VI.

Siempre deprisa, más rápido, desde antes del amanecer, desde que el primer toque de diana inauguraba el día, con sus notas veloces y su letra oficiosa que algunos coreaban mientras nos poníamos los pantalones, la guerrera y la gorra y nos enfundábamos las botas, las botas grandes, negras y pesadas, con su ruido de hebillas que ya se nos había vuelto habitual, y que se parecía un poco al de los fusiles cuando se llevan al hombro y rozan rítmicamente la tela y los correajes del uniforme durante el desfile: quinto, levanta, tira de la manta, cantaban algunos, mientras la corneta acuciante llamaba a formación en todos los altavoces de todas las compañías del campamento, en la noche invernal de las parameras de Álava. Los que éramos más perezosos o más torpes practicábamos la astucia menor de dormir casi vestidos, y de guardar la gorra debajo de la almohada, aun a riesgo de que nos la quitaran mientras dormíamos, así que cuando el toque de diana, los gritos del imaginaria y del cabo de cuartel y las crudas luces del barracón nos despertaban no teníamos que perder unos segundos valiosos abriendo y cerrando el candado de la taquilla o buscando en el suelo los calcetines.

Más rápido, conejos, gritaban el cabo cuartel y los instructores, dando puñetazos en la chapa resonante de las taquillas, a los diez últimos les meto un retén, por mis muertos, decía Ayerbe, tal vez no el más canalla, pero sí el más arbitrario y bocazas de todos, el que andaba más lento y con las piernas más separadas, el que llevaba la visera de la gorra más caída sobre los ojos, de modo que siempre miraba como vigilando de través: corred, me cago en vuestros muertos, que os desolléis el culo con los talones, me cago en Dios, que estáis empanaos.

Siempre deprisa, arrojados de golpe en el despertar, saltando sin respiro de una tarea a otra, de la instrucción a la gimnasia, de la bronca hambrienta en el comedor a las clases que llamaban teóricas, en las que un teniente viejo y algo temblón de voz o el mismo capitán de la compañía nos explicaban los misterios más impenetrables de la vida y de la ciencia militar, los pormenores puntillosos de las graduaciones y los ascensos y la geometría de las trayectorias balísticas, saberes que dada su oscuridad y nuestro grado brutal de cansancio nos producían a casi todos una somnolencia invencible.

De pie ante una pizarra en la que había trazado líneas elípticas o completado la pirámide de la jerarquía militar, el capitán preguntaba, aún de espaldas a nosotros, si alguien tenía alguna duda y nos animaba a intervenir, porque era, a diferencia del teniente, un capitán joven, animoso y gimnástico que gastaba una cerrada barba negra y afectaba una cierta naturalidad democrática, pero de nuestro silencio ovino no surgía ninguna pregunta, sino un ronquido profundo, sereno, solemne en su desahogo y su tranquilidad, y al oírlo el capitán se volvía con los brazos cruzados sobre el pecho musculoso y extendía el dedo índice para fulminar al dormilón.

El dormilón solía ser un ejemplar de la raza vasca que habría conmovido hasta el éxtasis a Sabino Arana, un recluta alto como un álamo, de nariz ganchuda, mejillas rosadas, boca pequeña y prominente mandíbula que se llamaba Guipúzcoa-22 y hablaba un castellano lento y dubitativo de baserritarra. En las manos de Guipúzcoa-22, que tenían una dureza y una anchura de manos acostumbradas a las herramientas campesinas, el fusil de asalto cetme, el chopo, que pesaba cuatro kilos y medio, se convertía en una miniatura de fusil tan liviana como una escopeta de corcho. Su fortaleza y su estatura le habrían garantizado un destino envidiable de cabo gastador, esos que van a la cabeza del desfile con polainas y muñequeras blancas, cordones rojos en la pechera del uniforme y palas y martillos de metal brillante a la espalda, pero la lentitud de sus movimientos y su propensión a no enterarse de nada y a quedarse roncando en las clases teóricas le depararon más de un arresto y fueron ocasión frecuente de escarnio.

Uno de los capítulos de nuestro aprendizaje militar era el de los nombres, apellidos, tratamientos y cargos de todos nuestros superiores en la cadena de mando, desde el sargento de semana hasta el Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, que era el Rey, si bien no solían encontrarse retratos suyos en los despachos, a no ser en compañía de los del difunto caudillo, que ocupaban lugar de preeminencia, como si aquel espectro en blanco y negro de las fotografías no llevara muerto casi cuatro años. Cada día, en la clase teórica de después de comer, que era la más propicia a la modorra, el teniente nos hacía repasar y luego nos tomaba aquellas lecciones, empleando en la tarea una paciencia monótona más propia de un sacristán o de un párroco. Igual que en las catequesis de mi infancia, los reclutas repetíamos a coro las enseñanzas que nos impartía el teniente, y nos arriesgábamos a un castigo pueril o a una reprimenda si no cantábamos lo bastante alto los nombres y los títulos del escalafón o no sabíamos responder a alguna pregunta tan simple como las del catecismo escolar. Igual que en las escuelas antiguas de palmetazo y coscorrón, los reclutas más torpes hundían la nuca entre los hombros y bajaban la cabeza por miedo a ser interrogados, se copiaban listas de nombres en las palmas de las manos o se guardaban chuletas en las bocamangas, oscilaban de un pie a otro, se rascaban la cabeza y se mordían los labios cuando no lograban acordarse del nombre del capitán, de cuántas puntas tienen las estrellas de un coronel o del tratamiento que debe darse a un general, que es el de vuecencia.

En las teóricas, Guipúzcoa-22 se quedaba inmediatamente dormido, con la poderosa barbilla euskalduna hundida en la pelambre negra del pecho, dormido grandiosamente como un tronco, volcado como un árbol contra el respaldo de la silla que crujía bajo el peso de su envergadura. A Guipúzcoa-22 lo despertaban a codazos, lo castigaba el teniente a quedarse de pie en un rincón, riñéndole con una blanda energía de catequista viejo, y luego le preguntaba el nombre del coronel del regimiento: Guipúzcoa-22 bajaba la cabeza, la boca se le sumía aún más por encima de la mandíbula en ángulo recto, la abría, parecía que empezaba a articular una palabra difícil, se quedaba callado, el rosa vasco y suave de sus mejillas se volvía rojo cuando el teniente comenzaba a reñirle y a llamarle ignorante y acémila y los demás reclutas se reían a carcajadas de él, sin que faltara nunca alguno que levantara la mano y se ofreciera ávidamente, con nerviosismo de niño repelente y empollón, a decir la respuesta inaccesible para la desmemoria de Guipúzcoa-22:

– El coronel del regimiento es el ilustrísimo señor don Julián Díaz López, con tratamiento de usía, mi teniente.

A Guipúzcoa-22 el teniente decidió preguntarle cada día el nombre del coronel, y le hizo copiarlo con letras grandes en una hoja de papel delante de todos nosotros y mirarlo fijamente y le ordenó que se lo guardara en el bolsillo y lo llevara siempre con él, y cada día, al comenzar la clase, antes de que Guipúzcoa-22 se quedara dormido, el teniente lo miraba en silencio, desmedrado y viejo por comparación con su estatura, sonreía, lo iba viendo ponerse nervioso, morderse los labios, enrojecer poco a poco, a medida que crecía el rumor de burla en torno a él, y sólo entonces formulaba la pregunta.

– A ver, Guipúzcoa-22.

– ¡A la orden, mi teniente! -Guipúzcoa-22 se levantaba lento y rudo, con un breve temblor en la osamenta irreprochable de su mandíbula, doblemente aprisionado en la rigidez de su ademán y en las proporciones mezquinas de un uniforme de faena del todo insuficiente para su tamaño de gudari.

– ¿Cómo se llama el coronel del regimiento? Venga, piénsalo, no te pongas nervioso, si te lo sabes.

Guipúzcoa-22 estaba a punto de decir algo, cerraba los ojos y apretaba los dientes en una tentativa dolorosa de concentración, se retorcía las manos descomunales y peludas, parecía que esta vez sí iba a contestar, al menos el nombre, aunque no se acordara de los apellidos, pero abría la boca, articulaba algo y era una sola sílaba, «don…», y en la garganta se le quedaba detenida una consonante áspera que no llegaba a pronunciar, ahogada por la humillación y la vergüenza. De Guipúzcoa-22 se reía todo el mundo, y los pocos que no nos reíamos abiertamente tampoco teníamos el valor preciso para defenderlo, ni siquiera para mostrar un gesto de desagrado ante la cruel burla colectiva en que se convertía la clase.

Nadie estaba en ningún momento a salvo de un castigo, pues no podíamos conocer y cumplir sin equivocación el número infinito de normas que nos envolvían: más dañino aún era que nadie estaba tampoco a salvo de la vergüenza y del ridículo, así que algunos de los que se reían de Guipúzcoa-22 lo hacían empujados por un impulso de desquite, porque en otras ocasiones ellos habrían sido o serían las víctimas elegidas de otra humillación.

Nos decían, nosotros mismos nos lo acabábamos diciendo, que debíamos ser crueles para sobrevivir, pero muchas veces la supervivencia era una disculpa o una coartada para la crueldad, que se ejercía universal y sistemáticamente de arriba abajo, con una transparente equidad de principio físico, de teorema matemático. Nosotros, los reclutas, los conejos, los bichos, ocupábamos el último escalón en aquella jerarquía tan abrumadora como la de los círculos del cielo y del infierno en las teologías medievales, éramos los apestados y los parias, los intocables, el sumidero y el pozo ciego de todas las crueldades que descendían de grado en grado desde el pináculo hasta la base del edificio militar, pero quienes con más saña nos trataban no eran los oficiales, sino los cabos y los instructores que a lo mejor sólo llevaban tres meses más que nosotros en el ejército.

Dentro de nosotros mismos, en nuestra densidad de chusma y de carne de cañón, había también un hervidero constante de jerarquías y maldades, un amontonarnos y adelantarnos y pisarnos y darnos codazos y patadas que acababa resultando una sórdida repetición, a escala de nuestra miseria, en nuestro sótano de postergados, del edificio entero que nos gravitaba encima, y cuyas categorías y denominaciones tanto trabajo le costaba aprenderse a Guipúzcoa-22: no había piedad para el que se caía o tropezaba, para el que perdía el paso, para el que estaba tan gordo que no alcanzaba a subir la cuerda o a saltar el potro, para el extravagante, el afeminado o el lunático. Quien sufría un robo era culpable del empanamiento y la debilidad de haber permitido que le robaran. Quien no podía evitar un temblor de miedo en el pulso antes de lanzar una granada de mano era culpable de su cobardía. Los últimos de todos los parias, los definitivamente empanados, los que lo tenían más espantosamente claro, reunían todas las torpezas y todos los golpes de infortunio, los atraían con el imán maldito del empanamiento, y acababan castigados cada pocos días a hacer un retén o a catorce o quince horas seguidas de suplicio en medio del vapor y de la mugre inmunda de las cocinas, y cuando los demás reclutas, a partir de las seis de la tarde, disponíamos de unas horas de descanso, ellos desfilaban machaconamente en la oscuridad, perdiendo el paso, chocando los unos con los otros al no saber dar la media vuelta, exhaustos, embotados y ridículos, con las gorras torcidas y los andares de pato, reducidos al oprobio final del pelotón de los torpes.

Yo no sé todavía cómo me libré de él.

A medida que aprendía los rasgos de mi nueva identidad militar y que olvidaba o dejaba en suspenso las experiencias de mi vida adulta, yo regresaba a sentimientos y a estados de ánimo sumergidos durante mucho tiempo, no exactamente en las profundidades de la desmemoria infantil, sino en esa edad rara y fronteriza que ya no es del todo la infancia y todavía no es la adolescencia, los once y los doce años, cuando uno se ve extraviado casi de un día para otro en una confusión atemorizada y turbulenta cuyo resultado más común es una forma particularmente avergonzada y solitaria de amargura: las oscuridades bruscas y los quiebros agudos de la voz, el primer bozo sobre el labio todavía infantil, la inexplicable y agobiante culpabilidad de las manchas amarillas en las sábanas.

A los suplicios usuales de los doce años yo añadía el de mi apocamiento físico. Era tan torpe que no sabía ni darme una voltereta, y me quedaba paralizado delante de uno de aquellos artefactos temibles, el potro y el plinto, tan incapaz de saltarlos como un tullido. El profesor de gimnasia, un fascista alcohólico de bigote negro y gafas de sol que también nos daba Formación del Espíritu Nacional, se burlaba de mí y de los dos o tres que eran como yo, animando al resto de la clase a secundarlo en sus bromas, y nos decía, acercándosenos mucho, envolviéndonos en una pestilencia de cigarro ensalivado y coñac:

– Pues ya veréis la que os espera cuando vayáis a la mili.

Once años después aquel profesor de gimnasia se había muerto de cirrosis, pero su amenazante profecía estaba cumpliéndose, y otros individuos de hombría tan beoda y ademanes tan bestiales como los suyos se erguían delante de mí y de todos nosotros para someternos a un grado de temor y obediencia que se parecía mucho al del colegio salesiano donde yo había pasado los tres años más sombríos de mi vida. En la parte más íntima, en la más inconfesable de mí mismo, aquel miedo infantil era más fuerte que la discordancia ideológica y que las protestas de la racionalidad civil contra la mezcla de barbarie, tiranía y absurdo que reinaba en el interior del perímetro alambrado del campamento. Despojados de los puntos de referencia de la vida adulta, el desamparo que sentíamos los más débiles entre nosotros era el de la infancia. A los veintitrés años, a punto de cumplir veinticuatro, yo sentía intacto el miedo de los niños cobardes a ser golpeados y engañados por los más grandes del colegio.

Para que todo se pareciera más a las amarguras de esa época un instructor la tomó conmigo. Los instructores de vez en cuando la tomaban con alguien, no por nada, sino por el puro deleite y la arbitrariedad del dominio, igual que los niños más osados o más fuertes eligen una víctima sin el menor motivo personal, tan sólo por la comodidad o el poco esfuerzo de martirizarla. El capitán, el teniente, incluso el alférez de la compañía, eran figuras más o menos lejanas, demasiado elevadas sobre nosotros como para distinguirnos o castigarnos individualmente: llegaban a las ocho de la mañana y solían marcharse a las cinco o a las seis de la tarde, y yo creo que tenían ciertas dificultades oculares para vernos, las mismas que tienen los ricos para ver a los camareros o a los criados que les sirven, esa habilidad singular para que la mirada atraviese o simplemente no perciba a los inferiores que sólo poseen los que han vivido siempre instalados en el privilegio, y que ningún advenedizo es capaz de imitar. Eran los instructores, a los que también llamaban auxiliares, quienes estaban siempre con nosotros, justo encima de nosotros, quienes nos despertaban para diana y nos formaban para el desayuno, quienes nos azuzaban como los perros al ganado durante todo el día, quienes nos pasaban lista a la hora de retreta y nos vigilaban después del toque de silencio. Cualquiera de ellos tenía la potestad ilimitada e impune de amargarle la vida a un recluta. Aquel Ayerbe de la mirada oblicua y la visera sucia de la gorra caída sobre los ojos decidió que iba a amargarme la mía: le dio por mí, igual que al teniente, que en realidad no debía de ser mala persona, le había dado por Guipúzcoa-22, y se le notaba que desde la primera hora del día estaba vigilándome para atraparme en alguna equivocación, y que cuando yo la cometía y él se aproximaba a mí para darme una patada o un bofetón estaba siendo empujado por una especie de furioso éxtasis de crueldad. Dentro de nuestra miserable jerarquía de sumidero militar Ayerbe ostentaba el grado más alto, que era el de bisabuelo, o bisa, y que se conseguía cuando a uno le faltaban menos de dos meses para licenciarse. Los bisabuelos mostraban un abandono definitivo y mugriento en sus uniformes, como si llevaran años sin relevo en algún puesto de la jungla, llevaban partida la visera de la gorra de faena y en el interior de ésta, donde era tradición que los soldados escribieran la lista de los meses que les quedaban de servicio, habían tachado ya la mayor parte. Cada noche, después de la lista de retreta, los bisabuelos gritaban el número exacto de los días que les faltaban para licenciarse, y a nosotros, los reclutas, que nos quedaba más de un año, nos parecía aquel grito un insulto y el testimonio de un incalculable privilegio.

– ¡Veinte días a tope! -gritaba Ayerbe, por ejemplo, que se licenciaría cuando nosotros jurásemos bandera, y su veteranía se nos antojaba tan prodigiosa y abrumadora como la vejez de un patriarca bíblico, y apenas podíamos concebir que también a nosotros nos fuera reconocido alguna vez el título de bisabuelos, el privilegio chulesco de llevar una gorra vieja y torcida sobre la cara, de contar por días y no por meses eternos nuestro futuro militar y de hacer que algún recluta recién llegado se muriera de miedo ante nosotros. A la formación de diana Ayerbe se presentaba en pijama, sólo que con la gorra y las botas puestas, y se rascaba la entrepierna echada hacia adelante mientras el cabo de cuartel nos pasaba lista, mirándonos desde muy alto, desde la dignidad de bisabuelo y la cima de la escalinata, y entonaba con más chulería que nadie la con signa predilecta de los veteranos:

– Conejos, vais a morir.

Volvíamos del desayuno, rompíamos filas, sin perder ni un minuto, sin que nos diera tiempo ni a ir al retrete, más deprisa, gritaban, que estáis empanaos, y teníamos entonces que recoger nuestros fusiles y que formar de nuevo para la instrucción, ahora con los cetmes al hombro, o apoyados en el suelo y rectos junto a la pierna derecha, la mano derecha extendida sobre el cañón, las puntas de los dedos rozando justo el disparador (habíamos aprendido también que en el ejército no se dice gatillo, como en la vida civil, sino disparador, y tampoco tanque, sino carro de combate: que los civiles y los reclutas dijeran gatillo y tanque eran indicios de su inferioridad, incluso de su afeminamiento). Gritaban, sobre el hombro, armas, ar, y levantábamos el fusil con la mano izquierda y lo elevábamos hacia el hombro y sujetábamos la culata con la mano derecha en una sucesión de movimientos minuciosos y perfectamente regulados, en un acto que duraba un segundo pero que estaba dividido en lo que los instructores llamaban varios tiempos. Con el fusil sobre el hombro derecho, firmes, aguardábamos la orden de media vuelta a la derecha, y cuando ésta era formulada aún quedaba algún incauto que la obedecía sin esperar a la voz ejecutiva, y todo el mundo se reía y el cabo se lo quedaba mirando y le decía:

– Esta noche te apuntas una tercera imaginaria, empanao.

Nos ordenaban media vuelta, girábamos al unísono con las cabezas levantadas y ahora esperábamos la orden de empezar a marchar, siempre con el pie izquierdo, la voz inarticulada y monótona que regiría y numeraría nuestros pasos, un dos er ao, nosotros en fila, guardando las distancias ya sin necesidad de cubrirnos, fijos en los hombros y el cogote del que teníamos delante, la cabeza alta, conejos, que no estáis pastando, la mano derecha sujetando la culata del fusil, el brazo izquierdo moviéndose hacia atrás y hacia adelante en sincronía con los pasos, ni demasiado alto ni demasiado bajo, justo hasta que los dedos rozaran el hombro del que nos precedía, recto pero no rígido, con rabia, maricones, las botas pisando con fuerza unánime la grava de las explanadas de instrucción, un dos er ao, filas rectas de uniformes caqui, de botas negras, de brazos levantándose y cayendo, de fusiles en diagonal, más fuerte, conejos, que tiemble el suelo, que haya un terremoto, que se note que somos los mejores, los pasos humanos sometidos a un ritmo de maquinaria hidráulica, la multitud subdividida en líneas rectas y en figuras geométricas que se ondulaban al unísono, con movimientos regidos por una sequedad de metrónomo, mientras en el cerebro de cada uno de nosotros iba desapareciendo cualquier residuo de pensamiento para dejar sólo la monotonía binaria del paso militar, uno dos, izquierda derecha, un dos, er ao.

Pero a veces aquella visión de maquinismo se malograba, porque un recluta particularmente torpe o empanado perdía el paso y la fila entera se descomponía. Perdían el paso con frecuencia el gigante vasco Guipúzcoa-22 y un gordo de la provincia de Cáceres que aseguraba tener los pies planos, aunque los médicos no le habían permitido librarse de la mili.

Para mi desgracia, uno de los que más perdían el paso en la 31a compañía era yo, y como el instructor encargado de mi pelotón era el feroz Ayerbe, cada vez que me equivocaba y que quería angustiosamente unirme al ritmo de la marcha común Ayerbe me insultaba a gritos, y entonces sí que ya no tenía yo ninguna posibilidad de recobrar el paso, muerto de miedo, nervioso, dando breves saltos ridículos a ver si por milagro cuando adelantara el pie izquierdo lo hacía al mismo tiempo que los demás y braceaba igual que ellos, y no al revés, como si mi brazo derecho fuera la aguja rota de un reloj. Ayerbe se acercaba a mí, primero despectivo y luego furioso, los ojos mirándome de lado bajo la visera partida y mugrienta de la gorra, y al oír sus insultos sin detener el paso ni acomodarlo al de los demás yo notaba que empezaba a enrojecer, que me picaba el cuerpo entero, estremecido por el presentimiento físico de que iba a ser golpeado y humillado en medio del patio, delante de todos los reclutas de la compañía.

A veces, por casualidad, recuperaba el paso enseguida, y durante el resto de la instrucción Ayerbe seguía vigilándome los pies haciendo como que no me miraba, pero hubo una ocasión en la que por mucho que me empeñé no supe unirme al paso común, y Ayerbe, fuera de sí, me dio patadas y puñetazos y me sacó de la fila sujetándome por las solapas de la guerrera, amenazándome a gritos con el pelotón de los torpes, con quince días seguidos de cocinas y de terceras imaginarias, con el calabozo, con la repetición íntegra del campamento si no aprendía a desfilar. Jadeaba de rabia, muy cerca de mi cara, me miraba con una expresión de odio que yo no creo haber visto en los ojos de nadie, con un encarnizamiento en el desprecio que parecía exigir para satisfacerse la abolición en mí de cualquier residuo de dignidad humana.

No recuerdo haber tenido entonces un sentimiento de rebeldía: sentí tan sólo vergüenza, una vergüenza de mí mismo en gran parte, de mi inhabilidad física, de la rigidez cobarde de mi cuerpo, que me hacía desfilar, como me gritaba Ayerbe, a piñón fijo, como si mis brazos y mis piernas se movieran sin coordinación y sin ritmo. Sentía más o menos la misma humillación que cuando en los primeros cursos del bachillerato me suspendían la gimnasia: el abuso al que estaba siendo sometido en público, delante de otros reclutas y de los instructores, era una prueba bochornosa de mi incompetencia, no de la crueldad de las normas a las que obedecíamos.

Perdiendo el paso me distinguía y me separaba de la mayor parte de los otros, los que sabían desfilar sin equivocarse nunca, pero no por eso me sentía más cerca de los que eran más o menos como yo, los otros segregados, los más torpes aún: el pobre y gigantesco Guipúzcoa-22, con sus andares de criatura de Frankenstein y sus mangas tan cortas que le dejaban siempre descubiertas las muñecas y una parte de los antebrazos, el gordo Cáceres, el de los pies planos, que tenía en las caderas y en el culo una amplitud de adiposidades femeninas, aquel recluta alucinado y alunado de Madrid que nunca supo formar ni saludar como era debido, y que tenía una piel tan pálida que se le traslucían las venas de las sienes. Lo último que yo quería era ser como ellos o unirme a ellos para defender en común nuestras dignidades humilladas: lo que yo quería era ser exactamente igual que los otros, unirme a su normalidad y confundirme y fortalecerme en ella, y en mi vileza prefería una improbable sonrisa o una palabra de compañerismo zafio por parte de los que mandaban que una señal de reconocimiento en la cara bondadosa y equina de Guipúzcoa-22: como casi todas las víctimas, lo que yo quería no era acabar con los verdugos, sino merecer su benevolencia, y cuando por fin logré aprender a marcar el paso sin equivocarme y a sincronizar el movimiento de los brazos y me vi libre de la amenaza del pelotón de los torpes empecé a mirar con cierto desdén a los que no habían tenido la misma habilidad o la misma suerte que yo.

Un poco antes de la jura de bandera empecé a pensar que en realidad Ayerbe no era un mal tipo. En los corros de la cantina, que se llamaba el Hogar del Soldado, le reí ostensiblemente alguna de sus gracias sórdidas de veterano, de bisabuelo sentencioso, sin que él pareciera considerarme mucho más con su mirada oblicua que cuando me ponía zancadillas en los ejercicios de instrucción, y fui de los que se acercaron a él para despedirlo el día en que le comunicaron la fecha exacta e inmediata de su licenciamiento. Una parte sumergida y proscrita de mí se rebelaba con asco contra tanta obediencia, pero lo cierto es que el rencor originado por la persecución a la que Ayerbe me había sometido acabó siendo menos intenso que mi gratitud por que hubiera dejado de acosarme.

Загрузка...