Viernes, 31 de octubre
Christine se despertó en una habitación llena de flores. ¿Acaso había muerto? Entre la niebla vio a su madre sentada junto a la cama, y enseguida supo que seguía viva. El equipo de gimnasia rosa y azul que llevaba puesto no sería un atuendo aceptable en el cielo… ni en el infierno.
– ¿Cómo te encuentras, Christine? -su madre sonrió y le tomó la mano. Por fin se estaba dejando gris el pelo. Le sentaba bien. Decidió decírselo más tarde, cuando el cumplido pudiera ayudarla a combatir el tercer grado.
– ¿Dónde estoy? -era una pregunta estúpida, pero después de tantas horas de alucinaciones y visiones, o lo que fueran, necesitaba saberlo.
– En el hospital, cariño. ¿No te acuerdas? Has salido del quirófano hace un rato.
¿Quirófano? Sólo entonces reparó en los tubos que entraban y salían de su cuerpo. Presa del pánico, retiró las sábanas.
– ¡Christine!
Todavía tenía las piernas. Gracias a Dios.
Y podía moverlas. Tenía vendas en un muslo, pero no le importaba mientras pudiera moverlo.
– No querrás pillar una neumonía -su madre volvió a arroparla.
Christine levantó los brazos, flexionó los dedos y contempló cómo los fluidos goteaban hacia sus venas. Que sintiera el pecho y el estómago como picadillo de hígado no le importaba. Al menos, seguía de una pieza.
– Tu padre y Bruce han salido a tomar café. Se alegrarán mucho cuando te encuentren despierta.
– Dios mío, ¿Bruce está aquí? -entonces, Christine se acordó de Timmy, y el pánico empezó a chupar todo el aire de la habitación.
– Dale una segunda oportunidad, Christine -dijo su madre, sin percatarse de la falta de oxígeno repentina-. Esta odisea lo ha cambiado.
¿Odisea? ¿Era un nuevo término para designar la desaparición de su hijo? En aquel momento, Nick asomó la cabeza por la puerta, y Christine sintió una oleada de alivio. Tenía un nuevo corte en la frente, pero los cardenales y la hinchazón de la mandíbula resultaban casi imperceptibles. Llevaba una camisa azul impecable, corbata oscura, vaqueros azules y chaqueta de sport también oscura. Dios, ¿cuánto tiempo llevaba dormida? Tenía la impresión de que iba vestido para un funeral. Volvió a acordarse de Timmy, y una nueva oleada de pánico y terror le encogió el corazón.
– Hola, cariño -dijo su madre cuando Nick se inclinó para besarle la mejilla. Christine se los quedó mirando, tratando de ver alguna señal. ¿Se atrevía a preguntarlo? ¿Mentirían sólo para protegerla? ¿Creían que era demasiado frágil?
– Quiero la verdad, Nicky -barbotó en una voz tan estridente que no le parecía suya. Los dos se la quedaron mirando, sobresaltados, preocupados. Pero Christine vio en la mirada de Nick que su hermano sabía muy bien a qué se refería.
– Está bien. Si es eso lo que quieres… -regresó a la puerta, y ella quiso gritarle que no se fuera, que le hablara.
– Nicky, por favor -dijo, sin importarle lo patética que pudiera sonar.
Nick abrió la puerta, y Timmy apareció en el umbral, como un espectro. Christine pestañeó. ¿Estaría alucinando otra vez? Timmy se acercó cojeando, y ella vio los arañazos y cardenales, el corte en la mejilla y el labio hinchado y amoratado. A pesar de todo, tenía el rostro y el pelo muy limpios, la ropa recién planchada. Hasta llevaba zapatillas de deporte nuevas. ¿Habría sido una horrible pesadilla?
– Hola, mamá -dijo, como si fuera una mañana cualquiera. Subió a la silla que su abuela le indicó, y se arrodilló sobre el asiento para estar más alto. Christine dio rienda suelta a las lágrimas; no tenía elección. ¿Sería real? Le tocó el hombro, le alisó el remolino y le acarició la mejilla.
– Vamos, mamá. Todo el mundo puede vernos -protestó. Fue entonces cuando ella supo que era real.
Nick escapó antes de que la escena se pusiera demasiado sentimental, antes de que se le enturbiara la vista. Todavía le costaba trabajo creerlo. Dobló la esquina y estuvo a punto de tropezar con su padre, que retrocedió, como si lo preocupara derramar el café que llevaba.
– Cuidado, hijo. Te vas a perder muchas cosas yendo tan deprisa por la vida.
Miró a su padre a los ojos y enseguida vio en ellos la crítica sarcástica, pero estaba demasiado eufórico para permitir que Antonio Morrelli le aguara la fiesta. Así que sonrió y empezó a pasar de largo.
– No es Eddie, ¿sabes? -le dijo su padre.
– ¿Ah, no? -Nick se detuvo y se dio la vuelta-. Pues esta vez será un tribunal quien lo decida, no Antonio Morrelli.
– ¿Qué diablos quieres decir con eso?
Nick dio un paso hacia él y sostuvo su mirada.
– ¿Ayudaste a aportar pruebas falsas contra Jeffreys?
– Cuidado con lo que dices, chico. Yo no he falsificado nada.
– Entonces, ¿cómo explicas las discrepancias?
– En lo referente a mí, no había discrepancias. Hice lo que fue necesario para condenar a ese hijo de perra.
– Pasaste por alto pruebas.
– Sabía que Jeffreys había matado al pequeño Wilson. Tú no viste a ese niño, no viste lo que le hizo pasar. Jeffreys merecía morir.
– No te atrevas a hacer tus horrores superiores a los míos -replicó Nick, con los puños cerrados pero tranquilos a los costados-. Esta semana he visto suficientes para toda una vida. Puede que Jeffreys mereciera morir pero, al inculparlo de los otros dos asesinatos, dejaste libre a otro asesino. Cerraste la investigación. Hiciste creer a todo el pueblo que estaba otra vez a salvo.
– Hice lo que creí necesario.
– Eso no me lo digas a mí, díselo a Laura Alverez y a Mi- chelle Tanner. Explícales cómo hiciste lo que era necesario.
Nick se alejó con paso ligero. Era un pequeño triunfo poder decirle a Antonio Morrelli que había obrado mal. Caminó un poco más erguido mientras oía resonar sus botas en el silencioso pasillo.
Se detuvo en el puesto de enfermeras y se sorprendió al ver a la secretaria vestida con una capa negra y un gorro puntiagudo de bruja. Tardó un momento en reparar en la calabaza naranja y negra y en los recortes con forma de fantasma. Pues claro, era Halloween. Hasta el sol se había dignado a salir, lo bastante luminoso y tibio para empezar a derretir parte de la nieve.
Esperó con paciencia mientras la secretaria enumeraba los ingredientes de una receta por teléfono. Le indicó a Nick con la mirada que sólo sería un minuto, pero no había prisa en su voz.
– Hola, Nick -Sandy Kennedy se acercó por detrás, pasó junto a la secretaria y levantó una carpeta de pinza.
– Sandy, por fin te han puesto en el turno de día -sonrió a la exuberante morena, mientras pensaba en su estúpido comentario. ¿Por qué no «qué tal estás» o «cuánto tiempo hacía que no te veía»? Entonces, se preguntó si habría algún lugar en aquella ciudad al que pudiera ir sin tropezarse con una antigua amante o aventura de un día.
– Parece que Christine está mejor -dijo Sandy, pasando por alto su estúpido comentario.
Nick intentó recordar por qué nunca había profundizado su relación con ella. Bastaba con verla para recordar lo hermosa y alegre que era. Pero claro, así eran todas las mujeres que escogía. Sin embargo, ninguna podía compararse a Maggie O'Dell.
– Nick, ¿estás bien? ¿Podemos hacer algo por ti?
Tanto Sandy como la secretaria se lo habían quedado mirando.
– ¿Podéis decirme qué habitación tiene la agente O'Dell?
– La 372 -dijo la secretaria sin mirarlo-. Al final del pasillo a la derecha. Aunque puede que se haya ido.
– ¿Que se ha ido?
– Pidió el alta y estaba esperando a que le llevaran algo de ropa. La tenía bastante sucia anoche cuando ingresó -le explicó, pero Nick ya se alejaba por el pasillo.
Irrumpió en la habitación sin llamar, sobresaltando a Maggie, que se dio la vuelta rápidamente en su puesto junto a la ventana y después, se mantuvo contra la pared, para que él no viera el camisón quirúrgico abierto por la espalda.
– Dios, Morrelli, ¿es que no sabes llamar?
– Lo siento -se le tranquilizó el corazón, que empezaba a recuperar su ritmo normal. Maggie estaba magnífica. Volvía a tener el pelo brillante y suave, y su piel cremosa había recuperado el color. Y los ojos, aquellos ojos castaños… destellaban-. Me habían dicho que podías haberte ido.
– Estoy esperando a que me traigan algo de ropa. Una de esas voluntarias del hospital se ofreció a ir de compras en mi lugar -dio varios pasos, con cuidado de mantener la espalda hacia la pared-. De eso hace un par de horas. Espero que no vuelva con algo rosa.
– Entonces, ¿el médico ya te ha dado el alta? -Nick intentó formular la pregunta con naturalidad, pero ¿reflejaba su voz demasiada preocupación?
– Lo deja en mis manos.
Nick sostuvo la mirada de Maggie. No le importaba si ella veía la preocupación en sus ojos. A decir verdad, quería que la viera.
– ¿Qué tal está Christine? -preguntó Maggie por fin.
– La operación ha ido bien.
– ¿Y la pierna?
– El médico asegura que no sufrirá una lesión permanente. Acabo de llevarle a Timmy para que lo viera.
La mirada de Maggie se suavizó, aunque parecía distante.
– Es como para creer en los finales felices -dijo.
Volvió a mirarlo a los ojos, en aquella ocasión, sonriendo débilmente, una tenue elevación de las comisuras de los labios. Dios, qué hermosa estaba cuando sonreía. Quería decírselo. Abrió la boca, de hecho, para hacerlo, pero se lo pensó mejor. ¿Se habría dado cuenta Maggie del susto que se había llevado al pensar que se había ido sin despedirse? ¿Sabría el efecto que producía en él? Al diablo con su marido, con su matrimonio. Debía correr el riesgo, decirle que la amaba. En cambio, dijo:
– Esta mañana hemos detenido a Eddie Gillick -ella se sentó en el borde de la cama y esperó a oír más-. También hemos vuelto a interrogar a Ray Howard. Esta vez ha reconocido que a veces le prestaba a Eddie la vieja camioneta.
– ¿El día que Danny desapareció?
– Howard no podía recordarlo. Pero hay más, mucho más. Eddie entró a trabajar en la oficina del sheriff el verano previo a los primeros asesinatos. La policía de Omaha le había dado una carta de recomendación, pero tenía tres amonestaciones en su expediente, todas ellas por uso innecesario de la fuerza en las detenciones. Dos de los casos eran de delincuentes juveniles. Hasta le rompió el brazo a un crío.
– ¿Y la extremaunción?
– La madre de Eddie, madre soltera, por cierto, estaba pluriempleada para poder mandarlo a un colegio católico.
– No lo sé, Nick.
No parecía convencida. A Nick no lo sorprendía. Prosiguió.
– Podría haber falsificado las pruebas de Jeffreys fácilmente. También tenía acceso al depósito de cadáveres. De hecho, estuvo allí ayer por la tarde, recogiendo las fotografías de la autopsia. Podría haberse llevado el cadáver de Matthew al percatarse de que las marcas de dentelladas de las fotografías podrían identificarlo. Además, habría sido fácil para él hacer unas cuantas llamadas, utilizar su número de placa para obtener información sobre Albert Stucky.
Vio la contracción nerviosa, la leve mueca a la sola mención de aquel bastardo. Nick se preguntó si sería consciente de ello.
– El depósito de cadáveres nunca está cerrado con llave -replicó Maggie-. Cualquiera podría entrar allí. Y gran parte de lo que ocurrió con Stucky apareció publicado en los periódicos y la prensa amarilla.
– Aún hay más -lo había dejado para el final. La prueba que más lo incriminaba era la más cuestionable-. Encontramos algunas cosas en el maletero de su coche -dejó que Maggie viera su escepticismo. ¿Sería «Ronald Jeffreys segunda parte»? Ambos estaban pensando lo mismo.
– ¿Qué cosas? -preguntó con interés.
– La careta de Halloween, un par de guantes negros y un trozo de cuerda.
– ¿Por qué iba a llevar todo eso en el maletero de su vehículo abandonado si sabía que le seguíamos la pista? Sobre todo, si era responsable de haber inculpado a Jeffreys de la misma manera. Además, ¿cómo pudo tener tiempo para hacer todo lo que hizo?
Era eso exactamente lo que Nick se había preguntado, pero ansiaba desesperadamente que aquella pesadilla terminara.
– Mi padre acaba de reconocer que sabía que alguien podía haber amañado las pruebas.
– ¿Lo ha reconocido?
– Digamos que ha reconocido no percatarse de las incoherencias.
– ¿Cree tu padre que Eddie puede ser el asesino?
– Ha dicho que estaba seguro de que no lo era.
– ¿Y eso te convence aún más de que lo es?
Dios, qué bien lo conocía.
– Timmy tiene un mechero del secuestrador con el emblema de la oficina del sheriff. Era como un obsequio que hacía mi padre a sus hombres. No dio muchos. Eddie era uno entre cinco.
– Los mecheros se pierden -dijo Maggie. Se puso en pie y avanzó hacia la ventana.
En aquella ocasión, sus pensamientos estaban muy lejos de allí. Hasta se olvidó de la abertura del camisón quirúrgico. Aunque desde donde estaba, Nick sólo podía ver una rendija de su espalda y parte de un hombro, el camisón la hacía parecer pequeña y vulnerable. Se imaginó estrechándola entre sus brazos, envolviéndola con todo su cuerpo, pasando las horas tumbado con ella, tocándola, deslizando las manos por su piel sedosa, los dedos por su pelo.
Dios, ¿de dónde salía todo aquello? Se llevó el dedo pulgar y el índice a los párpados, fingiendo agotamiento, cuando en realidad era esa imagen lo que necesitaba desechar.
– ¿Todavía crees que es Keller? -preguntó, pero ya conocía la respuesta.
– No lo sé. Puede que me cueste aceptar que estoy perdiendo facultades.
Nick se identificaba con ella.
– ¿Eddie no coincide con tu perfil?
– El hombre de ese subterráneo no era una persona impulsiva que perdía los estribos y descuartizaba a niños pequeños. Era una misión para él, una misión bien planeada y ejecutada. Cree estar salvando a esos niños -siguió mirando por la ventana, rehuyendo los ojos de Nick.
Nick no había llegado a preguntarle qué había ocurrido en el subterráneo antes de su llegada. Las notas, el juego, las referencias a Albert Stucky, le parecían demasiado personales. Quizá ya no pudiera esperar que Maggie fuera objetiva.
– ¿Qué dice Timmy? -por fin, se volvió hacia él-. ¿Puede identificar a Eddie?
– Anoche parecía seguro, pero eso fue después de que Eddie lo persiguiera y lo atrapara. Eddie afirma que lo vio en el bosque y que fue tras él para rescatarlo. Esta mañana, Timmy ha reconocido que no llegó a ver la cara del hombre. Pero no puede ser una mera coincidencia, ¿no?
– No, todo apunta a que tienes un caso -Maggie se encogió de hombros.
– La cuestión es ¿tengo un asesino?
Embutió sus escasas pertenencias en la vieja maleta. Deslizó los dedos por la tela de la bolsa, un vinilo barato que se agrietaba fácilmente. Hacía años que había perdido la combinación, así que evitaba usar el candado. Hasta el asa era una masa de cinta adhesiva negra, pegajosa en verano, dura y áspera en invierno. Sin embargo, era lo único que conservaba de su madre.
La había robado de debajo de la cama de su padre la noche que huyó de su hogar. Hogar… ¡qué disparate! Nunca se lo había parecido, y menos aún cuando su madre murió. Sin ella, la casa de ladrillo de dos plantas se había convertido en una cárcel y había aceptado su castigo noche tras noche durante casi tres semanas antes de irse.
Incluso la noche de su fuga, esperó a que su padrastro terminara y se quedara dormido, exhausto. Robó la maleta de su madre y guardó sus pertenencias mientras la sangre todavía chorreaba por su entrepierna. Al contrario que su madre, se había negado a acostumbrarse a las embestidas profundas y violentas de su padrastro, y los desgarrones nuevos y viejos no se cerraban. Aquella noche, apenas podía caminar, pero logró recorrer los diez kilómetros que lo separaban de la iglesia católica de Nuestra Señora de Lourdes, donde el padre Daniel le ofreció cobijo.
Pagó un precio similar por el alojamiento y la comida pero, al menos, el padre Daniel fue amable, suave y pequeño. No hubo más lágrimas ni desgarrones, sólo humillación, que aceptó como parte de su castigo. A fin de cuentas, era un asesino. Aquella mirada horrible todavía lo acosaba en sueños. La mirada de estupefacción que reflejaban los ojos muertos de su madre mientras yacía en el suelo del sótano, con el cuerpo retorcido y roto.
Cerró la maleta con fuerza, como si así pudiera cerrar la imagen.
Su segundo asesinato había sido mucho más fácil, un gato vagabundo que el padre Daniel había acogido. Al contrario que él, el gato había recibido comida y alojamiento gratis. Quizá eso hubiera sido razón suficiente para matarlo. Recordaba la tibieza de su sangre al degollarlo.
A partir de ahí, cada asesinato se había convertido en una revelación espiritual, en una inmolación. Hasta que no estuvo en su segundo año en el seminario, no mató a su primer niño, un incauto repartidor con ojos tristes y pecas. El niño le había recordado a él. Así que, por supuesto, había tenido que matarlo, para sacarlo de su desgracia, para salvarlo, para salvarse a sí mismo.
Consultó su reloj y supo que tenía tiempo de sobra. Colocó la maleta con cuidado junto a la puerta, junto a la bolsa de lona gris y negra que había preparado antes. Después, lanzó una mirada al periódico que estaba plegado limpiamente sobre la cama, y el titular le arrancó otra sonrisa. Ayudante del sheriff sospechoso de asesinar a los dos niños.
Había sido deliciosamente fácil. El día que encontró el encendedor de Eddie Gillick en el suelo de la furgoneta azul, supo que aquel matón astuto y arrogante sería su chivo expiatorio perfecto. Casi tan perfecto como Jeffreys.
Todas aquellas tardes charlando de trivialidades, jugando a las cartas con aquel ególatra, habían dado fruto. Había fingido mostrarse interesado en la última conquista sexual de Gillick, sólo para ofrecerle perdón y absolución cuando al ayudante se le pasaba la borrachera. Había fingido ser su amigo cuando, en realidad, el presumido sabelotodo le revolvía el estómago. Gracias a su deseo de presumir, había averiguado que tenía mal genio y que lo volcaba en «gamberros» y en «furcias calientabraguetas» que, según Gillick, «se lo estaban buscando». En muchos sentidos, Eddie Gillick le recordaba a su padrastro, por lo que su condena sería aún más dulce.
¿Y por qué no iban a condenarlo, con su comportamiento autodestructivo y esas pruebas condenatorias introducidas limpiamente en el maletero de su Chevy accidentado? ¡Qué fortuna habérselo encontrado en el bosque así y haber podido introducir las pruebas fatales! Igual que con Jeffreys.
Ronald Jeffreys había acudido a él para confesarle el asesinato de Bobby Wilson. Cuando le pidió la absolución, no detectó ni rastro de arrepentimiento en su voz. Jeffreys se merecía morir. Y también había sido sencillo: una llamada anónima a la oficina del sheriff y unas cuantas pruebas que lo incriminaban.
Sí, Ronald Jeffreys había sido el chivo expiatorio perfecto, al igual que Daryl Clemmons. El joven seminarista había compartido con él sus temores homosexuales, sin saber que se estaba ofreciendo para pagar por el asesinato de aquel pobre e indefenso chico de los periódicos. Ese pobre niño cuyo cuerpo encontraron cerca del río que pasaba junto al seminario. Después, estaba Randy Maiser, un desafortunado vagabundo que se había presentado en la iglesia católica de Santa María buscando refugio. El pueblo de Wood River no había tardado en condenar al andrajoso desconocido cuando uno de sus pequeños apareció muerto.
Ronald Jeffreys, Daryl Clemmons y Randy Maiser… todos ellos cabezas de turco perfectos. Y, por último, Eddie Gillick.
Volvió a mirar el periódico, y sus ojos se posaron en la fotografía de Timmy. La decepción echó a perder su buen humor. Aunque la huida de Timmy le había procurado un alivio sorprendente, era aquella huida lo que lo obligaba a realizar un éxodo repentino. ¿Cómo podría seguir viviendo día a día sabiendo que había fallado al pequeño? Y, con el tiempo, Timmy reconocería sus ojos, su manera de andar, su culpabilidad. Culpabilidad por no haber podido salvar a Timmy Hamilton. A no ser…
Levantó el periódico y buscó el reportaje sobre la huida de Timmy y el accidente de su madre, Christine. Lo recorrió con la mirada, guiándose con el dedo índice hasta que reparó en la uña serrada y mordida. Entonces, encontró el párrafo, casi al final. Sí, el padre divorciado de Timmy, Bruce, había regresado a Platte City.
Volvió a consultar su reloj. El pobre Timmy, con todos aquellos cardenales… Se merecía una segunda oportunidad de ser salvado. Sí, podía hacer tiempo para algo tan importante.
Maggie quería decirle a Nick que todo había acabado, que ya no volverían a desaparecer más niños pequeños. Pero ni siquiera mientras repasaban el caso contra Eddie Gillick podía desechar la comezón de la duda. ¿Se estaría obcecando al negarse a creer que podía estar equivocada?
Ojalá la voluntaria del hospital fuera tan puntual como dicharachera. ¿Cómo se podía mantener una conversación seria con aquellos camisones tan finos? ¿Y tanta molestia sería proporcionarle una bata, un cinturón, cualquier cosa que le cubriera el trasero?
Podía ver a Nick ejerciendo una prudencia extrema con la mirada, pero unos despistes momentáneos bastaban para hacerle recordar que estaba completamente desnuda bajo aquella prenda abierta. Y lo peor era el maldito hormigueo que le recorría la piel cada vez que él la miraba, hormigueo que se concentraba entre sus muslos. Todo su cuerpo perdía el control en presencia de Nick.
– Está bien, da la impresión de que Eddie Gillick podría ser culpable -reconoció Maggie, tratando de no pensar en las reacciones. Cruzó los brazos sobre el pecho y regresó a la ventana, con cuidado de mantener la espalda hacia la pared.
Aquel día el cielo estaba tan azul e inmenso que parecía artificial; no se vislumbraba ni una sola nube. Casi toda la nieve de las aceras y de los jardines se había derretido; muy pronto, desaparecerían los montones de hielo embarrado de las calles. Los árboles que no habían perdido las hojas relucirían con tonos dorados, rojizos y naranjas. Era como si se hubiera roto el hechizo, como si hubiera levantado una maldición, y todo hubiese recuperado la normalidad. Todo salvo el pequeño tirón en el vientre de Maggie, no de los puntos, sino de su propia duda.
– ¿Y qué estaba haciendo Christine anoche con Eddie?
– Esta mañana no hemos hablado de eso. Anoche, dijo que Eddie iba a llevarla a casa, pero que le hizo tomar un desvío. Le dijo que si se acostaba con él, le diría dónde estaba Timmy.
– ¿Dijo que sabía dónde estaba Timmy?
– Eso afirmó Christine. Claro que podría estar sufriendo alucinaciones. También me dijo que el presidente Nixon la dejó en el borde de la carretera.
– La careta, claro. Sacó a Christine del coche y guardó el disfraz en el maletero.
– Después, fue a perseguir a Timmy por el bosque -añadió Nick-. Claro que debió de ser después de intentar violar a Christine y de atacarte a ti en el subterráneo del cementerio. Un tipo muy ajetreado.
Se miraron a los ojos. Lo obvio quedaba sin decir; provocaba el mismo pánico y la misma decepción que los había llevado a aquel punto.
– ¿Intentó algo contigo? -preguntó Nick por fin.
– ¿A qué te refieres?
– Ya sabes, ¿intentó…?
– No -lo interrumpió Maggie, para ahorrarle la incomodidad-. No, no hizo nada de eso.
Maggie recordaba cómo el asesino le había rozado el pecho sin querer al sacarle la pistola de la parka y cómo había retirado la mano en lugar de prolongar el contacto. Cuando le había susurrado al oído, en ningún momento le había tocado la piel. No estaba interesado en el sexo, ni con hombres ni, mucho menos, con mujeres. A fin de cuentas, su madre era una santa. Recordó las imágenes de los mártires del dormitorio del padre Keller. El sacerdocio y el voto de celibato habrían sido un escape excelente, un escondite ideal.
– Tenemos que interrogar a Keller por última vez -le dijo a Nick.
– No tienes pruebas contra él, Maggie.
– Compláceme.
– ¿Señora O'Dell? -una enfermera asomó la cabeza por la puerta-. Tiene visita.
– Ya era hora -dijo Maggie, esperando ver a la voluntaria rubia y dicharachera.
La enfermera abrió la puerta y sonrió con coquetería al apuesto hombre de pelo rubio vestido con traje de Armani. Llevaba una bolsa de viaje barata y una funda de trajes colgada del brazo.
– Hola, Maggie -dijo. Entró en la habitación como si fuera el dueño, y lanzó una mirada a Nick antes de desplegar para ella su sonrisa de abogado de un millón de dólares.
– ¡Greg! ¿Se puede saber qué haces aquí?
Timmy oyó a la máquina expendedora tragarse sus monedas antes de hacer su elección. Estuvo a punto de escoger un Snickers, pero se acordó y pulsó la tecla de los KitKat.
Intentaba no pensar en el desconocido ni en la pequeña habitación. Debía concentrarse en su madre y ayudarla a ponerse mejor. Lo asustaba verla así, en la enorme cama de hospital, enganchada a todas aquellas máquinas que gorgoteaban, zumbaban y hacían clics. Tenía buen aspecto, hasta parecía alegrarse de ver a Bruce… después de haberle gritado, claro. Pero, en aquella ocasión, su padre no le había devuelto los gritos. No hacía más que decir lo mucho que lo sentía. Cuando Timmy había salido de la habitación, su padre estaba dándole la mano a su madre, y ella se lo estaba consintiendo. Eso debía de ser una buena señal, ¿no?
Timmy estaba sentado en la silla de plástico de la sala de espera. Rasgó el envoltorio de la chocolatina y separó una barrita. El abuelo Morrelli iba a llevarle un bocadillo del Subway en cuanto él y la abuela hubieran inspeccionado el asado de carne de la cafetería. El Subway estaba al otro lado de la calle, pero Timmy no había desayunado. Se metió la barrita en la boca y dejó que se derritiera antes de mascar.
– Creía que eras adicto a los Snickers.
Timmy giró en redondo sobre la silla, sobresaltado. Ni siquiera había oído las pisadas.
– Hola, padre Keller -balbució con la boca llena.
– ¿Qué tal estás, Timmy? -el sacerdote le dio una palmadita en el hombro, y prolongó el contacto en su espalda.
– Bien -Timmy se tragó el resto de la chocolatina y se limpió los labios-. A mi madre la han operado esta mañana.
– Eso he oído -el padre Keller dejó una bolsa de lona en el asiento contiguo al de Timmy y se arrodilló delante de él.
A Timmy le agradaba eso del padre Keller, cómo lo hacía sentirse especial. Parecía interesarse sinceramente en él. Timmy podía verlo en aquellos suaves ojos azules que a veces parecían tan tristes. El padre Keller se preocupaba de verdad. Aquellos ojos… Timmy volvió a mirar y, de pronto, se le hizo un nudo en el estómago. Aquel día, notaba algo distinto en los ojos del padre Keller, pero no sabía lo que era. Se movió con incomodidad en el asiento, y el padre Keller pareció preocupado.
– ¿Estás bien, Timmy?
– Sí… Sí. Debe de ser tanto azúcar de golpe. No he desayunado. ¿Va a alguna parte? -le preguntó, y señaló la bolsa de lona.
– Voy a llevar al padre Francis a su lugar de sepultura. Por eso he venido aquí, para cerciorarme de que tienen su cuerpo preparado.
– ¿Está aquí? -Timmy no había tenido intención de susurrar, pero fue así como le salió.
– Abajo, en el depósito. ¿Quieres acompañarme?
– No sé. Estoy esperando a mi abuelo.
– Sólo serán unos minutos, y te gustará verlo. Parece salido de Expediente X.
– ¿En serio? -Timmy recordaba haber visto a la agente especial Scully haciendo autopsias. Se preguntó si los muertos estarían realmente rígidos y grises-. ¿Seguro que no pasa nada si lo acompaño? ¿No se enfadarán los del hospital?
– No, nunca hay nadie por ahí abajo.
El padre Keller se puso en pie y levantó la bolsa de lona. Esperó mientras Timmy se terminaba el KitKat, pero se le cayó el envoltorio sin querer. Cuando el padre Keller se arrodilló para recogerlo, Timmy reparó en sus Nike blancas e impecables, como de costumbre. Sólo que aquel día tenía… tenía un nudo en uno de los cordones. Un nudo para unir las dos partes rotas del cordón. A Timmy se le cerró aún más el estómago.
Se levantó despacio, un poco mareado. Una subida de azúcar, no era más que eso. Alzó la vista al rostro sonriente del padre Keller, y a la mano que el sacerdote le tendía. Una última mirada al zapato. ¿Por qué tenía el padre Keller un nudo en el cordón?
– ¿Cómo has sabido que estaba en el hospital? -preguntó Maggie cuando Greg y ella se quedaron a solas. Extendía los trajes que había guardado con cuidado días atrás, complacida con su aspecto a pesar de los dos viajes por medio país.
– No lo he sabido hasta que no me he presentado en la oficina del sheriff. Una cabeza hueca con minifalda de cuero me ha dicho dónde podía encontrarte.
– No es una cabeza hueca -Maggie no podía creer que estuviera defendiendo a Lucy Burton.
– Esto sólo refuerza mi idea, Maggie.
– ¿Tu idea?
– Este trabajo es demasiado peligroso.
Maggie hurgó en la bolsa de viaje que le había llevado, manteniéndose de espaldas a él y tratando de no prestar atención a su creciente enojo. Se concentró en la alegría de haber recuperado su ropa. Quizá fuera ridículo, pero tocar sus prendas interiores le procuraba una sensación de control y seguridad.
– ¿Por qué no lo reconoces de una vez? -insistió Greg.
– ¿Qué quieres que reconozca?
– Que este trabajo es demasiado peligroso.
– ¿Para quién, Greg? ¿Para ti? Porque para mí eso no es ningún problema. Siempre he sabido que correría riesgos.
Mantuvo la calma y volvió la cabeza para mirarlo. Greg estaba dando vueltas con las manos en las caderas, como si estuviera esperando un veredicto.
– Cuando te pedí que fueras a recogerme el equipaje al aeropuerto, no quería decir que tuvieras que traérmelo -intentó sonreír, pero él parecía decidido a no dejarla escapar tan fácilmente.
– El próximo año me harán socio del bufete. Estamos en camino, Maggie.
– ¿En camino adonde? -sacó un sujetador y una braguita a juego.
– No deberías perseguir a los asesinos en su terreno. Por el amor de Dios, Maggie, tienes ocho años de antigüedad en el FBI. Ya tienes influencia para ser… no sé, una supervisora, una instructora… algo, cualquier cosa.
– Me gusta lo que hago, Greg -empezó a quitarse su odioso camisón, vaciló y volvió la cabeza. Greg elevó las manos y puso los ojos en blanco.
– ¿Qué? ¿Quieres que me vaya? -su voz estaba cargada de sarcasmo y un ápice de enojo-. Sí, quizá deba irme para que puedas hacer pasar a tu cowboy.
– No es mi cowboy -Maggie notó cómo el enfado le teñía las mejillas de rubor.
– ¿Por eso no me has devuelto las llamadas? ¿Hay algo entre tú y ese sheriff Mazas?
– No digas tonterías, Greg -se quitó el camisón y se puso las braguitas. Le dolía inclinarse y levantar los brazos. Daba gracias porque la venda le cubriera los antiestéticos puntos.
– Dios mío, Maggie.
Giró en redondo y lo encontró mirándole el hombro herido con una mueca que distorsionaba sus hermosos rasgos. No podía evitar preguntarse si la mueca era de desagrado o de preocupación. Greg le recorrió el resto del cuerpo con la mirada, y por fin la clavó en la cicatriz que tenía debajo del pecho. De pronto, Maggie se sintió vulnerable y avergonzada, lo cual no tenía sentido. A fin de cuentas, se trataba de su marido. Aun así, echó mano al camisón y se cubrió el pecho.
– No todo es de la noche anterior -dijo Greg, y el enojo prevalecía sobre la preocupación-. ¿Por qué no me lo dijiste?
– ¿Por qué no te diste cuenta?
– Entonces, ¿la culpa es mía? -una vez más elevó las manos. Era un gesto que Maggie reconocía de cuando practicaba sus alegatos finales. Quizá funcionara con los jurados. Para ella, era un melodrama sin valor, una mera táctica para llamar la atención. ¡Cómo se atrevía a utilizar sus cicatrices para eso!
– No tiene nada que ver contigo.
– Eres mi esposa. Tu trabajo te deja el cuerpo lleno de costurones. ¿Por qué no iba a preocuparme? -su tez pálida se puso púrpura de ira, amplios ronchones que parecían un sarpullido.
– No estás preocupado. Estás furioso porque no te lo he contado.
– Por supuesto que estoy furioso. ¿Por qué no me lo has contado?
Maggie arrojó el camisón sobre la cama para que pudiera ver bien la cicatriz.
– Esto es de hace un mes, Greg -dijo, y deslizó el dedo por el recuerdo que le había dejado Stucky-. Casi todos los maridos se habrían dado cuenta. Pero ya no hacemos el amor, así que ¿cómo ibas a fijarte? Ni siquiera te has percatado de que ya no duermo a tu lado, de que me paso las noches dando vueltas. No te preocupas por mí, Greg.
– Eso es absurdo. ¿Cómo puedes decir que no me preocupo por ti? Por eso precisamente quiero que dejes el FBI.
– Si de verdad te preocuparas, comprenderías lo importante que es mi trabajo para mí. No, te preocupa más la imagen que doy de ti. Por eso no quieres que trabaje fuera de la oficina. Quieres poder decirles a tus amigos y socios que soy un pez gordo del FBI, que tengo un despacho enorme con una secretaria que te hace esperar cuando me llamas. Quieres que me ponga vestiditos sexys en tus selectas fiestas de abogados para así poder presumir de mí, y mis horribles cicatrices no encajan en ese escenario. Pues ésta soy yo, Greg -dijo, con las manos en las caderas, tratando de no prestar atención al escalofrío que sentía en el cuerpo-. Así soy. Puede que ya no encaje en tu estilo de vida de club selecto.
Greg movió la cabeza, como un padre impaciente con su hija descarriada. Ella volvió a tomar el camisón arrugado y se cubrió los senos, sintiéndose vulnerable; había dejado al descubierto algo más que su desnudez.
– Gracias por traerme mis cosas -le dijo en voz baja, con calma-. Ahora quiero que te vayas.
– Bien -se puso la gabardina-. ¿Qué tal si almorzamos juntos cuando te hayas calmado?
– No, quiero que te vayas a casa.
Se la quedó mirando. Sus ojos grises se enfriaron, y sus labios fruncidos reprimieron las palabras de enojo. Maggie se acorazó contra el próximo ataque, pero Greg giró sobre sus talones y salió de la habitación.
Maggie se dejó caer sobre la cama; el dolor del costado sólo era una pequeña contribución a su agotamiento. Apenas oyó el golpe de nudillos en la puerta, pero se preparó para repeler la furia de Greg. Sin embargo, fue Nick el que entró y, nada más verla, giró en redondo.
– Perdona, no sabía que no estabas vestida.
Maggie bajó la vista, y sólo entonces advirtió que únicamente llevaba puestas unas braguitas y el delgado camisón apretado contra el pecho, que apenas cubría nada. Lo miró para asegurarse de que seguía de espaldas a ella y rescató el sujetador de la bolsa para ponérselo con dificultad. Las punzadas del costado entorpecían sus movimientos.
– En realidad, debería ser yo quien se disculpara -dijo, recurriendo al sarcasmo de Greg-. Al parecer, mi cuerpo lleno de cicatrices repugna a los hombres.
Tomó una blusa del montón y metió los brazos por las mangas. Nick le lanzó una mirada por encima del hombro, pero volvió a su posición inicial.
– Dios, Maggie, a estas alturas ya deberías saber que te equivocas de persona al decir eso. Hace días que intento encontrar algo en ti que no me ponga a cien.
Oyó la sonrisa en la voz de Nick. Dejó de abrocharse los botones, porque el levé temblor, la oleada de calor, le impedían continuar. Contempló la espalda de Nick y se preguntó cómo podía hacerla sentirse tan sensual, tan llena de vida, sin ni siquiera mirarla.
– De todas formas, no pretendía importunarte, pero hay un pequeño problema para interrogar al padre Keller.
– Ya lo sé, no tenemos suficientes pruebas.
– No, no es eso -otra mirada para comprobar si ella estaba visible. Maggie tenía los pantalones a medio muslo, pero volvió a mirar hacia la puerta.
– Si no son las pruebas, ¿cuál es el problema?
– Acabo de telefonear a la casa parroquial y he hablado con la cocinera. El padre Keller se ha ido, y Ray Howard también.
En cuanto salieron del ascensor, Timmy reparó en el cartel de Zona Restringida, Sólo Personal Autorizado. El padre Keller no pareció reparar en el cartel. Avanzaba por el pasillo sin vacilar, como si hubiera estado allí muchas veces.
Timmy intentaba no quedarse rezagado, aunque todavía le dolía el tobillo. Casi le dolía más desde que el médico se lo había envuelto en esa tela elástica tan prieta; estaba convencido de que le saldrían más cardenales.
El padre Keller lo miró, y sólo entonces reparó en la cojera.
– ¿Qué te ha pasado en la pierna?
– Creo que me torcí el tobillo anoche, en el bosque.
Timmy no quería pensar en ello, no quería recordarlo. Cada vez que recordaba, volvía a hacérsele un nudo en el estómago. Y, al poco, empezaba a sentir otra vez los temblores.
– Has vivido una experiencia horrible, ¿eh? -el sacerdote se detuvo, dio una palmadita a Timmy en la cabeza-. ¿Quieres contármelo?
– No, mejor no -dijo Timmy sin alzar la mirada. En cambio, se miró sus Nike recién compradas. Eran unas Air Nike, el modelo más caro. El tío Nick se las había regalado aquella misma mañana.
El padre Keller no insistió, no le hizo más preguntas como el resto de los adultos. Timmy se estaba cansando de las preguntas. El ayudante Hal, los periodistas, el médico, el tío Nick, el abuelo, todos querían que les hablara de la pequeña habitación, del desconocido, de la huida. Él ya no quería pensar en eso.
El padre Keller empujó una puerta y pulsó un interruptor. La enorme habitación se iluminó con los parpadeos sucesivos de los fluorescentes.
– Vaya, sí que parece sacado de Expediente X -dijo Timmy, y empezó a deslizar los dedos por los mostradores impecables de acero inoxidable, como el de la mesa que presidía la habitación. Lanzó miradas a su alrededor, hacia los materiales y las herramientas extrañas colocadas por orden sobre las bandejas. Entonces, se fijó en los cajones de la pared-. ¿Es ahí…? -señaló-. ¿Es ahí donde guardan a los muertos?
– Sí, ahí es -dijo el padre Keller, pero parecía distraído. Dejó con cuidado la bolsa de lona en la mesa de metal.
– ¿Está el padre Francis en uno de esos cajones? -susurró Timmy, y se sintió estúpido. A fin de cuentas, nadie podía oírlos.
– Sí, a no ser que ya hayan recogido su cuerpo.
– ¿Recogido?
– Para llevarlo al aeropuerto.
– ¿Al aeropuerto? -Timmy estaba confuso. Nunca había oído hablar de cadáveres que viajaran en aviones.
– Sí, ¿recuerdas que iba a llevar al padre Francis a su lugar de sepultura?
– Ah, ya -Timmy volvió a recorrer las encimeras con la mirada, en aquella ocasión, prestando más atención. Se acercó a mirar mejor, tentado de tocar pero manteniendolas manos a los costados. Algunas herramientas eran afiladas, otras largas, delgadas y serradas. Una de ellas parecía una sierra en miniatura. Nunca había visto unos instrumentos tan extraños. Intentó imaginar para qué servía cada uno.
– He oído que tu padre ha vuelto -dijo el padre Keller, rígido e inmóvil junto a la mesa.
– Sí, y espero que se quede -comentó Timmy sin apenas mirar al sacerdote. Había muchas ampollas, tubos de ensayo interesantes, incluso un microscopio. Quizá pudiera pedir un microscopio para su cumpleaños.
– ¿En serio? ¿Te gustaría que tu padre se quedara?
– Sí, creo que sí.
– ¿No era malo contigo?
Timmy miró al padre Keller. La pregunta lo sorprendió, y se preguntó qué querría decir el padre Keller, pero el sacerdote abrió la cremallera de la bolsa de lona y se quedó absorto mirando el contenido.
– ¿Malo? -preguntó por fin Timmy.
– ¿No te hacía daño? -dijo el padre Keller sin alzar la mirada-. ¿No te hacía cosas desagradables?
Timmy no sabía muy bien a qué cosas desagradables se refería. Sabía que tenía el semblante arrugado, como hacía siempre que estaba confuso. Podía oír a su madre diciendo: «No me mires así o te quedarás con la cara hecha una pasa». Intentó relajarse antes de que el padre Keller se diera cuenta, pero el sacerdote estaba ocupado hurgando en la bolsa.
– Mi padre era casi siempre amable conmigo. A veces, me gritaba.
– ¿Y los cardenales?
Timmy sabía que se estaba sonrojando de vergüenza pero, afortunadamente, el padre Keller no levantó la mirada.
– Me salen con mucha facilidad. La mayoría son de jugar al fútbol.
Del fútbol y de Chad Calloway.
– Entonces, ¿por qué echó tu madre a tu padre de casa? -la voz del padre Keller sorprendió a Timmy. De pronto, era grave, con un ápice de ira, mientras mantenía la mirada clavada en el interior de la bolsa.
Timmy no quería enfadar al padre Keller. Oyó el tintineo del metal y se preguntó qué clase de herramientas guardaría el padre Keller en la bolsa.
– No sé muy bien por qué lo echó de casa. Creo que tuvo algo que ver con una golfa pechugona que tenía de recepcionista -dijo Timmy, tratando de usar las palabras exactas que le había oído decir a su madre.
En aquella ocasión, el padre Keller sí que lo miró, sólo que sus penetrantes ojos azules le produjeron un escalofrío. Normalmente, los ojos del padre Keller eran amables y cálidos, pero de pronto… No, no podía ser. A Timmy se le revolvió el estómago. Se sintió mareado, notó el amargor que le ascendía por la garganta, y reprimió el impulso de vomitar. Los temblores empezaron en las yemas de sus dedos, por su espalda.
– Timmy, ¿te encuentras bien? -preguntó el padre Keller y, de pronto, la preocupación templó sus ojos fríos-. Siento haberte disgustado.
El pánico se le pasó, descendió por la garganta y cayó como plomo en su estómago. Timmy no dejaba de mirar al padre Keller a los ojos, atónito por el cambio drástico que había visto en ellos. ¿O lo había imaginado?
– Timmy -dijo el padre Keller con suavidad-. ¿Crees que tus padres van a reconciliarse? ¿Crees que podréis ser una familia de verdad otra vez?
Timmy tragó saliva, asegurándose de que el sabor y la sensación amargos desaparecían de una vez por todas. Todavía le dolía la tripa. Quizá fuera de haberse tomado la chocolatina con el estómago vacío.
– Espero que sí -contestó-. Echo de menos a mi padre. Solíamos irnos de acampada los dos solos. Me dejaba ponerle el cebo al anzuelo, y hablábamos de cosas. Era divertido. Sólo que mi padre cocina fatal.
El padre Keller le sonrió mientras cerraba la bolsa de lona, sin llegar a sacar nada.
– Por fin os encuentro -dijo el abuelo Morrelli, abriendo la puerta del depósito de cadáveres y sobresaltando tanto a Timmy como al padre Keller-. La enfermera Richards creyó ver que el ascensor bajaba hasta aquí. ¿Qué andáis tramando?
Su abuelo les sonreía desde el umbral. Tenía las manos llenas de bolsas, todas ellas con el logotipo amarillo de Subway. Timmy olía a embutido, a vinagre y a cebolla a pesar del olor abrumador de limpiador que se respiraba en aquella habitación.
– El padre Keller estaba recogiendo al padre Francis para su viaje -Timmy lanzó una mirada al rostro del cura y se alegró al ver que seguía sonriendo; después, se volvió hacia su abuelo-. ¿A que este sitio parece sacado de Expediente X?
Nick redujo el paso al ver el semblante tenso y pálido de Maggie. Le dolía la herida y, cómo no, no se quejaba.
Los viajeros de los viernes habían descendido en bandada sobre el aeropuerto de Eppley. Hombres y mujeres de negocios se apresuraban a volver a sus casas. Turistas de otoño y los que iban a pasar el fin de semana fuera se movían más despacio, arrastrando demasiados trozos de su hogar para alejarse realmente de él.
La señora O'Malley, la cocinera de Santa Margarita, le había dicho a Nick que el vuelo del padre Keller salía a las dos cuarenta y cinco y que iba a acompañar al cuerpo del padre Francis a su lugar de descanso final. Cuando Nick pidió hablar con Ray Howard, la cocinera le dijo que también se había ido.
– A ése no lo he visto desde el desayuno -dijo la mujer-. Siempre está haciendo recados. Dice que son para el padre Keller, pero nunca sé cuándo creerlo. Es muy sigiloso -añadió en un susurro.
Nick intentó pasar por alto los comentarios añadidos. Tenía prisa y no estaba interesado en las paranoias de una anciana de setenta y dos años. Intentó mantenerla centrada en los hechos.
– ¿Dónde van a enterrar al padre Francis?
– En un pueblo de Venezuela.
– ¡En Venezuela! ¡Dios! -la señora O'Malley no debió de oír la exclamación porque, de lo contrario, lo habría regañado por usar el nombre de Dios en vano.
– El padre Francis fue muy feliz allí -le dijo, alegrándose de ser la experta, de tener la atención de Nick-. Fue su primer destino cuando salió del seminario. Una parroquia pequeña de granjeros pobres. No me acuerdo del nombre. Sí, el padre Francis siempre hablaba de aquellos hermosos niños de tez morena, y de cómo algún día confiaba en poder regresar. Lástima que no haya podido ser en otras circunstancias.
– ¿Recuerda si estaba cerca de alguna ciudad importante? -la había interrumpido Nick.
– No, no me acuerdo. Todos esos nombres son tan difíciles de recordar… El padre Keller volverá la semana que viene, ¿no puede esperar hasta entonces?
– No, me temo que no. ¿Sabe el número de vuelo o la compañía?
– No sé si me lo dijo. Puede que la TWA… No, United Airlines. Sale a las dos cuarenta y cinco de Eppley -añadió, como si eso fuera lo único que Nick precisaba saber.
Nick consultó su reloj. Ya casi eran las dos y media. Maggie y él se separaron en los mostradores, enseñando insignias y credenciales para abrirse paso entre las colas y acercarse a las vendedoras. La mujer alta de la TWA se negó a dejarse intimidar por la insignia de un sheriff de condado. Nick lamentaba no tener la influencia de Maggie. En cambio, recurrió a su sonrisa y a los halagos. La expresión rígida de la mujer se fue suavizando, aunque costaba ver el cambio.
– Lo siento, sheriff Morrelli. No puedo revelarle la lista de pasajeros ni darle información sobre los viajeros. Por favor, hay gente esperando.
– Está bien, pero ¿qué me dice de los vuelos? ¿Tienen algún avión que salga para Venezuela dentro de… -volvió a consultar su reloj- diez o quince minutos?
La mujer volvió a mirar la pantalla, tomándose su tiempo a pesar de los suspiros y los ruidos de pies de la cola.
– Tenemos un vuelo a Miami que enlaza con un vuelo internacional a Caracas.
– ¡Estupendo! ¿Cuál es la puerta de embarque?
– La once, pero el vuelo salió a las dos y cuarto.
– ¿Está segura?
– Segurísima. El tiempo es inmejorable y todos los vuelos están saliendo a su hora -miró detrás de él a un hombre bajito de pelo gris que estaba ansioso por entregarle su billete.
– ¿Puede comprobar si había un féretro en ese vuelo? -preguntó Nick, negándose a ceder a pesar del codo que le hundían en la espalda.
– ¿Cómo dice?
– Un féretro, con un cadáver -notaba las miradas que se clavaban en él, repentinamente interesadas-. Lo habrán facturado como equipaje. Estoy seguro de que no voy a violar sus derechos -probó a sonreír. A su espalda, alguien profirió una risita.
A la vendedora no le hizo gracia. Apretó aún más sus delgados labios.
– Sigo sin poder divulgar esa información. Ahora, si hace el favor de echarse a un lado…
– Sabe que puedo pedir una orden judicial y volver esta misma tarde -insistió Nick, dejando atrás la amabilidad. Empezaba a perder la paciencia y se le agotaba el tiempo.
– Buena idea. El siguiente, por favor -dijo la vendedora, y se movió cuando Nick se negó a hacerlo, para poder atender al anciano que estaba detrás de él en la cola. El hombre se abrió paso hasta el mostrador lanzando una mirada de enojo e impaciencia a Nick.
Nick se acercó al mostrador en el que Maggie hablaba con otra vendedora.
– Gracias de todas formas -le dijo a la joven de United Airlines, y lo siguió a un rincón lejos del tránsito de viajeros.
– La TWA tiene un vuelo a Miami que enlaza con otro que va a Caracas -le dijo Nick, esperando ver su reacción.
– Vamos allá. ¿Por qué puerta de embarque? -pero no se movió. Estaba recostada en la pared, como si quisiera recuperar el aliento.
– Salió hace veinte minutos.
– ¿Lo hemos perdido? ¿Estaba Keller a bordo?
– No han querido decírmelo. Puede que necesitemos una orden judicial para averiguarlo. ¿Qué hacemos ahora? ¿Merece la pena ir a Miami, intentar atraparlo antes de que salga el vuelo que va a Caracas? Si consigue huir a Sudamérica, quizá nunca volvamos a encontrarlo. ¿Maggie?
¿Lo estaba escuchando? No era el dolor lo que la distraía. Tenía los ojos clavados en algún punto por encima del hombro de Nick.
– ¿Maggie? -insistió.
– Creo que acabo de encontrar a Ray Howard.
Maggie reconoció la confusión en el rostro de Nick, y notó parte de la suya alojada en algún punto entre la garganta y el pecho. Confusión que rayaba en frustración o quizá, frustración que rayaba en pánico.
– Puede que sólo haya venido a traer al padre Keller al aeropuerto -dijo Nick en voz baja, aunque Howard estaba al otro lado del vestíbulo, demasiado lejos para que pudiera oírlos.
– Yo no suelo llevar equipaje cuando dejo a alguien en el aeropuerto -dijo Maggie. La voluminosa bolsa de lona gris y negra parecía pesada y acentuaba la cojera de Howard. Llevaba sus acostumbrados pantalones marrones bien planchados, camisa blanca y corbata. Una chaqueta de color azul marino sustituía a la de punto.
– Dime otra vez por qué no es un sospechoso -preguntó Nick sin apartar la mirada de Howard.
– La cojera. Tuvo que llevar a los niños en brazos por el bosque. Y Timmy estaba seguro de que el tipo no cojeaba.
Vieron a Howard detenerse a examinar el tablón que anunciaba los vuelos y dirigirse a las escaleras mecánicas.
– No sé, Maggie. Esa bolsa de lona parece muy pesada.
– Cierto -dijo, y echó a andar con paso rápido hacia las escaleras mecánicas, con Nick a su lado.
Howard vaciló en la escalera de bajada hasta poder poner bien el pie antes de montar.
– ¡Señor Howard! -lo llamó Maggie. Howard volvió la cabeza, se aferró a la barandilla y abrió los ojos con sorpresa. En aquella ocasión, un relámpago de pánico destelló en sus ojos de lagarto. Saltó a la escalera mecánica y empezó a correr por los peldaños móviles, abriéndose camino con la bolsa de lona, golpeando y apartando a la gente de su camino.
– Yo iré por la escalera -Nick se alejó hacia la escalera de incendios. Maggie siguió a Howard, sacando el revólver de la funda y sosteniéndolo con el extremo hacia arriba.
– ¡FBI! -gritó, para despejarse el camino.
La velocidad de Howard la sorprendió. Se abrió paso entre la gente, zigzagueando entre carritos de equipaje y saltando por encima de un transportín de mascota olvidado. Empujaba a los viajeros, derribando a una anciana menuda de pelo azulado e irrumpiendo en un grupo de turistas japoneses. No hacía más que mirar a Maggie con la boca abierta y la frente brillante de sudor.
Maggie se estaba acercando, aunque sus propios jadeos la decepcionaban. Optó por no pensar en el fuego que ardía en su costado y que volvía a quemarle el músculo.
Howard se detuvo de improviso, arrebató un carrito de equipaje a una auxiliar de vuelo atónita y se lo arrojó a Maggie. Las maletas salieron despedidas del carro; una de ellas se abrió, y los cosméticos, zapatos, prendas exteriores e interiores se desperdigaron por el suelo. Maggie patinó sobre unas braguitas de encaje, perdió el equilibrio y se cayó en el desorden, aplastando un frasco de maquillaje líquido con la rodilla.
Howard se dirigía al aparcamiento sonriendo y volviendo la cabeza. Ya casi estaba en la puerta, abrazando la bolsa de lona, entorpecido por fin por la cojera. Empujó la puerta justo cuando Nick lo agarraba del cuello de la chaqueta y le daba la vuelta. Howard cayó de rodillas y se cubrió la cabeza con los brazos como si esperara recibir un golpe. Las manos de Nick, sin embargo, no se separaron ni un momento del cuello de su chaqueta.
Maggie se puso en pie a duras penas mientras la auxiliar de vuelo se agachaba para recuperar sus pertenencias. La mirada de Nick reflejaba preocupación por Maggie, aunque seguía sujetando a Howard por el cuello de la chaqueta, inmovilizándolo.
– Estoy bien -le dijo Maggie antes de que se lo preguntara. Pero cuando enfundó el revólver, notó la humedad pegajosa a través de la blusa. Tenía las yemas de los dedos manchadas de sangre cuando sacó la mano.
– Santo Dios, Maggie -Nick se la vio al momento. Ho-ward también, y sonrió-. ¿Qué haces aquí, Ray? -reaccionó Nick, aumentando la presión y convirtiendo la sonrisa de Howard en una mueca.
– He traído al padre Keller. Tenía que tomar un avión. ¿Por qué me perseguían? No he hecho nada malo.
– Entonces, ¿por qué saliste corriendo?
– Eddie me dijo que tuviera cuidado con ustedes dos.
– ¿Eddie?
– ¿Qué llevas en esa bolsa? -los interrumpió Maggie.
– No lo sé. El padre Keller me dijo que ya no la necesitaría. Me pidió que la trajera de vuelta.
– ¿Te importa si echamos un vistazo? -se la arrancó de las manos. Su oposición justificaba la búsqueda. La bolsa era pesada. La colocó sobre una silla próxima, se detuvo y se apoyó en una cabina hasta que se le pasó el mareo-. ¿Seguro que no es tu bolsa? -dijo Maggie al extraer el familiar cárdigan marrón y varias camisas blancas bien planchadas. El semblante de Howard reflejó sorpresa.
Los libros de arte explicaban el peso de la bolsa. Maggie los dejó a un lado, más interesada en la pequeña caja tallada oculta entre varios pares de calzoncillos. Las palabras inscritas eran latín, pero no sabía lo que significaban. El contenido no la sorprendió: un paño de hilo blanco, un pequeño crucifijo, dos velas y un pequeño recipiente de óleo. Alzó la mirada y vio a Nick examinar el contenido con los ojos con frustración. Después, Maggie deslizó la mano por debajo de los recortes de periódicos hasta el fondo de la caja, y extrajo unos calzoncillos de niño enrollados en torno a un reluciente cuchillo filetero.