Capítulo 9

Jill llegó a su despacho a la mañana siguiente del Cuatro de Julio, y se encontró con que la puerta no estaba cerrada con llave. ¿Se le habría olvidado cerrarla cuando se había marchado? ¿Habrían entrado…?

Abrió de par en par y se encontró a Tina sentada tras el mostrador, haciendo anotaciones en unos expedientes, a las ocho y veintiséis de la mañana, exactamente.

– Buenos días -dijo, asombrada.

– Hola -respondió Tina, y sonrió-. Gracias por traer a Emily ayer. Es una niña estupenda. Ashley se lo pasó tan bien con ella que me pregunta todo el tiempo cuándo van a jugar juntas de nuevo.

Jill tuvo la tentación de darse la vuelta para ver si había alguien más en la habitación y por eso Tina estaba siendo amable con ella.

– Emily también se lo pasó muy bien -dijo, en vez de eso-. Y yo.

Las dos mujeres se quedaron mirándose, y Jill sonrió ampliamente, sin saber qué hacer. Después entró en su despacho, y Tina la siguió.

– Tienes un mensaje del señor Harrison, que quiere hacer algunas preguntas sobre su caso.

Jill asintió y tomó el papel que Tina le ofrecía.

– Detesto tener que llamarlo para darle malas noticias. ¿Algo más?

– Sí. Tienes un mensaje de una tal señora Sullivan, de Los Ángeles. Dice que le gustaría verte el jueves -Tina frunció el ceño-. ¿Estás haciendo algún trabajo para ella?

Jill tomó la otra nota, la miró y sonrió.

– No. Es para una entrevista de trabajo. Vaya, vaya, ha sido muy rápido. Mi curriculum no lleva circulando tanto tiempo. Por supuesto, yo soy lo que ellos necesitan, lo cual es estupendo. ¿Dijo alguna hora?

La sonrisa cálida y amable de Tina se desvaneció. Entrecerró los ojos, se cruzó de brazos y dio un paso hacia atrás.

– ¿Estás buscando trabajo? -le dijo, insultada e incrédula al mismo tiempo-. Tú trabajas aquí.

– Pero siempre fue algo temporal. Creía que lo sabías.

– El juez Strathern dijo que te ibas a mudar a la ciudad cuando telefoneó. Yo creía que era para siempre.

Sin añadir nada más, se dio la vuelta y salió de la habitación, dando un portazo.

Jill se hundió en su sillón.


– ¿Qué ha ocurrido? -se preguntó en voz alta.

¿Cómo era posible que Tina se enfadara porque ella no fuera a quedarse en Los Lobos? Era incomprensible. Sin embargo, decidió no dejarse amargar por las extrañas reacciones de aquella mujer y llamó a la señora Sullivan para fijar una cita para el jueves a las once de la mañana. Se llevaría el 545 y vería si en Los Angeles lo rayaban convenientemente.

Después llamó al señor Harrison.

– Soy Jill Strathern -dijo, cuando el anciano contestó la llamada-. Le llamo para decirle que he estado estudiando su caso.

– Es un muro, niña.

Ella se estremeció.

– Sí, lo sé. Si la construcción hubiera sido más reciente, es posible que hubiéramos tenido alguna oportunidad, pero como el muro tiene más de cien años, hay muy poco que se pueda hacer para derribarlo. Le sugiero que se ponga en contacto con sus vecinos y que consiga un buen precio de mercado por el terreno que está al otro lado del muro. Usted dijo que su principal preocupación era dejarlo todo resuelto para cuando faltara.

Hizo una pausa, esperando que el señor Harrison dijera algo, pero sólo hubo silencio, seguido por el clic del auricular cuando el anciano colgó.

– Perfecto -dijo Jill.

Mientras su día se iba definitivamente por el retrete, decidió darle un empujón para estropearlo definitivamente. Se acercó a la puerta que Tina había cerrado tan bruscamente y la abrió.

– Estaré fuera el jueves. ¿Te importaría asegurarte de que no tengo citas ese día, y si las tengo, volver a fijarlas para otro día?

– Claro. Como quieras. Tengo que irme en unos minutos. Por algo de mis hijos.

– Bien. Si no te importa, ocúpate de mi agenda antes de irte, por favor.

Jill tenía la sensación de que ya no vería a la mujer durante el resto del día. Volvió a su despacho y sintió todos los ojos de los peces clavados en ella.

– Nunca he dicho que fuera a quedarme, así que no intentéis decir que yo lo dije. Me voy de Los Lobos, y está decidido.


Mac hubiera preferido estar en cualquier lugar mejor que en aquella reunión sobre las celebraciones del centenario del muelle. Estaba sentado al fondo de la sala de reuniones del centro de la comunidad, y de vez en cuando, escribía algunas notas mientras el alcalde Franklin Yardley hablaba sin parar.

– Ahora que el Cuatro de Julio ya ha pasado -decía el regidor-, todos podemos concentrarnos en este evento histórico.


Recitó las actividades que se llevarían a cabo aquel día, y que culminarían con unos grandes fuegos artificiales que se lanzarían desde el mismo muelle. Mac se preguntó por un momento qué podrían hacerle las chispas de los fuegos a un muelle de cien años de antigüedad, pero después se dijo que no debía preocuparse por aquellos detalles. Su principal objetivo era que los ciudadanos y los turistas estuvieran a salvo.

– Se espera al menos, el cincuenta por ciento más de asistentes que durante el Cuatro de Julio -siguió diciendo Franklin-, y nadie en este pueblo tiene experiencia para planificar al completo un evento de tal magnitud. Así pues, he invitado a un experto -explicó. Estaba tan satisfecho consigo mismo que Mac comenzó a inquietarse. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? En aquel momento, un hombre familiar entró por la puerta lateral y se acercó al estrado mientras el alcalde sonreía a los miembros del comité-. Señores, les presento a Rudy Casaccio. Él ha llevado a cabo celebraciones y eventos mucho más grandes que el nuestro, y se ha ofrecido amablemente a ayudarnos como asesor.

Pues claro que lo había hecho, pensó Mac, y soltó una maldición entre dientes. Y el alcalde había aceptado después de conseguir una buena contribución para su campaña electoral.

Rudy se colocó junto al alcalde y sonrió a los presentes. Mac tuvo que admitir que estaba elegante. Llevaba un traje magnífico y transmitía seguridad y desenvoltura. Era un hombre acostumbrado a estar al mando. La reunión continuó, y Rudy pronunció unas cuantas palabras para dar consejos a la gente. Después se ofreció para reunirse con los hombres de negocios más prominentes del pueblo para hablar de sus necesidades individualmente.

Cuando todo el mundo se levantó para marcharse, Mac se acercó al alcalde y lo apartó un poco para hablar con él en privado.

– ¿Tiene la más mínima idea de lo que está haciendo? -le preguntó.

Yardley entrecerró los ojos.

– Claro que sí, sheriff, y le sugeriría que escuchara y aprendiera. Rudy Casaccio puede hacer muchas cosas por este pueblo, cosas que nunca nos habríamos imaginado.

– Sí. Traer el juego ilegal y las drogas, por ejemplo.

– El señor Casaccio es un hombre de negocios de reputación intachable. Quiere ayudar a nuestro pueblo.

Mac entendió que era ayudar al mismo Franklin.

– No lo entiendo. ¿Por qué iba a querer un hombre como él ayudar a nuestro pueblo?

– Es un hombre con una visión muy amplia.

– Ya. ¿Con cuánto dinero ha contribuido a su reelección? -le preguntó Mac.

– Quizá debiera usted preocuparse menos de cómo voy a seguir yo en mi puesto. Tiene que enfrentarse dentro de muy poco a unas elecciones para elegir al sheriff, y sin mi ayuda, no tendrá nada que hacer.

Mac sabía que tenía razón, pero aquello no le gustaba.

– Supongo que Rudy Casaccio les dio dinero para la restauración del muelle.

– Sí. Veinte mil dólares.

– Estupendo.

– Siga con el programa -le dijo Franklin-. Todos queremos que el señor Casaccio se sienta como en casa. Usted lleva poco tiempo aquí, pero todo el mundo piensa que está haciendo un buen trabajo. Sería una pena perder todo ese apoyo porque tenga algo personal e infundado contra uno de nuestros ciudadanos más importantes.

– Que yo sepa, él no es uno de los residentes del pueblo.

El alcalde se encogió de hombros.

– Todos tenemos la esperanza de que eso cambie. Y si usted causa problemas, es posible que sólo haya sitio para uno de los dos.


Jill sonrió a la joven que estaba sentada frente a ella. Tenía unos veintitantos años y estaba embarazada. Kim Murphy la miró a los ojos, le devolvió una tímida sonrisa y apartó la mirada de nuevo.

– Me sorprendió tu llamada -le dijo la chica-. No había visto a mi abuela desde hacía años. Creía que ya no se acordaba de mí.

– Pues parece que sí.

Kim se mordió el labio inferior y le lanzó a Jill una mirada de cautela.

– Yo quería verla más a menudo, por supuesto, pero… no podía.

Jill se preguntó por qué.

– ¿Estaba enferma?

– Eh, no, no creo. Es sólo que… las cosas se complicaron. Hacía seis años que no la veía, desde que me casé.

Jill sacó unos papeles de una carpeta, y cuando vio la fecha de nacimiento de Kim, arqueó las cejas.

– Llevas seis años casada… caramba, debiste de prometerte el día en que cumpliste dieciocho años.

Kim asintió tímidamente.

– En realidad, me prometí a los tres días. Andy y yo empezamos a salir cuando yo tenía catorce. Él era mayor que yo, claro, pero me esperó.

Kim lo decía como si fuera una buena cosa, pero Jill tuvo que hacer un esfuerzo para no decir nada sarcástico.

– Es estupendo -comentó.

– Andy es maravilloso -murmuró Kim, y volvió a sonreír.

– Me alegro de saber que todavía quedan buenos chicos por ahí -al contrario que Lyle, la comadreja-. Bueno, todo esto es muy sencillo. Tu abuela te ha dejado ochenta mil dólares. Vas a heredar la cantidad completa. Mi minuta se cobrará del resto de la herencia. Me llevará un par de semanas completar todo el proceso. Tú tendrás que firmar algunos papeles, y después te entregaré el dinero. Mientras, tendrás que pensar en lo que quieres hacer con la herencia.

Kim frunció el ceño.

– No entiendo.

– Te estoy sugiriendo que abras una cuenta separada en el banco para ese dinero. Puedes meterlo en un fondo de inversión, por ejemplo, para empezar a ahorrar para el dinero de la Universidad de tu hijo -sugirió Jill, y sonrió.

– Oh, no. Andy quiere comprar un camión nuevo.

A Jill no le gustó cómo le temblaba la voz.

– Pero, ¿qué es lo que quieres tú? -le preguntó suavemente.

Kim tragó saliva.

– ¿Hemos terminado ya? Porque tengo que irme. Tengo una cita.

– Claro. Será sólo un segundo.

Jill le tendió varios papeles para que los firmara. Kim se inclinó hacia el escritorio, y al hacerlo, el vestido se le resbaló del hombro. Jill vio un hematoma grande y feo, que tenía la forma de una mano.

Jill maldijo en silencio. «Por favor, Dios, no dejes que estén maltratando a esta pobre mujer», pensó con angustia.

– ¿Algo más? -le preguntó Kim, mientras se subía la manga del vestido.

– Esto es todo, por ahora -respondió Jill, y se levantó-. Te llamaré cuando reciba el cheque. Una vez que termine con los documentos, podrás llevártelo a tu banco.

Kim todavía la miraba con cautela. Se despidió apresuradamente y salió de la habitación.

Jill la siguió lentamente, hasta que se marchó, y se acercó al mostrador de Tina. Era miércoles, y a su secretaria todavía no se le había pasado el mal humor. Sin embargo, Jill no se dejó amedrentar.

– ¿Conoces a Kim Murphy? -le preguntó.

– Un poco. Dave y ella son primos segundos, creo, pero no nos vemos mucho. ¿Por qué?

– Estoy intentando decidir si me involucro en algo o no.

– ¿Para qué te vas a molestar, si te marchas?

Jill suspiró. Como siempre, Tina consiguió que se sintiera especial.

– ¿Qué sabes de su matrimonio?

– ¿Andy y ella? Son muy reservados. No salen apenas.

– ¿Cómo es él?

Tina frunció el ceño.

– Es un tipo grande, tranquilo, a menos que lo molestes. Trabaja de albañil. ¿Por qué me haces tantas preguntas?

– Por curiosidad. Tengo que salir durante un rato. Volveré en un par de horas.

Tina inclinó la cabeza sobre el trabajo.

– No estaré aquí para entonces.

¿Por qué a Jill no le sorprendió aquello?


Jill entró en la comisaría y se acercó al mostrador de recepción.

– Hola, buenas.

– Hola -respondió una mujer de pelo gris, muy bajita-. ¿En qué puedo ayudarla? -le preguntó, y entonces la miró fijamente-. Espera. Te conozco. Eres Jill.

– Sí, en efecto.

– Entonces, ¿has venido en visita oficial?

– He venido a ver a Mac.

– Está en su despacho -le dijo la mujer, señalándole el camino con la cabeza-. Entra. Está al teléfono, pero no tardará.

– Gracias.

Jill recorrió el pasillo hasta la oficina de Mac y entró sin llamar, porque la puerta estaba abierta. En aquel momento, él estaba colgando el teléfono, y no tenía aspecto de estar muy contento.

– ¿Algún problema?

– ¿Qué? No. Nada de trabajo. Estaba hablando con tu tía Bev por teléfono. Hollis Bass se pasó por su casa para hacer la visita sorpresa. Esa sanguijuela…

Jill tuvo la tentación de decirle que Hollis sólo estaba haciendo su trabajo. Al mismo tiempo, también quiso preguntarle por qué estaba bajo aquella supervisión tan estricta en cuanto a su hija. Ya se había hecho aquella pregunta, por supuesto, pero no se la había hecho a Mac, y teniendo en cuenta lo irritado que estaba, aquél no era el mejor momento.

– ¿Vas a ir?

– No -dijo él. Tomó un bolígrafo y volvió a dejarlo en el escritorio. Después miró el reloj-. No debería durar más de media hora, ¿verdad?

– No lo sé.

– Es cierto. Perdona -dijo él, y la miró. Después le señaló una silla-. Siéntate.

– Gracias.

– ¿Has venido en visita oficial?

– Sí y no.

– Bueno, siempre y cuando seas clara…

– Hoy ha venido una clienta a mi despacho, Kim Murphy. Su marido se llama Andy. Ella tiene veinticuatro años, y está embarazada. ¿Los conoces?

– No, ¿por qué?

– Creo que la pega.

Mac soltó una imprecación.

– No puedes hablar en serio…

– Le vi un hematoma en el hombro. Parecía una mano. No sé… ella estaba asustada y nerviosa. O quizá yo me haya vuelto loca.

– O quizá no -dijo él, y tomó una libreta justo cuando sonó de nuevo el teléfono-. ¿Diga? -escuchó durante unos segundos, y después exclamó-: ¡No puede ser! Sí, lo sé. Tienes razón. ¿Estás segura?

Después, colgó el teléfono y se quedó mirando a Jill.

– Era Bev de nuevo. Hollis se acaba de invitar a comer a sí mismo. No puedo creerlo -dijo. Se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro-. ¿Y si Emily está en uno de sus días malos? ¿Y si se pone caprichosa con la comida? Hollis puede pensar que no estoy haciendo lo suficiente.

Jill quiso decirle que todo iba a salir bien, pero no lo sabía a ciencia cierta.

– ¿Quieres ir? -le preguntó.

– Sí, quiero ir. Dejemos esto para más tarde.

– Claro.

Él salió de la oficina rápidamente. Jill salió un poco después. Cuando llegó al mostrador de entrada, se detuvo.

– Wilma, tú has vivido aquí mucho tiempo, ¿verdad?

– Sí -respondió la mujer-. De toda la vida.

– ¿Conoces a Andy Murphy?

– Oh, sé de él.

A Jill no le gustó cómo sonaba aquello.

– ¿Qué quieres decir?

– Ese chico tiene muy malas pulgas.

– ¿Y crees que las tiene también con su mujer?

– Nadie ha visto nada, si es lo que me estás preguntando.

Jill asintió.

– Entiendo que no puedas acusarle de nada. ¿Ha habido alguna denuncia por maltrato doméstico?

– No, pero yo creo que debería haberlas.

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