9

Kurt Wallander no se sentía precisamente un policía feliz cuando entró por las puertas del Hotel Svea en Simrishamn sobre las siete de la mañana del viernes. Caía una densa aguanieve en Escania y la humedad se le había metido dentro de los zapatos al salir del coche e ir hacia el hotel. Además, le dolía la cabeza.

Pidió unas aspirinas a la camarera. Ésta volvió con un vaso de agua en el que había un polvo blanco efervescente.

Al beber el agua notó que le temblaba la mano.

Pensó que era tanto de angustia como de alivio.

Cuando unas horas antes Norén le ordenó salir del coche en el camino que iba de Svaneholm a Slimminge, pensó que todo había acabado. Ya no sería policía. El hecho de conducir en estado de embriaguez le causaría la suspensión inmediata. Y aunque pudiera volver al servicio activo alguna vez, después de haber purgado la condena en la cárcel, nunca podría mirar a sus antiguos colegas a los ojos.

Se le ocurrió que tal vez podría llegar a ser responsable de seguridad en una empresa. O pasar el control de selección de una empresa de vigilancia poco escrupulosa. Pero su carrera de veinte años como policía habría acabado. Y él era policía. Nunca había pensado en sobornar a Peters y a Norén. Sabía que era imposible. Lo que podría hacer era implorar su comprensión. Invocar el espíritu de cuerpo, la camaradería, la amistad que en realidad no existía.

Pero no le hizo falta.

– Ve con Peters y yo llevaré tu coche a casa -dijo Norén.

Kurt Wallander recordaba el alivio, pero también el inconfundible tono de desprecio en la voz de Norén.

Sin mediar palabra se sentó en el asiento trasero del coche de policía. Durante el trayecto hasta la calle Mariagatan de Ystad, Peters mantuvo una actitud de silenciosa reserva.

Norén llegó un momento más tarde, aparcó el coche y le dio las llaves.

– ¿Te ha visto alguien? -preguntó.

– Nadie más que vosotros.

– Has tenido una suerte de mil demonios.

Peters asintió con la cabeza. Entonces Kurt Wallander comprendió que nada se sabría. Norén y Peters cometían una falta grave al protegerle. No tenía ni idea del motivo.

– Gracias -dijo.

– Está bien -replicó Norén.

Y se marcharon.

Kurt Wallander subió a su piso y se bebió lo que quedaba de una botella casi vacía de whisky. Luego dormitó unas horas sobre la cama. Sin pensar, sin soñar. A las seis y cuarto se sentó en el coche de nuevo, después de haberse afeitado apresuradamente.

Claro que sabía que aún estaba ebrio. Pero ya no existía el riesgo de encontrarse con Peters y Norén. Ellos habían acabado su turno a las seis.

Intentó concentrarse en lo que le esperaba. Göran Boman acudiría y juntos se pondrían manos a la obra para encontrar el eslabón perdido en la investigación del doble homicidio de Lenarp.

Apartó todos los demás pensamientos. Los retomaría cuando tuviera más fuerzas. Cuando ya no tuviera resaca y pudiera considerarlo todo con distancia.

Estaba solo en el comedor del hotel. Contempló el mar, que se veía gris entre la aguanieve. Un barco pesquero salía del puerto y Wallander intentó descifrar el número que se veía pintado de negro sobre la quilla.

«Una cerveza», pensó. «Una buena cerveza es lo que necesito ahora mismo.»

La tentación era fuerte. También pensó en pasarse por la tienda de bebidas alcohólicas y comprar algo para la noche.

Sintió que aún no tenía fuerzas para estar sobrio.

«Soy una mierda de policía», pensó.

«Un policía de dudosa reputación.»

La camarera volvió a llenarle la taza de café. Se imaginó que se registraba en el hotel y que ella acudía. Detrás de las cortinas cerradas olvidaría que existía, lo olvidaría todo a su alrededor, se hundiría en un paisaje que nada tenía que ver con la realidad.

Se acabó el café y tomó su portafolios. Todavía le quedaba un rato para estudiar el material de la investigación. Llevado por una sensación de angustia, salió a la recepción y llamó a la comisaría de Ystad. Ebba contestó.

– ¿Lo pasaste bien anoche? -preguntó.

– No podría haber ido mejor -contestó-. Y gracias otra vez por la ayuda con el traje.

– Cuando quieras.

– Estoy llamando desde el Hotel Svea de Simrishamn. Por si hay algo. Más tarde me iré con Boman, el de la policía de Kristianstad. Pero ya te llamaré.

– Todo está tranquilo. No ha pasado nada en los campos de refugiados.

Acabó la conversación y entró en el retrete a lavarse la cara. Evitó mirarse en el espejo. Con las yemas de los dedos notó el chichón en la frente. Le dolía. Pero ya casi no le escocía el brazo.

Sólo cuando se estiraba notaba el dolor del muslo.

Al volver al comedor pidió el desayuno. Mientras comía, ojeó todos sus papeles.

Göran Boman era puntual. A las nueve en punto entró en el comedor.

– ¡Vaya tiempo! -dijo.

– Al menos es mejor que una tormenta de nieve -contestó Kurt Wallander.

Mientras Göran Boman tomaba café comentaron lo que harían durante el día.

– Parece que tenemos suerte -dijo Göran Boman-. A la mujer de Gladsax y a las dos de Kristianstad podremos encontrarlas sin problemas.

Empezaron con la mujer de Gladsax.

– Se llama Anita Hessler -explicó Göran Boman-. Cincuenta y ocho años. Se volvió a casar hace un par de años con un agente inmobiliario.

– ¿Hessler es su nombre de soltera? -preguntó Kurt Wallander.

– Ahora se llama Johanson. Su marido se llama Klas Johanson. Viven en una urbanización en las afueras del pueblo. La hemos investigado un poco. Por lo que parece, es ama de casa.

Miró sus papeles.

– El nueve de marzo de 1951 tuvo un hijo en la maternidad de Kristianstad. A las 4.13, para ser exactos. Por lo que veo es su único hijo. Pero Klas Johanson tiene cuatro hijos de un matrimonio anterior. Además, es seis años más joven que ella.

– Su hijo tiene, por lo tanto, treinta y nueve años -dijo Kurt Wallander.

– Le pusieron el nombre de Stefan -dijo Göran Boman-. Vive en Ǻhus y trabaja como funcionario de hacienda en Kristianstad. Economía estable. Casa adosada, esposa, dos hijos.

– ¿Los funcionarios de hacienda suelen cometer homicidios? -preguntó Kurt Wallander.

– No muy a menudo -contestó Göran Boman.

Se fueron a Gladsax. El aguanieve se había convertido en una llovizna. Justo antes de la entrada del pueblo, Göran Boman giró a la izquierda.

La urbanización destacaba mucho entre las blancas casas bajas del pueblo. Kurt Wallander pensó que parecía un barrio elegante de las afueras de cualquier gran ciudad.

La casa estaba al final de una fila de viviendas. Una imponente antena parabólica descansaba sobre una base de cemento cerca de la casa. El jardín se veía bien cuidado. Se quedaron unos minutos mirando la construcción de ladrillos rojos. Había un Nissan blanco aparcado en la rampa del garaje.

– El marido no estará en casa -dijo Göran Boman-. Tiene su despacho en Simrishamn. Se ve que se ha especializado en vender casas a gente adinerada de Alemania Occidental.

– ¿Eso está permitido? -preguntó Kurt Wallander con asombro.

Göran Boman se encogió de hombros.

– Testaferros -dijo-. Los alemanes del oeste pagan bien y los permisos de compra están en manos suecas. Hay personas en Escania que viven de hacerse responsables de propiedades ilegales.

De repente se movió la cortina. Fue tan leve que sólo un ojo bien entrenado de policía podía notarlo.

– Hay alguien en casa -dijo Kurt Wallander-. ¿Hacemos una visita?

La mujer que abrió era excepcionalmente atractiva. Vestía un traje de deporte amplio, pero irradiaba personalidad. Kurt Wallander pensó enseguida que no parecía sueca.

También pensó que la presentación podría ser tan importante como todas las preguntas juntas.

¿Cómo reaccionaría al decirle que eran policías?

Lo único que pudo ver fue que alzó ligeramente las cejas. Luego sonrió enseñando una perfecta línea de dientes blancos. Kurt Wallander se preguntó si Göran Boman estaba en lo cierto. ¿Tenía cincuenta y ocho años? Si no lo supiera, le habría puesto unos cuarenta y cinco.

– Qué sorpresa -dijo-. Pasen.

Entraron en un salón decorado con gusto. Las paredes estaban cubiertas de librerías repletas. Uno de los televisores más exclusivos de Bang amp; Olufsen descansaba en un rincón. En un acuario nadaban peces atigrados. A Wallander le costaba relacionar aquel salón con Johannes Lövgren. No había nada que permitiera sospechar que habían estado relacionados.

– ¿Puedo invitarles a tomar algo? -preguntó la mujer.

Contestaron negativamente y se sentaron.

– Hemos venido a hacerle unas preguntas rutinarias -empezó Wallander-. Yo me llamo Kurt Wallander y éste es Göran Boman, de la policía de Kristianstad.

– Qué interesante recibir una visita de la policía -dijo la mujer, que continuaba sonriendo-. Aquí en Gladsax nunca pasa nada inesperado.

– Sólo queremos preguntarle si usted conoce a un tal Johannes Lövgren -dijo Kurt Wallander.

Ella lo miró con sorpresa.

– ¿Johannes Lövgren? No. ¿Quién es?

– ¿Está usted segura?

– ¡Claro que estoy segura!

– Fue asesinado junto con su esposa en un pueblo que se llama Lenarp hace unos días. ¿No lo ha visto en los periódicos?

Su asombro parecía genuino.

– Ahora no entiendo nada -dijo-. Recuerdo haber visto algo en los periódicos. Pero ¿qué tiene que ver conmigo?

«No», pensó Kurt Wallander mirando a Göran Boman, que parecía de la misma opinión. «¿Qué tiene que ver ella con Johannes Lövgren?»

– En 1951 usted tuvo un hijo en Kristianstad -dijo Göran Boman-. En todos los documentos usted ha dado la información de padre desconocido. ¿No será por casualidad un hombre llamado Johannes Lövgren ese padre desconocido?

Los miró un buen rato antes de contestar.

– No entiendo por qué lo preguntan -contestó-. Y tampoco entiendo la relación que existe con el granjero asesinado. Pero si les es de alguna ayuda, les diré que el padre de Stefan se llamaba Rune Stierna. Estaba casado con otra. Yo sabía dónde me metía, y elegí darle las gracias por el niño manteniendo su identidad en secreto. Murió hace doce años. Y Stefan tuvo una buena relación con su padre durante toda su juventud.

– Comprendo que las preguntas puedan parecer extrañas -dijo Kurt Wallander-. Pero a veces tenemos que hacerlas.

Preguntaron unas cuantas cosas más al tiempo que tomaban nota. Después acabaron.

– Espero que nos disculpe por haberla molestado -se excusó Kurt Wallander al levantarse de la silla.

– ¿Cree usted que digo la verdad? -preguntó de pronto.

– Sí -contestó Kurt Wallander-. Creemos que dice la verdad. Pero si no lo ha hecho, tarde o temprano lo sabremos.

Ella rió.

– Digo la verdad -replicó-. Me cuesta mucho mentir. Pero vuelvan ustedes si tienen más preguntas extrañas.

Dejaron el chalet y regresaron al coche.

– Una cosa aclarada -dijo Göran Boman.

– Ella no era -contestó Kurt Wallander.

– ¿Qué hacemos con el hijo de Ǻhus?

– Lo dejamos. Al menos por el momento.

Fueron a buscar el coche de Kurt Wallander y se marcharon directamente a Kristianstad.

Cuando estaban cerca de las colinas de Brösarp, la lluvia cesó y los nubarrones empezaron a dispersarse. Delante de la comisaría de Kristianstad volvieron a cambiar de coche y continuaron con uno de los coches de la policía.

– Margareta Velander -dijo Göran Boman-. Cuarenta y nueve años, tiene una peluquería llamada Die Welle en la calle Krokarpsgatan. Tres hijos, divorciada, casada de nuevo, divorciada otra vez. Vive en una casa adosada hacia Blekinge. Tuvo un hijo en diciembre del cincuenta y ocho. El hijo se llama Nils. Un tipo bastante aventurero, por lo visto. Ha viajado por los mercadillos vendiendo fruslerías. Es dueño de una agencia de ropa interior sexy. Mira que hay sitios, pero ha acabado estableciéndose en Sölvesborg. ¿Quién demonios compra ropa interior sexy que se vende por correo desde allí?

– Mucha gente -afirmó Kurt Wallander.

– Estuvo una vez en la cárcel por malos tratos -continuó Göran Boman-. No he visto el informe. Pero le dieron un año. Eso significa que fueron lesiones graves.

– Quiero ver ese informe -dijo Kurt Wallander-. ¿Dónde ocurrió?

– Fue condenado por el Tribunal de Kalmar. Están buscando la sentencia.

– ¿Cuándo pasó?

– En el ochenta y uno, creo.

Kurt Wallander estuvo pensando mientras Göran Boman conducía a través de la ciudad.

– Ella tendría sólo diecisiete años cuando nació el niño. Y si nos imaginamos a Johannes Lövgren como el padre, hay una considerable diferencia de edad.

– Ya lo he pensado. Pero eso puede significar muchas cosas.

La peluquería estaba en el sótano de un bloque de pisos normal y corriente, en las afueras de Kristianstad.

– Podríamos aprovechar y cortarnos el pelo -dijo Göran Boman-. ¿Quién te lo corta, por cierto?

Kurt Wallander estuvo a punto de contestar que era su mujer Mona la que se cuidaba de ello.

– Depende -respondió evasivamente.

En la peluquería había tres sillas. Todas estaban ocupadas cuando entraron.

Dos mujeres estaban sentadas debajo de unos secadores, mientras que a la tercera le lavaban el pelo.

La mujer que le daba masajes en la cabeza los miró con asombro.

– Sólo corto a quienes tienen hora -dijo-. Hoy lo tengo completo. Mañana también. Si es que vais a pedir hora para vuestras mujeres.

– ¿Margareta Velander? -preguntó Göran Boman. Y enseñó su placa-. Quisiéramos hablar con usted.

Kurt Wallander vio que se asustaba.

– No puedo dejar el trabajo ahora -dijo.

– Esperaremos -dijo Göran Boman.

– Allí, en la habitación de detrás -indicó Margareta Velander-. No tardaré.

La habitación era muy pequeña. Una mesa con un mantel de hule y unas sillas llenaban casi todo el espacio. En una estantería había unas revistas entre unas tazas de café y una cafetera sucia. Kurt Wallander se fijó en una fotografía en blanco y negro clavada en la pared. Era una foto difusa y descolorida de un hombre joven en uniforme de marino. Kurt Wallander vio que ponía HALLAND en la gorra.

– «Halland» -dijo-. ¿Era un crucero o un caza?

– Caza. Desguazado hace mucho tiempo.

Margareta Velander entró en la habitación secándose las manos con una toalla.

– Ahora tengo unos minutos. ¿De qué se trata?

– Queremos saber si usted conoce a un hombre que se llama Johannes Lövgren -empezó Kurt Wallander.

– Háblame de tú -dijo mientras se sentaba-. ¿Queréis café?

Los dos rehusaron y Kurt Wallander se irritó porque se había vuelto de espaldas cuando le hizo la pregunta.

– Johannes Lövgren -repitió otra vez-. Un granjero de un pequeño pueblo a las afueras de Ystad. ¿Le conocías?

– ¿El que mataron? -preguntó mirándolo a los ojos.

– Sí -contestó-. El hombre al que mataron. Ese mismo.

– No -contestó sirviéndose café en un vaso de plástico-. ¿Por qué habría de conocerlo?

Los policías intercambiaron una mirada rápida. Había algo en su voz que denotaba que se sentía presionada.

– En diciembre del cincuenta y ocho tuviste un hijo al que llamaste Nils -dijo Wallander-. Registraste al padre como desconocido.

En el momento de pronunciar el nombre del hijo, rompió a llorar.

El vaso de plástico se volcó y el café empezó a caer goteando al suelo.

– ¿Qué ha hecho? -preguntó-. ¿Qué ha hecho ahora?

Esperaron a que se calmara antes de seguir con las preguntas.

– No estamos aquí para comunicarle algo -intervino Kurt Wallander-. Pero quisiéramos saber si el padre de Nils podría haber sido Johannes Lövgren.

– No.

Su respuesta no parecía muy convincente.

– Entonces ¿cómo se llamaba?

– ¿Por qué lo queréis saber?

– Es importante para la investigación.

– Ya os he dicho que no conozco a nadie que se llame Lövgren.

– ¿Cómo se llamaba el padre de Nils?

– No lo diré.

– La respuesta quedará entre nosotros.

Tardó bastante en contestar.

– No sé quién es el padre de Nils.

– Una mujer suele saber estas cosas.

– Estuve con varios hombres durante aquellos años. No lo sé. Por eso declaré el padre como desconocido.

Se levantó bruscamente de la silla.

– Debo trabajar -dijo-. Las señoras se cocerán en los secadores.

– Entonces esperaremos.

– ¡Pero no tengo nada más que decir!

Parecía cada vez más exaltada.

– Tenemos más preguntas.

Después de diez minutos volvió. Llevaba unos billetes en la mano y los metió en su bolso, que colgaba de una silla. Esta vez parecía serena y con ganas de guerra.

– No conozco a nadie que se llame Lövgren -dijo.

– ¿E insistes en no saber quién es el padre del hijo que tuviste en mil novecientos cincuenta y ocho?

– Sí.

– ¿Eres consciente de que posiblemente tengas que contestar estas preguntas bajo juramento?

– Yo no miento.

– ¿Dónde podemos encontrar a tu hijo Nils?

– Viaja mucho.

– Según nuestros informes está empadronado en Sölvesborg.

– ¡Pues id allí entonces!

– Lo haremos.

– No tengo nada más que decir.

Kurt Wallander dudó un momento. Luego señaló la difusa y descolorida foto que estaba clavada en la pared con una aguja.

– ¿Es ése el padre de Nils?

Ella acababa de encender un cigarrillo. Al echar el humo dejó escapar como un chisporroteo.

– No conozco a ningún Lövgren. No sé de qué estáis hablando.

– Pues bueno -dijo Göran Boman acabando la conversación-. Nos vamos. Pero tal vez volvamos.

– No tengo nada más que decir. ¿Por qué no me dejáis en paz?

– Nadie puede estar en paz mientras la policía esté buscando a un asesino -dijo Göran Boman-. Es así.

Cuando salieron a la calle, el sol brillaba. Se pararon junto al coche.

– ¿Tú qué crees? -preguntó Gran Boman.

– No lo sé. Pero algo hay.

– ¿Intentamos dar con el hijo antes de seguir con la tercera?

– Creo que sí.

Se fueron a Sölvesborg y, después de mucho buscar, encontraron la dirección correcta. Una casa de madera casi en ruinas, rodeada de coches desguazados y recambios de máquinas. Un pastor alemán furioso tiraba de una cadena de hierro. La casa parecía abandonada. Göran Boman se agachó para mirar un letrero mal escrito, fijado a la puerta con clavos.

– Nils Velander -dijo-. Es aquí.

Llamó varias veces a la puerta. Pero nadie contestó. Dieron la vuelta a la casa.

– ¡Vaya ratonera! -exclamó Göran Boman.

Al volver al punto de partida Kurt Wallander tocó el pomo de la puerta exterior.

La casa estaba sin cerrar.

Kurt Wallander miró inquisitivamente a Göran Boman, que se encogió de hombros.

– Si está abierto -dijo-, entramos.

Entraron en un recibidor que olía a moho y escucharon. Todo estaba en calma, hasta que los dos se sobresaltaron cuando un gato dio un salto resoplando desde un rincón oscuro y desapareció por la escalera que llevaba hasta el piso superior. La habitación que quedaba a la izquierda parecía una especie de despacho. Allí había dos archivadores abollados y un escritorio lleno de cosas, con un teléfono y un contestador automático. Wallander levantó la tapa de una caja que estaba sobre la mesa. Había un juego de ropa interior de cuero negro y una etiqueta con un nombre.

– Fredrik Ǻberg de la calle Dragongatan de Alingsås ha pedido esto -dijo al tiempo que hacía una mueca-. Remitente discreto, probablemente.

Siguieron hasta la siguiente habitación, que era un almacén donde Nils Velander guardaba la ropa interior sexy. También había unos cuantos látigos y correas para perros. Todo parecía tirado dentro del almacén sin ningún orden. La siguiente habitación era la cocina, que tenía platos sucios en el fregadero. Había un pollo a medio comer en el suelo. Olía a orín de gato por todas partes.

Kurt Wallander abrió la puerta de la despensa.

Allí había un aparato para destilar alcohol y dos grandes garrafas.

Göran Boman sonrió sarcásticamente mientras sacudía la cabeza.

Subieron al piso superior. Miraron en el dormitorio con sábanas sucias y montones de ropa por en medio. Las cortinas estaban echadas y contaron hasta siete los gatos que se escaparon al acercarse.

– ¡Qué ratonera! -exclamó Göran Boman otra vez-. ¿Cómo se puede vivir de esta manera?

La casa tenía el aspecto de haber sido abandonada con mucha prisa.

– Vale más que nos vayamos -dijo Kurt Wallander-. Necesitaremos una orden de registro antes de meternos aquí en serio.

Bajaron la escalera de nuevo. Göran Boman entró en el despacho y conectó el contestador.

Nils Velander, si era él, informaba de que el despacho de Raff-Sets no podía atenderles, pero que podían dejar su pedido en el contestador automático.

El pastor alemán tiraba de la cadena cuando salieron al patio.

Al lado de la pared izquierda, Kurt Wallander descubrió una puerta que conducía a un sótano, casi totalmente escondida detrás de los restos de una vieja calandria.

Abrió la puerta, que no estaba cerrada con llave, y entró en el oscuro recinto. A tientas llegó hasta un interruptor. Había un viejo calefactor de gasoil en un rincón. El resto del sótano estaba lleno de jaulas para pájaros vacías. Llamó a Göran Boman y éste bajó al sótano.

– Calzoncillos de cuero y jaulas vacías -dijo Kurt Wallander-. ¿En qué ocupará su tiempo este hombre en realidad?

– Creo que debemos investigarlo -contestó Göran Boman.

Cuando se iban a marchar, Kurt Wallander descubrió un pequeño armario de acero detrás del calefactor de gasoil. Se agachó y dio la vuelta al manubrio. Estaba sin cerrar con llave, como todo lo demás en aquella casa. Metió la mano y encontró una bolsa de plástico. La sacó y la abrió.

– Mira esto -dijo.

En la bolsa de plástico había un montón de billetes de mil coronas.

Kurt Wallander contó hasta 23.

– Creo que tenemos una charla pendiente con este chico -dijo Göran Boman.

Volvieron a meter el dinero y salieron. El pastor alemán ladraba.

– Deberemos contactar con los compañeros de Sölvesborg -dijo Göran Boman-. Tendrán que encontrarnos a este chico.

En la comisaría de Sölvesborg hablaron con un policía que conocía muy bien a Nils Velander.

– Seguramente se ocupa de muchas actividades ilegales -dijo el policía-. Pero lo único que tenemos son sospechas de importación ilegal de pajaritos de Tailandia. Y fabricación ilegal de alcohol.

– Una vez fue condenado por malos tratos -dijo Göran Boman.

– No suele meterse en peleas -añadió el policía-. Pero intentaré encontrarlo para vosotros. ¿Creéis de verdad que ha matado a gente?

– No lo sabemos -respondió Kurt Wallander-. Pero queremos encontrarlo.

Regresaron a Kristianstad. Había vuelto a llover. Ambos se llevaron una buena impresión de la policía de Sölvesborg y calculaban que pronto encontrarían a Nils Velander.

Pero Kurt Wallander dudaba.

– No sabemos nada -dijo-. Unos billetes de mil coronas en una bolsa de plástico no prueban ni una cosa ni otra.

– Pero algo hay -dijo Göran Boman.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. Había algo con la peluquera y su hijo.

Pararon a comer en un motel a la entrada de Kristianstad. Kurt Wallander pensó que debería llamar a la comisaría de Ystad.

El teléfono de la cabina no funcionaba.

Era la una y media cuando volvieron a Kristianstad. Antes de seguir con la tercera mujer, Göran Boman tenía que pasar por su despacho.

La chica de la recepción los detuvo.

– Han llamado desde Ystad -dijo-. Quieren que Kurt Wallander les llame.

– Hazlo desde mi despacho -le ofreció Göran Boman.

Invadido por malos presentimientos, Kurt Wallander marcó el número mientras Göran Boman iba a buscar café.

Ebba le conectó con Rydberg sin mediar palabra.

– Es mejor que vengas -dijo Rydberg-. Un loco ha disparado y matado a un refugiado somalí en Hageholm.

– ¿Qué coño quieres decir?

– Quiero decir lo que digo. El somalí había salido a pasear. Alguien le pegó un tiro con una escopeta de perdigones. Te he buscado por todas partes. ¿Dónde coño te metes?

– ¿Está muerto?

– Le volaron toda la cabeza.

Kurt Wallander sintió náuseas.

– Ya voy -dijo.

Colgó en el momento en que Göran Boman llegaba haciendo equilibrio con dos tazas de café. Kurt Wallander le explicó lo sucedido.

– Te daremos transporte de salida urgente -dijo Göran Boman-. Enviaré tu coche con uno de los chicos.

Todo pasó muy deprisa.

Después de unos minutos, Kurt Wallander iba hacia Ystad en un coche con sirena. Rydberg lo recibió en la comisaría y siguieron inmediatamente hasta Hageholm.

– ¿Tenemos alguna pista? -preguntó Kurt Wallander.

– Nada. Pero la redacción del periódico Sydsvenskan recibió una llamada sólo unos minutos después del asesinato. Un hombre dijo que esto era una venganza por el asesinato de Johannes Lövgren. La próxima vez que actuaran, sería una mujer, por Maria Lövgren.

– Pero esto es una locura total -dijo Kurt Wallander-. ¡Si ya no sospechamos de los extranjeros!

– Parece que alguien cree lo contrario. Que estamos protegiendo a unos extranjeros.

– Ya lo he desmentido.

– A los que han hecho esto les importan un bledo los desmentidos. Ven una excusa excelente para sacar las armas y empezar a disparar a los refugiados.

– ¡Es una locura!

– Ya lo creo que es una locura. ¡Pero es la verdad!

– ¿Grabaron el mensaje en el periódico?

– Sí.

– Lo quiero oír. A ver si es la misma persona que me llamó a mí.

El coche se lanzó a gran velocidad a través del paisaje escaniano.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Kurt Wallander.

– Tenemos que encontrar a los responsables de lo de Lenarp -contestó Rydberg-. Rápido de cojones.

En Hageholm reinaba el caos. Refugiados exaltados se reunían llorando en el comedor, los periodistas hacían entrevistas y los teléfonos sonaban. Wallander salió del coche en un camino embarrado a unos cientos de metros de las viviendas. Se había levantado viento y se subió el cuello de la chaqueta. Un terreno alrededor del camino había sido acordonado. El cadáver estaba boca abajo con la cabeza en el barro.

Kurt Wallander levantó con cuidado la sábana que cubría el cuerpo.

Rydberg no había exagerado. No quedaba casi nada de la cabeza.

– Un disparo a bocajarro -explicó Hanson, que se encontraba allí al lado-. El asesino habrá salido de un escondite y hecho los disparos a un par de metros de distancia.

– Los disparos -repitió Kurt Wallander.

– La encargada del campo ha dicho que oyó dos disparos seguidos.

Kurt Wallander miró a su alrededor.

– Huellas de coche. ¿Adónde lleva esta carretera? -preguntó.

– Dos kilómetros más abajo llegas a la E 14.

– ¿Y nadie ha visto nada?

– Es difícil interrogar a refugiados que hablan quince idiomas distintos. Pero estamos en ello.

– ¿Sabemos quién es el muerto?

– Tenía esposa y nueve hijos.

Kurt Wallander miró a Hanson con incredulidad.

– ¿Nueve hijos?

– Imagínate los titulares mañana -dijo Hanson-. Un refugiado inocente asesinado durante un paseo. Nueve hijos sin padre.

Svedberg se acercó corriendo desde uno de los coches de policía.

– El jefe de policía está al teléfono -dijo.

Kurt Wallander se sorprendió.

– ¡Pero si no vuelve de España hasta mañana!

– Él no. El de la jefatura Nacional de Policía.

Kurt Wallander se sentó en el coche y tomó el teléfono. El jefe habló duramente y Kurt Wallander enseguida se molestó por lo que dijo.

– Esto tiene mal aspecto -declaró el jefe de policía-. Preferimos que no haya asesinatos racistas en este país.

– Claro -contestó Kurt Wallander.

– Hay que dar prioridad a este asunto.

– Sí. Pero estamos hasta el cuello con el doble asesinato de Lenarp.

– ¿Hacéis algunos progresos?

– Creo que sí. Pero es lento.

– Quiero que me informes a mí personalmente. Salgo esta noche en televisión en un programa de debate y necesito toda la información posible.

– Así lo haré.

La conversación había acabado.

Kurt Wallander se quedó sentado en el coche. «Näslund se cuidará de esto», pensó. «Tendrá que enviar todo el papeleo a Estocolmo.»

Se sintió mal. La resaca se le había pasado y estaba pensando en lo ocurrido la noche anterior. Vio a Peters apearse de un coche policía que acababa de llegar, y eso también le recordó su borrachera.

Luego pensó en Mona y en el hombre que la había ido a buscar.

Y en Linda riendo. El hombre negro a su lado.

En su padre pintando su cuadro eterno.

También pensó en sí mismo.

«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto.»

Después se obligó a salir del coche para empezar con la investigación del crimen.

«Que no ocurra nada más», pensó.

«No lo resistiríamos.»

Eran las tres y cuarto. Empezaba a llover de nuevo.

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