Cuando llegó a casa de su tía, Jill se quedó asombrada de encontrarse la puerta abierta. Mientras subía los escalones, Bev salió a recibirla.
– Hola. Ya he vuelto. Lo hemos pasado increíblemente bien. San Francisco es precioso, y ahora entiendo que te gustara tanto vivir allí.
Mientras su tía hablaba, se echó hacia atrás para dejar que Jill entrara en la casa. Jill la siguió, sin poder cerrar la boca que se le había abierto de asombro. Bev llevaba un traje pantalón blanco y una camisa turquesa. Se había puesto unos delicados pendientes de oro en las orejas y se había quitado los collares de cuentas estridentes y multicolores. Y lo más sorprendente de todo, se había cortado la melena pelirroja, y se había hecho un peinado que subrayaba la belleza de sus rasgos.
– Estás guapísima -le dijo Jill, sin poder dar crédito a aquella transformación-. ¿Qué ha pasado?
Bev sonrió.
– Decidí que ya era hora de cambiar.
El entusiasmo de Jill se evaporó como el agua en el Sahara.
– Todo esto es por Rudy -dijo-. Te has enamorado de él.
Bev tenía una sonrisa resplandeciente.
– Sé que ha sido muy rápido y tú probablemente piensas que soy muy vieja, pero me he enamorado de él completamente. Es divertido y encantador, y hace que me sienta especial y femenina. Hemos pasado un fin de semana estupendo.
Jill se sintió como si estuviera a punto de darle una patada a un cachorrito juguetón. No recordaba la última vez que había visto tan feliz a su tía. Pensar que por fin había encontrado a su media naranja, pero que él era un criminal, y posiblemente un asesino… Jill no podía permitir que ocurriera aquello.
– Tenemos que hablar -le dijo. Tomó a su tía de la mano y se sentó con ella en el sofá del salón-. Sabes que te quiero mucho. Casi no me acuerdo de mi madre. Tú siempre has estado ahí, incluso hace unas semanas, cuando no sabía adónde ir.
Bev sonrió.
– Jill, cariño, esto no es necesario. Por supuesto que sé lo que sientes. Tú eres muy importante para mí.
– Entonces, por favor, créeme cuando te digo que siento muchísimo lo que voy a contarte. Rudy es realmente de la Mafia. No es un juego, ni lo está fingiendo. Ha traído el crimen organizado al pueblo, y hay que detenerlo.
Bev la miró asombrada.
– ¿De qué estás hablando?
Jill le explicó lo del juego, pero su tía despreció la información sacudiendo la mano.
– Él ya me ha contado eso. No fue él. Hay otra gente que es culpable.
– No puedes creer eso de verdad. Ha sido él. Dice que le gusta el pueblo, pero sólo quiere causar problemas. Le he dicho que no hablaré nunca más con él.
Bev se puso de pie.
– Entonces, tenemos un grave problema, porque tengo la intención de casarme con él. Si no puedes aceptar al hombre al que amo, entonces no eres la persona que yo creí que eras.
Eso no podía estar sucediendo.
– Tienes que darte cuenta…
Su tía la cortó.
– Me doy cuenta de un montón de cosas, sobre todo, de que eres una mujer muy obstinada. Siento que tu matrimonio no funcionara, pero ésa no es razón para que estés amargada por mi felicidad. Creía que eras mejor persona que eso.
Jill se estremeció al oír aquella acusación.
– Yo no estoy amargada. Quiero que seas feliz, pero no con Rudy.
Bev salió de la habitación. En el pasillo, se dio la vuelta para mirarla.
– He estado esperando a Rudy toda mi vida. Nadie va a interponerse, ni siquiera tú.
– Está bien, ¿qué ocurre? -le preguntó Mac tres noches más tarde. Estaban sentados en el porche, en la tranquilidad de la noche.
Jill se apoyó contra él y cerró los ojos.
– Estoy bien -susurró.
– Mientes fatal.
– Lo sé.
Él le puso el brazo sobre los hombros y le dio un beso en la cabeza. Emily y su amiga Ashley estaban en el salón, viendo una película. Hacía una noche fresca, y había un millón de estrellas en el cielo. Con Jill a su lado, y la promesa de que estaría en su cama más tarde, él casi podía olvidarse del infierno de su vida.
– Pues entonces, cuéntame lo que te pasa.
– Cuando vine, los únicos problemas que tenía eran conseguir un trabajo nuevo y planear cómo vengarme de Lyle. Ahora, eso no tiene ninguna importancia. Mi tía no me habla, tú tienes una vista preliminar en menos de una semana, mi padre llega mañana y yo no sé qué cosas debo contarle y qué cosas no.
Mac sonrió.
– Tu padre tiene una red de información que haría palidecer de envidia a la CIA. Me imagino que ya lo sabe casi todo.
– Pero eso no quiere decir que no vaya a hacer preguntas, y yo no puedo resistirme a responderle. Seguro que no habremos salido todavía del aeropuerto cuando ya le habré dicho todo lo que sé y un poco más.
– ¿Y eso es tan malo?
– No. Supongo que estoy más disgustada por lo de Bev que por eso.
Él ya sabía que se habían peleado.
– ¿Has intentado arreglar las cosas con ella?
– No quiere hablar conmigo. En cuanto mi padre vuelva a Florida, me mudaré de casa. Eso hará que las cosas sean mucho más fáciles.
Él le acarició la espalda. Ojalá pudiera ofrecerle su casa. Sin embargo, había tres posibles obstáculos: si perdía a Emily, él mismo no sería una compañía adecuada para nadie. Si no perdía a Emily, no podía hacerle la invitación a Jill. Y el último, pero también importante obstáculo, era que Jill no iba a estar mucho más tiempo en el pueblo.
– ¿No te irás pronto a San Diego?
– No estamos hablando de eso.
– Pero tenemos que hacerlo. Es un gran trabajo. Deberías aceptarlo.
– ¿Intentando librarte de mí tan pronto?
– No. Estoy intentando decir lo mejor para ti. Es todo lo que quieres. ¿No es eso lo que me dijiste?
– Supongo que sí.
– Eso es entusiasmo.
– Me está resultando difícil demostrar algo de energía hoy -admitió-. ¿Y qué pasa contigo? ¿Te quedarás aquí si las cosas no salen bien?
– No lo he pensado -respondió él.
Ni quería pensarlo. ¿La vida sin Emily? Lo único que podría empeorar la situación sería la vida sin Jill.
Al darse cuenta de aquello, de repente, Mac se quedó rígido. ¿La vida sin Jill? Habían hablado de que ella estaba buscando trabajo en otro lugar, pero él nunca se había parado a pensar en las consecuencias. Ella se iría. No estaría en la casa de al lado, ni sería su amiga, ni su amante.
Se volvió hacia ella y le tomó la cara entre las manos. Entonces, la besó. Ella respondió con una dulzura que hizo que él sintiera un nudo de dolor en el pecho.
– Eres muy bueno besando -dijo ella, cuando él se apartó.
Mac se obligó a sonreír.
– Y tú.
«No te vayas».
Quería decir aquellas palabras, intentar convencerla, explicarle por qué era importante para ella que se quedara. Quería hablarle de construir una vida, de la familia, del amor para siempre.
En algún momento, cuando no estaba prestando demasiada atención, se había enamorado de ella.
– ¿En qué estás pensando? -le preguntó ella-. Tienes una cara muy rara.
Él sacudió la cabeza. ¿Qué iba a decir? ¿Qué podía ofrecerle? Jill odiaba estar allí. Quería ir a una gran ciudad, y trabajar para una gran empresa. Y él quería… aparte de querer a su hija y a ella, quería encontrar un lugar para establecerse, un hogar. Había pensado que sería Los Lobos. Sin embargo, con Rudy por allí, ya no estaba tan seguro. El alcalde había…
– Tengo que luchar contra ellos -dijo.
– ¿Contra quiénes?
– Contra Rudy y el alcalde. No voy a dejar que tomen el control de Los Lobos. Tendré que convencer al pueblo, como sea, de que me apoyen y luchen también contra ellos.
– Será una batalla difícil.
– Quizá, pero después del juicio, es posible que tenga mucho tiempo -musitó.
Tendría tiempo porque Emily no estaría con él.
– Quiero ayudar -dijo ella, tomándole las manos-. Haríamos un buen equipo.
– No estarás aquí.
Ella lo miró, y después bajó la cabeza.
– Por favor, no hablemos de eso.
Podían evitar el tema, pensó él, pero eso no cambiaría la verdad.
– Bonito coche -dijo William Strathern cuando se sentó en el asiento del copiloto del 545-. ¿Es nuevo?
– Es de Lyle -respondió Jill-. Iba a quedarme con él, pero en realidad, no lo quiero. Supongo que podría venderlo, pero me parece infantil.
– Pero bueno, ¿y qué ocurre con tu plan de venganza?
Ella se encogió de hombros.
– Supongo que ya no me importa. No tengo energía para preocuparme de Lyle. Casarme con él fue un gran error, y ahora estoy solucionándolo. Eso hace que me sienta mejor. Y, en cuanto a Lyle, ya no me importa nada. Va a comprarme mi parte del piso, me hará un pago por el coche y repartiremos al cincuenta por ciento todo lo demás.
– Eso suena muy maduro.
Ella tomó la autopista principal que llevaba a Los Lobos.
– Lo es. Pero la mejor noticia es que yo sé que estaré bien, y tengo el presentimiento de que Lyle no. No por mí, sino porque es un completo idiota. Va a hacer las cosas mal en el trabajo y sólo es cuestión de tiempo que se den cuenta de que no vale. Y entonces, ¿qué? Bueno, ya no es mi problema, y no puedo estar más feliz.
Su padre le dio unos golpecitos en el hombro.
– Esa es mi chica. ¿Y qué más hay de nuevo desde que hablamos?
– Unas cuantas cosas. He recibido una oferta de trabajo estupenda de un buen bufete de San Diego.
– Parece exactamente lo que estabas buscando -dijo él.
– Eso creo yo. Están empezando a impacientarse.
– Me lo imagino. Tú eres una gran adquisición.
El apoyo constante e incondicional era una de las cosas que más adoraba de su padre.
– Quiero esperar a que se celebre la vista de Mac para tomar una decisión. No estaban muy contentos, pero han accedido a esperar.
– ¿Cuándo es la vista?
– Dos días después de la celebración del centenario del muelle. Has llegado justo a tiempo para toda clase de diversiones -le dijo. Apretó las manos en el volante y continuó-. También tengo que decirte que Bev y yo no estamos precisamente en buenas relaciones.
– Por Rudy.
– Sí. Ella piensa que estoy equivocada, yo pienso que ella es idiota -Jill suspiró-. Está bien, eso suena cruel, pero resume la situación. Además, Rudy me ha enviado muchísimos mensajes y yo no quiero hablar con él. Seguramente, intentará convencerme de que he reaccionado demasiado mal hacia él o me dirá algo sobre Mac. Y yo no quiero oír ninguna de las dos cosas.
– Hablando de Mac, ¿ya ha encontrado abogado?
Jill lo miró. Había esperado que saliera aquel tema. Su padre tenía sesenta años, cierto, pero seguía siendo un hombre impresionante y conocía la ley mejor que nadie.
– No le ha gustado ninguno. Yo he pensado en que tú podrías hacerte cargo de su caso.
Su padre arqueó las cejas.
– No creo que él esté interesado.
– Claro que sí. Y creo que tú disfrutarás del desafío. Sería todo un cambio de salir con mujeres de edad inapropiada.
Él se rió.
– No tengo ni idea de qué estás hablando.
– Claro que no. Por eso tu novia actual tiene sólo cinco años más que yo.
– ¿Y cómo te has enterado de eso?
– Yo también tengo mis fuentes de información.
– Kelly es muy divertida.
– Ya me lo imagino. Pero no quiero detalles.
– Bien. Tú no te metas en mi vida amorosa y yo no me meteré en la tuya. Aunque yo diría que has tardado mucho.
Jill se quedó tan asombrada que estuvo a punto de salirse de la carretera.
– ¿Qué?
– Mac y tú. Has estado loca por él desde que eras pequeña, aunque te agradezco que tú disimularas tus sentimientos por él y no hicieras el loco como tu amiga Gracie.
– Ella quería a Riley con entusiasmo.
– Es una forma de decirlo. Yo temía que tendría que dictar una orden de alejamiento para que ese pobre muchacho pudiera terminar el instituto en paz.
Jill se preguntó lo que pensaría Riley si supiera que alguien del pueblo había pensado que era un pobre muchacho. No iba a hacerle mucha gracia.
No quiso seguir con aquel tema, ni con el de que ella hubiera estado interesada en Mac, así que volvió a la cuestión de su defensa legal.
– ¿Vas a defender a Mac? -le preguntó.
Su padre miró por la ventanilla.
– Tendré que pensarlo a fondo.
La mañana de la celebración del centenario del muelle amaneció cálida y brillante. De camino hacia la playa, Jill paró en la oficina. Le había prometido a Tina que la ayudaría a sacar las últimas cajas de peces.
Una vez que todas las paredes estuvieron libres de pescados, sólo quedó la pintura vieja y gloriosa, y Jill no pudo evitar pensar en lo bien que quedaría aquella oficina con una mano de pintura, quizá un revestimiento de paneles de madera y una capa de barniz en el suelo…
«Basta», se dijo. «Esta oficina no es tu oficina, así que deja de pensar en redecorarla».
– Buenos días -le dijo a Tina cuando su secretaria entró en la recepción-. ¿Qué tal?
– Muy bien -respondió Tina, y señaló las cajas que había apilado contra la pared-. La señora Dixon quiere saber si no nos importaría donar todos los peces que quedan a alguna organización de beneficencia.
– ¿Qué? ¿No los quiere como recuerdo de su amado marido?
– Parece que no.
Jill se rió.
– No sé por qué me sorprendo. Está bien. Hoy no los vamos a llevar a ningún sitio. Los dejaremos aquí y mañana los llevaremos a alguna tienda de caridad. O quizá debiéramos hacerlo esta noche.
Tina sonrió.
– Exacto. Bajo un manto de oscuridad, para que no puedan rechazarlos.
– Muy bien.
Las dos se quedaron mirándose. Jill tuvo la extraña sensación de que se había perdido algo con Tina. Si hubieran tenido un mejor comienzo y hubieran empezado a entenderse antes, habrían llegado a ser amigas.
– Has sido una gran ayuda este verano -le dijo.
Tina sacudió la cabeza.
– No es cierto. Siento haber sido tan difícil con los horarios y todo eso. Estaba resentida por varias cosas. Tú eres tan perfecta, tan lista… me había propuesto odiarte.
Jill no podía creerlo.
– Soy muchas cosas, pero perfecta no es una de ellas.
– Sí, claro. Por eso siempre pareces una modelo y yo soy el ejemplo de un cuento con moraleja.
– Tú tienes una familia y una vida. Yo sólo tengo mi carrera.
Tina se encogió de hombros.
– Podrías tener más, si quisieras.
– Lo dices como si fuera muy fácil.
– ¿Y no lo es?
Jill iba a decirle que no. La vida era mucho más complicada que todo eso. ¿Pero lo era de verdad? ¿O era ella quien se la había estado complicando todo el tiempo?
El teléfono sonó antes de que pudiera decidirlo. Tina frunció el ceño.
– Todo el mundo sabe que hoy es la fiesta del muelle. ¿Quién iba a llamar hoy?
Jill sonrió.
– Hoy no es fiesta nacional. La vida continúa aparte de Los Lobos.
Jill entró en su despacho y miró las paredes. Las cosas habían cambiado mucho desde que había llegado al pueblo. Si alguien le hubiera dicho, al principio, que se apenaría por tener que marcharse, lo hubiera atropellado con el BMW.
Tina entró en el despacho.
– Es para ti. Un tal Roger Manson.
Jill dejó en el suelo su maletín.
– Eso no es posible. ¿Has dicho Roger Manson?
– Sí. Me ha dicho que tú sabes quién es.
Claro que lo sabía. Era el socio mayoritario de la empresa donde había trabajado. Él era el hombre que no le había contestado las llamadas después de que la hubieran despedido y que le había dado a Lyle su despacho con vistas a la bahía. Así que, por fin, se había querido poner en contacto con ella. Bien. Le diría lo que pensaba.
Se acercó a su escritorio y descolgó el auricular.
– Buenos días, soy Jill Strathern -dijo, resueltamente.
– Ah, hola, Jill. Me alegro de haberte encontrado. Soy Roger Manson. ¿Qué tal estás?
– Muy bien, Rog, ¿y tú?
– Tengo que admitir que me siento un poco estúpido en este momento.
Jill se esperaba muchas cosas, pero no aquello. ¿Acaso los socios mayoritarios admitían alguna vez que se sentían estúpidos?
– Te llamo para decirte que hemos despedido a Lyle.
Al oírlo, sintió cierto resarcimiento. Era posible que ya no estuviera interesada en la venganza, pero eso no quería decir que quisiera que a Lyle le fueran bien las cosas.
– ¿De verdad? ¿Por qué?
– Por una lista muy larga de motivos, y no puedo explicártelos todos, pero lo que sí puedo decirte es que añadió informes falsos a tu expediente y que ha falsificado órdenes de importancia de clientes en repartos.
Jill se hundió en la butaca.
– ¿Mintió sobre mí?
– Sí. Él fue la razón por la que te despedimos, Jill, y quiero que sepas que nos sentimos muy mal por ello. Cuando te despedimos, algunos de nosotros no entendíamos qué había sucedido. Habías hecho un trabajo excelente, y los clientes te adoraban. De hecho, te echan de menos terriblemente. Así que comenzamos una investigación interna.
Él siguió explicándole lo que había ocurrido, pero ella ya no estaba escuchando. En vez de eso, se sentía en una burbuja de felicidad que iba a hacer que levitara hasta el techo.
No había sido por ella. Ella no había cometido ningún error, no había hecho las cosas mal. Aquella reivindicación la hizo sentirse muy bien.
– Queremos que vuelvas -le dijo Roger.
Aquello la devolvió a la tierra de golpe.
– ¿Qué?
– Queremos que vuelvas -le repitió-, y para demostrarte cuánto sentimos lo que ocurrió, vamos a ofrecerte un impresionante aumento. Por supuesto, serás ascendida y te daremos un precioso despacho. Más grande que el que le dimos a Lyle. Por favor, Jill, ¿podrías al menos pensarlo?
– Eh… en realidad, estoy hablando con otros bufetes.
– Me lo temía. ¿Hay algo que pueda hacer o decir para convencerte de que éste es el mejor sitio para ti?
– Deja que lo piense. Te llamaré en unos días para decirte algo.
Más tarde, cuando colgó, caminó hasta la ventana y miró a la calle. Lyle era un idiota. Si había falsificado documentos legales, podía ser expulsado del Colegio de Abogados y podrían retirarle la licencia para ejercer. Era gracioso pensar que, sin que ella hubiera hecho nada en absoluto, él sólito se las había arreglado para tener lo que se merecía.
Sin embargo, ya no podría comprarle la mitad del piso. Tendrían que ponerlo a la venta en el mercado.
¿Y qué haría ella? ¿Qué oferta iba a aceptar? ¿Y por qué la idea de marcharse de Los Lobos le ponía tan triste de repente?
Jill volvió a casa de Bev para recoger a su tía y a Emily.
– Llegas tarde -le dijo Emily, mientras bailaba por el salón-. Tu padre ya se ha marchado, y dijo que deberíamos darnos prisa porque no iba a quedar ningún sitio bueno cuando llegáramos a la playa.
– Está bien, me daré prisa -dijo Jill, corriendo por las escaleras hacia su cuarto para cambiarse-. Además, estoy en el comité -gritó desde su habitación-. Tengo un sitio de aparcamiento reservado.
Aquello casi la compensaba por las horas que había pasado metiendo folletos en los sobres.
Se puso un traje de baño, una capa de crema protectora y después la ropa de la playa. Tomó la bolsa y salió de la habitación corriendo. Entonces se topó con su tía, que se había parado en el último escalón, y se quedaron mirándose la una a la otra.
Jill no sabía qué decir para arreglar las cosas entre ellas. Sabía que su tía quería a Rudy. No le importaba tanto aquello como que Bev no quisiera aceptar la verdad sobre él. El argumento de Jill de que Bev debería entender en dónde se estaba metiendo no había servido de nada.
– ¿Preparada? -le preguntó Bev.
Jill asintió.
– ¿Alguna vez vamos a ser amigas de nuevo?
Bev apretó los labios.
– Somos amigas. Yo no estoy enfadada.
– Te comportas como si lo estuvieras.
– No. Simplemente, pensé que te alegrarías por mí.
– Y me alegro, pero…
– ¿Vais a bajar ya? -gritó Emily desde el piso de abajo.
Bev sonrió.
– Nos están llamando por megafonía.
Jill no quería dejar la conversación allí, pero Emily las estaba observando desde abajo y no tuvo elección.
– Ya vamos -le dijo a Emily, y comenzó a bajar.
La plaza de aparcamiento de la zona reservada fue una gran cosa, pensó Jill mientras cerraba el 545 y miraba a su alrededor a la masa de gente que se dirigía a la playa. Creía que Los Lobos había atraído a una multitud para la fiesta del Cuatro de Julio, pero aquello no era nada comparado con el centenario del muelle.
– Allí -dijo Emily, señalando-. Mirad. Allí está la mamá de Ashley.
Tina le había dicho a Jill que les guardaría un sitio, y Jill pensó que finalmente, la que pronto dejaría de ser su secretaria y ella se habían hecho amigas.
– Esto es impresionante -dijo, cuando llegaron al lugar donde estaba Tina.
Había marcado un sitio en la arena con toallas.
– No me imaginaba que habría tantísima gente -respondió Tina-. Todavía tengo que hacer otro viaje al coche, pero quería esperar a que llegarais. He tenido que enfrentarme literalmente a gente que quería invadir nuestro territorio. He oído decir que el muelle ya está tan lleno que van a empezar a limitar a la gente que puede entrar -explicó, y sonrió a Emily-. Ashley está con su padre. Llegará en cualquier momento.
Jill se volvió hacia el muelle y se puso la mano sobre los ojos para protegerse del sol. Veía a la gente caminando por el paseo marítimo y apoyada en la barandilla. Había dos oficiales de policía que se dirigían hacia las escaleras de la playa. Reconoció a Mac y comenzó a sonreír.
Y en aquel segundo, el corazón le dio un salto, el estómago un vuelco y sintió una calidez intensa en las entrañas.
Se quedó allí, incapaz de moverse, de respirar, mientras la verdad se abría paso en su mente. Quería a Mac.
¿Lo quería? No. No era posible. Cierto, había estado enamorada de él cuando era adolescente, y la realidad era mucho mejor de lo que ella se imaginaba, pero no era amor. Era sexo estupendo, conversación divertida… la hacía reír y compartían secretos…
Oh, Dios.
Era amor. Lo quería. Quizá siempre lo hubiera querido, lo cual era una locura. Ó quizá fuera algo nuevo.
No importaba.
Se le ocurrieron varias cosas a la vez. La primera, que si lo acusaban de agresión contra Andy Murphy y perdía a Emily, nunca se perdonaría a sí mismo. Y parte de ese castigo que él mismo se infligiría sería, fácilmente, rechazar el hecho de ser feliz con ella. Y la segunda, ¿y si él no la correspondía? ¿Y si para él sólo había sido una diversión? Y por último, la tercera, pero no menos importante, ¿qué iba a hacer con su carrera profesional? Si…
– ¿Jill? -Emily le tiró del vestido-. ¿Ves a mi padre?
– ¿Qué? Claro. Está allí -dijo, y le señaló hacia el muelle.
– Él va a venir a cenar con nosotras después.
– Estupendo.
No tan estupendo. ¿Cómo iba a enfrentarse a Mac sabiendo que ella lo quería y que era posible que él no la quisiera a ella? ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo y cuándo le diría la verdad y qué pasaría si él la rechazaba? Había olvidado a Lyle muy rápidamente porque nunca lo había querido de verdad. Pero Mac era otra cosa muy diferente.
«Después pensarás en ello», se dijo.
Cuando Emily comenzó a saltar y a agitar la toalla para llamar la atención de su padre, no supo si sentía pánico o alegría. Mac las vio a los dos segundos y las saludó. Cuando comenzó a bajar las escaleras, Jill tuvo el presentimiento de que iba hacia ellas.
«Actúa con naturalidad», se ordenó. «Finge que no ha cambiado nada». Aquél no era el lugar, ni tampoco era el momento de hablar de lo que sentía cada uno.
– Voy hacia el coche -dijo Tina.
– ¿Necesitas ayuda? -le preguntó Jill, ansiosa por desaparecer un rato.
– No. Tú quédate aquí de guardia. Te aseguro que la gente es implacable.
Y dicho aquello, se marchó.
Jill se puso a extender más toallas mientras Bev marcaba las esquinas del territorio con las neveras portátiles.
– Es como un fuerte -dijo Emily, riéndose-. Tenemos que hacer turnos para la vigilancia.
Jill se sentó y comenzó a quitarse las sandalias. En aquel preciso instante vio a Rudy, acercándose. Consciente de que Mac se estaba acercando también, se puso de pie para decirle a Rudy que se alejara rápidamente de allí. Sin embargo, la expresión de la cara del hombre se lo impidió.
– Tenemos un problema -le dijo él, a modo de saludo.
El señor Smith estaba justo detrás de él, y Jill se dio cuenta de que llevaba la mano metida bajo la chaqueta, como si fuera a sacar la pistola en cualquier momento.
Bev se acercó y le tomó la mano a Rudy.
– ¿Qué pasa?
– Un socio mío ha venido al pueblo, y está muy enfadado por la reciente muerte de su hermano.
Jill sintió pánico. ¿Otro mafioso en Los Lobos, buscando venganza? ¿Entre aquella multitud?
Su primer pensamiento fue Emily, y se acercó a la niña. ¿Dónde podían ir? ¿Dónde podían esconder a Emily para que estuviera a salvo?
– Rudy, no lo entiendo -le dijo Bev, asustada-. ¿De qué estás hablando?
Jill tuvo ganas de gritarle la verdad, pero sabía que Emily estaba escuchando. Miró a su alrededor, buscando entre la gente a un extraño furioso, a Mac, al marido de Tina.
Rudy atrajo a Bev hacia sí.
– ¿Te acuerdas de esas conversaciones que has tenido con Jill?
Bev asintió.
– Pues ella no está equivocada.
Bev se desplomó contra él.
– No.
– Lo siento. Debería habértelo dicho yo mismo, pero tenía miedo de que ya no me quisieras.
– Voy a sacar a Emily de aquí -dijo Jill, y tomó a la niña de la mano.
– ¿Qué ocurre? -preguntó ella-. ¿Por qué llora Bev?
Jill se dio la vuelta y se chocó contra Mac.
– ¿Qué pasa? -le preguntó.
Antes de que nadie pudiera contestarle, se oyó el grito de una mujer.