X.

El nombre había sido casi lo que más impresión hacía de aquel Regimiento, Cazadores de Montaña, que cuando lo leí por primera vez, aún en Vitoria, en la tarjeta que me dieron el día antes de la jura de bandera, me sugirió novelesca y amenazadoramente una fortificación en la ladera o en la cima de alguna montaña, en los Pirineos, en la linde con Francia, a donde el regimiento fue enviado un poco después de que yo me licenciara, por cierto, con la misión, decían, de impermeabilizar la frontera, de vigilarla para que no se infiltraran a este lado los comandos etarras que por aquellos años se daban una vida tan regalada en el país vasco-francés.

Cuando lo supe, ya relativamente a salvo del ejército, pero desorientado todavía en la vida civil, me pregunté qué clase de impermeabilización, palabra ya en sí laboriosa, habrían podido llevar a cabo mis compañeros de armas en las estribaciones boscosas de los Pirineos, con sus cetmes viejos, que o se disparaban solos y mataban a alguien o se quedaban encasquillados o tenían tan torcido el punto de mira que jamás daban en el blanco, con la costumbre inveterada del apoltronamiento y del escaqueo, compartida universalmente por mandos y soldados, que nos convertía a todos en una máquina formidable de ineptitudes y desastres.

A quienes decidieron aquella misión, en la que yo me salvé por unas pocas semanas de participar, a los altos cargos del Ministerio de Defensa o de la Capitanía General de Burgos, les debió de pasar como a mí, que se dejaron seducir por el largo nombre épico de la guarnición, Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, antiguo Tercio Viejo de Sicilia, lo cual sugería al mismo tiempo los heroísmos de los tercios de Flandes y una modernidad de fuerzas de intervención inmediata, de comandos alpinos, de escaladores y esquiadores buscando al enemigo por los precipicios de los Pirineos, combatiendo con sagacidad y nervio guerrillero a los canallas impunes que bajaban de Biarritz o de San Juan de Luz por una cómoda autopista sin controles aduaneros y mataban a alguien en San Sebastián de un tiro en la cabeza, lo dejaban desangrándose en una acera ancha y transitada, huían tranquilamente a pie hacia el coche y volvían a casa a tiempo para el sano poteo con la cuadrilla y la cena en familia, durante la cual verían tal vez la noticia ya rutinaria del atentado en los telediarios españoles, tan confortables ellos en sus destierros en el sur de Francia, en Iparralde, donde se acogían al estatuto de refugiados políticos.

Pero en lo único que se nos notaba a los Cazadores de Montaña que lo éramos era en el uniforme de franela verde oscuro y en las botas de suela más gruesa de lo normal que nos daban en invierno, y quizás también en una propensión montañera a las barbas feraces, lo mismo entre los soldados que entre los oficiales: en el cuartel, la democracia y la constitución se notaban sobre todo en que estaban permitidas las barbas, y lo cierto era que en el Hogar del Soldado o en la sala de oficiales se veían más rostros barbudos que en una facultad de ciencias políticas o en un bar de Herri Batasuna.

Si en el campamento habíamos ido disfrazados de reclutas tristes de posguerra, en el cuartel nos disfrazaban de cazadores de montaña, y es posible que la sola fuerza del nombre y del uniforme, de la franela espesa para resistir el frío y de las botas con suela de neumático para escalar riscos y pisar nieve helada, impulsara a nuestros superiores a enviarnos de vez en cuando a una montaña de verdad, no por ningún motivo práctico, pues aún no se le había ocurrido a nadie en Madrid o en Burgos que aquel regimiento pudiera tener alguna utilidad militar, sino cumpliendo el principio de irrealidad claustrofóbica y reglamentada en el que todos vivíamos, no sólo los mandos, sino también los soldados, a los que se nos contagiaba sin que nos diéramos cuenta una parte degradada y residual de las fantasmagorías castrenses.

Había, pues, una montaña, de la misma manera que había un cuartel y un monolito, y la instrucción de los cazadores de montaña no estaba completa hasta que no ascendían a ella. De modo que una de nuestras primeras noches en el cuartel, durante la formación de retreta, cuando todas las compañías se alineaban geométricamente en torno al monolito o manolito, también llamado monumento a los Caídos, que era el tótem corintio de nuestros heroísmos guerreros, el sargento de semana, después de pasarnos lista, leer los servicios y las efemérides (en las que nunca faltaba, por cierto, la de alguna hazaña del ya extinto caudillo), el menú del día siguiente y el valor calórico-energético de la papeleta de rancho, y antes de que la orden de rompan filas provocara en nosotros el grito ritual de alegría (¡aireeee!) y la estampida hacia los dormitorios, nos comunicó a los nuevos, no sin una sonrisa de condescendiente sadismo, que nos fuéramos preparando, porque a la mañana siguiente marchábamos de maniobras a nuestra montaña particular, que se llamaba Jaizkibel y venía a ser, como el cuartel, una isla de soberanía militar y española en medio de la hostilidad del País Vasco. Cerca de mí se oyó murmurar la voz de un veterano:

– A mí me jodería.

Esa era otra frase acuñada del idioma militar, y servía de réplica en un número inusitadamente amplio de circunstancias, siempre que a alguien le ocurría algún desastre o contratiempo del que uno, por casualidad o por astucia, se había escapado. Era una expresión a medias de alivio y a medias de burla hacia las desgracias de otro, y aunque muchos de los recién llegados la usaban en realidad formaba parte de las prerrogativas verbales de los veteranos, los cuales, en su grado más alto, el de bisabuelos, adquirían también el derecho casi nobiliario a hablar de sí mismos en tercera persona:

– El bisa va a sobar a la piltra -anunciaba uno, bostezando y rascándose la nuca debajo de la gorra mugrienta, y se retiraba a su camareta con una dignidad perdularia, seguido por las miradas admirativas de los nuevos, que tomaban nota de cada una de las palabras usadas por el veterano, a fin de incorporarlas al propio idioma y usarlas cuanto antes para humillar a los que llegaran tras ellos.

– A ver, conejo, cuánta mili te queda.

– Más o menos un año…

– A mí me jodería.

Tal como había anunciado el sargento, a la mañana siguiente, a las ocho, después del desayuno, que al menos era más sustancioso y sosegado que el del campamento, los padres, abuelos y bisabuelos de la compañía que estaban fuera de servicio se dieron el gusto de ver cómo los conejos nos preparábamos para salir de maniobras, para cumplir en la temible montaña de Jaizkibel, de la que todo el mundo contaba barbaridades, nuestro destino de cazadores de montaña. Nos hablaban de vientos homicidas que derribaban a los hombres durante las escaladas y de tormentas de nieve en medio de las cuales se extraviaban soldados inexpertos que aparecían luego congelados. Se afanaba uno preparando su equipo de guerra, el que le acababan de asignar, la mochila, el saco de dormir, los cubiertos, la bandeja de estaño, los vasos y platos de metal, que nos envolvían en un ruido de buhoneros, el casco, que no nos habíamos puesto nunca, y que tendía a estarnos demasiado grande y a bailarnos lastimosamente en la cabeza, los cargadores, el cetme completo, al que ya todos llamábamos el chopo, el machete, la ropa de invierno, para no morirnos de frío en la cima de aquella montaña, las camisetas de felpa, los calcetines de lana picante, los pijamas de franela traídos de nuestras casas. Los cabos y los cabos primeros llevaban subfusiles, o metralletas, según la terminología ignorante de la población civil, y los oficinistas, por algún motivo misterioso, iban a la temible montaña armados con pistolas, pero pistolas de madera, rudamente talladas y barnizadas y enfundadas en las pistoleras que se ataban al cinto.

Los cabos, los cabos primeros y los sargentos pasaban ladrando órdenes entre las camaretas, en la furrielería y en la armería se agolpaba un tumulto de soldados en busca de armas o de municiones o de cascos. La urgencia se volvía angustiosa, como antes de la jura, había que ordenarlo y que guardarlo todo y a mí todo se me perdía y se me acababan los minutos antes de bajar a formación. Ya estaba sonando la corneta y yo aún no había pasado los cordones por las hebillas infinitas de mis botas nuevas de montaña, pero ese toque no era para nosotros, me tranquilizaba, reconocía sus notas, que estaban anunciando la llegada del coronel al acuartelamiento. A lo mejor un veterano que andaba escaqueado con una escoba y un recogedor por las honduras de las camaretas se me quedaba mirando, siguiendo con los ojos mis carreras de un sitio para otro, de la taquilla a la mochila, y murmuraba como una condolencia, rascándose la barba o la nuca:

– ¿Adonde vas con tanta prisa, conejo?

– A Jaizkibel.

– A mí me jodería.

Y a mí también, y a todos, supongo, salvo a algunos perturbados y algunos fanáticos, como el Chusqui, aquel cabo primero vocacional que se había reenganchado al terminar su mili y que era tan bruto que nunca aprobaba los exámenes de ingreso en la academia de sargentos. El Chusqui, algunos tenientes y capitanes jóvenes, algunos sargentos atléticos y chulescos que ostentaban pequeñas banderitas españolas en las correas de los relojes, agradecían la llegada de las maniobras, de la subida a Jaizkibel, como una liberación de la rutina cuartelaria, del encierro nada heroico en el que vivían los militares en San Sebastián, rodeados por un paisaje que para la mayor parte de ellos era extraño y de una población hostil, amenazados, en peligro siempre de recibir un tiro o de saltar por los aires al encender por la mañana el contacto del coche. Si la vida militar era la preparación y la espera de algo que nunca sucedía, las maniobras tenían para los oficiales y los sargentos más jóvenes o más fervientes como un grado mayor de aproximación a la guerra, y allá se los veía excitados y enérgicos por el patio, apenas reconocibles todavía para mí, no individualizados, resumidos en la apostura idéntica, en los gritos, en los ademanes de las órdenes, frenéticos y extraviados en el desorden que ellos mismos agravaban con sus interjecciones, tratando de organizar aquel escándalo de compañías que formaban con todos los pertrechos, de camiones y jeeps que no acababan de alinearse, de piezas de artillería ligera, de remolques con la cocina de campaña, de mulos, mulos antiguos y tranquilos que cargaban las ametralladoras desmontadas y las cajas de municiones, mulos grandes y fuertes, como en la batalla del Ebro, como en la del Marne, imagino, sólo que a finales de 1979, en el Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, antes llamado Tercio Viejo de Sicilia, parte del cual se disponía a salir de maniobras en una mañana húmeda y luminosa de diciembre con el mismo imponente despliegue de soldados, armas y vehículos que si se dirigiera hacia un campo de batalla, a la confrontación sanguinaria y heroica en la que la Infantería cargaba siempre con la parte más dura, pero también la más gloriosa, la definitiva, la que decidía, a pesar de todos los avances tecnológicos, el curso de una guerra.

Y allí íbamos nosotros, infantes o conejos, obedeciendo órdenes con prontitud desorientada y mecánica, firmes, ar, de frente, ar, derecha, ar, paso de maniobra, ar, cargados como buhoneros, lentos como galápagos bajo el peso de las mochilas y los cetmes, desfilando delante del coronel al son del himno que tocaba la banda, ardor guerrero vibra en nuestras voces, nosotros, la fiel infantería, la celebrada carne de cañón, subiendo a los camiones que ya temblaban con los motores en marcha y nos sofocaban de humo negro, porque también eran camiones viejos, aunque no de la batalla del Ebro ni de la del Marne, pero sí de muy ruidosos mecanismos, con los frenos inseguros y la suspensión inexistente, camiones altos, con una aterradora propensión a volcar en las curvas, o al menos a inclinarse cortándonos la respiración, sobre todo si los soldados veteranos que los conducían daban en la gracia de asustar a los pelotones de conejos que viajábamos en ellos, amontonados como ovejas, sentados bajo las lonas con remiendos sosteniendo nuestros fusiles entre las piernas y viéndonos ridículos los unos a los otros con nuestros cascos torcidos y también anacrónicos, pues su forma era idéntica a la de los cascos alemanes de la Segunda Guerra Mundial…

Era nuestro segundo o tercer día en el cuartel y el primero en que salíamos más allá de los muros de ladrillo y de los portalones herrados, de modo que el paisaje que vimos al cruzar el puente sobre el río me pareció casi desconocido a la luz de la mañana. Aún quedaban rastros de niebla en el aire, una opacidad parda y azulada en las orillas boscosas, pero hacía una mañana magnífica de luz invernal, y en las laderas verdes y suaves de los cerros se levantaba un vapor de tierra fértil, como de estiércol calentado por el sol. Algunas veces olía intensamente a mar y se escuchaban sobre nuestras cabezas graznidos y aleteos de gaviotas que volaban hacia el interior siguiendo el cauce del río.

Íbamos en dirección a la frontera, alejándonos de San Sebastián, un convoy largo y lento de camiones con toldos verde olivo que iban dejando tras de sí nubarrones de humo negro y cantos golfos de soldados que se convertían en bramidos si aparecía una chica caminando por una acera o conduciendo un coche con el propósito impaciente de adelantar a la columna de vehículos militares. Levantaban los toldos, agitaban las gorras o los cascos, silbaban, chillaban como simios, formulaban a gritos hipótesis sobre el humedecimiento de las bragas que habría provocado en ella nuestra aparición, competían por sugerirle las más diversas posibilidades y posturas sexuales, y cuando el coche conducido por la mujer sola adelantaba por fin o el semáforo donde nuestro camión había estado detenido se ponía en verde y ya perdíamos de vista a la que iba por la calle, aún quedaba atrás como un eco del bramido militar, tan espeso y tan irrespirable e insalubre como la humareda negra de los tubos de escape.

Sentado en la caja del camión, entre el tumulto de mis compañeros de armas, yo procuraba eludir, como algún otro soldado silencioso cuya mirada se cruzaba conmigo, el sentimiento de vergüenza, no sólo vergüenza ajena, sino también propia, porque en aquellas circunstancias yo estaba sumergido en la brutalidad tan plenamente como si la secundara, y si una de las mujeres a las que mis vehementes compañeros de armas dedicaban piropos alzaba la vista y veía mi cara entre las que se asomaban por la parte trasera del camión no habría tenido motivos para distinguirla de las otras, ni para exceptuarme a mí de la ira y del oprobio que sin duda sentía.

Cruzando broncos suburbios industriales con bloques de pisos ennegrecidos y murallones de cemento en los que se repetían pintadas en euskera y grandes carteles con fotos en blanco y negro de presos etarras no era difícil imaginarse que de verdad pertenecíamos a un ejército que se desplegaba por un país en guerra, ni costaba nada percibir la hostilidad en las caras de la gente que se detenía al ver pasar nuestro convoy. Grandes pancartas tendidas sobre la calle, de balcón a balcón, parecían desafiarnos exactamente a nosotros: GORA ETA MILITARRA, TXAKURRAK KANPORA, INDEPENDENTZIA.

Desaparecían los edificios y los murallones con pintadas, y sin mediación ni previo aviso ya estábamos otra vez en medio de un paisaje del todo rural, de una quietud arcádica, casi con el aire de confortabilidad que tiene el campo en un país escandinavo, pero apenas se había acostumbrado la mirada a los tejados ocres de los caseríos, a las chozas de heno, a las arboledas umbrías, a la ondulación perfecta de una pradera en la que pastaban vacas solemnes, incluso notariales, la clase de vacas que ya no deja de ver quien viaja hacia el norte por las extensiones verdes y lluviosas de Europa, de pronto el paisaje parecía reventado y asolado por un apocalipsis, por alguna barbaridad de cemento, los pilares de hormigón del puente de una autopista, los hangares y las maquinarias y los taludes de escoria de una acería abandonada, una brutal ciudad dormitorio, un río de espumas negras y agua pestilente junto a una fábrica de papel o una planta química: así vi una vez, desde lejos, varios meses más tarde, surgiendo en medio de un paisaje que se ondulaba hacia el mar, las alambradas y las zanjas inmensas y las torres ciegas de cemento de la central nuclear de Lemóniz, rodeada por garitas de vigilancia en las que se veían siluetas encapotadas de guardias civiles con tricornio.

Pero ahora ascendíamos, nos alejábamos hacia el nordeste, por carreteras cada vez más estrechas, viendo una franja de mar cada vez más amplia y más difuminada en niebla azul, deslumbrada por el sol, y en vez de entre colinas suaves e iguales con praderas brillantes y manchas de caseríos estábamos internándonos en un territorio más despoblado y más abrupto, con un aire más transparente y frío. Costeábamos la ladera de una montaña que tal vez ya era Jaizkibel, y desde la boca trasera del camión veíamos extenderse el país onduladamente hacia los valles ya muy lejanos y el mar. En cada curva el camión se inclinaba y crujían los neumáticos, y una vez caía hacia adelante una fila de soldados y otra la contraria, y si no andaba uno con cuidado se le escapaba el fusil o un cargador o la mochila y tenía que recuperarlo a gatas, conteniendo las nauseas y sujetándose donde podía cuando en la siguiente curva el camión se volcaba de nuevo, y procurando entonces no mirar hacia afuera para no morirse de miedo y de vértigo ante los precipicios que se abrían a unos centímetros de nosotros.

Pero yo ya no sentía el desvalimiento que me había lacerado y amargado en Vitoria, la angustia de ser débil y estar perdido sin remisión, de haber sido despojado de identidad y de nombre. Ahora, al menos, llevaba el mío, y había comprobado que me era posible sobrevivir, y contar y tachar los días que iban acortando mi cautiverio: casi dos meses habrían pasado muy pronto, y estaba claro que el único secreto era aguantar, y que uno aguantaba, no por astucia ni coraje, sino por el puro instinto de adaptarse a todo, de anestesiarse o endurecerse en la adversidad, de limitar el mundo al ámbito mezquino en el que por ahora tenía que vivir.

Pero quizás lo que ahora me hacía más fuerte, como a todos, no era tanto la capacidad de resistir como el hecho gradualmente obvio de que la instrucción militar estaba cumpliendo sus propósitos. En la cima de Jaizkibel, en una explanada rodeada de barracones prefabricados y presidida por un mástil en el que una inmensa bandera roja y amarilla restallaba al viento del Cantábrico, los recién llegados al regimiento de montaña saltamos de los camiones con chapucera prontitud de aprendices de comandos y formamos por compañías alrededor de la bandera con caras pálidas de mareo y de hambre, más demacradas por los principios de barba que casi todos habíamos empezado a dejarnos.

Desde aquel momento, y hasta que a las diez de la noche, una hora antes de lo habitual, sonó el toque de silencio y se apagó la luz en los barracones, no tuvimos más descanso que el de la media hora que nos concedieron para almorzar, y a la mañana siguiente, antes del amanecer, ya estábamos corriendo por laderas y riscos en pantalón de deporte, y luego reptando y disparando los cetmes y desollándonos las rodillas y los codos, y más tarde disparando ráfagas de subfusil o aplastándonos contra el suelo para que las ráfagas que disparaban otros no nos dieran, o lanzando granadas de mano hacia un barranco en el que retumbaban las explosiones como los truenos de una tormenta.

Durante unos días, en la cima de aquella montaña tan apartada del mundo real como el Sinaí, de aquel monte simbólico que parecía existir tan sólo para justificar el nombre y la propia existencia de nuestro regimiento, fuimos cazadores de montaña, soldados alpinos, disciplinados y gregarios ermitaños, salvajes hambrientos que se lanzaban hacia las grandes ollas de potaje humeante como búfalos hacia un abrevadero, gañanes devastados por el agotamiento que se desplomaban sobre los colchones y se dormían instantáneamente, y roncaban y carecían de sueños y despertaban otra vez a las ocho de la mañana y salían corriendo, sin el menor pensamiento ni recuerdo, para formar a la luz morada del amanecer, tiritando de frío, viendo surgir sobre una sucesión fantástica de montañas azuladas que ya pertenecían a Francia la primera claridad del sol. Cuando nos pasaban lista gritábamos ¡Presente! con una furia que habíamos desconocido hasta entonces, la misma con la que gritábamos ¡Aire! al romper filas o ¡A mogollón! o ¡Maricón el último! cuando aparecía a última hora de la tarde la furgoneta de los bocadillos, el tabaco y las bebidas.

En Jaizkibel nos enseñaban a luchar cuerpo a cuerpo, a derribar al improbable enemigo golpeándole la cara con la culata del cetme o clavándole en el estómago la bayoneta, y lanzando justo entonces un grito de agresión que las primeras veces daba mucha vergüenza emitir, porque era como esos gritos que lanzan los luchadores de kárate o de judo, de modo que echaba uno el cuerpo hacia adelante y esgrimía el fusil sin ninguna convicción, sin mirar a los ojos del contrario, para no morirse de risa o no enrojecer de vergüenza, y el grito apenas le salía del cuerpo, y eso con mucha dificultad, pero entonces se le acercaba el sargento instructor y ordenaba, ¡más fuerte, maricones, que no se os oye, que parecéis gatos maullando!, así que para que no lo arrestaran uno tenía que dar un salto al frente con una teatralidad de samurai y lanzar un grito rabioso, que se confundía entonces con los gritos de todos los demás, con el estrépito de las armas que chocaban entre sí y los gritos no menos feroces ni roncos de los instructores.

Y ocurría, para nuestra sorpresa, que el grito acababa convirtiéndose en un rugido de gozo y casi deliberación, y que uno, al gritar, se lanzaba contra el adversario empuñando el cetme y apuntándole al estómago con la bayoneta, sobre todo si se daba la circunstancia de que ese adversario era un poco más bruto que uno y ya lo había derribado previamente en el simulacro de lucha cuerpo a cuerpo, entusiasmándose tanto que le había dado un culatazo: nos levantábamos del suelo, me levantaba yo, apoyándome en el fusil, jadeando, trastornado de rabia y de agresividad, de bochorno y ridículo, y entonces el grito era más fuerte aún, y los ojos que se clavaban en las pupilas del otro ya no reflejaban burla ni complicidad, sino odio, y el alma de uno era sustituida por la ira cruel de un desconocido que hasta ese momento uno mismo ignoraba que formara parte de él.

Era como pelearse con diez años, como traspasar sin darse cuenta, igual que hacen los niños, la frontera entre el juego y la agresión, entre el desafío y la crueldad. Nos ordenaban alinearnos en el punto más bajo de una ladera, y cuando sonaba un silbato teníamos que tirarnos cuerpo a tierra y ascender reptando con el casco y la mochila y los cuatro kilos y medio del fusil en la mano, reptando sin levantar la cabeza, sin incorporarnos ni un centímetro, porque una ametralladora disparaba ráfagas entrecortadas hacia nosotros. Sonaba otra vez el silbato, nos incorporábamos, echábamos a correr, y al cabo de unos segundos había que arrojarse nuevamente a tierra porque las ráfagas de ametralladora iban a empezar otra vez.

Aplastado contra el suelo notaba uno la lisura, casi la curva del mundo, lo excitaba y lo colmaba el olor de la hierba, de la tierra húmeda y oscura, más intenso que el de la pólvora, como un paréntesis íntimo y fugaz de absolución, y el ritmo entrecortado de los disparos le impedía oír el de su propio corazón, los latidos excitados del miedo.

Había de pronto algo ignorado hasta entonces, la fascinación de las armas, la ebriedad del ejercicio y de la fuerza física, que para los débiles puede alcanzar paroxismos de delirio, sueños de vengativa arrogancia. Lo que más miedo había dado, una vez vencido, se convertía en motivo de euforia, y había como una alucinación de volver al límite de lo que hasta entonces aterraba, el instante en que se arrancaba el seguro a una granada de mano y se contaban los tres segundos justos que se podía tardar en lanzarla, o aquel otro en que el dedo índice, que había rozado el disparador del fusil, que sólo se había atrevido a pulsarlo en golpes sucesivos, de pronto se quedaba como aferrado a él, y en vez de tiro a tiro disparaba a ráfaga, y el cuerpo entero era sacudido por el temblor y la convulsión del retroceso.

La granada era un cilindro de plástico negro, que por lo demás no se parecía en absoluto a las granadas de las películas y de los tebeos. La granada de mano era un mecanismo que nos había dado terror cuando nos mostraban sus diagramas, la simpleza letal de su funcionamiento, y luego era algo que uno sostenía en su mano derecha, una cosa neutra, vulgar, que no pesaba nada, un cilindro de plástico que se apresaba entre los dedos y del que se retiraba en décimas de segundo un detonador, y luego se arrojaba al vacío de un barranco y enseguida se tiraba uno al suelo y se tapaba la cabeza con las dos manos y vibraba la tierra y se escuchaba muy lejos una explosión trivial. Aquella cosa negra de plástico contenía una carga inconcebible de muerte y destrucción, y mientras a uno le llegaba su turno en la fila de soldados le temblaban las manos y tenía encogido el estómago, y a mí casi me fallaban las piernas cuando un capitán me entregó la granada que me correspondía y apuré los últimos segundos de plazo para arrojarla, pero en el instante en que me puse en pie después de percibir en todo el cuerpo la vibración de la tierra sentía una excitación parecida a la de la cocaína, una mezcla de euforia y de alivio, la sensación de haberme salvado y de deseo de volver a exponerme al peligro.

Era ese límite el que traspasábamos en Jaizkibel, tan sólo al cabo de uno o dos días, el del agotamiento físico y moral y el del peligro y la excitación de las armas de fuego, la ofuscación de la pólvora, los espasmos de una ráfaga de subfusil, el retroceso violento de un disparo de cetme, el de una pistola de calibre nueve largo, que era el mismo que usaban los terroristas, y que yo descubrí que me gustaba disparar, sin duda porque lograba el alivio de algunos impactos en el blanco. Lo que sorprendía de aquellas pistolas era su peso y su materialidad, su rudeza de hierro, la dificultad de sostenerlas antes del disparo y de resistir luego el retroceso. Por culpa del cine, de las películas del oeste y de las de Humphrey Bogart, casi todo el mundo imagina que una pistola es tan liviana y personal como una estilográfica. Las pistolas, en realidad, son herramientas pesadas, de manejo difícil, y para apuntar con ellas hace falta sostenerlas entre las dos manos y separar bien las piernas y no soltarlas después de la deflagración que atruena los oídos.

Yo disparaba una pistola y veía con sorpresa y con un sobresalto de orgullo que en la silueta humana que había frente a mí se dibujaba la mancha oscura de un impacto. Me colgaba del hombro un subfusil, me alineaba en un pelotón de soldados, empezaba a avanzar y a disparar al oír un silbato, muy cerca de los blancos, porque el subfusil es una arma tan cruel como inexacta, de modo que sólo sirve para matar a un enemigo próximo, para segar vidas tan indiscriminadamente como se siegan los tallos de un trigal. A diferencia de la pistola y del cetme, el subfusil no pesaba nada, no requería precisión, ni siquiera era preciso apretar el gatillo. Bastaba una presión muy leve del índice sobre el metal curvado del disparador y de pronto era como si delante del pelotón que avanzaba un viento mortífero fuera derribándolo todo, una guadaña invisible y aniquiladora, objetiva, manejada sin ningún esfuerzo, sin premeditación ni maldad.

A lo lejos se veía siempre el Cantábrico, y en esa distancia parecían perderse los tableteos de los subfusiles y los cetmes, los disparos secos de pistola, la explosiones hondas de las granadas de mano. Veíamos la bruma húmeda y malva de los amaneceres sobre las montañas de Francia, el esplendor dramático de las puestas de sol, un disco rojo que se hundía lentamente en el mar, todo muy lejos siempre, como la vida real en la que no vestíamos uniformes ni manejábamos armas de fuego. Nos repartían la comida en bandejas de aluminio y la devorábamos sin levantar la cabeza ni mirar a nuestro alrededor, y cuando se hacía de noche, después de la bajada de bandera y de la formación de homenaje a los Caídos, deambulábamos una o dos horas en la oscuridad, muy abrigados contra el viento, las gorras sobre los ojos, ahuecando las manos para proteger las brasas de los cigarrillos, conversando en grupos pequeños, viendo luces remotas de barcos, luces inciertas de ciudades o puertos a donde ya nos parecía improbable que regresáramos alguna vez.

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