XXII.

Ya sí, ya era verdad, aunque costara tanto creérselo, nos íbamos, estábamos a punto, rozando el instante de la huida, de la autorizada deserción final, aproximándonos al cumplimiento del deseo más fieramente sostenido, irnos, marcharnos, abrirnos de allí, nos faltaban unas horas, no meses ni semanas ni días, horas, minutos que iban devanándose en los relojes desde antes del amanecer, la madrugada invernal del último día, el último toque de diana, el último despertar angustioso, la última carrera hacia el patio arrastrando las botas sin atar, subiéndose los pantalones, abrochándose de cualquier modo la guerrera, la última formación bajo los soportales, porque estaba lloviendo, y la lluvia chorreaba en los canalones y resonaba en la oscuridad todavía nocturna igual que el invierno anterior, pero ya nunca más volveríamos a oírla ni a oler la humedad y la niebla del río, y ni siquiera oiríamos esa noche los toques de retreta y luego de silencio, pues nos habríamos ido varias horas antes.

Nos íbamos a la hora de paseo, a las seis de la tarde, a la misma hora a la que tantas veces habíamos formado vestidos de romanos para salir a toda prisa y cambiarnos de ropa en algún bar de Loyola, sólo que esta vez saldríamos del cuartel vestidos de paisano, y sin petate al hombro, porque lo habríamos entregado, igual que los uniformes de faena y de paseo y los correajes y toda nuestra ropa militar, incluidas las botas con doble suela de goma y el pantalón y la guerrera de franela verde oscuro que nos caracterizaban en invierno como cazadores de montaña: las gorras con el cartón de la visera partido y con el forro lleno de tachaduras, las de los nombres de todos los meses que ya habían pasado, las guerreras y los pantalones con toda la mugre de las garitas y los cuerpos de guardia, las botas cuarteadas, sucias de barro seco, hinchadas por la lluvia, los despojos de nuestra vida militar, que iban a amontonarse como montañas de harapos en el almacén de la furrielería, para ser luego contados, clasificados, enviados a la lavandería y repartidos de nuevo a los reclutas que llegaran después de nosotros, según el inmortal principio distributivo formulado por el brigada Peláez, un hombre, una prenda de cabeza, cien hombres, cien prendas de cabeza.

Nos íbamos, ya sí que nos íbamos, nos habíamos desvelado pensándolo la noche anterior, y de eso fue de lo primero que nos acordamos nada más abrir los ojos, y cuando nos pasaron lista en la formación de diana nos habíamos cuadrado con más apática desenvoltura que nunca y habíamos gritado presente con una alegría y una rabia que resonaban en todo el patio del cuartel, pensando siempre que lo que estábamos haciendo lo hacíamos por última vez, embriagados de excitación, de incredulidad, de impaciencia, conteniéndonos la risa y las ganas de barullo y de bronca para que los sargentos no se nos mosquearan del todo, iracundos como estaban, con la seriedad agresiva que adquirían cada vez que se acercaba la licencia de algún reemplazo, como si no pudieran tolerar aquella intromisión de la vida civil que nos arrebataba para siempre del dominio absoluto que habían ejercido sobre nosotros, o como si en el fondo les remordiera la evidencia de que ellos eran los más sometidos, los que no se marcharían nunca, los que tendrían una vida que iba a ser una sucesión insoportable de milis, de guardias, de formaciones, de toques de corneta, de soldados que llegaban y soldados que se iban, de conejos aterrados y bisabuelos con la mirada turbia de alcohol y de porros, enaltecidos por la inminencia de la libertad.

Era el último día, habíamos agotado todas nuestras medidas de tiempo, habíamos resistido y empujado a fuerza de pura obstinación la cuenta atrás larguísima de nuestro cautiverio, día tras día durante trece meses, desde el primer día que terminó en el campamento de Vitoria, el primer rompan filas, el primer grito de aire, cuando imaginábamos despavoridos aquel acantilado y aquel himalaya de días y meses delante de nosotros, aquel océano incierto de tiempo que nos había parecido tan tenebroso y sin orillas ulteriores como el Atlántico a los navegantes antiguos.

Y de todo eso ahora no quedaba nada, o casi, unas horas, de la plana mayor del batallón habían mandado unas cajas misteriosas que contenían nada menos que nuestras cartillas militares, la Blanca de cada uno con su nombre inscrito en ella como una prueba irrefutable de la liberación, pero nadie lo sabía aún, habíamos guardado las cajas en el armario de la oficina por miedo a que estallara un motín de impaciencia si se corría la voz de que ya habían llegado, porque cada minuto era una injuria, un goteo monótono de lentitud y dilación que nos aproximaba tortuosamente al final exacto, a la campanada de reloj en la que para nosotros cesaría la esclavitud y el embrujamiento de tiempo paralizado de la mili.

Pepe el Turuta ya no tendría que mantener por más tiempo la ficción insostenible de que sabía tocarla, Juan Rojo no se había puesto su mono inmundo de cocinero, sino un uniforme de faena impecable, y aguardaba el paso de las horas fumando Winston y dormitando en una secreta covachuela en la que más de una vez había organizado timbas de poker, Agustín y Chipirón habían salido de guardia a las ocho y se habían desprendido del fusil, de los cargadores y del correaje como si se rindieran exhaustos y embotados de sueño a un enemigo benévolo, despeinados, con las pupilas enrojecidas, destemplados por la noche de intemperie en medio de la niebla y la lluvia, la noche de la última guardia, la última noche en vela que pisaban en el cuartel, vigilando el río tras la mirilla de la garita, calentándose a pisotones los pies entumecidos por la humedad y el frío, viendo subir por última vez de la maleza espesa de la orilla aquella niebla que para Agustín había cobrado algunas veces la forma de un monstruo de pesadilla infantil.

Saltábamos los unos sobre los otros en las camaretas, lunáticos y trastornados como machos cabríos, y parecía que al empujarnos soltábamos chispas de pedernal y que un instinto incontrolado nos empujaba al mogollón, al amontonamiento soldadesco de codazos y patadas. Estallaban de pronto en remolinos feroces peleas de una rabia infantil, resonaban a todo lo largo de los dormitorios portazos y gritos, órdenes burlescas, patadas o redobles frenéticos en la chapa de las taquillas, literas de conejos volcadas, alaridos roncos de triunfo. Algunos mandos inferiores preferían entonces no hacerse visibles; a otros se les despertaba la mal contenida chulería: por el patio, bajo la lluvia fina y helada de las diez de la mañana, pasaba el Chusqui caminando en su desfile solitario y perpetuo, la gorra sobre los ojos, las botas con tachuelas y cordones de un dandismo facha, el mentón levantado, los brazos oscilando rítmicamente a los costados, un, dos, er, ao, la mano derecha entreabierta y rozando la pistolera negra, las piernas un poco arqueadas, la expresión leñosa; entonces, por una ventana abierta del Hogar del Soldado, o más arriba, desde la galería a la que daban nuestros dormitorios, salía una voz agresiva, sarcástica y triunfal, una voz de bisabuelo ronco y vengativo que enunciaba la misma maldición repetida cada tres meses, cada vez que le llegaba la licencia a un reemplazo:

– ¡Chusqui, aquí te vas a quedar!

Allí se iban a quedar todos, sepultados bajo un porvenir del que nosotros ya habríamos huido, allí se iban a quedar los conejos que nos miraban con caras de miedo, de envidia y de tristeza, los padres, los abuelos, los recién ascendidos bisabuelos, que en cuanto nosotros nos marcháramos heredarían el privilegio de hablar de sí mismos en tercera persona, los sargentos mulares, los bíceps legionarios y tatuados de Valdés y el bilioso patriotismo de Martelo, el páter con su sotana y su manteo de capellán castrense o su sonrisa moderna de cura de paisano, según, el teniente Castigo con sus botas y sus correajes impecables, su suavidad de ofidio y su pijerío venenoso de veintiún años, el brigada Peláez con sus carajillos furtivos y su nido secreto de amor conyugal en una torre de pisos de Martutene, el capitán y su indolencia de falso militar inglés, de capitán en una película inglesa de militares cultivados, el monolito con la lápida de homenaje a los Caídos por Dios y por España, el cuadro con el retrato y el testamento del difunto caudillo que amarilleaba en todas las dependencias, la bandera que era izada y bajada cada día con solemnidades de guardia de honor como la enseña de un fortín en territorio enemigo, el cieno y la niebla y la humedad del Urumea, las colinas verdes y el cielo liso y gris y los caseríos pardos de Guipúzcoa, los caminos rurales en los que se cruzaban carretas de bueyes y land-rovers de la Guardia Civil, la ciudad entera de San Sebastián, los abertzales y los policías, los terroristas y los matones del Batallón Vasco-Español, todos se iban a quedar allí, hincados y grapados a la tierra, como la bandera y el monolito, y uno, que ya se marchaba, aunque le seguía pareciendo imposible, agregaba siempre: «a mí me jodería», repitiendo también por última vez las fórmulas de germanía soldadesca a las que tan fácilmente se había acostumbrado y que muy pronto iba a olvidar, como esas personas que no recuerdan nada de un idioma que hablaron en la infancia.

No había ningún gesto que de repente no fuera el último, y todas las costumbres que parecieron tan sólidas se deshacían en nada ante la evidencia de la última vez: la última formación para el desayuno, la última taza de pochascao espeso y caliente, la última vez que retumbaba el comedor entero cuando nos poníamos de pie porque había sonado la corneta, el último cigarrillo encendido de camino hacia la oficina diminuta donde yo recogía el último ejemplar del Diario Vasco, la última vez que sacábamos Pepe Rifón y yo del armario metálico los libros pesados como losas de Entrada y Salida y preparábamos los documentos para la firma del capitán y el reparto en la valija diplomática, con sus grandes tapas de cartón desvaído y los departamentos y bolsillos donde guardábamos y clasificábamos los oficios, los vales del pan, las hojas de cocina, los pasaportes en papel rosa que esa misma mañana firmaría el coronel para cada uno de nosotros, los bisabuelos, los que nos marchábamos con permiso indefinido, porque oficialmente no estaríamos licenciados hasta un mes más tarde, con nuestra Blanca en el bolsillo como el santo grial de todas nuestras ambiciones castrenses y el salvoconducto definitivo de nuestra libertad y de nuestra vida futura: la Blanca era nuestra única divinidad y nuestro evangelio, nuestro catecismo, nuestro libro rojo, nuestro Corán, y cuando por fin la viéramos y la tocáramos sería como tocar la materia indudable de los sueños, el halcón maltes y el cofre de un tesoro, el ábrete sésamo que nos iba a abrir las puertas del cuartel y a devolvernos para siempre a la tierra firme y real del otro lado del río.

De un minuto a otro se nos disgregaba como arena la sólida eternidad militar, y todas las costumbres en las que se sostenía, que ya veíamos a la luz de la realidad exterior, se nos volvían insustanciales, irrisorias, absurdas, y nos desprendíamos de ellas con un sentimiento de ligereza física y de inestabilidad, casi de vértigo, como si la fuerza de la gravedad se atenuara bajo nuestros pasos, porque es posible que la fuerza de la gravedad sea más pesada en el ejército, de manera que ya no arrastrábamos militarmente los pies, y nos costaba no ir más a prisa que el tiempo, no actuar como si ya nos hubiéramos marchado del cuartel o no perteneciéramos a la jurisdicción militar, tan rápidamente se borraba y deshacía todo alrededor nuestro, con alegría nerviosa, con accesos de incertidumbre, como de haberse ido ya y sin embargo abrir los ojos y vestir todavía un uniforme: era preciso más que nunca no descuidar un saludo al cruzarse con ningún oficial, no mostrar ningún síntoma de entusiasmo ni desobediencia delante de los sargentos, actuar en la oficina exactamente igual que en los días normales, escribir a máquina o rellenar formularios con el mismo aire de ensimismamiento y mansedumbre, mirando hacia la ventana y el patio donde estaba lloviendo y había la misma luz rara, neblinosa y gris de los días en que llegamos por primera vez a San Sebastián, como si aún duraran, como si el paso del tiempo hubiera sido una ilusión urdida por nuestra necesidad desesperada de marcharnos.

Y había que hacer limpieza y revisar todos los papeles y los libros que uno había ido dejando en los cajones y en el armario de la oficina, guardar papeles y cartas o romperlos en trozos pequeños, o tirarlos sin más a la papelera, cartas y borradores y recortes de periódico convertidos de repente en testimonios de un pasado lejano, la mili, de la que sin embargo aún no nos habíamos ido, páginas fracasadas de relatos o libros que no llegaron a existir, que yo empecé, (sentado delante de la máquina, frente a la ventana y la lluvia, en algún sábado o domingo desierto, tan deshabitado, solitario y lluvioso como los que sólo volvería a conocer trece años más tarde, en Virginia), para abandonarlos enseguida, o para postergar el desánimo de su continuación, el maleficio sordo de lo no concluido.

Guardaba o tiraba cartas, revistas atrasadas, billetes de tren o de autobús, esas huellas menores de la vida diaria que se van segregando y se acumulan sin perderse alrededor de uno como los desperdicios en una madriguera. Pero yo prefería no quedarme con nada, o casi con nada, tiraba las cosas con una euforia de borrón y cuenta nueva y con un punto vago de melancolía que sólo ahora identifico plenamente, aunque no sé si lo recuerdo o sólo lo estoy transfiriendo de quien soy ahora a quien era entonces, porque es posible que entonces no me diera cuenta de lo irrevocable de las despedidas, igual las felices que las desgraciadas, de la secreta capitulación frente al tiempo que ocurre cada vez que uno se marcha de alguna parte, guarda o descarta libros, revistas y papeles, desaloja armarios, mira un segundo la habitación vacía a la que no volverá nunca.

Recogía mis libros, y al hacerlo recapitulaba episodios de aquel año de mi vida que me parecía haber pasado tan en balde, el cuaderno de anillas donde llevaba copiados a máquina los poemas de Borges que me aprendía de memoria en el campamento y me recitaba en secreto durante las horas de instrucción, mi Quijote de Austral, La gente de Smiley, El cine según Hitchcock, el Diario de un escritor burgués, un par de volúmenes de cuentos de Julio Cortázar, La línea de sombra, Dejemos hablar al viento, la novela de Onetti que yo veía todos los domingos en el escaparate de una papelería cerrada de Vitoria, y que por fin había obtenido en San Sebastián, no comprándola, sino robándola, como casi todos los demás libros de aquella arbitraria biblioteca.

También guardé un tomo de escritos de Alfonso R. Castelao y Sobre el problema de las nacionalidades, de Stalin, regalos adoctrinadores de mi amigo Pepe Rifón que nunca llegué a leer, como sin duda él ya sabía cuando me los entregaba:

– Toma, intelectual, léete esto, a ver si se te aclara un poco la cabeza y cuando vuelvas a Andalucía empiezas a hacer algo por tu tierra.

Pepe se iba a Madrid a terminar la carrera interrumpida por la mili, y en cuanto la terminara volvería a Galicia para dar clases de matemáticas en algún instituto, hacer la revolución y si le fuera posible no separarse nunca de una camarada de su partido marxista leninista galleguista de la que estaba más enamorado de lo que era capaz de admitir su ironía. Se había pasado la mili escribiéndole cartas que ella no siempre contestaba, manteniendo con ella conversaciones telefónicas que solían dejarlo en un estado inusual de caviloso y retraído desánimo: era uno de esos amores en los que uno de los dos amantes, el más apasionado, se convierte en rehén de las incertidumbres y las opacidades del otro, y las alimenta sin saberlo con la asiduidad de su ternura, que el otro fácilmente considera opresiva, retrayéndose en la misma medida en que se le solicita y se le ofrece el amor.

Pero Pepe Rifón era un optimista tan imperturbable en sus sentimientos como en su ideología, un creyente tranquilo en las condiciones objetivas, en la inevitabilidad histórica de la revolución a pesar de todas las apariencias que sugerían lo contrario, en el éxito de su amor, incluso en la perduración de nuestra amistad a través de la distancia: nos volveríamos a ver muy pronto, en Madrid o en Granada, nos escribiríamos para contarnos las peripecias de nuestro regreso a la vida civil, la vida futura y temible a la que yo volvía al cabo de unas horas sin ninguna tarea precisa a la que dedicarme, sin oficio ni beneficio, sin una revolución social ni una carrera inacabada por delante, armado tan sólo de un título universitario idéntico al que poseían varios cientos de miles de parados y de algunos propósitos vitales perfectamente ilusorios, no mucho más sólidos a mis veinticuatro años que las figuraciones irresponsables de la adolescencia. Con su optimismo marxista, con su creencia terca y absoluta en que acabarían por cumplirse las mejores posibilidades de las cosas, Pepe Rifón confiaba en mí mucho más que yo mismo:

– Ya verás, cualquier día abro el periódico y me entero de que acabas de publicar un libro.

Pero el último día hasta las conversaciones sonaban irreales, y las voces distorsionadas, como si ya no fueran nuestras voces de siempre, o las escucháramos o recordáramos mucho después: también las entonaciones y las palabras militares que usábamos iban a quedarse en el cuartel igual que se quedaban nuestros uniformes, nuestras experiencias inútiles de más de un año, la camaradería y la brutalidad y el pavor, el desamparo, el descubrimiento de la crueldad dentro de uno mismo, el miedo y la excitación de las armas de fuego. Todo quedaba en nada, ni en ceniza, creíamos, en tiempo sin huellas, en el paso de las últimas horas, los colegas borrachos y saltando como simios sobre las mesas del Hogar del Soldado, el último toque y la última formación de fajina, a las dos de la tarde, nuestras caras barbudas, alucinadas y ausentes sobre los últimos platos de potaje cuartelario, y ya sólo nos faltaban cuatro horas, menos de tres y media cuando saliéramos del comedor, una hora escasa cuando terminara el Carrusel, el homenaje a los Caídos de todos los viernes, la ofrenda de un ramo de laurel delante del monolito mientras la banda interpretaba el toque de oración con un redoble sobrecogedor de tambores y todas las banderas de las compañías se inclinaban rindiéndose al heroísmo de los muertos.

Esa iba a ser la última obligación de los bisabuelos de la segunda compañía, el desfile de homenaje a los Caídos, así que después de comer se vistieron de paseo como todos los viernes, se limpiaron las botas y los correajes, engrasaron por última vez los cañones de los cetmes, les ajustaron los cargadores con golpes secos y certeros, y mientras se vestían insultaban a los novatos pusilánimes y les gastaban las bromas consabidas, forzándolas hasta un grado de exasperación, conejos, vais a morir, si a mí me quedara la mitad de la mili que a vosotros me ponía la bocacha del chopo en la barbilla y me volaba la cabeza, os queda más mili que al monolito, que al palo de la bandera, que al Urumea, que al Chusqui…

Pero a algunos, los escaqueados, los que no teníamos que desfilar, el capitán nos autorizó a vestirnos de paisano, a entregar, como solía decirse, con una expresión que a mí me recordaba lo que decían los curas cuando yo iba a hacer la comunión, acercarse, con una simplicidad teológica. Acercarse era acercarse a comulgar, y entregar era guardar toda la ropa y los correajes en el petate y entregarlo todo en la furrielería, volcar las botas y las guerreras y los pantalones en una montaña jubilosa y hedionda de despojos militares y volver de allí transfigurado, ligero, con las manos en los bolsillos, con soltura y gallardía civil.

A las cuatro de la tarde, cuando todas las compañías empezaban a formar en el patio, Juan Rojo ya estaba vestido de paisano, con sus gafas de sol, su chaqueta de cuero, su camisa abierta, sus zapatos de tacón grueso y su esclava de macarra de Linares y narcotraficante latino, y Pepe Rifón y yo, aún recogiendo nuestros últimos papeles en la oficina, habíamos recuperado nuestra apariencia de universitarios rojos, nuestros jerséis de lana recia, nuestros pantalones de pana, los cuellos de las camisas bien visibles bajo las barbas idénticas: aún estábamos juntos los tres, pero se notaba que ya empezábamos a distinguirnos regresando cada uno al mundo y al vestuario a los que pertenecía, y que el simulacro de solidaridad delictiva y revolucionaria urdido por Pepe Rifón se desharía en cuanto nos marcháramos.

Juan Rojo se echó en el sillón de la oficina donde solía aposentarse el brigada Peláez, puso los pies en la mesa, lo miró todo con una expresión de desdén, como si hubiera entrado a robar en una casa en la que no encontraba nada de valor: con un sobresalto de pánico observé que empezaba a separar un trozo de un barra olorosa y oscura de hachís y que se disponía tranquilamente a liar un porro.

– Venga, oficinista, no seas muermo, no pongas esa cara, que un día es un día.

Juan Rojo hacía unos canutos rápidos y perfectos, como si los esculpiera, lisos y cónicos, muy delgados en la parte del filtro y gruesos al final, culminados en un lazo mínimo de papel que él prendía siempre con ceremonia, como inaugurando algo, una llama brevísima que al extinguirse daba paso a la lenta combustión de las hebras rubias de tabaco y los grumos de hachís. Pepe abrió la ventana, le dio una calada al porro y me lo pasó, y yo, aunque me había prometido que no fumaría, aspiré hondamente también, y entre los nervios que tenía y la extrema pureza del hachís me entraron enseguida palpitaciones y empecé a notar un principio de presión en el pecho, de miedo, de falta de aire, aunque la ventana estaba abierta, un presentimiento de desastre, confirmado por la irrupción veloz en la oficina de un suboficial de otra compañía, un sargento que asomó la cabeza, buscó a alguien y desapareció enseguida, provocándoles a Pepe Rifón y a Juan Rojo, tras un segundo de silencio, un ataque de risa, de aquella risa floja que daba el hachís y que al parecer era uno de sus mayores atractivos, y acentuándome a mí el miedo y el vaticinio de desastre hasta un punto en que noté que palidecía y que se me iban enfriando las manos.

Salí de la oficina, me alejé cobardemente de ella, mareado y furioso contra la temeridad de mis amigos, obsesionado con la idea de que en los últimos minutos iba a ocurrirme algo por culpa de ellos. Yo no era tan audaz ni iba a serlo nunca, y lo que deseaba era marcharme cuanto antes del cuartel para no seguir viéndome obligado a fingir un coraje y una indiferencia hacia las normas de los que había carecido siempre.

Pensaba que aquel sargento nos había visto fumar hachís y nos delataría. Para desprenderme de ese principio de obsesión -el hachís me exacerbaba una tendencia innata a las obsesiones más peregrinas-me lavé la cara con agua fría y me acodé a tomar el fresco en una de las ventanas que daban al patio. La compañía estaba desierta, pues salvo Juan Rojo, Pepe Rifón y yo todo el mundo participaba en el homenaje a los Caídos. En los muros del cuartel resonaba el eco de los tambores y de las trompetas, que se escucharía también, con claridad y distancia, al otro lado del río, en Loyola. Al ritmo tenso y creciente de la percusión los banderines de todas las compañías se inclinaban hacia el monolito mientras el coronel dejaba en su base una corona de laurel y el páter, vestido como un cura del siglo XIX, de una novela del siglo XIX, recitaba en voz alta un padrenuestro, con tal energía eclesial y castrense que era posible distinguir sus palabras a pesar de la trepidación de los tambores y los metales. La dotación entera del cuartel permanecía en posición de firmes, en un paroxismo geométrico de inmovilidad, y el redoble cada vez más rápido y grave de los tambores creaba como una expectativa entre de heroísmo trágico y prodigio circense: hasta al brigada Peláez se le distinguía en una esquina de la formación sacando el pecho, con uniforme de gala y correajes brillantes, con el espadín de militar de zarzuela colgándole al costado.

Tras la severidad fúnebre de la ofrenda a los Caídos la banda atacaba el himno de Infantería y a sus acordes enérgicos de pasodoble militar comenzaba el desfile, un desfile imaginado sin duda para recorrer en triunfo las calles de una ciudad con gente aplaudiendo al paso y banderas en los balcones: pero en nuestro cuartel se desfilaba alrededor del patio, se salía por una puerta lateral y se volvía a entrar enseguida por otra, sin cruzar nunca el puente, sin pasar al otro lado del Urumea. Por última vez yo escuchaba las pisadas unánimes de mil pares de botas sobre la grava del patio y las efervescencias patrióticas del himno:

De los que amor y vida te consagran

escucha España la canción guerrera,

canción que brota de almas que son tuyas,

de labios que han besado tu bandera…

Sobre mi cabeza, en el piso de arriba, oía los pisotones y los saltos de un par de bisabuelos borrachos que estaban viendo el desfile desde la galería superior, muertos de risa, y seguramente ciegos de hachís, cantando una de aquellas rumbas de Los Chichos que arrasaban la sentimentalidad de la clase de tropa:

Tengo un amor en la calle,

amor que es de compra y venta.

Pero ya eran las cinco, terminaba el desfile, en cuanto se diera la orden de rompan filas resonaría en el patio con más fuerza que nunca el grito diario de la libertad, aire, y los bisabuelos subirían las escaleras en una violenta estampida, en un torrente de pisotones y rugidos, y ahora sí que se quitarían los uniformes para no volver a ponérselos nunca, dejarían los cetmes en los anaqueles de las armas, se arremolinarían ya vestidos de paisano para entregar los petates y la ropa militar, saldrían corriendo hacia la puerta de la oficina para que el capitán les entregara a cada uno la Blanca, estrechándole luego la mano, con un último gesto de cordialidad militar…

Justo cuando nuestros compañeros volvían tumultuosamente del desfile Pepe Rifón y yo estábamos cumpliendo la última de nuestras tareas administrativas: ordenar alfabéticamente las cartillas militares. La irritación y el miedo se me habían disipado al mismo tiempo que los efectos del hachís. Sólo quedaba la impaciencia, la rapidez nerviosa de los actos, la visión ligeramente desenfocada de las cosas, percibidas con turbiedad, como los rasgos de alguien en una fotografía movida. Entonces la puerta de la oficina se abrió de un empujón y el sargento Martelo apareció en el umbral quitándose los guantes blancos del desfile, mirándonos a Pepe Rifón y a mí con una jovialidad torcida, jactanciosa y grosera.

– A ver, vosotros dos, poneros inmediatamente el uniforme.

– El capitán nos autorizó a cambiarnos de paisano, mi sargento.

– El capitán a lo que os va a autorizar ahora es a ingresar en el calabozo. Licencia cancelada. Órdenes del coronel. Os lo dije a los dos, os lo venía advirtiendo: cuidadito, que con nada que os paséis la vais a cagar. No será porque no os avisé. Y sois los dos tan gilipollas que en el último momento la habéis cagado.

No creo que al principio dijéramos nada, o que nos moviéramos. Ni siquiera éramos capaces no ya de buscar un motivo, sino de aceptar como verdadero lo que nos sucedía: sin duda el sargento que entró en la oficina mientras fumábamos el porro nos había delatado. Pero el sargento Martelo no explicó nada, estaba claro que prefería por ahora someternos a la tortura de la incertidumbre. «La habéis cagado, por idiotas», repitió antes de salir, cerrando de un portazo, «por listos, que os creéis muy listos vosotros».

Me temblaban las piernas cuando me levanté. Al otro lado de la puerta crecía el tumulto salvaje de los bisabuelos. Adonde vas, me preguntó Pepe Rifón, y yo le contesté en voz baja, adonde voy a ir, a vestirme otra vez de soldado. Tú no te muevas, dijo, siempre con aquel aire de sagacidad y de calma, no hagamos nada hasta que no hablemos con el capitán, o con el brigada Peláez. No podía creerlo, no aceptaba que no fuéramos a irnos, que el reloj se hubiera parado en los últimos minutos, pero la debilidad de las piernas, el vacío en el estómago y el temblor de las manos que no acertaban a encender un cigarrillo, me estaban diciendo que era verdad el desastre, que se había cumplido la amenaza que estuvo pendiendo sobre mí desde que llegué al cuartel, desde que el capitán recibió aquel informe con el sello de alto secreto, discreta vigilancia durante seis meses. El pavor se convertía en remordimiento, debí haber sido más prudente, os advertí que no encendierais el porro en la oficina, le dije con amargura y resentimiento a Pepe Rifón, a quién se le ocurre jugársela así, una hora antes de irnos. Pero él se mantenía lúcido, no puede ser por eso, razonó, hablando tan en voz baja como yo mientras al otro lado de la puerta cerrada aumentaban los gritos, los portazos, el escándalo beodo de una celebración de la que nosotros dos ahora estábamos excluidos: no te das cuenta, si fuera por lo del porro habrían arrestado también a Juan Rojo, y Martelo sólo ha hablado de nosotros dos.

Entró el brigada, muy pálido, con la piel amarillenta, se desprendió con extrema dificultad del correaje, del espadín y de la pistolera, dejándolo todo de cualquier modo sobre la máquina de escribir, pero paisano, decía, Rifón, qué habéis hecho, cómo se os ocurre, el coronel ha llamado al capitán y le ha echado una bronca, y nosotros seguíamos sin saber por qué, y nos dábamos cuenta de que el pánico del brigada no era por lo que pudiera sucedernos, sino por las posibles consecuencias que nuestro comportamiento y nuestro arresto pudieran tener sobre él. Se le notaba mucho que no nos defendería si lo necesitábamos, y que si lo consideraba preciso nos negaría para salvarse, o tan sólo para no sufrir una bronca.

Pero qué hemos hecho, le pregunté una vez más, y entonces, en vez de responderme, se puso rígido y alerta, acababa de abrirse la puerta contigua, la de la oficina del capitán, y yo creo que al oírla a los tres nos dio un vuelco el corazón. Sonó el timbre una vez, luego otra, dos veces, era la llamada para los oficinistas, pero cuando Pepe Rifón y yo nos mirábamos a ver quién se atrevía a ir sonó un tercer timbrazo, y ahora el que palideció del todo fue el brigada, porque la orden era para él. Antes de salir tragó saliva y nos dijo:

– Pero a quién se le ocurre ponerse a saltar y a dar voces durante la ofrenda a los Caídos. Esto yo no me lo esperaba de vosotros.

Salió el brigada, irguiéndose, ensayando la expresión grave y enérgica que debía adoptar delante del capitán, y un momento después, como en esas comedias de puertas que se abren y se cierran, aparecieron Martelo y Valdés, y tras ellos vi que se asomaban con caras muy serias Pepe el Turuta, Chipirón y Agustín, que ya estaban vestidos de paisano y me hacían señales interrogativas en silencio.

– ¿Le puedo preguntar qué hemos hecho, mi sargento? -dijo Pepe Rifón, muy suavemente, pero sin el menor tono de docilidad.

– Lo primero que tienes que hacer es ponerte de pie y cuadrarte cuando entra en la oficina un superior.

Pepe obedeció despacio la orden de Valdés y se quedó a un paso de él, muy cerca, en la oficina tan pequeña, tranquilo y vestido de civil delante de la estatura del otro, con gafas y barba, con algo de somnolencia en su actitud. Comprendí entonces que una de las mayores diferencias entre él y yo era el modo en que nos afectaba a cada uno el miedo.

– A ver, tú -me dijo Martelo- ponte delante de la máquina. ¿No lleváis toda la mili escaqueándoos de los servicios de armas con el cuento de la mecanografía? Pues te vas a dar el gusto de escribir tu propio parte de ingreso en el maco. Un mes para cada uno, por listos. Venga, escribe, «remitiendo arrestados a calabozo…».

Empecé a escribir y los dedos me temblaban tanto que no podía encontrar las teclas de la máquina. Quería contenerme, pero los ojos se me estaban humedeciendo, ya veía tras una niebla escarchada los caracteres que iban surgiendo en el papel, y me daba rabia que los sargentos descubrieran mis lágrimas y encontraran en ellas un nuevo motivo de escarnio. Me encontraba en un estado de suspensión de la realidad, disociado de ella, de las cosas habituales que había a mi alrededor y que permanecían invariables a pesar del desastre que me ocurría a mí, impenetrables para mis desgracia, tan indiferentes y ajenas a mi presencia como si yo no existiera.

– Nosotros no hemos hecho nada, mi sargento -decía detrás de mí, en otro mundo, Pepe Rifón-. Pregúntele a Juan Rojo: él sabe que durante el desfile estábamos en la oficina.

– Buena recomendación, sí señor -se burlaba Valdés, sentado ahora en el sillón, con las botas encima de la mesa-. Un quinqui, un testigo de toda confianza.

– «… habiéndoseles sorprendido en actitud de falta grave de respeto durante la citada ceremonia…» -a Martelo se le notaba en la voz que estaba disfrutando, transparentaba en ella un matiz inusual de alegría.

Inclinado sobre la máquina de escribir me imaginaba a mí mismo esa noche, tendido sobre una de las colchonetas sucias del calabozo, sin poder dormir, escuchando tal vez, un rato después del toque de silencio, el silbido y el estrépito del expreso en el que estarían viajando hacia Madrid la mayor parte de los bisabuelos de la segunda compañía. Uno siempre piensa que las cosas peores sólo les suceden a otros, así que para mí era muy extraño imaginarme ahora tal como había visto cada tarde a los arrestados al calabozo cuando los sacaban durante media hora al patio, alucinados por la claridad, sin gorra, sin cinturón y arrastrando botas sin cordones, para evitarles la tentación de ahorcarse. Pero lo peor no era el calabozo, sino el hecho intolerable y simple de que no nos íbamos, de que se hubiera vuelto contra nosotros nuestra exclamación de bisabuelos y resultara ahora que allí nos íbamos a quedar, Pepe Rifón y yo, todavía otro mes entero, un pozo inhumano de tiempo, una insoportable eternidad por comparación con los minutos breves y rápidos que hasta un rato antes nos faltaban.

Terminé de escribir el oficio, Martelo lo arrancó de la máquina con su habitual delicadeza y lo leyó como no fiándose de que yo hubiera escrito exactamente lo que él me había dictado. En cuanto tuviera la firma del capitán el cabo de cuartel nos llevaría al calabozo. Pero antes de todo lo que teníamos que hacer era ir a la furrielería a recuperar nuestros uniformes de faena. Salimos de la oficina Pepe Rifón y yo y en la puerta nos estaban esperando nuestros amigos, ya vestidos todos de paisano, muy serios, afectando un aire de incredulidad, venga, hombre, no es posible, seguro que se arregla todo, con el enchufe que tenéis vosotros, dijo Pepe el Turuta, y Chipirón nos miraba con lástima y con un supersticioso recelo en sus ojos diminutos, como temiendo que nuestra mala suerte se le contagiara. «Hay que rajarlos», murmuró Juan Rojo con toda seriedad, «a esos dos sargentos hay que rajarlos en cuanto nos vayamos de aquí». Cruzábamos entre las camaretas hacia la furrielería y algunos veteranos paraban la juerga de la despedida para quedársenos mirando con esa curiosidad sin compasión que despierta el infortunio de otros, con un fondo de alivio por no haber sido ellos los castigados. Sólo a Agustín Robabolsos se le desbordó la pena y la solidaridad, y mientras movía la cabeza negándose a aceptar que no fuéramos a licenciarnos tenía los ojos húmedos y se limpiaba ruidosamente la nariz con el dorso de la mano:

– Si estos godos de mierda no les dejan irse a ustedes y los mandan al maco yo no cojo la Blanca, carajo, que se la metan en el culo, ustedes dos son mis amigos y yo no me voy de aquí sin ustedes, carajo.

Cuando entramos en ella para buscar nuestros uniformes, la furrielería, la furri, parecía más que nunca el almacén de un trapero: en aquel desorden sofocante de ropa usada y olores rancios de sudor nos sería imposible encontrar los uniformes que habíamos entregado un par de horas antes. El lugar oscuro y nuestra búsqueda tenían algo de escenas de un sueño, de uno de tantos sueños futuros en los que regresaríamos asustados e incrédulos al cuartel. No hablábamos, no teníamos ánimo ni para mirarnos, y que Pepe Rifón hubiera acabado por derrumbarse igual que yo era otra prueba de que no teníamos escapatoria.

Entonces apareció el brigada Peláez en la puerta de la furrielería y se vino hacia nosotros con los brazos abiertos, con su sonrisa sagaz de hombre influyente y su gorra de guarda de parques y jardines más torcida de lo que su autoridad hubiera requerido:

– Venga, dejad eso y poneos en cola para recoger la cartilla. Mi trabajo me ha costado, pero he convencido al capitán de que erais inocentes, ya sabéis vosotros lo pesado que me pongo cuando estoy convencido de llevar la razón.

Resultaba que el coronel, en el momento más solemne del homenaje a los Caídos, había visto desde el patio a dos soldados que bailaban y hacían gestos de burla echados sobre la barandilla de una galería; pero él o su ayudante se habían confundido, pues la barandilla no era la de nuestra compañía, la segunda, sino de la tercera, que estaba en el piso superior, inmediatamente encima de nosotros: a esos dos soldados con quienes los sargentos se apresuraron a identificarnos los había oído yo cantar y bailar mientras miraba el desfile.

No llegamos a enterarnos de qué modo se deshizo el malentendido: tampoco supimos, ni nos importaba, lo que fue de los dos soldados borrachos por culpa de los cuales habíamos estado a punto Pepe Rifón y yo de pasar un mes de calabozo. Cuando ya habíamos recogido la Blanca nos cruzamos con Martelo y no tuvo el valor de sostenernos la mirada.

Justo al salir por la puerta del cuartel corrimos como no habíamos corrido nunca, con una felicidad y una energía para las que nos faltaban aire y espacio. Cruzamos corriendo el puente sobre el Urumea y ni siquiera nos detuvimos para lanzar ritualmente al agua los candados y las llaves de las taquillas, los recuerdos últimos del petate que ya nunca más cargaríamos a nuestra espalda. Al caer al agua lenta y cenagosa los candados de todos los bisabuelos provocaban en ella como un sobresalto de disparos. Llegamos al otro lado del puente pero ni siquiera entonces nos detuvimos, y ninguno de nosotros volvió la cabeza para mirar los árboles y la espesura de la orilla y los torreones de ladrillo rojizo del cuartel. Seguimos corriendo, mis amigos y yo, cruzamos a una velocidad de vendaval la autopista, sólo nos paramos cuando ya estábamos tan lejos que no se veía el cuartel ni podían escucharse los toques de corneta. Nos miramos entonces jadeando y exhaustos, como si volviéramos a vernos después de una catástrofe a la que para nuestro asombro habíamos sobrevivido.

A las once de la noche, roncos, deshechos, perfectamente beodos, colocados, rendidos y felices, subimos al exprés. Sería al llegar a Madrid cuando nos separáramos: Chipirón y Agustín tomaban un vuelo hacia Canarias, Juan Rojo y Pepe el Turuta viajaban a Sevilla, al parecer con el propósito de emprender juntos un negocio de algo, Pepe Rifón intentaría matricularse en la Complutense, yo esperaba encontrar un billete en el primer tren que saliera de Atocha hacia Linares-Baeza.

En el expreso San Sebastián-Madrid prácticamente sólo viajábamos esa noche militares recién licenciados: en los vagones había la misma bronca que en las camaretas de colegas, y los pasillos eran un turbión de soldados de paisano que intercambiaban a gritos bromas de cuartel. Apalancados en un departamento de segunda, con la compañía escandalosa de un radiocassette que el revisor se quedó mirando muy serio pero sin atreverse a decirnos que lo desconectáramos, bebimos litros de cerveza, batimos palmas al ritmo de Los Chichos, fumamos talegos de hachís, comimos nuestros últimos bocadillos ciclópeos y soldadescos de foie-gras con anchoas y tortilla de champiñones. Hablábamos sin descanso, muy excitadamente, de nuestras últimas horas en el cuartel, y revivíamos la huida final atropellándonos unos a otros, como se cuentan películas los niños. Ninguno de nosotros aludía esa noche a lo que iba a ser su vida desde el día siguiente.

A las dos o a las tres de la madrugada el tren se había ido quedando en silencio. La cinta que escuchábamos había llegado al final y nadie le dio la vuelta. Salí del departamento procurando no enredarme con las piernas de los otros, y al ir por el pasillo buscando el baño y sujetándome con las dos manos a toda superficie que me lo permitiera me di cuenta de que había bebido tanta cerveza y fumado tanto hachís que no era responsable de mis movimientos y sólo poseía unas nociones muy generales sobre mi identidad. Como en todas las celebraciones que se prolongan mucho, el entusiasmo de la libertad se me había agotado, igual que se agotan en una fiesta el alcohol o las horas de la noche dando paso en los corazones menos animosos a una sospecha íntima de fraude, de fatiga inútil, de culpa. Al salir del baño me ocurrió el percance absurdo de que la puerta cayera sobre mí. La sostenía con las dos manos, incapaz de hacer nada práctico con ella, queriendo dejarla en una cierta posición de equilibrio, al menos mientras me escapaba de allí, pero no había modo, me apartaba un paso, el tren daba una sacudida y la puerta caía sobre mí, y yo temía que viniera el revisor y me encontrara en aquella posición ridícula, en cierto modo comprometedora, como si un vandalismo mío hubiera causado la rotura de la puerta del baño…

Aproveché un momento de calma para dejarla apoyada contra el marco, escapé como si abandonara a un animal, la oí caer a mi espalda como una losa, como un portalón derribado, pero no me volví, quería regresar cuanto antes al vagón donde ya dormían mis amigos. Al rato de avanzar por el pasillo me extrañó no haber llegado aún: creí comprender que me había confundido, que estaba moviéndome en dirección contraria a la de la marcha. Di media vuelta y a los pocos pasos volví a encontrarme perdido: estaba tan intoxicado de hachís y de sueño que no sabía en qué dirección iba el tren, y afuera la oscuridad era tan densa que yo no podía buscar ningún punto de referencia. Apoyé la espalda contra la pared, cerré los ojos, intenté percibir hacia dónde era llevado, y cuando creía saberlo me parecía otra vez que el tren había cambiado de sentido y viajaba en dirección contraria, no sabía si hacia el sur o hacia el norte, en medio de la oscuridad, y avanzaba extraviado por el pasillo vacío, junto a las puertas cerradas e iguales de los departamentos, temiendo no encontrar nunca a mis amigos, no averiguar hacia dónde iba o regresaba.

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