en el viaje a Aracataca de la que nunca recibí ningún comentario suyo, pero entendí que su indiferencia por el tema era la mejor respuesta. Lo más triste era que yo le jugaba con los dados compuestos, porque sabía que no sería aceptado en la universidad por haber perdido dos materias del segundo año, que nunca rehabilité, y otras tres irrecuperables en el tercero. Se lo había ocultado a la familia por evitarle un disgusto inútil y no quise imaginar siquiera cuál sería la reacción de papá si se lo contaba aquella tarde. Al principio de la conversación había resuelto no ceder a ninguna debilidad del corazón porque me dolía que un hombre tan bondadoso tuviera que dejarse ver por sus hijos en semejante estado de derrota. Sin embargo, me pareció que era hacerle demasiada confianza a la vida. Al final me entregué a la fórmula fácil de pedirle una noche de gracia para pensar.

– De acuerdo -dijo él-, siempre que no pierdas de vista que tienes en tus manos la suerte de la familia.

La condición sobraba. Era tan consciente de mi debilidad, que cuando lo despedí en el último autobús, a las siete de la noche, tuve que sobornar al corazón para no irme en el asiento de al lado. Para mí era claro que se había cerrado el ciclo, y que la familia volvía a ser tan pobre que sólo podía sobrevivir con el concurso de todos. No era una buena noche para decidir nada. La policía había desalojado por la fuerza a varias familias de refugiados del interior que estaban acampados en el parque de San Nicolás huyendo de la violencia rural. Sin embargo, la paz del café Roma era inexpugnable. Los refugiados españoles me preguntaban siempre qué sabía de don Ramón Vinyes, y siempre les decía en broma que sus cartas no llevaban noticias de España sino preguntas ansiosas por las de Barranquilla. Desde que murió no volvieron a mencionarlo pero mantenían en la mesa su silla vacía. Un contertulio me felicitó por «La Jirafa» del día anterior que le había recordado de algún modo el romanticismo desgarrado de Mariano José de Larra, y nunca supe por qué. El profesor Pérez Domenech me sacó del apuro con una de sus frases oportunas: «Espero que no siga también el mal ejemplo de pegarse un tiro». Creo que no lo habría dicho si hubiera sabido hasta qué punto podía ser cierto aquella noche. Media hora después llevé del brazo a Germán Vargas hasta el fondo del café Japy. Tan pronto como nos sirvieron le dije que tenía que hacerle una consulta urgente. El se quedó a mitad de camino con el pocillo que estaba a punto de probar -idéntico a don Ramón-, y me preguntó alarmado:

– ¿Para dónde se va?

Su clarividencia me impresionó.

– ¡Cómo carajo lo sabe! -le dije.

No lo sabía, pero lo había previsto, y pensaba que mi renuncia sería el final de Crónica, y una irresponsabilidad grave que pesaría sobre mí por el resto de mi vida. Me dio a entender que era poco menos que una traición, y nadie tenía más derecho que él para decírmelo. Nadie sabía qué hacer con Crónica pero todos éramos conscientes de que Alfonso la había mantenido en un momento crucial, incluso con inversiones superiores a sus posibilidades, de modo que nunca logré quitarle a Germán la mala idea de que mi mudanza irremediable era una sentencia de muerte para la revista. Estoy seguro de que él, que lo entendía todo, sabía que mis motivos eran ineludibles, pero cumplió con el deber moral de decirme lo que pensaba.

Al día siguiente, mientras me llevaba a la oficina de Crónica, Álvaro Cepeda dio una muestra conmovedora de la crispación que le causaban las borrascas íntimas de los amigos. Sin duda ya conocía por Germán mi decisión de irme y su timidez ejemplar nos salvó a ambos de cualquier argumento de salón.

– Qué carajo -me dijo-. Irse para Cartagena no es irse para ninguna parte. Lo jodido sería irse para Nueva York, como me tocó a mí, y aquí estoy completito.

Era la clase de respuestas parabólicas que le servían en casos como el mío para saltarse las ganas de llorar. Por lo mismo no me sorprendió que prefiriera hablar por primera vez del proyecto de hacer cine en Colombia, que habríamos de continuar sin resultados por el resto de nuestras vidas. Lo rozó como un modo sesgado de dejarme con alguna esperanza, y frenó en seco entre la muchedumbre atascada y los ventorrillos de cacharros de la calle San Blas.

– ¡Ya le dije a Alfonso -me gritó desde la ventanilla que mande al carajo la revista y hagamos una como Time!

La conversación con Alfonso no fue fácil para mi ni para él porque teníamos una aclaración atrasada desde hacía unos seis meses, y ambos sufríamos de una especie de tartamudez mental en ocasiones difíciles. Ocurrió que en uno de mis berrinches pueriles en la sala de armada había quitado mi nombre y mi título de la bandera de Crónica, como una metáfora de renuncia formal, y cuando la tormenta pasó me olvidé de reponerlos. Nadie cayó en la cuenta antes que Germán Vargas dos semanas después, y lo comentó con Alfonso. También para él fue una sorpresa. Porfirio, el jefe de armada, les contó cómo había sido el berrinche, y ellos acordaron dejar las cosas como estaban hasta que yo les diera mis razones. Para desgracia mía, lo olvidé por completo hasta el día en que Alfonso y yo nos pusimos de acuerdo para que me fuera de Crónica. Cuando terminamos, me despidió muerto de risa con una broma típica de las suyas, fuerte pero irresistible.

– La suerte -dijo- es que ni siquiera tenemos que quitar su nombre de la bandera.

Sólo entonces reviví el incidente como una cuchillada y sentí que la tierra se hundía bajo mis pies, no por lo que Alfonso había dicho de un modo tan oportuno, sino porque se me hubiera olvidado aclararlo. Alfonso, como era de esperarse, me dio una explicación de adulto. Si era el único entuerto que no habíamos ventilado no era decente dejarlo en el aire sin explicación. El resto lo haría Alfonso con Álvaro y Germán, y si hubiera que salvar el barco entre todos también yo podría volver en dos horas. Contábamos como reserva extrema con el consejo editorial, una especie de Divina Providencia que nunca habíamos logrado sentar a la larga mesa de nogal de las grandes decisiones.

Los comentarios de Germán y Álvaro me infundieron el valor que me hacía falta para irme. Alfonso comprendió mis razones y las recibió como un alivio, pero de ningún modo dio a entender que Crónica pudiera acabarse con mi renuncia. Al contrario, me aconsejó que tomara la crisis con calma, me tranquilizó con la idea de construirle una base firme con el consejo editorial, y ya me avisaría cuando pudiera hacerse algo que en realidad valiera la pena.

Fue el primer indicio que tuve de que Alfonso concebía la posibilidad inverosímil de que Crónica se acabara. Y así fue, sin pena ni gloria, el 28 de junio, al cabo de cincuenta y ocho números en catorce meses. Sin embargo, medio siglo después, tengo la impresión de que la revista fue un acontecimiento importante del periodismo nacional. No quedó una colección completa, sólo los seis primeros números, y algunos recortes en la biblioteca catalana de don Ramón Vinyes.

Una casualidad afortunada para mí fue que en la casa donde vivía querían cambiar los muebles de sala, y me los ofrecieron a precio de subasta. La víspera del viaje, en mi arreglo de cuentas con El Heraldo, aceptaron anticiparme seis meses de «La Jirafa». Con parte de esa plata compré los muebles de Mayito para nuestra casa de Cartagena, porque sabía que la familia no llevaba los de Sucre ni tenía modo de comprar otros. No puedo omitir que con cincuenta años más de uso siguen bien conservados y en servicio, porque la madre agradecida no permitió que los vendieran.

Una semana después de la visita de mi padre me mudé para Cartagena con la única carga de los muebles y poco más de lo que llevaba puesto. Al contrario de la primera vez, sabía cómo hacer cuanto hiciera falta, conocía a todo el que necesitara en Cartagena, y quería de todo corazón que a la familia le fuera bien, pero que a mí me fuera mal como castigo por mi falta de carácter. La casa estaba en un buen lugar del barrio de la Popa, a la sombra del convento histórico que siempre ha parecido a punto de desbarrancarse. Los cuatro dormitorios y los dos baños de la planta baja estaban reservados para los padres y los once hijos, yo el mayor, de casi veintiséis años, y Eligió el menor, de cinco. Todos bien criados en la cultura caribe de las hamacas y las esteras en el piso y las camas para cuantos tuvieron lugar. En la planta alta vivía el tío Hermógenes Sol, hermano de mi padre, con su hijo Carlos Martínez Simahan. La casa entera no era suficiente para tantos, pero el alquiler estaba moderado por los negocios del tío con la propietaria, de quien sólo sabíamos que era muy rica y la llamaban la Pepa. La familia, con su implacable don de burla, no tardó en encontrar la dirección perfecta con aires de cuplé: «La casa de la Pepa en el pie de la Popa». La llegada de la prole es para mí un recuerdo misterioso. Se había ido la luz en media ciudad, y tratábamos de preparar la casa en las tinieblas para acostar a los niños. Con mis hermanos mayores nos reconocíamos por las voces, pero los menores habían cambiado tanto desde mi última visita, que sus ojos enormes y tristes me espantaban a la luz de las velas. El desorden de baúles, bultos y hamacas colgadas en las tinieblas lo sufrí como un 9 de abril doméstico. Sin embargo, la impresión mayor la sentí cuando traté de mover un talego sin forma que se me escapaba de las manos. Eran los restos de la abuela Tranquilina que mi madre había desenterrado y los llevaba para depositarlos en el osario de San Pedro Claver, donde están los de mi padre y la tía Elvira Carrillo en una misma cripta.

Mi tío Hermógenes Sol era el hombre providencial en aquella emergencia. Lo habían nombrado secretario general de la Policía Departamental en Cartagena y su primera disposición radical fue abrir una brecha burocrática para salvar a la familia. Incluido yo, el descarriado político con una reputación de comunista que no me había ganado por mi ideología sino por mi modo de vestir. Había empleos para todos. A papá le dieron un cargo administrativo sin responsabilidad política. A mi hermano Luis Enrique lo nombraron detective y a mí me dieron una canonjía en las oficinas del Censo Nacional que el gobierno conservador se empeñaba en hacer, tal vez para tener alguna idea de cuántos adversarios quedábamos vivos. El costo moral del empleo era más peligroso para mí que el costo político, porque cobraba el sueldo cada dos semanas y no podía dejarme ver por el sector en el resto del mes para evitar preguntas. La justificación oficial, no sólo para mí sino para unos ciento y tantos empleados más, era que estaba en comisión fuera de la ciudad.

El café Moka, frente a las oficinas del censo, permanecía atestado de falsos burócratas de los pueblos vecinos que sólo iban para cobrar. No hubo un céntimo para mi uso personal durante el tiempo en que firmé la nómina porque mi sueldo era sustancial y se iba completo para el presupuesto doméstico. Mientras tanto, papá había tratado de matricularme en la facultad de derecho, y se dio de bruces con la verdad que yo le había ocultado. El solo hecho de que él lo supiera me hizo tan feliz como si me hubieran entregado el diploma. Mi felicidad era aún más merecida, porque en medio de tantas contrariedades y trapisondas había encontrado por fin el tiempo y el espacio para terminar la novela.

Mi entrada en El Universal me la hicieron sentir como un regreso a casa. Eran las seis de la tarde, la hora más movida, y el silencio abrupto que mi entrada provocó en los linotipos y las máquinas de escribir se me anudó en la garganta. Al maestro Zabala no le había pasado un minuto en sus mechones de indio. Como si nunca me hubiera ido me pidió el favor de que le escribiera una nota editorial que tenía atrasada. Mi máquina la ocupaba un primípara adolescente que se cayó por la prisa atolondrada con que me cedió el asiento. Lo primero que me sorprendió fue la dificultad de una nota anónima con la circunspección editorial, después de unos dos años de desafueros con «La Jirafa». Llevaba escrita una cuartilla cuando se acercó a saludarme el director López Escauriaza. Su flema británica era un lugar común en tertulias de amigos y caricaturas políticas, y me impresionó su rubor de alegría al saludarme con un abrazo. Cuando terminé la nota, Zabala me esperaba con un papelito donde el director había hecho cuentas para proponerme un sueldo de ciento veinte pesos al mes por notas editoriales. Me impresionó tanto la cifra, insólita por la fecha y el lugar, que ni siquiera contesté ni di las gracias sino que me senté a escribir dos notas más, embriagado por la sensación de que la Tierra giraba en realidad alrededor del sol.

Era como haber vuelto a los orígenes. Los mismos temas corregidos en rojo liberal por el maestro Zabala, sincopados por la misma censura de un censor ya vencido por las astucias impías de la redacción, las mis masmediasnoches de bisté a caballo con patacones en La Cueva y el mismo tema de componer el mundo hasta el amanecer en el paseo de los Mártires. Rojas Herazo había pasado un año vendiendo cuadros para mudarse a cualquier parte, hasta que se casó con Rosa Isabel, la grande, y se mudó para Bogotá. Al final de la noche me sentaba a escribir «La Jirafa» que mandaba a El Heraldo por el único medio moderno de entonces que era el correo ordinario, y con muy pocas faltas por fuerza mayor, hasta el pago de la deuda.

La vida con la familia completa, en condiciones azarosas, no es un dominio de la memoria sino de la imaginación. Los padres dormían en una alcoba de la planta baja con alguno de los menores. Las cuatro hermanas se sentían ya con derecho de tener una alcoba para cada una. En la tercera dormían Hernando y Alfredo Ricardo, al cuidado de Jaime, que los mantenía en estado de alerta con sus prédicas filosóficas y matemáticas. Rita, que andaba por los catorce años, estudiaba hasta la medianoche en la puerta de la calle bajo la luz del poste público, para ahorrar la de la casa. Aprendía de memoria las lecciones cantándolas en voz alta y con la gracia y la buena dicción que todavía conserva. Muchas rarezas de mis libros vienen de sus ejercicios de lectura, con la mula que va al molino y el chocolate del chico de la cachucha chica y el adivino que se dedica a la bebida. La casa era más viva y sobre todo más humana desde la medianoche, entre ir a la cocina a tomar agua, o al excusado para urgencias líquidas o sólidas, o colgar hamacas entrecruzadas a distintos niveles en los corredores. Yo vivía en el segundo piso con Gustavo y Luis Enrique -cuando el tío y su hijo se instalaron en su casa familiar-, y más tarde con Jaime, sometido a la penitencia de no pontificar sobre nada después de las nueve de la noche. Una madrugada nos tuvo despiertos durante varias horas el balido cíclico de un cordero huérfano. Gustavo dijo exasperado:

– Parece un faro.

No lo olvidé nunca, porque era la clase de símiles que en aquel tiempo atrapaba al vuelo en la vida real para la novela inminente.

Fue la casa más viva de las varias de Cartagena, que se fueron degradando al mismo tiempo que los recursos de la familia. Buscando barrios más baratos fuimos descendiendo de clase hasta la casa del Toril, donde se aparecía de noche el espanto de una mujer. Tuve la suerte de no estar allí, pero los solos testimonios de padres y hermanos me causaban tanto terror como si hubiera estado. Mis padres dormitaban la primera noche en el sofá de la sala, y vieron a la aparecida que pasó sin mirarlos de un dormitorio a otro, con un vestido de florecí tas rojas y el cabello corto sostenido detrás de las orejas con moños colorados. Mi madre la describió hasta por las pintas de su vestido y el modelo de sus zapatos. Papá negaba que la hubiera visto para no impresionar más a la esposa ni asustar a los hijos, pero la familiaridad con que la aparecida se movía por la casa desde el atardecer no permitía ignorarla. Mi hermana Margot despertó una madrugada y la vio en la baranda de su cama escrutándola con una mirada intensa. Pero lo que más la impresionó fue el pavor de ser vista desde otra vida.

El domingo, a la salida de misa, una vecina le confirmó a mi madre que en aquella casa no vivía nadie desde hacía muchos años por el descaro de la mujer fantasma que alguna vez apareció en el comedor a pleno día mientras la familia almorzaba. Al día siguiente salió mi madre con dos de los menores en busca de una casa para mudarse y la encontró en cuatro horas. Sin embargo, a la mayoría de los hermanos les costó trabajo conjurar la idea de que el fantasma de la muerta se había mudado con ellos.

En la casa del pie de la Popa, a pesar del mucho tiempo de que disponía, era tanto el gusto que me sobraba para escribir, que los días se me quedaban cortos. Allí reapareció Ramiro de la Espriella, con su diploma de doctor en leyes, más político que nunca y entusiasmado con sus lecturas de novelas recientes. Sobre todo por La piel, de Curzio Malaparte, que se había convertido aquel año en un libro clave de mi generación. La eficacia de la prosa, el vigor de la inteligencia y la concepción truculenta de la historia contemporánea nos atrapaban hasta el amanecer. Sin embargo, el tiempo nos demostró que Malaparte estaba destinado a ser un ejemplo útil de virtudes distintas de las que yo deseaba, y terminaron por derrotar su imagen. Todo lo contrario de lo que nos sucedió casi al mismo tiempo con Albert Camus.

Los De la Espriella vivían entonces cerca de nosotros y tenían una bodega familiar que saqueaban en botellas inocentes para llevarlas a nuestra casa. Contra el consejo de don Ramón Vinyes, les leía entonces largos trozos de mis borradores a ellos y a mis hermanos, en el estado en que se encontraban y todavía sin desbrozar, y en las mismas tiras de papel de imprenta de todo lo que escribí en las noches insomnes de El Universal.

Por esos días volvieron Álvaro Mutis y Gonzalo Mallarino, pero tuve el pudor afortunado de no pedirles que leyeran el borrador sin terminar y todavía sin título. Quería encerrarme sin pausas para hacer la primera copia en cuartillas oficiales antes de la última corrección. Tenía unas cuarenta páginas más que la versión prevista, pero aún ignoraba que eso pudiera ser un tropiezo grave. Pronto supe que sí: soy esclavo de un rigor perfeccionista que me fuerza a hacer un cálculo previo de la longitud del libro, con un número exacto de páginas para cada capítulo y para el libro en total. Una sola falla notable de estos cálculos me obligaría a reconsiderar todo, porque hasta un error de mecanografía me altera como un error de creación. Pensaba que este método absoluto se debía a un criterio exacerbado de la responsabilidad, pero hoy sé que era un simple terror, puro y físico.

En cambio, desoyendo otra vez a don Ramón Vinyes, le hice llegar a Gustavo Ibarra el borrador completo, aunque todavía sin título, cuando lo di por terminado. Dos días después me invitó a su casa. Lo encontré en un mecedor de bejuco en la terraza del mar, bronceado al sol y relajado en ropa de playa, y me conmovió la ternura con que acariciaba mis páginas mientras me hablaba. Un verdadero maestro, que no me dictó una cátedra sobre el libro ni me dijo si le parecía bien o mal, sino que me hizo tomar conciencia de sus valores éticos. Al terminar me observó complacido y concluyó con su sencillez cotidiana:

– Esto es el mito de Antígona.

Por mi expresión se dio cuenta de que se me habían ido las luces, y cogió de sus estantes el libro de Sófocles y me leyó lo que quería decir. La situación dramática de mi novela, en efecto, era en esencia la misma de Antígona, condenada a dejar insepulto el cadáver de su hermano Polinices por orden del rey Creonte, tío de ambos. Yo había leído Edipo en Colona en el volumen que el mismo Gustavo me había regalado por los días en que nos conocimos, pero recordaba muy mal el mito de Antígona para reconstruirlo de memoria dentro del drama de la zona bananera, cuyas afinidades emocionales no había advertido hasta entonces. Sentí el alma revuelta por la felicidad y la desilusión. Aquella noche volví a leer la obra, con una rara mezcla de orgullo por haber coincidido de buena fe con un escritor tan grande y de dolor por la vergüenza pública del plagio. Después de una semana de crisis turbia decidí hacer algunos cambios de fondo que dejaran a salvo mi buena fe, todavía sin darme cuenta de la vanidad sobrehumana de modificar un libro mío para que no pareciera de Sófocles. Al final -resignado- me sentí con el derecho moral de usar una frase suya como un epígrafe reverencial, y así lo hice.

La mudanza a Cartagena nos protegió a tiempo del deterioro grave y peligroso de Sucre, pero la mayoría de los cálculos resultaron ilusorios, tanto por la escasez de los ingresos como por el tamaño de la familia. Mi madre decía que los hijos de los pobres comen más y crecen más rápido que los de los ricos, y para demostrarlo bastaba el ejemplo de su propia casa. Los sueldos de todos no hubieran bastado para vivir sin sobresaltos.

El tiempo se hizo cargo de lo demás. Jaime, por otra confabulación familiar, se hizo ingeniero civil, el único de una familia que apreciaba un diploma como un título nobiliario. Luis Enrique se hizo maestro de contabilidad y Gustavo se graduó de topógrafo, y ambos siguieron siendo los mismos guitarristas y cantantes de serenatas ajenas. Yiyo nos sorprendió desde muy niño con una vocación literaria bien definida y por su carácter fuerte, del cual nos había dado una muestra precoz a los cinco años cuando lo sorprendieron tratando de prenderle fuego a un armario de ropa con la ilusión de ver a los bomberos apagando el incendio dentro de la casa. Más tarde, cuando él y su hermano Cuqui fueron invitados por condiscípulos mayores a fumar marihuana, Yiyo la rechazó asustado. El Cuqui, en cambio, que siempre fue curioso y temerario, la aspiró a fondo. Años después, náufrago en el tremedal de la droga, me contó que desde aquel primer viaje se había dicho: «¡Mierda! No quiero hacer nada más que esto en la vida». En los cuarenta años siguientes, con una pasión sin porvenir, no hizo más que cumplir la promesa de morir en su ley. A los cincuenta y dos años se le fue la mano en su paraíso artificial y lo fulminó un infarto masivo.

Nanchi -el hombre más pacífico del mundo- siguió en el ejército después de su servicio militar obligatorio, se esmeró en toda clase de armas modernas y participó en numerosos simulacros, pero nunca tuvo la ocasión en una de nuestras tantas guerras crónicas. Así que se conformó con el oficio de bombero cuando salió del ejército, pero tampoco allí tuvo la ocasión de apagar un solo incendio en más de cinco años. Sin embargo, nunca se sintió frustrado, por un sentido del humor que lo consagró en familia como un maestro del chiste instantáneo, y le permitió ser feliz por el solo hecho de estar vivo.

Yiyo, en los años más difíciles de la pobreza, se hizo escritor y periodista a puro pulso, sin haber fumado nunca ni haberse tomado un trago de más en su vida. Su vocación literaria arrasadora y su creatividad sigilosa se impusieron contra la adversidad. Murió a los cincuenta y cuatro años, con tiempo apenas para publicar un libro de más de seiscientas páginas con una investigación magistral sobre la vida secreta de Cien años de soledad, que había trabajado durante años sin que yo lo supiera, y sin solicitarme nunca una información directa.

Rita, apenas adolescente, supo aprovechar la lección del escarmiento ajeno. Cuando volví a la casa de mis padres al cabo de una larga ausencia, la encontré padeciendo el mismo purgatorio de todas por sus amores con un moreno apuesto, serio y decente, cuya única incompatibilidad con ella eran dos cuartas y media de estatura. Esa misma noche encontré a mi padre oyendo las noticias en la hamaca del dormitorio. Bajé el volumen del radio, me senté en la cama de enfrente y le pregunté con mi derecho de primogenitura qué pasaba con los amores de Rita. El me disparó la respuesta que sin duda tenía prevista desde siempre.

– Lo único que pasa es que el tipo es un ratero. Justo lo que me esperaba.

– ¿Ratero de qué? -le pregunté.

– Ratero ratero -me dijo él, todavía sin mirarme.

– ¿Pero qué se ha robado? -le pregunté sin compasión.

El siguió sin mirarme.

– Bueno -suspiró por fin-. El no, pero tiene un hermano preso por robo.

– Entonces no hay problema -le dije con una imbecilidad fácil-, porque Rita no quiere casarse con él sino con el que no está preso.

No replicó. Su honradez a toda prueba había sobrepasado sus límites desde la primera respuesta, pues ya sabía también que no era cierto el rumor del hermano preso. Sin más argumentos, trató de aferrarse al mito de la dignidad.

– Está bien, pero que se casen de una vez, porque no quiero noviazgos largos en esta casa.

Mi réplica fue inmediata y con una falta de caridad que nunca me he perdonado:

– Mañana, a primera hora.

– ¡Hombre! Tampoco hay que exagerar -me replicó papá sobresaltado pero ya con su primera sonrisa-. Esa muchachita no tiene todavía ni qué ponerse.

La última vez que vi a la tía Pa, a sus casi noventa años, fue una tarde de un calor infame en que llegó a Cartagena sin anunciarse. Iba de Riohacha en un taxi expreso con una maletita de escolar, de luto cerrado y con un turbante de trapo negro. Entró feliz, con los brazos abiertos, y gritó para todos:

– Vengo a despedirme porque ya me voy a morir.

La acogimos no sólo por ser quien era, sino porque sabíanlos hasta qué punto conocía sus negocios con la muerte. Se quedó en la casa, esperando su hora en el cuartito de servicio, el único que aceptó para dormir, y allí murió en olor de castidad a una edad que calculábamos en ciento y un años.

Aquella temporada fue la más intensa en El Universal. Zabala me orientaba con su sabiduría política para que mis notas dijeran lo que debían sin tropezar con el lápiz de la censura, y por primera vez le interesó mi vieja idea de escribir reportajes para el periódico. Pronto surgió el tema tremendo de los turistas atacados por los tiburones en las playas de Marbella. Sin embargo, lo más original que se le ocurrió al municipio fue ofrecer cincuenta pesos por cada tiburón muerto, y al día siguiente no alcanzaban las ramas de los almendros para exhibir los capturados durante la noche. Héctor Rojas Herazo, muerto de risa, escribió desde Bogotá en su nueva columna de El Tiempo una nota de burla sobre la pifia de aplicar a la caza del tiburón el método manido de agarrar el rábano por las hojas. Esto me dio la idea de escribir el reportaje de la cacería nocturna. Zabala me apoyó entusiasmado, pero mi fracaso empezó desde el momento de embarcarme, cuando me preguntaron si me mareaba y contesté que no; si tenía miedo del mar y la verdad era que sí, pero también dije que no, y al final me preguntaron si sabía nadar -que debió haber sido lo primero- y no me atreví a decir la mentira de que sí sabía. De todos modos, en tierra firme y por una conversación de marineros, me enteré de que los cazadores iban hasta las Bocas de Ceniza, a ochenta y nueve millas náuticas de Cartagena, y regresaban cargados de tiburones inocentes para venderlos como criminales de a cincuenta pesos. La noticia grande se acabó el mismo día, y a mí se me acabó la ilusión del reportaje. En su lugar, publiqué mi cuento número ocho: «Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles». Por lo menos dos críticos serios y mis amigos severos de Barranquilla lo juzgaron como un buen cambio de rumbo.

No creo que mi madurez política fuera bastante para afectarme, pero la verdad es que sufrí una recaída semejante a la anterior. Me sentí tan empantanado que mi única diversión era amanecer cantando con los borrachos en Las Bóvedas de las murallas, que habían sido burdeles de soldados durante la Colonia y más tarde una cárcel política siniestra. El general Francisco de Paula Santander había cumplido allí una condena de ocho meses, antes de ser desterrado a Europa por sus compañeros de causa y de armas.

El celador de aquellas reliquias históricas era un linotipista jubilado cuyos colegas activos se reunían con él después del cierre de los periódicos para celebrar el nuevo día todos los días con una damajuana de ron blanco clandestino compuesto por artes de cuatreros. Eran tipógrafos cultos por tradición familiar, gramáticos dramáticos y grandes bebedores de sábados. Me hice a su gremio.

El más joven de ellos se llamaba Guillermo Dávila y había logrado la proeza de trabajar en la costa a pesar de la intransigencia de algunos líderes regionales que se resistían a admitir cachacos en el gremio. Tal vez lo logró por arte de su arte, pues además de su buen oficio y su simpatía personal era un prestidigitador de maravillas. Nos mantenía deslumbrados con las travesuras mágicas de hacer salir pájaros vivos de las gavetas de los escritorios o dejarnos en blanco el papel en que estaba escrito el editorial que acabábamos de entregar a punto de cerrar la edición. El maestro Zabala, tan severo en el deber, se olvidaba por un instante de Paderewski y de la revolución proletaria, y pedía un aplauso para el mago, con la advertencia siempre reiterada y desobedecida de que fuera 4a última vez. Para mí, compartir con un mago la rutina diaria fue como descubrir por fin la realidad.

En uno de aquellos amaneceres en Las Bóvedas, Dávila me contó su idea de hacer un periódico de veinticuatro por veinticuatro media cuartilla- que circulara gratis en las tardes a la hora atropellada del cierre del comercio. Sería el periódico más pequeño del mundo, para leer en diez minutos. Así fue. Se llamaba Comprimido, lo escribía yo en una hora a las once de la mañana, lo armaba y lo imprimía Dávila en dos horas y lo repartía un papelero temerario que no tenía respiro ni para vocearlo más de una vez.

Salió el martes 18 de setiembre de 1951 y es imposible concebir un éxito más arrasador ni más corto: tres números en tres días. Dávila me confesó que ni siquiera con un acto de magia negra habría podido concebir una idea tan grande a tan bajo costo, que cupiera en tan poco espacio, se ejecutara en tan poco tiempo y desapareciera con tanta rapidez. Lo más raro fue que por un instante del segundo día, embriagado por la rebatiña callejera y el fervor de los fanáticos, llegué a pensar que así de simple podía ser la solución de mi vida. El sueño duró hasta el jueves, cuando el gerente nos demostró que un número más nos dejaría en la quiebra, aun si hubiéramos resuelto publicar anuncios comerciales, pues tenían que ser tan pequeños y tan caros que no había solución racional. La misma concepción del periódico, que se fundaba en su tamaño, arrastraba consigo el germen matemático de su propia destrucción: era tanto más incosteable cuanto más se vendiera.

Quedé colgado de la lámpara. La mudanza para Cartagena había sido oportuna y útil después de la experiencia de Crónica, y además me dio un ambiente muy propicio para seguir escribiendo La hojarasca, sobre todo por la fiebre creativa con que se vivía en nuestra casa, donde lo más insólito parecía siempre posible. Me bastaría con evocar un almuerzo en que conversábamos con mi papá sobre la dificultad de muchos escritores para escribir sus memorias cuando ya no se acordaban de nada. El Cuqui, con apenas seis años, sacó la conclusión con una sencillez magistral:

– Entonces -dijo-, lo primero que un escritor debe escribir son sus memorias, cuando todavía se acuerda de todo.

No me atreví a confesar que con La hojarasca me estaba sucediendo lo mismo que con La casa: empezaba a interesarme más la técnica que el tema. Después de un año de haber trabajado con tanto júbilo, se me reveló como un laberinto circular sin entrada ni salida. Hoy creo saber por qué. El costumbrismo que tan buenos ejemplos de renovación ofreció en sus orígenes había terminado por fosilizar también los grandes temas nacionales que trataban de abrirle salidas de emergencia. El hecho es que ya no soportaba un minuto más la incertidumbre. Sólo me faltaban comprobaciones de datos y decisiones de estilo antes del punto final, y sin embargo no la sentía respirar. Pero estaba tan empantanado después de tanto tiempo de trabajo en las tinieblas, que veía zozobrar el libro sin saber dónde estaban las grietas. Lo peor era que en ese punto de la escritura no me servía la ayuda de nadie, porque las fisuras no estaban en el texto sino dentro de mí, y sólo yo podía tener ojos para verlas y corazón para sufrirlas.Tal vez por esa misma razón suspendí «La Jirafa» sin pensarlo demasiado cuando acabé de pagarle a El Heraldo el adelanto con el que había comprado los muebles.

Por desgracia, ni el ingenio, ni la resistencia, ni el amor fueron suficientes para derrotar la pobreza. Todo parecía a favor de ella. El organismo del censo se había terminado en un año y mi sueldo en El Universal no arcanzaba para compensarlo. No volví a la facultad de derecho, a pesar de las argucias de algunos maestros que se habían confabulado para sacarme adelante en contra de mi desinterés por su interés y su ciencia. El dinero de todos no alcanzaba en casa, pero el hueco era tan grande que mi contribución no fue nunca suficiente y la falta de ilusiones me afectaba más que la falta de plata.

– Si hemos de ahogarnos todos -dije al almuerzo en un día decisivo- dejen que me salve yo para tratar de mandarles aunque sea un bote de remos.

Así que la primera semana de diciembre me mudé de nuevo a Barranquilla, con la resignación de todos, y la seguridad de que el bote llegaría. Alfonso Fuenmayor debió imaginárselo al primer golpe de vista cuando me vio entrar sin anuncio en nuestra vieja oficina de El Heraldo, pues la de Crónica se había quedado sin recursos. Me miró como a un fantasma desde la máquina de escribir, y exclamó alarmado:

– ¡Qué carajo hace usted aquí sin avisar! Pocas veces en mi vida he contestado algo tan cerca de la verdad:

– Estoy hasta los huevos, maestro. Alfonso se tranquilizó.

– ¡Ah, bueno! -replicó con su mismo talante de siempre y con el verso más colombiano del himno nacional-. Por fortuna, así está la humanidad entera, que entre cadenas gime.

No demostró la mínima curiosidad por el motivo de mi viaje. Le pareció una suerte de telepatía, porque a todo el que le preguntaba por mí en los últimos meses le contestaba que en cualquier momento iba a llegar para quedarme. Se levantó feliz del escritorio mientras se ponía la chaqueta, porque yo le llegaba por casualidad como caído del cielo. Tenía media hora de retraso para un compromiso, no había terminado el editorial del día siguiente, y me pidió que se lo terminara. Apenas alcancé a preguntarle cual era el tema, y me contestó desde el corredor a toda prisa con una frescura típica de nuestro modo de ser amigos:

– Léalo y ya verá.

Al día siguiente había otra vez dos máquinas de escribir frente a frente en la oficina de El Heraldo, y yo estaba escribiendo otra vez «La Jirafa» para la misma página de siempre.Y -¡cómo no!- al mismo precio.Y en las mismas condiciones privadas entre Alfonso y yo, en las que muchos editoriales tenían párrafos del uno o del otro, y era imposible distinguirlos. Algunos estudiantes de periodismo o literatura han querido diferenciarlos en los archivos y no lo han logrado, salvo en los casos de tenias específicos, y no por el estilo sino por la información cultural.

En El Tercer Hombre me dolió la mala noticia de que habían matado a nuestro ladroncito amigo. Una noche como todas salió a hacer su oficio, y lo único que volvió a saberse de él sin más detalles fue que le habían dado un tiro en el corazón dentro de la casa donde estaba robando. El cuerpo fue reclamado por una hermana mayor, único miembro de la familia, y sólo nosotros y el dueño de la cantina asistimos a su entierro de caridad.

Volví a casa de las Ávila. Meira Delmar, otra vez vecina, siguió purificando con sus veladas sedantes mis malas noches de El Gato Negro. Ella y su hermana Alicia parecían gemelas por su modo de ser y por lograr que el tiempo se nos volviera circular cuando estábamos con ellas. De algún modo muy especial seguían en el grupo. Por lo menos una vez al año nos invitaban a una mesa de exquisiteces árabes que nos alimentaban el alma, y en su casa había veladas sorpresivas de visitantes ilustres, desde grandes artistas de cualquier género hasta poetas extraviados. Me parece que fueron ellas con el maestro Pedro Viaba quienes le pusieron orden a mi melomanía descarriada, y me enrolaron en la pandilla feliz del centro artístico.

Hoy me parece que Barranquilla me daba una perspectiva mejor sobre La hojarasca, pues tan pronto como tuve un escritorio con máquina emprendí la corrección con ímpetus renovados. Por esos días me atreví a mostrarle al grupo la primera copia legible a sabiendas de que no estaba terminada. Habíamos hablado tanto de ella que cualquier advertencia sobraba. Alfonso estuvo dos días escribiendo frente a mí sin mencionarla siquiera. Al tercer día, cuando terminamos las tareas al final de la tarde, puso sobre el escritorio el borrador abierto y leyó las páginas que tenía señaladas con tiras de papel. Más que un crítico, parecía rastreador de inconsecuencias y purificador de estilo. Sus observaciones fueron tan certeras que las utilicé todas, salvo una que a él le pareció traída de los cabellos, aun después de demostrarle que era un episodio real de mi infancia.

– Hasta la realidad se equivoca cuando la literatura es mala -dijo muerto de risa.

El método de Germán Vargas era que si el texto estaba bien no hacía comentarios inmediatos sino que daba un concepto tranquilizador, y terminaba con un signo de exclamación:

– ¡Cojonudo!

Pero en los días siguientes seguía soltando ristras de ideas dispersas sobre el libro, que culminaban cualquier noche de farra en un juicio certero. Si el borrador no le parecía bien, citaba a solas al autor y se lo decía con tal franqueza y tanta elegancia, que al aprendiz no le quedaba más que dar las gracias de todo corazón a pesar de las ganas de llorar. No fue mi caso. El día menos pensado Germán me hizo entre broma y de veras un comentario sobre mis borradores que me devolvió el alma al cuerpo.

Álvaro había desaparecido del Japy sin la menor señal de vida. Casi una semana después, cuando menos lo esperaba, me cerró el paso con el automóvil en el paseo Bolívar, y me gritó con su mejor talante:

– Suba, maestro, que lo voy a joder por bruto.

Era su frase anestésica. Dimos vueltas sin rumbo fijo por el centro comercial abrasado por la canícula, mientras Álvaro soltaba a gritos un análisis más bien emocional pero impresionante de su lectura. Lo interrumpía cada vez que veía un conocido en los andenes para gritarle algún despropósito cordial o burlón, y reanudaba el raciocinio exaltado, con la voz erizada por el esfuerzo, los cabellos revueltos y aquellos ojos desorbitados que parecían mirarme por entre las rejas de un panóptico. Terminamos tomando cerveza helada en la terraza de Los Almendros, agobiados por las fanaticadas del Júnior y el Sporting en la acera de enfrente, y al final nos atropello la avalancha de energúmenos que escapaban del estadio desinflados por un indigno dos a dos. El único juicio definitivo sobre el borrador de mi libro me lo gritó Álvaro a última hora por la ventana del carro:

– ¡De todos modos, maestro, todavía le queda mucho costumbrismo!

Yo, agradecido, alcancé a gritarle:

– ¡Pero del bueno de Faulkner!

Y él puso término a todo lo no dicho ni pensado con una risotada fenomenal:

– ¡No sea hijueputa!

Cincuenta años después, cada vez que me acuerdo de aquella tarde, vuelvo a oír la carcajada explosiva que resonó como un reguero de piedras en la calle en llamas.

Me quedó claro que a los tres les había gustado la novela», con sus reservas personales y tal vez justas, pero no lo dijeron con todas sus letras quizás porque les parecía un recurso fácil. Ninguno habló de publicarla, lo cual era también muy de ellos, para quienes lo importante era escribir bien. Lo demás era asunto de los editores.

Es decir: estaba otra vez en nuestra Barranquilla de siempre, pero mi desgracia era la conciencia de que aquella vez no tendría ánimos para perseverar con «La Jirafa». En realidad había cumplido su misión de imponerme una carpintería diaria para aprender a escribir desde cero, con la tenacidad y la pretensión encarnizada de ser un escritor distinto. En muchas ocasiones no podía con el tema, y lo cambiaba por otro cuando me daba cuenta de que todavía me quedaba grande. En todo caso, fue una gimnasia esencial para mi formación de escritor, con la certidumbre cómoda de que no era más que un material alimenticio sin ningún compromiso histórico.

La sola busca del tema diario me había amargado los primeros meses. No me dejaba tiempo para más: perdía horas escudriñando los otros periódicos, tomaba notas de conversaciones privadas, me extraviaba en fantasías que me maltrataban el sueño, hasta que me salió al encuentro la vida real. En ese sentido mi experiencia más feliz fue la de una tarde en que vi al pasar desde el autobús un letrero simple en la puerta de una casa: «Se venden palmas fúnebres».

Mi primer impulso fue tocar para averiguar los datos de aquel hallazgo, pero me venció la timidez. De modo que la vida misma me enseñó que uno de los secretos más útiles para escribir es aprender a leer los jeroglíficos de la realidad sin tocar una puerta para preguntar nada. Esto se me hizo mucho más claro mientras releía en años recientes las más de cuatrocientas «jirafas» publicadas, y de compararlas con algunos de los textos literarios a que dieron origen.

Por Navidades llegó de vacaciones la plana mayor de El Espectador, desde el director general, don Gabriel Cano, con todos los hijos: Luis Gabriel, el gerente; Guillermo, entonces subdirector; Alfonso, subgerente, y Fidel, el menor, aprendiz de todo. Llegó con ellos Eduardo Zalamea, Ulises, quien tenía un valor especial para mí por la publicación de mis cuentos y su nota de presentación. Tenían la costumbre de gozar en pandilla la primera semana del nuevo año en el balneario de Pradomar, a diez leguas de Barranquilla, donde se tomaban el bar por asalto. Lo único que recuerdo con cierta precisión de aquella barabúnda es que Ulises en persona fue una de las grandes sorpresas de mi vida. Lo veía a menudo en Bogotá, al principio en El Molino y años después en El Automático, y a veces en la tertulia del maestro De Greiff. Lo recordaba por su semblante huraño y su voz de metal, de los cuales saqué la conclusión de que era un cascarrabias, que por cierto era la fama que tenía entre los buenos lectores de la ciudad universitaria. Por eso lo había eludido diversas ocasiones para no contaminar la imagen que me había inventado para mi uso personal. Me equivoqué. Era uno de los seres más afectuosos y serviciales que recuerdo, aunque comprendo que necesitaba un motivo especial de la mente o del corazón. Su materia humana no tenía nada de la de don Ramón Vinyes, Álvaro Mutis o León de Greiff, pero compartía con ellos la aptitud congénita de maestro a toda hora, y la rara suerte de haber leído todos los libros que se debían leer.

De los Cano jóvenes -Luis Gabriel, Guillermo, Alfonso y Fidel- llegaría a ser más que un amigo cuando trabajé como redactor de El Espectador. Sería temerario tratar de recordar algún diálogo de aquellas conversaciones de todos contra todos en las noches de Pradomar, pero también sería imposible olvidar su persistencia insoportable en la enfermedad mortal del periodismo y la literatura. Me hicieron otro de los suyos, como su cuentista personal, descubierto y adoptado por ellos y para ellos. Pero no recuerdo como tanto se ha dicho- que alguien hubiera sugerido siquiera que me fuera a trabajar con ellos. No lo lamenté, porque en aquel mal momento no tenía la menor idea de cuál sería mi destino ni si me dieran a escogerlo.

Álvaro Mutis, entusiasmado por el entusiasmo de los Cano, volvió a Barranquilla cuando acababan de nombrarlo jefe de relaciones públicas de la Esso Colombiana, y trató de convencerme de que me fuera a trabajar con él en Bogotá. Su verdadera misión, sin embargo, era mucho más dramática: por un fallo aterrador de algún concesionario local habían llenado los depósitos del aeropuerto con gasolina de automóvil en vez de gasolina de avión, y era impensable que una nave abastecida con aquel combustible equivocado pudiera llegar a ninguna parte. La tarea de Mutis era enmendar el error en secreto absoluto antes del amanecer sin que se enteraran los funcionarios del aeropuerto, y mucho menos la prensa. Así se hizo. El combustible fue cambiado por el bueno en cuatro horas de whiskys bien conversados en los separes del aeropuerto local. Nos sobró tiempo para hablar de todo, pero el tema inimaginable para mí fue que la editorial Losada de Buenos Aires podía publicar la novela que yo estaba a punto de terminar. Álvaro Mutis lo sabía por la vía directa del nuevo gerente de la editorial en Bogotá, Julio César Villegas, un antiguo ministro de Gobierno del Perú asilado desde hacía poco en Colombia.

No recuerdo una emoción más intensa. La editorial Losada era una entre las mejores de Buenos Aires, que habían llenado el vacío editorial provocado por la guerra civil española. Sus editores nos alimentaban a diario con novedades tan interesantes y raras que apenas si teníamos tiempo para leerlas. Sus vendedores nos llegaban puntuales con los libros que nosotros encargábamos y los recibíamos como enviados de la felicidad. La sola idea de que una de ellas pudiera editar La hojarasca estuvo a punto de trastornarme. No acababa de despedir a Mutis en un avión abastecido con el combustible correcto, cuando corrí al periódico para hacer la revisión a fondo de los originales.

En los días sucesivos me dediqué de cuerpo entero al examen frenético de un texto que bien pudo salírseme de las manos. No eran más de ciento veinte cuartillas a doble espacio, pero hice tantos ajustes, cambios e invenciones, que nunca supe si quedó mejor o peor. Germán y Alfonso releyeron las partes más críticas y tuvieron el buen corazón de no hacerme reparos irredimibles. En aquel estado de ansiedad revisé la versión final con el alma en la mano y tomé la decisión serena de no publicarlo. En el futuro, aquello sería una manía. Una vez que me sentía satisfecho con un libro terminado, me quedaba la impresión desoladora de que no sería capaz de escribir otro mejor.

Por fortuna, Álvaro Mutis sospechó cuál era la causa de mi demora, y voló a Barranquilla para llevarse y enviar a Buenos Aires el único original en limpio, sin darme tiempo de una lectura final. Aún no existían las fotocopias comerciales y lo único que me quedó fue el primer borrador corregido en márgenes e interlíneas con tintas de colores distintos para evitar confusiones. Lo tiré a la basura y no recobré la serenidad durante los dos meses largos que demoró la respuesta.

Un día cualquiera me entregaron en El Heraldo una carta que se había traspapelado en el escritorio del jefe de redacción. El membrete de la editorial Losada de Buenos Aires me heló el corazón, pero tuve el pudor de no abrirla allí mismo sino en mi cubículo privado.

Gracias a eso me enfrenté sin testigos a la noticia escueta de que La hojarasca había sido rechazada. No tuve que leer el fallo completo para sentir el impacto brutal de que en aquel instante me iba a morir.

La carta era el veredicto supremo de don Guillermo de Torre, presidente del consejo editorial, sustentado con una serie de argumentos simples en los que resonaban la dicción, el énfasis y la suficiencia de los blancos de Castilla. El único consuelo fue la sorprendente concesión final: «Hay que reconocerle al autor sus excelentes dotes de observador y de poeta». Sin embargo, todavía hoy me sorprende que más allá de mi consternación y mi vergüenza, aun las objeciones más ácidas me parecieran pertinentes.

Nunca hice copia ni supe dónde quedó la carta después de circular varios meses entre mis amigos de Barranquilla, que apelaron a toda clase de razones balsámicas para tratar de consolarme. Por cierto que cuando traté de conseguir una copia para documentar estas memorias, cincuenta años después, no se encontraron rastros en la casa editorial de Buenos Aires. No recuerdo si se publicó como noticia, aunque nunca pretendí que lo fuera, pero sé que necesité un buen tiempo para recuperar el ánimo después de despotricar a gusto y de escribir alguna carta de rabia que fue publicada sin mi autorización. Esta infidencia me causó una pena mayor, porque mi reacción final había sido aprovechar lo que me fuera útil del veredicto, corregir todo lo corregible según mi criterio y seguir adelante.

El mejor aliento me lo dieron las opiniones de Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda. A Alfonso lo encontré en una fonda del mercado público, donde había descubierto un oasis para leer en el tráfago del comercio. Le consulté si dejaba mi novela como estaba, o si trataba de reescribirla con otra estructura, pues me parecía que en la segunda mitad perdía la tensión de la primera. Alfonso me escuchó con una cierta impaciencia, y me dio su veredicto.

– Mire, maestro -me dijo al fin, como todo un maestro-, Guillermo de Torre es tan respetable como él mismo se cree, pero no me parece muy al día en la novela actual.

En otras conversaciones ociosas de aquellos días me consoló con el precedente de que Guillermo de Torre había rechazado los originales de Residencia en la Tierra, de Pablo Neruda, en 1927. Fuenmayor pensaba que la suerte de mi novela podía haber sido otra si el lector hubiera sido Jorge Luis Borges, pero en cambio los estragos habrían sido peores si también la hubiera rechazado.

– Así que no joda más -concluyó Alfonso-. Su novela es tan buena como ya nos pareció, y lo único que usted tiene que hacer desde ya es seguir escribiendo.

Germán -fiel a su modo ponderado- me hizo el favor de no exagerar. Pensaba que ni la novela era tan mala para no publicarla en un continente donde el género estaba en crisis, ni era tan buena como para armar un escándalo internacional, cuyo único perdedor iba a ser un autor primerizo y desconocido. Álvaro Cepeda resumió el juicio de Guillermo de Torre con otra de sus lápidas floridas:

– Es que los españoles son muy brutos.

Cuando caí en la cuenta de que no tenía una copia limpia de mi novela, la editorial Losada me hizo saber por tercera o cuarta persona que tenían por norma no devolver originales. Por fortuna, Julio César Villegas había hecho una copia antes de enviar los míos a Buenos Aires, y me la hizo llegar. Entonces emprendí una nueva corrección sobre las conclusiones de mis amigos. Eliminé un largo episodio de la protagonista que contemplaba desde el corredor de las begonias un aguacero de tres días, que más tarde convertí en el «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo». Eliminé un diálogo superfluo del abuelo con el coronel Aureliano Buendía poco antes de la matanza de las bananeras, y unas treinta cuartillas que entorpecían de forma y de fondo la estructura unitaria de la novela. Casi veinte años después, cuando los creía olvidados, partes de esos fragmentos me ayudaron a sustentar nostalgias a lo largo y lo ancho de Cien años de soledad.

Estaba a punto de superar el golpe cuando se publicó la noticia de que la novela colombiana escogida para ser publicada en lugar de la mía por la editorial Losada era El Cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón. Fue un error o una verdad amañada de mala fe, porque no se trataba de un concurso sino de un programa de la editorial Losada para entrar en el mercado de Colombia con autores colombianos, y mi novela no fue rechazada en competencia con otra sino porque don Guillermo de Torre no la consideró publicable.

Mi consternación fue mayor de lo que yo mismo reconocí entonces, y no tuve el coraje de padecerla sin convencerme a mí mismo. Así que le caí sin anunciarme a mi amigo desde la infancia, Luis Carmelo Correa, en la finca bananera de Sevilla -a pocas leguas de Cataca- donde trabajaba por aquellos años como controlador de tiempo y revisor fiscal. Estuvimos dos días recapitulando una vez más, como siempre, nuestra infancia común. Su memoria, su intuición y su franqueza me resultaban tan reveladoras que me causaban un cierto pavor. Mientras hablábamos, él arreglaba con su caja de herramientas los desperfectos de la casa, y yo lo escuchaba en una hamaca mecida por la brisa tenue de las plantaciones. La Nena Sánchez, su esposa, nos corregía disparates y olvidos, muerta de risa en la cocina. Al final, en un paseo de reconciliación por las calles desiertas de Aracataca, comprendí hasta qué punto había recuperado mi salud de ánimo, y no me quedó la menor duda de que La hojarasca -rechazada o no- era el libro que yo me había propuesto escribir después del viaje con mi madre.

Alentado por aquella experiencia fui en busca de Rafael Escalona a su paraíso de Valledupar, tratando de escarbar mi mundo hasta las raíces. No me sorprendió, porque todo lo que encontraba, todo lo que ocurría, toda la gente que me presentaban era como si ya lo hubiera vivido, y no en otra vida, sino en la que estaba viviendo. Más adelante, en uno de mis tantos viajes, conocí al coronel Clemente Escalona, el padre de Rafael, que desde el primer día me impresionó por su dignidad y su porte de patriarca a la antigua. Era delgado y recto como un junco, de piel curtida y huesos firmes, y de una dignidad a toda prueba. Desde muy joven me había perseguido el tema de las angustias y el decoro con el que mis abuelos esperaron hasta el fin de sus largos años la pensión de veterano. Sin embargo, cuatro años después, cuando por fin escribía el libro en un viejo hotel de París, la imagen que tuve siempre en la memoria no era la de mi abuelo, sino la de don Clemente Escalona, como la repetición física del coronel que no tenía quien le escribiera.

Por Rafael Escalona supe que Manuel Zapata Olivella se había instalado como médico de pobres en la población de La Paz, a pocos kilómetros de Valledupar, y para allá nos fuimos. Llegamos al atardecer, y algo había en el aire que impedía respirar. Zapata y Escalona me recordaron que apenas veinte días antes el pueblo había sido víctima de un asalto de la policía que sembraba el terror en la región para imponer la voluntad oficial. Fue una noche de horror. Mataron sin discriminación, y les prendieron fuego a quince casas.

Por la censura férrea no habíamos conocido la verdad. Sin embargo, tampoco entonces tuve oportunidad de imaginarlo. Juan López, el mejor músico de la región, se había ido para no volver desde la noche negra. A Pablo, su hermano menor, le pedimos en su casa que tocara para nosotros, y nos dijo con una simplicidad impávida:

– Nunca más en mi vida volveré a cantar.

Entonces supimos que no sólo él, sino todos los músicos de la población habían guardado sus acordeones, sus tamboras, sus guacharacas, y no volvieron a cantar por el dolor de sus muertos. Era comprensible, y el propio Escalona, que era maestro de muchos, y Zapata Olivella, que empezaba a ser el médico de todos, no lograron que nadie cantara.

Ante nuestra insistencia, los vecinos acudieron a dar sus razones, pero en el fondo de sus almas sentían que el duelo no podía durar más. «Es como haberse muerto con los muertos», dijo una mujer que llevaba una rosa roja en la oreja. La gente la apoyó. Entonces Pablo López debió sentirse autorizado para torcerle el cuello a su pena, pues sin decir una palabra entró en su casa y salió con el acordeón. Cantó como nunca, y mientras cantaba empezaron a llegar otros músicos. Alguien abrió la tienda de enfrente y ofreció tragos por su cuenta. Las otras se abrieron de par en par al cabo de un mes de duelo, y se encendieron las luces, y todos cantamos. Media hora después todo el pueblo cantaba. En la plaza desierta salió el primer borracho en un mes y empezó a cantar a voz en cuello una canción de Escalona, dedicada al propio Escalona, en homenaje a su milagro de resucitar el pueblo.

Por fortuna, la vida seguía en el resto del mundo. Dos meses después del rechazo de los originales conocí a Julio César Villegas, que había roto con la editorial Losada, y lo habían nombrado representante para Colombia de la editorial González Porto, vendedores a plazos de enciclopedias y libros científicos y técnicos. Villegas era el hombre más alto y más fuerte, y el más recursivo ante los peores escollos de la vida real, consumidor desmedido de los whiskys más caros, conversador ineludible y fabulista de salón. La noche de nuestro primer encuentro en la suite presidencial del hotel del Prado salí trastabillando con un maletín de agente viajero atiborrado de folletos de propaganda y muestras de enciclopedias ilustradas, libros de medicina, derecho e ingeniería de la editorial González Porto. Desde el segundo whisky había aceptado convertirme en vendedor de libros a plazos en la provincia de Padilla, desde Valledupar hasta La Guajira. Mi ganancia era el anticipo en efectivo del veinte por ciento, que debía alcanzarme para vivir sin angustias después de pagar mis gastos, incluido el hotel.

Este es el viaje que yo mismo he vuelto legendario por mi defecto incorregible de no medir a tiempo mis adjetivos. La leyenda es que fue planeado como una expedición mítica en busca de mis raíces en la tierra de mis mayores, con el mismo itinerario romántico de mi madre llevada por la suya para ponerla a salvo del telegrafista de Aracataca. La verdad es que el mío no fue uno sino dos viajes muy breves y atolondrados.

En el segundo sólo volví a los pueblos en torno de Valledupar. Una vez allí, por supuesto, tenía previsto seguir hasta el cabo de la Vela con el mismo itinerario de mi madre enamorada, pero sólo llegué a Manaure de la Sierra, a La Paz y a Villanueva, a unas pocas leguas de Valledupar. No conocí entonces San Juan del César, ni Barrancas, donde se casaron mis abuelos y nació mi madre, y donde el coronel Nicolás Márquez mató a Medardo Pacheco; ni conocí Riohacha, que es el embrión de mi tribu, hasta 1984, cuando el presidente Belisario Betancur mandó desde Bogotá un grupo de amigos invitados a inaugurar las minas de hierro del Cerrejón. Fue el primer viaje a mi Guajira imaginaria, que me pareció tan mítica como la había descrito tantas veces sin conocerla, pero no pienso que fuera por mis falsos recuerdos sino por la memoria de los indios comprados por mi abuelo por cien pesos cada uno para la casa de Aracataca. Mi mayor sorpresa, desde luego, fue la primera visión de Riohacha, la ciudad de arena y sal donde nació mi estirpe desde los tatarabuelos, donde mi abuela vio a la virgen de los Remedios apagar el horno con un soplo helado cuando el pan estaba a punto de quemársele, donde mi abuelo hizo sus guerras y sufrió prisión por un delito de amor, y donde fui concebido en la luna de miel de mis padres.

En Valledupar no dispuse de mucho tiempo para vender libros. Vivía en el hotel Wellcome, una estupenda casa colonial bien conservada en el marco de la plaza grande, que tenía una larga enramada de palma en el patio con rústicas mesas de bar y hamacas colgadas en los horcones. Víctor Cohen, el propietario, vigilaba como un cancerbero el orden de la casa, tanto como su reputación moral amenazada por los forasteros disipados. Era también un purista de la lengua que declamaba de memoria a Cervantes con ceceos y seseos castellanos, y ponía en tela de juicio la moral de García Lorca. Hice buenas migas con él por su dominio de don Andrés Bello, por su declamación rigurosa de los románticos colombianos, y unas migas muy malas por su obsesión de impedir que se contrariaran los códigos morales en el ámbito puro de su hotel. Todo esto empezó de manera muy fácil por ser él un viejo amigo de mi tío Juan de Dios y se complacía en evocar sus recuerdos.

Para mí fue una lotería aquel galpón del patio, porque las muchas horas que me sobraban se me iban leyendo en una hamaca bajo el bochorno del mediodía. En tiempos de hambruna llegué a leer desde tratados de cirugía hasta manuales de contabilidad, sin pensar que habrían de servirme para mis aventuras de escritor. El trabajo era casi espontáneo, porque la mayoría de los clientes pasaban de algún modo por el cedal de los Iguarán y los Cotes, y a mí me bastaba con una visita que se prolongaba hasta el almuerzo evocando tramoyas de familia. Algunos firmaban el contrato sin leerlo para estar a tiempo con el resto de la tribu que nos esperaba para almorzar a la sombra de los acordeones. Entre Valledupar y La Paz hice mi cosecha grande en menos de una semana y regresé a Barranquilla con la emoción de haber estado en el único lugar del mundo que de veras entendía.

El 13 de junio muy temprano iba en el autobús hacia no sé dónde cuando me enteré de que las Fuerzas Armadas se habían tomado el poder ante el desorden que reinaba en el gobierno y en el país entero. El 6 de septiembre del año anterior, una turba de pandilleros conservadores y policías en uniforme habían prendido fuego en Bogotá a los edificios de El Tiempo y El Espectador, los dos diarios más importantes del país, y atacaron a bala las residencias del ex presidente Alfonso López Pumarejo y de Carlos Lleras Restrepo, presidente de la Dirección Liberal. Este último, reconocido como un político de carácter duro, alcanzó a intercambiar disparos con sus agresores, pero al final se vio obligado a escapar por las bardas de una casa vecina. La situación de violencia oficial que padecía el país desde el 9 de abril se había vuelto insostenible.

Hasta la madrugada de aquel 13 de junio, cuando el general de división Gustavo Rojas Pínula sacó del palacio al presidente encargado, Roberto Urdaneta Arbeláez. Laureano Gómez, el presidente titular en uso de buen retiro por disposición de sus médicos, reasumió entonces el mando en silla de ruedas, y trató de darse un golpe a sí mismo y gobernar los quince meses que le faltaban para su término constitucional. Pero Rojas Pínula y su plana mayor habían llegado para quedarse.

El respaldo nacional fue inmediato y unánime a la decisión de la Asamblea Constituyente que legitimó el golpe militar. Rojas Pínula fue investido de poderes hasta el término del periodo presidencial, en agosto del año siguiente, y Laureano Gómez viajó con su familia a Benidorm, en la costa levantina de España, dejando detrás la impresión ilusoria de que sus tiempos de rabias habían terminado. Los patriarcas liberales proclamaron su apoyo a la reconciliación nacional con un llamado a sus copartidarios en armas en todo el país. La foto más significativa que publicaron los periódicos en los días siguientes fue la de los liberales de avanzada que cantaron una serenata de novios bajo el balcón de la alcoba presidencial. El homenaje lo encabezó don Roberto García Peña, director de El Tiempo, y uno de los opositores más encarnizados del régimen depuesto.

En todo caso, la foto más emocionante de aquellos días fue la fila interminable de guerrilleros liberales que entregaron las armas en los llanos orientales, comandados por Guadalupe Salcedo, cuya imagen de bandolero romántico había tocado a fondo el corazón de los colombianos castigados por la violencia oficial. Era una nueva generación de guerreros contra el régimen conservador, identificados de algún modo como un rezago de la guerra de los Mil Días, que mantenían relaciones nada clandestinas con los dirigentes legales del partido liberal.

Al frente de ellos, Guadalupe Salcedo había difundido a todos los niveles del país, a favor o en contra, una nueva imagen mítica. Tal vez por eso -a los siete años de su rendición- fue acribillado a tiros por la policía en algún lugar de Bogotá, que nunca ha sido precisado, ni establecidas a ciencia cierta las circunstancias de su muerte.

La fecha oficial es el 6 de junio de 1977, y el cuerpo fue depositado en ceremonia solemne en una cripta numerada del cementerio central de Bogotá con asistencia de políticos conocidos. Pues Guadalupe Salcedo, desde sus cuarteles de guerra, mantuvo relaciones no sólo políticas sino sociales con los dirigentes del liberalismo en desgracia. Sin embargo, hay por lo menos ocho versiones distintas de su muerte, y no faltan incrédulos de aquella época y de ésta que todavía se pregunten si el cadáver era el suyo y si en realidad está en la cripta donde fue sepultado.

Con aquel estado de ánimo emprendí el segundo viaje de negocios a la Provincia, después de confirmar con Villegas que todo estaba en orden. Como la vez anterior, hice mis ventas muy rápidas en Valledupar con una clientela convencida de antemano. Me fui con Rafael Escalona y Poncho Cotes para Villanueva, La Paz, Patillal y Manaure de la Sierra para visitar a veterinarios y agrónomos. Algunos habían hablado con compradores de mi viaje anterior y me esperaban con pedidos especiales. Cualquier hora era buena para armar la fiesta con los mismos clientes y sus alegres compadres, y amanecíamos cantando con los acordeoneros grandes sin interrumpir compromisos ni pagar créditos urgentes porque la vida cotidiana seguía su ritmo natural en el fragor de la parranda. En Villanueva estuvimos con un acordeonero y dos cajistas que al parecer eran nietos de alguno que escuchábamos de niños en Aracataca. De ese modo, lo que había sido una adicción infantil se me reveló en aquel viaje como un oficio inspirado que había de acompañarme hasta siempre.

Esa vez conocí Manaure, en el corazón de la sierra, un pueblo hermoso y tranquilo, histórico en la familia porque fue allí donde llevaron a temperar a mi madre cuando era niña, por unas fiebres tercianas que habían resistido a toda clase de brebajes. Tanto había oído hablar de Manaure, de sus tardes de mayo y ayunos medicinales, que cuando estuve por primera vez me di cuenta de que lo recordaba como si lo hubiera conocido en una vida anterior. Estábamos tomando una cerveza helada en la única cantina del pueblo cuando se acercó a nuestra mesa un hombre que parecía un árbol, con polainas de montar y al cinto un revólver de guerra. Rafael Escalona nos presentó, y él se quedó mirándome a los ojos con mi mano en la suya.

– ¿Tiene algo que ver con el coronel Nicolás Márquez? -me preguntó.

– Soy su nieto -le dije.

– Entonces -dijo él-, su abuelo mató a mi abuelo.

Es decir, era el nieto de Medardo Pacheco, el hombre que mi abuelo había matado en franca lid. No me dio tiempo de asustarme, porque lo dijo de un modo muy cálido, como si también ésa fuera una manera de ser parientes. Estuvimos de parranda con él durante tres días y tres noches en su camión de doble fondo, bebiendo brandy caliente y comiendo sancochos de chivo en memoria de los abuelos muertos. Pasaron varios días antes de que me confesara la verdad: se había puesto de acuerdo con Escalona para asustarme, pero no tuvo corazón para seguir las bromas de los abuelos muertos. En realidad se llamaba José Prudencio Aguilar, y era un contrabandista de oficio, derecho y de buen corazón. En homenaje suyo, para no ser menos, bauticé con su nombre al rival que José Arcadio Buendía mató con una lanza en la gallera de Cien años de soledad.

Lo malo fue que al final de aquel viaje de nostalgias no habían llegado todavía los libros vendidos, sin los cuales no podía cobrar mis anticipos. Me quedé sin un céntimo y el metrónomo del hotel andaba más deprisa que mis noches de fiesta. Víctor Cohen empezó a perder la poca paciencia que le quedaba por causa de los infundios de que la plata de su deuda la despilfarraba con chiflamicas de baja estofa y guarichas de mala muerte. Lo único que me devolvió el sosiego fueron los amores contrariados de El derecho de nacer, la novela radial de don Félix B. Caignet, cuyo impacto popular revivió mis viejas ilusiones con la literatura de lágrimas. La lectura inesperada de El viejo y el mar, de Hemingway, que llegó de sorpresa en la revista Life en Español, acabó de restablecerme de mis quebrantos.

En el mismo correo llegó el cargamento de libros que debía entregar a sus dueños para cobrar mis anticipos. Todos pagaron puntuales, pero ya debía en el hotel más del doble de lo que había ganado, y Villegas me advirtió que no tendría ni un clavo más antes de tres semanas. Entonces hablé en serio con Víctor Cohen y él aceptó un vale con un fiador. Como Escalona y su pandilla no estaban a la mano, un amigo providencial me hizo el favor sin compromisos, sólo porque le había gustado un cuento mío publicado en Crónica. Sin embargo, a la hora de la verdad no pude pagarle a nadie.

El vale se volvió histórico años después cuando Víctor Cohen lo mostraba a sus amigos y visitantes, no como un documento acusador sino como un trofeo. La última vez que lo vi tenía casi cien años y era espigado y lúcido, y con el humor intacto. En el bautizo de un hijo de mi comadre Consuelo Araujonoguera, del cual fui padrino, volví a ver el vale impagado casi cincuenta años después. Víctor Cohen se lo mostró a todo el que quiso verlo, con la gracia y la fineza de siempre. Me sorprendió la pulcritud del documento escrito por él, y la enorme voluntad de pagar que se notaba en la desfachatez de mi firma. Víctor lo celebró aquella noche bailando un paseo vallenato con una elegancia colonial como nadie lo había bailado desde los años de Francisco el Hombre. Al final, muchos amigos me agradecieron que no hubiera pagado a tiempo el vale que dio origen a aquella noche impagable.

La magia seductora del doctor Villegas daría todavía para más, pero no con los libros. No es posible olvidar la maestría señorial con que toreaba a los acreedores y la felicidad con que ellos entendían sus razones para no pagar a tiempo. El más tentador de sus temas de entonces tenía que ver con la novela Se han cerrado los caminos, de la escritora barranquillera Olga Salcedo de Medina, que había provocado un alboroto más social que literario pero con escasos precedentes regionales. Inspirado por el éxito de El derecho de nacer, que seguí con atención creciente durante todo el mes, había pensado que estábamos en presencia de un fenómeno popular que los escritores no podíamos ignorar. Sin mencionar siquiera la deuda pendiente se lo había comentado a Villegas a mi regreso de Valledupar, y él me propuso que escribiera la adaptación con la malicia bastante para triplicar el vasto auditorio ya amarrado por el drama radial de Félix B. Caignet.

Hice la adaptación para la transmisión radiofónica en una encerrona de dos semanas que me parecieron mucho más reveladoras de lo previsto, con medidas de diálogos, grados de intensidad y situaciones y tiempos fugaces que no se parecían a nada de cuanto había escrito antes. Con mi inexperiencia en el diálogo -que sigue sin ser mi fuerte-, la prueba fue valiosa y más la agradecí por el aprendizaje que por la ganancia. Sin embargo, tampoco en eso tenía quejas, porque Villegas me adelantó la mitad en efectivo y se comprometió a cancelarme la deuda anterior con los primeros ingresos de la radionovela.

Se grabó en la emisora Atlántico, con el mejor reparto regional posible y dirigida sin experiencia ni inspiración por el mismo Villegas. Para narrador le habían recomendado a Germán Vargas, como un locutor distinto por el contraste de su sobriedad con la estridencia de la radio local. La primera sorpresa grande fue que Germán aceptó, y la segunda fue que desde el primer ensayo él mismo llegó a la conclusión de que no era el indicado. Villegas en persona asumió entonces la carga de la narración con su cadencia y los silbos andinos que acabaron de desnaturalizar aquella aventura temeraria.

La radionovela pasó completa con más penas que glorias, y fue una cátedra magistral para mis ambiciones insaciables de narrador en cualquier género. Asistí a las grabaciones, que eran hechas en directo sobre el disco virgen con una aguja de arado que iba dejando copos de filamentos negros y luminosos, casi intangibles, como cabellos de ángel. Cada noche me llevaba un buen puñado que repartía entre mis amigos como un trofeo insólito. Entre tropiezos y chapucerías sin cuento, la radionovela salió al aire a tiempo con una fiesta descomunal muy propia del promotor.

Nadie logró inventarse un argumento de cortesía para hacerme creer que la obra le gustaba, pero tuvo una buena audiencia y una pauta de publicidad suficiente para salvar la cara. A mí, por fortuna, me dio nuevos bríos en un género que me parecía disparado hacia horizontes impensables. Mi admiración y gratitud por don Félix B. Caignet llegaron al punto de pedirle una entrevista privada unos diez años después, cuando viví unos meses en La Habana como redactor de la agencia cubana Prensa Latina. Pero a pesar de toda clase de razones y pretextos, nunca se dejó ver, y sólo me quedó de él una lección magistral que leí en alguna entrevista suya: «La gente siempre quiere llorar: lo único que yo hago es darle el pretexto». Las magias de Villegas, por su parte, no dieron para más. Se le enredó todo también con la editorial González Porto -como antes con Losada- y no hubo modo de arreglar nuestras últimas cuentas, porque dejó tirados sus sueños de grandeza para volver a su país.

Álvaro Cepeda Samudio me sacó del purgatorio con su vieja idea de convertir El Nacional en el periódico moderno que había aprendido a hacer en los Estados Unidos. Hasta entonces, aparte de sus colaboraciones ocasionales en Crónica, que siempre fueron literarias, sólo había tenido ocasión de practicar su grado de la Universidad de Columbia con los comprimidos ejemplares que mandaba al Sporting News, de Saint Louis, Missouri. Por fin, en 1953 nuestro amigo Julián Davis Echandía, que había sido el primer jefe de Álvaro, lo llamó para que se hiciera cargo del manejo integral de su periódico vespertino, El Nacional El propio Álvaro lo había embullado con el proyecto astronómico que le presentó a su regreso de Nueva York, pero una vez capturado el mastodonte me llamó para que lo ayudara a cargarlo sin títulos ni deberes definidos, pero con el primer sueldo adelantado que me alcanzó para vivir aun sin cobrarlo completo.

Fue una aventura mortal. Álvaro había hecho el plan íntegro con modelos de los Estados Unidos. Como Dios en las alturas quedaba Davis Echandía, precursor de los tiempos heroicos del periodismo sensacionalista local y el hombre menos descifrable que conocí, bueno de nacimiento y más sentimental que compasivo. El resto de la nómina eran grandes periodistas de choque, de la cosecha brava, todos amigos entre sí y colegas de muchos años. En teoría, cada quien tenía su órbita bien definida, pero más allá de ella no se supo nunca quién hizo qué para que el enorme mastodonte técnico no lograra dar ni el primer paso. Los pocos números que lograron salir fueron el resultado de un acto heroico, pero nunca se supo de quién. A la hora de entrar en prensa las planchas estaban empasteladas. Desaparecía el material urgente, y los buenos enloquecíamos de rabia. No recuerdo una vez en que el diario saliera a tiempo y sin remiendos, por los demonios agazapados que teníamos en los talleres. Nunca se supo qué pasó. La explicación que prevaleció fue quizás la menos perversa: algunos veteranos anquilosados no pudieron tolerar el régimen renovador y se confabularon con sus almas gemelas hasta que consiguieron desbaratar la empresa.

Álvaro se fue de un portazo. Yo tenía un contrato que había sido una garantía en condiciones normales, pero en las peores era una camisa de fuerza. Ansioso de sacar algún provecho del tiempo perdido intenté armar al correr de la máquina cualquier cosa válida con cabos sueltos que me quedaban de intentos anteriores. Retazos de La casa, parodias del Faulkner truculento de Luz de agosto, de las lluvias de pájaros muertos de Nathaniel Hawthorne, de los cuentos policíacos que me habían hastiado por repetitivos, y de algunos moretones que todavía me quedaban del viaje a Aracataca con mi madre. Fui dejándolos fluir a su antojo en mi oficina estéril, donde no quedaba más que el escritorio descascarado y la máquina de escribir con el último aliento, hasta llegar de un solo tirón al título final: «Un día después del sábado». Otro de los pocos cuentos míos que me dejaron satisfecho desde la primera versión.

En El Nacional me abordó un vendedor volante de relojes de pulso. Nunca había tenido uno, por razones obvias en aquellos años, y el que me ofrecía era de un lujo aparatoso y caro. El mismo vendedor me confesó entonces que era miembro del Partido Comunista encargado de vender relojes como anzuelos para pescar contribuyentes.

– Es como comprar la revolución a plazos -me dijo. Le contesté de buena índole:

– La diferencia es que el reloj me lo dan enseguida y la revolución no.

El vendedor no tomó muy bien el mal chiste y terminé comprando un reloj más barato, sólo por complacerlo, y con un sistema de cuotas que él mismo pasaría a cobrar cada mes. Fue el primer reloj que tuve, y tan puntual y duradero que todavía lo guardo como reliquia de aquellos tiempos.

Por esos días volvió Álvaro Mutis con la noticia de un vasto presupuesto de su empresa para la cultura y la aparición inminente de la revista Lámpara, su órgano literario. Ante su invitación a colaborar le propuse un proyecto de emergencia: la leyenda de La Sierpe. Pensé que si algún día quería contarla no debía ser a través de ningún prisma retórico sino rescatada de la imaginación colectiva como lo que era: una verdad geográfica e histórica. Es decir -por fin-, un gran reportaje.

– Usted haga lo que le salga por donde quiera -me dijo Mutis-. Pero hágalo, que es el ambiente y el tono que buscamos para la revista.

Se la prometí para dos semanas más tarde. Antes de irse al aeropuerto había llamado a su oficina de Bogotá, y ordenó el pago adelantado. El cheque que me llegó por correo una semana después me dejó sin aliento. Más aún cuando fui a cobrarlo y el cajero del banco se inquietó con mi aspecto. Me hicieron pasar a una oficina superior, donde un gerente demasiado amable me preguntó dónde trabajaba. Le contesté que escribía en El Heraldo, de acuerdo con mi costumbre, aunque ya entonces no fuera cierto. Nada más. El gerente examinó el cheque en el escritorio, lo observó con un aire de desconfianza profesional y por fin sentenció:

– Se trata de un documento perfecto.

Esa misma tarde, mientras empezaba a escribir «La Sierpe», me anunciaron una llamada del banco. Llegué a pensar que el cheque no era confiable por cualesquiera de las incontables razones posibles en Colombia. Apenas logré tragarme el nudo de la garganta cuando el funcionario del banco, con la cadencia viciosa de los andinos, se excusó de no haber sabido a tiempo que el mendigo que cobró el cheque era el autor de «La Jirafa».

Mutis volvió otra vez a fin de año. Apenas si saboreó el almuerzo por ayudarme a pensar en algún modo estable y para siempre de ganar más sin cansancio. El que a los postres le pareció mejor fue hacerles saber a los Cano que yo estaría disponible para El Espectador, aunque seguía crispándome la sola idea de volver a Bogotá. Pero Álvaro no daba tregua cuando se trataba de ayudar a un amigo.

– Hagamos una vaina -me dijo-, le voy a mandar los pasajes para que vaya cuando quiera y como quiera a ver qué se nos ocurre.

Era demasiado para decir que no, pero estaba seguro de que el último avión de mi vida había sido el que me sacó de Bogotá después del 9 de abril. Además, las escasas regalías de la radionovela y la publicación destacada del primer capítulo de «La Sierpe» en la revista Lámpara me habían valido algunos textos de publicidad que me alcanzaron además para mandarle un barco de alivio a la familia de Cartagena. De modo que una vez más resistí a la tentación de mudarme a Bogotá.

Álvaro Cepeda, Germán y Alfonso, y la mayoría de los contertulios del Japy y del café Roma, me hablaron en buenos términos de «La Sierpe» cuando se publicó en Lámpara el primer capítulo. Estaban de acuerdo en que la fórmula directa del reportaje había sido la más adecuada para un tema que estaba en la peligrosa frontera de lo que no podía creerse. Alfonso, con su estilo entre broma y de veras me dijo entonces algo que no olvidé nunca: «Es que la credibilidad, mi querido maestro, depende mucho de la cara que uno ponga para contarlo». Estuve a punto de revelarles las propuestas de trabajo de Álvaro Mutis, pero no me atreví, y hoy sé que fue por el miedo de que me las aprobaran. Había vuelto a insistir varias veces, incluso después de que me hizo una reservación en el avión y la cancelé a última hora. Me dio su palabra de que no estaba haciendo una diligencia de segunda mano para El Espectador ni para ningún otro medio escrito o hablado. Su único propósito -insistió hasta el final- era el deseo de conversar sobre una serie de colaboraciones fijas para la revista y examinar algunos detalles técnicos sobre la serie completa de «La Sierpe», cuyo segundo capítulo debía salir en el número inminente. Álvaro Mutis se mostraba seguro de que esa clase de reportajes podían ser un puntillazo al costumbrismo chato en sus propios terrenos. De todos los motivos que me había planteado hasta entonces, éste fue el único que me dejó pensando.

Un martes de lloviznas lúgubres me di cuenta de que no podría irme aunque lo quisiera porque no tenía más ropa que mis camisas de bailarín. A las seis de la tarde no encontré a nadie en la librería Mundo y me quedé esperando en la puerta, con una pelota de lágrimas por el crepúsculo triste que empezaba a padecer. En la acera opuesta había una vitrina de ropa formal que no había visto nunca aunque estaba allí desde siempre, y sin pensar en lo que hacía crucé la calle San Blas bajo las cenizas de la llovizna, y entré con paso firme en la tienda más cara de la ciudad. Compré un vestido clerical de paño azul de medianoche, perfecto para el espíritu de la Bogotá de aquel tiempo; dos camisas blancas de cuello duro, una corbata de rayas diagonales y un par de zapatos de los que puso de moda el actor José Mojica antes de hacerse santo. Los únicos a quienes les conté que me iba fueron Germán, Álvaro y Alfonso, que lo aprobaron como una decisión sensata con la condición de que no regresara cachaco.

Lo celebramos en El Tercer Hombre con el grupo en pleno hasta el amanecer, como la fiesta anticipada de mi próximo cumpleaños, pues Germán Vargas, que era el guardián del santoral, informó que el 6 de marzo próximo yo iba a cumplir veintisiete años. En medio de los buenos augurios de mis amigos grandes, me sentí dispuesto a comerme crudos los setenta y tres que me faltaban todavía para cumplir los primeros cien.

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