Capítulo 6

Como la mayoría de los eventos importantes de Los Lobos, la reunión del comité de preparativos para el centenario del muelle se celebraba en la casa de la comunidad.

Jill entró al edificio con escaso entusiasmo. Para empezar, no quería que le asignaran ningún trabajo relacionado con las celebraciones. Y además, no quería que todo el mundo le preguntara por qué había vuelto, qué tal le iba y qué iba a hacer en el futuro. Sin embargo, sabía que su tía se disgustaría si volvía a casa demasiado pronto, así que siguió caminando y entró en la gran sala de reuniones.

Mientras andaba entre la gente, notó que alguien la estaba observando, y se volvió. Mac estaba allí, junto a la mesa del café. Le clavó la mirada oscura en el rostro y le sonrió lenta, seductoramente. Jill se dirigió hacia él y tomó la taza de café que le ofrecía.

– ¿Cómo te has visto atrapada en esto?

– Llamaron desde la oficina del alcalde y le dejaron el recado a la tía Bev. Cuando intenté zafarme gimiendo y quejándome, mi tía me miró con seriedad. Tengo el sentimiento de culpabilidad a flor de piel.

– Eso parece.

– ¿Y tú? ¿Cuál es tu excusa?

– Soy el sheriff. Tengo que estar aquí.

– Las pequeñas alegrías de la vida en un pueblo -dijo Jill, y miró a su alrededor-. Hay muchísima gente. Con suerte, habrá más mano de obra que trabajo.

Mac sonrió.

– No pierdas las esperanzas.

– Sé que es difícil, pero una chica tiene que tener sueños. ¿Ha llegado ya nuestro alcalde?

Mac asintió y se lo señaló con la cabeza. Jill miró en la dirección que él le había indicado y vio a Franklin Yardley, el alcalde, hablando con una joven a la que ella no reconocía.

Yardley llevaba más de quince años como alcalde. Era un hombre guapo, tan bronceado como George Hamilton y demasiado bien vestido para un pueblo tan pequeño. Llevaba el pelo muy corto, al estilo militar. Se le formaban arrugas alrededor de los ojos cuando hablaba, y daba la impresión de ser una persona afable y de buen humor. Tenía una sonrisa estudiada y las formas de un vendedor de coches muy exitoso. Siempre había conseguido que Jill se sintiera incómoda, sobre todo en los eventos especiales del instituto. El hecho de ser elegido el mejor escolar del año a escala nacional o de ganar cualquier otro premio significaba hacerse una foto con el alcalde, y en opinión de Jill, aquel hombre siempre abrazaba a las chicas demasiado fuerte, y ella recordaba perfectamente que le había dado un azotito en las nalgas cuando había recibido la beca para asistir a Stanford.

– Viejo asqueroso -murmuró entre dientes.

– No es tan viejo -respondió Mac-. Tendrá cincuenta y dos o cincuenta y tres años.

– Sea cual sea su edad, me da escalofríos. ¿Podemos ir a sentarnos a la parte de atrás?

Mac se rió.

– Claro. ¿Vamos a pasarnos notitas, también?

– No voy a hacer caso de la insinuación de que me estoy comportando como una adolescente de instituto. El hecho de sentarse en las filas delanteras es como presentarse voluntario, y mi objetivo de esta noche es pasar desapercibida.

– Jill, querida, ¿eres tú? -preguntó una voz femenina y demasiado alta.

Jill se volvió y estuvo a punto de estremecerse cuando vio que Pam se acercaba.

– Estupendo. Ya tiene otra oportunidad para insultarme.

Mac se inclinó hacia ella.

– ¿De qué estás hablando?

– Ha venido a verme hoy al despacho -susurró Jill-, y me ha lanzado una buena puya -forzó una sonrisa y fingió que estaba encantada-. Hola, Pam. Así que tú también estás aquí.

– Claro. El centenario de nuestro muelle tiene que ser algo digno de recordarse. El Cuatro de Julio es sólo el precalentamiento. Ya hemos empezado una campaña de publicidad nacional. Sólo nos quedan seis semanas -le explicó Pam, y entonces, su sonrisa se hizo más amplia-. Estoy segura de que tendremos algo en lo que tú puedas ayudar. Quizá meter los folletos de información en sobres, para enviárselos a la Cámara de Comercio. Sé que necesitan ayuda con eso.

Decidida a soltarle una respuesta ingeniosa en aquella ocasión, Jill se devanó los sesos, pero no tuvo oportunidad de responder porque Franklin Yardley pidió silencio para comenzar la reunión.

Pam agitó los dedos en señal de despedida y se marchó.

– Desgraciada -dijo Jill, mientras Mac la guiaba hacia el fondo de la sala.

– Intenta portarte bien con los demás niños del recreo.

– Pero tú has oído lo que me ha dicho…

– Sí. También sé que tú eres más joven, más sexy y además tienes más éxito en la vida. ¿No se te ha ocurrido pensar que si se comporta así es porque está amargada?

Jill notó que el malhumor se le desvanecía.

– No lo había pensado, pero me gusta.


Emily tenía la baraja de cartas entre las manos. Bev le había enseñado a barajarlas y Emily estaba intentando hacerlo lo mejor posible. Iban a jugar a las siete y media. Emily las barajó cuidadosamente y después las repartió.

– Tú tienes otras cartas, ¿verdad? -le preguntó la niña a Bev, después de un rato-. Unas más grandes, con dibujos raros.

– Es cierto. Son mis cartas de tarot.

– ¿Y para qué sirven? ¿Son para juegos diferentes?

– Bueno, no exactamente. Alguna gente piensa que son cartas especiales, y que pueden decirte lo que va a pasar en el futuro.

– ¿Y es verdad?

– Algunas veces. También hay gente que piensa que no sirven para nada. Sin embargo, yo creo que tengo una especie de don para leerlas. Aunque también hay gente que no se lo cree.

– ¿Jill lo cree?

Bev se rió.

– Precisamente, mi sobrina es una de las personas que duda de mí.

Emily se quedó asustada.

– ¿Ella cree que estás mintiendo?

– No, sólo cree que estoy fingiendo que tengo un don.

– ¿Y finges?

– No.

Emily intentó entender todo aquello.

– Entonces, ¿esas cartas pueden decirte lo que va a pasar mañana?

– No con exactitud. Simplemente, dan ideas sobre la buena suerte, la mala suerte… ese tipo de cosas. La gente viene a hacerme preguntas y yo les ayudo a encontrar las respuestas.

– Guau -aquello parecía bastante emocionante.

Si Emily pudiera saber lo que iba a ocurrir en el futuro… No. Se quitó de la mente aquella pregunta. Había muchos lugares oscuros a los que no quería ir.

– Emily, si tú pudieras saber una cosa de tu futuro, ¿qué sería?

Al oírlo, Emily se encogió en la silla.

– Nada. No quiero saber nada.

– ¿Estás segura?

La niña asintió con fuerza. No quería saberlo. ¿Y si su madre la dejaba de la misma forma en que la había abandonado su padre? ¿Y si su padre ya no la quería? ¿Qué iba a hacer si se quedaba sola y no tenía adónde ir?

Bev se puso muy derecha y alzó sus cartas.

– Hay una cosa que sé sin necesidad de leerla en el tarot, y es que tú eres una niña muy especial. Me lo estoy pasando muy bien contigo. Me temo que este verano se va a pasar demasiado rápido, y cuando te marches, voy a echarte mucho de menos. Y me imagino que si yo voy a echarte mucho de menos y apenas te conozco, entonces tu madre tiene que estar pasándolo mal en este momento. Ella te conoce de toda la vida.

Emily ya se había preguntado aquello.

– Me dijo que me echaría de menos.

– Claro que lo hará. Igual que te echó de menos tu padre cuando estaba separado de ti.

Emily no estaba tan segura de aquello.

– Nunca me llamó, ni vino a verme.

Bev asintió.

– Algunas veces pasa, y cuando los adultos hacen algo así, se sienten muy culpables, y no saben cómo arreglar las cosas. Sobre todo, con los niños. Sin embargo, ahora que estás con tu padre, yo sé que tú puedes ver en sus ojos todo lo que te quiere. Yo lo veo.

– ¿De verdad?

– Sí. Siempre que entra en esta casa, se le ilumina la cara. Está tan brillante que podría encenderse como una linterna.

Emily se rió al imaginarse a su padre con una bombilla en la cabeza.

– Eres muy divertida.

– Gracias -le dijo Bev.

Dejó las cartas sobre la mesa y abrazó suavemente a la niña.

– Eres muy valiente, y sé que todo esto ha sido muy duro para ti, pero ahora estás a salvo. Estás a salvo conmigo y con tu padre.

Emily sacudió la cabeza.

– No -dijo Emily, y frotó la mejilla contra el suave vestido de Bev.

– ¿Por qué no? ¿Porque es malo?

– No. Porque no vino a buscarme. Tenía que hacerlo.

– Ya. Y ahora estás enfadada con él, ¿verdad?

Emily abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla. ¿Estaba enfadada? ¿Era eso? Lentamente, asintió.

– Y aunque tu padre te diga que te quiere, tú no sabes si puedes creértelo.

Emily asintió de nuevo. Bev lo sabía.

– Y cuando estás enfadada con tu padre, piensas en tu madre. Y empiezas a preguntarte si ella te echa de menos.

A Emily se le llenaron los ojos de lágrimas y se acurrucó contra Bev.

– ¿Qué pasará si los dos se olvidan de mí?

– Cariño, eso no va a ocurrir. ¿Cómo iba a olvidarte alguien? Sólo han pasado dos días y yo sé que nunca podría olvidarme de ti. Sin embargo, entiendo lo que sientes. Te entiendo.

Aquéllas eran las palabras más preciosas que Emily había escuchado en su vida. Se quedó un largo rato en brazos de Bev, y cuando comenzó a sentirse mejor, levantó la cabeza de nuevo.

– ¿Vas a decirle a mi padre lo que te he contado?

– ¿Yo? ¿Traicionarte y contar tu secreto? ¡Jamás! Estoy asombrada de que me lo preguntes.

Emily sonrió.

– Eres muy divertida.

– Eso es cierto -dijo, mientras le acariciaba el pelo a la niña-. No le diré a tu padre lo que me has contado, pero sí le diré que tiene que seguir esforzándose para que tú te sientas segura. Y también te diré a ti que tienes que abrir el corazón e intentar perdonarlo. Si tu padre no estuviera intentándolo, yo estaría de acuerdo contigo en que siguieras enfadada. Pero él lo está intentando de veras, y te quiere muchísimo. ¿No sería una pena que te perdieras todo eso por darle la espalda?

Emily no entendía por completo lo que le estaba diciendo Bev, pero sí sabía que le estaba pidiendo que no fuera mala.

– Tengo miedo. ¿Y si vuelve a abandonarme?

– Pero, ¿y si no te abandona? ¿Vas a pasarte toda la vida esperando algo malo?

– No lo sé…

– Tienes que pensarlo. Y siempre que quieras, puedes hablar conmigo. O con Jill. No estoy tan segura de que puedas hablar con Elvis. No creo que él dé muy buenos consejos.

Emily se rió.

– No habla.

– No, pero siempre tiene una opinión para todo -dijo Bev, y la abrazó con fuerza-. ¿Estás mejor?

Emily asintió, y después se acurrucó de nuevo. Se sentía mejor. Ya no tenía el estómago encogido, y se dio cuenta de que estaba deseando que su padre llegara a casa para verlo. Quería saber si realmente se le encendía la cara como una linterna cuando la veía.


– ¿Quieres que te lleve a casa? -le preguntó Mac a Jill cuando terminó la reunión.

Jill tomó la caja de folletos y sobres que finalmente le había endosado Pam y asintió.

– Sí, gracias -respondió Jill, y los dos se dirigieron al coche de Mac-. Aunque, si van a seguir dándome trabajos como éste, tendré que utilizar el coche de Lyle e intentar arañarlo yo misma. Es una parte importante de mi gran venganza.

– No quiero saberlo -dijo Mac mientras abría la puerta del copiloto para que ella entrara-. No quiero saber nada de tu venganza.

– Vamos, no te pongas quisquilloso. No voy a hacer nada ilegal.

– Ya. Así es como empieza todo. Y después, las cosas se le escapan a uno de las manos.

– ¡Ja! -dijo Jill. Mac cerró la puerta, rodeó el coche y se sentó tras el volante. Ella continuó-. Me gustaría aprovechar este momento para señalar que, de los dos, tú eres el único al que han arrestado por robo de coches.

– Eso fue hace mucho tiempo -dijo él.

Parecía que había ocurrido en otra existencia. En realidad, aquel arresto era lo mejor que podía haberle sucedido en la vida.

Puso en marcha el motor y comenzó a conducir.

– La tía Bev se va a poner muy contenta cuando sepa que voy a trabajar para el centenario -musitó Jill-. Quizá incluso le pida que rellene los sobres por mí.

– No serás capaz.

Jill lo miró fijamente y sonrió.

– En eso tienes razón, pero sí voy a llevar los sobres mañana al despacho y voy a pedirle a Tina que lo haga ella. No trabaja demasiado, y esto podría ser un buen cambio.

– Además, todo sería por una buena causa.

Él siguió conduciendo por las calles tranquilas. Le gustaba su pueblo, y además se había convertido en su responsabilidad. Quería hacerle un buen servicio a la gente. Jill, por otro lado, estaba contando los días que le faltaban para poder marcharse. Si no hubiera tenido aquel problema con Lyle, ni siquiera estaría allí.

– Y, si tu ex marido es tan horrible, ¿por qué te casaste con él?

Jill sacudió la cabeza.

– Buena pregunta. Creo que fue por juventud e ignorancia. Nos conocimos en la Universidad. Lyle era divertido y amable, y guapo.

– ¿Te había engañado alguna otra vez?

– No, que yo sepa. Yo le he perdonado otras cosas, pero eso no se lo habría perdonado. Al principio, las cosas iban bien. Estábamos en un grupo de estudio. Él no era el más listo, pero se las arreglaba.

Mac giró hacia la calle en la que vivían.

– Deja que lo adivine. Tú eras la más lista de los dos.

Ella inclinó la cabeza y lo abanicó con las pestañas.

– Claro -respondió coquetamente, y después siguió hablando en serio-. Durante la carrera yo le ayudaba con los trabajos y los exámenes. Después, cuando buscábamos trabajo, Lyle no recibía demasiadas ofertas, así que cuando yo hice mi última entrevista, les dije a los socios del bufete que quería que contrataran también a Lyle. Después, nos casamos. Ahora sé que fue una estupidez, pero entonces, como ya te he dicho, era joven y creía que estaba enamorada. Y al final, él ha conseguido que me echaran del trabajo a mí.

En aquel momento, llegaron a casa y Mac apagó el motor. Se quitó el cinturón de seguridad y se volvió hacia ella.

– ¿Y sabes qué ha podido ocurrir?

– No. Envié unos correos electrónicos a un par de personas, y mi secretaria personal está investigando también. Yo aporté muchos clientes a la empresa, más que ningún otro asociado. Hice un buen trabajo, mis clientes estaban muy contentos y bien representados…

– Entonces, crees que Lyle ha tenido algo que ver.

– Sí. Esa comadreja mentirosa y rastrera…

Su energía hizo que el aire chispeara, y su intensidad no hacía más que añadirle atractivo. Era toda una mujer, y Mac sabía que no debería estar pensando en ella. No sólo querían cosas muy diferentes, sino que además, tenía que recordarse una vez más que acostarse con la hija del juez Strathern no era la mejor manera de pagarle todo lo que había hecho por él.

Y, sin embargo, Mac deseaba a Jill. Hacía mucho tiempo que no deseaba así a una mujer. Y no sólo en el aspecto físico; también quería oír cómo se reía de sus bromas, y hablar con ella de política y sobre si había vida después de la muerte, y quería saber si abría los regalos durante la Nochebuena o la mañana de Navidad. Aunque, para ser realistas, tenía que contentarse con mirar sus ojos oscuros y desear sentir sus labios sobre la boca.

– Dime lo que estás pensando -susurró Jill.

– Ni por dinero -respondió Mac, riéndose, y sin poder evitarlo, se inclinó hacia ella y la besó.

Ella respondió al instante, moviendo suavemente los cálidos labios contra los de Mac, y abrió la boca. Mac aceptó la invitación y, al hacer más íntimo aquel beso, disfrutó del sabor a café y a menta de Jill. Después comenzó a besarle la mandíbula y el cuello, y le lamió el lóbulo de la oreja. Ella se estremeció y susurró su nombre, y Mac volvió a besarla y la abrazó.

– Oh, sí -susurró Jill-. Esto es delicioso…

Mac sintió el ansia del deseo en el cuerpo. Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Demasiado. Y aquellas sensaciones que Jill le producía eran algo más… sin embargo, su hija lo estaba esperando, y era posible que Bev estuviera mirando por la ventana. Le tomó la cara a Jill entre las manos.

– Necesito pedirte otro vale de aplazamiento.

– Los estás acumulando.

– Es posible que los cobre todos a la vez.

– Eso sería muy interesante.

– ¿Lista? -le preguntó, tomando el tirador de la puerta.

– Por supuesto.


Casi una semana después, cerca de la medianoche, dos limusinas negras aparecieron en Los Lobos. El señor Harrison las vio cuando sacaba al gato a la calle para dormir. La señora Zimmerman los oyó pasar un poco después, y el recepcionista del Surf Rider Motel estuvo a punto de sufrir un ataque cardiaco cuando las vio detenerse en el aparcamiento del motel.

Seis hombres vestidos de negro salieron de los coches y se dirigieron hacia la recepción. Jim, el chico, sintió que se le doblaban las rodillas. Iba a morir allí mismo, y nadie lo averiguaría hasta muchas horas después.

– ¿En… en qué puedo ayudarles? -les preguntó cuando entraron al motel.

– Tenemos hecha una reserva -dijo uno de ellos. Todos eran muy grandes, con el pelo negro y la mirada fría y distante-. A nombre de Casaccio. Seis habitaciones para esta noche, todas juntas, y después dos habitaciones para el resto de la semana.

Jim le tendió la tarjeta de reserva al hombre y le dio un bolígrafo.

– Por favor, ¿querría firmarme la reserva?

– No es necesario -respondió el hombre-. Yo soy el señor Casaccio. Puedes llamarme Rudy -dijo, y le pasó a Jim un billete de cincuenta dólares-. Te agradezco la comprensión.

– Claro. Estupendo. Gracias.

Jim guardó la tarjeta de reserva y rápidamente les dio seis llaves. Y sólo cuando los hombres se hubieron marchado hacia sus habitaciones, se atrevió a sacarse el billete de cincuenta dólares del bolsillo y mirarlo con atención.

Aquella noche iba a emborracharse bien con aquel dinero. No todos los días un chico como él se enfrentaba a hombres como aquéllos y vivía para contarlo.

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