Lunes, 27 de octubre
Maggie vertió el whisky del botellín en el vaso de plástico. Los cubitos de hielo se resquebrajaron y tintinearon. Tomó un sorbo, cerró los ojos y dio la bienvenida a la maravillosa quemazón de la garganta. Últimamente, la preocupaba haber adquirido el gusto de su madre por el alcohol o, peor aún, su adiccion al grato aturdimiento prometido por el líquido sagrado.
Se frotó los ojos y lanzó una mirada a la radio despertador barata que estaba en la mesilla, al otro lado de la habitación. Eran más de las dos de la madrugada y no podía dormir. La tenue luz de la lámpara de la mesa le producía dolor de cabeza. Debía de ser el whisky, pero tomó nota mentalmente de pedirle al recepcionista una luz más brillante.
La pequeña superficie estaba cubierta con las instantáneas que había sacado horas antes. Intentó colocarlas por orden cronológico: manos atadas, cuello estrangulado y cortado, puñaladas. Aquel chiflado era metódico. Se tomaba su tiempo. Acuchillaba, rajaba y levantaba la piel con terrible precisión. Hasta la equis dentada tenía una inclinación concreta, desde el omóplato hasta el ombligo.
Desperdigó los informes policiales y los recortes de periódico de otros dos archivos. Había detalles truculentos para provocar pesadillas durante toda una vida… salvo que era imposible tener pesadillas si no se dormía.
Levantó las piernas y se sentó de rodillas en la silla de madera en un intento de ponerse cómoda. Su camiseta de los Packers de Green Bay estaba deformada de tantos lavados. Apenas le cubría los muslos, pero seguía siendo el camisón más suave que tenía. Se había convertido en una especie de manta de protección que la hacía sentirse en casa estuviera donde estuviera. Se negaba a deshacerse de ella a pesar de las quejas constantes de Greg.
Volvió a mirar la hora. Debería haberlo telefoneado al regresar al hotel; ya era demasiado tarde. Quizá fuera lo mejor, los dos necesitaban tiempo para serenarse.
Hojeó los papeles desperdigados y estudió sus notas, detalles, pequeñas observaciones. Al final, uniría todas las piezas y crearía un perfil del asesino. Lo había hecho muchas veces. A veces, podía describir la estatura, el color del pelo y, en una ocasión, hasta el aftershave. Sin embargo, aquel caso era más difícil; en parte, porque el principal sospechoso ya había sido ejecutado. Además, siempre era difícil penetrar en la mente retorcida y repugnante de un homicida de niños.
Tomó la medalla y cadena de plata de la esquina de la mesa; se parecía a la que Danny Alverez había llevado puesta. Había sido un regalo del padre de Maggie en su primera comunión.
– Mientras la lleves puesta, Dios te protegerá de todo mal -le había dicho su padre. Aunque su propia medalla, idéntica, no lo había salvado a él. Maggie se preguntó si habría entrado aquella noche en el edificio en llamas creyendo que la cruz lo salvaría.
Hasta hacía cosa de un mes había llevado la medalla fielmente alrededor del cuello, quizá por costumbre o para recordar a su padre, más que por un sentido espiritual. Dejó de rezar el día que vio cómo dejaban caer el ataúd de su padre en la tierra dura y fría. A los doce años, ninguna de sus lecciones de catecismo podía explicar por qué Dios había tenido que llevarse a su padre.
De hecho, dejó a un lado el catolicismo hasta que entró a formar parte del laboratorio forense de Quantico, ocho años atrás. De pronto, aquellos dibujos grotescos de su catecismo en los que aparecían demonios con cuernos y relucientes ojos rojos cobraban sentido. El mal existía; lo había visto en los ojos de los asesinos; lo había visto en los ojos de Albert Stucky. Por irónico que pareciera, era ese mal lo que la había vuelto a acercar a Dios. Pero había sido Albert Stucky quien le había hecho preguntarse si Dios no habría tirado la toalla. La noche que vio a Stucky asesinar a dos mujeres, Maggie volvió a casa y se quitó la medalla. Aunque no tenía fuerzas para volvérsela a poner, seguía llevándola consigo.
Deslizó los dedos por la superficie lisa de metal y se imaginó lo que Danny Alverez había sentido. ¿Qué pensó cuando el chiflado le arrancó su última protección? Como el padre de Maggie, ¿había puesto su último aliento de fe en un estúpido objeto metálico?
Cerró con fuerza los dedos en torno a la medalla, levantó el brazo hacia atrás y estaba apunto de arrojar aquel absurdo amuleto a la otra punta de la habitación cuando un suave golpe de nudillos en la puerta la detuvo. La llamada era casi inaudible. Instintivamente, Maggie se puso en pie y desenfundó su revólver Smith amp; Wesson de calibre 38. Avanzó descalza hasta la puerta, sintiéndose vulnerable en camisón y en braguitas. Sostuvo el revólver con fuerza, esperando a que su poder anulara la sensación de vulnerabilidad. Por la mirilla vio al sheriff Morrelli, y la tensión abandonó sus hombros. Abrió la puerta, pero sólo lo justo para verlo.
– ¿Qué ocurre, sheriff?
– Lo siento, intenté llamar, pero el recepcionista lleva más de una hora al teléfono.
Parecía exhausto, con los ojos azules hinchados y enrojecidos, el pelo corto aplastado y la cara sin rasurar. Llevaba la camisa por encima de los vaqueros y los faldones asomaban por debajo de su chaqueta vaquera. Maggie advirtió que llevaba el cuello torcido y abierto, dejando al descubierto rizos de vello negro. Bajó la mirada de inmediato, irritada consigo misma por haber reparado en aquel último detalle.
– ¿Ocurre algo? -preguntó.
– Ha desaparecido otro niño -dijo Morrelli, y tragó saliva, como si le hubiera costado horrores pronunciar aquellas palabras.
– Imposible -dijo Maggie pero, en realidad, sabía que no lo era. Albert Stucky había raptado a su cuarta víctima apenas una hora después de que hubiesen descubierto a la tercera. Los pedazos de la hermosa estudiante rubia habían aparecido en cajas de comida para llevar arrojadas a un contenedor situado detrás del restaurante en el que Stucky había almorzado horas antes.
– Tengo a hombres interrogando a vecinos, recorriendo callejones, parques, campos -se pasó la mano por su rostro agotado y se rascó la mandíbula. Tenía los ojos de un color azul deslavazado-. El pequeño regresaba a casa después de un partido de fútbol. Estaba a cinco manzanas de distancia -lanzó una mirada al pasillo, eludiendo los ojos de Maggie mientras fingía asegurarse de que no había nadie escuchándolos.
– Será mejor que pase.
Maggie le abrió la puerta de par en par. Morrelli vaciló, después avanzó despacio, permaneciendo en la entrada mientras paseaba la mirada por la habitación. Se volvió hacia ella, y bajó la mirada a sus piernas. Maggie había olvidado que estaba en camisón. Morrelli levantó rápidamente la vista, la miró a los ojos y volvió la cabeza. Estaba avergonzado. El encantador y seductor Morrelli estaba avergonzado.
– Lo siento. ¿La he despertado? -otra mirada y, en aquella ocasión, cuando elevó la vista a sus ojos, fue ella quien se sonrojó. Con la mayor indiferencia posible, pasó a su lado de camino a la cómoda.
– No, todavía no me había acostado.
Volvió a guardar el revólver en la funda, abrió uno de los cajones y buscó unos vaqueros. Los sacó mientras veía a Morrelli dar vueltas por el pequeño espacio entre la cama y la mesa.
– ¿Le he dicho que intenté llamar?
Maggie alzó la vista al espejo y lo sorprendió observándola. Volvieron a mirarse a los ojos, en aquella ocasión, a través del espejo.
– Sí, ya lo ha dicho. No se preocupe -contestó, mientras forcejeaba con la cremallera-. Estaba repasando mis notas.
– Yo estaba en ese partido -dijo en voz baja, suave.
– ¿Qué partido?
– El de fútbol, en el que el chico había jugado antes de desaparecer. Mi sobrino es del mismo equipo. Dios, es posible que Timmy lo conozca -siguió dando vueltas por la habitación, haciendo que el espacio pareciera aún más pequeño con sus zancadas.
– ¿Está seguro de que el niño no se fue a casa de un amigo?
– Hemos telefoneado a otros padres. Sus amigos recuerdan haberlo visto alejarse por la acera hacia su casa. Y encontramos su pelota. Tiene el autógrafo de un famoso jugador de fútbol; su madre afirma que es una de sus posesiones más valiosas. No la habría dejado así, sin más.
Morrelli se frotó la cara con la manga. Maggie reconocía el pánico de su mirada; no estaba preparado para afrontar una situación de aquella gravedad. Se preguntó qué experiencia tendría en control de crisis. Suspiró y se pasó los dedos por el pelo alborotado, sabiendo que tendría que mantenerlo centrado.
– Sheriff, será mejor que se siente.
– Bob Weston sugirió que hiciera una lista de pederastas y autores de delitos sexuales. ¿Empiezo a llevarlos a la oficina para interrogarlos? ¿Puede darme una idea de a quién debería estar buscando? -en uno de sus paseos, lanzó una mirada a los papeles que estaban extendidos sobre la mesa.
– Sheriff Morrelli, ¿por qué no se sienta?
– No, estoy bien.
– Insisto -lo agarró de los hombros y lo empujó con suavidad a una silla que estaba detrás del escritorio. Dio la impresión de querer levantarse otra vez, pero se lo pensó mejor y estiró las piernas.
– ¿Tenía algún sospechoso cuando secuestraron al pequeño Alverez? -preguntó Maggie.
– Sólo uno: su padre. Laura Alverez y su marido estaban divorciados, y a éste le negaron la custodia y los derechos de visita por su adicción a la bebida y su afición a la violencia. No llegamos a localizarlo. Ni siquiera las fuerzas aéreas lo han conseguido. Era comandante de la base, pero desapareció hace dos meses. Huyó con una joven de dieciséis años que conoció por Internet.
Maggie se sorprendió dando vueltas mientras escuchaba. Quizá hubiera sido un error hacerlo sentarse. Ser objeto de toda su atención desmantelaba sus procesos mentales. Se frotó los ojos, consciente de lo cansada que estaba. ¿Cuánto tiempo podía subsistir una persona sin dormir lo suficiente?
– Pero ¿qué relación puede existir entre el padre de Danny y Matthew Tanner? -preguntó Morrelli-. Dudo que los niños se conocieran entre ellos.
– Puede que no exista ninguna relación.
– Entonces, dígame por dónde debo empezar. ¿Ha tenido tiempo de deducir algo sobre el asesino?
Maggie rodeó la mesa y se quedó mirando el montaje de fotos, notas e informes.
– Es meticuloso, dueño de sí. Se toma su tiempo, no sólo con el asesinato sino limpiando a la víctima. Aunque la limpieza no es para ocultar pruebas… es parte del ritual. Creo que puede haberlo hecho antes -hojeó las notas-. No es ni joven ni inmaduro -prosiguió-. Ató a la víctima antes de matarla, así que tiene que ser lo bastante fuerte para cargar con un niño de entre treinta y treinta y cinco kilos durante trescientos o quinientos metros. Sospecho que ronda los cuarenta, mide alrededor de metro ochenta y pesa unos noventa kilos. Es blanco. Es culto e inteligente.
En algún momento de la descripción, Morrelli se irguió en la silla, repentinamente alerta e interesado en el barullo por el que ella se abría paso. Maggie prosiguió.
– En el hospital, después de examinar al pequeño Alverez, ¿recuerda que le dije que podían haberle dado la extremaunción? Eso significaría que el asesino es católico; puede que no practique, pero el sentimiento católico de culpa sigue siendo fuerte. Lo bastante para que lo moleste una me- dalla con forma de cruz y arrancarla. Le da la extremaunción, tal vez para expiar su pecado. Debería mirar si este chico, Matthew Tanner -dijo, y miró a Morrelli para comprobar si había memorizado bien el nombre; cuando éste asintió, prosiguió-, pertenecía a la misma iglesia que el pequeño Alverez.
– De primeras diría que no es probable -repuso Nick-. Danny iba al colegio y a la iglesia que están en las afueras, junto a la base. La casa de los Tanner se encuentra a sólo unas manzanas de Santa Margarita, a no ser que los Tanner no sean católicos.
– Existe la posibilidad de que el asesino ni siquiera conozca a los niños -Maggie empezó a dar vueltas otra vez-. Podría ser que sólo busque víctimas sencillas, niños que andan solos, sin nadie alrededor. Sigo pensando que podría estar relacionado con una iglesia católica y, posiblemente, en esta zona. Por extraño que parezca, estos tipos no suelen alejarse mucho de su territorio.
– Parece un auténtico chiflado. Ha dicho que podría haberlo hecho antes. ¿Es posible que tengamos su historial? ¿Por malos tratos a menores o acoso sexual? ¿Incluso por apalear a un amante gay?
– ¿Da por hecho que es gay o pederasta?
– Un adulto que hace estas cosas a niños pequeños… ¿No es una suposición segura?
– En absoluto. Podría temer serlo, o quizá tenga tendencias homosexuales, pero no, no creo que sea gay, ni que sea pederasta.
– ¿Y puede deducir todo eso de las pruebas que hemos encontrado?
– No, de las que «no» hemos encontrado. La víctima no sufrió abusos sexuales. No había rastros de semen en la boca ni en el recto, aunque podría haberlos lavado. No había indicios de penetración, ni de estimulación sexual. Incluso entre las víctimas de Jeffreys, sólo uno, Bobby Wilson -dijo, mirando sus notas-, había sido sodomizado, y los indicios eran claros: penetración múltiple, desgarrones y cardenales.
– Espere un minuto. Si este tipo está imitando a Jeffreys, ¿cómo podemos estar seguros de que lo que hace es una indicación de cómo es?
– Los imitadores escogen asesinos que hacen realidad sus propias fantasías. En ocasiones, aportan sus toques personales. No encuentro ninguna referencia a que Jeffreys ungiera a sus víctimas con el óleo sagrado, aunque podría haber pasado desapercibido.
– Sé que Jeffreys pidió el sacramento de la confesión antes de ser ejecutado.
– ¿Cómo lo sabe? -bajó la vista hacia él y sólo entonces advirtió que estaba medio sentada en el brazo de la silla, rozándole el brazo con el muslo. Se puso en pie, quizá con demasiada brusquedad. Él no pareció darse cuenta.
– Ya sabrá que mi padre fue el sheriff que arrestó a Jeffreys. Pues bien, tuvo un asiento de primera fila en la ejecución.
– ¿Sería posible hacerle algunas preguntas?
– Mis padres se compraron una caravana hace tiempo; viajan durante todo el año. Se dejan caer por aquí de vez en cuando, pero no sé cómo localizarlos. Estoy seguro de que darán señales de vida en cuanto este asunto llegue a sus oídos, pero quizá tarden un poco.
– ¿Y cree que sería posible localizar al cura?
– Eso es fácil; el padre Francis sigue en Santa Margarita. Aunque dudo que pueda ayudarnos; no querrá revelar la confesión de Jeffreys.
– Aun así, me gustaría hablar con él. Después, será mejor que vayamos a casa de los Tanner. Ya ha hablado con ellos, ¿verdad?
– Con la madre. Los padres de Matthew están divorciados.
Maggie se lo quedó mirando; después, empezó a hurgar entre sus archivos.
– ¿Qué pasa? -Nick se inclinó hacia delante, casi rozándole el costado. Maggie encontró lo que buscaba, pasó las páginas y se detuvo.
– Las tres víctimas de Jeffreys eran hijos de padres divorciados. Estaban al cuidado de sus madres.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Que puede que no haya nada aleatorio en la manera en que escoge a sus víctimas. Me he equivocado al afirmar que se limitaba a encontrar a un niño solo. Los escoge con mucho cuidado. ¿Dijo que el pequeño Alverez dejó su bici y los periódicos junto a una valla, en alguna parte?
– Así es. Ni siquiera había iniciado su ruta de reparto.
– ¿Y no hubo indicios de forcejeo?
– No. Daba la impresión de haber dejado la bici bien aparcada y de haberse largado con el asesino. Por eso pensamos que podía tratarse de alguien conocido. Son niños de provincia, pero saben que no deben subir al vehículo de un desconocido.
– A no ser que creyera que era alguien en quien podía confiar.
Maggie vio cómo la preocupación de Morrelli se intensificaba cada vez más. Reconocía el pánico, la expresión al comprender que el asesino podía ser un miembro de la comunidad.
– ¿Qué quiere decir? ¿Que fingía conocerlo a él o a su madre?
– Tal vez. O que tenía un aspecto oficial, que incluso llevaba un uniforme -Maggie lo había visto docenas de veces. Nadie parecía preguntarse si una persona con uniforme podía ser un impostor.
– ¿Un uniforme militar, como el de su padre? preguntó Nick.
– O una bata blanca de hospital, o el uniforme de un agente de policía.
Timmy resbaló contra la pared hasta quedarse sentado en el suelo, con la mirada clavada en la puerta del baño. Tenía que hacer pis, pero sabía que no debía interrumpir a su madre. Si llamaba, ella insistiría en que entrara e hiciera sus cosas mientras ella terminaba de maquillarse, y ya era demasiado mayor para hacer pis con su madre delante.
La oyó cantar y decidió rehacerse las lazadas de las zapatillas de tenis. La grieta de la suela se había extendido; tendría que pedirle a su madre unas zapatillas nuevas, aunque no pudiera permitírselas. La había oído hablar por teléfono con su padre y sabía que éste no les enviaba el dinero que el juez le había ordenado que les pasara todos los meses.
Era una canción de La sirenita; sí, eso era lo que su madre estaba cantando; no se sabía muy bien la letra, aunque había visto la película casi tantas veces como él había visto La guerra de las galaxias. El teléfono empezó a sonar. Su madre no podría oírlo «bajo el mar», así que se puso en pie a duras penas para descolgar.
– ¿Sí?
– ¿Timmy? Soy la señora Calloway, la madre de Chad. ¿Está por ahí tu madre?
Estuvo a punto de barbotar que Chad le había pegado a él primero. Si Chad afirmaba lo contrario, estaba mintiendo. En cambio, dijo:
– Un momento. Iré a llamarla.
Chad Calloway era un matón, pero si Timmy le hubiera dicho a su madre que Chad le había hecho los cardenales a propósito, lo habría obligado a dejar el fútbol. Según parecía, el matón había mentido sobre sus propios moratones.
Timmy llamó con suavidad a la puerta del baño. Si su madre no contestaba, tendría que decirle a la señora Calloway que no podía ponerse al teléfono en aquellos momentos. Sin embargo, la puerta se abrió, y a Timmy se le cayó el alma a los pies.
– ¿Ha sonado el teléfono? -salió oliendo bien y dejando un rastro de perfume a su paso.
– Es la señora Calloway.
– ¿Quién?
– La señora Calloway, la madre de Chad.
Su madre enarcó las cejas, a la espera de más información.
– No sé por qué llama -Timmy se encogió de hombros y la siguió al teléfono, aunque seguía haciéndose pis, y más que nunca.
– Hola, soy Christine Hamilton. Sí, por supuesto -giró en redondo hacia Timmy-. ¿Calloway? -le preguntó con un movimiento de labios.
– La madre de Chad -susurró Timmy. Su madre nunca lo escuchaba.
– Sí, es la madre de Chad.
Timmy no podía adivinar lo que la señora Calloway le estaba contando a su madre. Ésta daba vueltas, como solía hacer siempre que hablaba por teléfono, asintiendo aunque la otra persona no pudiera verla. Sus respuestas eran breves. Un par de «ajas» y un «sí, claro».
De pronto, se paró en seco y sostuvo el teléfono con fuerza. Ya estaba. Debía preparar sus excusas. Un momento, no necesitaba ninguna excusa. Era Chad el que lo había molido a palos, y por ninguna otra razón salvo la de que le gustaba hacerlo.
– Gracias por llamar, señora Calloway.
Su madre colgó el teléfono y clavó la mirada en la ventana. Timmy no podía saber si estaba enfadada o no, pero ya se disponía a balbucir su defensa cuando ella se dio la vuelta y se adelantó.
– Timmy, ha desaparecido uno de tus compañeros de equipo.
– ¿Qué?
– Matthew Tanner no volvió a casa ayer, después del partido.
¿De modo que no tenía nada que ver con Chad?
– Los padres de tus compañeros de equipo vamos a reunimos en la casa de los Tanner esta mañana para ayudar.
– ¿Le pasa algo a Matthew? ¿Por qué no volvió a casa? -confiaba en no parecer aliviado pero, en realidad, lo estaba.
– No quiero que te preocupes, Timmy, pero ¿te acuerdas de los artículos que he escrito sobre ese niño, Danny Alverez?
Timmy asintió. ¿Cómo no iba a acordarse? El día anterior por la mañana su madre le había encargado que comprara cinco ejemplares más del periódico, aunque podía conseguir tantos como quisiera en la oficina.
– Bueno, todavía no estamos seguros, y no quiero que te asustes, pero el hombre que se llevó a Danny podría haberse llevado a Matthew -su madre parecía preocupada; las arrugas de los labios se le marcaban siempre que fruncía el ceño-. Ve al baño y te llevaré al colegio. Hoy no quiero que vayas andando.
– Está bien -Timmy echó a correr hacia el cuarto de baño. Pobre Matthew, se sorprendió pensando. Lástima que no se hubieran llevado a Chad en lugar de a él.
Christine no daba crédito a su buena suerte, aunque intentaba contener la alegría. Mientras Timmy estaba en el baño, había llamado a Taylor Corby, el redactor jefe del Omaha Journal, su nuevo superior. Habían hablado varias veces por teléfono durante el fin de semana y, aunque no se conocían, Christine sabía perfectamente quién era.
Aquella mañana, al hablarle de Matthew Tanner, Corby había escuchado en silencio.
– Christine, ¿sabes lo que eso significa?
Era fácil comprender por qué había escogido la prensa en lugar de la televisión o la radio. Corby tenía una voz monótona e inexpresiva y, a pesar de la elección de palabras, a veces costaba trabajo reconocer si estaba entusiasmado, aburrido o distraído.
– Si tienes el artículo preparado para la edición de la tarde, nos habremos adelantado a los demás medios de comunicación por tercera vez consecutiva.
– Todavía tengo que convencer a la señora Tanner para que me deje entrevistarla.
– Con entrevista o sin ella, ya tienes suficientes datos para escribir un magnífico reportaje. Lo único que tienes que hacer es cerciorarte de la validez de tus datos.
– Por supuesto.
En aquellos momentos, Christine miraba a su hijo, consciente de que debía de estar preocupado por su amigo. No se había resistido a que lo llevara en coche a clase y había guardado silencio durante casi todo el trayecto. Christine dobló la esquina del colegio y pisó a fondo el freno. La hilera de coches se extendía casi hasta la esquina: padres que dejaban a sus hijos a la puerta. En las aceras, otros progenitores caminaban con sus hijos de la mano.
Sonó un claxon detrás de ellos, y tanto Christine como Timmy se sobresaltaron. Christine dejó rodar un poco más el coche para ponerse a la cola.
– ¿Qué pasa, mamá? -Timmy se quitó el cinturón de seguridad para poder sentarse de rodillas y mirar por encima del salpicadero.
– Los padres se están asegurando de que sus hijos llegan bien al colegio -algunos parecían frenéticos, avanzaban con una mano puesta en el hombro, el brazo o la espalda de su pequeño, como si el contacto les procurara protección adicional.
– ¿Por lo de Matthew?
– Todavía no sabemos lo que le ha pasado a Matthew, Timmy. Puede que se llevara un disgusto y se marchara de casa. No deberías hacer ningún comentario sobre él.
Christine lamentaba haberle comunicado la desaparición de su amigo. Aunque se había prometido ser abierta y sincera con su hijo tras la marcha de Bruce, no era un asunto apto para sus oídos. Además, muy pocas personas sabían lo de Matthew; aquel pánico era una reacción a sus artículos.
La sola mención de Ronald Jeffreys hacía aflorar el instinto protector en los padres.
Christine reconoció a Richard Melzer, de la emisora de radio KRAP. Avanzaba a paso rápido por la acera, envuelto en su gabardina, con el maletín en una mano y la manita de una niña rubia en la otra; su hija, no había duda. Al verlo, se dijo que debía presentarse en la casa de Michelle Tanner lo antes posible; no tardaría en correrse la voz sobre la desaparición de Matthew.
La hilera de coches avanzaba a paso de tortuga, y buscó un espacio vacío. Quizá pudiera dejar a Timmy allí mismo. Sabía que a él no le importaría, salvo que todos se darían cuenta.
– ¿Mamá?
– Timmy, estamos moviéndonos lo más deprisa posible.
– Mamá, estoy casi seguro de que Matthew no se fue de su casa.
Lanzó una mirada a su hijo, que seguía sentado de rodillas, contemplando aquel insólito desfile por la ventanilla. Tenía el pelo levantado donde ella le había aplastado el remolino; las pecas acentuaban la palidez de su piel. ¿Desde cuándo se había vuelto tan sabio su hijo? Debería haberse sentido orgullosa pero, aquella mañana, la entristeció un poco no poder resguardar su inocencia.
Las figuras de vivos colores de las vidrieras los miraban desde las alturas celestiales. Maggie enseguida notó el aroma a incienso y a cera de las velas. ¿Por qué siempre que estaba dentro de una iglesia católica se sentía como si volviera a tener doce años? Al instante, pensó en el sujetador y las braguitas negras que llevaba… demasiado encaje, un color inapropiado. La culata de la pistola se le clavaba en el costado. Deslizó la mano por debajo de la chaqueta y ajustó la funda de hombro en la que la guardaba. ¿Estaría bien que entrara armada en una iglesia? Cómo no, no eran más que tonterías. Cuando alzó la mirada, vio a Morrelli observándola desde el altar, esperándola.
– ¿Va todo bien?
Morrelli había abandonado la habitación de hotel de Maggie a las cinco de la mañana para irse a su casa, ducharse, afeitarse y cambiarse de ropa. Cuando se presentó, dos horas después, para recogerla, apenas lo reconocía. Se había peinado hacia atrás el pelo, tenía el rostro rasurado y la cicatriz blanca del mentón, aún más llamativa, daba un toque desabrido a sus hermosas facciones. Bajo la chaqueta vaquera llevaba una camisa blanca y una corbata negra, y se había puesto unos vaqueros azules impecables y relucientes botas negras. Distaba de ser el habitual uniforme marrón de los miembros de la oficina del sheriff pero, aun así, tenía un aspecto oficial. Quizá se debiera únicamente a su manera de moverse, erguido, seguro de sí mismo y con zancadas largas y firmes.
– O'Dell, ¿te encuentras bien? -volvió a preguntar.
Maggie paseó la mirada por la iglesia. Parecía grande para una ciudad del tamaño de Platte City, con hileras e hileras de bancos de madera. No lograba imaginarlos todos llenos.
– Sí -contestó por fin; después, lamentó haber tardado tanto, porque Morrelli parecía sinceramente preocupado. A pesar de su aspecto fresco, los ojos lo delataban, los tenía hinchados por falta de sueño. Ella había intentado disimular sus propios síntomas de fatiga con un poco de maquillaje-. Parece tan grande… -dijo, intentando explicar su distracción.
– Es relativamente nueva. La vieja iglesia era una pequeña parroquia campestre situada a unos ocho kilómetros al sur de la ciudad. Platte City ha crecido, su población se ha duplicado en los últimos años. Sobre todo, con gente cansada de vivir en la ciudad. Un poco irónico, ¿no? Se mudan aquí para apartarse de la inseguridad de las grandes ciudades, pensando que educarán a sus hijos en un lugar tranquilo y seguro, y… -hundió las manos en los bolsillos y elevó la vista a un punto situado detrás de ella.
– ¿Necesitan ayuda, amigos? -un hombre apareció por una cortina situada detrás del altar.
– Estamos buscando al padre Francis -dijo Morrelli, sin más explicaciones.
El hombre los miró con recelo. Aunque sostenía una escoba, llevaba unos pantalones de pinzas, una camisa impecable, corbata y cárdigan. Parecía joven a pesar de las briznas grises que le salpicaban el pelo. Cuando se acercó a ellos, Maggie reparó en su leve cojera y en las zapatillas de tenis blancas y relucientes.
– ¿Para qué quieren ver al padre Francis?
Morrelli miró a Maggie, como si le estuviera preguntando cuánto debían revelar. Antes de que pudiera abrir la boca, el hombre pareció reconocer a Morrelli.
– Espere un momento. Sé quién es usted -dijo como si fuera una acusación-. ¿No jugó de quarterback para los Cornhuskers de Nebraska? Es Morrelli, Nick Morrelli, temporada del 82 al 83.
– ¿Es fan de los Cornhuskers? -Morrelli sonrió, claramente complacido de que lo hubiera reconocido. Maggie reparó en los hoyuelos. Un quarterback… ¿Por qué no la sorprendía?
– Y tanto que soy fan. Me llamo Ray… Ray Howard. Vine a vivir aquí la primavera pasada. No televisaban muchos partidos en la Costa Este; era horrible, horrible. Hasta jugué un poco -su entusiasmo crecía a trompicones-. En el instituto, el Omaha Central. Después, me fastidié la rodilla. En el último partido. Contra los de Creighton Prep, un equipo de nenas. Me la torcí, y de qué manera. No volví a jugar.
– Vaya, lo siento -dijo Nick.
– Sí, los caminos del Señor son incomprensibles. Bueno, ¿es ésta su esposa? -por fin se dirigió a Maggie. Ella notó la mirada deslizándose por su cuerpo, y reprimió el impulso de abrocharse la chaqueta.
– No, no estamos casados -Morrelli parecía avergonzado.
– Entonces, su prometida. Por eso quiere ver al padre Francis, ¿eh? Ha casado a cientos.
– No, no estamos…
– Se trata de un asunto oficial -lo interrumpió Maggie, dando un respiro a Morrelli. El hombre se la quedó mirando, aguardando una explicación. Maggie cruzó los brazos para reforzar su autoridad-. ¿Está el padre Francis?
Howard miró a Morrelli, y otra vez a Maggie, cuando comprendió que ninguno de los dos estaba dispuesto a darle más información.
– Creo que está en la parte de atrás, cambiándose. Ha dicho misa esta mañana -no hizo ademán de marcharse.
– ¿Te importaría ir a buscarlo, Ray? -preguntó Morrelli con mucha más educación de la que Maggie habría tenido.
– Claro -se dio la vuelta para marcharse; pero se detuvo-. ¿Quién digo que quiere verlo? -miró a Maggie, a la espera de una presentación. Maggie suspiró y se balanceó sobre los pies con impaciencia. Morrelli le lanzó una mirada y dijo:
– Dile que Nick Morrelli, ¿de acuerdo?
– Claro.
Howard desapareció detrás de la cortina. En aquella ocasión, Maggie puso los ojos en blanco y Morrelli sonrió.
– Conque quarterback, ¿eh?
– De eso hace mucho tiempo. A decir verdad, parece que hubiera pasado una eternidad.
– ¿Eras bueno?
– Tuve posibilidades de seguir y jugar para los Dolphins, pero mi padre insistió en que estudiara Derecho.
– ¿Es que siempre haces todo lo que tu padre te dice?
Lo dijo en broma, pero Morrelli se puso rígido, y sus ojos revelaron que era un tema espinoso. Después, sonrió y contestó:
– Por lo que se ve, sí.
– Nicholas -un sacerdote menudo de pelo gris avanzaba con paso silencioso por el altar, envuelto en su sotana-. El señor Howard me ha dicho que tenías que tratar un asunto oficial conmigo.
– Buenos días, padre Francis. Siento no haber llamado antes de venir.
– No importa. Siempre eres bienvenido.
– Padre, le presento a la agente especial Maggie O'Dell. Trabaja para el FBI y ha venido a ayudarme en el caso Alverez.
Maggie le tendió la mano. El anciano cura la tomó entre las suyas y la estrechó con fuerza. Gruesas venas azules sobresalían por debajo de la piel frágil y moteada. Le temblaban un poco los dedos. La miró a los ojos con intensidad, y de pronto, Maggie se sintió desnuda, como si pudiera verle el alma. Un pequeño escalofrío le recorrió la espalda mientras sostenía su mirada.
– Encantado -cuando la soltó, se apoyó un poco en el pulpito-. El hijo de Christine, Timmy, me recuerda a ti, Nicholas. Es uno de los monaguillos del padre Keller -después, se volvió hacia Maggie-. Nicholas hizo de monaguillo para mí hace años, en la antigua Santa Margarita.
– ¿De verdad? -Maggie lanzó una mirada a Morrelli, deseosa de presenciar su incomodidad. Algo atrajo su atención. La cortina del altar se movía, y no había brisa, ni corriente. Maggie vio las puntas de unas zapatillas blancas de tenis asomando por debajo de la tela. En lugar de llamar la atención sobre el intruso, sonrió a Morrelli, que parecía ansioso por cambiar de tema.
– Padre Francis -dijo-. Queríamos saber si podría contestar a algunas preguntas.
– Desde luego. ¿En qué puedo ayudaros? -miró a Maggie.
– Tengo entendido que oyó la última confesión de Jeffreys -prosiguió Nick.
– Sí, pero no puedo revelarla. Espero que lo comprendan -su voz era repentinamente frágil, como si el tema lo dejara sin fuerzas.
Maggie se preguntó si estaría enfermo, alguna dolencia terminal que explicaría la palidez grisácea de su piel. Hasta jadeaba cuando hablaba.
– Por supuesto que lo comprendemos -mintió, pero no permitió que la impaciencia se trasluciera en su tono de voz-. Sin embargo, si sabe algo que arrojara luz sobre el caso Alverez, confío en que quiera decírnoslo.
– O'Dell. Eso es católico irlandés, ¿no?
La distracción del cura sorprendió e irritó a Maggie.
– Sí, así es -en aquella ocasión, dejó entrever su impaciencia, pero el padre Francis no pareció darse cuenta.
– Y Maggie, en honor de Santa Margarita.
– Sí, supongo que sí. Padre Francis, ¿comprende que si Ronald Jeffreys confesó algo que pudiera conducirnos al asesino de Danny Alverez, debe decírnoslo?
– El secreto de confesión debe respetarse incluso con asesinos condenados, agente O'Dell.
Maggie suspiró y dirigió la mirada a Morrelli, que también daba la impresión de estarse impacientando con el anciano cura.
– Padre -dijo Morrelli-. Hay otra cosa en la que podría ayudarnos. ¿Quién, aparte de un sacerdote, puede o tiene permiso para dar la extremaunción?
El padre Francis pareció quedarse confuso por el cambio de tema.
– El sacramento de la extremaunción debe ser administrado por un sacerdote pero, en circunstancias extremas, no es necesario.
– ¿Quién más sabría cómo hacerlo?
– Antes del Vaticano II, se enseñaba en el catecismo de Baltimore. Vosotros sois muy jóvenes para acordaros. Hoy día, se enseña solamente en el seminario, aunque todavía podría formar parte de la formación de un diácono.
– ¿Y cuáles son los requisitos para hacerse diácono? -preguntó Maggie, frustrada porque aquello pudiera incrementar su lista de sospechosos.
– Hay normas rigurosas. Como es natural, uno debe estar bien considerado por la iglesia. Y, por desgracia, sólo los hombres pueden ser diáconos. Pero no comprendo muy bien lo que esto puede tener que ver con Ronald Jefrreys.
– Temo no poder revelárselo, padre -Morrelli sonrió-. No se ofenda -miró a Maggie, para ver si ella tenía algo más que añadir. Después, prosiguió-. Gracias por su ayuda, padre Francis.
Le hizo la seña de que debían marcharse, pero Maggie se quedó mirando al padre Francis, confiando en ver algo en aquellos ojos entrecerrados que sostenían su mirada. Parecían desear que ella viera lo que revelaban. Sin embargo, el cura se limitó a despedirla con una inclinación de cabeza y una sonrisa.
Morrelli le tocó el hombro; ella giró sobre sus talones y echó a andar junto a él. Una vez en la escalinata, Maggie se detuvo con brusquedad. Morrelli ya estaba en la acera cuando se percató de que ella se había quedado atrás. La miró y se encogió de hombros.
– ¿Qué pasa?
– Sabe algo. Hay algo sobre Jefrreys que no nos cuenta.
– Que no puede contarnos.
Giró en redondo y subió corriendo los peldaños.
– O'Dell, ¿qué haces?
Oyó a Morrelli a su espalda mientras abría la pesada puerta principal y recorría a paso rápido el pasillo central. El padre Francis estaba abandonando el altar, desapareciendo tras las gruesas cortinas.
– ¡Padre Francis! -le gritó Maggie. El eco la hizo sentirse como si hubiera quebrantado alguna norma, o cometido algún pecado, pero sirvió para detener al sacerdote. Regresó al centro del altar, desde donde la vio acercarse con paso rápido por el pasillo, con Morrelli pisándole los talones-. Si sabe algo… Si Jeffreys le contó algo que pudiera evitar otro asesinato… Padre, ¿no vale la pena traicionar la confianza de un asesino en serie para salvar la vida de un niño inocente?
No se percató hasta aquel momento de que estaba sin resuello. Esperó, con la mirada clavada en aquellos ojos que sabían mucho más de lo que podían o querían revelar.
– Lo único que puedo decirle es que Ronald Jeffreys sólo dijo la verdad.
– ¿Disculpe? -su impaciencia se estaba transformando rápidamente en furia.
– Desde el día que confesó haber cometido el crimen hasta que fue ejecutado, Ronald Jeffreys sólo dijo la verdad -sus ojos siguieron fijos en los de Maggie, pero si le estaban revelando algo más, ella no lograba adivinarlo-. Ahora, si me disculpan…
Morrelli estaba junto a ella. Permanecieron en silencio, contemplando cómo el cura desaparecía detrás de la tela ondeante de las cortinas.
– ¡Dios! -susurró Morrelli por fin-. ¿Qué diablos significa eso?
– Significa que tenemos que echar un vistazo a la confesión original de Jeffreys -dijo Maggie, fingiendo saber de lo que hablaba. Después, se dio la vuelta y salió de la iglesia, con cuidado de no taconear en el suelo de mármol.
Las ruedas patinaron cuando salió del aparcamiento de la iglesia. La bolsa de comestibles se tambaleó sobre el asiento contiguo, su contenido se derramó y las naranjas rodaron bajo sus pies mientras pisaba el acelerador.
Debía calmarse. Miró por el espejo retrovisor; nadie lo seguía. Se habían presentado en la iglesia haciendo preguntas, preguntas sobre Jeffreys. Estaba a salvo. No sabían nada. Incluso la reportera del periódico había insinuado que el asesinato de Danny era obra de un imitador. Alguien que imitaba a Jefrreys. ¿Por qué no se le había ocurrido a nadie que era Jeffreys el imitador? El que matara a sangre fría lo había convertido en un cabeza de turco perfecto.
A pocas manzanas del colegio, los padres correteaban como ratas asustadas, llevando a sus hijos de la mano, apiñándose en los cruces. Los guiaban hasta la acera, y se quedaban mirando cómo subían los peldaños del colegio hasta que desaparecían en el interior. Apenas se habían fijado en sus hijos hasta aquel momento, dejándolos solos durante horas. Les creaban contusiones y cicatrices que, si no se les ponía fin, durarían toda la vida. Pero esos padres estaban aprendiendo. Les estaba haciendo un favor, procurándoles un gran servicio.
El viento olía a nieve, zarandeaba chaquetas y faldas que no tardarían en ser relegadas al armario. Aquello lo hizo pensar en la manta del maletero. ¿Seguía manchada de sangre? Intentó recordar, intentó pensar, mientras veía a las ratas cubrir las aceras y obstruir los cruces. Se detuvo ante un semáforo. Un torrente de ratas pasó por delante. Una de ellas lo reconoció y lo saludó; él sonrió y le devolvió el saludo.
No, había lavado la manta, no tenía sangre. La lejía había hecho milagros.Y abrigaría si acababa nevando.
Detestaba el frío, detestaba la nieve. Le recordaba las Navidades en las que desenvolvía en silencio los contados regalos que su madre le había dejado al pie del árbol. Tan en silencio, que podía oírla distrayendo a su padrastro en el dormitorio, a pocos pasos de distancia.
Su padrastro no sospechaba nada, agradecido por su propio regalo matutino. De haberlo descubierto, tanto él como su madre habrían recibido palizas por haber malgastado frivolamente el dinero que a él tanto le costaba ganar. De hecho, fue la paliza de la primera Navidad lo que dio lugar a aquella tradición secreta.
Tomó la carretera de la Vieja Iglesia y condujo a lo largo del río. La orilla era un estallido de rojos, naranjas y amarillos. Miles de espadañas lo saludaban, abriéndose paso entre la hierba alta de color miel. La nieve las echaría a perder, cubriría los luminosos colores de la vida con su manto blanco de muerte.
No faltaba mucho. De pronto, se acordó de los cromos de béisbol. Preso del pánico, se cacheó, palpándose todos los bolsillos de la chaqueta mientras seguía conduciendo con una mano. El coche viró bruscamente a la derecha y tropezó con un bache profundo antes de que él pudiera dar un volantazo y recuperar el control. Por fin, notó el bulto en el bolsillo de atrás de sus vaqueros.
Se desvió de la carretera y dejó el coche en una arboleda de ciruelos cuyas ramas y hojas ocultaban el coche. Volvió a guardar los alimentos en la bolsa y se la metió bajo el brazo. Abrió el maletero. La gruesa manta de lana estaba enrollada y atada con una cuerda. La sacó y se la echó al hombro. Cerró con fuerza el maletero, y el eco resonó en los árboles y en el agua. Había paz y silencio a pesar del murmullo del viento gélido.
Las hojas embarradas ocultaban tan bien la puerta de madera que incluso él tenía que buscar el lugar exacto. La despejó y, después, con las dos manos, tiró de ella hasta que se abrió con un crujido. Una luz nebulosa iluminaba los peldaños mientras descendía a la tierra. Al instante, el olor de moho y descomposición atacó su olfato. En cuanto llegó al final de la escalera, soltó la bolsa y la manta.
Del bolsillo de la chaqueta se sacó la careta de goma. Era mejor que el pasamontañas, menos atemorizante y más apropiado para aquella época del año, aunque él la detestara. Pero detestaba aún más recordar el semblante de Danny al reconocerlo y confiar en él y, después, al mirarlo como si lo hubiera traicionado. Si Danny lo hubiera comprendido… Pero esa mirada y la endiablada cruz que le colgaba del cuello habían estado a punto de desarmarlo. No, no podía correr más riesgos. Se puso la careta. A los pocos segundos, empezó a sudarle la cara.
Como un zombi, con las manos y los brazos estirados, dio pequeños pasos hasta que chocó con el estante de madera. Cerró los dedos en torno a la lámpara y las cerillas. Sintió un roce de pelo en la mano y la retiró con brusquedad, golpeando la linterna, pero la atrapó a ciegas antes de que se cayera al suelo.
– Malditas ratas -masculló.
Levantó el metal oxidado con los dedos. Encendió un fósforo y la mecha a la primera. La oscuridad cobró vida en el resplandor dorado, y eludió mirar a las criaturas nocturnas que se alejaban corriendo. Esperó. En cuestión de segundos encontrarían una nueva oscuridad y todo volvería a estar a salvo y tranquilo.
Empujó el grueso estante de madera con el hombro. La pesada estructura crujió, tembló y empezó a moverse, arañando el suelo, arrastrando tierra a su paso. El sudor le resbalaba por la espalda; la careta le daba mucho calor. Por fin, vio aparecer el pasaje secreto. Gateó por el pequeño agujero, estirando el brazo hacia atrás para arrastrar la bolsa y la manta. Esperaba que a Matthew le gustaran los cromos de béisbol.
La casa de los Tanner se erguía en la esquina de la manzana, en el borde de la ciudad. Por detrás se extendía una amplia pradera en la que máquinas de construcción amarillas engullían el paisaje como monstruos hambrientos que arrancaban árboles de un solo bocado. Era una de las imágenes que Nick más detestaba; el rápido crecimiento de Platte City. Franjas de paisaje cubiertas de rosas silvestres, llameantes gordolobos y ondulante hierba convertidas de improviso en secciones perfectas de césped y acera gris salpicadas de columpios y balancines de plástico.
– ¡Dios! -masculló al ver la cola de vehículos aparcados delante de la casa.
– ¿Tienes a algún hombre aquí, controlando la situación? -preguntó O'Dell, y Nick le lanzó una mirada dentro del Jeep-. Sólo era una pregunta, Morrelli. No hace falta que te pongas a la defensiva.
Tenía razón, no había acusación en su voz; necesitaba recordar que ella estaba de su parte. Así que la puso al corriente de lo que había hecho hasta el momento, detalles que no había tenido tiempo de comentarle de madrugada. La noche anterior, casi al borde del pánico, Hal Langston y él habían organizado un minipuesto de mando en el salón de Michelle Tanner. Aunque le pesara, Nick también había confiado en las lecciones que Bob Weston le había dado durante el caso Alverez. A los pocos minutos de la llamada desesperada de Michelle Tanner, había enviado a Phillip Van Dorn para que le pinchara los teléfonos y organizara la vigilancia en los alrededores de la casa. Antes de la medianoche, Lucy Burton había empezado a convertir la sala de conferencias de la oficina del sheriff en un centro estratégico con mapas, ampliaciones de Matthew y una línea directa para todo lo relativo al caso.
En aquella ocasión, Nick había telefoneado a los jefes de policía de los condados vecinos de Richfield, Staton y Bennet para pedir refuerzos y poder recorrer callejones, prados cercanos e incluso la orilla del río. No quería imaginar lo que ocurriría cuando saliera a la luz la desaparición de Matthew. Sabía que sería imposible evitar la psicosis generalizada, ni tan siquiera contenerla.
La puerta principal de la casa estaba abierta, y el murmullo de voces llegaba al jardín. O'Dell llamó a la puerta mosquitera y esperó; Nick habría llamado y entrado directamente. De pie detrás de ella, advirtió que le sacaba unos quince centímetros de estatura. Se inclinó un poco para olerle el pelo justo cuando una brisa le agitaba los mechones, y éstos acariciaron el mentón de Nick con suavidad.
Maggie se pasó los dedos por el pelo y a punto estuvo de rozarle la barbilla sin querer. Nick retrocedió y vio cómo se recogía un mechón rebelde detrás de la oreja, dejando al descubierto una piel blanca y suave. Aquella mañana llevaba un traje pantalón de color burdeos que hacía que su piel pareciera más tersa, más suave.
La puerta mosquitera chirrió cuando un hombre al que Nick no reconocía la abrió lo justo para observarlos.
– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó con recelo, sin perder el tiempo con buenos modales.
– No pasa nada -Hal Langston apareció por detrás y lo apartó con suavidad. Después, abrió la puerta mosquitera. El hombre lanzó una mirada a Hal, pero se alejó. Hal podía imponer mucho respeto cuando quería. Nick y él habían jugado al fútbol americano juntos en el instituto y, aunque Hal había echado unos cuantos kilos de más, seguía en buena forma.
El salón de los Tanner estaba lleno de ayudantes del she- riff y de agentes de policía a los que Nick no reconocía. Algunos estaban tomando café, otros estudiaban notas o mapas. Nick buscó a Michelle Tanner con la mirada, preguntándose si la reconocería. La noche anterior, con su bata rosa de felpa, los ojos enrojecidos y el moño pelirrojo medio deshecho había dado la impresión de estar ebria y desorientada.
La cocina también estaba atestada de personas.
– ¿Quién diablos es toda esta gente, Hal? -se dio la vuelta y chocó con su ayudante, que le pisaba los talones. O'Dell se había acercado a Phillip Van Dorn y parecía estar sonsacándole todos los secretos sobre la tecnología que había desplegado por la casa.
– Fue idea de ella -se defendió Hal-. Llamó a unos cuantos vecinos, a su madre, a los padres de los compañeros de equipo de su hijo.
– ¡Por Dios! ¿No me digas que tenemos a todo el equipo de fútbol?
– Sólo a unos cuantos padres.
Nick empezó a abrirse paso a codazos. Cuando reconoció a la mujer que estaba sentada detrás de la mesa, tomando café con Michelle Tanner, recurrió a los empujones.
– ¿Qué diablos haces tú aquí? -rugió, y se hizo un repentino silencio en la habitación.
Antes de que Christine pudiera contestar, su hermano arremetió contra el grupo, derramando el café de Emily Fulton y empujando a Paul Calloway. Todo el mundo se lo quedó mirando mientras la señalaba con el dedo y le decía a Michelle Tanner:
– Señora Tanner, ¿sabe que esta mujer es periodista?
Michelle Tanner era menuda, esbelta hasta rayar la fragilidad y, por lo que Christine ya había averiguado, fácil de intimidar. Palideció, miró a Christine y jugó nerviosamente con la taza de café, sorprendiéndose de que el tintineo se amplificara en el silencio. Por fin, miró a Nick a la cara.
– Sí, sheriff Morrelli. Soy consciente de que Christine es periodista -entrelazó las manos, se percató del leve temblor y las apoyó en el regazo, bajo la mesa, a salvo de las miradas. Con los ojos puestos en el cafe, prosiguió-. Creemos que sería beneficioso publicar algo sobre Matthew en… en la edición de esta tarde -el temblor se había propagado a su voz.
Christine vio que Nick se ablandaba; las lágrimas de una mujer siempre lo desarmaban. Ella también las había usado algunas veces, aunque no había rastro de manipulación en el llanto de Michelle Tanner.
– Señora Tanner, lo siento, pero creo que no es buena idea.
– En realidad, es una idea muy buena.
Christine se giró en la silla para poder ver a la mujer que había aparecido detrás de Nick. Podría haber sido modelo: tenía una piel perfecta, pómulos altos, labios llenos y pelo corto oscuro y sedoso. El traje que llevaba no lograba camuflar su figura atlética y esbelta, dotada de suficientes curvas para atraer la atención de todos los hombres presentes. Sin embargo, su manera de hablar y su pose reflejaban que no era consciente del efecto que producía su feminidad. Se movía con aplomo y autoridad. Aquella mujer no se dejaba intimidar fácilmente por nada ni por nadie, y menos por una habitación llena de personas que no sabían quién era. A Christine ya le caía bien.
– ¿Cómo dices? -Nick parecía molesto con la mujer.
– Creo que sería buena idea involucrar a los medios de comunicación lo antes posible.
Nick paseó la mirada por la habitación. Parecía incómodo y nervioso.
– ¿Puedo hablar contigo un minuto? A solas -agarró a la mujer del brazo, pero ella se desasió al instante. Aun así, se dio la vuelta para alejarse con Nick.
– Disculpa un momento -Christine dio una palmadita a Michelle en la mano y tomó su bloc de notas. Aunque sabía que su hermano estaba furioso, quería conocer a la mujer que acababa de bajarle los humos. Debía de ser la experta del FBI, la agente especial Maggie O'Dell. Se preguntó qué información estaría dispuesta a aportar… Información que Nick retendría con tenazas con tal de proteger su preciada reputación.
Nick y la agente O'Dell se habían retirado a un rincón del salón, junto al mirador que daba al jardín delantero. Varios agentes de policía los observaban con curiosidad; los hombres de Nick estaban mejor enseñados y fingían estar absortos en su trabajo.
– Ya te dije que no le haría gracia verte aquí -dijo una voz a su espalda. Christine volvió la cabeza y vio a Hal.
– Bueno, parece que alguien lo está haciendo cambiar de idea.
– Sí, desde luego ha encontrado la horma de su zapato. Voy a salir a fumarme un cigarro. ¿Te vienes?
– No, gracias. Estoy intentando dejarlo.
– Como quieras -repuso Hal, y se alejó.
En el rincón, Nick hablaba con los dientes apretados, conteniendo su ira. La agente O'Dell se mostraba imperturbable, y dialogaba con voz serena y normal.
– Perdonad que os interrumpa -al acercarse, la mirada furibunda que Nick le lanzó fue como un bofetón. Christine eludió mirarlo-. Usted debe de ser la agente especial O'Dell. Soy Christine Hamilton -le ofreció la mano, y O'Dell se la estrechó sin vacilación.
– Señora Hamilton…
– Estoy segura de que, en su arrebato de furia, Nicky ha olvidado decirle que soy su hermana.
O'Dell miró a Nick, y Christine creyó ver un ápice de sonrisa en su rostro, por lo demás, impasible.
– Sí, me preguntaba si habría algo personal.
– Está furioso conmigo, así que le cuesta ver que estoy aquí para ayudar.
– Lo sé.
– Entonces, ¿no le importaría contestar a unas preguntas?
– Lo siento, señora Hamilton…
– Christine.
– Claro, Christine. Opine lo que opine, no estoy al mando de la investigación. Sólo he venido a hacer un perfil del asesino.
A Christine no le hacía falta mirar a Nick para saber que estaba sonriendo. Aquello la enfureció.
– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Se va a mantener a la prensa al margen, como en el caso Alverez? Nicky, eso sólo empeorará las cosas.
– En realidad, Christine, creo que el sheriff Morrelli ha cambiado de idea -dijo O'Dell, observando a Nick, cuya sonrisa se transformó en una mueca.
Nick se retiró el pelo de la frente; O'Dell cruzó los brazos sobre el pecho y esperó. Christine los miró alternativamente. Había tensión en aquel rincón, y se sorprendió dando un paso atrás.
– Daremos una conferencia de prensa en el vestíbulo del juzgado -dijo Nick por fin-. Mañana por la mañana a las ocho y media.
– ¿Puedo publicarlo en el artículo de esta tarde?
– Claro -contestó su hermano a regañadientes.
– ¿Algo más que pueda incluir en el artículo?
– No.
– Sheriff Morrelli, ¿no dijo que tenía copias de la fotografía del niño? -una vez más, O'Dell hablaba en tono práctico, sin dobles sentidos-. Alguien podría recordar algo si Christine incluyera una en su artículo.
Nick hundió las manos en los bolsillos, y Christine se preguntó si lo haría para no estrangularlas a las dos.
– Pásate por la oficina a recoger una. Le diré a Lucy que te la tenga preparada en el mostrador principal. En el mostrador principal, Christine. No quiero verte merodeando por mi despacho.
– Relájate, Nicky, no soy el enemigo -empezó a alejarse, pero se detuvo junto a la puerta principal-. Sigues pensando en venir a cenar a casa esta noche, ¿no?
– No sé si estaré muy ocupado.
– Agente O'Dell, ¿le gustaría acompañarnos? Será una comida sencilla. Espaguetis. Regados con chianti.
– Gracias, me encantaría.
Christine estuvo a punto de prorrumpir en carcajadas al ver la expresión de sorpresa de Nick.
– Entonces, os veré a eso de las siete. Nicky sabe dónde es.
La oficina del sheriff rebosaba tensión y actividad. Nick lo percibió tan pronto como O'Dell y él franquearon el umbral. Allí estaba él, preocupado por la psicosis que iba a adueñarse de la comunidad y la oleada de frenesí arrancaba de su propia oficina.
Los teléfonos no paraban de sonar. Las máquinas pitaban, los teclados repicaban, los faxes zumbaban. Sus hombres hablaban a voces de un extremo a otro de la habitación. Los cuerpos pululaban sin chocar los unos con los otros.
Lucy pareció sentir alivio al verlo. Sonrió y lo saludó desde la otra punta de la sala. También lanzó una rápida mirada de desprecio a O'Dell, pero ésta no pareció darse cuenta.
– Nick, hemos registrado centímetro a centímetro toda la ciudad -Lloyd Benjamín tenía la voz rasposa por el agotamiento. Se quitó las gafas y se restregó los ojos. Era el miembro más antiguo del equipo de Nick y, junto con Hal, en el que más confiaba-. Los hombres de Richfield siguen recorriendo el río por la zona donde encontramos al pequeño Alverez. He enviado a los hombres de Staton a la parte norte de la ciudad, van a rastrear la cantera de grava y el lago Northon.
– Eso está bien, Lloyd. Muy bien -Nick le dio una pal- madita en la espalda. Había algo más. Lloyd se frotó la mandíbula y miró a O'Dell.
– Algunos estábamos comentando… -prosiguió en voz baja, casi un susurro-. Stan Lubrick creía recordar que Jef- freys tenía un compañero… ya sabes, una especie de… amante, en el momento de su detención. Recuerdo que lo trajimos para interrogarlo, pero no llegó a testificar. Un tal Mark Rydell -dijo, hojeando el bloc lleno de trazos ininteligibles-. Nos preguntábamos si debíamos salir a buscarlo. Comprobar si sigue por aquí.
Los dos miraron a O'Dell, que estaba distraída por el caos. Tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta, y miraba a todas partes, observando la conmoción. De pronto, advirtió que los dos hombres estaban esperando a oír su opinión.
– No sabía que Jeffreys fuera gay. ¿Cómo sabe que ese tipo era su amante? -una vez más, hablaba en tono práctico, sin rastro de condescendencia, aunque Nick sabía que era capaz de transformar especulaciones firmes en nociones absurdas.
Lloyd se aflojó la corbata y el cuello de la camisa. Era evidente que el tema lo incomodaba.
– Bueno, estaban viviendo juntos.
– ¿Y eso no los convertiría en compañeros de piso?
O'Dell era tan implacable como hermosa. Lloyd lo miró en busca de ayuda, pero Nick se limitó a encogerse de hombros.
– ¿Sería posible comprobar si Rydell mantuvo contacto con Jeffreys después de la condena? -le preguntó O'Dell a Lloyd, en lugar de descartar su corazonada.
– No sé si iría a verlo alguien a la prisión.
– Podría comprobar qué visitas recibió Jeffreys o con quién se mantuvo en contacto. Averigüe si trabó amistad con otros prisioneros, o incluso guardias.
A Nick le gustaba cómo procesaba la información: rápidamente, sin pasar por alto ni siquiera los detalles más insignificantes. Una pista que Nick habría considerado descabellada se había materializado en algo sólido. Hasta Lloyd, que pertenecía a una generación de hombres deseosos de mantener a las mujeres en su sitio, parecía satisfecho. Se despidió con una inclinación de cabeza y se alejó en busca de un teléfono.
Nick se había quedado nuevamente impresionado. O'Dell lo sorprendió mirándola y se limitó a sonreír.
– ¡Oye, Nick! Esa mujer ha vuelto a llamar -gritó Eddie Gillick desde una mesa, con el teléfono debajo de la barbilla.
– Agente O'Dell, aquí hay un fax de Quantico para usted -Adam Preston le pasó un rollo de papel.
– ¿Qué mujer? -le preguntó Nick a Eddie.
– Sophie Krichek. ¿Te acuerdas? La que aseguró haber visto una vieja camioneta azul en el barrio cuando el pequeño Alverez fue secuestrado.
– Déjame adivinarlo. Ha vuelto a ver la camioneta, esta vez, con otro niño que se parece a Matthew Tanner.
– Espera un momento -lo interrumpió O'Dell, alzando la mirada de la tira de papel de fax que caía hasta el suelo-. ¿Qué te hace pensar que no habla en serio?
– No hace más que llamar -le explicó Nick.
– Nick, aquí tienes tus mensajes -Lucy le pasó el montón de papelitos rosa y esperó delante de él.
– A ver si lo entiendo. ¿No vas a verificar esa pista porque la mujer ha sobrepasado el cupo de llamadas a la autoridad? -O'Dell lo estaba mirando como si creyera que su actitud rayaba en incompetencia, y Nick se preguntó si tendría algo que ver con su leve distracción con el jersey ceñido de Lucy.
– Hace tres semanas llamó para decirnos que había visto a Jesús en su jardín, empujando a una niña en el columpio. Ni siquiera tiene jardín. Vive en un complejo de apartamentos con aparcamiento de cemento. Lucy, ¿han llegado ya las actas de la confesión y el juicio de Jeffreys?
– Max dijo que te las traería lo antes posible -Lucy se balanceó sobre los tacones de aguja, expresamente para él-. Tienen que hacer copias de todo. Max no quiere que los originales salgan del despacho del secretario judicial. Ah, agente O'Dell, un tal Gregory Stewart ha llamado tres o cuatro veces preguntando por usted. Ha dicho que era importante y que usted tiene su número.
– ¿El pesado de tu jefe? -Nick sonrió a O'Dell que, de pronto, parecía turbada.
– No, mi marido. ¿Hay algún teléfono desde el que pueda llamar?
La sonrisa de Nick se desvaneció. Le miró la mano; no llevaba alianza. Sí, estaba convencido de haberlo comprobado antes, sencillamente, por costumbre. O'Dell aguardaba una respuesta.
– Puedes llamar desde mi despacho -le dijo, tratando de parecer indiferente mientras hojeaba el montón de mensajes-. Por el pasillo, la última puerta a la derecha.
– Gracias.
En cuanto se alejó, Eddie Gillick se detuvo junto a Nick de camino al fax.
– ¿Por qué te sorprendes tanto, Nick? Es un buen partido. ¿Por qué no iba a estar casada?
Era absurdo. Aquella mañana, en casa de Michelle Tanner, había estado a punto de estrangularla. De repente, tenía la sensación de haber recibido un puñetazo en el estómago.
El despacho era sencillo y pequeño, con un escritorio gris de metal y mesa de ordenador a juego. En los estantes estaban expuestos diversos trofeos: todos de campeonatos de fútbol de algún tipo. Había varios cuadros en la pared, detrás de la mesa. Maggie se dejó caer en el cómodo sillón de cuero, el único lujo del despacho, y descolgó el teléfono mientras se fijaba en los cuadros.
Había varias fotografías de hombres jóvenes vestidos con camisetas de fútbol rojiblancas. En una de ellas, aparecía un joven Morrelli sudoroso y manchado, junto a un caballero de más edad que, a juzgar por el autógrafo, era el entrenador Osborne. En el rincón, casi ocultos tras un archivador, estaban colgados dos títulos enmarcados cargados de polvo. Uno era de la universidad de Nebraska. El otro, una licenciatura en Derecho de… a Maggie estuvo a punto de caérsele el auricular de la mano. ¡De la universidad de Harvard! Se levantó para estudiarlo de cerca, pero volvió a sentarse, avergonzada por haber pensado, fugazmente, que se trataba de una falsificación, de una broma. Pero era real.
Volvió a contemplar la fotografía del futbolista. El sheriff Nicholas Morrelli era una caja de sorpresas. Cuantas más cosas averiguaba sobre él, más le picaba la curiosidad. Tampoco era de ninguna ayuda que entre ellos saltaran chispas de atracción. Para el donjuán Nick Morrelli era una circunstancia habitual pero no para ella, y le resultaba irritante.
Greg y Maggie siempre habían mantenido una relación cómoda. Ni siquiera al principio se basó tanto en la atracción ni en la química como en la amistad y los objetivos comunes. Objetivos que habían cambiado en el transcurso de los años, y una amistad que había dado paso a la comodidad. Últimamente, Maggie se preguntaba si se habían distanciado o si nunca habían estado realmente unidos.
No importaba. Las personas luchaban por conservar su matrimonio; Maggie lo creía sinceramente. Al menos, Greg la había llamado, había dado el primer paso hacia la reconciliación; debía de ser una buena señal.
Marcó el número de su oficina y esperó pacientemente mientras el timbre sonaba cuatro, cinco, seis veces.
– Brackman, Harvey y Lowe. ¿En qué puedo ayudarlo?
– Querría hablar con Greg Stewart, por favor.
– El señor Stewart está reunido. ¿Quiere dejar un mensaje?
– ¿No podría interrumpirlo? Soy su esposa. Ha estado toda la mañana intentando localizarme.
Se produjo una pausa mientras la recepcionista decidía lo razonable que era la petición.
– Un momento, por favor.
El momento se fue alargando. Por fin, transcurridos cinco minutos, Maggie oyó la voz de Greg.
– Maggie, gracias a Dios que te encuentro -hablaba en tono apremiante, pero no arrepentido. Enseguida, se sintió decepcionada en lugar de alarmada-. ¿Por qué no tienes conectado el móvil? -incluso en aquella urgencia tenía que regañarla.
– Se me ha olvidado cargarlo. Lo tendré listo esta tarde.
– Bueno, no importa -parecía irritado, como si fuera ella quien hubiera sacado el tema-. Se trata de tu madre -su tono cambió automáticamente a la voz compasiva que empleaba con los clientes que acababan de perder el caso. Maggie hundió las uñas en el brazo de cuero y esperó a que continuara-. La han ingresado en el hospital.
Maggie inclinó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y tragó saliva.
– ¿Qué ha hecho ahora?
– Creo que empieza a ir en serio, Maggie. Esta vez ha usado una cuchilla.
Maggie colgó el teléfono y se masajeó las sienes. Le palpitaba la cabeza, el cuello e incluso los hombros. Se había pasado los últimos veinte minutos discutiendo con el médico que estaba atendiendo a su madre. Había sido el primero de su promoción, le había asegurado con arrogancia. Acababa de licenciarse y ya creía saberlo todo. Pues no conocía a su madre; ni siquiera se había molestado en estudiar su historial. Cuando Maggie le recomendó que llamara a la terapeuta de su madre y le dio el número, se mostró aliviado, incluso agradecido.
En lo que sí habían coincidido era en que Maggie no debía subirse al primer avión que saliera para Richmond. Su madre estaba pidiendo atención a gritos, y el que Maggie lo dejara todo para ir a verla sólo serviría para reforzar su comportamiento. Como había ocurrido en las cinco últimas ocasiones. Cielos, pensó Maggie, su madre acabaría acertando, aunque sólo fuera por casualidad. Y aunque estaba de acuerdo con Greg en que las cuchillas eran un serio progreso, los cortes, según el doctor Niño Prodigio, eran paralelos, no transversales.
Maggie reclinó la cabeza en el suave cuero del sillón y cerró los ojos. Había estado cuidando de su madre desde que tenía doce años. ¿Y qué sabía de cuidados una niña de doce años, que acababa de perder a su padre? A veces, tenía la sensación de haber fallado a su madre, hasta que recordaba que era ella la que la había abandonado con sus borracheras.
Oyó un golpe suave de nudillos en el cristal esmerilado de la puerta, y Morrelli asomó la cabeza.
– O'Dell, ¿estás bien?
Se había quedado paralizada en el sillón. De pronto, los brazos, las piernas, todo el cuerpo, le pesaban demasiado.
– Estoy bien -alcanzó a decir, aunque no sonó muy convincente. Vio que Morrelli fruncía el ceño y que sus suaves ojos azules reflejaban preocupación. Vaciló; después, entró en el despacho despacio, con cautela, y le puso una lata de Pepsi Light sobre la mesa, delante de ella.
– Gracias -le dijo, pero seguía sin hacer ademán de moverse.
– Estás hecha unos zorros -le espetó por fin.
– Eres muy amable, Morrelli -repuso Maggie, pero sonrió.
– Oye, ¿podrías hacerme un favor? Llámame Nick. Siempre que me llamas Morrelli o sheriff Morrelli, empiezo a buscar a mi padre con la mirada.
– Está bien, lo intentaré -hasta sentía pesados los párpados. ¿Podría conciliar el sueño si los cerraba?
– Lucy está encargando el almuerzo en Wanda's. ¿Qué te apetece? Los lunes, el plato del día es asado de carne, pero te recomiendo el sandwich de pollo frito y filete.
– No tengo mucha hambre.
– Llevo contigo desde esta mañana y no has comido nada. Tienes que alimentarte, O'Dell. No pienso ser el responsable de que pierdas ese bonito… -se interrumpió, pero demasiado tarde. La vergüenza afloró en su rostro-. Te pediré un sandwich de jamón y queso se dio la vuelta para marcharse.
– ¿Con pan de centeno?
Morrelli volvió la cabeza.
– Está bien.
– ¿Y con mostaza picante?
En aquella ocasión, sonrió, y se le marcaron los hoyuelos.
– Das mucho la lata, O'Dell. ¿Lo sabías?
– Oye, Nick -volvió a detenerlo.
– ¿Qué pasa ahora?
– Llámame Maggie, ¿quieres?
– ¿Te gustan los cromos de béisbol? -la careta le amortiguaba la voz, como si estuviera bajo el agua. Y tenía la sensación de estar sumergido… en sudor.
Matthew se lo quedó mirando desde su pequeña cama del rincón. Estaba sentado sobre las sábanas revueltas y abrazado a una almohada. Tenía los ojos rojos e hinchados, y el pelo aplastado en varios puntos. Se le había arrugado el uniforme de fútbol, y ni siquiera se había quitado las zapatillas para dormir.
La luz se filtraba por las rendijas de la ventana condenada con tablillas de madera. Los cristales rotos vibraban cuando el viento se colaba por entre los listones podridos. Silbaba y ululaba, creando un gemido fantasmal y levantando las esquinas de los pósters que tapaban las grietas de las paredes. Era el único sonido de la habitación; el niño no había dicho ni una sola palabra en toda la mañana.
– ¿Estás cómodo? -le preguntó.
Cuando se acercó, el niño se refugió en el rincón, apretando su cuerpecito contra el yeso medio deshecho. La cadena que unía su tobillo al poste de acero de la cama hizo un ruido metálico. Tenía suficiente longitud para que pudiera alcanzar el centro de la habitación. Aun así, la hamburguesa de queso y las patatas fritas que le había dejado la noche anterior seguían intactas en la bandeja de metal. Hasta el batido triple de chocolate estaba a rebosar.
– ¿No te gustó la cena, o prefieres perritos calientes? ¿O perritos con chile? Puedes pedir lo que quieras.
– Quiero irme a casa -susurró Matthew, mientras estrujaba la almohada con una mano torcida para poder morderse las uñas. Algunas debían de haberle sangrado durante la noche, porque había salpicaduras de sangre seca en la funda de algodón de la almohada. Le costaría mucho trabajo quitarlas.
– ¿Prefieres los tebeos a los cromos de béisbol? Tengo algunos antiguos de Flash Gordon que te gustarán. Te los traeré la próxima vez que venga.
Terminó de vaciar la bolsa de comestibles: tres naranjas, una bolsa de Cheetos, dos chocolatinas, un pack de seis refrescos de cola, dos latas de raviolis con tomate, y dos terrinas de pudin de chocolate. Dispuso cada artículo sobre la vieja caja de botellas de vino que había encontrado en lo que debía de haber sido un almacén. Se había tomado muchas molestias para conseguir la comida favorita de Matthew.
– Esta noche podría hacer frío -dijo mientras desenrollaba la gruesa manta de lana y la extendía sobre la cama-. Siento no poder dejarte una luz. ¿Quieres que te traiga alguna otra cosa?
– Quiero irme a casa -volvió a susurrar el niño.
– Tu madre no tiene tiempo para cuidar de ti, Matthew.
– Quiero ir con mi mamá.
– Nunca está en casa. Y apuesto a que trae a desconocidos por las noches, ¿verdad? Desde que echó a tu padre -mantuvo la voz serena y tranquilizadora.
– Por favor, déjeme ir a casa.
– Y no puedes vivir con tu padre -«sereno y templado», pensó. Debía mantener la calma, aunque ya empezaba a notar la furia cobrando fuerza en su vientre-. Tu padre te pega, ¿verdad, Matthew?
– ¡Quiero irme a casa! -gimió el niño, sin preocuparse ya de no armar jaleo.
– Voy a ayudarte, Matthew. Voy a salvarte. Pero debes tener paciencia. Mira, te he traído tus golosinas favoritas.
Aun así, el niño seguía llorando, un lamento agudo que lo irritaba. Notó la explosión que emergía desde su estómago.
– ¡Quiero irme a casa! -el gemido le ponía los nervios de punta.
– ¡Maldita sea! ¡Cállate, llorón de mierda!
El artículo de Christine de la edición de la tarde llegó a los quioscos del centro de Omaha a las tres y media. A las cuatro, los repartidores ya estaban arrojando el número enrollado del Omaha Journal en los porches y céspedes de Platte City. A las cuatro y diez, los teléfonos empezaron a sonar ininterrumpidamente en la oficina del sheriff.
Nick le encomendó a Phillip Van Dorn la tarea de aumentar las líneas de teléfono, sugiriendo incluso que se adueñara de la oficina del secretario judicial del fondo del pasillo. Aquello era exactamente lo que había intentado evitar. La ola de psicosis había comenzado oficialmente, y Nick ya podía sentir cómo le retorcía las entrañas.
Ciudadanos indignados exigían saber lo que se estaba haciendo. El Ayuntamiento quería saber cuánto le costaría a la ciudad el personal y el equipo adicionales. Los reporteros los acosaban pidiendo una entrevista personal, porque no querían esperar a la conferencia de prensa matutina. Algunos ya estaban acampados en el vestíbulo del juzgado, contenidos por hombres que habrían sido más útiles en la calle.
Por supuesto, también había pistas. Maggie tenía razón; la fotografía de Matthew refrescó la memoria de muchos. El problema era distinguir las pistas de verdad de las chifladuras… aunque Maggie afirmaba que las chifladuras no debían descartarse por completo. Al día siguiente, Nick pensaba encargarle a uno de sus hombres que verificara la historia de Sophie Krichek sobre la vieja camioneta azul. Seguía pensando que Krichek no era más que una anciana solitaria que quería llamar la atención, pero no quería que nadie pensara que no había comprobado todas las pistas y, menos aún, Maggie.
– Nick, Angie Clark te ha llamado cuatro veces -Lucy lo alcanzó en el pasillo, claramente irritada por ser la mensajera de su vida amorosa.
– La próxima vez que llame, dile que lo siento, pero que no tengo tiempo para hablar.
Pareció complacida y empezó a alejarse, pero giró en redondo.
– Ah, se me olvidaba. Max va a traerte esas actas de la confesión y el juicio de Jeffreys.
– Estupendo. Díselo a la agente O'Dell, ¿quieres?
– ¿Dónde quieres que las ponga? -caminaba dando saltitos a su lado, mientras él se dirigía a su despacho.
– ¿No puedes dárselas a la agente O'Dell?
– ¿Las cinco cajas?
Se detuvo con tanta brusquedad que ella chocó contra él. La sujetó por los codos y ella se balanceó peligrosamente sobre sus tacones.
– ¿Hay cinco cajas?
– Ya conoces a Max. Es muy exhaustiva, así que está todo etiquetado y catalogado. Me ha dicho que también ha incluido copias de todas las pruebas que fueron aceptadas, así como de las declaraciones juradas de testigos que no llegaron a testificar.
– ¿Cinco cajas? -Nick movió la cabeza-. Que las deje en mi despacho.
– Está bien -Lucy se volvió para alejarse, pero se detuvo una vez más-. ¿Todavía quieres que se lo diga a la agente O'Dell?
– Sí, por favor -su desconfianza, desprecio, o lo que fuera por Maggie empezaba a cansarlo.
– Ah, y el alcalde está en la línea tres.
– Lucy, no podemos permitirnos el lujo de bloquear ninguna de esas líneas.
– Lo sé, pero insistió. No podía colgarlo.
Sí, estaba convencido de que Brian Rutledge habría insistido. Era un auténtico plasta.
Nick se refugió en su despacho. Tras la puerta cerrada, se dejó caer en el sillón de cuero y se aflojó la corbata. Forcejeó con el botón del cuello de la camisa, y a punto estuvo de arrancarlo. Se puso el pulgar y el índice en los párpados,tratando de recordar cuánto tiempo había dormido desde el viernes. Por fin, descolgó el teléfono y marcó la línea tres.
– Hola, Brian. Soy Nick.
– Nick, ¿qué cojones pasa ahí? Llevo esperando casi veinte minutos.
– No pretendía importunarte, Brian. Estamos un poco ocupados.
– Yo también tengo mi propia crisis, Nick. El Ayuntamiento piensa que deberíamos anular Halloween. Maldita sea, Nick, si cancelo Halloween pareceré el maldito Grinch.
– Creo que el Grinch es en Navidad, Brian.
– Maldita sea, Nick. Esto no tiene gracia.
– No me estoy riendo, Brian. ¿Y sabes qué? Tengo cosas más serias de qué preocuparme que la fiesta de Halloween.
Lucy se asomó al despacho, y Nick le hizo señas de que entrara. Abrió la puerta e indicó a los cuatro hombres que la seguían que dejaran las cajas en el rincón, debajo de la ventana.
– Halloween es algo serio, Nick. ¿Y si ese loco acaba haciendo algo cuando todos esos niños andan correteando por ahí en la oscuridad?
La voz quejicosa y aguda de Rutledge le estaba poniendo los nervios de punta. Sonrió y dijo «gracias» con los labios a Maxine Cramer, que había entrado con la última caja. Incluso al final de la jornada y tras cargar con una caja por el pasillo, su traje azul cobalto estaba impecable. Le devolvió la sonrisa a Nick y salió por la puerta.
– Brian, ¿qué quieres de mí?
– Quiero saber lo serio que es esto, maldita sea. ¿Tenemos algún sospechoso? ¿Vas a detener a alguien próximamente? ¿Qué cojones estás haciendo ahí?
– Un niño ha muerto y otro ha desaparecido. ¿Cómo de serio crees que es esto, Brian? En cuanto a cómo llevo la investigación, no es asunto tuyo, maldita sea. Necesitamos mantener esta línea abierta para cosas más útiles que guardarte las espaldas, así que no vuelvas a llamar -colgó con ímpetu y vio a O'Dell de pie en el umbral, observándolo.
– Perdona -parecía avergonzada de haber presenciado su furia. Por segunda vez en un día. Debía de pensar que era un loco, un lunático histérico o, peor, sencillamente, un incompetente-. Lucy me ha dicho que las actas están aquí.
– Así es. Pasa y cierra la puerta.
Maggie vaciló, como si dudara si estaría a salvo tras una puerta cerrada con él.
– Era el alcalde -le explicó Nick-. Quería saber si iba a detener a alguien antes del viernes para saber si no tendría que cancelar Halloween.
– ¿Y qué le has dicho?
– Más o menos, lo que has oído. Las cajas están debajo de la ventana -giró el sillón para señalárselas y, después, se mantuvo en aquella posición para mirar por la ventana. Estaba harto de las nubes, de la lluvia. No recordaba cuándo había brillado el sol por última vez.
O'Dell estaba de rodillas. Había destapado varias cajas y desperdigado archivos sobre el suelo, a su alrededor.
– ¿Quieres sentarte? -le ofreció, pero no hizo ademán de abandonar su sillón.
– No, gracias. Así será más fácil.
Tenía cara de haber encontrado lo que buscaba. Abrió el archivo y empezó a leerlo por encima, pasando las hojas, hasta que se detuvo en una. De pronto, su semblante se tornó muy grave. Se sentó sobre los talones.
– ¿Qué pasa? -Nick se inclinó hacia delante para ver qué había captado tan poderosamente su atención.
– Es la confesión original de Jeffreys, justo después de su detención. Es muy completa, desde la clase de cinta que usó para atar las manos y los pies de la víctima hasta las señales del cuchillo de caza que usó -hablaba despacio, sin dejar de recorrer el documento con la mirada.
– El padre Francis ha dicho que Jeffreys no había mentido, luego los detalles son ciertos. ¿Entonces?
– ¿Sabías que Jeffreys solamente confesó haber matado a Bobby Wilson? De hecho -dijo, pasando algunas hojas-, no se cansó de asegurar que no había tenido nada que ver con los asesinatos de los otros dos niños.
– No recuerdo haber oído nada de eso. Seguramente, pensaron que estaba mintiendo.
– Pero ¿y si no mentía? -lo miró, con los ojos castaños torturados por algo más que el archivo que sostenía.
– Si no estaba mintiendo y sólo mató a Bobby Wilson… -Nick no terminó la frase. De pronto, sentía náuseas.
– Entonces, el verdadero asesino en serie quedó libre, y está matando otra vez.
Christine trató de disimular su alivio cuando Nick la llamó para anular la cena. Si aquella nueva pista daba fruto, estaría trabajando hasta muy tarde para volver a acaparar la portada del periódico del día siguiente.
– ¿Podemos quedar mañana? -preguntó su hermano, casi en tono de disculpa.
– Claro, no hay problema. ¿Ha ocurrido algo interesante? -añadió, sólo para pincharlo.
– Tu reciente éxito no te favorece, Christine -parecía cansado, sin fuerzas.
– Me favorezca o no, me siento de maravilla.
– ¿Así que este número que me ha dado el periódico es de un móvil?
– Sí, uno de los alicientes de mi reciente éxito poco favorecedor. Oye, Nick -tenía que cambiar de tema antes de que le preguntara dónde estaba o adonde se dirigía-. ¿Podrías traerte el saco de dormir mañana, cuando vengas a casa? Timmy te lo pidió para la acampada, ¿recuerdas?
– ¿Van a irse de acampada en Halloween?
– Estarán de vuelta el viernes, el día de Todos los Santos. El padre Keller tiene que decir misa. ¿Te acordarás de traerlo?
– Sí.
– Y no te olvides de la agente O'Dell.
– Está bien.
Christine dobló la esquina para entrar en el aparcamiento justo cuando cerraba el móvil y se lo guardaba en el bolso. Nick se pondría furioso si supiera dónde estaba.
El complejo de apartamentos de cuatro plantas tenía un aspecto ruinoso; los ladrillos estaban mellados y viejos. Había aparatos oxidados de aire acondicionado colgados por fuera de las ventanas. El edificio desentonaba en aquel antiguo barrio de pequeñas casas de estructura de madera. A pesar de ser viejas, las casas estaban bien conservadas, y tenían los jardines de atrás llenos de cajones de arena, columpios y enormes arces.
El aire estaba impregnado del olor de la leña de la chimenea de un vecino. Un perro ladró al final de la calle, y Christine oyó el tintineo de un carillón de viento. Aquél era el barrio de Danny Alverez. Habían encontrado la reluciente bicicleta roja de Danny apoyada contra la alambrada que separaba el aparcamiento del complejo de apartamentos del resto del barrio. Era allí donde había comenzado el horror de sus últimos días.
El ascensor olía a tabaco y a orina de perro. Christine pulsó el botón del cuarto piso, y el ascensor vibró y subió con un traqueteo. Al salir al pasillo, volvió a atacarla una mezcla de olores a orina, moho y comida chamuscada de algún vecino. ¿Cómo podía vivir alguien en un cuchitril como aquél?
El apartamento 410 estaba al final del pasillo. Delante de la puerta arañada y abollada, descansaba un felpudo trenzado a mano. El felpudo estaba limpio, impoluto. Christine llamó a la puerta y contuvo la respiración para no inspirar los olores asfixiantes del pasillo. Oyó varios cerrojos que se abrían, y la puerta se entreabrió levísimamente. Unos ojos entornados y arrugados la miraron a través de unas gafas gruesas.
– ¿Señora Krichek? -preguntó con la mayor educación posible, sin dejar de contener el aliento.
– ¿Es usted la periodista?
– Sí, soy yo. Me llamo Christine Hamilton.
La puerta se abrió, y Christine esperó a que la mujer retrocediera con la ayuda del andador.
– ¿Está emparentada con Ned Hamilton, el del supermercado de la esquina?
– No, no lo creo. Hamilton es el apellido de mi ex marido, y no es de por aquí.
– Entiendo -la mujer se alejó arrastrando los pies.
Una vez dentro de la casa, Christine fue acosada por tres enormes gatos amarillos y grises que empezaron a frotarse contra sus piernas.
– Acabo de preparar una jarra de chocolate caliente. ¿Quiere un poco?
Estuvo a punto de decir que sí, pero vio la jarra humeante en la mesita de centro, donde otro enorme gato estaba dándole unos lametazos.
– No, gracias -confiaba en haber disimulado su desagrado.
El apartamento olía mucho mejor que el pasillo, a pesar del olor del amoníaco de una caja escondida de arena para los gatos. Había coloridas colchas de punto y edredones en el sofá y en una mecedora, plantas en las ventanas y tapetes de ganchillo en un antiguo aparador.
– Siéntese -le indicó la mujer, que se dejó caer en la mecedora-. ¡Ay!, qué dolor tengo en este hombro -dijo, y se frotó el extremo huesudo que sobresalía por debajo del jersey-. No se lo desearía ni a mi peor enemigo.
– Vaya, lo siento.
Parecía tener huesos frágiles, pensó Christine, fijándose en las rodillas nudosas que sobresalían por debajo del sencillo vestido de algodón. La anciana exhibía un ceño permanente, y los luminosos ojos azules aparecían enormes tras las gafas de montura metálica. Llevaba el pelo blanco recogido en un moño y sujeto con hermosas peinetas de turquesa.
– Envejecer es un infierno. Si no fuera por mis gatos, creo que tiraría la toalla.
– Señora Krichek -Christine se sentó y contempló cómo su falda de color azul marino se llenaba de pelo de gato-. Me gustaría que fuéramos al grano y que me contara lo que vio la mañana en que Danny Alverez desapareció. No le importa, ¿no?
– En absoluto. Me alegro de que por fin le interese a alguien.
– ¿No han venido a interrogarla de la oficina del sheriff?
– Los he llamado varias veces. La última, esta mañana, antes de ver su artículo. Me dan evasivas, como si creyeran que me lo estoy inventando. Por eso la he llamado. No me importa lo que piensen, yo sé lo que vi.
– ¿Y qué fue lo que vio, señora Krichek?
– Vi a ese chico aparcar su bici y subirse a una vieja camioneta azul.
– ¿Está segura de que era el pequeño Alverez?
– Lo he visto docenas de veces. Era un buen repartidor. Me dejaba el periódico en el felpudo, no como el que tenemos ahora, que sale del ascensor y lo lanza a mi puerta. A veces, llega, a veces, no, y me cuesta salir al pasillo con el andador. Los de su periódico deberían comprobar si esos chicos hacen bien su trabajo.
– Se lo diré. Señora Krichek, hábleme de la camioneta. ¿Pudo ver al conductor?
– No. Estaba amaneciendo y no había mucha luz. Yo me había acercado a la ventana. La camioneta entró en el aparcamiento, de modo que lo único que veía era el asiento del copiloto. Debió de decirle algo al niño, porque Danny dejó la bici apoyada contra la valla, rodeó el vehículo y subió.
– ¿Danny subió a la camioneta? ¿Está segura de que el hombre no lo agarró y lo arrastró por la fuerza?
– No, no. Todo transcurrió en tono amistoso… de lo contrario, habría llamado antes al sheriff. Hasta que no oí que Danny había desaparecido no sumé dos más dos y llamé.
Christine no podía creer que nadie hubiera verificado la historia de aquella mujer. ¿Se le estaría pasando algo por alto? Era una anciana, pero su descripción de los hechos parecía creíble. Se levantó y se dirigió a la ventana que la mujer había señalado. Ofrecía una vista perfecta del aparcamiento y de la alambrada. Incluso una persona con poca vista podría haber distinguido los acontecimientos que había descrito.
– ¿Cómo era la camioneta?
– Sé poco sobre coches -la mujer se encaramó al andador y se reunió con Christine arrastrando los pies-. Era vieja, de color azul cobalto, con la pintura descascarillada y un poco oxidada por abajo. Tenía estribos. Me acuerdo, porque Danny pisó el de su puerta para subir. Y la caja abierta, pero con barrotes en los costados. Ya sabe, de ésos que ponen los granjeros cuando van a transportar animales. Ah, y uno de los faros estaba fundido.
Si la mujer estaba senil, tenía una imaginación desbordante. Christine anotó los detalles.
– ¿Pudo ver la matrícula?
– No, no tengo la vista tan fina.
Se oyó el golpe de una puerta mosquitera al cerrarse, y una niña salió corriendo al jardín que quedaba al otro lado de la valla metálica. Se sentó en un columpio y llamó al hombre que la había seguido. Tenía el pelo largo, barba, y llevaba vaqueros y una camiseta larga con forma de túnica.
– Se mudaron aquí el mes pasado -la señora Krichek señaló con la cabeza a la pareja; el hombre empujaba el columpio y la niña chillaba de puro deleite-. El día que lo vi, pensé que era el mismísimo Dios. ¿No cree que se parece a Jesús?
Christine sonrió y asintió.
Maggie vio a Nick sortear con cuidado los montones de papeles que ella había desperdigado por el suelo de su despacho. Hizo un hueco y dejó la pizza humeante y las Pepsis frías; después, se sentó frente a ella en el suelo, con las piernas estiradas. Casi le rozaba el muslo con el pie. Maggie llevaba todo el día consciente de él. Cuando creía estar demasiado cansada para sentir, su cuerpo la sorprendía cada vez que Nick la tocaba accidentalmente o le rozaba el muslo con la mano al cambiar las marchas del Jeep.
Hacía horas que se había descalzado y había estado sentada de rodillas hasta que los pies se le habían quedado dormidos. En aquellos momentos, se los masajeaba suavemente mientras leía los informes del forense sobre Aaron Harper y Eric Paltrow, los dos niños muertos por cuyo asesinato Jeffreys había sido erróneamente condenado.
La pizza olía bien a pesar de los detalles truculentos que leía. Alzó la vista y sorprendió a Nick mirando cómo se frotaba los pies. Nick desvió la mirada de inmediato, como si lo hubiera sorprendido haciendo algo indecoroso. Levantó la lengüeta de una lata de Pepsi y se la pasó.
– Gracias -en aquella ocasión, Maggie estaba hambrienta de verdad. El sandwich de jamón y queso de Wanda's había permanecido casi intacto en un plato hasta que el joven ayudante Preston se había ofrecido a quitárselo de en medio. De eso hacía varias horas. Reinaba la oscuridad en la calle, y los teléfonos del final del pasillo se habían tranquilizado.
Nick separó una gruesa porción de pizza, tiró de ella hábilmente para no perder el queso y la depositó en un plato de papel antes de pasársela a Maggie. Olía a pimiento verde, salchichón y queso parmesano. Maggie dio un bocado más grande de lo debido y se manchó la barbilla de queso derretido y de salsa.
– O'Dell, tienes la cara llena de salsa.
Ella se lamió la comisura de los labios mientras él miraba.
– Al otro lado -señaló Nick-. Y en la barbilla.
Maggie tenía las manos llenas de pizza y de informes del forense. Se lamió la otra comisura mientras buscaba un lugar seguro donde poder dejar algo.
– No, más arriba -siguió indicándole Nick-. Espera, déjame.
En cuanto le tocó los labios con el pulgar, Maggie lo miró a los ojos. Nick le rozó la barbilla con los dedos y deslizó el pulgar por el labio inferior, donde estaba convencida de no tener salsa ni queso. En sus ojos vio que él también sentía el inesperado chisporroteo de atracción. Las yemas de sus dedos se demoraron más de lo necesario en la barbilla, ascendieron, y le acariciaron la mejilla. El pulgar se tomó su tiempo para dejar el labio y frotarle la comisura de la boca. Atónita por la reacción de su cuerpo, Maggie se apartó hasta quedar fuera de su alcance.
– Gracias -alcanzó a decir, rehuyendo su mirada. Soltó el plato de pizza, tomó una servilleta y completó el trabajo, frotando con más fuerza de la necesaria en un intento de borrar el hormigueo de atracción.
– Creo que necesitamos más servilletas y Pepsis -Nick se puso en pie a duras penas, y Maggie vio que estaba turbado. Sacó dos latas más de la pequeña nevera que tenía en el despacho, y añadió servilletas al montón que ya estaba en el suelo. En aquella ocasión, cuando se sentó, mantuvo más distancia entre ellos. Prácticamente, había dejado de desplegar su encanto con ella desde que había descubierto que estaba casada; así que el roce, la caricia, también lo había tomado a él por sorpresa.
– Hay tantas incoherencias -dijo, tratando de centrar de nuevo su mente en los informes del forense-, que no entiendo cómo pudieron creer que Jefíreys mató a los tres niños.
– ¿Es que los asesinos en serie no alteran su estilo cuando matan?
– Pueden incorporar cosas. O experimentar. Jeffrey Dahmer experimentó con distintas maneras de mantener vivas a sus víctimas. Les hacía agujeros en el cráneo que las incapacitaba pero que las mantenía vivas.
– Entonces, puede que a Jeffreys también le gustara experimentar.
– Lo extraño es que los asesinatos de Harper y Paltrow son casi idénticos. Los dos estaban maniatados con una cuerda, estrangulados y degollados. Las heridas del pecho son casi exactas, incluido el número de puñaladas y la equis del pecho. Ninguno de los dos parecía haber sufrido abusos sexuales, y encontraron sus cuerpos en diferentes puntos aislados próximos al río.
Hizo referencias a varios documentos que tenía extendidos ante ella. Los ojos se le nublaban mientras repasaba las notas del forense. George Tillie no había sido tan preciso como debería. El informe Paltrow era el único que dejaba constancia de la limpieza del cuerpo y de la inexistencia de residuos. Ninguno de los informes hablaba de una mancha de óleo en la frente ni en ningún otro lugar del cuerpo.
– El pequeño Wilson, en cambio…
– Lo sé -la interrumpió Nick, y se inclinó hacia delante-. Tenía las manos atadas con cinta adhesiva, no con cuerda. No estaba degollado. Lo mataron con un cuchillo de caza. Aunque hay muchas puñaladas…
– Veintidós.
– Veintidós puñaladas, no hay tajos.
– Además, el pequeño Wilson fue sodomizado repetidas veces.
– Y encontraron su cuerpo en un contenedor del parque, y no junto al río. Dios, estas cosas me revuelven el estómago -apartó la pizza, tomó la Pepsi y la apuró; después, se secó los labios con el dorso de la mano-. De acuerdo, hay muchas incoherencias, pero ¿no es posible que Jeffreys hubiera cambiado de proceder? Hasta la sodomía, no podía considerarse como… no sé… ¿como una escalada?
– Sí. Pero recuerda que el orden fue Harper, Wilson, Pal- trow. Sería muy raro que un asesino cambiara, experimentara, escalara, para luego retomar el formato exacto. Usa un arma blanca de hoja delgada, quizá un cuchillo filetero; después, cambia a un cuchillo de caza y, luego, ¿vuelve a usar el primer cuchillo? Hasta los estilos son completamente diferentes. Los asesinatos de Harper y Paltrow son meticulosos y detallistas. Los dos fueron asesinados por una persona que se tomaba su tiempo… que disfruta infligiendo dolor. Como en el asesinato de Danny Alverez. El de Bobby Wilson, sin embargo, parece un acto irreflexivo, demasiado pasional para prestar atención a los detalles.
– ¿Sabes?, siempre pensé que había sido demasiado fácil -dijo Nick en tono cansino-. Me he estado preguntando si mi padre no estaría tan absorto en el circo mediático que pudiera habérsele pasado algo por alto.
– ¿Qué quieres decir? -¿acaso pensaba que su padre había manipulado el caso? Vio que la miraba como si le hubiera leído el pensamiento.
– No me interpretes mal, no estoy diciendo que mi padre comprometiera la investigación deliberadamente. Es un hombre muy respetado desde hace años, y sé que no me habrían elegido para sheriff si no fuera el hijo de Antonio Morrelli. Lo único que digo es que me pareció demasiado fácil la captura de Jeffreys. Un buen día dieron una pista anónima y, al siguiente, tenían a Jeffreys balbuciendo una confesión.
– ¿Qué clase de pista anónima?
– Una llamada de teléfono, creo. No estoy seguro. No vivía aquí por aquella época. Estaba enseñando en la Universidad de Lincoln, así que me enteré de todo esto por terceras personas. ¿No consta nada en los informes?
Maggie rebuscó entre varios archivadores. Los había leído casi todos y no recordaba ninguna mención a ninguna llamada de teléfono. Pero tampoco había visto registros telefónicos de ningún tipo, ni siquiera de una línea directa.
– No he visto nada sobre ninguna pista anónima -dijo, y le pasó el archivo catalogado como «Arresto de Jeffreys»-. ¿Qué recuerdas?
Parecía turbado, y Maggie no sabía si dudaba de su memoria o de su padre. Lo vio leer por encima los informes redactados y firmados por Antonio Morrelli.
– Los informes de tu padre son muy detallados, incluso describe la pelea de la detención en sí y las pruebas que encontraron en el maletero del Chevy Impala de Jeffreys -rebuscó entre sus notas y leyó la lista-. Un rollo de cinta adhesiva, un cuchillo de caza, un trozo de cuerda y… espera un momento -hizo un alto para comprobar si había copiado bien la lista-. Y unos calzoncillos de niño que, más tarde, fueron identificados como los de… -miró a Nick, que había encontrado la lista en el informe y estaba leyendo los mismos objetos que ella había anotado en su bloc. Él también alzó la vista, y en sus ojos Maggie vio que estaba pensando lo mismo que ella-. Los calzoncillos de Eric Paltrow.
Maggie pasó las hojas del informe del forense para verificar que lo que recordaba era cierto, aunque ya sabía lo que iba a encontrar.
– Encontraron el cadáver de Eric Paltrow con los calzoncillos puestos.
Nick movió la cabeza con incredulidad.
– Apuesto a que hasta Jeffreys se sorprendió de encontrar todas esas cosas en su maletero.
Se miraron a los ojos en silencio; ninguno de los dos quería expresar en voz alta su descubrimiento. A Ronald Jeffreys lo habían acusado injustamente de dos asesinatos que no había cometido, y había muchas posibilidades de que las pruebas falsas que lo habían incriminado las hubiera «aportado» un miembro de la oficina del sheriff.