12

Pensó que llevaba durmiendo un largo rato. Pero al despertar y mirar el reloj de la mesita de noche se dio cuenta de que sólo había dormido siete minutos. Le despertó el teléfono. Rydberg estaba llamando desde una cabina de teléfonos en Malmö.

– Vuelve aquí -dijo Kurt Wallander-. No hace falta que te quedes allí pasando frío. Ven aquí, a mi casa.

– ¿Qué es lo que ha pasado?

– Es él.

– ¿Seguro?

– Totalmente seguro.

– Allá voy.

Kurt Wallander se levantó con dificultad de la cama. Le dolía todo el cuerpo y le latían las sienes. Mientras hacía café se sentó en la mesa de la cocina con un espejo de bolsillo y un algodón. Con mucho esfuerzo logró fijar una compresa sobre el chichón abierto. Pensó que toda su cara era de color azul morado.

Cuarenta y tres minutos más tarde, Rydberg llamaba a su puerta.

Mientras tomaban café, Kurt Wallander le explicó su historia.

– Bien -dijo Rydberg al finalizar-. Un trabajo de a pie muy bonito. Ahora iremos a por esos cabrones. ¿Cómo se llamaba el de Lund?

– Me olvidé mirar los nombres en la entrada. Y nosotros no los detendremos. Lo hará Björk.

– ¿Ya ha vuelto?

– Iba a volver anoche.

– Pues le sacaremos de la cama.

– A la fiscal también. Y tendremos que hacerlo en cooperación con los compañeros de Malmö y Lund, ¿verdad?

Mientras Kurt Wallander se vestía, Rydberg hablaba por teléfono. Wallander oyó con satisfacción que Rydberg no aceptaba ninguna objeción.

Se preguntó si el marido de Anette Brolin estaba de visita.

Rydberg se apoyó en la puerta del dormitorio mirando cómo Kurt se hacía el nudo de la corbata.

– Tienes cara de boxeador -dijo riendo-. Un boxeador noqueado.

– ¿Encontraste a Björk?

– Parece ser que aprovechó la noche para ponerse al día de todo lo que ha pasado. Le alivió saber que por lo menos tenemos la solución de uno de los asesinatos.

– ¿La fiscal?

– Vendrá enseguida.

– ¿Fue ella quien contestó?

Rydberg le miró sorprendido.

– ¿Quién iba a ser si no?

– Su marido, por ejemplo.

– ¿Y eso qué importa?

Kurt Wallander no se molestó en contestar.

– Joder, qué mal estoy -dijo en cambio-. Vámonos.

Salieron de madrugada. Aún soplaban ráfagas de viento y el cielo estaba cubierto de nubes oscuras.

– ¿Nevará? -preguntó Kurt Wallander.

– No hasta febrero -contestó Rydberg-. Lo noto en el cuerpo. Pero entonces será un invierno terrible.

En la comisaría reinaba la tranquilidad de un domingo. Svedberg había sustituido a Norén en la guardia. Rydberg le hizo un breve resumen de los acontecimientos de la noche anterior.

– Joder -fue el comentario de Svedberg-. ¿Un policía?

– Un ex policía.

– ¿Dónde ha escondido el coche?

– No lo sabemos todavía.

– ¿Estás seguro de que es él?

– Creo que sí.

Björk y Anette Brolin llegaron al mismo tiempo a la comisaría. Björk, que tenía cincuenta y cuatro años y era oriundo de la región de Västmanland, lucía un bronceado que le sentaba bien. Kurt Wallander siempre se lo había imaginado como el jefe de policía ideal de un distrito sueco de tamaño medio. Era amable y no demasiado inteligente, y velaba a la vez por la buena reputación de la policía.

Miró con aire perplejo a Wallander.

– ¡Vaya cara tienes!

– Me han pegado -contestó Wallander.

– ¿Pegado? ¿Quiénes?

– Los policías. Eso pasa cuando prestas servicio como jefe. Te apalean.

Björk se rió.

Anette Brolin le miró con una expresión que parecía de auténtica compasión.

– Te tiene que doler -dijo.

– Me aguanto -contestó Wallander.

Volvió la cara al contestar, pues en ese momento se dio cuenta de que había olvidado lavarse los dientes.

Se reunieron en el despacho de Björk.

Puesto que no había ningún informe escrito de la investigación, Wallander expuso el asunto oralmente. Tanto Björk como Anette Brolin hicieron muchas preguntas.

– Si hubiera sido otro quien me saca de la cama un domingo por la mañana con una historia como ésta, no me lo habría creído -dijo Björk.

Luego se dirigió a Anette Brolin.

– ¿Tenemos suficiente con esto para efectuar un arresto? -preguntó-. ¿O tan sólo los hacemos venir para interrogarles?

– Los arrestaré según los resultados del interrogatorio -contestó Anette Brolin-. Después sería bueno que la mujer rumana pudiera identificar al hombre de Lund en un careo.

– Para eso necesitamos un auto -expuso Björk.

– Sí -dijo Anette Brolin-. Pero podemos hacer un careo provisional. -Kurt Wallander y Björk la miraron con curiosidad-. Podríamos ir a buscarla al campo de refugiados -continuó-. Luego pueden cruzarse por casualidad aquí en el pasillo.

Wallander asintió con aprobación. Anette Brolin era una fiscal a la que ni Per Ǻkeson hacía sombra en cuanto a realizar una interpretación abierta de las leyes vigentes.

– Bueno -dijo Björk-. Entonces me pongo en contacto con los compañeros de Malmö y Lund. Dentro de dos horas iremos a por ellos. A las diez.

– ¿Y la mujer de la cama? -dijo Wallander-. La de Lund.

– La detenemos también -dijo Björk-. ¿Cómo repartiremos los interrogatorios?

– Yo quiero a Rune Bergman -dijo Wallander-. Rydberg puede hablar con el que come manzanas.

– A las tres tomaremos una decisión acerca del arresto -dijo Anette Brolin-. Estaré en casa hasta entonces.

Kurt Wallander la acompañó hasta la recepción.

– Había pensado en sugerirte una cena anoche -dijo-. Pero me salió un imprevisto.

– Habrá más noches -replicó ella-. Pienso que esto lo has llevado bien. ¿Cómo supiste que era él?

– No lo supe. Fue sólo una intuición.

La vio dirigirse hacia el centro de la ciudad. Se dio cuenta de que no había pensado en Mona desde la noche en la que cenaron juntos.

Después todo ocurrió muy deprisa.

Sacaron a Hanson de la paz dominical y le ordenaron que fuera a buscar a la mujer rumana y a un intérprete.

– Los compañeros no parecen contentos -dijo Björk con voz preocupada-. Nunca gusta ir a buscar a alguien del propio cuerpo. Será un invierno lúgubre después de esto.

– ¿Qué quieres decir con lúgubre? -preguntó Wallander.

– Nuevos ataques al cuerpo de policía.

– Pero tiene la jubilación anticipada, ¿no?

– Es igual. Los periódicos gritarán que el asesino es un policía. Habrá nuevas persecuciones contra el cuerpo.

A las diez, Wallander volvió a la casa que estaba tapada con tela de saco y andamios. Cuatro policías de Lund vestidos de paisano habían ido para ayudarle.

– Tiene armas -avisó Wallander mientras todavía estaban en el coche-. Y ha matado a sangre fría. De todas maneras creo que podemos hacerlo con calma. No se imagina que estamos tras él. Dos armas desenfundadas bastarán.

Wallander se había llevado su arma reglamentaria al salir de Ystad.

Camino de Lund intentó recordar cuándo la había llevado por última vez. Llegó a la conclusión de que habían pasado más de tres años desde entonces, cuando la usó para detener a un fugitivo de la cárcel de Kumla que se había hecho un fuerte en una casa de verano en las playas de Mossby.

Estaban en el coche delante de la casa de Lund. Wallander vio que había trepado considerablemente más alto de lo que se imaginaba. Si hubiera caído hasta el suelo, se habría roto la espalda.

Por la mañana, la policía de Lund había enviado a un policía disfrazado de repartidor de periódicos para registrar el edificio.

– Vamos a ensayar -dijo Wallander-. ¿No hay escalera posterior?

El policía que estaba sentado junto a él en el asiento delantero negó con la cabeza.

– ¿Nada de andamios en la parte trasera?

– Nada.

Según la policía el piso estaba habitado por un hombre llamado Valfrid Ström.

No se encontraba en ningún registro de la policía. Tampoco sabía nadie de qué vivía.

A las diez en punto salieron del coche y cruzaron la calle. Un policía se quedó en el portal. Había un portero automático, pero no funcionaba. Wallander abrió la puerta con un destornillador.

– Un hombre se quedará en la escalera -dijo-. Tú y yo subiremos. ¿Cómo te llamabas?

– Enberg.

– Tendrás nombre propio, ¿no?

– Kalle.

– Pues, vamos, Kalle.

Escucharon en la oscuridad delante de la puerta.

Kurt Wallander desenfundó su pistola y le indicó a Kalle Enberg que hiciera lo mismo.

Luego llamó al timbre.

Abrió la puerta una mujer vestida con una bata. Wallander la reconoció de la noche anterior. Era la que dormía en la cama de matrimonio.

Escondió la pistola detrás de la espalda.

– Somos de la policía -dijo-. Estamos buscando a su marido, Valfrid Ström.

La mujer, que tendría unos cuarenta años y cara ajada, parecía asustada.

Luego se apartó y los dejó pasar.

De repente, Valfrid Ström estaba delante de ellos. Iba vestido con un conjunto deportivo verde.

– Policía -dijo Wallander-. Te invitamos a que nos acompañes.

El hombre con la calva en forma de media luna le miró fijamente.

– ¿Por qué?

– Interrogatorio.

– ¿Sobre qué?

– Lo sabrás cuando lleguemos a la comisaría.

Luego Wallander se volvió hacia la mujer.

– Es mejor que tú también vengas -ordenó-. Ponte algo de ropa.

El hombre que tenía delante parecía completamente tranquilo.

– No iré si no me explicáis por qué -dijo-. Quizá podríais empezar identificándoos.

Cuando Wallander metió la mano derecha en el bolsillo interior, no pudo esconder la pistola. La sujetó con la mano izquierda y buscó la cartera donde llevaba la placa de policía.

En ese mismo momento Valfrid Ström se le echó encima. Le dio un cabezazo en la frente, en medio del ya hinchado y reventado chichón. Se desplomó hacia atrás y la pistola salió despedida de su mano. Kalle Enberg no tuvo tiempo de reaccionar antes de que el hombre desapareciera por la puerta. La mujer gritaba y Wallander buscaba su pistola a tientas. Luego corrió tras el hombre escaleras abajo, mientras gritaba una advertencia a los dos policías que estaban de guardia más abajo.

Valfrid Ström era rápido. Le dio un codazo en el mentón al policía que aguardaba en la portería. Al hombre que estaba en la calle se le cayó la mitad de la puerta encima cuando Ström se abalanzó hacia fuera. Wallander, que apenas veía por la sangre que le caía por los ojos, tropezó con el policía desmayado en la escalera. Estiró y tiró del seguro de la pistola que se había encallado.

Luego apareció en la calle.

– ¿Hacia dónde se ha ido? -gritó al confuso policía que se había enredado en la tela de saco.

– Izquierda -le contestó.

Corrió. Pudo ver el traje deportivo de Valfrid Ström justo cuando desaparecía por debajo de un viaducto. Se quitó el gorro de un tirón y se secó la cara. Unas señoras mayores, que parecían ir de camino a misa, se apartaron asustadas. Corría como un poseso bajo el viaducto a la vez que un tren pasaba por encima traqueteando.

Al subir a la calle, vio que Valfrid Ström paraba un coche, sacaba al conductor de un tirón y se marchaba.

El único vehículo que había cerca era una gran furgoneta que transportaba animales. El conductor estaba sacando un paquete de preservativos de una máquina. Cuando Wallander llegó corriendo, pistola en mano y la sangre corriéndole por la cara, dejó caer los preservativos y se largó apresuradamente.

Wallander se sentó en el asiento del conductor. Detrás de él, oyó relinchar a un caballo. El motor ya estaba en marcha y puso la primera.

Pensó que había perdido el coche en que iba Valfrid Ström, cuando volvió a verlo. El coche se pasó el semáforo en rojo y continuó por una calle estrecha que llevaba directamente a la catedral. Wallander estiraba las marchas para no perder el coche de vista. Los caballos relinchaban a sus espaldas y notó el olor a estiércol caliente.

En una curva cerrada estuvo a punto de perder el control del vehículo. Iba derrapando hacia dos coches aparcados en la acera, pero al final logró enderezar el vehículo de nuevo.

La persecución le llevó hasta el hospital y luego tuvo que atravesar un polígono industrial. De repente Wallander vio que la furgoneta llevaba teléfono móvil. Con una mano intentó marcar el número de alarma, mientras que con la otra mantenía el pesado vehículo en la calzada.

Cuando por fin contestaron en la estación de alarma, tuvo que maniobrar en una curva.

El teléfono se le cayó de la mano y comprendió que no podría alcanzarlo sin detenerse.

«Esto es una locura», pensó desesperadamente. «Una locura total.»

A la vez se acordó de su hermana. En aquel momento debería estar en el aeropuerto de Sturup recogiéndola.

En la rotonda de la entrada a Staffanstorp se acabó la persecución.

Valfrid Ström tuvo que frenar bruscamente por un autobús que ya estaba dentro de la rotonda. Perdió el control del coche y se empotró en una columna de cemento. Wallander, que estaba a unos cien metros de distancia, vio salir unas llamas del coche. Frenó tan fuerte que la furgoneta resbaló hacia la cuneta y volcó. Las puertas traseras se abrieron y tres caballos saltaron y se fueron galopando por los campos.

En la colisión, Valfrid Ström salió disparado del coche. Se le había arrancado un pie. Tenía la cara cortada por los cristales.

Antes de llegar a su lado, Wallander supo que había muerto.

Desde las casas cercanas se acercaba gente corriendo. Los coches paraban en la cuneta. De repente se acordó de que todavía llevaba la pistola en la mano.

Minutos más tarde llegó el primer coche de policía. Poco después una ambulancia. Wallander enseñó su identificación y llamó desde el coche. Pidió hablar con Björk.

– ¿Ha ido bien? -preguntó Björk-. Rune Bergman está apresado y de camino. Todo ha ido sin problemas. Y la mujer yugoslava está esperando aquí con su intérprete.

– Envíalos a la morgue del hospital de Lund -dijo Wallander-. Ahora tendrá que enfrentarse con un cadáver. Y, por cierto, es rumana.

– ¿Qué diablos quieres decir con eso? -dijo Björk.

– Lo que has oído -contestó Wallander, y puso fin a la conversación.

En aquel momento vio uno de los caballos galopando por el campo. Era blanco, precioso.

Pensó que nunca había visto un caballo tan bonito.

Al volver a Ystad, la noticia de la muerte de Valfrid Ström ya estaba difundida. Su esposa sufrió un colapso y un médico les prohibió por el momento hacerle preguntas.

Rydberg informó que Rune Bergman lo negaba todo. No había robado su propio coche para luego esconderlo. No había estado en Hageholm. No había visitado a Valfrid Ström la noche anterior.

Exigió ser acompañado de inmediato a Malmö.

– Es una jodida rata -dijo Wallander-. Lo voy a doblegar.

– Aquí no se doblega a nadie -replicó Björk-. Esta persecución de locura a través de Lund ya ha causado suficientes problemas. No llego a comprender cómo cuatro policías adultos no pueden detener a un hombre desarmado para interrogarle. A propósito, ¿sabes que uno de aquellos caballos fue atropellado? Se llamaba Super Nova y según su dueño estaba valorado en cien mil coronas.

Wallander sintió que la ira lo dominaba.

¿Por qué no entendía Björk que lo que necesitaba era su apoyo y no aquellas inoportunas quejas?

– Estamos esperando la identificación de la rumana -explicó Björk-. Que nadie hable con la prensa y los medios excepto yo.

– Muchas gracias -dijo Wallander.

Junto con Rydberg fueron a su despacho y cerraron la puerta.

– ¿Te has visto la cara? -preguntó Rydberg.

– No, gracias, prefiero no hacerlo.

– Tu hermana llamó. Le pedí a Martinson que fuera a buscarla al aeropuerto. Supuse que lo habías olvidado. Él se cuidará de ella hasta que tengas tiempo.

Wallander asintió con la cabeza agradecido. Unos minutos más tarde, Björk entró corriendo.

– La identificación ya está hecha -anunció-. Tenemos a nuestro ansiado asesino.

– ¿Le reconoció?

– Sin dudar. Era el mismo hombre que estaba comiendo manzanas en el campo.

– ¿Quién era? -preguntó Rydberg.

– Se identificaba como empresario -contestó Björk-. Cuarenta y siete años. Pero el Servicio de Inteligencia no ha necesitado mucho tiempo para contestar a nuestra solicitud. Valfrid Ström estaba relacionado con movimientos nacionalistas desde los años sesenta. Primero algo que se llamaba Alianza Democrática, luego fracciones más radicales. Pero la forma en que llegó a ser un asesino a sangre fría es algo que quizá pueda explicarnos Rune Bergman, o su mujer.

Wallander se levantó.

– Vamos a por Bergman.

Los tres entraron en la habitación donde Rune Bergman esperaba fumando.

Wallander conducía el interrogatorio.

Atacó inmediatamente.

– ¿Sabes lo que hice anoche? -preguntó.

Rune Bergman lo miró con desprecio.

– ¿Cómo lo voy a saber?

– Te seguí hasta Lund.

A Wallander le pareció ver un rápido cambio en la expresión de la cara del hombre.

– Te seguí hasta Lund -repitió Wallander-. Y me subí a los andamios de la casa donde vivía Valfrid Ström. Te vi cambiar tu escopeta por otra. Ahora Valfrid Ström está muerto. Pero un testigo lo ha señalado como el asesino de Hageholm. ¿Qué tienes que decir a todo esto?

Rune Bergman no dijo nada en absoluto.

Encendió otro cigarrillo y miró al vacío.

– Vamos a empezar desde el principio otra vez -dijo Wallander-. Sabemos cómo ha ocurrido todo. Lo único que no sabemos son dos cosas. La primera es dónde has escondido tu coche. La segunda: ¿por qué matasteis a aquel somalí?

Rune Bergman seguía callado.

Poco después de las tres de la tarde le dictaron auto de detención y le asignaron un abogado defensor. Los cargos eran asesinato o complicidad en un asesinato.

A las cuatro Wallander le hizo un breve interrogatorio a la esposa de Valfrid Ström. Todavía estaba conmocionada, pero contestó a todas sus preguntas. Le informó de que Valfrid Ström trabajaba importando coches de lujo.

Además, explicó que odiaba la política sueca en cuanto al tema de los refugiados.

Sólo llevaban casados poco más de un año.

Wallander tuvo la certera impresión de que no tardaría en sobreponerse a la pérdida.

Después del interrogatorio habló con Rydberg y Björk. Un poco más tarde dejaron a la mujer libre sin cargos, con la prohibición de viajar, y la acompañaron a Lund.

Seguidamente, Wallander y Rydberg trataron de conseguir que Rune Bergman hablara. El abogado defensor, que era joven y ambicioso, opinaba que no había ni asomo de pruebas, y consideraba la detención como un atropello a la justicia.

Entonces Rydberg tuvo una idea.

– ¿Hacia dónde intentó huir Valfrid Ström? -preguntó.

Lo señaló en un mapa.

– El viaje se acabó en Staffanstorp. ¿Tendría algún almacén por allí? No está tan lejos de Hageholm, si se conocen todos los caminos vecinales.

Una llamada a la mujer de Valfrid Ström pudo confirmar la teoría de Rydberg. Tenía un almacén entre Staffanstorp y Veberöd. Rydberg se fue con el coche policía y pronto llamó a Wallander.

– Bingo -anunció-. Aquí hay un Citroën azul y blanco.

– Quizá deberíamos enseñar a nuestros hijos a identificar diferentes sonidos de coches -dijo Wallander.

Acosó a Rune Bergman de nuevo. Pero el hombre callaba.

Rydberg volvió a Ystad después de un registro preliminar del coche. En la guantera encontró una caja con perdigones. Mientras tanto la policía de Malmö y Lund habían registrado las viviendas de Bergman y de Ström.

– Estos dos señores parecen haber sido miembros de una especie de Ku Klux Klan sueco -dijo Björk-. Sospecho que tendremos que desenredar un buen lío. Quizás haya más gente implicada.

Rune Bergman seguía callado. Kurt Wallander sentía un gran alivio de que Björk hubiera vuelto y pudiera encargarse de todos los contactos con la prensa y los medios de comunicación. Le escocía y ardía la cara y estaba muy cansado. A las seis por fin pudo llamar a Martinson y hablar con su hermana. Luego fue a buscarla en su coche. Ella se asustó al verle la cara.

– Quizá sea mejor que papá no me vea -dijo-. Te espero en el coche.

Ella ya había visitado al padre. Aún estaba cansado. Pero se alegró de ver a su hija.

– Creo que no se acuerda mucho de lo que pasó aquella noche -dijo ella cuando se acercaban al hospital-. Tal vez sea una suerte.

Kurt Wallander se quedó esperando en el coche mientras ella iba a verlo de nuevo. Cerró los ojos y escuchó una ópera de Rossini. Cuando ella abrió la puerta del coche, se sobresaltó. Se había dormido.

Juntos fueron a la casa de Löderup.

Kurt Wallander podía notar que su hermana estaba disgustada por aquella dejadez. Entre los dos tiraron la basura maloliente y quitaron la ropa sucia de en medio.

– ¿Cómo ha podido cambiar así? -preguntó, y Kurt Wallander sentía como si le acusara a él.

A lo mejor ella tenía razón. A lo mejor él podría haber hecho más. Al menos detectar el decaimiento de su padre a tiempo.

Volvieron a la calle Mariagatan después de comprar un poco de comida. Durante la cena hablaron de lo que pasaría con el padre.

– En un geriátrico se muere -dijo.

– ¿Qué alternativas tenemos? -se cuestionó Kurt Wallander-. Aquí no puede vivir. Ni en tu casa. En Löderup tampoco puede ser. ¿Qué es lo que queda?

Acordaron que, a pesar de todo, sería mejor que el padre se quedara en su casa, con la ayuda regular de un asistente social.

– Nunca me ha querido -dijo Kurt Wallander cuando tomaron café.

– Claro que sí.

– No desde que decidí ser policía.

– A lo mejor se había imaginado otra cosa.

– Pero ¿qué? Nunca dice nada.

Kurt Wallander le preparó la cama a su hermana en el sofá.

Cuando ya no tenían más que decir sobre el padre, Wallander le contó todo lo que había sucedido. De repente notó que la vieja confianza que los unía cuando eran niños había desaparecido.

«Nos hemos visto poco», pensó. «Ni siquiera se atreve a preguntarme por qué Mona y yo nos hemos separado.»

Sacó una botella de coñac medio vacía. Ella negó con la cabeza y Wallander sólo llenó su copa.

Las noticias de la noche se centraron en la historia de Valfrid Ström. No delataron la identidad de Rune Bergman. Kurt Wallander sabía que se debía a su pasado como policía. La jefatura nacional tendía cortinas de humo para que la identidad de Rune Bergman permaneciera secreta durante el máximo tiempo posible.

Pero tarde o temprano saldría a la luz, naturalmente.

Justo cuando las noticias terminaron sonó el teléfono.

Kurt Wallander pidió a su hermana que contestara.

– Averigua quién es y di que verás si puedo ponerme -le rogó.

– Es alguien que se llama Brolin -dijo ella al volver del recibidor.

Se levantó con esfuerzo y contestó.

– Espero no haberte despertado -dijo Anette Brolin.

– En absoluto. Tengo a mi hermana aquí de visita.

– Sólo quería llamar para decir que me parece que habéis hecho un trabajo fantástico.

– Más bien hemos tenido suerte, supongo.

«¿Por qué me llama?», pensó. Se decidió rápidamente.

– ¿Una copa? -sugirió.

– Con mucho gusto. ¿Dónde?

Oyó que estaba sorprendida.

– Mi hermana se va a la cama. ¿En tu casa?

– De acuerdo.

Colgó el teléfono y volvió al salón.

– No me voy a la cama en absoluto -dijo su hermana.

– Saldré un rato. No me esperes levantada. No sé cuánto tiempo estaré fuera.

El aire fresco de la noche le facilitaba la respiración. Entró en la calle Regementsgatan y de pronto sintió un alivio en su interior. Habían resuelto el brutal asesinato de Hageholm en el transcurso de cuarenta y ocho horas. Ya se podían concentrar en el doble asesinato de Lenarp.

Sabía que había hecho un buen trabajo.

Había confiado en su intuición, actuando sin dudar y había dado buen resultado.

Pensar en la persecución con la furgoneta de animales le dio escalofríos. Pero aun así el alivio existía.

Llamó al interfono de la calle y Anette Brolin contestó. Vivía en el segundo piso de una casa de principios de siglo. El piso era grande pero apenas estaba amueblado. Al lado de una pared había unos cuadros sin colgar.

– ¿Gin tonic? -preguntó-. Me temo que no tengo mucho entre lo que puedas elegir.

– Con mucho gusto -contestó-. Ahora me tomaría cualquier cosa, siempre y cuando sea fuerte.

Se sentó en el sofá sobre sus pantorrillas, enfrente de él. Wallander pensó que estaba muy guapa.

– ¿Te has fijado en el aspecto que tienes? -preguntó sonriendo.

– Todo el mundo me lo pregunta -contestó él.

Luego se acordó de Klas Månson. El ladrón de tiendas que Anette Brolin no había querido arrestar. Pensó que en realidad no quería hablar del trabajo. Pero no pudo resistirse.

– Klas Månson -dijo-. ¿Te acuerdas de su nombre?

Ella asintió con la cabeza.

– Hanson dice que pensaste que nuestra investigación estaba mal hecha. Que no pensabas permitir un arresto prolongado si no se profundizaba en la investigación.

– El informe de la investigación era malo. Escrito de cualquier manera. Pruebas insuficientes. Testigos difusos. Cometería una falta si pidiera un arresto prolongado basándome en un material de ese tipo.

– La investigación no es peor que muchas otras. Además, olvidas un factor importante.

– ¿Cuál?

– El hecho de que Klas Månson es culpable. Ha robado tiendas anteriormente.

– Entonces tendréis que exponerlo mejor.

– Yo no creo que el informe esté tan mal. Si soltamos al cabrón de Månson, delinquirá de nuevo.

– No se puede arrestar a la gente de cualquier manera.

Kurt Wallander se encogió de hombros.

– ¿Dejarás de soltarlo si te proporciono un testimonio más extenso? -preguntó.

– Depende de lo que diga el testigo.

– ¿Por qué eres tan terca? Klas Månson es culpable. Si podemos retenerlo un poco, confesará. Pero si tiene la menor esperanza de librarse, no dirá esta boca es mía.

– Los fiscales deben ser tercos. ¿Qué crees que pasaría con la seguridad de la justicia en este país si no fuera así?

Kurt Wallander notó que el alcohol le envalentonaba.

– Esta pregunta también puede hacerla un insignificante policía de la provincia -repuso-. Una vez creí que la profesión de policía significaba participar y cuidar de las pertenencias de las personas y de su seguridad. Supongo que todavía lo creo. Pero he visto que la seguridad de la justicia se convierte en una idea huera. He visto que a los jóvenes delincuentes más o menos se los anima a seguir. Nadie interviene. Nadie se preocupa por las víctimas de la creciente violencia. Es cada vez peor.

– Ahora hablas como mi padre -dijo-. Es un juez retirado. Un viejo funcionario reaccionario.

– Quizá sí. Tal vez sea conservador. Pero es mi opinión. Entiendo que la gente a veces se tome la justicia por su mano.

– Sin duda también entenderás que algunos cerebros confusos maten a tiros a un inocente que solicita asilo político.

– Sí y no. La inseguridad en este país es grande. La gente tiene miedo. Especialmente en las regiones de granjeros como éstas. Pronto sabrás que hay un gran héroe en esta parte del país en estos momentos. Un hombre al que aplauden calladamente detrás de las cortinas. El hombre que consiguió un referéndum municipal que contestó que no a la recepción de refugiados.

– ¿Qué pasa si nos oponemos a las decisiones del parlamento? En este país tenemos una política de refugiados que hay que seguir.

– Incorrecto. Es la falta de política de refugiados la que está creando el caos. Ahora mismo vivimos en un país donde quien sea, por los motivos que sean, puede entrar como sea, cuando sea y por donde sea. Los controles de las fronteras han dejado de existir. La administración de la aduana está paralizada. Hay infinidad de pequeños aeropuertos sin vigilancia adonde llegan la droga y los inmigrantes ilegales cada noche.

Notó que se estaba enfadando. El asesinato del somalí era un crimen con mucho trasfondo.

– Rune Bergman naturalmente debe ser encerrado con el castigo más severo posible. Pero el Departamento de Inmigración y el gobierno tendrán que aceptar su parte de culpa.

– Eso son tonterías.

– Ah, ¿sí? Ahora empiezan a aparecer personas que han pertenecido al servicio secreto fascista de Rumania. Buscan asilo político. ¿Se lo vamos a permitir?

– El principio tiene que estar vigente.

– ¿Realmente debe ser así? ¿Siempre? ¿Aun cuando esté equivocado?

Ella se levantó del sofá y llenó de nuevo las copas.

Kurt Wallander empezó a sentirse de mal humor. «Somos demasiado diferentes», pensó.

«Después de diez minutos de conversación se abre un abismo.»

El alcohol lo volvía agresivo. La miró y notó que se excitaba.

¿Cuánto tiempo hacía que él y Mona habían hecho el amor por última vez?

Casi un año. Un año sin vida sexual.

Gimió al pensarlo.

– ¿Te duele? -preguntó.

Él afirmó con la cabeza. No era verdad en absoluto. Pero dejó salir su oscura necesidad de compasión.

– Tal vez sea mejor que te vayas a casa -propuso ella.

Era lo último que quería. Pensó que no tenía un hogar desde que Mona se marchó.

Se acabó la copa y estiró la mano para que se la volviera a llenar. Estaba tan borracho que empezaba a perder sus inhibiciones.

– Una más -dijo-. La merezco.

– Después has de marcharte -repuso ella.

El tono de su voz era más frío. Pero no tenía ganas de preocuparse por eso. Cuando le acercó la copa, la tomó del brazo y la hizo sentarse en la silla.

– Siéntate aquí a mi lado -dijo, y puso la mano encima de su muslo.

Ella le esquivó y le soltó una bofetada. Le pegó con la mano en que llevaba el anillo de casada y notó que le rasgaba la mejilla.

– Vete a casa ya -le increpó.

Dejó la copa encima de la mesa.

– Si no, ¿qué harás? -preguntó-. ¿Llamarás a la policía?

No contestó. Pero Wallander vio que estaba furiosa.

Tropezó al levantarse.

De repente comprendió lo que había intentado hacer.

– Perdóname -se disculpó-. Estoy cansado.

– Lo olvidaremos -dijo-. Pero ahora debes marcharte.

– No sé qué me ha pasado -dijo dándole la mano.

Ella le tendió la suya.

– Lo olvidaremos -dijo-. Buenas noches.

Intentó decir algo más. En alguna parte de su conciencia confusa le roía el pensamiento de que había hecho algo imperdonable y peligroso. De la misma manera que cuando había conducido borracho después de la cita con Mona.

Se marchó y oyó que la puerta se cerraba tras él.

«Tengo que dejar de beber alcohol», pensó con rabia. «No lo controlo.»

Abajo en la calle inspiró el aire frío.

«Cómo se puede uno comportar de forma tan estúpida, joder», pensó. «Como un adolescente borracho, que nada sabe sobre sí mismo, ni sobre las mujeres ni sobre el mundo.»

Se fue caminando a su casa de la calle Mariagatan.

Al día siguiente comenzaría de nuevo la caza de los asesinos de Lenarp.

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