VII.

Para sobrevivir me ocultaba más hondo que nunca antes en mi vida. Emboscaba lo mejor de mí o lo más irreductiblemente mío para dejarlo a salvo no ya de la presión del exterior, sino de los mecanismos de obediencia, de embrutecimiento y olvido que también eran yo y que ya estaban dentro de mi alma antes de que los revivieran la disciplina y la claustrofobia del ejército.

La falta de términos de comparación y la pura fuerza de la monotonía pueden acabar otorgando un aire cotidiano de normalidad a los mayores absurdos y a las monstruosidades más bizarras. La repetición exhaustiva y unánime, en un lugar cerrado, de una cadena de actos que se justifican por sí mismos en virtud de una lógica inflexible, pero sin ningún vínculo con las realidades del mundo exterior, sume a quienes los practican en un espejismo de intemporalidad, en un estupor gradual de la inteligencia, atrapada ella misma en los automatismos rituales a los que al cabo del día no escapa ningún gesto, incluso ningún sueño ni deseo.

El sueño único y compartido de los tres mil reclutas del Centro de Instrucción era marcharnos cuanto antes de allí: contábamos avariciosamente cada día y cada hora, tachábamos con obstinada desesperación cada tarde una fecha en el calendario, y sin embargo el tiempo en el que vivíamos era eterno de tan exactamente repetido, y esa discordancia entre la eternidad y la duplicación idéntica de los días y el ansia nuestra de que pasaran cuanto antes terminaba por sumergirnos del todo en una ausencia perpetua de certidumbres temporales, más grave aún porque apenas recibíamos noticias del exterior ni sabíamos la fecha exacta de la jura de bandera, que iba cambiando cada día según los rumores difundidos por Radio Macuto: un día susurraba algún enterado que el Consejo de Ministros iba a reducir la mili a un año, y el campamento a cuatro semanas, y ya teníamos que modificar todos nuestros cálculos y hasta las tachaduras de nuestros calendarios, y al día siguiente, en la lista de retreta, un instructor nos notificaba con sarcasmo que lo llevábamos claro, que el campamento duraría tres meses, y no mes y medio, como nos dijeron al principio, y entonces la duración montañosa e incierta del porvenir de nuevo nos abrumaba, y éramos incapaces de imaginar que la mili terminaría alguna vez, aunque estuviera a punto de terminarse para los veteranos, igual que un niño no puede imaginar que alguna vez será como sus padres. Nuestra idea del tiempo se nos había vuelto tan cerrada como la del espacio y, del mismo modo que el paisaje exterior se reducía a los páramos que rodeaban las alambradas, nuestra perspectiva del futuro estaba limitada a la espera de los seis días de permiso que iban a darnos después de la jura de bandera.

No había nada individual ni único, nada que fuera súbito aparte de los arrestos, nada que no ocurriera porque estaba previsto y que no debiera ajustarse a una normativa tan detallada que terminaba siendo alucinatoria: el punto justo de la gorra que debía rozar los dedos de la mano derecha en el primer tiempo del saludo, los pasos que debían separarlo a uno de un superior en el momento de cruzarse con él para ir levantando la mano hacia la sien, la longitud reglamentaria del pelo en el cogote, el instante en que debían apagarse las luces en los dormitorios.

En aprender a arrodillarnos durante la consagración de una misa de campaña

– la gran misa castrense que precedería a nuestra jura- tardamos varios días, porque había que llevar a cabo una serie de movimientos tan inextricable como la construcción de un mecano: adelantar el fusil, hincar una rodilla en tierra, quitarse al mismo tiempo, con la mano derecha, la gorra, llevársela al pecho, inclinar la cabeza, justo en el momento en que sonaran las notas más agudas del cornetín de órdenes, cuando el sacerdote levantara la hostia y la banda atacase la versión más solemne del himno nacional: como decía nuestro capitán, un soldado español sólo rinde sus armas delante del Santísimo Sacramento.

En aprender las gesticulaciones y las inmovilidades casi de ópera china de la posición de rindan se nos iba más tiempo que en las prácticas de tiro, y las repetimos tanto que hasta los más torpes de nosotros llegamos a alcanzar una perfección sonámbula. No había nada que no estuviera sometido al principio de la repetición, y lo que más agotadoramente se repetía era la misma presencia humana: en el campamento no estábamos solos nunca, ni siquiera en los retretes, que ya he dicho que carecían de puertas, y que nos infligían a todos el escarnio de vernos acuclillados sobre un agujero hediondo que rebosaba de orines y heces, sujetándonos los pantalones para que no se nos mancharan y al mismo tiempo abrazándonos las rodillas desnudas para no caernos hacia atrás, bajando la cabeza, queriendo no ver al menos a los que nos veían. La mirada se acostumbraba a la monotonía de los uniformes, de las cráneos mal rapados y de los edificios idénticos y numerados de ladrillo igual que se acostumbraba el oído al ritmo de las botas, y aquella repetición permanente en el espacio y en el tiempo, mezclada con la inseguridad sobre las normas y el miedo constante a que nos sobreviniera un arresto, debilitaba y muchas veces abolía del todo nuestra individualidad, volviéndonos así maleables y dóciles, uniformando nuestra conciencia en el mismo grado en que habían uniformado nuestro paso y nuestro vestuario. Era fácil sentirse como aquel personaje del cuento de Papini que asiste vestido de dominó a un baile de carnaval en el que todo el mundo lleva también disfraz de dominó, y empieza a buscarse en los grandes espejos del salón de baile y tiembla de terror al no saber cuál entre todas las máscaras iguales y vestidas de blanco y negro es él, y ya se queda perdida para siempre su alma. Yo he visto fotos que me tomaron entonces, que mandé a mi familia o a mi novia, y en ellas soy tan plenamente un recluta que apenas me reconozco ahora, no sólo por el uniforme y por los años pasados, sino por la actitud y la sonrisa, que son las de un recluta atemorizado, pero no atormentado y tampoco solitario, un recluta exactamente igual a los otros que aparecen en la fotografía, con la cabeza ladeada, con una tentativa de chulería en la posición de la gorra, con los pulgares en el cinturón de la guerrera, un desconocido y al mismo tiempo alguien perfectamente familiar, no por ser yo, sino por ser cualquiera, cualquiera de los reclutas de mi reemplazo y cualquiera de los parientes que mandaban fotos militares a casa cuando yo era niño.

Me escondía para protegerme, pero también me escondía para disimular mi diferencia, para no señalarme, como habrían dicho mis mayores, empujado por una voluntad no demasiado noble de confundirme con los otros. Algunas tardes me escondía en la biblioteca del campamento, que era una habitación con unas pocas estanterías y unos pupitres de escuela de posguerra, con tablero inclinado y orificio para el tintero, con incisiones y rayaduras labradas durante décadas de monotonía escolar en la madera oscura y bruñida por el largo roce de las manos.

A las seis, ya casi de noche, después de la bajada de bandera y de la oración a los Caídos, cesaban durante tres horas nuestras obligaciones, a no ser que sufriéramos un arresto o que nos hubieran nombrado para algún servicio, y nos quedábamos rendidos y tirados sobre las literas o nos íbamos a matar el tiempo delante del televisor en el Hogar del Soldado. A veces yo reunía la fuerza moral necesaria para sobreponerme a la pura estupefacción del agotamiento físico y me pasaba una o dos horas en la biblioteca, y a pesar de su penuria y del frío que empezaba a subir del suelo de cemento la presencia de aquellos pocos libros ya me restituía poco a poco a mí mismo, aunque estuviera tan cansado y tan embrutecido que no lograse enterarme de lo que leía.

Bastaba el olor, el roce civilizado del papel, la quietud de aquel lugar en el que no había casi nadie. En aquella biblioteca leí por primera vez El tercer hombre, tan absorto en sus páginas como cuando leía a Julio Verne de niño, tan fuera de todo que cuando concluía el último capítulo y sonó el toque de fajina me pareció que salía de un sueño, uno de esos sueños detallados y felices cuyas imágenes lo siguen alentando a uno como un rescoldo de plenitud y entereza a lo largo de las horas diurnas.

Leía unos minutos cada noche, antes de que se apagaran las luces o me venciera el sueño, y procuraba aprenderme de memoria sonetos de Borges, y repetírmelos luego en silencio durante la instrucción o las marchas, como un alimento secreto del que nadie me podía privar, pero también gritaba «¡Aire!» al romper filas y echaba a correr y daba codazos y patadas para dejar cuanto antes mi fusil en los anaqueles de las armas, o para comprarme un bocadillo en el Hogar del Soldado, durante los diez minutos de descanso que teníamos cada mañana después de las dos primeras horas de instrucción. Tal vez sin darme cuenta me administraba yo mismo la dosis justa de encanallamiento que me era precisa para sobrevivir: veía caer a otros que no eran mucho más débiles que yo, los veía derrumbarse de pronto y romper a llorar o cometer audacias insensatas, no dictadas por la temeridad, sino por la pura desesperación, por el salvaje desamparo al que nos sometían y en favor del cual la mayor parte de nosotros conspiraba, y yo me decía a mí mismo que no iba a ser como ellos, y procuraba despreciarlos y no mirarlos a los ojos, no fuera a ser que descubriesen que yo era uno de sus semejantes.

Emboscado en mí mismo, me asomaba a mis ojos o a los del simulacro de recluta obediente en el que me había convertido, igual que un golfo asoma la cara por la boca del cabezudo de cartón dentro del cual gesticula y se esconde durante un desfile de feria. Al menos lograba resistirme a las formas más abyectas de la estupidez, al orgullo ridículo que los instructores y los mandos querían inocularnos, y que muchos de mis compañeros abrazaban, para mi sorpresa, con el entusiasmo de una religión o de una militancia política: venga, nos animaban, a ver si somos mejores que nadie, a ver si en el desfile de la jura quedamos por encima de las demás compañías, de esos maricones de la treinta y tres, la barbilla más alta, el taconazo más fuerte, que esos brazos se levanten con rabia, y resultaba que aquella arenga era más eficaz que las patadas y que las amenazas de arresto, y a más de un recluta gandul se le encendía la honra y ya desfilaba con una gallardía retadora, y podía ocuparse él mismo de llamarle la atención a otro que no compartiera su entusiasmo, dándole a su recriminación un tono emulatorio como de equipo americano: «Venga, hombre, ponle ganas, joder», me murmuraba siempre por encima del hombro Valencia-9, un imbécil entusiasta que iba detrás de mí en la fila, «que esto tenemos que conseguirlo entre todos». Yo no sé qué era más fuerte, el asco o la vergüenza ajena, que ya arreciaba hasta un grado de sonrojo cuando los instructores, en el calor de la instrucción, lanzaban una letanía de preguntas retadoras que contestaban al unísono la mayor parte de las voces, imitando sin éxito la mezcla de fanatismo helado y furia mecánica que suele verse en las películas americanas de marines:

– ¿Quién desfila mejor que ninguna?

– ¡La treinta y una!

– ¿Quién marca el paso al revés?

– ¡La treinta y tres!

Pero no era nada fácil resistir el embate obstinado de la tontería, no tanto porque fuera invencible en sí mismo o porque no se interrumpiera nunca, sino porque acababa encontrando dentro de mí y de cualquiera una respuesta, por débil y avergonzada que fuese, porque despertaba un instinto que yo no sé si estará en nuestros genes de primates o nos fue impreso en la infancia franquista como la marca indeleble de una ganadería: había un momento en el que yo también braceaba enérgicamente y me complacía en la unanimidad sin tacha de un rindan o un presenten, con su estrépito de botas y de culatas golpeadas. Es posible que una vez alcanzado un grado máximo de saturación en la unanimidad interminablemente reiterada de los gestos ningún miembro de una multitud pueda sustraerse a la identificación plena con ella, ni siquiera aunque busque refugio en el secreto y en la misantropía: al secreto no le basta la intimidad de la conciencia para salvaguardarse, necesita, aunque no lo parezca, asideros materiales, signos visibles de que la individualidad a la que pertenecía se mantiene intacta.

Pero casi toda nuestra vida individual, al poco tiempo de estar allí, al tercer o cuarto día, era un territorio devastado, el residuo último de un proceso de despojamiento que había comenzado con la pérdida de nuestra fisonomía, de nuestros nombres y de nuestras ropas civiles y terminaba en la ignominia máxima de la proscripción del pudor, cuando nos empujaban hacinados y desnudos por los pasillos con azulejos de las duchas, entre nubes hediondas de vapor y chorros de agua hirviente o helada que brotaban de las paredes y del techo, en una penumbra insana y húmeda como de sótano de hospital.

Las duchas estaban en un barracón separado de las compañías, y teníamos que salir corriendo hacia ellas con un mínimo de ropa, pues cuanta más lleváramos más peligro habría de que nos robaran. Salíamos en calzoncillos y camiseta al frío crudo de noviembre, con el jabón y la toalla en la mano, con los pies metidos en las botas de deporte, que eran unas botas de lona de un color verde castrense y con unas suelas de goma que despedían enseguida un olor fétido, agravado por el hecho de que nos lavábamos mucho menos de lo que hubiéramos debido.

Cruzábamos corriendo hacia el barracón de las duchas, azuzados a gritos por los instructores, y entrábamos a un vestíbulo encharcado y con azulejos antiguos, de un verde sanitario de los años cincuenta, con un aire de obvia decrepitud y dudosa higiene como el que solían tener las casas de baños públicos. Allí nos desnudábamos del todo, dejando la ropa interior donde podíamos, colgada de alguna percha, sin había suerte, o doblada encima de las botas, con gran peligro de que alguien le diera por casualidad o a propósito una patada y se nos empapara del agua sucia del suelo. La primera vez los reclutas no supimos qué había que hacer a continuación, porque no veíamos cabinas para duchas, sino un túnel ancho y oscuro delante de nosotros. Eran los veteranos o los instructores quienes nos empujaban sin miramiento hacia el túnel, algunas veces lanzándonos chorros de agua a presión con mangueras de riego, que nos quemaban la piel o nos dejaban morados de frío, y que en cualquier caso nos obligaban a internarnos en aquel pasadizo, medrosos y agrupados en la penumbra, en medio del vapor espeso, convertidos en un amontonamiento de carne pálida y rosada, de cuerpos blandos y violáceos que chocaban entre sí, con una desagradable superficie húmeda y lisa, como de vientre de batracio, algunos chillando con agudos tonos femeninos, por desahogo o por broma, algunos aprovechando para poner zancadillas o para conjurarse en contra de un empanao, de un gordo patético y temblón, de un sospechoso de afeminamiento.

No podíamos quedarnos quietos ni permanecer separados los unos de los otros, teníamos que correr bajo los chorros del agua que caían sobre nuestras cabezas o que brotaban diagonalmente de las paredes, corríamos resbalando sobre el suelo cubierto de una nauseabunda película de suciedad y de jabón, y mientras corríamos por el túnel que se quebraba en ángulos rectos teníamos que enjabonarnos y aclararnos, pues muy pronto se llegaba al final y si uno no había sido lo bastante rápido se encontraba embadurnado de jabón y con el pelo lleno de espuma y no tenía la posibilidad de volver, pues el río de cuerpos desnudos seguía viniendo y empujando y no permitía avanzar en sentido contrario. Aunque esto hubiera sido posible no habría quedado tiempo, ya estaban los instructores apurándonos, venga, conejos, deprisa, que no tenemos todo el día, maricones, que estáis aprovechando para poneros rabos: había que buscar la toalla, la ropa interior y las botas, porque éramos tantos y había tanto desorden y el aire estaba tan denso de vapor que era difícil ver algo con claridad en medio de aquella niebla de carne pálida y mojada, y más difícil todavía que no le hubieran quitado a uno algo, por necesidad o por gracia, porque había veteranos y también reclutas que estaban tramando siempre esa clase de bromas.

En mi calidad de empanado incorregible yo salí del túnel de las duchas con los ojos cegados por el jabón, tropezando desagradablemente con los cuerpos desnudos y reblandecidos por el calor que me rodeaban, y cuando al fin pude ver algo, rabiando de escozor, y cuando además encontré el sitio donde había dejado mis botas, mi gorra, mi ropa interior y mi toalla, descubrí con pavor que me habían robado la toalla

y la gorra: de modo que no sólo no podía secarme y tenía que salir mojado al viento ártico de la explanada, sino que además iba a sufrir un arresto cuando me presentara en la formación con la cabeza descubierta, que era una de las mayores faltas que podían cometerse, uno de los mayores desastres que podían sobrevenirle a uno: ir sin gorra era como ir decapitado de antemano al patíbulo de los castigos y de las carcajadas soldadescas.

Miré a mi alrededor con la tonta esperanza de descubrir al ladrón, pero podía ser cualquiera, más iguales todos nosotros aún por el amontonamiento y la desnudez, y el frío creciente me laceraba menos que la infalible proximidad del castigo y del ridículo. Nadie parecía darse cuenta de mi desgracia, pero al mismo tiempo yo tenía un sentimiento de vejación colectiva, como si todo el mundo supiera ya lo que había ocurrido y se burlara de mí a mis espaldas. Un instructor batió palmas, en alguna parte sonó una sirena o una corneta: había que salir corriendo de las duchas porque llegaba el turno de otra compañía, y todo el mundo, salvo yo, estaba ya envuelto en sus toallas, se había puesto botas y gorras y se agolpaba ruidosamente para salir del barracón, peleando con rutinario fervor por no quedarse los últimos.

Era como esos sueños en los que uno está desnudo y vulnerable en una habitación llena de gente o en medio de la calle, pero a diferencia de los sueños lo que a mí me ocurría en ese instante era verdad. Me dieron ganas ya de rendirme, de no soportar más vergüenza, más miedo, más humillación, desnudo y tiritando de frío y con espuma en los ojos, destinado a un arresto inmediato y a ser víctima segura de las risas de mis superiores y de mis compañeros de armas. Entonces vi, colgadas de una percha, una gorra y una toalla cerca de las cuales no había nadie, y en menos de un segundo yo me había convertido también en un ladrón, y además en un ladrón afortunado, porque nadie me vio coger lo que no era mío y la gorra me venía perfectamente bien, cosa del todo extraordinaria, dado que según los veteranos que me habían medido la cabeza en el almacén del vestuario la mía era una de las más rotundas en la remesa de tres mil que llegaron al campamento conmigo.

Después me di cuenta de que el dueño desdichado de aquella gorra, aparte de en el diámetro del cráneo, se me parecía también en el empanamiento, pues además de incauto no había tenido la precaución de escribir en el forro su nombre, su matrícula y su compañía. Salí corriendo con la gorra y la toalla del otro en ese estado de euforia nerviosa que suele sentirse al escapar de un peligro cierto e inmediato. Era como si el robo me hubiera dado de pronto un coraje del que hasta entonces había carecido, y yo creo que me mezclé a la carrera y al tumulto de los otros con unas ganas de sumarme a ellos que no había conocido hasta entonces, en parte por un instinto de esconderme entre los demás para que no se me atribuyera el robo, en parte también porque mi acto de vileza me daba la oportunidad de ser como los más peligrosos o los más desalmados entre ellos y de alejarme así del número de los tontos, de los que sufren robos, novatadas y arrestos, es decir, de las víctimas.

Volvía luego a mí mismo, me reconstruía, era absuelto no por la valentía, sino por la pureza intolerable del dolor, por un grado de inhabilidad y de espanto que me prohibía a mi pesar cualquier clase de apaciguamiento. No aprendía a hacer nada, no lograba aprenderme los mecanismos y piezas infinitas del fusil de asalto y de la granada de mano, y menos aún desarmarlos y armarlos con la suficiente rapidez, todo lo cual a algunos de mis colegas no dejaba de intrigarles, dado que yo tenía una carrera, si bien era evidente que los estudios universitarios no mejoraban la inteligencia: un paisano mío de la provincia de Jaén con el que había compartido yo la espera de la primera noche en la estación de Espeluy me preguntaba siempre que por qué yo, teniendo estudios, estaba de recluta pelón en vez de haberme hecho alférez de las milicias universitarias. Me lo preguntaba con esa mezcla de reverencia, lejanía y recelo con que todavía entonces miraba la gente de los pueblos a quienes tenían carrera, que para ellos solía ser la carrera de médico, la de abogado o la de maestro. Yo le contestaba con algún embuste, dado que jamás habría accedido a contar la verdad, que no me había presentado a los exámenes para las milicias por miedo a que me eliminaran de forma humillante en las pruebas de gimnasia.

Qué clase de alférez o de sargento habría sido yo, si me escondía donde fuera con tal de no saltar el potro, si ni siquiera era capaz de guiñar el ojo para hacer puntería con el fusil en los ejercicios de tiro ni de lanzar una piedra a la distancia suficiente en los preparativos para el manejo de las granadas de mano. Me tendía cuerpo a tierra, alineado junto a los otros, en la extensión pedregosa del campo de tiro, frente a los soportes blancos de las dianas, apoyaba la culata en el hombro, según me habían explicado, quitaba el seguro, guiñaba el ojo procurando que el punto de mira coincidiese con la pequeña guía metálica sobre la boca del fusil, y que a través del círculo del primero se viese la diana, pero yo no veía nada, en parte porque de pequeño no había aprendido a guiñar bien los ojos, igual que no había aprendido a lanzar piedras ni a darme volteretas, en parte también porque estaba muy nervioso, porque el artefacto pesado y rudo que tenía entre las manos me sobrecogía con su evidente condición de máquina de matar, de la que era fácil olvidarse durante los ejercicios de instrucción, pero no ahora, cuando habíamos contado las balas largas y puntiagudas antes de guardarlas en el cargador y habíamos encajado éste en el fusil, antes de tirarnos cuerpo a tierra y de esperar la orden de fuego, intentando distinguir a lo lejos los círculos concéntricos de las dianas.

Oíamos detrás de nosotros las pisadas de las botas de los instructores y del teniente, que recorrían la fila corrigiendo posturas y repitiendo normas de seguridad que en su propia enunciación ya daban miedo, no soltar de golpe el fusil cuando estaba cargado, no apuntar con él a nadie, quedarse quietos en el mismo sitio si se encasquillaba, no ponerse en pie, pedir ayuda y esperar. La espera solía ser lo que más difícilmente soportábamos, sobre todo las primeras veces, la primera de todas, cuando aún no habíamos presionado nunca el gatillo ni escuchado la explosión del disparo, cuando no conocíamos el dolor que provoca en el hombro el retroceso ni el olor del humo de la pólvora. El campo de tiro estaba en una hondonada entre lomas sin vegetación, y sobre una de ellas se veía una ambulancia, y a su lado la silueta negra y ensotanada del páter, que daba vueltas y leía un libro de oraciones, lejos, muy nítidamente recortadas sobre la tierra desnuda la furgoneta militar con la cruz roja sobre fondo blanco y la carnosa figura eclesiástica, a la que sólo le faltaba un sombrero de teja para completar su anacronismo.

Cuerpo a tierra, con los guijarros del suelo hiriéndome los codos, con las piernas bien separadas y el dedo índice de la mano derecha posado medrosamente en la curva del gatillo, aguardando la orden de disparar, que aún tardaría unos segundos eternos, yo escuchaba las pisadas del instructor detrás de mí y miraba de soslayo hacia la ladera donde el páter y la ambulancia constituían una estampa de mal agüero, un aviso de que en medio de toda aquella irrealidad podía irrumpir de pronto la muerte. Gritaban, fuego, y yo disparaba sin ver la diana y me aterraba el estampido multiplicado y súbito de los disparos a mi alrededor, que me hería los tímpanos y me dejaba medio sordo durante varias horas, percibiendo los sonidos y las voces como detrás de una niebla muy densa.

Trataba de corregir la posición, de ver algo por el punto de mira, pero el humo me picaba en los ojos, y cuando la orden de fuego se repetía una segunda vez tampoco sabía hacia dónde estaba disparando, y me dolía el hombro y me temblaban las manos, y ya era por completo incapaz de mantener un ojo guiñado, incluso de saber cuál de los dos era el que debía guiñar.

No acertaba nunca, no ya en la diana, ni siquiera en el panel rectangular en el que estaba dibujada: terminados los cinco disparos de cada ejercicio, había que echarse el fusil al hombro y correr hacia la diana para contar los impactos, quedándose luego junto a ella en posición de firmes hasta que los instructores y el teniente pasaban tomando nota de los resultados. El teniente, al menos, no era despiadado: miraba la diana intacta y luego me miraba a mí, que me ponía más rígidamente firme, y en su cara de catequista viejo aparecía un gesto de incredulidad: no podía creerse que yo no hubiera acertado ni una vez, y movía pesarosamente la cabeza y me vaticinaba que como siguiera disparando así me iban a quitar el permiso de la jura y además me obligarían a repetir el campamento, lo cual ya terminaba de aterrorizarme.

Un relamido individuo de la provincia de Granada resultó ser el recluta con mejor puntería de todo el campamento, y ganó un premio de quinientas pesetas instaurado por el coronel, que vino personalmente a entregárselo: éste

Granada-nosecuántos era el mismo que levantaba la mano cuando el capitán o el teniente preguntaban en las clases teóricas si alguien necesitaba alguna aclaración o tenía dudas, y el que se ofrecía voluntario para decir el nombre del coronel cada vez que

Guipúzcoa-22 no lograba recordarlo.

Me encontré con él en Granada siete u ocho años más tarde, en la oficina donde yo trabajaba, y aunque no lo había visto desde los días del campamento lo reconocí enseguida y descubrí que seguía guardándole todo mi rencor, que lo odiaba aún con la misma furia íntima y desconsolada que cuando nuestros superiores nos lo ponían como ejemplo y él sonreía delante de nosotros con la cabeza alta, con el uniforme impecable, con una sonrisa de satisfecha vanidad en su boca pequeña de enchufado, como un alumno modelo en un colegio de curas. Trabé conversación con él. No se acordaba de mí, desde luego, pero enseguida estuvo claro que todos sus recuerdos del ejército eran mucho más vagos que los míos. Tampoco se acordaba de aquel premio de quinientas pesetas que le había entregado el coronel delante de toda la formación, y me miró con algo de extrañeza, como si le pareciera muy raro o muy pueril que otra persona poseyera un recuerdo de su vida que a él se le había borrado, por su lejanía y por su irrelevancia: más pueril aún es sin duda que yo siga acordándome, que no me cueste nada ahora mismo revivir aquel rencor, aquel miedo a los estampidos secos de las balas, al ruido metálico de los cargadores, al olor de la pólvora en el aire helado de las mañanas de noviembre.

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