Capítulo 18

Aquella noche, después de hacer el amor, Jill se acurrucó contra Mac y cerró los ojos suavemente.

– No puedo dormirme -susurró.

– Lo sé, pero no quiero que te marches todavía -respondió él.

Aquellas palabras hicieron que Jill sintiera una calidez deliciosa por dentro.

– Yo tampoco quiero irme.

Quería quedarse con él, estar con él, haciendo el amor, besándole, charlando.

Él le acarició la espalda y se puso a juguetear con uno de sus rizos. Jill notaba que estaba con ella, pero también a muchos kilómetros de distancia.

– ¿En qué estás pensando? -le preguntó.

– En mi vida.

– ¿En Emily?

– Sí. No quiero perderla.

Ella quería decirle que no la perdería, pero no estaba segura. No conocía los detalles de su acuerdo con el tribunal, ni tampoco sabía lo que había ocurrido en su pasado. Se incorporó y apoyó la cabeza en la mano.

– Cuéntame lo que ocurrió, Mac. ¿Por qué te dejó Carly?

Él se quedó mirando al techo.

– Es una larga historia.

– No tengo muchos planes para el resto de la noche.

Él se quedó silencioso durante un buen rato, y ella tampoco dijo nada, porque no estaba segura de si debía presionarlo. Finalmente, Mac comenzó a hablar.

– La conocí cuando todavía estaba en la marina. Pasamos juntos un par de fines de semana largos. Lo pasamos bien, aunque no era nada especial. Entonces, ella se quedó embarazada y yo quise hacer lo correcto. Dejé la marina y me hice policía. Creía que sería más estable y estaba mucho mejor pagado.

Jill hizo todo lo que pudo para no reaccionar, pero por dentro sintió una explosión de fuegos artificiales. Él no había estado enamorado de Carly. No quería pensar por qué aquello tenía importancia, pero la tenía, y Jill lo aceptó así.

– Así que te mudaste a Los Ángeles.

– Sí. También había sido policía militar, así que no tuve problemas de adaptación en el trabajo. Me gustaba, y también me gustaba la gente con la que trabajaba. Carly y yo sí tuvimos que adaptarnos, pero entonces nació Emily, y yo supe que costara lo que costara, ella había hecho que todo mereciera la pena. La quise desde el primer momento en que la tuve en brazos. Es lo mejor que me ha ocurrido en la vida.

Jill suspiró suavemente al oír aquellas palabras.

– Yo también creo que es una niña estupenda.

– Gracias. Así que allí estábamos nosotros. Una familia feliz. Carly y yo teníamos nuestros problemas, pero éramos buenos amigos y eso era toda una ayuda. Entonces, entré a trabajar en South Central L.A., en el departamento contra las bandas callejeras -dijo, y la miró-. Yo estaba muy contento porque pensaba que haría algo bueno por la ciudad. Y me equivocaba. Esos chicos viven una vida que los demás no nos imaginamos. La violencia es lo único que conocen y entienden. Yo me hundí, y empecé a beber para intentar escaparme.

Jill no se había esperado aquello, y no supo qué decir. Mac no esperó que dijera nada.

– Me fui distanciando de casa y a Carly no le gustó aquello. Comenzamos a pelearnos. Yo sabía que tenía un carácter difícil, pero estaba decidido a no dejárselo ver a ella, así que lo oculté y seguí bebiendo más y más -volvió a mirar al techo-. Un día, mi compañero y yo estábamos patrullando, y vimos a unos chicos que atracaban a una anciana. Comenzamos a perseguirlos corriendo, y nos metimos a un callejón. Era una emboscada.

Jill se puso tensa y comenzó a acariciarle suavemente el torso.

– ¿Estás bien? ¿Te dispararon?

Él la miró.

– Sí, dos veces, aquí en el pecho. Yo llevaba chaleco antibalas, y Mark, mi compañero, también. La diferencia es que a él lo dispararon en la cabeza.

Ella soltó un jadeo.

– Oh, Dios mío.

– Me dijeron que había muerto antes de caer al suelo. Yo no podía pensar, no podía respirar, no pude hacer otra cosa que reaccionar. Estaba enfurecido, y comencé a disparar apuntándoles. Eran cuatro -dijo, y cerró los ojos-. Ninguno tenía más de dieciséis años.

Ella se incorporó más para poder mirarlo a los ojos.

– Ellos intentaron matarte, Mac, y asesinaron a tu compañero. ¿Qué se suponía que tenías que hacer? ¿Dejarlos marchar?

– Eso es lo que me dijo todo el mundo, incluso los del departamento de psicología. Pero hay algo… Hay una diferencia entre matar a una persona para salvar tu propio pellejo y matarla porque estás furioso. Yo actué por ira, no por miedo. Quería que murieran, y los maté.

– Todas las emociones fuertes están muy unidas. La pasión, la rabia, el miedo… Se solapan la una con la otra. ¿Habría sido mejor dejar que se escaparan?

– Eran niños.

– Eran asesinos.

– Tú no tuviste que verlos morir.

Ella asintió lentamente.

– No, es cierto. Yo no tuve que verlo. Entonces, ¿qué ocurrió? ¿Tuviste problemas?

– No. Todos los chicos tenían antecedentes penales, algunos por asesinato.

– Entonces, no disparaste accidentalmente a alguien inocente.

– No estoy diciendo que fueran inocentes, sino que no quise ser yo el que los disparara, y mucho menos por ira -dijo él, y se frotó las sienes-. Empecé a beber más, y finalmente dejé la policía y me encerré en la habitación. Carly se marchó y se llevó a Emily. Dios, echaba mucho de menos a la niña, pero no conseguía hacer nada. Sabía que si dejaba de beber, tendría que recordar lo que pasó, y no podía sobrevivir con aquello.

– Entonces, dejaste que se fuera porque no podías volver a la realidad y encontrarla.

– Más o menos. Casi tan imperdonable como un pecado.

– No puedes perdonarte por lo que hiciste.

– No. Se suponía que yo era uno de los buenos.

– Yo creo que lo eres.

– Tú estás influida.

– En algunos aspectos sí. Pero no en esto. Si no hubieras disparado a esos chicos, ellos te habrían metido una bala en la cabeza a ti.

Él sonrió cansadamente.

– Gente con mucha más experiencia que tú ha intentado convencerme de que hice lo que debía.

– Y no ha funcionado.

– No.

– Y entonces, ¿cómo llegaste aquí?

Él sonrió.

– Un día, alguien llamó a la puerta de mi casa, y a pesar de que le grité que se fuera, no lo hizo.

Jill arrugó la nariz.

– Mi padre.

– Efectivamente. No sé cómo averiguó lo que sucedía. Me dijo algo de que me seguía la pista. Yo estaba demasiado borracho como para acordarme de algo. Me metió bajo una ducha de agua fría hasta que se me pasó la borrachera, y después me echó una buena bronca. Me dijo que no tenía derecho a malgastar una vida que él había ayudado a salvar. Después me ofreció el trabajo aquí, y una oportunidad de recuperar a Emily.

Él hizo un gesto de culpabilidad.

– Y acostarme con su hija no es muy buen modo de pagarle lo que ha hecho por mí.

Ella se inclinó hacia él para susurrarle a la oreja.

– Ya he estado casada. No creo que mi padre pensara que soy virgen.

– Espero que no.

– Confía en mí. Tú eres perfecto. Además, él está en la otra parte del país. No lo averiguará.

– ¿Estás segura?

Ella pensó en toda la gente con la que su padre seguía en contacto.

– No. En realidad, no.

Él la abrazó fuerte.

– Voy a perderla.

Emily. Ella lo abrazó también.

– No, no vas a perderla. No dejaré que suceda eso. Voy a encontrarte el mejor abogado.

– ¿Para qué molestarse? Me lo he ganado.

Ella se sentó en la cama y se quedó mirándolo seriamente.

– Maldita sea, Mac, no vas a rendirte. ¿Me oyes? ¿Acaso no me has estado diciendo lo mucho que quieres a tu hija? ¿Cómo te atreves a no luchar por ella?

– Jill, he roto las reglas. He golpeado a un tipo.

– Pero hay circunstancias atenuantes. Cometiste un error, pero eso no quiere decir que tengas que rendirte. Tienes que luchar. Merece la pena por Emily, ¿no?

– Sí.

– No puedes dejar que pierda a su padre por segunda vez.

Él no dijo nada durante unos instantes, pero después asintió lentamente.

– Tienes razón. Le prometí que no volvería a dejarla y voy a intentar mantener esa promesa. Incluso si tengo que ir arrastrándome ante ese idiota de Hollis.

– Lo de arrastrarte sería entretenido, pero personalmente, yo iría buscando un buen abogado.

– Eso te lo dejo a ti. Tú eres la experta.

Ella lo besó y sonrió.

– En eso tienes razón.


Después de la última reunión del comité de los preparativos para la conmemoración del centenario del muelle, en la que Rudy anunció que haría una millonaria contribución para acabar de restaurarlo, Jill se abrió paso entre la multitud hasta que llegó a él. Lo tomó por el brazo y lo arrastró hasta una puerta lateral.

– Hola, Jill -le dijo él, jovialmente-. ¿Adónde me estás llevando? No es que no me sienta halagado, pero Bev y yo…

Ella se volvió a mirarlo.

– No te atrevas a hacerme bromitas -le dijo, y después le ordenó al señor Smith, que los seguía-: Usted quédese ahí fuera.

Rudy le hizo un gesto afirmativo y después los dos entraron a un pequeño pasillo que había entre las salas de reuniones.

Rudy, tan elegante como siempre con un traje de verano, le dedicó una enorme sonrisa.

– ¿Cuál es el problema, Jill? ¿Quieres que me encargue de Lyle?

– ¿Acaso crees que necesito un favor? No puedes estar más equivocado.

En realidad, Jill tenía ganas de darle un puñetazo, pero se contuvo por varias razones. La primera, pensaba que Rudy le devolvería el golpe y le haría daño. La segunda, que no era su estilo. Y la tercera y más importante, el señor Smith estaba al lado y llevaba un arma.

– Me has mentido -le dijo, furiosa-. Me dijiste que estabas aquí de vacaciones y que te gustaba el pueblo.

Él se quedó verdaderamente desconcertado.

– Y me gusta mucho.

– Has traído el juego ilegal -le gritó-. Has traído el crimen organizado a mi pueblo, y nadie hace eso y se sale con la suya.

Él sonrió.

– Jill, cariño. Cálmate. A ti ni siquiera te gusta estar aquí.

– ¿Y qué? Es posible que ésta no sea mi idea del paraíso, pero tú no tienes derecho a arruinarle la vida a la gente. ¿Cómo has podido hacer esto?

Él frunció el ceño.

– Un par de partidas de póquer no le harán daño a nadie.

– Va contra la ley.

– ¿Y qué tiene eso que ver?

Jill no podía creerlo.

– Yo… tú…

No podía hablar.

Rudy le pasó el brazo por los hombros.

– Te lo estás tomando muy mal, Jill. Yo sólo me estaba divirtiendo un poco a causa de tu novio. Sabía que lo de la sala de juego le enfadaría. Eso es todo. No quería hacer nada más.

¿Su novio?

– Deja a Mac fuera de esto.

– Claro. Lo que tú digas. Somos prácticamente familia, y no quiero que te enfades. Eh, si no quieres que haya juego aquí, no lo habrá.

– No sólo quiero que no haya juego, quiero que tú te vayas también.

La expresión de Rudy se endureció.

– Eso no es decisión tuya. A mí me gusta estar en este pueblo, y no voy a marcharme.

– Entonces, aléjate de mi tía.

– Bev es muy capaz de elegir lo que quiere -respondió él-. ¿Qué ocurre, Jill? Antes éramos amigos.

¿Lo eran? ¿Realmente se había permitido el lujo de hacerse amiga de alguien como él?

– No somos amigos, y ya no trabajo para ti. De hecho, no quiero tener nada más que ver contigo. Quiero que dejes tu negocio donde está. Estoy segura de que Lyle y tú estaréis muy contentos juntos. Sois iguales.

Salió de nuevo a la sala de reuniones, que se había quedado vacía, y se marchó. ¿Por qué había tardado tanto en ver la verdad sobre Rudy? Él ya había ido al pueblo, y se había metido en la vida de su tía. ¿Cómo iba a conseguir Jill deshacerse de él?


– Siento tener razón, pero así es -dijo Hollis, mientras entrelazaba los dedos y apoyaba las manos en su escritorio.

Mac tuvo que hacer un buen esfuerzo por controlarse y continuar sentado tranquilamente en su silla.

– No estoy muy seguro de cómo empieza la secuencia -continuó Hollis-. ¿Los hombres violentos se ven atraídos a las fuerzas del orden, o es la profesión la que los cambia cuando ya están dentro?

– No lo sé -respondió Mac, secamente.

– Claro, por supuesto. Usted sirvió en el ejército primero, ¿verdad?

– Entonces, tú piensas que allí se crea la violencia y el abuso.

– Las instituciones militares no son de gran ayuda.

Mac miró a Hollis. Observó, su fragilidad, las gafas, lo remilgado de su aspecto.

– Lo pasaste muy mal cuando eras niño, ¿verdad? -le preguntó Mac-. Estoy seguro de que no pasaban veinticuatro horas sin que alguien te diera una paliza.

Hollis se puso muy rígido.

– Estás muy equivocado. Yo tuve una niñez feliz, llena de amor y de apoyo.

– Probablemente, en tu casa sí, pero en la escuela era otra historia. Tú eres el tipo de chico al que yo hacía la vida imposible en el instituto.

Hollis se quitó las gafas.

– Me parece interesante que tu relación con la violencia comenzara tan pronto.

– Claro -dijo Mac. Se inclinó hacia delante y apoyó las palmas de las manos en el escritorio de Hollis-. Pero hay una cosa, Hollis. A mí me importa un comino lo que pienses de mí. Me importa mi hija, y lucharé contra ti hasta el final de los tiempos para no perderla.

– Deberías haber pensado en eso antes de asaltar al señor Murphy.

– Tienes razón. Debería haberlo hecho. Y ya que estamos asignando responsabilidades, ¿dónde demonios estabas tú?

Hollis lo miró desconcertado.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Dónde estabas tú? ¿Qué hacía el departamento de asuntos sociales mientras Andy Murphy maltrataba a su mujer? ¿Por qué no le estabas dando a él un sermón sobre la violencia? ¿Por qué te quedas sentado en tu despacho mientras ese hombre le rompe los huesos a su mujer embarazada?

– Nosotros no podemos…

– ¿No podéis qué? -le preguntó Mac, interrumpiéndole-. ¿Involucraros? ¿Tomároslo con interés? ¿Cuándo se convierte en tu trabajo? Porque los dos sabemos lo que va a ocurrir. El patrón de conducta de Andy va en aumento, lo cual significa que alguien acabará muerto, y no será él. Serán su mujer o su hijo. Y tú te vas a quedar ahí sentado con tus normas y tus regulaciones y sin hacer nada. ¿Y tú eres el que está haciendo bien las cosas?

Hollis lo miró durante unos segundos y después sacó un expediente.

– Después de la vista preliminar, le enviaré una carta al juez del caso de la custodia. Si te acusan formalmente por asalto, por supuesto, perderás la custodia de Emily.

Mac se puso de pie.

– Como siempre, tu comprensión me deja asombrado.

Salió del despacho de Hollis intentando pensar que, pese a todo, tenía que haber una solución. No podía perder a su hija.


– Bueno, ¿y qué tal van las cosas?

Jill agarró con fuerza el auricular del teléfono. No sabía si reír o llorar.

– Para ser sincera, papá, no sé cómo responder a esa pregunta.

– Empieza por el principio y ve despacio. Me estoy haciendo viejo y no soy tan agudo como antes.

Aquello hizo que Jill se riera.

– Sí, claro. Por eso estás dirigiendo la vida de todo el mundo desde tres mil kilómetros de distancia.

– ¿La vida de quién?

– La mía. La de Mac -respondió Jill.

Estaba segura de que había más, pero ella no sabía los nombres.

– Está bien. Lo único que he hecho ha sido ofrecer un poco de información.

Jill pensó en cómo su padre había salvado a Mac dos veces.

– Eres un buen hombre y te quiero.

– Yo también te quiero, cariño. Bueno, ¿y qué está pasando?

Ella tomó aire.

– Tina, mi secretaria, me odiaba, pero ahora está quitando todos los peces de las paredes, aunque los casos que tengo no me estimulan demasiado. Tengo el coche de Lyle y estoy intentando que algo o alguien lo abolle o le haga un buen rayón, pero parece que tiene un conjuro protector gitano, o algo así. Y también está Bev, que está saliendo con un tipo. Me encanta que esté saliendo con alguien, pero resulta que el tipo es un antiguo cliente mío que siempre ha estado en el crimen organizado, y yo no lo sabía exactamente porque todos los negocios que yo le llevaba eran legales. Y ahora tengo que decírselo a la tía, y no quiero -suspiró-. Además, Mac tiene problemas. Le dio un puñetazo a un tipo que se lo merecía, porque Andy maltrata a su mujer que está embarazada y es horrible, pero ahora a Mac lo van a acusar de agresión y en cuanto ocurra, va a perder la custodia de Emily. Y he estado yendo a entrevistas de trabajo y tengo una oferta estupenda en San Diego, y debería aceptarla porque es lo que quiero hacer con mi vida, pero parece que no soy capaz de tomar el teléfono y decir que sí. Oh, y la celebración del centenario del muelle es la semana que viene.

– Me parece un buen momento para una visita -dijo su padre, calmadamente.

– ¿Quieres venir aquí en este momento?

– No me lo perdería por nada del mundo.

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