– Estoy hecha un monstruo -dijo Shelley. Se cubrió la cara con las manos y se hundió en una silla-. Tendré que moverme siempre en la oscuridad para no asustar a los niños pequeños.
Jill Strathern se sentó junto a su secretaria y le dio unos golpecitos en la espalda.
– No eres un monstruo.
– Tienes razón. Eso sería incluso mejor -dijo, con un sollozo ahogado.
– Todo esto tiene arreglo -le dijo Jill-. No te has quedado desfigurada para toda la vida.
– Mi psique sí.
– Creo que te recuperarás.
De hecho, Jill estaba segura. Shelley se había marchado de la oficina la noche anterior muy emocionada porque tenía cita para ir a una nueva peluquería de lujo. Había ido pensando que le darían unos reflejos sutiles y le harían un suave corte a capas, pero había salido de allí con un color naranja bronce y un corte que sólo podría describirse como… desafortunado.
– ¿Sabes? Tengo una idea -dijo Jill. Se puso de pie y rodeó su escritorio, donde buscó en su Rodolex electrónica-. Sé exactamente quién puede arreglarte el pelo.
Shelley miró hacia arriba.
– ¿Quién?
– Anton.
Shelley tomó aire bruscamente, y por primera vez aquella mañana, su mirada se llenó de esperanza.
– ¿Anton? ¿Lo conoces?
Anton, como Madonna, era lo suficientemente famoso como para no necesitar apellido. Reflejos a dos colores y un peinado costaban lo mismo que un pequeño coche de importación, pero los ricos y los famosos mataban por sus dedos mágicos.
– Soy su abogada -dijo Jill con una sonrisa-. Voy a llamarle y le explicaré que tenemos una emergencia. Estoy segura de que él podrá ocuparse de todo.
Quince minutos más tarde, Shelley tenía una cita para aquella tarde. Jill le dijo que podría recuperar el tiempo entrando un poco más temprano los dos días siguientes.
– Eres la mejor -le dijo Shelley al salir del despacho-. Si alguna vez necesitas que haga algo, dímelo. Lo digo en serio. Un riñón. Tener tu bebé, quizá.
– Quizá puedas mirar el expediente que te he dejado en el escritorio -le dijo Jill con una carcajada-. Es para mañana a primera hora.
– Claro. En este segundo. Gracias.
Jill siguió riéndose suavemente mientras volvía la vista hacia la pantalla de su monitor. Ojalá todos los problemas de la vida tuvieran una solución tan fácil.
Dos horas más tarde, levantó la vista de la investigación que estaba haciendo. Café, decidió. Un pequeño y agradable empujón para su cerebro. Se puso de pie y fue hacia la sala de personal, donde esperaban las máquinas de café y la energía líquida.
Por el camino, se dirigió hacia el otro lado del bufete, donde estaba el despacho de su marido, también un asociado de tercer año. Habían tenido tanto trabajo durante las últimas semanas que apenas se habían visto. Ella tenía libre la hora de la comida. Si Lyle también la tenía, quizá pudieran comer juntos.
Su secretaria no estaba, y la puerta de su despacho estaba cerrada. Jill llamó suavemente una vez, y después entró. Avanzó silenciosamente, porque no quería interrumpirle si estaba al teléfono.
Y estaba ocupado, sí, pero no con una llamada. Jill se quedó petrificada en mitad del despacho. Se le cortó la respiración y se le cayó el vaso de café de las manos. Sintió cómo el líquido ardiente le salpicaba las piernas.
Su marido, con el que llevaba tres años casada, el hombre con el que vivía, trabajaba y para el que cocinaba, estaba de pie junto al escritorio. Su chaqueta estaba en el respaldo de la butaca, y él tenía los pantalones y los calzoncillos por los tobillos mientras embestía fogosamente a su secretaria. Tan fogosamente, de hecho, que ni siquiera se dio cuenta de que Jill había entrado.
– Oh, sí, cariño -susurraba Lyle-. Así…
Pero la mujer vio a Jill. Palideció y empujó a Lyle para que se apartara de ella.
Más tarde, Jill recordaría el silencio, y cómo le pareció que el tiempo se detenía. Más tarde recordaría cómo se habían caído los papeles del escritorio cuando la secretaria se había incorporado y se había subido las medias. Más tarde, querría matar a Lyle. Pero en aquel momento, lo único que podía hacer era quedarse mirando sin poder dar crédito a sus ojos.
Aquello no estaba sucediendo, se dijo a sí misma. Él era su marido. Se suponía que la quería.
– La próxima vez, llama a la puerta -le dijo él, mientras se agachaba para subirse los pantalones.
«Lo he hecho», pensó ella. Demasiado estupefacta como para sentir nada, salió corriendo del despacho.
Cuarenta y cinco horas y dieciocho minutos más tarde, Jill decidió que ser enterrado vivo era algo demasiado suave para Lyle. Sin embargo, ella tenía que vengarse de alguna manera. Por desgracia, como no tenía ni idea de cómo llevar a cabo la venganza que necesitaba tan desesperadamente, por el momento tendría que conformarse con pensar en el divorcio.
– Asquerosa comadreja mentirosa -murmuró ella, mientras aminoraba la velocidad para tomar la salida hacia la autopista oeste.
La susodicha comadreja estaba en aquel momento en San Francisco, mudándose a lo que debería haber sido el nuevo despacho de socio adjunto de Jill. Sin duda, celebraría lo que debería haber sido el ascenso de su mujer llevando a su secretaria a cenar, seduciéndola con uno de los vinos de la bodega que Jill llevaba años reuniendo y después llevándosela a la cama de matrimonio que Jill había comprado.
Sí, era cierto. Aquel día había ido de mal en peor. No era suficiente con que hubiera sorprendido a su marido en el acto. Además, aquella tarde la habían despedido.
– Espero que Lyle se contagie de alguna enfermedad de transmisión sexual y se le caiga la hombría a pedazos -dijo en voz alta, aunque luego siguió razonando -: No es que vaya a perder mucho. De hecho, nada de lo que estar orgulloso. Tuve que fingir todos aquellos orgasmos, desgraciado mentiroso.
Y peor aún, había cocinado para él. Jill podía aceptar una mala vida sexual, pero el hecho de haber dejado de asistir a importantes reuniones de trabajo para que él tuviera la comida hecha cuando llegara a casa le dolía en el alma.
Ojalá nunca lo hubiera conocido, ojalá nunca se hubiera enamorado de él y ojalá no se hubiera casado con él.
Lo único positivo en aquella situación tan negra era que Shelley había vuelto a la oficina con un pelo impresionante. Por lo menos, algo de lo que alegrarse, pensó Jill mientras se detenía en un semáforo en rojo y echaba un vistazo a su alrededor por primera vez desde que había salido de San Francisco.
Demonios, acababa de volver a uno de aquellos sitios a los que no quería volver.
Los Lobos, California. Una pequeña ciudad turística de la costa, invadida por los veraneantes todos los años. Los residentes nunca cerraban con llave la puerta de casa, excepto durante el verano. El puerto era un tesoro nacional, y la festividad de Halloween Pumkin en la playa era uno de los grandes eventos anuales. Para algunos era el paraíso. Para Jill, era como una condena en el infierno. Y también era algo por lo que Lyle tendría que responder.
Al menos, la casa de su familia estaba en manos de la Conservancy Society, así que se había salvado de la humillación de tener que dormir en su habitación de niña. La casa donde ella había crecido estaba en proceso de restauración para que recuperara su aspecto Victoriano original, así que se quedaría temporalmente con su tía Beverly.
El recuerdo de la casa bohemia y de la dulce sonrisa de aquella mujer hizo que Jill pisara más a fondo el acelerador. Cuando llegó a la casa, un edificio de dos plantas construido en los años cuarenta, sólo tenía ganas de acurrucarse y lamerse las heridas. Pero aquello se le pasaría, y entonces agradecería sentarse tranquilamente en una mecedora en el porche, junto al columpio.
Aparcó frente a la casa y bajó del coche. La tía Bev debía de estar mirando por el ventanal de la casa mientras la esperaba, porque salió por la puerta y comenzó a descender por las escaleras.
Beverly Antoinette Cooper, conocida como Bev por sus amigos, había nacido en una familia adinerada. No multimillonaria, pero sí lo suficientemente rica como para no haber tenido que trabajar por obligación, aunque hubiera sido profesora de escuela durante dos años, después de licenciarse. Delgada, con el pelo pelirrojo y una gran sonrisa, era la más pequeña de las dos hermanas de su familia. Se había mudado a Los Lobos cuando su hermana se había casado con el padre de Jill y habían decidido quedarse allí.
Jill estaba muy agradecida a aquel parentesco. Su tía no juzgaba ni criticaba a la gente. La mayor parte de las veces, ofrecía abrazos, cariño y, rara vez, consejos.
Bev pensaba que tenía un don psíquico, aunque Jill no estaba completamente segura de ello. En aquel momento, comenzó a sentirse mejor que nunca desde que había sorprendido a Lyle y a su secretaria en el escritorio, Jill caminó hasta la acera y allí se detuvo y sonrió.
– Estoy aquí.
Su tía sonrió.
– Bonito coche.
Jill se dio la vuelta y miró el BMW 545 negro.
– Es sólo un medio de transporte -dijo, encogiéndose de hombros.
– Mmm. Es de Lyle, ¿verdad?
– California es un estado en el que los matrimonios son en gananciales -dijo Jill-. Como él adquirió el bien después de nuestro matrimonio, el coche es tan mío como suyo.
– Te lo llevaste porque sabías que le pondrías furioso.
– Exacto.
– Muy bien hecho -su tía miró la camisa de Jill y arqueó las cejas-. ¿Comida para llevar?
Jill se miró la mancha que tenía en la camisa de algodón egipcio, hecha a medida. La tenía totalmente arrugada, al igual que los vaqueros. Le colgaban las mangas más allá de los dedos estirados y cabrían en aquella prenda dos Jill y media, pero era una de las camisas especiales que Lyle había encargado al módico precio de quinientos dólares. Tenía cuatro. Las otras tres estaban en la maleta de Jill.
– Burrito -dijo ella, mientras frotaba la mancha rojiza que tenía justo bajo el pecho derecho-. Quizá sea salsa picante. Paré en un restaurante por el camino.
– Dime que te lo comiste en el coche -le pidió Bev, con picardía-. Lyle estaba rotundamente en contra de comer en el coche.
– Hasta el último bocado -dijo Jill.
– Bien.
Bev extendió los brazos, y sin dudarlo, Jill se acercó a ella para que la abrazara. Había estado conteniéndose durante dos días, pero necesitaba dar rienda suelta a sus emociones. Notó que se le enrojecía la cara, una opresión en el pecho y un escalofrío.
– Lo vi haciéndolo con otra -susurró, con la voz ronca de dolor y las lágrimas por las mejillas-. En su despacho. Fue tan repugnante. Ni siquiera se había quitado la ropa. Tenía los pantalones en los tobillos, y estaba ridículo. ¿Por qué ella no le obligó a desnudarse?
– Algunas mujeres no tienen respeto por sí mismas.
Jill asintió.
– Yo siempre le hacía desnudarse.
– Lo sé.
– Pero eso no fue lo que más me dolió -continuó, con los ojos ardiendo-. Me robó el ascenso. Había trabajado muchísimo y había llevado muchos clientes a la empresa, pero él consiguió ese ascenso y me despidieron.
Siguió llorando, empapándole el hombro a su tía.
– Y lo que no entiendo es por qué estoy más enfadada que herida -dijo, con la voz entrecortada-. ¿Por qué me importa más mi trabajo que mi matrimonio?
Jill se respondió la pregunta retóricamente. Tenía la sensación de que las dos conocían la respuesta.
– ¿Quieres arañarle el coche? -le preguntó su tía.
Jill se irguió y se secó la cara con el dorso de la mano.
– A lo mejor después.
– He hecho galletas. Vamos a merendar.
– Me gustaría mucho.
Bev la tomó de la mano y se la llevó a casa.
– He estado investigando un poco. Creo que quizá sea capaz de echarle una maldición a Lyle. ¿Te serviría de alivio?
A cada paso, Jill notaba que el dolor se mitigaba un poco. Quizá Los Lobos no fuera su idea de pasarlo bien, pero la casa de su tía siempre había sido un refugio.
– Eso estaría muy bien. ¿Podrías hacer que le salieran pústulas de pus?
– Podemos intentarlo.
Dos horas después, Jill y su tía se habían comido una docena de galletas recubiertas de chocolate y se habían bebido varias copas de coñac.
– No quiero hacer nada malicioso -dijo Jill, muy orgullosa por poder decir malicioso, teniendo en cuenta que todo el licor que había consumido le había convertido la sangre en fuego y el cerebro en papilla-. Así que, en vez de arañarle el coche, quizá lo aparque junto al campo de béisbol del instituto. Las bolas nulas pueden hacer un gran impacto sobre él -dijo, y dejó escapar una risa tonta.
– Estás borracha -le dijo su tía, con un suspiro.
– Sí. Y me siento muy bien, la verdad. No creía que pudiera. Creía que estaría deprimida durante días. Tengo la intención de trabajar aquí -dijo, y entonces, notó que su buen humor se desvanecía-. Está bien. Ese es un punto de la lista de las cosas en las que no debo pensar. Ni en el trabajo, ni en Lyle. Aunque realmente, el divorcio está muy bien. Ojalá nuestro matrimonio nunca hubiera existido. ¿No podríamos vaporizarlo? ¿Sería eso un asesinato, técnicamente? No importa. Sé que sí lo sería, y no quiero que me retiren la licencia de abogada. Eso sí sería deprimente.
Las migas de la galleta que se estaba comiendo se le cayeron sobre la camisa, cerca de la mancha de salsa picante, y ella se las sacudió. Lo único que consiguió fue esparcir el chocolate por la tela.
– Tengo que ir a ducharme -dijo, mientras dejaba en el plato la galleta mordisqueada-. No me duché antes de salir de San Francisco, esta mañana.
Mientras hablaba, estiró el brazo hasta detrás de la cabeza y tomó un mechón de sus rizos. Cuando se había duchado, el día anterior, no se había molestado con su ritual diario de alisamiento para intentar domesticar su pelo imposible. Usaba un secador con un cepillo alisador, unas planchas y al menos cuarenta y siete productos distintos. Por no haberlo hecho, en aquel momento seguramente parecía la novia de Frankenstein después de haber metido el dedo en un enchufe. Seguramente no estaba especialmente atractiva.
Jill se puso de pie. Debido al hecho de que no había dormido demasiado durante aquellos dos días y también al coñac, las rosas del papel de la pared comenzaron a girar.
– Esto no puede ser bueno -murmuró.
– Te sentirás mucho mejor después de una ducha -le dijo su tía-. Te acuerdas de dónde está todo, ¿verdad?
– Sí. En el piso de arriba -dijo, aunque en aquel momento, la idea de tener que subir las escaleras la mareaba.
En aquel instante, sonó una alarma en la cocina, y a la vez, alguien llamó a la puerta. Su tía se levantó y le hizo un gesto a Jill para que fuera a abrir.
– Mira a ver quién es. No me fío de ti para que saques una bandeja de galletas calientes del horno en tu estado.
– Bien.
Jill se dirigió al vestíbulo, y sólo chocó contra la pared una vez. Se vio a sí misma como un coche de choque, lo que la hizo reír tontamente. Todavía se reía cuando abrió.
Sólo había unas cuantas cosas que podrían haber empeorado su situación en aquel momento: la muerte o un accidente de una persona querida, la idea de que nunca podría salir de Los Lobos y volver a ejercer en una ciudad grande y, por último, el hecho de ver a Mackenzie Kendrick en aquel estado físico y mental.
Tenía que ser una de aquellas tres cosas, pensó, mientras miraba al hombre que había en el umbral de la puerta de su tía. ¿Acaso no podía haberle caído un rayo y haberla fulminado?
Pues no, pensó mientras observaba aquellos ojos azul oscuro y estudiaba los rasgos familiares y asombrosamente perfectos de aquella cara. Aunque ya no tuviera el aspecto de un muchacho, sí conservaba el poder de hacer que a Jill se le acelerara el corazón.
Lo último que había sabido de Mac Kendrick era que se había ido a vivir a Los Angeles y había entrado en el L.A. Police Department. Y la última vez que había visto a Mac, Jill tenía dieciocho años y él estaba en casa disfrutando de un permiso del ejército. Ella había aparecido en su habitación, había dejado caer su vestido al suelo y se le había ofrecido desnuda. Mac había vomitado al instante.
– Mac -dijo ella, intentando que la voz le sonara alegre y agradable.
El frunció el ceño. Aquel gesto hizo que se le juntaran las cejas y que se le arrugaran los ojos. Jill tuvo que esforzarse para que no se le escapara un suspiro al ver lo guapo que era. Recordó entonces las enormes manchas que tenía en la camisa que llevaba, justo cuando la expresión de Mac se aclaró.
– ¿Jill?
– Sí. Hola. Mmm… estoy, eh… -iba a decir de visita, pero no era la verdad, y estaba demasiado borracha como para mentir, así que quizá fuera mejor evitar el motivo por el cual estaba en Los Lobos-. ¿Y qué haces por aquí?
– Vivo aquí.
Ella se quedó atónita.
– ¿Aquí? ¿En Los Lobos?
– Soy el nuevo sheriff.
– ¿Por qué?
Él sonrió, y al ver aquella curva, a Jill se le encogió el estómago.
– Me gusta estar aquí -dijo él.
– Supongo que todo el mundo tiene una opinión.
Él se la quedó mirando, y después se tocó el labio superior.
– Tienes unas miguitas…
– ¿Qué? Oh. Las galletas -Jill se pasó los dedos por los labios y después tomó uno de los extremos de la camisa y se limpió con él. Al mirarlo, se dio cuenta de que aquellas migas también tenían chocolate. Estupendo.
– ¿Mac? ¿Eres tú? -la tía Bev se acercó a ellos-. Querrás confirmarlo todo. Vamos, entra. Jill, apártate y deja paso a Mac.
Jill obedeció. En algún momento entre el primer coñac y el tercero, se había quitado los zapatos, y estaba descalza sobre el suelo de madera maciza. La sensación le recordó mucho a la última vez que había visto a Mac, así que se apresuró hacia el salón, donde, al menos, había una alfombra bajo sus pies.
Oyó el sonido de los pasos de Mac mientras la seguía, junto con la agradable conversación de su tía, que hablaba de la tarde tan buena que hacía aquel día. Cuando llegó a la mecedora del salón, se dejó caer sobre ella, y la silla comenzó a balancearse haciendo que las esquinas de la habitación se tambalearan lo suficiente como para que ella sintiera ganas de reírse de nuevo. Quizá aquello fuera positivo, pensó mientras se acurrucaba en los gruesos cojines de la mecedora. Siempre se había preguntado qué ocurriría si volviera a ver a Mac. Después de aquel desastroso último encuentro, había tenido miedo de lo que ella diría, o de lo que diría él. O de cómo la miraría. Sin embargo, el hecho de estar borracha suavizaba la situación. Si él le tenía lástima, bueno, ¿acaso no era lastimosa la situación en la que se encontraba en aquel momento?
– Así que eres el nuevo sheriff.
– Exacto. Comencé hace dos semanas.
– ¿Por qué?
– Porque esa es la fecha que convinimos.
Jill alzó la mano para meterse un mechón de pelo detrás de la oreja y recordó que tenía el pelo como una fregona. Oh, Dios. Se le había olvidado completamente su aspecto. ¿Qué podía hacer?
Se estremeció imperceptiblemente, y se dio cuenta de que no podía hacer otra cosa que ser fuerte y tener la esperanza de que él no se hubiera dado cuenta.
– Quiero decir, ¿por qué aceptaste el trabajo de sheriff?
– Necesitaba un cambio -respondió él-. Además, éste es un lugar estupendo para que Emily pase el verano.
¿Emily? ¿Cuáles eran las probabilidades de que aquél fuera el nombre de su adorable San Bernardo? Cero, pensó Jill, mientras notaba que continuaba su racha de mala suerte.
– ¿Tu mujer? -le preguntó, fingiendo un amable interés.
– Su hija -informó Bev, mientras entraba en el salón. Dejó en la mesa una bandeja con tres vasos de leche y un plato de galletas-. La niña de Mac tiene ocho años.
Jill intentó asimilar el concepto. Durante todos aquellos años se lo había imaginado con una pléyade de mujeres que no se parecían nada a ella, pero nunca había pensado en él como padre.
– Va a estar conmigo durante este verano -dijo él, y tomó una galleta del plato-. Bev ha accedido a ayudarme a cuidarla durante el día.
Jill se volvió hacia su tía y, al hacerlo, la habitación comenzó a dar vueltas. Entonces, dos pensamientos le llenaron el cerebro: el primero, que Mac no estaba casado. Al menos, no con la madre de su hija. El segundo pensamiento era más problemático.
– A ti no te gustan los niños -le dijo a su tía-. Por eso dejaste la enseñanza.
Bev le tendió un vaso de leche.
– No me gustan en grupos. -la corrigió-. Quizá tuve que leer El señor de las moscas demasiadas veces, y siempre me ha parecido que los niños podían volverse rabiosos en cualquier momento. Sin embargo, individualmente están bien -dijo, y sonrió a Mac-. Estoy segura de que Emily es un angelito.
Mac se quedó asombrado por la teoría de Bev sobre los niños y su potencial.
– ¿Qué? -preguntó, sacudiendo la cabeza-. No, es una niña normal.
Había algo en su voz, pensó Jill, algo como… nostálgico. ¿O sería que ella tenía el cerebro macerado en alcohol y se lo parecía?
Le dio un sorbito a la leche, se la tragó y estuvo a punto de atragantarse.
– No puedo -dijo, devolviéndole el vaso a su tía-. Después del coñac, mi estómago no admite esto.
– Por supuesto que sí sólo tienes que pensar que te estás tomando un Brandy Alexander. De dos tragos.
– Ah. Está bien.
Mac se la quedó mirando.
– ¿Has estado bebiendo?
Una clara desaprobación hizo que se le entrecerraran los ojos y que apretara los labios. Ella le echó una rápida mirada al reloj y vio que eran las tres de la tarde.
– Son las cinco en Nueva York, y he tenido un mal día -o una mala semana, o posiblemente, una mala vida.
– No te preocupes. Jill no es una mujer salvaje -dijo Bev, con una sonrisa reconfortante-. Sólo está un poco pachucha. ¿Cuándo llega Emily?
– Sobre las cinco. La traeré por la mañana. No quería trabajar el primer día, pero tengo que ir a un juicio.
– No te preocupes -le dijo Bev-. Estoy muy contenta de que vayamos a pasar el verano juntas. Lo vamos a pasar muy bien.
Jill pensó que debería advertir a Mac sobre el don de su tía, y cómo a veces pasaba de ser normal a rara. Pero, ¿qué sentido tenía preocuparlo?
Además, Bev tenía la capacidad de hacer que una persona se sintiera especial y querida, y quizá eso fuera lo que cualquier niña de ocho años necesitara.
Mac se levantó y murmuró algo acerca de volver a su casa. Jill quiso levantarse también para preguntarle dónde estaba exactamente. No porque estuviera planeando ninguna intrusión nocturna. Un momento humillante como aquél que ella recordaba ya era suficiente para la vida de cualquiera. No, evitaría a Mac en lo posible mientras estuviera allí atrapada, en Los Lobos. Trabajaría en los casos que surgieran y se haría cargo de los pequeños problemas de aquel pueblo mientras enviaba su curriculum a bufetes de abogados prestigiosos de todo el estado.
Y, en su tiempo libre, planearía la venganza. Una venganza malvada, despiadada, satisfactoria, que redujera a la rata de su ex marido a una masa temblorosa. Sonrió al pensarlo, y sintió algo frío y húmedo por la pierna.
– Oh, Dios.
La voz de su tía sonaba preocupada, y Jill quiso preguntar por qué, pero no pudo hablar, ni abrir los ojos. Le quitaron algo de la mano.
– ¿Cuánto coñac ha bebido? -preguntó un hombre.
Mac, pensó Jill vagamente. El guapísimo y sexy Mac. Había estado enamorada de él desde que tenía trece años. Pero él nunca le había hecho caso, realmente. Había sido simpático y amigable, pero de una forma distante, como un hermano mayor.
Sintió que se deslizaba de la, silla, y de repente estaba volando por el aire.
– ¿En el sofá?
– Sí. Traeré una manta. Sólo necesita descansar un poco.
– O beber menos -dijo un hombre, con una carcajada suave-. Dentro de un par de horas se va a sentir fatal.
Eso no sería nada nuevo, pensó Jill mientras metía la cabeza bajo un cojín. Llevaba dos días sintiéndose fatal. Pero aquello era mejor. Era cálido y acogedor, y se sentía a salvo de nuevo. Se fue durmiendo suavemente, y se juró que, cuando despertara, todo sería diferente.
Sin ser capaz de dejar de mirar el reloj, más o menos a las cinco menos cuarto, Mac tuvo la tentación de tomarse una cerveza mientras esperaba. Sin embargo, no iba a hacerlo. Emily estaba en juego, y todo aquello había sido culpa suya.
Quería culpar a otro, señalar con el dedo y decir que él no era responsable, pero no podía. Él mismo era quien había dado todos los pasos. Ni siquiera podía echarle la culpa a Carly. Su ex mujer había sido más comprensiva e indulgente de lo que él se merecía.
Como era una mujer organizada y seguramente no quería hacer que Mac lo pasara mal, llegó cinco minutos antes de la hora a la que habían quedado. Él vio el coche cuando entraba en la calle de su casa, y había salido a recibirlas antes de que ninguna de las dos ocupantes hubiera tenido ocasión de bajar.
– Hola, preciosa -le dijo a Emily, en cuanto la niña salió del vehículo.
Su hija era delgada y rubia, con unos grandes ojos azules y una sonrisa que podía iluminar el cielo. Sin embargo, en aquel momento no estaba sonriendo. Más bien, le temblaba la barbilla, y no lo miraba a la cara. Abrazaba a Elvis, su rinoceronte de peluche, y miraba fijamente al suelo.
Hacía casi dos meses que no la veía, y tuvo que hacer un esfuerzo para no tomarla en brazos y darle un abrazo enorme. Se moría por decirle que la quería, que había crecido mucho y se había puesto muy guapa, y que había pensado en ella todos los días. Sin embargo, en vez de eso, se metió las manos en los bolsillos y deseó con todas sus fuerzas volver al pasado y ser capaz de arreglar las cosas.
– Hola, Mac.
Mac miró a Carly. Delgada, bien vestida, con el pelo dorado cortado a la altura de las mejillas, rodeó el coche y se acercó a él.
– Estás muy guapa -le dijo él, mientras se inclinaba para darle un beso en la mejilla.
Ella le apretó el brazo.
– Tú también. Qué bonito pueblo. Así que aquí es donde te criaste.
– Exacto.
– ¿Y qué tal estás después de haber vuelto?
Él había pasado las dos últimas semanas entre la esperanza y el temor a un desastre. Había demasiado en juego.
– Bien -dijo, en un tono de confianza que en realidad no sentía-. Vamos a sacar las maletas del coche y entremos en casa -sugirió, y se volvió hacia Emily-. Tu habitación está arriba, cariño. ¿Quieres verla?
Ella miró a su madre como si le estuviera pidiendo permiso. Cuando vio que Carly asentía, Emily salió corriendo hacia arriba.
– Me odia -dijo Mac, rotundamente.
– Te quiere mucho, pero está asustada. No te ha visto en semanas, Mac. No apareciste ninguno de los dos fines de semana que le habías prometido, y le rompiste el corazón.
Él asintió y se tragó el sentimiento de culpabilidad que le ascendía por la garganta.
– Lo sé. Lo siento.
Se acercó al coche y esperó a que ella abriera el maletero.
– Las disculpas no funcionan con una niña de ocho años -le dijo Carly-. Desapareciste de su vida sin decirle una palabra y ahora tienes que demostrarle que has cambiado.
Él ya lo sabía, pero, ¿cómo iba a hacerlo? ¿Cómo podía conseguir un padre recuperar la confianza de su hija? ¿Era posible, o habría cruzado ya la línea y sería demasiado tarde?
Tenía ganas de preguntarle su opinión a Carly, pero supuso que ya había desgastado aquella opción con ella.
– No tenías por qué hacer esto -le dijo él, mientras levantaba dos maletas.
– Lo sé -respondió Carly-. En parte, quería darte la espalda, pero siempre la has querido por encima de todas las cosas -cerró el maletero y lo miró fijamente-. Quiero creerte, Mac. Quiero darte esta oportunidad. Pero no cometas un error. Si la fastidias esta vez, te llevaré de nuevo a los tribunales y conseguiré que no vuelvas a ver a tu hija en la vida.