XX.

A medida que se iba acercando el final cada uno buscaba con mayor vehemencia sus huidas secretas y sus paraísos artificiales, que tenían esa intensidad neurótica de los paraísos excesivos pero insuficientes a los que suelen entregarse quienes viven encerrados durante mucho tiempo. En los últimos meses de la mili la pornografía, el hachís y el alcohol revelaban sus máximas cualidades intoxicatorias, estableciendo una niebla de inexactitud entre el mundo real y la mirada de los veteranos más dañados por el abuso, por la mezcla continua entre el agotamiento de las guardias y la embriaguez de porros o cubatas, entre la ansiedad obsesiva de que el tiempo pasara y la saturación del aburrimiento y de la obediencia.

Al cabo de tantos meses de abstinencia sexual y onanismo de retrete en un lugar de varones solos -el hábito soldadesco de la masturbación era otro de los rasgos recobrados de la adolescencia- a las mujeres se las veía con una distancia aterrada y hambrienta como de internado de curas, o con una rapacidad en gran parte exagerada o fingida de masculinidad bruta y cinegética. Las mujeres de las revistas sucias nos envolvían la imaginación en sueños de lujuria que acababan siendo tan fantasmagóricos como las visiones lúbricas de San Antonio: cuando íbamos solos por la calle o nos desvelábamos de noche en nuestras literas teníamos algo de ermitaños rudos y sucios, pero en manada tendíamos a adquirir una agresividad de sementales ficticios, esa predisposición de crudeza o violencia sexual que parece innata en los grupos de varones jóvenes vestidos de uniforme y que suele desatarse en todas las guerras.

Había chicas que buscaban a los soldados, que rondaban el puente sobre el Urumea los fines de semana y los bares de bocadillos de Loyola. Solían ser muy jóvenes y se vestían con impudor y vulgaridad, con pantalones muy ceñidos al culo y blusas con escotes anchos, con tacones baratos y muy altos que se les torcían con facilidad y enseguida les dejaban marcas rojas en los gruesos pies hinchados. No venían del centro de San Sebastián, desde luego, ni pertenecían a familias vascas: las mujeres de clase media y familia vasca a los soldados no nos veían. Aquellas chicas eran hijas de emigrantes extremeños o castellanos que vivían en barriadas industriales, así que tal vez lo que las empujaba hacia los soldados era un sentimiento parecido de marginalidad. Se pintaban los labios de un rojo muy fuerte, leían los horóscopos de las revistas baratas de chismes y televisión, se mordían las uñas, frecuentaban las discotecas periféricas y fumaban Fortuna.

No eran prostitutas, pero exigían sin miramiento ser invitadas a todo, y al final recompensaban a sus benefactores con una dosis de erotismo sofocado y mezquino, como de veinte años atrás, un filete o un lote en la oscuridad de una discoteca, una paja rápida en las últimas filas de un cine. De alguna se contaba que un veterano recién licenciado la dejó embarazada, y que su padre, al saberlo, le había dado una paliza y la había echado de casa. La que parecía la reina de todas ellas era una gorda con el pelo pajizo y los ojos empequeñecidos por unas gafas con muchas dioptrías, con muslos anchos y grandes tetas de adolescente crecida demasiado pronto, con voz grave de mujer adulta y carcajadas chillonas que algunos domingos por la tarde estallaban en un cine frecuentado por militares: decían que aprovechaba los autobuses que volvían a Loyola en las horas puntas llenos de soldados para restregarse, sin mediar palabra, contra alguno que le gustara mucho, y que en el cine era capaz de masturbar a dos soldados al mismo tiempo mientras miraba la película con su expresión boba de cegata y se reía a carcajadas chillonas de lo que estaba viendo, sin prestar más que una atención eficaz, despegada y mecánica a los beneficiarios de su arte manual.

Es posible que se tratara de una leyenda, de uno de tantos embustes inventados en la vagancia del cuartel y transmitidos por Radio Macuto: la mili era una fábrica de sueños de mala calidad, de sueños baratos y muy usados de heroísmo o de lujuria o de hombría, contaminados de la prosa ínfima de los consultorios y las narraciones eróticas de las revistas, sumergidos todos e hirviendo sin sosiego en el gran sueño unánime de marcharse de allí. Había quien alcanzaba, como Salcedo, la maestría suprema de estar solo en medio del tumulto y quien lograba el gozo inverso de no apartarse nunca de las experiencias gregarias, y en ambos casos se notaba un principio de anormalidad y alucinación que de un modo u otro y en grados diversos padecíamos todos.

A primera hora del día, entre la formación de diana y la del desayuno, apenas treinta minutos en los que había que lavarse y que hacer la litera, yo me las arreglaba para terminarlo todo muy rápido y así me quedaba tiempo para leer, sentado en mi camareta, sin enterarme de nada de lo que ocurría a mi alrededor, un capítulo de la segunda parte del Quijote. Cada mañana ese capítulo era un desayuno vigorizador de ironía y de literatura, y cuando sonaba la corneta para formación yo apuraba leyendo hasta el último instante y guardaba el libro en la taquilla o en uno de los grandes bolsillos laterales de mi pantalón de faena. Era un Quijote de Austral que llevaba acompañándome muchos años, de la Austral Antigua, la de tapas blancas y sobrecubierta gris, y ya tenía los filos del lomo gastados y el papel empezaba a ponerse amarillo: me acordaba del primer Quijote que leí, que tenía letra así de pequeña y olía de un modo parecido, al papel viejo, a polvo de papel.

Vivía, como todos, entre la soledad acentuada por el sentimiento de destierro y un gregarismo adolescente y cuartelario, la jactancia obtusa de haber ingresado por fin en la casta de los bisabuelos. A los conejos recién llegados Pepe Rifón y yo los hacíamos alinearse delante de la puerta de la oficina para irles entregando sus nuevas acreditaciones y nos permitíamos la canallada menor de exigirle a cada uno cincuenta pesetas por plastificarles el carnet militar: con el dinero que obteníamos invitábamos a tabaco rubio, a cañas y a hachís a nuestros amigos, incluso a raciones de mejillones al vapor en El Mejillón de Plata, que era un bar para soldados de la Parte Vieja, un bar enorme y sucio con paletadas de serrín húmedo en el suelo, con ceniceros en forma de mejillón en las mesas y las paredes decoradas con cáscaras de mejillones.

Pepe Rifón había ido urdiendo como una célula leninista de la amistad, una comuna golfa a la que cada uno de nosotros aportaba lo que podía y donde todo era compartido, igual las drogas que los paquetes de comida enviados por las familias. Lo único que no llegamos a compartir fue el gofio, aquella pasión de nuestros colegas canarios, Agustín Robabolsos y el tinerfeño diminuto y renegrido al que habíamos dado en llamar Chipirón, que en los festines alimenticios de las camaretas, cuando les acababa de llegar algún paquete de sus islas, abrían las bolsas de gofio y lo tomaban a puñados llenándose la boca con avidez de desterrados que prueban después de mucho tiempo un sabor perdido.

– Miren que son ustedes tontos los peninsulares, no gustarles el gofio, que es la gracia de Dios.

Compartíamos el orujo y los embutidos de Lugo que le mandaba a Pepe Rifón su familia, los borrachuelos, las madalenas y las tortas de aceite y pimentón de mi madre, los mantecados que recibía de su pueblo de la provincia de Sevilla el otro Pepe, el Turuta, los bocadillos de ternera y las botellas de vino que sustraía en la cocina Juan Rojo, y aquellas comilonas tenían en el fondo una solemnidad de celebraciones rituales de la alimentación y la amistad, un simbolismo de pan partido con las manos, de grupo que se fortalece y se protege a sí mismo juntando en círculo, alrededor de la comida, las cabezas y los hombros, de botellas y canutos que se van pasando hasta que se acaba el último trago o sólo queda una colilla ensalivada con filtro de cartón.

De no ser por la mili ningún azar habría podido reunimos. El chicharrero Chipirón gracias a la mili había abandonado por primera vez el trabajo en el campo y su aldea canaria, y se le notaba mucho la exaltación de haberse hecho adulto descubriendo el tamaño del mundo, de haber viajado en avión y visto la nieve, de haber aprendido a emborracharse y a fumar canutos y a decir colega y demasiao; Chipirón nos admiraba como si fuéramos sus hermanos mayores y se envanecía de andar con nosotros, y cuando íbamos por la calle, si se distraía con algo y se quedaba el último, enseguida echaba a correr para no apartarse del grupo, pequeño, entusiasta y atento a todo lo que decíamos y a todos nuestros gestos, como esos niños que se unen orgullosamente a una pandilla de mayores.

Pepe el Turuta era albañil en paro, y había logrado la hazaña de que lo nombraran corneta sin haber soplado ninguna hasta que llegó al cuartel; aprendió a toda prisa cuando se dio cuenta de que aquel era el único camino para escaquearse de las guardias, y la tocaba tan mal que si estaba él de corneta de servicio provocaban más de una confusión sus toques irreconocibles. Pepe el Turuta vivía, como Agustín, entre los trabajos mal pagados, el paro, los porros y la pequeña delincuencia, y tenía una cara que a mí a veces me resultaba inquietante, muy chupada, con los ojos grandes y de mirada muy intensa, con los pómulos salientes y picados de viruela. Aseguraba que antes de ir a la mili era un bruto que no entendía de nada, y que Pepe Rifón le había abierto los ojos a lo que él llamaba las verdades de la vida y de la política.

– Hay que ver, gallego, lo bien que nos lo explicas todo.

– Es natural, mano -decía Agustín-, tienen estudios los dos, por eso son oficinistas, no como nosotros, que no servimos más que para cargar con el chopo, mano.

– Eso lo serás tú, Robabolsos, que yo tengo el grado de corneta titular.

– Miren el Turuta, que toca diana y no parece sino que tocó silencio y nadie se levanta.

– A callarse los dos -interrumpía Juan Rojo-. Aquí el único con un destino chachi es el menda.

– Pero si tú eres un cortijero -Pepe el Turuta siempre le llevaba la contraria-. Si ni siquiera te has montado nunca en el Talgo.

– Porque viajo en avión, chaval, como los señores.

En Agustín había una pereza de niño aletargado y grande, y hablaba siempre muy despacio y con los ojos entornados, enrojecidos por la falta de sueño y la extenuación de las guardias. «Mano», decía, con su habla caribeña, «me quedo en la garita mirando el río, cuando sube la niebla, y me figuro que sale de ella un monstruo muy grande todo chorreando de barro y es que me estoy quedando dormido». Nunca nos dijo con exactitud cuál era su oficio en Las Palmas: el Turuta decía que se dedicaba a dar tirones, le llamaba Robabolsos y Agustín hacía ademán de enfurecerse y de saltar sobre él para que se callara, pero enseguida desistía y se encogía de hombros con una sonrisa soñolienta:

– Y qué si le ligo el bolso a una guiri, qué daño le hago yo a nadie, godo grifota, Turuta de mierda.

– Aficionados -dictaminaba con desdén Juan Rojo-. Aprendices. Membrillos…

Juan Rojo era de Linares: a la germanía de la droga le agregaba el sello indeleble de su acento de la provincia de Jaén. Hinchado y muy pálido, con la piel aceitosa, como todos los cocineros, tenía una mirada rápida de ojos rasgados y una sonrisa desconfiada y en guardia: era esa vigilancia de quien teme siempre que irrumpa la policía o se desencadene una reyerta, esa atención permanente y furtiva a las esquinas, a lo que está detrás de uno, a las puertas que pueden abrirse. Estábamos una tarde de agosto en la playa de la Concha, esperando en vano que apareciese alguna chica con las tetas desnudas (el ayuntamiento acababa de aprobar en sesión plenaria el top-less), cuando Juan Rojo nos señaló con disimulo a dos individuos que tomaban el sol cerca de nosotros, altos los dos, bronceados, con bigote, con gafas oscuras:

– Os juro por mis muertos que esos dos son maderos. Ni en bañador se me despintan.

A Pepe Rifón no le costaba nada añadir un sentido político al odio que nuestros amigos sentían hacia quienes ellos llamaban los maderos y los picoletos. Era tan fácil, y vivíamos todos tan agobiados por el autoritarismo militar, que a mí también se me contagiaba aquella beligerancia, hasta el punto de que ya no me indignaba cuando al comprar el periódico veía en primera página la foto de un policía o de un guardia civil asesinado. Como muchas personas de izquierda en esa época, Pepe Rifón creía en las virtudes revolucionarias o subversivas de la delincuencia común, y se mostraba orgulloso de que tuviéramos aquellos amigos tan chorizos, en los que encontraba un romanticismo de marginalidad y lealtad del que según él carecían las personas cultivadas.

El chorizo empezaba a ser entonces, en el tránsito de los setenta a los ochenta, el Buen Salvaje que parecen necesitar siempre los intelectuales de izquierda, y la simpatía incondicional que mi amigo Pepe Rifón sentía hacia Juan Rojo era la misma que empezaba a surgir entonces en las canciones y en el cine hacia los nuevos héroes de la droga, de la navaja y el atraco, una admiración frívola y moralmente abyecta a la que va siendo hora de atribuirle su parte de responsabilidad en algunos de los horrores de la década.

Pero Pepe Rifón no llegó a conocer las devastaciones apocalípticas de la heroína ni el encanallamiento ni el miedo que las agujas hipodérmicas y las navajas iban a sembrar en la noche de las ciudades a lo largo de los ochenta. Aquel verano había en las vallas publicitarias un anuncio gubernamental que decía: La droga mata; en una de ellas alguien había añadido con espray rojo: Eta, mátalos. Pasábamos cerca y Juan Rojo sentenció:

– Más mata la madera.

Yo creo que él traficaba en heroína. Lo vi de vez en cuando con un tipo pelirrojo, muy flaco, encorvado, con los ojos vidriosos, un soldado de otra compañía que pasó varios meses en el hospital militar convaleciendo de un ataque de hepatitis. Si Pepe el Turuta o Agustín le ofrecían un Fortuna Juan Rojo hacía un gesto de asco y sacaba su paquete de Winston de contrabando: «Yo no fumo tabaco de pobres.» Bajo la bocamanga sucia de su mono de cocinero llevaba una esclava de plata. Cuando íbamos a buscar hachís era él siempre quien escogía al camello y cerraba el trato. Se apartaba de nosotros, caminando con una oscilación especial, entre desafiadora y perezosa, lo veíamos mover las manos, hablar en voz baja, examinar muy rápido algo que le enseñaba el otro, entregar el dinero y recoger el envoltorio de papel de plata con ademanes invisibles de tan veloces y disimulados, como los de un ilusionista o un tahúr.

Las noches tibias y húmedas del final de aquel verano las recuerdo perdidas en una somnolencia de hachís, en el sonambulismo de los bares y los callejones de la Parte Vieja de San Sebastián, como una película algo desenfocada en la que sólo la música mantiene una presencia exacta, no desgastada por el tiempo: en las máquinas de los bares y en los radiocassettes del cuartel oíamos las rumbas lumpen de Los Chichos, con sus historias de cárceles, de condenas injustas, de amores desgarrados con mujeres de la calle y duelos de honor a navajazos. Pero nos gustaban también el Walk on the wild side y el Rock'n'Roll Animal de Lou Reed, y nos arrebataba la furia con que cantaba Gloria Patti Smith, y la guitarra y la voz de Eric Clapton en el estribillo de Cocaine. Si escuchábamos Una gaviota en Madrid, de Juan Carlos Senante, a Agustín y a Chipirón se les saltaban las lágrimas, y a los demás nos entraba una emoción vaga de destierro y ganas de volver. Pero en casi todas nuestras sensaciones de entonces latía la intensidad y la rareza del hachís. Me acuerdo de ir notando el efecto de un porro sentado en un pretil del puerto de los pescadores y de ver en la distancia, sobre la playa de la Concha, un castillo de fuegos artificiales que se duplicaba en el agua quieta y lisa de la bahía, en silencio y muy lentamente, como si lo estuviera viendo desde el fondo del mar.

Formábamos a las seis en punto, después del toque de oración, y salíamos del cuartel con nuestras ropas de paisano en un macuto, cruzando a toda prisa el puente sobre el Urumea, siempre con el miedo instintivo a que nos ordenaran quedarnos, a que por algún motivo fuesen canceladas las horas de paseo, como ocurría en los casos de disturbios muy graves, cuando sonaba de pronto el toque de generala, que era el de máxima alerta, y temíamos que aquella vez sí que iba a empezar de verdad un golpe de estado.

En uno de los bares de Loyola teníamos alquiladas taquillas, (todo el mundo lo hacía, aunque estaba prohibido desde que un comando etarra robó varias docenas de uniformes) y allí nos cambiábamos de ropa, en unos almacenes traseros a los que se había trasladado intacto el olor a calcetines y a sudor de hombres solos de los dormitorios del cuartel. Al vestirnos de paisano también nos uniformábamos, con pantalones vaqueros, zapatillas de lona, camisetas ajustadas, chubasqueros, igual que las generaciones de veteranos que nos habían precedido. Salíamos de aquel bar transfigurados, más ligeros, con una sensación eufórica de libertad en los talones, disfrutando del placer de hundir las manos en los bolsillos de los vaqueros, de caminar hacia la ciudad o subir al autobús con un sentimiento de confabulación entre pandillera y delictiva.

Si llevábamos dinero lo primero de todo era hacer un fondo común, que Pepe Rifón administraba, para pagarnos las cervezas y el hachís. Lo vendían en la plaza de la Constitución o en la Trinidad individuos patibularios que a mí me daban mucho miedo y que seguramente traficaban también en heroína. Entonces aún se veían muy pocos yonquis, o al menos yo no estaba acostumbrado a reconocerlos. En la Constitución, bajo los soportales, en la escalinata de la biblioteca pública, había cuévanos de oscuridad donde una vez vi un antebrazo pálido y descarnado, de lividez quirúrgica, al que se ceñía un trozo de goma.

Otras veces íbamos a buscar a un camello a un bar de la Parte Vieja que se llamaba el Moka. El Moka era uno de los bares más raros en los que yo haya estado en mi vida. Por lo pronto no tenía barra, sino una especie de vitrina de cajero en el centro del local, rodeada por un pequeño mostrador, dentro de la cual estaba el camarero, sirviendo cafés y cañas como si vendiera tabaco en un estanco. Todo alrededor, en el espacio poliédrico, las paredes estaban cubiertas de espejos que se repetían los unos en los otros, y en cada uno de ellos se multiplicaban las caras y las figuras de los clientes del café Moka, sus signos masónicos de reconocimiento, sus miradas de vidrio.

En el Moka el comercio invisible de la heroína era como una danza de fantasmas repetidos en los espejos, moviéndose en apariciones y huidas simultáneas, y las caras expectantes y ansiosas se duplicaban aritméticamente en un delirio visual que acentuaba el efecto del hachís y se volvía baile de vampiros por la luz fluorescente que bañaba el lugar, una luz de nevera que hacía aún más pálidas las caras más pálidas de San Sebastián y subrayaba el dibujo de las venas en los brazos, el brillo de las tachuelas y de los colgantes metálicos y el color negro de las ropas que vestían los yonquis y las yonquis, los reflejos de piel de reptil de las cazadoras y las botas de cuero de los yonquis más pijos.

El café Moka tenía en la puerta un letrero caligráfico de los años cincuenta, una dignidad ajada de espejos y mármoles que conocieron tiempos mejores: contaban que había sido un sitio de mucho prestigio en San Sebastián, una tienda de toda la vida en la que se molía para los clientes el mejor café o se les servía humeante, aromático y negro en pequeñas tazas de porcelana, pero ahora era una lonja de los venenos más letales y una ruina invadida por los primeros zombis de la década. El camarero, fortificado en su taquilla circular, hacía como que no se enteraba de nada, servía y cobraba los cafés y no miraba a nadie a los ojos ni decía más que el precio de cada consumición. Era un señor pálido, como el local y sus clientes, con una palidez contagiada por las fluorescencias de porcelana, mármol, cristal y azulejo que brillaban difundiéndose a su alrededor, con un brillo mate en la cara y en la piel de los brazos, ese brillo muerto que solía tener antes la piel de los camareros en algunos cafés demasiado sucios y antiguos en los que no entraba casi nadie, bares de paredes verdosas con pintura plástica y vasos en forma de tulipa para el café con leche.

En el Moka estábamos de paso, como todo el mundo, enseguida nos íbamos a fumar tranquilamente a las oscuridades del puerto viejo o de la plaza de la Trinidad, donde siempre había conciliábulos sigilosos de melenudos que se iban pasando sacramentalmente en la penumbra la brasa roja del porro. En la plaza de la Trinidad, tan frecuentada de camellos y drogotas, a mí me atosigaba el peligro de una redada de la policía, peligro que a mis amigos, aun siendo evidente, ni se les pasaba por la imaginación, y sobre el que yo no me atrevía a insistir mucho, por miedo a que me calificaran de cenizo o de cobarde.

Ahora comprendo que en mi calidad de fumador de hachís y huésped del hampa donostiarra yo era tan pusilánime y tan incompetente como lo había sido años atrás durante mi fugaz incursión en la lucha antifranquista, y albergaba una confusión parecida de disgusto hacia algo que en el fondo me repelía y de remordimiento por el hecho mismo de que me desagradara, a causa de lo que yo creía entonces que era una falta de coraje vital. Por entonces Manuel Vázquez Montalbán citaba mucho un mandamiento de Arthur Rimbaud según el cual había que cambiar la vida y cambiar la Historia, pero yo me sentía tan al margen de la una como de la otra, y de hecho, por no gustarme, ni siquiera me gustaba Rimbaud, ni lo entendía, y menos aquella escuela de discípulos suyos visionarios y místicos de las drogas que iba de Antonin Artaud al fraudulento Carlos Castaneda.

Pensaba siempre que los otros eran más audaces, más entregados a la vida que yo, que iban mucho más lejos del último paso que yo me atrevía a dar, fuera en el sexo, en el disfrute de la música, en el alcohol o en las drogas. Me gustaba beber y en los últimos cursos de la universidad me había habituado al hachís, pero jamás acababa de abandonarme a aquella inconsciencia temeraria que tanto se celebraba entonces, a aquellas tentativas de desarreglo sistemático de todos los sentidos que pregonaban rimbaudianamente los músicos de rock y los gurús de las revistas más modernas, en las que se difundía una acracia oscurantista y agresiva, un underground mugriento, una cultura o contracultura de la embriaguez y de lo monstruoso.

Era incapaz de abandonarme porque en lo más hondo de mí me daba mucho miedo ese desorden y lo encontraba repulsivo. Jamás conseguí aficionarme a los tebeos underground ni a los Sex Pistols ni al doctrinarismo de la promiscuidad sexual, que en los últimos setenta había hecho estragos hasta en mi pueblo, donde un vivales recién llegado de Barcelona se acostó durante varios meses con quien le dio la gana sin más mérito ni argucia que predicar como el evangelio los principios revolucionarios de Wilhelm Reich.

Ahora recuerdo con gratitud aquella cobardía, que era un instinto saludable de conservación, pero que tantas veces me hizo infeliz ahogándome en sentimientos de culpa y como de parálisis vital. En la universidad había tenido un amigo aspirante a pintor que no se enfrentaba a un lienzo a menos que estuviera ciego de hachís y de whisky. Tenía varios romances sexuales simultáneos con varias mujeres y procuraba no acostarse nunca sereno ni antes del amanecer: confieso que al mismo tiempo me daba envidia y me amedrentaba, y me hacía pensar que tal vez si yo no había hecho nada serio en la literatura era por falta de aquellas experiencias radicales que él vivía. «Tío», lo recuerdo diciéndome, con el habla gangosa que nos daba a todos el hachís, «a ti lo que te hace falta es bajar a los infiernos, como Jimi Hendrix y Rimbaud, como todos los grandes. ¿No te gusta tanto Jim Morrison?».

Imaginaba que si me atreviera a emborracharme o a fumar hachís hasta perder del todo las ataduras racionales se me desbordaría la imaginación y me arrastraría a escribir en un estado de trance automático las historias que hasta entonces me estaban siendo negadas. En la oficina del cuartel, en los ratos perdidos, en largos domingos de soledad, había logrado terminar un relato, pero me parecía siempre que mi imaginación no se desplegaba y que la escritura surgía con una lentitud mezquina, con una profunda sequedad interior.

Yo quería imaginar y escribir de otro modo, con la velocidad y la pasión de un arrebato, y al fumar hachís muchas veces lo que hacía era someterme a un experimento secreto que solía acabar en fracaso. Una noche, deambulando con mis amigos por la Parte Vieja, todavía entre cristales rotos y mesas de terrazas volcadas después de una rutinaria contienda entre abertzales y policías, sin que se hubiera disipado aún del todo el humo de los neumáticos quemados y de los gases lacrimógenos, disfruté de un largo rapto de felicidad e imaginación inducido por el hachís, de un simulacro de verdad tan perfecto como en los mejores sueños.

Iba por la calle y encontraba a mi alrededor, sin buscarlos, fragmentos de una historia, iluminaciones instantáneas y resplandecientes que surgían sin motivo y unos segundos después ya se habían vinculado entre sí para constituir un argumento en el que yo, más que el autor, era uno de los personajes. Pasamos junto al ayuntamiento, iluminado y engalanado para las fiestas de agosto, y yo lo imaginé y lo vi como era en los años veinte, un casino, y me vi convertido en un periodista joven que asciende aquella escalinata para asistir a una recepción, uno de los enviados especiales que se desplazaban en verano a San Sebastián para cubrir las noticias de la Corte. Las notas de un saxofón interrumpieron esa historia: un hombre joven y barbudo lo tocaba en el paseo de la Concha, con el estuche abierto a sus pies. Inmediatamente surgía otro personaje en mi relato: un músico negro que aparece en la ciudad y del que nadie sabe nada. El sudor de mi cara en la noche de verano era el sudor en la cara del músico; al pasarse la mano por la frente se le desprendía el betún de un maquillaje de negro de película muda. Atontado como iba, un coche conducido por una mujer casi me atropella: mi joven corresponsal de Madrid veía en el Bulevar un largo coche americano de 1920 conducido por un chófer de uniforme gris y gorra de plato y en cuyo interior, envuelta en un abrigo de pieles de leopardo, viaja de incógnito una estrella del cine mudo, que se encuentra en San Sebastián huyendo de algo…

Volvimos al cuartel y la fiebre de la imaginación no remitía. En el insomnio y después en el sueño se me aparecían escenas fulgurantes o tenebrosas mientras los hilos de una trama magnífica se organizaban por sí solos. Pero al día siguiente, cuando me encerré bajo llave en la oficina y me puse ante la máquina, el prodigio se había desvanecido: no me acordaba bien, aún me duraban los estragos de la noche anterior, no tenía fuerzas ni ánimo para contar esa historia. Bastaba empezar a escribirla para que se extinguiera.

Pero no me rendía, no aceptaba que aquel camino de la irracionalidad, al menos para mí, no sólo era insano y peligroso, sino también estéril. Me gustaba pensar que alguna vez se repetiría una iluminación así. Estaba claro que sin darnos cuenta y sin leer sus versos atravesábamos todos un período Rimbaud. A mí me gustaba beber e ir notando la euforia del alcohol y el modo en que parecía hacer más intensas las percepciones, más verdaderas las palabras, más firme la amistad, pero dentro de mí alguien más sobrio, más desapegado y escéptico que yo vigilaba, y llegado un cierto punto empezaba a murmurarme al oído que no bebiera más, que me fuera, que no siguiera conversando a gritos en un lugar lleno de ruido y de humo, y unos minutos después yo sentía náuseas y notaba en el paladar el intolerable regusto químico de alcohol que hay siempre bajo el sabor de todas las bebidas, y lo único que quería, inconfesablemente, era volverme al cuartel, caminar muy rápido por la orilla del río para que se desvaneciera la borrachera, encerrarme tranquilamente a leer o a escribir en mi oficina, en silencio, en una censurable calma ilustrada y burguesa, incluso pequeñoburguesa.

– Esto no es lo tuyo -me vaticinó un día con burla y afecto Pepe Rifón-. Tú acabarás escribiendo en las páginas de cultura de un periódico burgués.

Estábamos sentados en un bar de grifotas que se llamaba El Huerto, bebiendo cervezas tibias y pasándonos porros, y él me miraba un instante y con un gesto que los demás no advertían me animaba y me censuraba al mismo tiempo, me hacía saber que se daba cuenta de mi aislamiento y mi desagrado íntimo y me reprochaba que no fuese capaz de vencerlo. Pero tal vez su cabeza era más firme que la mía y su sentido de la realidad menos frágil, de modo que podía permitirse sin mucho peligro excesos que a mí me habrían desequilibrado.

Yo enseguida notaba, cuando había fumado mucho hachís, una sensación de vértigo y un principio de náusea, como de estar perdiendo pie y no poder apoyarme en nada sólido, porque todas las cosas a mi alrededor se disolvían, y con ellas las normas de mi razón y de mi conciencia, hasta de mi memoria inmediata: decía una palabra y nada más decirla me había olvidado de ella, y hablar era como huir hacia adelante para no ser alcanzado por ese silencio o esa desmemoria instantánea que iba borrando todo lo que yo decía. Escuchaba a los otros pero no entendía bien sus palabras, en parte porque de pronto los veía muy lejos y deformados, como en una distancia cóncava, en parte porque tampoco ellos articulaban muy bien. Nos daba una risa idiota, o se nos quedaba congelada en la cara una sonrisa inepta de beatitud, y veíamos agrandarse y relucir con una humedad vidriosa las pupilas de los otros, y si íbamos al retrete a lavarnos la cara no la reconocíamos del todo en el espejo, y notábamos un brillo de sudor frío en las sienes.

Era que venía el muermo, que se apoderaba de uno como una marea negra contra la que no era posible hacer nada, porque los miembros habían perdido su tono muscular y la inteligencia no era capaz de corregir o contener la deriva de imágenes en las que ella misma se extraviaba, alimentándolas en vez de ahuyentarlas, multiplicando las vueltas y revueltas de un laberinto angustioso de pavores infantiles y figuraciones paranoicas cuando parecía que estaba buscando una salida. El sudor era cada vez más copioso y más frío, los demás se lo quedaban mirando a uno sin mucho interés desde su lejanía, bromeaban sobre su palidez o su silencio, lo olvidaban, se perdían ellos también en las ondulaciones de la música o de la conversación, y uno se quedaba quieto en su diván vagamente oriental de El Huerto, escuchando a Pink Floyd, imaginando que reunía fuerzas para levantarse, que lograba caminar erguido hacia el retrete o hacia la calle, hacia la maravilla imposible del aire fresco y el silencio.

El Huerto era uno de aquellos bares grandes y mal iluminados que proliferaban entonces, con cojines y escabeles repujados como de fumaderos o de harenes, tal vez con dibujos cósmicos o alquímicos en las paredes y en el techo, en cuya penumbra brillaban constelaciones en papel de plata. En el café Moka inquietaba siempre una inminencia de bronca, una alarma de navajas ocultas, de gestos tan letales y súbitos como el pinchazo de una aguja o el chasquido de una hoja de acero, de rock violento y afónico: uno no lo advertía entonces, pero el café Moka era un bar del futuro, de lo más cruel de los ochenta, y El Huerto era ya un edén de anacronismo y de caspa, una reserva india de melenudos atónitos de risa floja y polvoriento hippismo, de lentitudes y letargos de rock sinfónico y cuelgues de hachís tan interminables y densos como un solo de guitarra de Pink Floyd o un volumen de El señor de los anillos.

En El Huerto estalló un día una bomba y ya no lo abrieron más. Habían sido los chicos de ETA, nos susurró confidencial y admirativamente alguien en un bar abertzale: aquella bomba inauguraba una campaña contra el tráfico de drogas, pero en realidad era otro signo del final inmisericorde de los años setenta. Donde podía verse definitivamente el porvenir era en los espejos del café Moka.

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