Martes, 28 de octubre
El día no había ido bien, y Nick lo achacaba a las dos horas que había pasado durmiendo en el sillón de su despacho. Maggie había regresado a la habitación de su hotel a las tres de la madrugada para descansar, ducharse y cambiarse de ropa. En lugar de recorrer los ocho kilómetros que lo separaban de su casa en el campo, Nick se quedó dormido en su escritorio. Durante todo el día, el cuello y la espalda le habían vuelto a recordar que ya sólo le quedaban cuatro años para los cuarenta.
No había duda de que su cuerpo no era el de antes, aunque sus preocupaciones sobre su rendimiento sexual habían disminuido gracias a la agente O'Dell. La noche anterior, en su despacho, al tocarle los labios, al sentir su mirada, la electricidad había saltado. ¡Dios!, daba gracias porque la ducha de la cárcel sólo proporcionara agua fría. Hasta él tenía normas con las mujeres casadas… aunque su cuerpo quisiera cambiarlas.
Por desgracia, se le había agotado el montón de ropa limpia que guardaba en el despacho. Había recurrido al uniforme marrón, una elección apropiada para la conferencia de prensa matutina. Claro que no había servido de mucho. No había tardado en convertirse en un linchamiento, sobre todo, después del titular de Christine de aquella mañana: La oficina del sheriff no investiga pistas del caso Alverez.
Estaba convencido de que Eddie había comprobado dónde vivía la anciana Krichek hacía tiempo, tras su primera llamada. ¿Por qué diablos no se había percatado de que Krichek disfrutaba de una vista perfecta del aparcamiento en el que habían secuestrado a Danny? Dios, había sentido deseos de estrangular a Eddie o, peor aún, de ofrecerlo a los medios como chivo expiatorio. En cambio, lo dejó marchar después de echarle una bronca en privado y hacerle una advertencia.
Diablos, necesitaba a sus ayudantes más que nunca; no era el momento de perder la calma, cosa que casi había hecho en la conferencia de prensa cuando las preguntas se pusieron feas. Pero O'Dell, con su actitud serena y autoritaria, había dado la vuelta a la tortilla. Había retado a los medios a que los ayudaran a encontrar la misteriosa camioneta azul, haciéndolos partícipes de la caza del asesino para que así dejaran de buscar faltas en la oficina del sheriff. Nick no sabía lo que habría hecho sin ella.
Entró en la calle de Christine justo cuando el sol hacía una insólita aparición por un agujero entre las nubes para después hundirse lenta y suavemente tras una hilera de árboles. El viento era más frío de lo normal y las temperaturas prometían seguir bajando.
Maggie se había pasado el trayecto absorta en el archivo Alverez. Tenía fotografías del lugar del crimen y sus propias instantáneas desperdigadas sobre el regazo. Estaba obsesionada con completar su perfil, como si así pudiera salvar a Matthew Tanner. Tras una tarde de pistas contradictorias y una sucesión de testimonios intrascendentes, a Nick lo preocupaba que fuera demasiado tarde. Desde la desaparición de Matthew, ciento setenta y cinco ayudantes, agentes de policía e investigadores independientes habían estado buscando al niño de forma ininterrumpida. Todo había sido en vano. Parecía que se lo hubiera tragado la tierra.
Absorto en sus pensamientos, Nick frenó con brusquedad delante de la casa de Christine, y las fotos salieron despedidas al suelo.
– Perdona -dejó el Jeep en punto muerto y echó el freno de mano, rozando el muslo de Maggie con los dedos. Levantó rápidamente la mano y la alargó para recoger las fotos. Sus brazos se cruzaron, sus frentes entraron en contacto. Nick le pasó las fotografías que había recogido y ella le dio las gracias sin mirarlo. Llevaban esquivándose todo el día; Nick no sabía si era para evitar hablar de su hallazgo sobre el caso Jeffreys o para evitar tocarse.
En el umbral de la casa, el móvil de Maggie empezó a sonar.
– Agente Maggie O'Dell.
Christine los hizo pasar.
– Estaba convencida de que anularías la cita -le susurró a Nick, y lo condujo al salón, dejando a Maggie a solas en el vestíbulo para que pudiera hablar en privado.
– ¿Por tu artículo?
Pareció sorprendida, como si ni siquiera se le hubiera pasado por la cabeza.
– No, porque estás hasta arriba de trabajo. No estarás enfadado por el artículo, ¿verdad?
– Krichek está como una regadera. Dudo que viera nada.
– Es convincente, Nicky; lo que dice tiene mucha lógica. Deberías estar buscando una vieja camioneta azul.
Nick lanzó una mirada a Maggie; podía verla dando vueltas en el vestíbulo. Deseaba poder oír la conversación. De pronto, su deseo se hizo realidad, y la voz airada de Maggie se oyó en el salón.
– ¡Vete al cuerno, Greg! -cerró el teléfono con furia y se lo guardó en el bolsillo. Empezó a sonar de nuevo.
Christine miró a Nick con las cejas enarcadas.
– ¿Quién es Greg? -susurró.
– Su marido.
– No sabía que estuviera casada.
– ¿Por qué no iba a estarlo? -le espetó, y lamentó su brusquedad en cuanto vio la sonrisa de su hermana.
– No me extraña que hayas estado reprimiéndote con ella.
– ¿Qué diablos insinúas?
– Por si no te habías dado cuenta, hermanito, es preciosa.
– También es agente del FBI. Esto es estrictamente profesional, Christine.
– ¿Desde cuándo te ha frenado eso? ¿Te acuerdas de esa bonita abogada de la oficina del fiscal? ¿No era una relación estrictamente profesional?
– No estaba casada -o, si no recordaba mal, al menos, se estaba divorciando.
Maggie volvió a entrar con semblante turbado.
– Perdonadme -dijo, apoyándose en el marco-. Últimamente, mi marido tiene la irritante tendencia de cabrearme.
– Por eso me deshice yo del mío -repuso Christine con una sonrisa-. Nicky, sírvele un poco de vino a Maggie. Tengo que mirar cómo va la cena -le dio una palmadita a Maggie en el hombro al pasar junto a ella.
El vino y las copas estaban en la mesa de centro, delante de él. Llenó dos sin dejar de observar a Maggie por el rabillo del ojo. Daba vueltas por el salón, fingiendo interesarse por el talento decorativo de Christine, pero estaba ausente. Se detuvo delante de la ventana para contemplar el jardín de atrás. Nick tomó las copas de vino y se acercó a ella.
– ¿Estás bien? -le pasó el vino, confiando en poder verle los ojos.
– ¿Alguna vez has estado casado, Nick? -aceptó la copa sin mirarlo, súbitamente interesada en las sombras que engullían el jardín de Christine.
– No, he hecho todo lo posible por evitarlo.
Permanecieron en silencio uno junto al otro. Ella le rozó el brazo con el codo al llevarse la copa a los labios. Nick permaneció inmóvil, disfrutando de la sorprendente subida de temperatura que provocaba el contacto, y ansiando más. Esperó a que continuara, deseando oír cómo su matrimonio se estaba viniendo abajo, pero se avergonzó enseguida de sus pensamientos. Quizá, para justificarse, dijo:
– No he podido evitar darme cuenta de que no llevas alianza.
Maggie se miró la mano; después, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
– Está en el fondo del río Charles.
– ¿Cómo? -sin verle los ojos, no sabía si estaba bromeando.
– Hace un año, más o menos, sacamos un cadáver del río. El agua estaba muy fría; el anillo resbaló de mi mano sin que me diera cuenta.
Mantuvo la mirada al frente, y él la imitó. La oscuridad crecía, y podía ver el reflejo de Maggie en el cristal. Ella seguía pensando en la conversación que había mantenido con su marido. Se preguntó cómo sería el hombre que, en algún momento, había conquistado el corazón de Maggie O'Dell. ¿Pecaría de esnob e intelectual? Nick estaba casi seguro de que no veía el fútbol, de que ni siquiera le gustaban los Packers.
– ¿No la sustituíste por otra?
– No. Creo que, inconscientemente, comprendí que todo lo que debía simbolizar había desaparecido mucho antes de que se cayera al río.
– ¡Tío Nick! -gritó Timmy. Entró corriendo en el salón y saltó a los brazos de su tío, que lo estrechó con fuerza y dio vueltas con él mientras sus piernecitas amenazaban con derribar los adornos desperdigados por el salón.
– ¡Cuidado! -chilló Christine desde el umbral. Después, se dirigió a Maggie-. Es como tener dos niños en casa.
Nick dejó a Timmy en el suelo y desplegó una sonrisa forzada mientras se enderezaba y absorbía el dolor que le recorría la espalda. Dios, cómo aborrecía aquellos recordatorios físicos de que se estaba haciendo viejo.
– Maggie, éste es mi hijo, Timmy. Timmy, ésta es la agente especial Maggie O'Dell.
– Entonces, ¿eres una agente del FBI, como Mulder y Scully en Expediente X?
– Sí, pero no persigo a extraterrestres. Aunque algunas de las personas sobre las que investigo dan mucho miedo.
A Nick siempre lo asombraba el efecto que producían los niños en las mujeres. Deseaba poder embotellarlo. Maggie se recogió el pelo detrás de la oreja y sonrió. Sus ojos centelleaban. Todo su semblante pareció relajarse.
– Tengo unos pósters de Expediente X en mi cuarto. ¿Quieres verlos?
– Timmy, la cena ya está casi lista.
– ¿Tenemos tiempo? -le preguntó Maggie a Christine.
Timmy esperó a que su madre dijera que sí; después, le dio la mano a Maggie y se alejó con ella por el pasillo.
Nick no dijo nada hasta que no los perdió de vista.
– Me alegro de que esté aprendiendo del maestro. Aunque a mí nunca se me ha ocurrido usar el viejo truco de: «¿Te gustaría ver mis pósters de Expediente X?».
Christine puso los ojos en blanco y le arrojó un paño de cocina.
– Anda, ven a ayudarme. Y tráeme a mí también una copa de vino.
Maggie detestaba reconocer que nunca había visto Expediente X. Su estilo de vida le dejaba muy poco tiempo para la televisión o el cine. A Timmy, sin embargo, no pareció importarle. Una vez en su cuarto, presumió de todo, desde las maquetas de Starship Enterprise hasta su colección de fósiles. Uno, dijo con convicción, era un diente de dinosaurio.
La pequeña habitación estaba atestada de objetos. Un guante de béisbol colgaba del poste de la cama. La colcha de Parque Jurásico cubría unos bultos que debían de ser pijamas a juego. En una rinconera, un viejo microscopio sujetaba libros como El rey Arturo, Galaxia de estrellas o Enciclopedia de cromos de béisbol del coleccionista. Las paredes quedaban ocultas por una capa de pósters variopintos, incluido el de Expediente X, otro de los Cornhuskers de Nebraska, StarTrek, Parque Jurásico, y Batman. Maggie recorrió todo con la mirada, no como una agente del FBI sino como una niña de doce años a la que le habían robado aquella parte de su infancia.
Entonces, recordó su conversación con Greg. Le costaba desprenderse de la tensión; la había acusado de descuidar a su propia madre. Maggie le había recordado que era ella la licenciada en psicología. Daba igual. Todavía estaba furioso porque hubiera echado a perder su aniversario y se aferraba a aquel enojo como si fuera un trofeo. ¿Cómo había podido degenerar tanto su relación?
Timmy volvió a darle la mano para conducirla a su cómoda y señalarle el caparazón vacío de un cangrejo cacerola.
– Mi abuelo me la trajo de Florida. Mis abuelos viajan mucho. Puedes tocarla, si quieres.
Maggie deslizó el dedo por la superficie lisa, y reparó en una fotografía colocada detrás del cangrejo. Unas dos docenas de niños con camisetas y pantalones a juego ocupaban el interior de una canoa y el muelle situado detrás. Reconoció al niño de la parte delantera de la canoa y levantó la foto con cuidado de no mover el caparazón. Era Danny Alverez.
– ¿De qué es esta foto, Timmy?
– ¿Ésa? Del campamento de la parroquia. Mi madre me obligó a ir. Pensé que me echaría a perder el verano, pero fue divertido.
– ¿No es este niño Danny Alverez? -lo señaló, y Timmy se fijó un poco más.
– Sí, es él.
– Entonces, ¿lo conocías?
– Sólo de vista. Él estaba en las cabañas Petirrojo; yo, en las Gordolobo.
– ¿No iba a tu iglesia? -examinó los demás rostros.
– No, creo que iba a la iglesia y al colegio que están cerca de la base aérea. ¿Quieres ver mi colección de cromos de béisbol? -ya estaba hurgando en los cajones de la mesilla.
Maggie quería averiguar más cosas sobre el campamento de la parroquia.
– ¿Cuántos niños erais?
– No lo sé. Muchos -dejó una caja de madera sobre la cama y empezó a sacar cromos-. Vienen de todas partes, de iglesias diferentes de todo el condado.
– ¿Sólo es para niños?
– No, también hay niñas, pero su campamento está al otro lado del lago. Por aquí tengo uno de Darryl Strawberry cuando era novato -removió los montones que había desperdigado sobre la cama.
Había dos adultos en la fotografía. Uno era Ray Howard, el conserje de Santa Margarita; el otro, un hombre alto y apuesto, con pelo negro rizado y cara aniñada. Tanto él como Howard llevaban camisetas grises con las palabras «Santa Margarita» escritas delante.
– Timmy, ¿quién es este hombre de la foto?
– ¿Ése? El padre Keller. Es genial. Este año soy uno de sus monaguillos. No todos los niños pueden serlo. Es muy exigente.
– ¿Cómo de exigente? -se cercioró de parecer interesada, no alarmada.
– No lo sé. Se asegura de que somos de fiar y cosas así. Nos trata de forma especial, como para recompensarnos por ser buenos monaguillos.
– ¿En qué consiste su trato especial?
– Va a llevarnos de acampada este jueves y viernes. Y, a veces, juega al fútbol con nosotros. Ah, y cambia cromos de béisbol. Una vez le cambié uno de Bob Gibson por otro de Joe DiMaggio.
Maggie ya estaba dejando la foto en la cómoda cuando otro rostro le llamó la atención. El corazón empezó a latirle con fuerza. En el muelle, medio oculto detrás de un chico más corpulento, Matthew Tanner asomaba su pequeño rostro pecoso.
– Timmy, ¿te importaría prestarme esta foto unos días? Prometo devolvértela.
– Bueno. ¿Llevas pistola?
– Sí -Maggie trató de disimular su nerviosismo. Con cuidado, extrajo la fotografía del marco y reparó en el leve temblor que le había transmitido a los dedos la repentina subida de adrenalina.
– ¿Llevas una ahora?
– Sí.
– ¿Puedo verla?
– Timmy -los interrumpió Christine-. Es hora de cenar; tienes que lavarte las manos -lo esperó con la puerta abierta y le dio un azote con el paño de la cocina cuando el niño salía. Mientras, Maggie se guardó la fotografía en el bolsillo de la chaqueta sin que Christine se diera cuenta.
Después de la cena, Nick insistió en que Timmy y él fregaran los platos. Christine sabía que lo hacía para quedar bien delante de Maggie, pero decidió aprovechar la generosidad momentánea de su hermano pequeño.
Las dos mujeres se retiraron al salón, desde donde apenas se oía la animada conversación sobre el equipo de fútbol de Nebraska. Christine dejó las tazas de café en la mesa de cristal deseando que Maggie se sentara y se relajara. «Deja de ser la agente O'Dell unos minutos», quería gritarle. La había notado inquieta durante la cena y, en aquellos momentos, no paraba de dar vueltas. Tenía las pilas cargadas, aunque parecía agotada, y se distraía con facilidad.
– Ven a sentarte -dijo Christine finalmente, y dio una palmada al sofá, a su lado-. Tengo fama de no parar quieta, pero creo que tú me ganas.
– Perdona. Llevo demasiado tiempo entre asesinos y cadáveres y creo que he perdido los modales.
– Tonterías. Llevas demasiado tiempo con Nicky, nada más.
Maggie sonrió.
– La cena estaba deliciosa. Hacía tiempo que no disfrutaba de una comida casera.
– Gracias, pero he perdido práctica. Era ama de casa hasta que mi marido decidió que le gustaban las recepcionistas de veintitrés años.
Cuando Maggie cruzó el salón para sentarse, escogió la butaca en lugar de sentarse con ella en el sofá. Christine quería decirle a Maggie que no se trataba de malos modales sino de eludir la intimidad a toda costa. Era fácil de reconocer; ella también lo hacía. Desde que Bruce se había ido, había mantenido las distancias con todo el mundo, con la excepción de su hijo.
– ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Platte City?
– El que sea preciso.
No era de extrañar que su matrimonio estuviera en crisis. Como si le hubiera leído el pensamiento, Maggie le explicó:
– Por desgracia, componer el perfil de un asesino lleva tiempo. Estar en su entorno, en su ambiente, ayuda bastante.
– He indagado un poco sobre ti, espero que no te importe. Tienes un historial impresionante: licenciatura en psicología criminal y estudios premédicos, un máster en psicología del comportamiento y beca de estudios forenses en Quantico. Ocho años en el FBI y ya eres una de las primeras expertas en perfiles de asesinos en serie. Si no he calculado mal, no tienes más que treinta y dos años. Debes de estar orgullosa… de haber logrado tanto en tan poco tiempo.
– Supongo que sí, que debería sentirme orgullosa -dijo Maggie, pero lejos de reflejar satisfacción, su mirada parecía atormentada. Aun así, no dio más explicaciones.
– Nicky no lo reconocería, pero sé que agradece tenerte aquí. Todo esto es bastante nuevo para él. Estoy segura de que no imaginaba un horror como éste cuando mi padre lo convenció de que se presentara para sheriff.
– ¿Tu padre lo convenció?
– Iba a jubilarse. Hacía tantos años que era sheriff que no soportaba no ver a otro Morrelli ocupando su puesto.
– Pero ¿y Nick?
– Estaba enseñando en la facultad de Derecho, en la universidad. Creo que le gustaba -Christine se interrumpió. No estaba segura de comprender la relación compleja que existía entre su padre y Nick, y mucho menos de poder explicársela a una tercera persona.
– Tu padre debe de ser un hombre extraordinario -dijo Maggie con sencillez, sin sorpresa ni acusación.
– ¿Por qué lo dices? -Christine la miró con recelo, preguntándose qué le habría contado Nick.
– Para empezar, prácticamente capturó a Ronald Jeffreys él solo.
– Sí, fue todo un héroe.
– También parece ejercer una fuerte influencia sobre Nick y las decisiones que toma.
Sí, sabía algo más. Christine se sirvió un poco más de café, tomándose su tiempo con la leche.
– Creo que nuestro padre sólo quiere que Nick tenga todas las oportunidades que él nunca tuvo.
– ¿Y tú?
– ¿Qué quieres decir?
– ¿No quiere esas mismas oportunidades, esas mismas cosas, para ti?
Christine debía reconocer que O'Dell era buena. Allí estaba, sentada en la butaca de Christine, tomando café y sonsacándole información con mucha calma.
– Quiero a mi padre, aunque sé que es un poco machista. Cualquier cosa fuera de lo normal que yo hiciera lo impresionaba; era chica. Nicky, por el contrario, lo tenía más difícil. Tenía que estar constantemente superándose a sí mismo, tanto si quería como si no. Supongo que, en parte, es por eso por lo que se pone hecho una furia conmigo.
– No, suele ser por lo bocazas que eres -Nick las sobresaltó desde el umbral. Timmy estaba de pie junto a su tío, sonriendo como si estuviera a punto de participar en algo que su madre, en circunstancias normales, censuraría.
Sonó el teléfono, y Christine se levantó con ímpetu. «Salvada por la campana», pensó. Atravesó el salón y descolgó antes del tercer timbrazo.
– ¿Sí?
– ¿Christine? Soy Hal. Perdona que te moleste, ¿está Nick por ahí? -había interferencias. Christine oyó un zumbido, un motor; Hal llamaba desde su coche.
– Sí. Y te debo una, creo que me has salvado de la quema -miró a Nick y le sacó la lengua, haciendo reír a Timmy y echar humo a Nick.
– Eso estaría bien… poder salvar a alguien de la quema -los ruidos no ocultaban la angustia de su voz.
– Hal, ¿te encuentras bien? ¿Qué ocurre?
– ¿Podría hablar con Nick, por favor?
Antes de que Christine pudiera añadir algo más, Nick ya estaba quitándole el teléfono. Se entretuvo cerca de la mesa hasta que Nick la espantó con una mirada.
– Hal, ¿qué pasa? -les dio la espalda y escuchó-. No permitas que nadie toque nada -el pánico estalló en su voz, unido a la urgencia. Maggie reaccionó poniéndose rápidamente en pie. Christine le puso las manos a Timmy en los hombros.
– Timmy, ve a ponerte el pijama.
– Mamá, todavía es pronto.
– Timmy… -el pánico de su hermano era contagioso. El niño se alejó hacia la escalera.
– Hablo en serio, Hal -a continuación, era la furia la que camuflaba el pánico. A Christine no la engañaba; lo conocía demasiado bien-. Acordona la zona, pero no dejes que nadie toque nada. O'Dell está aquí conmigo. Llegaremos dentro de unos quince o veinte minutos -cuando se dio la vuelta, buscó rápidamente los ojos de Maggie mientras colgaba.
– Cielos, han encontrado el cuerpo de Matthew, ¿verdad? -Christine dijo sólo lo que parecía evidente.
– Christine, te lo juro, si publicas una sola palabra… -el pánico y el enojo amenazaban con transformarse en ira.
– La gente tiene derecho a saberlo.
– No antes que su madre. ¿Tendrás, al menos, la decencia de esperar… por su bien?
– Con una condición…
– Por Dios, Christine, ¡escúchate! -le espetó con tanta ira que la obligó a retroceder.
– Prométeme que me llamarás para darme vía libre. ¿Es mucho pedir?
Nick movió la cabeza con desagrado. Christine miró a Maggie, que esperaba junto a la puerta, sin querer interponerse por segunda vez entre hermano y hermana. Después, volvió a mirar a Nick.
– Vamos, Nicky. No querrás que acampe en el porche delantero de la casa de Michelle Tanner, ¿no? -sonrió, sólo para hacerle saber que no hablaba en serio.
– No te atrevas a decírselo a nadie ni a publicar ni una sola palabra hasta que yo no te llame. ¡Y aléjate de Michelle Tanner! -batió un dedo con furia ante su rostro y salió dando zancadas.
Christine esperó a que las luces del Jeep desaparecieran por la esquina del final de la calle. Descolgó y marcó la tecla de la última llamada recibida. Sonó sólo una vez.
– Ayudante Langston.
– Hal, hola, soy Christine -antes de que pudiera hacerle ninguna pregunta, se adelantó-. Nicky y Maggie acaban de salir. Nicky me pidió que siguiera llamando a George Tillie. Ya sabes, hay días que no lo despertaría ni una Tercera Guerra Mundial.
– ¿Ah, sí? -la pregunta estaba cargada de recelo.
– No recuerdo el lugar exacto; ya sabes, para decírselo a George.
Silencio. Maldición, sospechaba de ella. Christine se arriesgó.
– Está saliendo de la carretera de la Vieja Iglesia…
– Eso es -Hal parecía aliviado-. Dile a George que siga un kilómetro y medio después de la señal del parque estatal. Puede dejar el coche en el pasto de Ron Woodson, en lo alto de la colina. Verá los faros en los árboles. Estaremos cerca del río.
– Gracias, Hal. Sé que puede parecer insensible por mi parte pero, por el bien de Michelle, sigo confiando en que se trate de un vagabundo y no de Matthew.
– Sé lo que quieres decir. Pero no hay duda, es Matthew. Tengo que dejarte. Dile a George que tenga cuidado bajando la ladera.
Christine esperó a oír el clic y, después, marcó el número de teléfono de la casa de Taylor Corby.
La ligera capa de nieve refulgía a la luz de los faros del Jeep. Aparcaron en una ladera que daba al río. Unos focos luminosos iluminaban el cúmulo de árboles que había debajo, creando sombras inquietantes, fantasmas de brazos larguiruchos que se mecían al viento.
La temperatura había descendido notablemente en el transcurso de las últimas dos horas. Maggie notaba el frío traspasándole la chaqueta de lana con pequeños cortes afilados. No se le había ocurrido guardar un abrigo en la maleta. Hasta Morrelli tiritaba bajo la chaqueta vaquera. A los pocos segundos de salir del Jeep, tenía copos de nieve prendidos en las pestañas, el pelo y la ropa, que agravaban el frío con la humedad. Para colmo de males, debían recorrer a pie unos cuatrocientos metros. Después de contaminar el lugar del crimen del caso Alverez, Morrelli estaba excediéndose en las medidas de precaución y había dado instrucciones a sus agentes y ayudantes de que establecieran un perímetro muy amplio. Un perímetro que guardaban como centinelas militares.
La maleza era espesa. El barro había empezado a congelarse, creando una capa crujiente. Había una estrecha senda que serpenteaba entre los árboles, y Nick encabezaba la marcha, partiendo ramas. Las que se le escapaban sacudían a Maggie en la cara, pero el frío la había insensibilizado tanto que ya no sentía el contacto.
Las raíces de los árboles sobresalían por debajo de la tierra, y Maggie tropezó en una ocasión. El descenso final a la orilla del río era pronunciado, y tuvieron que agarrarse a ramas, raíces de árboles, plantas trepadoras, cualquier cosa que pudiera sostenerlos. En la ribera, las espadañas y la hierba alta separaban el bosquecillo del agua. Hal fue a su encuentro, y Maggie reparó en el blanco lechoso que había adquirido su tez, normalmente rubicunda. Tenía los ojos llorosos, la actitud silenciosa. Maggie ya lo había visto otras veces: el asesinato de un niño enmudecía momentáneamente a los hombres. Hal los condujo al lugar del crimen mientras Nick le hacía preguntas y él contestaba con inclinaciones de cabeza.
– Bob Weston va a enviar un equipo forense del FBI para recoger pruebas. Nadie más puede traspasar el cordón, nadie. ¿Me has entendido, Hal?
De pronto, Hal se detuvo y señaló. Al principio, Maggie no vio nada. El lugar estaba tranquilo y silencioso a pesar de la presencia de más de dos docenas de agentes desperdigados por el bosquecillo. Los copos de nieve bailaban como luciérnagas a la luz dura de los enormes focos. Entonces, vio el pequeño cuerpo blanco bordeado de sangre en el lecho de hierba coronada de nieve. Tenía el pecho tan pequeño que la equis dentada se extendía desde la base del cuello hasta la cintura. Los brazos yacían a los costados, con los puños cerrados. No había sido preciso atar a aquel niño, demasiado pequeño para representar una amenaza para el asesino.
Dejó a los dos hombres y se acercó despacio, con reverencia. Sí, habían lavado el cuerpo. Se arrodilló a su lado y le quitó con suavidad la nieve de la frente. Sin inclinarse hacia delante, vio la mancha de líquido aceitoso. Le cubría los labios azulados y había otra marca similar entre las aspas de la equis, por encima del corazón.
Parecía tan frágil, tan vulnerable, que quería cubrirlo, protegerlo de la nieve que refulgía sobre su piel gris, cubriendo los cortes y las heridas abiertas.
Llevaba un rato a la intemperie. Ni siquiera el repentino frío podía camuflar el hedor. Maggie reparó en unas pequeñas incisiones en la cara interna del muslo izquierdo, profundas pero sin rastro de sangre. Se las habían infligido estando muerto. Quizá hubiera sido un animal, pensó mientras extraía su pequeña linterna. Las incisiones eran dentelladas, dentelladas humanas, comprendió Maggie, y se solapaban varias veces, como si el asesino lo hubiera mordido en un arrebato de locura o, a propósito, para borrar la huella. Estaban cerca de la ingle, pero no veía ninguna señal en el pene. Era la primera vez que lo hacía. El asesino estaba innovando su rutina, acelerando, volviéndose impulsivo. Había raptado al niño hacía sólo dos días. Algo había cambiado. Quizá los artículos de prensa lo estuvieran poniendo nervioso.
Se sentó de rodillas, sintiendo un mareo y náusea re- pentinos. Ya nunca se indisponía en los lugares del crimen. Años atrás, cuando dejó de vomitar al ver y oler cadáveres, pensó que había concluido su etapa de iniciación. ¿Acaso Albert Stucky había desmantelado su sistema defensivo, había horadado su armadura? ¿O su maldad la había hecho humana otra vez? ¿Le habría enseñado a sentir de nuevo?
Se estaba poniendo en pie cuando lo vio. Un trozo rasgado de papel asomaba entre los minúsculos dedos. Matthew Tanner tenía algo firmemente sujeto en el puño. Volvió la cabeza y vio a Nick y a Hal donde los había dejado, de espaldas a ella, viendo descender por la ladera arbolada a cinco hombres con cortavientos del FBI.
Con la mayor suavidad posible, Maggie le abrió los dedos, rígidos e inflexibles en las etapas avanzadas del rigor mortis. El trozo de papel era, en realidad, una esquina rasgada de cartulina. Sin necesidad de examinarla de cerca, supo lo que era. Hacía escasas horas había visto docenas de cartulinas semejantes desparramadas sobre la cama de Timmy Hamilton. Ligeramente arrugada en el puño de Matthew Tanner se encontraba la esquina de un cromo de béisbol, y Maggie tenía una idea bastante clara de a quién pertenecía.
El equipo forense trabajaba deprisa ante la amenaza de un nuevo enemigo. La nieve arreciaba y caía en copos grandes y húmedos, cubriendo hojas y ramas, adhiriéndose a la hierba y enterrando pruebas valiosas.
Maggie y Nick habían buscado el cobijo de los árboles que bordeaban el sendero. Maggie no podía creer que hiciera tanto frío. Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta, intentando no arrugar la fotografía que Timmy le había prestado. Esperaban en silencio a que Hal les llevara una manta, otra chaqueta, cualquier cosa de abrigo. Estaban tan cerca el uno del otro que Maggie notaba el aliento de Nick en el cuello, y la tranquilizaba saber que todavía podía sentir a pesar del frío.
– Será mejor que volvamos -dijo Nick-. Aquí ya no pintamos nada -se frotaba los brazos, se balanceaba sobre los pies. Maggie oía el suave castañeteo de sus dientes.
– ¿Quieres que te acompañe a casa de Michelle Tanner? -se subió el cuello de la chaqueta, pero no servía de nada.
– Dime si crees que me estoy escaqueando -vaciló mientras ordenaba sus pensamientos-. Me gustaría esperar a mañana, en parte para no despertarla en mitad de la noche. Además, todavía tardarán en trasladar el cuerpo al depósito de cadáveres y, por muy doloroso que sea, querrá verlo. Laura Alverez insistió en identificar a Danny; no me creyó hasta que no lo vio con sus propios ojos.
Tenía los ojos llorosos por el viento y los recuerdos. Maggie vio que se pasaba la manga por la cara.
– No, no te estás escaqueando. Parece razonable. Por la mañana, tendrá más personas en las que apoyarse. Y, sí, cuando terminen aquí, ya habrá amanecido.
– Voy a decirles que nos vamos -empezaba a andar hacia el equipo forense cuando Maggie vio algo y lo agarró del brazo. A no más de cinco metros de distancia, detrás de Nick, había un par de huellas… de pies desnudos, recién estampadas en la nieve.
– Nick, espera -susurró-. Está aquí -el corazón empezó a latirle en los oídos. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Claro, era lógico.
– ¿Qué dices?
– El asesino. Está aquí -le retuvo el brazo, hundiendo las uñas en la chaqueta vaquera para inmovilizarlo y relajarse. Recorría la zona con los ojos mientras intentaba no girar el cuerpo para no alertar al asesino.
– ¿Lo ves?
– No, pero está aquí -dijo, mirando con cuidado a su alrededor, para asegurarse de que no podía oírla-. Intenta mantener la calma y hablar en voz baja. Podría estar observándonos.
– O'Dell, creo que el frío te ha helado el cerebro -Nick la miraba como si estuviera loca, pero obedeció sus instrucciones y habló en voz baja-. Hay más de dos docenas de ayudantes y agentes de policía rodeando esta zona.
– Justo detrás de ti, junto a ese árbol que tiene un nudo enorme. Hay huellas de pies desnudos en la nieve -suavizó la presión de la mano para dejarlo mirar.
– ¡Santo Dios! -lanzó miradas a su alrededor antes de volver a clavar sus ojos en ella-. Con la nieve que está cayendo, son muy, muy recientes. De hace unos minutos. El muy hijo de perra podría estar detrás de nosotros. ¿Qué diablos hacemos?
– Tú quédate aquí. Espera a Hal. Yo echaré a andar por el camino como si regresara hacia los coches. Todavía debe de estar dentro del perímetro de tus hombres. Desde arriba quizá pueda verlo.
– Te acompañaré.
– No, se dará cuenta si está mirando. Espera a Hal. Os necesitaré a los dos como respaldo. Manten la calma e intenta no mirar a tu alrededor.
– ¿Cómo sabremos dónde estás?
Maggie mantuvo la voz serena y regular, sintiendo la avalancha de adrenalina en las venas.
– Dispararé al aire. No permitas que ninguno de tus hombres me dispare.
– Como si pudiera controlarlo.
– No bromeo, Morrelli.
– Yo tampoco.
Maggie lo miró. No bromeaba y, fugazmente comprendió lo estúpido que podría ser andar a hurtadillas en un bosquecillo lleno de policías armados. Pero si el asesino seguía allí, no podía vacilar. Y estaba allí, estaba observando. Lo presentía. Era parte de su ritual.
Echó a andar por el sendero. Tenía los zapatos planos rebozados de nieve, por lo que el ascenso resultaba aún más resbaladizo. Se aferró a ramas, raíces de árboles y plantas trepadoras. A los pocos minutos, estaba sin resuello. La adrenalina latía por sus venas, impulsando su cuerpo aterido.
Por fin la tierra se allanó lo bastante para permitirle estar de pie sin ayuda. Se encontraba casi al borde del perímetro. Podía oír la cinta amarilla restallando al viento. Se desvió del camino y se dirigió a la gruesa maleza. Desde aquella altura, podía ver a Nick en la linde del bosquecillo; Hal se estaba reuniendo con él. Entre los árboles y el río, el equipo forense trabajaba deprisa, cerniéndose sobre el pequeño cuerpo y llenando de pruebas pequeñas bolsas de plástico. Tras ellos, entre las espadañas y la hierba alta, Maggie podía ver el río fluyendo a gran velocidad.
Avistó un movimiento entre los árboles, más abajo, y se quedó inmóvil. Aguzó el oído, tratando de escuchar más allá del martilleo de su corazón y de su respiración agitada. ¿Lo habría imaginado?
Una rama se rompió a no más de treinta metros de distancia ladera abajo. Entonces, lo vio. Tenía la espalda apretada contra un árbol. En las sombras de los focos, parecía una extensión de la corteza; se fundía con ella, alto, delgado, y negro de la cabeza a los pies desnudos. Estaba observando, volviéndose e inclinándose para ver trabajar al equipo forense. Empezó a desplazarse de árbol a árbol, agazapándose, ágil y silencioso como un animal merodeando a su presa. Se deslizaba ladera abajo, rodeando el lugar del crimen. Se disponía a marcharse.
Maggie se abrió paso entre la maleza. Con las prisas, la nieve y las hojas crujían bajo sus pies. Las ramas se rompían provocando explosiones de sonidos, pero nadie la oyó, ni siquiera la sombra que avanzaba deprisa y en silencio hacia la orilla del río.
El corazón le golpeaba las costillas, y la mano le tembló cuando desenfundó la pistola. No era más que el frío, se dijo. Era dueña de sí. Podía hacerlo.
Lo siguió sin perderlo de vista. Las ramas le arañaban la cara y le tiraban del pelo o se le clavaban en las piernas. Se cayó y se dio un golpe en el muslo contra una roca. Cada vez que el asesino se detenía, ella lo imitaba y apretaba su cuerpo contra un árbol, confiando en que las sombras la ocultaran.
Estaban en terreno llano, justo al borde del bosque. Habían dejado al equipo forense a su espalda; Maggie los oía llamándose unos a otros. El asesino se estaba abriendo camino hacia el perímetro, empleando los árboles para camuflarse. De pronto, se detuvo y volvió la cabeza hacia ella. Maggie se refugió detrás de un árbol y se apretó contra la corteza áspera y fría. Contuvo el aliento. ¿La había visto? El viento giraba en remolino en torno a ella, emitiendo un gemido fantasmal. El río estaba tan cerca que oía el fragor del agua y olía la podredumbre húmeda que arrastraba.
Maggie se asomó por detrás del árbol. No podía verlo; se había ido. Aguzó el oído, pero sólo oía voces detrás de ella. Delante, reinaba el silencio. El silencio y la negrura.
Sólo habían transcurrido unos segundos; no podía haber desaparecido. Rodeó el árbol y escudriñó la oscuridad. Vio moverse algo y apuntó con su pistola, estirando los brazos. No era más que una rama que se balanceaba al viento. Pero ¿había algo, o alguien, escondiéndose detrás? A pesar del frío, tenía las palmas sudorosas. Avanzó despacio y con cuidado, manteniéndose pegada a los árboles. Allí el río fluía muy cerca, no había hierba ni espadañas separando el borde del bosque de la orilla, sólo un pronunciado terraplén de un metro de ancho. Junto a él, el agua bajaba espesa y veloz, salpicada de formas y sombras espeluznantes que flotaban en la corriente.
De pronto, oyó romperse una rama. Lo oyó correr antes de verlo, una explosión de sonido se acercaba a ella. Se dio la vuelta y disparó al aire justo cuando él emergía de la maleza, una enorme sombra negra que arremetía contra ella. Apuntó, pero la derribó antes de que Maggie pudiera apretar el gatillo, y los dos se precipitaron al río.
El agua fría la hirió como un millar de mordiscos de serpiente. Maggie se aferró a la pistola y levantó el brazo para disparar a la masa negra que estaba a un metro escaso de distancia. Sintió un latigazo de dolor en el hombro, pero volvió a intentarlo. Entonces, notó el metal clavándose en su cuerpo, y advirtió que había caído sobre un montón de basura. Era lo que impedía que la corriente la arrastrara. Y algo le estaba desgarrando el hombro. Intentó soltarse, pero el objeto se hundió aún más en la carne, desgarrándola. Entonces, vio la sangre resbalando por la manga, cubriéndole la mano y la pistola.
Oyó voces por encima de su cabeza, personas gritándose unas a otras. El alud de pasos se detuvo con brusquedad, y media docena de linternas iluminaron la orilla, cegándola. Maggie volvió a moverse, a pesar del dolor, lo justo para buscar la sombra flotante con la mirada. Pero ya no había nada en la superficie del río. El asesino se había ido.
El agua helada lo entumecía, le quemaba la piel, y sus pulmones amenazaban con estallar. Contuvo el aliento y se mantuvo sumergido justo por debajo de la superficie. El río lo arrastraba con sacudidas violentas. No combatió su fuerza, su velocidad; dejó que lo acunara, que lo aceptara como algo suyo. Que lo volviera a rescatar.
Estaban cerca, tanto que podía ver las luces de las linternas bailando sobre la superficie. A su derecha, a su izquierda, justo por encima de su cabeza… Oía voces llenas de pánico y confusión.
Nadie se zambulló para ir tras él, nadie se atrevió a sumergirse en las aguas negras. Sólo la agente especial O'Dell, y ya no iba a ir a ninguna parte. Se había enredado limpiamente en el pequeño regalo que había encontrado para ella. Se lo tenía merecido por pensar que podía superarlo en ingenio, seguirlo a hurtadillas y atraparlo. La muy zorra tenía lo que se merecía.
Las linternas la encontraron y, muy pronto, los hombres de la orilla dejarían de buscarlo. Asomó la cara a la superficie para respirar. El pasamontañas negro y mojado se adhería a su cara como una telaraña, pero no se atrevió a quitárselo.
La corriente lo arrastraba. Vio a los hombres bajar el terraplén torpemente, sombras estúpidas y resbaladizas que bailaban a la luz. Sonrió, complacido consigo mismo. La agente especial O'Dell detestaría que la rescataran. ¿La asombraría saber cuánto sabía de ella? De aquella mujer maligna que creía ser su Némesis. ¿Realmente esperaba escarbar en su cerebro sin que él la correspondiera con el mismo servicio? Por fin, un adversario digno para mantenerlo alerta, no como aquellos pueblerinos.
Algo flotaba a su lado, pequeño y negro. Sintió un aleteo de pánico en el estómago hasta que advirtió que no estaba vivo. Atrapó el objeto de plástico duro. Se abrió, y se encendió una luz que lo sobresaltó. Era un teléfono móvil. ¡Qué pena que se echara a perder! Se lo guardó en el bolsillo de los pantalones.
Maniobró para acercarse a la orilla. En cuestión de segundos, encontró la marca. Se aferró a la rama torcida que colgaba sobre el agua; crujió bajo su peso, pero no se resquebrajó.
Notaba los dedos ateridos mientras usaba la rama para encaramarse a la orilla. Le dolían los brazos. Otro paso, unos cuantos centímetros más. Sus pies tocaron tierra, tierra helada y cubierta de nieve, pero ya tenía los pies insensibles. Las plantas callosas eran expertos navegantes. Surcó el mar de hierba helada, jadeando para recuperar el aliento, pero sin aminorar el paso. Los copos de nieve plateada flotaban como diminutos ángeles que estuvieran bailando con él, corriendo con él.
Encontró su escondite. Las ramas de los ciruelos se inclinaban bajo el peso de la nieve, dando un efecto de cueva al denso dosel. En aquel momento, un timbre inesperado lo puso nuevamente frenético. Enseguida comprendió que se trataba del teléfono que vibraba en sus pantalones. Lo sacó y lo sostuvo en alto durante dos o tres timbrazos, mirándolo con fijeza. Por fin, lo abrió. Volvió a encenderse, y los timbrazos cesaron. Alguien estaba gritando.
– ¡Oiga!
– ¿Sí?
– ¿Es el teléfono de Maggie O'Dell? -inquirió la voz. El hombre estaba tan enojado que se le pasó por la cabeza colgar.
– Sí, se le ha caído.
– ¿Puedo hablar con ella?
– Ahora mismo está ocupada -dijo, a punto de reír.
– Pues dígale que su marido, Greg, la ha llamado, y que su madre está grave. Tiene que llamar al hospital. ¿Me ha entendido?
– Claro.
– No lo olvide -le espetó el hombre, y colgó.
Sonrió, todavía con el teléfono pegado a la oreja, y escuchó el tono de marcado. Pero hacía demasiado frío para disfrutar de su nuevo juguete. Se despojó de los pantalones negros de deporte, de la sudadera y del pasamontañas, y los arrojó en la bolsa de plástico sin ni siquiera escurrirlos. Se le formaron cristales de hielo en el vello húmedo de brazos y piernas antes de que pudiera secarse y ponerse unos vaqueros y un grueso jersey de lana. Después, se sentó en el estribo para atarse las zapatillas de tenis. Si seguía nevando así, tendría que calzarse. No, el calzado le impediría maniobrar en el río; era como un ancla. Además, detestaba ensuciarse las zapatillas.
Habría preferido entrar en el cálido y confortable Lexus, pero alguien podría haber reparado en su ausencia aquella noche. Subió a la vieja camioneta, arrancó el motor y condujo hacia su casa, temblando y parpadeando mientras el único faro del vehículo hendía la negrura.
Le había parecido buena idea: su casa se hallaba a poco más de un kilómetro de distancia, y ella estaba calada hasta los huesos y sangrando. De pronto, Nick no estaba tan seguro de su acierto. Mientras colgaba las prendas de Maggie en el cuarto de la ropa para que se secaran, tocó el suave encaje del sujetador y no pudo evitar imaginarlo lleno. Era absurdo, teniendo en cuenta lo ocurrido en las últimas horas. Sin embargo, la suave fragancia de Maggie lo calmaba, lo tranquilizaba, por no decir que lo excitaba.
La había dejado en el cuarto de baño principal, en la planta de arriba, mientras él se duchaba abajo y encendía la chimenea. Sacó una camisa limpia de la secadora y forcejeó con los botones. Se sentía como un colegial incapaz de controlar las reacciones de su cuerpo. Era una locura. Después de todo, no era la primera vez que tenía a una mujer desnuda en su casa. Había habido muchas. Demasiadas.
El botiquín estaba bien provisto, fruto de la paranoia de su madre. Se llenó los brazos de bolitas de algodón, alcohol, gasa, agua oxigenada y una lata de salvia que debía de tener la misma edad que su madre, y montó su puesto de enfermería junto al fuego. Añadió almohadones y mantas. La calefacción volvía a hacer un ruido sordo; tendría que haberla revisado. Llenó la chimenea de troncos, y el resplandor dorado y tibio de las llamas templó aún más la habitación. Claro que no podía compararse con el fuego que lo abrasaba por dentro. Por una vez, haría caso omiso de sus hormonas y se portaría como un caballero. Así de sencillo.
Se volvió y la vio bajando la escalera. Llevaba puesto el viejo albornoz de felpa de Nick. La prenda se abría con cada paso que daba, dejando al descubierto unas pantorrillas moldeadas y, a veces, un atisbo de muslo firme y sedoso. No, aquello distaría de ser sencillo.
Maggie tenía el pelo húmedo y brillante, y las mejillas sonrosadas por el exceso de agua caliente. Caminaba despacio, casi con vacilación. La ducha parecía haber arrastrado sus defensas; Nick vislumbraba una vulnerabilidad oculta en aquellos exuberantes ojos castaños.
En cuanto vio su arsenal de medicinas, movió la cabeza y los desechó con un ademán.
– Creo que me he lavado todas las heridas. No es necesario.
– O dejas que te cure o te llevo al hospital -Maggie se había caído sobre una maraña de alambres y postes astillados que se habían quedado anclados en el río-. Compláceme, ¿quieres? Ese alambre estaba lleno de óxido. ¿Cuándo te pusieron la antitetánica por última vez?
– Debe de estar al día. El FBI nos obliga a vacunarnos cada tres años, tanto si lo necesitamos como si no. Oye, Morrelli, te lo agradezco, pero estoy bien. De verdad.
Nick destapó el alcohol y el agua oxigenada, sacó bolitas de algodón y señaló el diván que tenía delante.
– Siéntate.
Creyó que volvería a negarse, pero quizá estuviera demasiado cansada para discutir. Se sentó, se aflojó el cinturón del albornoz, vaciló, y dejó que la prenda le resbalara por el hombro mientras se la ceñía a la altura del pecho.
Al instante, lo distrajo aquella piel tersa y cremosa, la redondez inicial de sus senos, la curva del cuello, el olor fresco del pelo y de la piel. Estaba un poco mareado, y duro como una piedra. ¿Cómo podría tocarla y no desear hacer algo más? Era una estupidez. Debía concentrarse y hacer caso omiso de su erección por una vez en la vida.
Alrededor de media docena de marcas triangulares y sangrientas mancillaban la hermosa piel de Maggie, empezando en la parte superior del hombro y descendiendo por el omóplato y el brazo. Algunas eran profundas y sangraban. En un punto, se le había desgarrado la piel. Nick acercó el algodón empapado en alcohol a la primera herida y ella se apartó de dolor. Sin embargo, no hizo ningún ruido.
– ¿Estás bien?
– Sí. Acabemos de una vez.
Intentó limpiarle con suavidad las heridas. Aun así, ella hacía muecas de dolor. Después, aplicó gasa y esparadrapo a los pequeños desgarrones que seguían sangrando.
Cuando terminó, deslizó la palma abierta de la mano por el hombro y prolongó la lenta caricia hacia el brazo, dejando que sus dedos fueran la envidia de sus labios. Notó que Maggie temblaba levemente y que enderezaba la espalda, alertando a su cuerpo del peligro o reaccionando a la electricidad. Nick alargó el contacto de su mano, disfrutando de aquella piel sedosa. Después, con suavidad, con desgana, cubrió con el albornoz la hermosa piel marcada. Ella vaciló, como si la hubiera sorprendido, como si esperara algo más. Después, se cerró mejor la bata y se ajustó el cinturón.
– Gracias -dijo sin mirarlo.
– Todavía quedan unas horas hasta que amanezca. He pensado que podíamos descansar aquí, junto al fuego. ¿Puedo traerte algo, chocolate caliente, coñac?
– Una copa de coñac no me vendría mal -se levantó del diván y se sentó en la alfombra que se extendía delante de la chimenea, recostándose sobre los cojines y cerrándose el albornoz en torno a sus piernas.
– ¿Y algo de comer?
– No, gracias.
– ¿Seguro? Podría hacerte una sopa. O un sandwich.
Ella le sonrió.
– ¿Por qué siempre quieres darme de comer, Morrelli?
– Seguramente, porque no puedo hacer contigo lo que realmente me gustaría hacer.
La sonrisa desapareció, y el rubor afloró en sus hermosas mejillas. Nick sabía que se estaba comportando de un modo totalmente inaceptable, pero lo único que podía preguntarse era si ella estaría sintiendo el mismo fuego que él. Finalmente, Maggie bajó los ojos, y él se retiró a la cocina aprovechando que todavía podía moverse.
La fotografía que Maggie se había sacado del bolsillo de la chaqueta estaba doblada y arrugada. Las esquinas se rizaban a medida que se secaba, y la pelusa del bolsillo del albornoz se adhería a su acabado brillante. Al menos, no había desaparecido en el agua oscura como su móvil. Parecía destinada a perder cosas en el fondo de ríos y lagos.
Nick se estaba demorando en la cocina, y se preguntó si se habría decidido a preparar un sandwich. Su último comentario la había dejado turbada, aunque se estaba comportando como un perfecto caballero. No tenía nada que temer de él, pese a estar envuelta en su bata y reclinada sobre almohadones que olían ligeramente a su aftershave.
Mientras le lavaba las heridas, Maggie había agradecido cada latigazo de escozor. Era lo único que había evitado que su mente disfrutara del tacto de Nick. Cuando terminó pasándole la mano por el hombro y el brazo, se quedó casi sin aliento, deseando que la caricia continuara. No podía evitar imaginar lo que habría sentido si sus manos firmes hubieran descendido lentamente hacia sus senos.
Oyó a Nick entrar en el salón y se llevó la mano al rostro. Estaba otra vez sonrojada, pero el fuego podía explicarlo. Lo que el calor no explicaba era su respiración entrecortada. Se serenó y eludió mirarlo mientras él se acercaba.
Nick le pasó una copa de coñac y se sentó a su lado.
– ¿Ésa es la foto de la que me hablaste? -la señaló con la cabeza mientras retiraba un edredón del sofá y empezaba a envolver las piernas de ambos con él, como si fuera natural que estuvieran acurrucados juntos delante de la chimenea. Aquella acción íntima disparó el calor que Maggie notaba en el rostro a otros lugares de su cuerpo. Quizá él lo percibiera, porque empezó a explicarse, avergonzado-. La calefacción no está funcionando muy bien; tengo que llamar para que la revisen. No esperaba que hiciera tanto frío en octubre.
Maggie le pasó la fotografía. Con las dos manos en torno a la base de la copa, hizo girar el líquido ámbar, inspiró su dulce y recio aroma y tomó un sorbo. Cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás sobre los suaves cojines y disfrutó de la quemazón que se deslizaba por su garganta. Unos sorbos más la liberarían de la sensación de incomodidad. Era durante esos momentos iniciales de leve mareo cuando comprendía por qué había escogido su madre aquel escape; el alcohol tenía el poder de nivelar la tensión y disolver sentimientos no deseados. No había dolor si no podía sentirlo. El sufrimiento no existía si uno estaba demasiado aturdido para notarlo.
– Reconozco -dijo Nick, interrumpiendo su grato descenso al aturdimiento- que es demasiada casualidad. Pero no puedo llevar a Ray Howard a la comisaría para interrogarlo así, sin más.
Maggie abrió los ojos de par en par, y se incorporó.
– Howard no. El padre Keller.
– ¿Qué? ¿Te has vuelto loca? No puedo llevar a un cura a la comisaría. ¿Crees que un sacerdote católico sería capaz de asesinar a niños pequeños?
– Encaja en el perfil. Tengo que averiguar más datos sobre su pasado, pero sí, creo que un cura es capaz de matar.
– Yo no, es una locura -rehuyó la mirada de Maggie y bebió coñac a grandes sorbos-. El pueblo entero me colgaría de los pulgares si llevara a un cura a la comisaría. Sobre todo, a este tal padre Keller. Es como Superman con alzacuello. Dios, O'Dell, vas muy descaminada.
– Escúchame un minuto. Tú mismo dijiste que todo in dicaba que Danny Alverez no se resistió. Keller era una persona a la que conocía y en quien confiaba. El padre Francis nos dijo que no era probable que un laico educado después del concilio Vaticano II, es decir, cualquier persona menor de treinta y cinco, supiera cómo dar la extremaunción, a no ser que esa persona hubiese recibido alguna formación.
– Pero este tipo es un héroe con los niños. ¿Cómo podría hacer algo así sin que se le notara?
– Los que conocieron a Ted Bundy jamás sospecharon nada. Oye, también encontré un trozo de un cromo de béisbol en la mano de Matthew. Timmy me dijo esta noche que el padre Keller cambia cromos de béisbol con ellos.
Nick se pasó la mano por los mechones húmedos de la frente, y ella pudo oler el mismo champú que había usado en el cuarto de baño. Lo vio recostarse en los almohadones, apoyar la copa sobre su pecho y hacer girar el poco coñac que le quedaba.
– Está bien -dijo por fin-, indaga lo que puedas sobre él, pero necesitaré algo más que una fotografía y un trozo de cromo de béisbol para interrogarlo. Mientras tanto, haré algunas averiguaciones sobre Howard. Tienes que reconocer que es un poco raro. ¿Qué tipo se vestiría con camisa y corbata para limpiar una iglesia?
– No es un delito vestirse de forma inadecuada para el trabajo. De ser así, a ti te habrían detenido hace tiempo, Morrelli.
Nick le lanzó una mirada, pero no pudo ocultar la sonrisa que le elevó la comisura de los labios.
– Mira, es tarde, y los dos estamos agotados. ¿Qué tal si intentamos dormir un poco? -apuró la copa y la dejó a un lado, sobre el suelo. Estiró las piernas por debajo del edredón, tomó un mando a distancia de una mesa auxiliar, apretó unos cuantos botones y las luces se suavizaron. A Maggie le hizo gracia aquel pequeño juguete para sus revolcones románticos delante del fuego. ¿Por qué se sentía casi decepcionada por no ser una de sus aventuras de una noche?
– Debería regresar al hotel.
– Vamos, O'Dell, todavía tienes la ropa mojada. En las etiquetas pone que hay que lavarlas en seco; no podía meterlas en la secadora. Oye, estoy demasiado cansado para sobrepasarme, si es eso lo que te preocupa -se puso cómodo sobre los almohadones, con su cuerpo próximo al de ella.
– No, no es eso -dijo Maggie, extrañándose de sentir cansancio. Todos los músculos, todas las terminaciones nerviosas, parecían reaccionar a la proximidad de Nick. ¿Sería capaz de resistirse si se sobrepasaba? ¿Acaso ya no sentía nada por Greg? ¿Qué diablos le pasaba? Resultaba sumamente irritante-. Es que no suelo dormir mucho. No querría que te desvelaras por mi culpa.
– ¿Cómo que no duermes? -se tumbó junto a ella, con su cabeza casi rozándole el brazo. Cerró los ojos, y ella se fijó en lo largas que tenía las pestañas.
– Hace más de un mes que no logro pegar ojo. Y, cuando lo hago, tengo pesadillas.
Nick la miró, pero mantuvo la cabeza sobre la almohada.
– Imagino que, con las cosas que ves, resulta difícil no tener pesadillas. ¿Es por algo en concreto que te ha ocurrido?
Maggie lo miró. Estaba acurrucado debajo del edredón. A pesar de la sombra de la barba, tenía un aspecto aniñado. De pronto, se incorporó sobre un codo, y la camisa medio abrochada se le abrió y dejó al descubierto su pecho musculado y los rizos de vello oscuro. La imagen aniñada desapareció rápidamente, y se imaginó deslizando la mano dentro de su camisa, explorando su cuerpo. Tenía que parar; aquello era absurdo. De pronto, advirtió que la estaba mirando con preocupación, aguardando una respuesta.
– ¿Ocurrió algo? -repitió.
– Nada de lo que me apetezca hablar.
Se la quedó mirando como si quisiera leerle el pensamiento. Después, se incorporó.
– Creo que tengo un remedio contra las pesadillas. Funciona cuando Timmy viene a dormir a casa.
– Entonces, no puede ser más coñac.
– No -sonrió-. Te abrazas a alguien con todas tus fuerzas mientras te quedas dormida.
Maggie lo miró a los ojos.
– Nick, no me parece buena idea.
Él volvía a estar serio.
– Maggie, no se trata de un truco barato para estar cerca de ti. Sólo quiero ayudar. ¿Me dejas? ¿Qué puedes perder?
Al ver que ella no contestaba, se acercó y la rodeó con el brazo despacio, como si quisiera darle amplias oportunidades para protestar. Cuando vio que no lo hacía, le puso la mano en el hombro y la atrajo con suavidad hacia él para que apoyara la cara en su pecho. Maggie oyó el fragor del corazón de Nick. Su vello áspero y rizado resultaba deliciosamente suave y recio al contacto con la piel de su mejilla, y tuvo que resistir la tentación de deslizar los dedos sobre su torso. Nick apoyó la barbilla en lo alto de la cabeza de ella, y su voz vibró junto a sus cabellos.
– Ahora, relájate -le dijo-. Imagínate que nada puede afectarte si no me afecta a mí primero. Aunque no puedas dormir, cierra los ojos y descansa.
¿Cómo iba a dormir cuando todo su cuerpo estaba vivo, alerta y ardiendo allí donde él la tocaba?
Maggie se despertó atontada, sintiendo pesados los brazos y las piernas. Hacía frío. El fuego se había apagado, y Nick ya no estaba a su lado. Paseó la mirada por la habitación a oscuras y lo vio durmiendo en el sofá. Le llamó la atención un parpadeo de luz al otro lado de la ventana. Se incorporó.
Volvió a verlo. Una sombra oscura pasaba delante de la ventana con una linterna. El corazón empezó a latirle con fuerza; el asesino los había seguido desde el río.
– Nick -susurró, pero vio que no se movía. ¿Dónde había dejado la pistola?-. ¡Nick! -insistió. Tampoco hubo respuesta.
La sombra desapareció. Maggie avanzó arrastrándose hacia el pie de la escalera, sin apartar la vista de la ventana. La habitación estaba iluminada únicamente por el resplandor espectral de la luna. Se había quitado la pistola al entrar, antes de subir la escalera, y la había dejado en un velador. El velador ya no estaba, ¿qué había sido de él? Lanzó miradas por toda la habitación. Hacía frío, tanto, que le temblaban las manos.
Entonces, oyó el movimiento y el clic del pomo de la puerta. Buscó un arma, cualquier cosa afilada o pesada. El metal volvió a hacer clic pero no cedió. La puerta estaba cerrada con llave. Maggie agarró una pequeña lámpara de pesado pie metálico y le quitó la pantalla. Aguzó el oído. Estaba jadeando. Intentó contener la respiración para oír mejor.
Regresó a gatas al sofá, con la lámpara como escudo.
– Nick -susurró, y se incorporó para zarandearlo-. Nick, despierta -le empujó el hombro, y su cuerpo rodó hacia ella y cayó al suelo. Tenía la mano manchada de sangre. Lo miró. Santo Cielo… Se metió la mano ensangrentada en la boca para no gritar, para contener el terror. Los ojos azules de Nick la miraban fijamente, fríos y vacíos. La sangre le cubría el frente de la camisa. Lo habían degollado, y de la herida abierta seguía manando sangre.
Entonces, volvió a ver el destello de luz. La sombra estaba en la ventana, observándola, sonriendo. Era una cara que reconocía. Era Albert Stucky.
En aquella ocasión, se despertó agitando los brazos, golpeando y sacudiendo todo lo que estaba a su alrededor. Nick la sujetó por las muñecas, impidiéndole que le aporreara el pecho. Maggie intentaba respirar, pero apenas podía tomar aire en los pulmones. Le temblaba todo el cuerpo, fuertes convulsiones que no podía controlar.
– Maggie, no pasa nada -la voz de Nick era suave y tranquilizadora, pero alarmada y apremiante-. Maggie, estás a salvo.
Se quedó quieta de improviso, aunque todavía estaba temblando. Clavó la mirada en los ojos de Nick. Eran tibios círculos azules llenos de preocupación, y estaban vivos. Miró en torno a sí. El fuego ardía con fuerza, lamiendo los troncos gruesos que Nick había arrojado antes. La habitación estaba iluminada por el cálido resplandor amarillo del fuego. Al otro lado de la ventana, la nieve destellaba contra el cristal. No era el parpadeo de una linterna, no era Albert Stucky.
– Maggie, ¿estás bien? -apretaba los puños cerrados de Maggie contra su pecho y le acariciaba las muñecas. Ella volvió a mirarlo a los ojos. De pronto, se sentía exhausta.
– No ha funcionado -susurró-. Me has mentido.
– Lo siento. Has estado durmiendo apaciblemente durante un rato. Puede que no estuviera abrazándote lo bastante fuerte -sonrió.
Maggie relajó los puños sobre su pecho mientras las manos de Nick seguían acariciándole los brazos, ascendiendo por encima de los codos, por dentro de las amplias mangas del albornoz. Alcanzaron los hombros antes de iniciar el lento descenso. Centímetro a centímetro, la hacían entrar en calor. Pero el frío era más hondo, se propagaba por su cuerpo como hielo líquido corriendo por sus venas.
Se recostó sobre él. Nick irradiaba calor. Su mejilla entró en contacto con las cálidas fibras de algodón de la camisa. No bastaba. Maggie se incorporó lo justo para desabrochársela. Eludió mirarlo a los ojos, pero notó cómo él se ponía rígido y dejaba de acariciarla. Quizá, hasta hubiera dejado de respirar. Le abrió la camisa, reprimió el impulso de deslizar las manos sobre los músculos tensos, sobre el vello recio, y reclinó la cara sobre él, escuchando el fragor de su corazón y dejando que le transmitiera su calor. Confiaba en que lo comprendiera. Nick se estremeció, aunque no de frío. Después, por fin, Maggie notó que se relajaba y que empezaba a respirar de nuevo. Le rodeó la cintura con los brazos, pero no se permitió explorarla ni acariciarla. Se limitó a estrecharla contra su cuerpo y, en aquella ocasión, sí que la abrazó con fuerza.
Christine contuvo el aliento e hizo un doble clic sobre la tecla de Enviar. A los pocos minutos, la impresora de la sala de redacción escupiría su artículo y, poco después, la rotativa lo deslizaría entre sus cilindros… una rotativa que estaba parada, esperándola. Ni en sus fantasías más descabelladas había imaginado nunca hallarse en aquella posición.
A pesar del agotamiento, la adrenalina había mantenido su cerebro al galope y sus dedos volando sobre el teclado. Todavía tenía sudorosas las palmas de las manos. Se las secó en los vaqueros antes de apagar el portátil, cerrarlo y desenchufar el módem de la toma del teléfono. Daba gracias por las modernas tecnologías… aunque no comprendiera cómo funcionaban. Le habían permitido tener a su hijo durmiendo profundamente al final del pasillo mientras ella elaboraba su quinto artículo consecutivo de portada. Se preguntó cuál sería el récord en el Omaha Journal.
Consultó su reloj. El periódico llegaría con una hora de retraso a los quioscos, pero Corby parecía satisfecho. Apuró el cafe, eludiendo el poso de leche y azúcar. No podía creer que hubiera sobrevivido a aquella noche sin un cigarrillo.
Retiró el portátil del escritorio, tirando a su paso un montón de cartas al suelo. Al recogerlas, su euforia se desvaneció. Algunas eran últimos avisos de facturas que no podía pagar. Una, del gobierno estatal de Nebraska, seguía cerrada. Contenía más formularios en triplicado con papel carbón azul entre copia y copia. ¿Cómo podía confiar y creer en un estado que seguía usando papel carbón? ¿Aquél era el sistema que iba a localizar a su ex marido y a obligarlo a pagar la manutención de su hijo? Ya era terrible que Bruce la hubiese dejado destrozada a ella, pero ¿cómo podía olvidarse de su hijo? Detestaba que Timmy no pudiera ver a su padre, que ni siquiera tuviera una manera de ponerse en contacto con él. Y todo porque no quería pagar la manutención de Timmy.
Embutió el montón de sobres detrás de una lámpara del escritorio para no verlos. Su reciente éxito sólo le había proporcionado un pequeño aumento de sueldo, y pasarían semanas, meses, antes de que notara la diferencia.
Nick no lo comprendía, no podía comprenderlo. Su éxito periodístico no tenía como objetivo perjudicarlo a él, sino salvarse a sí misma. Por una vez en la vida, estaba haciendo algo ella sola, no como la hija de Tony Morrelli, la esposa de Bruce Hamilton o la madre de Timmy, sino como Christine Hamilton. Se sentía bien.
Lamentaba los años que había fingido ante su familia y amigos. Había interpretado el papel de esposa abnegada y madre responsable. Durante todos esos años, se había obsesionado con hacer feliz a Bruce. Durante meses, había sabido que tenía una aventura. Costaba pasar por alto los recibos de las tarjetas de crédito con facturas de hoteles en los que ella no había puesto pie y de flores que no había recibido. Si su marido estaba teniendo una aventura, la culpa debía de ser de ella… le faltaba algo que no podía darle.
En aquellos momentos, la avergonzaba recordar los lujosos picardías de Victoria's Secret que había comprado para atraerlo. El sexo, que nunca había sido fantástico entre ellos, se había convertido en obras rápidas y sensuales de un solo acto. Se hundía en ella como si la castigara por sus propios pecados, para después darse la vuelta y dormir. Muchas noches, Christine se había levantado de la cama cuando lo oía roncar, se había quitado los picardías a veces rasgados y manchados y había llorado en la ducha. Ni siquiera las punzadas de agua hirviendo podían recomponer su corazón. Y que el amor hubiera desaparecido de su matrimonio también era culpa de ella.
Christine se acurrucó sobre el sofá y se cubrió el cuerpo trémulo con una colcha de punto. Ya no era la esposa débil y obsesiva. Era una periodista de éxito. Cerró los ojos. Se concentraría en eso… en el éxito. Por fin, después de tantos fracasos.