IX.

El cuartel era un edificio con torreones de ladrillo al otro lado del río, un río ancho y lento, cenagoso, del que ascendía una niebla húmeda, un olor muy denso a vegetación, a limo, a aguas corruptas, a tierra y hojas empapadas, a lluvia, el olor del norte, que para muchos de nosotros, venidos del secano, constituía un misterio y una novedad. El río, a medianoche, iluminado sólo por las farolas del puente que aún no habíamos empezado a cruzar, era también una frontera y un foso, un río abstracto, todavía sin nombre, un río silencioso y oscuro entre dos orillas borradas por una espesura de helechos, y sobre él, por encima de la niebla, que volvían amarillenta o rojiza los faroles del puente, tras un muro de árboles, se veía el mástil de la bandera y la fachada del cuartel, las torres con sus ventanas enrejadas y a oscuras, todo con una imprecisión nocturna que exageraba dimensiones y efectos, como un aguafuerte romántico o un decorado tenebroso de ópera, el puente con los globos amarillos de los faroles, las arboledas estremecidas por la brisa que venía del mar, la niebla, la oscuridad húmeda, las garitas donde montaban guardia soldados con las caras cubiertas por pasamontañas, la luz escasa que provenía de los portalones del cuartel, que acababan de abrirse para recibirnos.

Habíamos llegado a San Sebastián, al barrio de Loyola, nos habíamos bajado de los autobuses a este lado del río, nos alineábamos sobre el puente, buscábamos nuestra documentación militar, hablábamos en voz baja, rodeados por nuestro propio rumor de multitud acobardada, si bien ya no éramos del todo vulnerables, pues teníamos la veteranía del campamento y la jura de bandera, una veteranía escasa, pero no desdeñable, una ventaja de seis semanas sobre los nuevos reclutas que ahora estarían llegando a Vitoria, aún con ropas civiles, asustados, empanados, perteneciendo de pronto a otra categoría de la especie militar, la más ínfima, la única que estaba por debajo de la nuestra.

Nosotros ya sabíamos saludar y disparar, ir a paso ligero o a paso de maniobra, armar y desarmar el cetme, gritar aire al final de cada formación, llamar usía a un coronel y vuecencia a un general, discernir instantáneamente el número de estrellas en una bocamanga y el número de puntas de cada estrella, defender a codazos y a patadas nuestro turno para comprar un bocadillo y un refresco en medio del mogollón del Hogar del Soldado, envolvernos los calcetines dobles en plástico y en hojas de periódico para que los pies no se nos helaran: cada día tachado en el calendario había sido una victoria, un paso más hacia la sumisión y el probable encanallamiento, cada astucia aprendida un arma nueva para sobrevivir, y el día de la Jura de bandera y de la partida de Vitoria había tenido algo de punto final, pero ahora, en la medianoche de nuestra llegada al cuartel, teníamos en el fondo casi tanto miedo como cuando llegamos al campamento, y ya empezaban a alejársenos los recuerdos de los pocos días que acabábamos de pasar en libertad y los paisajes ahora remotos a los que pertenecíamos, ya se nos desvanecían en la uniformidad caqui y verde oscuro a la que regresábamos los colores de la vida civil.

Nos dábamos cuenta de que estábamos empezando de nuevo, y aquel edificio de ladrillo al otro lado del río era un enigma absoluto, un castillo de irás y no volverás, tan sumergido en la oscuridad y en la niebla densa y húmeda del Cantábrico como en los rumores difundidos por la ignorancia, por las confusas sabidurías soldadescas, toda una tradición oral de advertencias y peligros. Íbamos a vivir un año entero en el interior de aquellos muros, y que nos hubieran destinado allí ya era en parte una desgracia, un infortunio añadido al de haber comenzado la mili en Vitoria, pero ya iba acostumbrándome yo a que en el ejército me tocaran las peores posibilidades de la mala suerte, no como a otros, los felices enchufados que después del campamento habían sido destinados a Burgos, a las oficinas señoriales de la Capitanía general, o a Pamplona, donde se contaba que la disciplina militar era más bien relajada y que hacía un clima delicioso, o a la paradisíaca Logroño, donde jamás había atentados terroristas ni peligro de estado de excepción.

Se podía no tener enchufe y merecer sin embargo algún golpe de buena suerte, pero el mío estaba claro que era un caso imposible, pues además de carecer de cualquier influencia a la que arrimarme siempre acababa en lo peor, y lo peor, decía Radio Macuto, era que lo destinaran a uno a Infantería y a San Sebastián, y dentro de San Sebastián a aquel cuartel de Cazadores de Montaña -de nombre, por cierto, tan sugerente como amenazador- frente a cuyas puertas ahora estábamos formando, después de la medianoche, agotados al cabo de tantas horas de viaje en autocar, asustados y hambrientos: había algo más funesto aún, un último círculo de la mala suerte, se murmuraba en nuestras filas, conforme nos íbamos aproximando al cuerpo de guardia, a la oficina donde un sargento examinaba la documentación de los recién llegados, y era que dentro del cuartel le tocara a uno la segunda compañía, la más dura de todas, la que se encargaba en exclusiva de hacer las guardias.

Aquellos soldados inmóviles a ambos lados del puente, con las caras ocultas tras los pasamontañas y las manos enguantadas apoyándose en el cañón y en la culata del cetme, que les colgaba de los hombros, en una postura menos marcial que cinematográfica, pertenecían a ella, a la segunda, y también aquellos cuyos ojos veíamos asomar por las mirillas de las garitas, vigilándonos, viéndonos acercarnos en fila y uno a uno a la entrada del cuartel, al vestíbulo donde estaba el cuerpo de guardia y donde había un banco muy largo apoyado contra la pared en el que dormitaban mano sobre mano una media docena de soldados, los arrestados a Prevención, a la Preve, que si el oficial de guardia era benévolo podrían irse al cabo de un rato a dormir a sus compañías, pero que en caso contrario pasarían la noche entera allí, sentados en el banco, como en un velatorio, durmiéndose cada uno sobre el hombro de otro, roncando con la boca abierta, poniéndose firmes de un salto si al oficial de guardia le daba por ordenarlo.

Nada más entrar a aquel vestíbulo se veía que el cuartel era otro mundo distinto al campamento, un espacio menos desolador, como más vivido y gastado, con un punto casi noble de antigüedad o linaje, manifestado, por ejemplo, en las vidrieras emplomadas de las puertas, vidrieras que tenían dibujados escudos de armas, o en los dinteles de madera bruñida de las salas de oficiales y suboficiales, o en las panoplias polvorientas de armas que colgaban de las paredes, como en los salones de un castillo de película. El cuartel era un edificio de los años veinte, y su arquitectura de ladrillo con aleros pronunciados y decoraciones entre mudéjares y platerescas se parecía mucho a la de los pabellones de la exposición universal de Sevilla de 1929, lo cual ya constituía una ventaja con respecto a los barracones desnudos y a la inhóspita funcionalidad del C.I.R.

El patio del cuartel, mirado a aquella hora de la noche, casi a oscuras, impresionaba por su amplitud sombría y su forma geométrica, cuyo centro exacto era el monolito, el monumento en homenaje a los Caídos, al que no era infrecuente, supimos enseguida, que los soldados llamaran el Manolito, y del que les explicaban a los conejos más ingenuos que tenía oculta en su base una trampilla por la que se pasaba bajo tierra al monolito o manolito del contiguo cuartel de Ingenieros, que no sólo era contiguo, sino también idéntico, como duplicado del nuestro al otro lado de un eje de simetría.

En el cuerpo de guardia nos daban un papel con nuestro destino provisional, y nos formaban en pelotones al mando de un cabo o de un cabo primero que debía guiarnos a la compañía donde íbamos a dormir esa noche. Cuando yo leí en el papel el número de la que me había correspondido casi me dio un escalofrío, la segunda, por supuesto, como si no hubiera otra, como si a mí no pudiera tocarme nada más que lo peor. «Venga, conejos, rápido, y sin hacer ruido», dijo el cabo, en voz baja, y nos llevó a unos diez o doce desgraciados bajo unos soportales y luego por unas escaleras que desembocaban en una galería, y allí nos detuvimos de nuevo, en la oscuridad, amontonados, sujetando muy fuerte nuestros petates, oyendo voces que murmuraban cerca de nosotros, los conejos, ya han llegado los conejos, voces alarmantes de veteranos que nos acechaban sin duda con la intención de someternos al escarnio de las novatadas. Había otra mesa, alumbrada por un flexo, y tras ella un suboficial o un cabo que comprobaba otra vez nuestros nombres en una lista mecanografiada, y alguien más que nos iba entregando a cada uno dos mantas y que nos señalaba la puerta entornada de un dormitorio, advirtiéndonos que no se nos ocurriera encender la luz para acostarnos.

Entré en él tanteando las paredes, alumbrándome con la llama del mechero: había varias filas de literas, casi todas ellas ocupadas por soldados que dormían, pero aquel no era un dormitorio tan vasto como el del campamento, sino una habitación no demasiado grande, con las literas tan próximas entre sí que era difícil no tropezar con alguna. Olía densamente a humedad, a sudor masculino y a calcetines sucios. Encontré una litera que estaba vacía, aunque sin ropa de cama, nada más que un colchón forrado de lona sobre el somier, y también una taquilla libre, en la que guardé mi petate, cerrándola después con mi candado, y me subí haciendo un mínimo de ruido a la litera, que era la de arriba, procurando no despertar al soldado que roncaba debajo de mí. No me desnudé, tan sólo me quité las botas, me tendí sobre la lona del colchón, que estaba un poco húmeda, y me envolví como pude en las mantas, sin lograr que me protegieran del frío, aunque encogía las rodillas contra el vientre y me quedaba inmóvil, con la vana intención de conservar el calor, y también de pasar desapercibido, de lograr que no se despertaran los soldados que roncaban o dormían en silencio o murmuraban en sueños a mi alrededor.

Era a finales de noviembre, y a medida que progresaba la noche el frío húmedo del río helaba los barrotes metálicos de la litera y se filtraba poco a poco bajo las mantas. Pero no era sólo el frío lo que alejaba el sueño, era también el miedo, el miedo abstracto a un lugar a oscuras y poblado de desconocidos, y también el miedo a los veteranos que aprovecharían la noche y la impunidad para poner en práctica sus más feroces novatadas: volcar de golpe las literas de los conejos dormidos, despertarlos tirándoles sobre la cara un cubo de agua fría o de orines, ponerse una gorra de sargento o de oficial para obligarlos a cumplir órdenes humillantes, alinearlos desnudos en el pasillo de una compañía, cada uno sujetando la picha del que tenía al lado, estamparles en el culo el sello de la compañía… Otra broma muy celebrada, a la que llamaban la horca, consistía en atarle a alguien que estuviera dormido el cordón con la llave de la taquilla, que todos llevábamos al cuello, a un barrote de la cabecera. Entonces se le daba un grito junto al oído, o se le tocaba diana con la corneta, y el dormido despertaba de golpe y quería incorporarse, y el cordón atado al barrote casi lo estrangulaba, entre grandes carcajadas de la concurrencia.

Las noches en que llegaba al cuartel una remesa de conejos, los sargentos de semana, que pernoctaban en las compañías, tendían inopinadamente a desaparecer, y los oficiales de guardia no solían oír el escándalo de golpes, carreras, carcajadas y gritos que se organizaba en algunas de ellas. Como las novatadas estaban prohibidas, los oficiales y los suboficiales procuraban no enterarse de su existencia, a fin de no interferir en las celebraciones de aquella inveterada y recia tradición militar, que al parecer tanto contribuía a fortalecerles el ánimo a los recién llegados.

Encogido de frío, alerta y rígido en la oscuridad, asomando apenas la cara entre las mantas, yo escuchaba en mi primera noche de cuartel portazos y pasos que se acercaban, risas y gritos de borrachos, estrépitos de carreras, de taquillas golpeadas a puñetazos o a patadas, y cuando el ruido se amortiguaba o se alejaba casi me dormía, pero me despertaba enseguida, tan rápido como se despierta un perro, igual de asustado, incapaz de imaginarme cómo reaccionaría si era sometido a la brutalidad de una humillación, si la aceptaría como una res o me sublevaría o amontonaría contra ella, arriesgándome entonces a sufrir una crueldad aún mayor.

Sobre mi cabeza, en la oscuridad, vibraba el suelo de otro dormitorio, se oían golpes y pasos, aunque ya debían de ser las dos o las tres de la madrugada. De tanto despertarme y dormirme y no poder mirar el reloj se me producía un trastorno absoluto del sentido del tiempo, una confusión de realidad e irrealidad, de vigilia repetida exactamente en el sueño, de lucidez enturbiada por alucinaciones. Estaba pensando que faltaría muy poco para el amanecer y que no iba a poder dormirme cuando se abrió violentamente una puerta y una luz móvil y multiplicada de linternas que me hirió los ojos me hizo descubrir que en realidad había estado dormido hasta ese momento, dormido y soñando el insomnio. Cerré los ojos, instintivamente me encogí más aún. Las linternas seguían moviéndose en la sombra, y alguien golpeaba con ellas la chapa resonante de las taquillas.

– ¿Hay conejos aquí? -dijo a mi lado una voz ronca y beoda.

– A ver, los nuevos, que se levanten y se identifiquen, orden del cabo de cuartel -añadió alguien más cerca, con un tono amenazador y persuasivo de oficiosidad-. Lo lleva claro el que se esconda, por mis muertos.

Es tan idiota uno en situaciones de amenaza, tan dócil, tan cobarde, que yo no estuve muy lejos de obedecer a aquella voz, y si no lo hice no fue por astucia, ni por entereza, porque me habría rendido sin la menor dificultad, sino porque las linternas se apagaron enseguida, y los intrusos se fueron, aburridos, supongo, con un desinterés de juerguistas cansados, con ese aburrimiento de los muy brutos cuando les falta público, cuando no logran la aquiescencia inmediata de sus posibles víctimas. Los pasos se perdieron, dejé de oír gritos ahogados y rumores de voces, volví a dormirme, aterido de frío, vestido con mi uniforme completo, salvo las botas y la gorra, bajo las mantas que olían a sudor y a humedad.

La luz de la mañana desmintió una parte de las impresiones y las incertidumbres algo fantasmales de la noche anterior. A diferencia del campamento, donde la mirada sólo descubría amplitudes ilimitadas de desolación, y donde el cielo nublado se confundía a lo lejos con la grisura de los páramos, sin más fronteras o puntos de referencia que las alambradas y las torretas de vigilancia, el cuartel era un sitio perfectamente cerrado y ordenado, una arquitectura del todo inteligible, de una racionalidad geométrica: el rectángulo del patio, con el monolito o manolito en el centro justo, en la confluencia de los senderos de grava; las filas idénticas de puertas y ventanas de las compañías y de las dependencias de servicio, la galería, sostenida por columnas, que daba la vuelta al patio, las dos torres frontales, con sus reflectores de vigilancia.

El cuartel era, en sí mismo, como una materialización o visualización de la disciplina militar, del orden absoluto y numérico al que nos sometíamos todos. Las ventanas y las puertas se sucedían en los muros tan rítmicamente como nuestros pasos en los desfiles, y todo tenía un aire menos de marcialidad que de aritmética, una perfección de lugar cerrado, de maqueta o croquis de cuartel. También el tiempo, igual que el espacio, estaba regulado por divisiones y subdivisiones que cuadriculaban nuestras vidas con la precisión de un mecanismo de relojería, pero enseguida se daba uno cuenta de que aquel mecanismo no era angustioso y digital, como el del campamento, sino que se movía con una lentitud de mecanismo primitivo, de artefacto anticuado e hidráulico.

Desde la primera mañana, desde el primer toque de diana y la formación del desayuno, advertía uno que el tiempo en el cuartel pasaba más despacio que en el campamento, y que todas las cosas, debajo de la apariencia impecable del orden, estaban regidas por un principio de lentitud y desgaste, de oculta negligencia, de abotargada duración. A los conejos se nos notaba que lo éramos no sólo en la pusilanimidad y en el empanamiento, sino sobre todo en la rapidez y la exactitud con que cumplíamos las órdenes, en lo poco usados que estaban lo mismo nuestros uniformes que nuestros gestos. Nos habían adiestrado en una angustia de tareas cumplidas al segundo, en la aterradora incertidumbre sobre el minuto próximo, y ahora, al llegar al cuartel, teníamos que aprender exactamente lo contrario, no la máxima rapidez, sino la más inerte lentitud, no el miedo de no saber nunca qué iba a ocurrimos, sino la seguridad letárgica de que todo lo que nos ocurriera en los primeros días iba a seguir repitiéndose sin variaciones perceptibles a lo largo del próximo año.

En el cuartel nos sorprendía el aire de desahogo y desgana con que los veteranos hacían instrucción, sin la rigidez mecánica y asustada que teníamos nosotros, con una dosis mínima de demora en cada gesto, la justa para no atraer un castigo. En el cuartel eran frecuentes las barbas y los uniformes de faena arrugados y sucios, y no se entraba corriendo y atropellándose en el comedor, ni se salía masticando el último bocado. A los superiores, cuando uno se cruzaba con ellos, se los saludaba llevándose la mano derecha al botón de la cinta de la gorra, rozando éste apenas con los dedos extendidos, pero ese gesto, que en el campamento tenía la rigidez crispada de un mecanismo de resortes, en el cuartel se contaminaba de un aire indudable de flojera, y los dedos no llegaban a extenderse del todo ni la cabeza ni el pecho se alzaban, y por supuesto uno no se detenía ni daba un taconazo.

Ahora el arte que nos correspondía aprender no era el de la obediencia instantánea, ni el de la encarnizada competitividad, sino el arte sutil, aunque nada heroico, del escaqueo, o acción de escaquearse, verbo reciente de nuestro vocabulario militar a cuya conjugación dedicaríamos una gran parte de los meses futuros. Escaquearse no era desobedecer, sino hacer más o menos lo que le daba a uno la gana fingiendo que obedecía; escaquearse era desaparecer durante horas con el pretexto de una tarea que podía completarse en segundos, o conseguir que a uno lo dieran de baja en el botiquín gracias a una dolencia marrullera e inventada. Había maestros absolutos en el escaqueo que se las arreglaban para no dar golpe a todo lo largo de la mili, o para disfrutar más permisos que nadie, y había también escaqueos menores que requerían un grado semejante de astucia y de sabiduría: en la gimnasia alguien se escaqueaba en camiseta y pantalón corto y se iba a dormir mientras los demás sudaban corriendo por el patio; a un oficinista lo mandaban a San Sebastián a comprar cartulinas o gomas de borrar y se escaqueaba para todo el día; el sargento de semana le ordenaba a un arrestado que limpiara los cristales de una ventana, y el trabajo duraba horas y horas, pues cuando no faltaba la balleta [1] era preciso ir a la furrielería en busca de limpia-cristales, y si había suerte y el furriel no estaba escaqueado en otra parte requería un vale de la oficina firmado por el sargento de semana o el cabo de cuartel para entregar el material…

Era la suma de todos aquellos escaqueamientos ínfimos la que daba su ritmo al tiempo del cuartel, y hacía falta tener desde el principio la suerte, la habilidad o el enchufe necesarios para situarse en una posición que facilitara la tarea diaria de escaquearse sin sobresalto ni peligro. Hacía falta, para decirlo en términos militares, que le cayera a uno un buen destino, y esa circunstancia se dilucidaba en los primeros días de nuestra llegada. Había que lograr, informaba Radio Macuto, que lo destinaran a uno a lo que fuera, cualquier cosa menos quedarse en fusilero sin graduación, en carne de maniobra y de garita.

Había quien ya desde el principio sonreía con la suficiencia de los privilegiados, había individuos con gafas y ademanes fluidos que aseguraban que irían destinados a la plana mayor del batallón, sugiriendo parentescos o influencias que a los demás nos degradaban al rencor de la envidia. Había cocineros que tenían garantizado de antemano un estupendo porvenir en la cocina de oficiales, y médicos que se sabían destinados a no dar golpe y a repartir aspirinas en el botiquín. Los músicos esperaban con tranquila paciencia la hora de incorporarse al escaqueo perpetuo de la banda, y los casados o enfermos vivían en la expectación dolorosa de que les llegara la licencia. Pero los demás, casi todos, aguardábamos a que nos seleccionaran para algo con más temor que esperanza, y mientras tanto procurábamos aprender a escaquearnos, sustrayendo minutos a las obligaciones como rateros que distraen sin demasiada habilidad unas pocas monedas, esperando, aguantando, habituándonos gradualmente a la particular lentitud del tiempo, igual que si nos acostumbráramos a un clima más caliente o a un exceso de altura.

Nos hacían formar, a los recién llegados, nos clasificaban, nos numeraban, nos distribuían según normas misteriosas, variables y seguramente arbitrarias, nos pasaban lista, nos llevaban a un aula con pupitres de formica para rellenar impresos multicopiados con datos que ya habíamos escrito docenas de veces desde que ingresamos en el Ejército. En el apartado de Estudios yo resaltaba siempre mi licenciatura universitaria, con la tonta esperanza de que eso me deparase alguna ventaja, y en el de habilidades especiales consignaba mis conocimientos de mecanografía y de idiomas, exagerándolos con una mezcla de oportunismo y de absurda vanidad.

Aguardábamos en filas, en posición de descanso, contestábamos presente poniéndonos firmes cada vez que era pronunciado nuestro nombre, y al oírlo siempre nos estremecíamos de miedo y también de esperanza, pues no sabíamos nunca si nos estaban designando para un castigo o para un privilegio. En voz baja se murmuraba que a una parte de nosotros los destinarían a la Legión, por falta de voluntarios, o que a los que hubieran obtenido las puntuaciones más altas en tiro durante el campamento los destinarían a los convoyes de escolta de los mandos superiores, o que iban a licenciar a un cierto número de soldados, por exceso de cupo… Radio Macuto estaba emitiendo siempre, y como en el cuartel, durante los primeros días, las zonas de incertidumbre eran tan anchas, y el tiempo tan desocupado y tan lento, los boletines informativos del rumor y del chisme no conocían tregua. Nos formaban en el patio después de comer, en tardes soleadas y tibias que nos sumían en pesados trances de siesta, y un sargento o un cabo furriel nos indicaban que los soldados cuyos nombres fuesen leídos a continuación debían dar un paso al frente, o a la derecha o a la izquierda, y eso ya nos sometía a una angustiosa expectativa. Cada nombre que era leído provocaba un movimiento brusco en las filas de la compañía, alguien que se ponía firmes, que se golpeaba los costados con las manos abiertas, que gritaba presente y daba un paso a la derecha o a la izquierda pisoteando la grava con las suelas de las botas, quedándose, en cierto modo, a la intemperie, más vulnerable que los otros, inapelablemente elegido, aunque no supiese para qué. La lista de nombres de pronto se interrumpía, y los incluidos en ella eran llevados en formación a alguna parte que los demás ignoraban, sustituyendo el desconocimiento por las hipótesis absurdas o las suposiciones disimuladas de certezas:

– Ésos lo llevan claro: van a limpiar retretes.

– Son enchufados, seguro que los mandan de oficinistas al gobierno militar.

– Van a hacerles un reconocimiento médico.

– Son testigos de Jehová. Seguramente van a licenciarlos porque su religión les prohíbe llevar armas.

Desaparecían, y regresaban al cabo de minutos o de horas, sin contar nada preciso, como enfermos a quienes el médico no les ha dado un diagnóstico claro. Desaparecían o desaparecíamos, porque una vez mi nombre también estuvo en una de esas listas, y temblé igual que los demás (o más que muchos de ellos, pues no creo que me deba incluir entre los menos cobardes), pensando que ahora sí que iban a darme un puesto de oficinista o de intérprete o que se habían enterado de mi récord inverso durante los ejercicios de tiro y me iban a devolver al campamento. El miedo más radical estaba siempre dentro de uno, aletargado en las horas o días de aburrimiento, dispuesto siempre a irrumpir con rápida crudeza, como un dolor que desaparece y casi se olvida hasta que de pronto vuelve su punzada: me quedaba distraído en el patio, fumando un cigarro mientras esperaba a que me llamaran para una prueba de mecanografía, en uno de aquellos paréntesis de tiempo baldío a los que aún no me acostumbraba, y de pronto oía un grito, y regresaba al mundo y alzaba los ojos y era que alguien con galones en la bocamanga me estaba maldiciendo porque yo no lo había saludado cuando pasaba junto a mí, y yo tiraba el cigarro y me ponía firme y me ardía la cara, me llevaba la mano derecha a la gorra, murmuraba, a la orden, y aquel tipo me gritaba que lo repitiera más alto, a la orden qué, decía, y entonces yo me daba cuenta de que ni siquiera se trataba de un sargento, sino de un cabo primero, a la orden, mi primero, y el tipo apretaba el puño y me golpeaba con una especie de suave o cautelosa crueldad en el centro del pecho, ten cuidado conmigo, ten cuidado conmigo porque si no lo llevas claro: se erguía, se calaba aún más la gorra sobre los ojos, me miraba de un modo que me hacía acordarme de la mirada de Clint Eastwood en algún polvoriento spaguetti western, daba la vuelta, con las manos a la espalda, y se alejaba a grandes zancadas, haciendo como que no oía las burlas y hasta las risas mal contenidas de los veteranos.

Era el idiota del cuartel, supe enseguida, un militar vocacional, un reenganchado, el Chusqui, un chusquero, un atravesado y una mala bestia, el cabo primero de la Policía Militar. Era una sabandija, era más bajo y seguramente tenía menos años que yo, pero no por eso a mí me había asustado menos, y si la tomaba conmigo podía amargarme un año entero de mi vida, con aquella potestad aterradora e impune de la que se investía cualquiera que ostentase un grado mínimo de autoridad, un miserable galón rojo y amarillo de cabo primero. Estaba recuperándome todavía de aquel amargo sobresalto cuando de nuevo el corazón me dio un vuelco en el pecho: alguien gritaba mi nombre, porque me había llegado el turno para la prueba decisiva de mecanografía.

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