7

No sabía cuánto tiempo se había quedado paralizado mirando el resplandor de las llamas en la noche invernal. Quizá varios minutos, quizá sólo unos segundos. Pero cuando pudo romper el hechizo, tuvo la suficiente sensatez para alcanzar el teléfono del coche y dar la alarma.

A causa de las interferencias apenas se oía la voz del hombre que cogió el teléfono.

– ¡El campo de refugiados de Ystad está en llamas! -gritó Wallander-. ¡Necesitamos a los bomberos! El viento es muy fuerte.

– ¿Quién llama? -preguntó el hombre de la central de alarmas.

– Soy Wallander de la policía de Ystad. Pasaba casualmente por aquí cuando empezó a arder.

– ¿Te puedes identificar? -continuó la voz sin inmutarse.

– ¡Cojones! ¡471121! ¡Daos prisa!

Colgó para no tener que contestar a más preguntas. Además, sabía que la central de alarmas podía identificar a todos los policías que estaban de servicio en el distrito.

Echó a correr y cruzó la carretera hacia la barraca en llamas. El fuego chisporroteaba por el viento. Rápidamente pensó en lo que habría pasado si el fuego hubiera empezado la noche anterior, con la fuerte tormenta. Pero las llamas ya estaban prendiendo en la barraca contigua.

«¿Por qué no se dispara la alarma?», pensó. Tampoco sabía si vivían refugiados en todas las barracas. El calor del fuego le golpeaba la cara cuando llamó a la puerta de la barraca que de momento sólo estaba lamida por las llamas. La barraca en la que había empezado el fuego ya estaba totalmente ardiendo. Intentó acercarse a la puerta pero el fuego le echaba para atrás. Dio la vuelta a la casa. Había una sola ventana. Golpeó el cristal e intentó mirar dentro pero el humo era tan denso como una niebla espesa. Buscó a su alrededor sin encontrar nada. Se quitó la chaqueta bruscamente, se la enrolló en un brazo y pegó un golpe contra el cristal de la ventana. Aguantó la respiración para evitar inhalar el humo, buscando el cierre de la ventana. Dos veces se echó hacia atrás para respirar antes de lograr abrirla.

– Salid -gritó hacia el fuego-. ¡Fuera, fuera!

Dentro de la barraca había dos literas. Se subió a la repisa y notó que los cristales se le clavaban en un muslo. Las camas superiores estaban vacías. Pero en una de las inferiores había una persona.

Gritó de nuevo sin recibir respuesta. Se tiró por la ventana y se dio un golpe en la cabeza con el borde de una mesa al caer al suelo. Estuvo a punto de ahogarse por el humo mientras buscaba la cama a tientas. Primero pensó que era un cuerpo sin vida lo que tocó. Luego comprendió que sólo era un colchón enrollado. En aquel momento el fuego prendió en su chaqueta, entonces saltó por la ventana. A lo lejos se oían sirenas y, cuando se alejó tambaleándose, vio que había un montón de gente a medio vestir fuera de las barracas. El fuego ya había prendido en dos barracas más. Abrió las puertas y vio que estaban habitadas. Pero los que dormían allí ya habían salido afuera. Le dolían la cabeza y el muslo y se sentía mareado por todo el humo que había tragado. Entonces apareció el primer coche de bomberos y poco después una ambulancia. Reconoció a Peter Edler como el comandante en servicio, un hombre de treinta y cinco años que ocupaba su tiempo libre haciendo volar cometas. Sólo había oído buenas referencias de él. Era un hombre que nunca se dejaba vencer por la incertidumbre. Fue tambaleándose hacia él y se dio cuenta de que se había quemado en un brazo.

– En las barracas que están ardiendo no hay nadie -dijo-. No sé cómo están las demás.

– Estás hecho una mierda -le recriminó Peter Edler-. Creo que salvaremos las otras barracas.

Los bomberos estaban echando agua a las barracas más cercanas. Kurt Wallander oyó a Peter Edler pedir que mandaran un tractor para apartar las barracas que ya ardían, para aislar los focos de fuego.

El primer coche de policía llegó derrapando con las luces azules encendidas. Kurt Wallander vio que eran Peters y Norén. Se acercó cojeando a su coche.

– ¿Cómo va? -preguntó Norén.

– Va bien -contestó Kurt Wallander-. Empieza a cortar el paso y pregunta a Edler si necesita ayuda.

Peters le miró.

– Estás hecho una mierda. ¿Cómo llegaste aquí?

– Estaba dando un paseo -contestó Kurt Wallander-. Poneos en marcha ya.

Durante las horas siguientes reinó una rara mezcla de caos y lucha eficaz contra el fuego. El confuso encargado iba dando vueltas y Kurt Wallander tuvo que ponerse serio para que le informaran sobre el número de refugiados que había en el campo y luego hacer un recuento. Para su sorpresa el registro de los refugiados del campo resultaba incompleto y de difícil comprensión. Tampoco el encargado le era de mucha ayuda. Mientras tanto, un tractor se llevó las barracas humeantes y los bomberos pronto tuvieron la situación bajo control. El personal de la ambulancia sólo se tuvo que llevar a unos cuantos refugiados al hospital. La mayoría conmocionados. Pero un pequeño niño libanés se había caído y golpeado la cabeza contra una piedra.

Peter Edler se llevó a Kurt Wallander a un lado.

– Ve a que te curen -dijo.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. El brazo le escocía y le quemaba y una de las piernas estaba pegajosa por la sangre.

– No me atrevo ni a pensar en lo que podría haber ocurrido si no llegas a dar la alarma en el momento en que empezó el fuego -dijo Peter Edler.

– ¿Cómo coño se pueden colocar las barracas tan apretadas? -preguntó Kurt Wallander.

Peter Edler negó con la cabeza.

– El viejo jefe empieza a estar cansado -advirtió-. Claro que tienes razón en que están demasiado cerca las unas de las otras.

Kurt Wallander se acercó a Norén, que acababa de cortar los accesos.

– Quiero que venga ese encargado a mi despacho mañana por la mañana -dijo.

Norén asintió con la cabeza.

– ¿Viste algo? -preguntó.

– Oí un tintineo. Luego la barraca explotó. Pero ningún coche. Nadie. Si es premeditado habrá sido con un detonador de efecto retardado.

– ¿Te llevo a casa o al hospital?

– Me las arreglaré solo. Pero me voy ahora.

En la sala de urgencias del hospital se dio cuenta de que estaba peor de lo que se había imaginado. En un brazo tenía una gran quemadura, se había cortado con el cristal en una ingle y en un muslo y encima de un ojo tenía un gran chichón y le picaba intensamente. Además, se había mordido la lengua sin darse cuenta.

Eran cerca de las cuatro cuando por fin pudo dejar el hospital. Las vendas le estiraban la piel y aún se encontraba mareado por el humo que había tragado.

En el momento de salir del hospital, un flash le iluminó la cara. Reconoció al fotógrafo del principal periódico matutino de Escania. Movió la mano rechazando a un periodista que salió de las sombras pidiendo una entrevista. Luego se fue a casa.

Para su gran asombro tenía sueño. Se desvistió y se metió bajo el edredón. El cuerpo le dolía y las llamas del fuego bailaban ante sus ojos. Pero aun así se durmió enseguida.

A las ocho se despertó como si alguien le estuviera dando con un mazo en la cabeza. Al abrir los ojos sintió los golpes en las sienes. Otra vez había soñado con aquella mujer negra que ya lo había visitado en otros sueños. Pero al intentar alargar la mano para alcanzarla, de pronto se encontró con Sten Widén sosteniendo su botella de whisky, y la mujer dio la espalda a Kurt Wallander y siguió a Sten.

Permaneció quieto, intentando notar cómo se encontraba. Le escocían el cuello y el brazo. La cabeza le daba vueltas. Por un momento se sintió tentado de ponerse de cara a la pared y volver a dormirse. Olvidar todas las investigaciones de asesinatos y los incendios que estallaban por la noche.

No le dio tiempo a decidirse. El teléfono interrumpió sus pensamientos.

«No contesto», pensó.

Luego se arrastró desde la cama y tropezando se fue a la cocina.

Era Mona.

– Kurt -dijo-. Soy Mona.

Le embargó una alegría totalmente desbordante. «Mona», pensó. «¡Dios mío! ¡Mona, lo que te he echado de menos!»

– Te he visto en el periódico -dijo-. ¿Cómo estás?

Recordó el fotógrafo fuera del hospital la noche anterior. El flash que lo había iluminado.

– Bien -dijo-. Sólo me duele un poco.

– ¿Seguro?

De repente se fue la alegría. Volvía el dolor, el golpe en el estómago.

– ¿Realmente te importa cómo estoy?

– ¿Por qué no me iba a importar?

– ¿Y por qué sí?

Oía su respiración en el oído.

– Pienso que eres valiente -dijo-. Estoy orgullosa de ti. En el periódico decían que has salvado vidas poniendo la tuya en peligro.

– ¡Yo no he salvado vidas! ¿Qué tonterías son ésas?

– Sólo quería saber que no estabas herido.

– ¿Qué habrías hecho si así fuera?

– ¿Qué habría hecho?

– ¿Si yo hubiera estado herido? ¿Si hubiera estado moribundo? ¿Qué habrías hecho entonces?

– ¿Por qué hablas con ese tono de enfado?

– No estoy enfadado. Sólo pregunto. Quiero que vuelvas a casa. Aquí. A mí.

– Sabes que no voy a hacerlo. Pero me gustaría que pudiéramos hablar.

– ¡No me llamas nunca! ¿Cómo vamos a poder hablar?

La oía suspirar. Eso le ponía rabioso. O quizá le daba miedo.

– Claro que podemos vernos -contestó-. Pero no en mi casa ni en la tuya.

De repente se decidió. Lo que había dicho no era del todo verdad. Pero tampoco era mentira.

– Tenemos que hablar de varias cosas -dijo-. Cosas prácticas. Puedo ir a Malmö si quieres.

Tardó un momento antes de contestar.

– Esta noche, no -respondió-. Pero mañana puedo.

– ¿Dónde? ¿Quieres ir a cenar? Lo único que conozco es el Savoy y Centralen.

– El Savoy es muy caro.

– Pues, ¿Centralen entonces? ¿A qué hora?

– ¿A las ocho?

– Allí estaré.

Se acabó la conversación. Miró su cara maltrecha en el espejo del recibidor.

¿Se alegraba? ¿O estaba preocupado?

No lo sabía. De pronto sus pensamientos eran muy confusos. En lugar de verse con Mona, se imaginó junto a Anette Brolin en el Savoy. Aunque todavía era la fiscal de Ystad, se había convertido en una mujer negra.

Se vistió, se saltó el café y salió al coche. El viento había cesado totalmente. Hacía más calor. Restos de niebla húmeda entraban desde el mar, flotando sobre la ciudad.

Al llegar a la comisaría lo recibieron con sonrisas amables y palmadas en la espalda. Ebba le dio un abrazo cariñoso y un bote de confitura de pera. Se sintió abrumado y a la vez un poco orgulloso.

«Ahora debería estar aquí Björk», pensó.

«Aquí y no en España.

»Esto le encanta. Los héroes del cuerpo de policía…»

A las nueve y media todo había vuelto a su cauce. Había tenido tiempo de pegarle una fuerte bronca al encargado del campo de refugiados por el control tan descuidado de quienes se encontraban en las barracas. El encargado, que era bajito, rechoncho, e irradiaba una increíble pereza apática, se había defendido enérgicamente asegurando que seguían las instrucciones y reglas del Departamento de Inmigración al pie de la letra.

– La policía debe garantizar la seguridad -dijo queriendo llevar la discusión a su terreno.

– ¿Cómo vamos a poder garantizar algo, cuando ni siquiera sabéis cuántos viven en esas malditas barracas ni quiénes son?

El encargado tenía la cara roja de ira al dejar el despacho de Kurt Wallander.

– Voy a quejarme -dijo-. La policía tiene la obligación de garantizar la seguridad de los refugiados.

– Quéjate al rey -respondió Kurt Wallander-. Quéjate al presidente del gobierno. Quéjate al tribunal europeo. Quéjate ante quien sea, coño. Pero a partir de ahora tiene que haber listas exactas, de los que viven en tu campo, sus nombres y las barracas que habitan.

Justo antes de comenzar la reunión con los investigadores de homicidios llamó Peter Edler.

– ¿Cómo estás? -dijo-. Eres el héroe del día.

– Que te jodan -contestó Kurt Wallander-. ¿Habéis encontrado algo?

– No fue tan difícil -respondió Peter Edler-. Una pequeña composición detonante que encendió unos trapos impregnados de gasolina.

– ¿Estás seguro?

– ¡Claro que estoy seguro! Tendrás el informe dentro de unas horas.

– Intentaremos llevar la investigación del incendio paralelamente con la del doble asesinato. Pero si pasara algo más ahora, tendría que pedir refuerzos de Simrishamn o Malmö.

– ¿Hay policías en Simrishamn? Creía que habían cerrado la comisaría.

– Es a los cuerpos voluntarios de bomberos a los que están licenciando. De hecho hay rumores de que nos darán nuevos puestos por aquí.

Kurt Wallander empezó la reunión explicando lo que Peter Edler le había dicho. Luego siguió una breve discusión acerca de los posibles motivos del atentado. Todo el mundo estaba de acuerdo en que probablemente sería una gamberrada juvenil, más o menos bien organizada. Pero nadie negó la gravedad de lo ocurrido.

– Es importante que los detengamos -dijo Hanson-. Tan importante como atrapar a los asesinos de Lenarp.

– Tal vez sean los mismos que le lanzaron los nabos a aquel viejo a la cabeza -dijo Svedberg.

Kurt Wallander notó un tono inconfundible de desprecio en su voz.

– Habla con él. Quizá pueda darnos algunas señas.

– No hablo árabe -replicó Svedberg.

– ¡Hay intérpretes, por Dios! Quiero saber lo que tenga que decir esta misma tarde. Wallander notó que se había enfadado.

La reunión fue muy corta. Los policías estaban en medio de una fase investigadora. Las conclusiones y los resultados eran pocos.

– Nos saltamos la reunión de la tarde -concluyó Kurt Wallander- si no ocurre algo importante. Martinson se ocupa del campo. ¡Svedberg! Tú quizá podrías llevar los asuntos de Martinson si no pueden esperar.

– Estoy buscando el coche que vio el camionero -contestó Martinson-. Te daré mis notas.

Cuando terminó la reunión, Näslund y Rydberg se quedaron en el despacho de Kurt Wallander.

– Tendremos que empezar a trabajar horas extras -dijo Kurt Wallander-. ¿Cuándo vuelve Björk de España?

Nadie tenía idea.

– Por cierto, ¿sabe lo que ha pasado? -preguntó Rydberg.

– ¿Le importa? -replicó Kurt Wallander.

Llamó a la recepción y Ebba contestó enseguida. Ella sabía incluso con qué compañía volvería.

– El sábado por la noche -informó-. Pero ya que yo soy su suplente, ordenaré todas las horas extras que hagan falta.

Rydberg pasó a hablar de su visita a la casa donde había ocurrido el asesinato.

– He metido la nariz en todas partes -explicó-. Lo he revuelto todo. Incluso he buscado en las balas de paja de la cuadra. Y no he encontrado el portafolios marrón.

Kurt Wallander sabía que era cierto. Rydberg no se daba por vencido hasta estar totalmente seguro.

– Pues ya lo sabemos -dijo-. Ha desaparecido un portafolios marrón con veintisiete mil coronas.

– Han matado a gente por bastante menos -replicó Rydberg.

Se quedaron callados pensando en las palabras de Rydberg.

– Y que sea tan difícil encontrar ese coche -se lamentó Kurt Wallander, tocándose el doloroso chichón en la frente-. Di la descripción del coche en la conferencia de prensa y pedí que el conductor se pusiera en contacto con nosotros.

– Paciencia -pidió Rydberg.

– ¿Qué hemos sacado de las conversaciones con las hijas? Si hay informes los puedo leer en el coche de camino a Kristianstad. A propósito, ¿alguno de vosotros piensa que el atentado de anoche tenga algo que ver con la amenaza que recibí?

Tanto Rydberg como Näslund negaron con la cabeza.

– Yo tampoco -dijo Kurt Wallander-. Eso significa que tendremos que preparar una vigilancia por si pasa algo el viernes o el sábado. He pensado que tú, Rydberg, podrías mirártelo; quiero que me propongas algunas medidas esta tarde.

Rydberg hizo una mueca.

– Yo no sé hacer esas cosas.

– Eres un buen policía. Lo harás perfectamente.

Rydberg le miró con expresión escéptica.

Luego se levantó y se fue. En la puerta se paró.

– La hija con la que hablé, la de Canadá, trajo a su marido. El de la policía montada. Se preguntó por qué no llevamos armas.

– Dentro de unos años tal vez lo hagamos -replicó Kurt Wallander.

Cuando iba a ponerse a hablar con Näslund sobre su conversación con Lars Herdin, sonó el teléfono. Era Ebba diciendo que le llamaba el jefe del Departamento de Inmigración.

Se sorprendió al oír la voz de una mujer. Los directores generales del Estado eran todavía, según se los figuraba, hombres mayores con altiva dignidad y arrogante autoestima.

La mujer tenía una voz agradable. Pero lo que dijo le exaltó enseguida. Por su cabeza pasó rápidamente una idea: el que un comandante suplente de policía en una zona rural contradijera a un capitoste de un departamento estatal sería considerado como una falta cometida en el ejercicio del cargo.

– Estamos muy disgustados -dijo la mujer-. La policía tiene que ser capaz de garantizar la seguridad de nuestros refugiados.

«Habla igual que el maldito encargado», pensó.

– Hacemos lo que podemos -se justificó, sin intentar ocultar que estaba enfadado.

– Obviamente no es suficiente.

– Habría sido más fácil que nos hubieran informado regularmente sobre el número de refugiados que viven en los diferentes campos.

– El departamento tiene un control absoluto de los refugiados.

– No es precisamente la impresión que me da.

– La ministra de Inmigración está muy preocupada.

Kurt Wallander recordó la mujer pelirroja que hablaba con frecuencia por la televisión.

– Nos encantará hablar con ella -dijo Kurt Wallander e hizo una mueca dirigida a Näslund, que estaba hojeando unos papeles.

– Por lo que parece, la policía no destina recursos suficientes para la protección de los refugiados.

– O vienen demasiados, sin que ustedes tengan ni idea de dónde se encuentran.

– ¿Qué quiere usted decir con eso?

La voz simpática se enfrió de golpe.

Kurt Wallander sintió que en su interior crecía la rabia.

– En el incendio de anoche se descubrió un desorden tremendo en el campo. Eso es lo que quiero decir. Por regla general es difícil obtener instrucciones concretas del Departamento de Inmigración. A menudo se avisa a la policía cuando se tiene que efectuar una expulsión. Pero no sabéis dónde se encuentran los que se tienen que expulsar y a veces tenemos que buscar durante semanas para encontrarlos.

Lo que decía era verdad. Había oído la desesperación de sus colegas en Malmö por la incapacidad del Departamento de Inmigración para tratar sus asuntos.

– Eso es mentira -replicó la mujer-. No voy a malgastar mi valioso tiempo en discutir con usted.

Se acabó la conversación.

– Vieja gruñona -dijo Kurt Wallander y colgó con rabia.

– ¿Quién era? -preguntó Näslund.

– Una directora general -contestó Kurt Wallander- que nada sabe sobre la realidad. ¿Vas a buscar café?

Rydberg dejó los informes de las conversaciones que él y Svedberg habían tenido con las dos hijas de los Lövgren. Kurt Wallander le dio un resumen de la conversación telefónica.

– Pronto llamará la ministra de Inmigración para interesarse -soltó Rydberg maliciosamente.

– Hablarás tú con ella -dijo Kurt Wallander-. Yo intentaré volver de Kristianstad antes de las cuatro.

Cuando Näslund volvió con las dos tazas de café, a Wallander ya no le apetecía. Sintió la necesidad de salir del edificio. Los vendajes le estiraban la piel y le dolía la cabeza. Un viaje en coche tal vez le sentaría bien.

– Me lo contarás en el coche -dijo apartando el café.

Näslund parecía inseguro.

– En realidad no sé adónde vamos. Lars Herdin sabía muy poco sobre la identidad de la mujer secreta. En cambio estaba enterado de todo acerca de los recursos económicos de Lövgren.

– Algo sabría, ¿no?

– Le hice mil y una preguntas -respondió Näslund-. Realmente creo que decía la verdad. Lo único que sabía con seguridad era que existía.

– ¿Cómo lo sabía?

– Por casualidad estuvo una vez en Kristianstad y vio a Lövgren y a la mujer por la calle.

– ¿Cuándo?

Näslund buscó entre sus notas.

– Hace once años.

Kurt Wallander se acabó el café.

– Esto no encaja -dijo-. Tiene que saber más, mucho más. ¿Cómo puede estar tan seguro de que existe ese niño? ¿Cómo conoce los pagos? ¿No lo presionaste?

– Dice que alguien le escribió contándole lo que había.

– ¿Quién le escribió?

– No quiso decirlo.

Kurt Wallander reflexionó.

– De todas formas iremos a Kristianstad -dijo-. Los colegas de allí nos tendrán que ayudar. Luego me dedicaré personalmente a Lars Herdin.

Se subieron a uno de los coches de policía. Kurt Wallander se metió en el asiento trasero y dejó conducir a Näslund. Cuando salieron de la ciudad, Wallander notó que Näslund iba demasiado deprisa.

– No es ninguna salida urgente -dijo Kurt Wallander-. Ve más despacio. Tengo que leer y pensar.

Näslund redujo la velocidad.

El paisaje era gris, con neblina. Kurt Wallander miró fijamente aquella abandonada tristeza. Se sentía a gusto con la primavera y el verano de Escania, pero era un extraño en el silencio de los áridos otoño e invierno.

Se echó para atrás y cerró los ojos. Le dolía todo el cuerpo y el brazo le escocía. Además, tenía taquicardia.

«A los divorciados nos dan ataques al corazón. Engordamos y sufrimos por haber sido abandonados. O nos metemos en relaciones nuevas y al final el corazón no puede más.»

Le daba rabia y tristeza pensar en Mona.

Abrió los ojos y volvió a contemplar el paisaje escaniano. Luego leyó los dos informes de las conversaciones entre la policía y las dos hijas de los Lövgren.

No había nada que les permitiera avanzar. Ni enemigos, ni conflictos sin resolver.

Tampoco dinero.

Johannes Lövgren había mantenido a sus hijas al margen de sus recursos económicos.

Kurt Wallander intentó imaginarse al hombre. ¿De qué manera había obrado? ¿Qué era lo que le movía? ¿A qué tenía pensado destinar el dinero cuando hubiera muerto?

Pensar en todo esto le sobresaltó.

En alguna parte debía existir un testamento.

Pero si no estaba en ninguna de las cajas de seguridad, ¿dónde estaría? ¿Tendría el hombre asesinado otra cuenta?

– ¿Cuántas oficinas bancarias hay en Ystad? -preguntó a Näslund.

Näslund conocía bien su ciudad.

– Unas diez -respondió.

– Mañana examinas las que no hayamos visitado. ¿Tendrá Johannes Lövgren otra caja de seguridad? Además quiero saber cómo iba y venía de Lenarp. Taxi, autobuses, todo.

Näslund asintió con la cabeza.

– Puede haber cogido el autobús escolar -dijo. -Alguien tiene que haberle visto.

Pasaron por Tomelilla. Cruzaron la carretera principal hacia Malmö y siguieron hacia el norte.

– ¿Cómo era la casa de Lars Herdin? -preguntó Kurt Wallander.

– Anticuada. Pero limpia y arreglada. Curiosamente estaba cocinando en el microondas. Me invitó a bollos caseros. En una jaula tenía un gran loro. El jardín estaba bien cuidado. Toda la casa parecía bonita. Nada de verjas caídas.

– ¿Qué coche tenía?

– Un Mercedes rojo.

– ¿Un Mercedes?

– Sí, un Mercedes.

– Me pareció entender que no le sobraba el dinero.

– Aquel Mercedes le ha costado más de trescientas mil coronas.

Kurt Wallander pensó un momento.

– Tenemos que averiguar más sobre Lars Herdin -dijo-. Aunque no sepa quién los mató, a lo mejor sabe algo y no es consciente de ello.

– ¿Eso qué tiene que ver con el Mercedes?

– Nada. Sólo intuyo que Lars Herdin es más importante para nosotros que lo que él mismo supone. Además, vale la pena averiguar cómo es que un granjero hoy en día tiene suficiente dinero para comprar un coche de trescientas mil coronas. Tal vez le dieron un recibo donde pone que compró un tractor.

Entraron en Kristianstad y pararon delante de la comisaría en el momento en que empezaba a caer aguanieve. Kurt Wallander notó los primeros picores en la garganta que le anunciaban la proximidad de un resfriado.

«Mierda», pensó. «No puedo caer enfermo ahora. No quiero ver a Mona con mocos y fiebre.»

Entre la policía de Ystad y la de Kristianstad no había más contactos que la cooperación cuando las circunstancias lo requerían. Pero Kurt Wallander conocía bien a varios de los policías después de algunos encuentros regionales. Ante todo, esperaba que Göran Boman estuviera de servicio. Tenía la edad de Wallander y habían hecho buenas migas tomando unas copas de whisky en Tylösand después de una conferencia. Habían soportado una aburridísima jornada de estudio organizada por la delegación de formación de la policía. El objetivo era imbuirlos de la necesidad de una mejor y más eficaz política de personal en sus lugares de trabajo. Por la noche compartieron media botella de whisky y pronto se dieron cuenta de que tenían mucho en común. Por ejemplo, ambos habían encontrado una fuerte resistencia por parte de sus padres cuando optaron por la profesión policial.

Wallander y Näslund entraron en la recepción. La telefonista les informó, curiosamente en un dialecto cantarín del norte, de que Göran Boman estaba de servicio.

– Está haciendo un interrogatorio -dijo la chica-. Pero no tardará mucho.

Kurt Wallander se fue al lavabo. Se sobresaltó al mirarse en el espejo. La rojez de los chichones y rasguños impresionaba. Se lavó la cara con agua fría, mientras sentía la voz de Göran Boman en el pasillo.

El reencuentro fue cordial. Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba más que contento de volver a ver a Göran Boman. Fueron a buscar café y se sentaron en su despacho. Wallander vio que tenían exactamente el mismo tipo de escritorio. Pero el despacho de Boman estaba mejor decorado. Más o menos como Anette Brolin había convertido el aséptico despacho que le asignaron.

Göran Boman naturalmente había oído hablar tanto del doble homicidio de Lenarp como del ataque al campo de refugiados y la contribución de Wallander en las labores de salvamento, que la prensa había exagerado. Hablaron un rato sobre los refugiados. Göran Boman tenía la misma impresión que Kurt Wallander de que la recepción de solicitantes de asilo era caótica y estaba mal organizada. También la policía de Kristianstad podía dar muchos ejemplos de expulsiones que sólo habían podido llevar a cabo con mucho esfuerzo. Una semana antes de Navidad, por ejemplo, les llegó un aviso de expulsión de unos ciudadanos búlgaros. Según el Departamento de Inmigración, se encontraban en un campo en Kristianstad. Después de varios días de trabajo, la policía logró saber que los búlgaros estaban en un campo en Arjeplog, a más de mil kilómetros.

Luego pasaron a comentar el motivo real de la visita. Wallander le hizo un resumen detallado.

– Tú quieres que te la encontremos -dijo Göran Boman cuando terminó.

– No estaría mal.

Näslund había permanecido en silencio hasta aquel momento.

– Se me ha ocurrido algo -intervino-. Si Johannes Lövgren tiene un hijo con esta mujer, y suponemos que el niño nació en esta ciudad, entonces podremos encontrarlo en el registro civil. Johannes Lövgren debería constar como el padre del niño, ¿no?

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– Sí -dijo-. Además sabemos más o menos cuándo nació el niño. Nos podemos concentrar en un periodo de diez años, entre el cuarenta y siete y el cincuenta y siete, aproximadamente, si la declaración de Lars Herdin es exacta. Y yo creo que lo es.

– ¿Cuántos niños deben de nacer en diez años en Kristianstad? -preguntó Göran Boman-. Antes de tener los ordenadores habríamos tardado muchísimo tiempo en averiguarlo.

– Existe la posibilidad de que Johannes Lövgren se haya registrado como «padre desconocido» -dijo Kurt Wallander-. Pero si es así repasaremos esos casos minuciosamente.

– ¿Por qué no sacas una orden de busca y captura de la mujer? -preguntó Göran Boman-. Pedirle que se dé a conocer.

– Porque estoy bastante seguro de que no lo haría -dijo Kurt Wallander-. Es una intuición. Tal vez no tan profesional. Pero prefiero hacerlo de esta manera.

– La encontraremos -aseguró Göran Boman-. Vivimos en una sociedad y en un tiempo donde casi es imposible desaparecer. A no ser que te suicides de una manera tan inteligente que el cuerpo desaparezca. Tuvimos un caso así el verano pasado. Por lo menos es lo que pienso que pasó. Un hombre que estaba cansado de todo. Su mujer le denunció como desaparecido. Su barco desapareció. No lo hemos encontrado y no creo que vayamos a encontrarlo. Yo creo que se hundió en el mar con su barco. Pero si esta mujer y el hijo existen, daremos con ellos. Pondré un hombre en el caso enseguida.

A Kurt Wallander le dolía la garganta. Notó que empezaba a sudar.

Lo que más le habría gustado era quedarse discutiendo tranquilamente el doble asesinato con Göran Boman. Tenía el sentimiento de que era un buen policía. Su opinión sería valiosa. Pero estaba demasiado cansado.

Terminaron la conversación. Göran Boman los acompañó hasta el coche.

– La encontraremos -repitió.

– Después de esto nos vemos una noche -sugirió Kurt Wallander-, tranquilamente, y nos tomamos unos whiskies.

Göran Boman asintió con la cabeza.

– Tal vez haya otra jornada de formación sin sentido -dijo.

El aguanieve seguía cayendo. Kurt Wallander notó que la humedad traspasaba sus zapatos. Se metió en el asiento trasero y se acurrucó en el rincón. Pronto estuvo dormido.

No se despertó hasta que Näslund frenó ante la comisaría de Ystad. Se sentía febril y desgraciado. El aguanieve continuaba cayendo y pidió unas aspirinas a Ebba. A pesar de que sabía que debía irse a casa y acostarse, no pudo dejar de hacer un resumen de lo que había pasado durante el día. Además, quería saber lo que Rydberg había averiguado acerca de la vigilancia de los refugiados.

Su mesa estaba llena de mensajes telefónicos. Entre muchos otros había llamado Anette Brolin. Y su padre. Pero Linda no. Tampoco Sten Widén. Repasó las notas y las apartó todas, excepto la de Anette Brolin y la de su padre. Luego llamó a Martinson.

– Bingo -dijo Martinson-. Creo que hemos encontrado el coche. Un coche que encaja con la descripción fue alquilado la semana pasada en una sucursal de Avis en Göteborg. No lo han devuelto como habían quedado. Sólo hay una cosa rara.

– ¿Cuál?

– El coche fue alquilado por una mujer.

– ¿Qué hay de raro en ello?

– Supongo que me cuesta un poco creer que una mujer haya perpetrado el doble asesinato.

– Ahora piensas equivocadamente. Vamos a encontrar el coche y al conductor. Mujer o no. Después ya veremos si tienen algo que ver con esto. Poder tachar a alguien de la investigación es igual de importante que recibir una confirmación. Pero dale el número de la matrícula al camionero, para ver si a pesar de todo reconoce la combinación.

Terminó la conversación y se fue al despacho de Rydberg.

– ¿Cómo va todo? -preguntó.

– Esto no es nada divertido -contestó Rydberg sombríamente.

– ¿Quién ha dicho que el trabajo policial tenga que ser divertido?

Pero Rydberg había hecho un trabajo minucioso, tal y como Wallander había augurado. Sobre un mapa, los diferentes campos estaban marcados con un círculo y Rydberg había hecho un pequeño informe de cada uno de ellos. De momento sugería como primera medida que las patrullas nocturnas los visitaran regularmente según un horario muy ingenioso.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. Vigila que las patrullas se enteren de que esto es serio.

Le hizo un resumen a Rydberg de la visita a Kristianstad. Luego se levantó de la silla.

– Me voy a casa -dijo.

– Tienes mala cara.

– Estoy pillando un resfriado. Pero ahora todo irá sobre ruedas, ¿no?

Se fue directo a casa, se hizo un té y se metió en la cama. Al despertarse unas horas más tarde, la taza de té estaba todavía sin tocar al lado de la cama. Eran las siete menos cuarto. Dormir le hacía sentirse un poco mejor. Tiró el té frío y preparó un café. Luego llamó a su padre.

Kurt Wallander comprendió enseguida que su padre no había oído hablar del incendio nocturno.

– ¿No íbamos a jugar a cartas? -preguntó el padre con rabia.

– Estoy enfermo -respondió Kurt Wallander.

– Pero si tú nunca estás enfermo.

– Estoy resfriado.

– A eso no lo llamo yo estar enfermo.

– No todo el mundo tiene tan buena salud como tú.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Kurt Wallander suspiró.

Si no se inventaba algo, la conversación con su padre sería insoportable.

– Iré a verte mañana por la mañana -dijo-. Sobre las ocho. Si estás despierto a esa hora.

– Nunca duermo más que hasta las cuatro y media.

– Pero yo sí.

Terminó la conversación y colgó.

Enseguida se arrepintió del acuerdo con su padre. Empezar el día visitándolo era lo mismo que aceptar que sería un día caracterizado por la tristeza y los sentimientos de culpabilidad.

Miró a su alrededor. En todas partes del piso había montones de polvo. A pesar de que lo ventilaba a menudo, olía a cerrado. A solitario y a cerrado.

De repente pensó en la mujer negra con la que últimamente soñaba. Esa mujer que lo buscaba, dispuesta, noche tras noche. ¿De dónde había salido? ¿Dónde la había visto? ¿En la foto de un periódico o en la televisión?

Se preguntó por qué en los sueños tenía una pasión erótica muy diferente de la que había vivido con Mona.

Los pensamientos le excitaron. De nuevo pensó en llamar a Anette Brolin. Pero no pudo. Se sentó con rabia en el sofá floreado y encendió la tele. Eran las siete menos un minuto. Buscó uno de los canales daneses donde iban a empezar las noticias.

El reportero hizo un resumen. Otra catástrofe de hambruna. El terror en Rumania aumentaba. Un gran alijo de narcóticos descubierto en Odense.

Tomó el mando a distancia y apagó. De repente no podía con las noticias.

Pensaba en Mona. Pero los pensamientos adoptaron formas inesperadas. Ya no estaba seguro de querer realmente que ella volviera. ¿Qué indicios había de que las cosas irían mejor?

Nada. La idea era engañarse a uno mismo.

Lleno de inquietud, fue a la cocina a tomar un refresco. Luego se sentó e hizo un resumen detallado de la situación en que se encontraba la investigación. Al terminar extendió todas sus notas sobre la mesa y las miró como si fueran trozos de un rompecabezas. El sentimiento de que estaban cerca de una solución se hizo más fuerte. Aunque había muchos cabos sueltos, varios detalles coincidían.

No se podía señalar a nadie. Ni siquiera había un sospechoso. Aun así, tenía el presentimiento de que estaban cerca. Eso le satisfacía y le preocupaba. Demasiadas veces había sido el responsable de una investigación criminal complicada que prometía mucho al principio, pero que luego entraba en un callejón sin salida y que en el peor de los casos se clasificaba como caso cerrado.

«Paciencia», pensó. «Paciencia…»

Casi eran las nueve. De nuevo se sintió tentado de llamar a Anette Brolin. Pero desistió. No sabía en absoluto qué decirle. Y tal vez contestase su marido.

Se sentó en el sofá y volvió a poner la tele.

Para su sorpresa, se descubrió fijando la mirada en su propia cara. De fondo se oía la voz monótona de una reportera. El argumento era que Wallander y la policía de Ystad mostraban muy poco interés en garantizar la seguridad de los diferentes campos de refugiados.

Su cara desapareció y fue sustituida por la de una mujer a la que entrevistaban delante de un gran edificio de oficinas. Al ver su nombre se dio cuenta de que debería haberla reconocido. Era la jefa del Departamento de Inmigración con la que había hablado por teléfono aquel mismo día. No se podían excluir ciertas tendencias racistas en el desinterés de la policía, explicó.

Una rabia amarga le subía por el cuerpo.

«Vieja gruñona», pensó. «Lo que dices es pura mentira. ¿Y por qué no me han llamado esos reporteros? Podría haberles enseñado el plan de vigilancia de Rydberg.»

¿Racistas? ¿Qué quería decir? La rabia se mezclaba con la vergüenza de haber sido acusado injustamente.

En aquel momento sonó el teléfono. Primero pensó en no contestar. Luego salió al recibidor y tomó el auricular. La voz era la misma de la vez anterior. Un poco ronca, disimulada. Wallander estimaba que el hombre tenía un pañuelo sobre el auricular.

– Estamos esperando resultados -dijo el hombre.

– ¡Vete a la mierda! -rugió Kurt Wallander.

– El sábado a más tardar -continuó el hombre.

– ¿Fuisteis vosotros, cabrones, los del incendio de ayer? -gritó en el auricular.

– Lo más tarde el sábado -repitió el hombre sin inmutarse-. Lo más tarde el sábado.

La conferencia se cortó.

Kurt Wallander se sintió mal. No podía quitarse de encima el oscuro presentimiento que lo acosaba. Era como un dolor extendiéndose por el cuerpo.

«Ahora tienes miedo», pensó. «Ahora Kurt Wallander tiene miedo.»

Volvió a la cocina y se quedó mirando hacia la calle por la ventana.

De repente se dio cuenta de que el viento había parado. La farola no se movía.

Algo iba a pasar, estaba seguro. Pero ¿qué? ¿Y dónde?

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