Capítulo 3

Domingo, 26 de octubre


«Y vuelta a empezar», pensó mientras tomaba un sorbo del té hirviendo. El titular de la portada parecía propio del National Enquirer, y no de un periódico tan respetable como el Omaha Journal. Asesino en serie sigue aterrorizando a una pequeña comunidad desde la tumba. Era casi igual de histérico que el titular del día anterior pero, como cabía esperar, la edición dominical atraería a más lectores. De nuevo lo firmaba Christine Hamilton. Reconocía su nombre de la sección de «Vida Actual». ¿Por qué le asignaban la historia a una recién llegada, a una novata?

Pasó rápidamente las páginas para buscar el resto del reportaje, que continuaba en la página diez, columna primera. La página entera estaba llena de artículos relacionados con la noticia. Junto a una fotografía escolar del niño, se relataba con todo detalle su repentina desaparición antes de iniciar su ruta de reparto hacía sólo una semana. El artículo explicaba que el FBI y la madre del chico habían estado esperando una petición de rescate que no llegó a producirse. Al final, el sheriff Morrelli había encontrado el cadáver junto al río.

Volvió al comienzo del párrafo. ¿Morrelli? Ah, era Nicholas Morrelli, no Antonio. Qué agradable, pensó, que padre e hijo compartieran la misma experiencia.

El artículo señalaba a continuación las similitudes con los asesinatos de otros tres niños, ocurridos en la misma comunidad hacía más de seis años, y cómo los cuerpos, degollados y apuñalados, habían sido encontrados días después en diferentes zonas recónditas de bosque.

El artículo, sin embargo, no mencionaba los detalles, no describía los elaborados cortes del pecho. ¿Acaso la oficina del sheriff confiaba en poder retener otra vez esa información? Movió la cabeza y siguió leyendo.

Empleó el cuchillo filetero para tomar un poco de mermelada y untarla en el panecillo chamuscado. Hacía semanas que el tostador no funcionaba bien, pero era mejor que bajar a la cocina y desayunar con los demás. Al menos, allí, en su cuarto, podía leer el periódico sin necesidad de trabar conversación.

La habitación era muy sencilla, de paredes blancas y suelo de madera. La pequeña cama individual apenas acomodaba su metro ochenta de estatura. Había noches en que acababa con los pies colgando por un extremo. Había incorporado la pequeña mesa de fórmica y las dos sillas, aunque no dejaba que nadie se sentara con él. Sobre el carrito del rincón descansaba la tostadora de segunda mano, un regalo de uno de los parroquianos. También había una placa eléctrica y un hervidor que usaba para hacerse el té.

Sobre la mesilla de noche se erguía su objeto de mobiliario más elaborado: una lámpara cuyo pie era un relieve detallado de querubines dispuestos con elegancia. Era uno de los pocos lujos que se había permitido con sus pobres ingresos. Eso y los tres cuadros, aunque sólo fueran reproducciones enmarcadas. Los había colgado en frente de la cama, para poder mirarlos mientras se quedaba dormido, aunque le costaba conciliar el sueño aquellos días. Era imposible cuando empezaban las palpitaciones, que invadían su vida, por lo demás tranquila, y hacían resurgir los terribles recuerdos. Aunque su habitación era sobria y sencilla, le procuraba breves intervalos de consuelo, control y soledad en aquella vida que ya no le pertenecía.

Miró la hora en el reloj y se pasó la mano por la mandíbula. Aquella mañana no tendría que afeitarse; su rostro aniñado seguía terso tras el afeitado del día anterior. Tenía tiempo para concluir la lectura, aunque se negaba a detenerse en los artículos sobre Ronald Jeffreys. Jeffreys nunca había merecido la atención que había suscitado y, allí estaba, todavía en el candelera incluso después de muerto.

Terminó de desayunar y limpió la mesa meticulosamente, sin que una sola miga escapara a los rápidos pases con el paño húmedo. Del lavabo de su minúsculo cuarto de baño sacó sus Nike, que había restregado a fondo y no les quedaba ni rastro de barro. Aun así, lamentaba no haberse descalzado antes. Las sacudió y las dejó a un lado para lavar el único plato que consideraba suyo, un frágil Noritake pintado a mano que había tomado prestado hacía tiempo del aparador de porcelana de la comunidad. Llenó con agua hirviendo la taza y el plato a juego, también prestados. Con delicadeza, sumergió la bolsita de té usada, esperó a que el agua adquiriera el consiguiente color ámbar, sacó la bolsita y la estranguló como si quisiera que le entregara hasta la última gota.

Completado su ritual matutino, se puso a cuatro patas y sacó una caja de madera de debajo de la cama. Colocó la caja sobre la mesa y deslizó los dedos sobre la elaborada inscripción de la tapa. Con cuidado, cortó los artículos del periódico, prescindiendo de los que trataban sobre Ronald Jeffreys. Abrió la caja y guardó los artículos plegados en el interior, sobre otros recortes, algunos de los cuales empezaban a amarillear. Revisó los demás objetos: un reluciente paño de hilo blanco, dos velas y un frasquito de óleo. Despues, lamió el resto de la mermelada del cuchillo y lo devolvió a la caja, donde lo colocó con suavidad sobre el algodón suave de unos calzoncillos de niño.


Timmy Hamilton se apartó de la cara los dedos de su madre; ambos vacilaban en los peldaños de la iglesia de Santa Margarita. Ya era terrible que llegara tarde, el colmo sería que sus amigos vieran a su madre peinándolo.

– Vamos, mamá. Nos ve todo el mundo.

– ¿Ese moratón es nuevo? -le levantó la barbilla y le ladeó la cabeza con suavidad.

– Chad y yo chocamos en el entrenamiento de fútbol. No es nada del otro mundo.

– Tienes que tener más cuidado, Timmy. Te salen moratones tan fácilmente… No sé cómo he podido dejarte jugar al fútbol -abrió el bolso y empezó a hurgar en él.

– Voy a llegar tarde. La misa empieza dentro de quince minutos.

– Pensé que había guardado la hoja de inscripción y el talón para la acampada…

– Mamá, ya voy tarde.

– Está bien… -cerró el bolso-. Dile al padre Keller que se lo enviaré mañana por correo.

– ¿Puedo irme ya?

– Sí.

– ¿No quieres ver si se me ve la etiqueta de los calzoncillos?

– Muy gracioso -rió y le dio una palmada en el trasero.

A Timmy le gustaba verla reír, porque no lo hacía muy a menudo desde que su padre se había ido. Cuando reía, su rostro se suavizaba y se le marcaban los hoyuelos de las mejillas. Se convertía en la mujer más hermosa que conocía, sobre todo desde que llevaba el pelo rubio y sedoso. Era casi más bonita que la señorita Roberts, su profesora de cuarto. Pero la señorita Roberts era del curso anterior. Aquel año era el señor Stedman el que le daba clase y, aunque sólo estaban en octubre, Timmy detestaba el quinto curso. Vivía para los entrenamientos de fútbol… Para eso y para ser monaguillo del padre Keller.

En el mes de julio, cuando su madre le interrumpió el verano para enviarlo al campamento que organizaba la iglesia, se enfadó mucho con ella. Pero el padre Keller hizo que el campamento fuera divertido. Terminó siendo un verano fabuloso, y ya apenas echaba de menos a su padre. Por si fuera poco, el padre Keller lo había propuesto para ser su monaguillo. Aunque hacía pocos meses que él y su madre iban a la iglesia, Timmy sabía que los monaguillos del padre Keller eran un grupo elitista. El joven sacerdote los escogía a dedo y los recompensaba de forma especial; por ejemplo, con la próxima acampada.

Timmy llamó a la puerta recargada de la sacristía. Al ver que nadie contestaba, la abrió despacio y se asomó antes de entrar. Encontró una sobrepelliz de su talla en el armario y tiró de ella para intentar recuperar el tiempo perdido. Arrojó la chaqueta sobre una silla del otro lado de la habitación y se sobresaltó al ver al cura arrodillado en silencio junto a la silla. Estaba de espaldas a Timmy, pero reconoció el pelo moreno y rizado que asomaba por encima del alzacuello. La figura delgada del padre Keller se cernía por encima de la silla, aunque estaba arrodillado. A pesar de que la chaqueta de Timmy le había pasado rozando, permanecía sereno y callado. Timmy se lo quedó mirando, conteniendo el aliento, a la espera de que se moviera, de que respirara. Por fin, levantó el codo para santiguarse. Se puso en pie sin esfuerzo y se volvió hacia Timmy, recogió la chaqueta y la colgó con cuidado del brazo de la silla.

– ¿Sabe tu madre que vas por ahí tirando tu ropa de domingo? -sonreía con dientes blancos y regulares y luminosos ojos azules.

– Lo siento, padre, no lo había visto. Creía que llegaba tarde.

– No te preocupes; hay tiempo de sobra -le revolvió el pelo y prolongó el contacto de la mano sobre su cabeza. Era un gesto que el padre de Timmy había hecho a menudo.

Al principio, Timmy se había sentido incómodo cuando el padre Keller lo tocaba. Después, en lugar de ponerse tenso, se sorprendió sintiéndose seguro. Aunque no lo reconocería en voz alta, el padre Keller le caía mucho mejor que su padre. El padre Keller nunca gritaba; siempre hablaba con voz suave y tranquilizadora, grave y poderosa. Con sus manos daba palmaditas y caricias… nunca golpes. Cuando el padre Keller le hablaba, Timmy se sentía la persona más importante de la vida del padre Keller. Lo hacía sentirse especial y, a cambio, Timmy quería complacerlo, aunque todavía se hacía lío con algunos ritos de la misa. El domingo pasado, por ejemplo, llevó el agua al altar pero se olvidó del vino. El padre Keller se limitó a sonreír, se lo pidió en un susurro y esperó con paciencia. Nadie más se dio cuenta del desliz.

No, el padre Keller no se parecía en nada a su padre, que se pasaba el día trabajando, incluso cuando eran una familia de verdad. El padre Keller parecía su mejor amigo en lugar de un sacerdote. A veces, los sábados, jugaba al fútbol con los chicos en el parque, dejaba que lo derribaran y se manchaba de barro como los demás. En el campamento, contaba espeluznantes historias de fantasmas, de ésas que los padres prohibían. A veces, después de la misa, intercambiaba cromos de béisbol. Tenía algunos de los mejores, cromos antiguos de Jackie Robinson y Joe DiMaggio. No, el padre Keller era demasiado genial para parecerse a su padre.

Timmy terminó y esperó a que el padre Keller acabara de vestirse. El cura se miró en el espejo de cuerpo entero y se volvió hacia Timmy.

– ¿Listo?

– Sí, padre -contestó, y lo siguió por el pequeño pasillo hacia el altar. Cuando vio las Nike blancas e inmaculadas asomando por debajo de la larga sotana negra, no pudo evitar sonreír.


Maggie nunca había comprendido el atractivo que ejercían las pequeñas poblaciones como Platte City. «Pintorescas y amistosas» solía significar «aburridas y chismosas». Enseguida echaba de menos los sonidos irritantes pero familiares de los cláxones de los taxis y del tráfico de seis carriles. Peor aún era conformarse con la comida china de lugares llamados Big Fred o con los capuccinos aguados de las máquinas expendedoras de las tiendas de ultramarinos.

Sin embargo, tenía que reconocer que el paisaje durante el trayecto desde Omaha había sido realmente hermoso. El follaje que bordeaba el río Platte era un estallido de color: los naranjas intensos y los rojos llameantes se mezclaban con verdes y dorados. El penetrante olor de los árboles perennes y de la lluvia inminente impregnaba el aire de un aroma irritantemente agradable. Mantuvo entreabierta la ventanilla del coche, a pesar del frío.

Un reactor hendió el cielo cuando Maggie detenía el coche en el cruce. El repentino estruendo zarandeó el Ford alquilado y resonó en las calles tranquilas. Recordó que la Comandancia Estratégica del Aire se encontraba a sólo quince o veinte kilómetros de distancia. De acuerdo, quizá Platte City poseyera algunos sonidos familiares, a pesar de todo.

La información que había obtenido de la página web de la oficina de turismo de Nebraska describía Platte City, con sus 3.500 habitantes, como una floreciente ciudad dormitorio para los vecinos que trabajaban en Omaha, a treinta y dos kilómetros al nordeste, y en Lincoln, a cuarenta y ocho kilómetros al sudoeste. Aquello explicaba la abundancia de hermosas casas bien cuidadas y de vecindarios, muchos de construcción reciente, a pesar de la ausencia de industria local.

La plaza principal estaba bordeada de pequeñas tiendas: una oficina de correos, el Café Wanda's, el cine, un lugar llamado La Casa del Pintor, una pequeña tienda de comestibles y una droguería. Algunas lucían toldos rojos; otras tenían maceteros con geranios todavía en flor. En el centro de la plaza, el edificio del juzgado se erguía por encima de los demás. Construido en una época en que el orgullo desdeñaba los gastos, su fachada incluía un relieve detallado del pasado de Nebraska: carromatos de colonos y caballos con arados separados por la balanza de la justicia.

En el vestíbulo del juzgado, el eco de los tacones de Maggie ascendía desde el suelo de mármol hasta los altos techos abovedados. No había guardia de seguridad, ni siquiera un mostrador. Estudió el directorio de la pared. La oficina del sheriff, junto a varias salas de justicia y la cárcel del condado, ocupaban la tercera planta.

Prescindió del ascensor y subió las escaleras, una espiral abierta que permitía ver la entrada a vista de pájaro. La oficina del sheriff estaba desierta, aunque una de las habitaciones del fondo despedía un olor a café recién hecho y un zumbido de fotocopiadora. El reloj de pared marcaba las once y media. Maggie consultó su reloj. Todavía tenía la hora de la Costa Este; la cambió mientras se acercaba a la ventana. El cielo estaba cubierto de nubes grises y amenazadoras.

Ni siquiera era mediodía y ya estaba agotada. Después de su pelea con Greg y otra noche en vela rehuyendo las imágenes de Albert Stucky, aquella mañana, el avión la había zarandeado a miles de metros por encima del suelo. Detestaba viajar en avión, y cada vez se le hacía más insufrible.

Era el control, le recordaba su madre siempre que podía:

– Tienes que relajarte, Maggie, cariño. No puedes pretender controlarlo todo las veinticuatro horas del día.

Y aquello lo decía una mujer que, tras veinte años de terapia, todavía forcejeaba con el significado de la palabra «autocontrol». Una mujer que ahogaba su dolor por su difunto marido en la bebida, emborrachándose hasta caer inconsciente todos los viernes por la noche, y que llevaba a casa al desconocido de turno que le había pagado las bebidas. Hasta que uno de sus amigos no propuso un ménage à trois con la madre y la hija, no dejó de llevar a los hombres a su casa e insistió en ir a un motel. Más que repugnarle, la idea de compartir a su hija de doce años la había amedrentado.

Maggie se frotó la nuca; tenía los músculos contraídos por la tensión, una tensión que los pensamientos sobre su madre no tardaban en producir. Lamentaba no haberse registrado primero en un hotel y haber almorzado algo en lugar de presentarse allí directamente. Pero estaba preparada para acometer la tarea, porque había dedicado las horas de vuelo a repasar lo que sabía de Ronald Jeffreys. El reciente asesinato tenía el estilo de Jeffreys, incluido el corte en forma de equis dentada en el pecho del niño. Los imitadores solían ser meticulosos, duplicaban hasta el último detalle para intensificar la emoción. A veces, eso los hacía más peligrosos que el asesino original. Se perdía la pasión y, por consiguiente, la tendencia a cometer errores.

– ¿Puedo ayudarla en algo?

La voz sobresaltó a Maggie, que giró en redondo. La mujer joven que acababa de materializarse no se parecía en nada a la imagen que Maggie tenía de una empleada de la oficina del sheriff. Llevaba la melena demasiado ahuecada, la falda de punto demasiado corta y ajustada. Parecía una adolescente arreglada para una cita.

– He venido a ver al sheriff Nick Morrelli.

La mujer miró a Maggie con recelo, manteniendo su puesto en el umbral como si estuviera resguardando las oficinas del fondo. Maggie sabía que el traje de pantalón azul marino le confería un aspecto oficial y ocultaba la figura esbelta que, a veces, le quitaba autoridad. Desde el comienzo de su profesión había desarrollado unos modales bruscos, a veces incluso cortantes, que reclamaban respeto y compensaban su corta estatura. Con su metro sesenta y dos de altura y cincuenta y dos kilos de peso, había superado por los pelos los requisitos físicos de la agencia.

– Nick no está en este momento -dijo la mujer en un tono que indicaba que no iba a revelar información adicional-. ¿La estaba esperando? -la mujer cruzó los brazos y se enderezó en un intento de ganar autoridad.

Maggie volvió a pasear la mirada por la oficina, pasando por alto la pregunta y demostrando a la mujer que no estaba impresionada.

– ¿Puedo ponerme en contacto con él? -fingió interesarse por el tablero de anuncios, que contenía un póster de «Se Busca» de los años ochenta y un anuncio del baile de Halloween.

– Mire, señora, no pretendo ser grosera -dijo la mujer joven, repentinamente insegura-. ¿De qué quiere hablar con Nick… con el sheriff Morrelli, exactamente?

Maggie volvió la cabeza hacia la mujer, que de pronto le parecía mayor: las arrugas se hacían evidentes en torno a sus labios y a sus ojos. Se balanceaba sobre los tacones de aguja de cinco centímetros y se mordía el labio inferior.

Justo cuando Maggie estaba deslizando la mano en el bolsillo de la chaqueta para enseñarle su insignia, dos hombres entraron con estrépito por la puerta. El de más edad llevaba un uniforme marrón de ayudante de sheriff, con los pantalones bien planchados y la corbata muy prieta; tenía el pelo negro engominado y peinado hacia atrás, recogido detrás de las orejas y rizado por encima del cuello de la camisa, sin un solo mechón fuera de lugar. El más joven, por el contrario, llevaba una camiseta gris empapada en sudor, pantalones cortos y zapatillas de deporte. El pelo castaño oscuro, aunque corto, estaba alborotado, con los mechones húmedos caídos sobre la frente. A pesar de su aspecto desaliñado, era bien parecido y estaba en excelente forma física, con piernas largas y musculosas, cintura esbelta y hombros anchos. Maggie se enojó al instante consigo misma por reparar en aquellos detalles. Los dos hombres dejaron de hablar en cuanto la vieron. Se hizo el silencio mientras miraban alternativamente a las dos mujeres.

– Hola, Lucy. ¿Va todo bien? -dijo el hombre más joven, mirando a Maggie de abajo arriba. Cuando sus ojos alcanzaron los de ella, sonrió como si se hubiese ganado su aprobación.

– Estaba intentando averiguar qué quería…

– He venido a ver al sheriff Morrelli -la interrumpió Maggie. Empezaba a impacientarla que la trataran como a un inspector de hacienda.

– ¿Para qué quería verlo? -fue el turno del ayudante de interrogarla, arrugando la frente de preocupación y enderezándose, como si estuviera alerta.

Maggie se pasó los dedos por el pelo, irritada. Sacó su insignia y se la enseñó.

– Trabajo para el FBI.

– ¿Es usted la agente especial O'Dell? -dijo el hombre más joven, con cara de avergonzado más que de sorprendido.

– La misma.

– Perdone por el tercer grado -se secó la mano en la camiseta y se la extendió-. Yo soy Nick Morrelli.

Maggie estaba convencida de haber reflejado sorpresa, porque Morrelli sonrió. Maggie había trabajado con bastantes sheriffs de poblaciones pequeñas para saber que no eran como Nick Morrelli. Parecía, más bien, un atleta profesional, de ésos cuyo atractivo y encanto disculpaban su arrogancia. Los ojos eran celestes y resaltaban sobre la tez morena y el pelo oscuro. Estrechó la mano de Maggie con firmeza, nada de apretones suaves reservados para las mujeres; sin embargo, sostenía su mirada y le dedicaba toda su atención, como si fuera la única persona de la sala: una táctica que empleaba solo con las mujeres, no había duda.

– Éste es el ayudante Eddie Gillick, y ya conoce a Lucy Burton. Lo siento, estamos un poco nerviosos. Hemos pasado un par de noches muy largas, y ha habido muchos periodistas husmeando por las oficinas.

– Pues ha ideado un disfraz muy interesante -en aquella ocasión, Maggie paseó lentamente la mirada por el cuerpo de Morrelli, de abajo arriba, tal como él había hecho. Cuando por fin lo miró a los ojos, un destello de vergüenza había reemplazado la arrogancia.

– En realidad, acabo de volver de Omaha. He participado en una carrera benéfica -parecía ansioso por explicarse, casi incómodo, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo que no debía. Se balanceó sobre los pies-. Es para la Asociación de Enfermos Pulmonares, o la Asociación de Enfermos Cardiovasculares, no me acuerdo. De todas formas, era por una buena causa.

– No tiene que darme explicaciones, sheriff Morrelli -dijo Maggie, aunque la complacía que su presencia pareciera exigirlas.

Se produjo un incómodo silencio. Por fin, el ayudante Gillick carraspeó.

– Tengo que volver al coche patrulla -en aquella ocasión, sonrió a Maggie-. Ha sido un placer conocerla, señorita O'Dell.

– Agente O'Dell -lo corrigió Morrelli.

– Claro, lo siento -turbado por la corrección, el ayudante se marchó rápidamente.

– Lucy, ¿huelo a café recién hecho? -preguntó Morrelli con una sonrisa infantil.

– Acabo de preparar una jarra. Te serviré una taza -la voz de Lucy se había vuelto melosa y un poco más femenina. Maggie sonrió para sí al ver cómo la figura rígida y autoritaria de la mujer cedía a un suave contoneo ante la perspectiva de servir café al apuesto sheriff.

– ¿Te importaría ponerle una taza a la agente O'Dell? -sonrió a Maggie mientras Lucy se daba la vuelta y le lanzaba una mirada de irritación a la intrusa.

– ¿Con leche y azúcar?

– No, no me apetece, gracias.

– ¿Una Pepsi? -preguntó el sheriff, ansioso por complacerla.

– Sí, eso suena mejor -el azúcar la ayudaría a llenar el estómago.

– Olvídate del café, Lucy. Dos latas de Pepsi, por favor.

Lucy se quedó mirando a Maggie; el entusiasmo se había evaporado de su rostro y había sido sustituido por desprecio. Giró en redondo y se alejó taconeando por el pasillo.

Estaban los dos solos. Morrelli se frotó los brazos, como si tuviera escalofríos. Parecía incómodo, y Maggie sabía que ella era la causa de aquella incomodidad. Debería haber llamado para avisar de su llegada, pero no se le daban bien las cuestiones de etiqueta.

– Después de casi cuarenta y ocho horas seguidas sin parar de trabajar, hoy decidimos tomarnos un descanso -una vez más, parecía ansioso por explicar su aspecto y el departamento vacío-. Pensé que no llegaría hasta mañana. Ya sabe, como es domingo…

Maggie se sorprendió preguntándose si habría sido nombrado o elegido. En cualquier caso, con su encanto travieso debía de haber vencido a la competencia.

– Mis superiores me dieron la impresión de que el tiempo apremiaba en este caso. Todavía no han hecho la autopsia, ¿no?

– No, claro que no. Está… -Morrelli se frotó la barba de un día, y Maggie reparó en una pequeña cicatriz, una línea blanca fruncida que era la única marca en su mandíbula perfecta-. Estamos usando el depósito de cadáveres del hospital -se apretó los párpados con los dedos; Maggie se preguntó si se debía al agotamiento o era un intento de espantar la imagen que, seguramente, atormentaba sus sueños. Según el informe, era Morrelli quien había encontrado al niño-. Puedo llevarla allí si quiere examinarlo -añadió.

– Gracias. Sí, tendré que hacerlo. Pero antes, querría que me llevara a otro sitio.

– Claro, querrá deshacer la maleta. ¿Va a alojarse aquí, en la ciudad?

– Bueno, no me refería a eso. Me gustaría ver el lugar del crimen -declaró, y vio que Morrelli palidecía-. Quiero que me enseñe dónde encontró el cadáver.


La cañada desaparecía entre la hierba desgarrada y los baches serrados. Había huellas de neumáticos cruzándose unas con otras, estampadas en el barro. Nick redujo a segunda y el vehículo siguió avanzando y hundiéndose más en el barro.

– Supongo que nadie se dio cuenta de que tantas idas y venidas podrían destruir las pruebas.

Nick lanzó a la agente O'Dell una mirada de frustración. Empezaba a cansarse de que le recordaran sus errores.

– Para cuando descubrimos el cadáver, ya habían pasado por aquí al menos dos vehículos. Sí, nos dimos cuenta de que podíamos haber borrado las huellas del asesino.

Volvió a mirarla mientras intentaba evitar que el Jeep se hundiera en las partes más cenagosas. Aunque se comportaba como si tuviera más edad, Nick dedujo que rondaba los treinta… demasiado joven para ser una experta. Su juventud no era lo único que lo desarmaba. A pesar de sus modales fríos y bruscos, era muy atractiva. Y ni siquiera su traje de corte severo podía ocultar lo que, según sospechaba, era un cuerpo diez. En circunstancias normales, estaría preparándose para desplegar su encanto y hacer una nueva conquista pero, Dios, tenía algo que lo descolocaba. Se movía con tanta calma, con tanta confianza y seguridad en sí misma… Se comportaba como si supiera lo que hacía, cosa que ponía aún más en evidencia la inexperiencia de Nick. Era endiabladamente irritante.

El Jeep traqueteó y se detuvo delante del recodo de árboles, y Nick volvió a sentir la náusea de la otra noche. Se sorprendió mareándose; empezaba a resultar vergonzoso. Oyó a O'Dell forcejear con el tirador de la puerta, el familiar clic del metal contra el metal.

– Espere, esa puerta se atranca. Déjeme a mí -sin pensar, se inclinó hacia la puerta y… hacia ella. Ya tenía la mano en el tirador cuando advirtió que sus rostros estaban peligrosamente juntos. O'Dell se hundía en el asiento para evitar tocarlo, y Nick retiró la mano bruscamente y regresó a su asiento-. La abriré desde fuera.

– Buena idea.

Una vez en el exterior del Jeep, Nick se regañó. ¡Qué impulso más estúpido! En absoluto profesional. No había duda de que estaba alimentando su reputación de sheriff incompetente y mujeriego.

Rodeó el Jeep hasta la otra puerta. En la oficina se había dado una ducha rápida, se había puesto unos vaqueros y había cambiado las zapatillas de deporte por las botas de la otra noche. Todavía había barro seco adherido al cuero. El cieno volvió a devorarlas. Las nubes grises seguían apelotonándose, amenazando con estallar en cualquier momento y garantizar que el cieno perdurara durante días.

La puerta del Jeep se abría fácilmente desde el exterior. ¿Pensaría O'Dell que su estúpida maniobra había sido una excusa barata para acercarse a ella? No importaba. Algo le decía que aquella mujer era inmune a su encanto, o al poco que le quedaba.

– Espere -volvió a detenerla-. Creo que tengo unas botas aquí atrás -se encaramó a la puerta, pero se interrumpió a medio camino al percatarse de lo inadecuado de la acción. Eludió mirarla y esperó a que ella se desplazara sobre el asiento y estuviera a una distancia segura. Después, se estiró por encima del asiento. Afortunadamente, las botas de goma estaban al alcance de la mano.

– ¿Está seguro de que son necesarias? -contemplaba las botas negras como si fueran grilletes.

– No llegará a ninguna parte con este barro. Y es aún peor en la orilla.

Nick ya había empezado a deshacer los cordones. Le pasó una bota y empezó a aflojar la segunda, pero se distrajo cuando ella se quitó los caros zapatos planos. Envueltos únicamente en medias sedosas, los pies aparecían pequeños, esbeltos y delicados. Vio cómo deslizaba el pie en la enorme bota de goma. Ni siquiera el intento de remeterse la pernera del pantalón garantizaría que no se le cayera.

Cuando empezaron a caminar por el barro, lo impresionó que no se quedara atrás a pesar del calzado incómodo y de sus pasos más cortos. El área seguía aislada con cinta amarilla; estaba rota en algunos puntos, y ondeaba movida por una brisa cada vez más cortante. Nick se levantó el cuello de la chaqueta. Todavía tenía el pelo húmedo, y sintió un escalofrío. Miró a O'Dell, que no llevaba más que una chaqueta de lana y pantalones a juego. La agente se abrochó la chaqueta pero no dio muestras de sentir frío.

La vio rodear con cuidado la huella del pequeño cuerpo que todavía se conservaba en la hierba. O'Dell se puso en cuclillas y examinó las briznas de hierba, tomó un poco de barro con un dedo y lo olió. Nick hizo una mueca al recordar el olor rancio. Todavía tenía la piel sensible de la fuerza con que se había restregado para quitarse el hedor.

O'Dell se puso en pie y miró hacia el río. La orilla estaba a un metro de distancia. Las aguas, más crecidas de lo habitual, fluían veloces, se arremolinaban y rompían contra la orilla.

– ¿Donde encontró la medalla? -preguntó sin mirarlo. Nick avanzó hasta el lugar y encontró la estaca blanca que había clavado uno de sus ayudantes.

– Aquí -dijo, y señaló el marcador de plástico hundido en el barro, apenas visible. O'Dell se fijó y volvió a dirigir la vista al lugar donde había yacido el niño. Estaba a sólo medio metro de distancia-. Era del niño. Su madre lo identificó -le explicó Nick, todavía lamentando no haber podido devolvérsela a Laura Alverez cuando ésta se lo suplicó-. La cadena estaba rota. Debió de salírsele durante el forcejeo.

– Salvo que no hubo forcejeo.

– ¿Cómo? -la miró a la espera de una explicación, pero ella estaba otra vez de rodillas y tenía una cinta métrica extendida entre el marcador y la hierba aplastada.

– No hubo forcejeo -repitió con calma, mientras se ponía en pie y se sacudía las hojas y el barro que se le habían quedado adheridos a los pantalones.

– ¿Qué le hace decir eso? -lo irritaba su actitud práctica. Sólo llevaba allí unos minutos y parecía saberlo todo.

– Se cayó aquí cuando tropezó, ¿verdad? -dijo, y señaló la hierba rasgada y la huella en el barro. Nick volvió a hacer una mueca. Incluso su informe lo hacía parecer un patán.

– Así es -reconoció.

– Las huellas que rodean el perímetro son de sus ayudantes.

– Y del FBI -añadió Nick en tono defensivo, aunque sabía que a ella no la preocupaban esos detalles-. Estaban al mando hasta que descartamos el secuestro.

– Salvo en este punto y en el lugar en que yacía el cuerpo, no hay hierba rasgada ni aplastada. ¿La víctima tenía las manos y los pies atados cuando la encontraron?

– Sí, a la espalda.

– Yo diría que ya estaba así cuando llegó aquí. ¿El forense ha calculado ya la hora y lugar aproximados de la muerte? -sacó un pequeño bloc de notas y apuntó unos detalles.

– Lo asesinaron aquí, seguramente, menos de veinticuatro horas antes de que lo encontráramos -volvía a sentir náuseas. Se preguntó si alguna vez podría borrar la imagen del niño muerto de su memoria. Aquellos ojos grandes e inocentes clavados en el cielo…

– ¿Cuándo desapareció la víctima?

– El domingo por la mañana, a primera hora. Encontramos su bicicleta y el paquete de periódicos junto a una alambrada. Ni siquiera había empezado el reparto.

– Así que el asesino lo tuvo en su poder durante, al menos, tres días enteros.

– Dios -balbució Nick, y movió la cabeza. No había pensado en el tiempo transcurrido entre el secuestro y el asesinato. Habían estado tan convencidos de que se lo había llevado su padre y estaba bien cuidado…-. Entonces, ¿cómo se rompió la cadena? -cualquier pregunta con tal de no pensar en la tortura que el niño podía haber soportado.

– No estoy segura. Puede que se la arrancara el asesino. Era una cruz plateada, ¿no? -lo miró en busca de una confirmación. Nick se limitó a asentir, asombrado de que hubiera memorizado tantos detalles de su informe-. Quizá no le gustara mirarla, o no se sintiera capaz de hacer lo que quería mientras la víctima la llevara puesta. Tiene un significado religioso, constituye una especie de protección. Puede que el asesino sea lo bastante religioso para saberlo y para haberse sentido incómodo.

– ¿Un asesino religioso? Estupendo.

– ¿Qué otro rastro tiene?

– ¿Rastro?

– ¿Qué otras pruebas? ¿Objetos, fragmentos de tela o de cuerda rasgados? ¿Pudo el FBI identificar alguna huella de neumático?

Otra vez las huellas de neumáticos. ¿Cuántas veces necesitaría que le recordaran su metedura de pata?

– Encontramos una pisada.

Ella se lo quedó mirando, y vio en sus ojos un destello de impaciencia.

– ¿Una pisada? Disculpe, sheriff, no pretendo parecer escéptica, pero ¿cómo pudieron aislar la huella? Por lo que se ve, debía de haber más de una docena de personas caminando por aquí -señaló con el brazo las huellas de zapatos estampadas en el barro-. ¿Cómo sé que la pisada que encontraron no era de uno de sus hombres o del FBI?

– Porque ninguno de nosotros iba descalzo -no esperó a oír su reacción sino que se acercó al río. Se agarró a la rama de un árbol cuando sus botas empezaron a resbalar orilla abajo. O'Dell lo seguía de cerca.

– Aquí -señaló los dedos marcados en el barro y resaltados con polvos de talco.

– No hay ninguna garantía de que sea del asesino.

– ¿Quién más podría estar lo bastante chiflado para caminar por aquí sin zapatos?

O'Dell se agarró a la misma rama y se dejó caer por el terraplén.

– ¿Le importaría ayudarme? -le tendió la mano, y Nick se la agarró y la sostuvo mientras ella se inclinaba sobre la huella sin resbalar al agua. Tenía la mano suave y pequeña, pero fuerte. Vio que se le abría la chaqueta, y se obligó a desviar la mirada. Dios, desde luego no parecía una agente del FBI.

Transcurridos unos segundos, O'Dell se irguió y le soltó la mano de inmediato. De nuevo sobre tierra firme, empezó a escribir en su bloc de notas. Nick clavó la mirada en las nubes densas y grises. Una bandada de gansos cruzaba el cielo graznando. Nick se sorprendió preguntándose qué habría sido lo último que Danny Alverez había visto antes de morir. Confiaba en que hubiera sido algún ganso, algo tranquilo y familiar.

– Las incisiones y los cortes en el pecho del niño eran idénticas a las de los asesinatos de Jeffreys -dijo, obligándose a fijarse de nuevo en O'Dell-. ¿Cómo ha podido el asesino acceder a esa información?

– Lo ejecutaron hace poco. En julio, ¿no es así?

– Sí.

– A menudo, los medios de comunicación locales recuerdan los asesinatos cuando se avecina una ejecución.

– Conque los medios de comunicación locales -repitió Nick, que aún no había olvidado la puñalada trapera de Christine.

– O podrían obtener informes detallados leyendo las actas judiciales. Suelen estar a disposición del público cuando el juicio ha concluido.

– Entonces, ¿cree que se trata de un imitador?

– Sí. Sería demasiada coincidencia que duplicara tantos detalles.

– ¿Por qué iba a querer alguien imitar un asesinato como éste? ¿Para divertirse?

– Eso no lo sé -le dijo O'Dell, levantando por fin la vista del bloc y mirándolo a los ojos-. Lo que sí sé es que este tipo piensa matar otra vez. Y pronto.


El depósito de cadáveres del hospital se encontraba en el sótano del edificio, y allí todos los sonidos resonaban en las paredes de ladrillo blanco. El sheriff Morrelli parecía andar de puntillas para evitar que los tacones de sus botas recién limpiadas repicaran en las baldosas. Maggie le lanzó una mirada. Fingía que todo aquello era rutina para él, pero no resultaba difícil ver más allá de la careta. En la orilla del río, lo había sorprendido haciendo una mueca un par de veces, gestos que contradecían su fachada serena y compuesta.

Aun así, había insistido en acompañarla al depósito al descubrir que el forense había salido a cazar y que resultaría imposible localizarlo. A Maggie la sola idea le resultaba irónica: un forense que pasaba el día libre cazando. Después de todos los cadáveres que había examinado, no se imaginaba relajándose un domingo participando en más muertes.

Permaneció rezagada mientras Morrelli forcejeaba con un manojo de llaves para, al final, descubrir que la puerta del depósito no estaba cerrada con llave. La mantuvo abierta, apretando su cuerpo contra la madera y obligándola a pasar por la estrecha abertura restante. Maggie no sabía si lo hacía a propósito o no, pero era la segunda o tercera vez que había creado la oportunidad para que sus cuerpos se rozaran.

Por lo general, su actitud fría y autoritaria ponía fin rápidamente a cualquier insinuación indeseada, pero Morrelli no parecía darse cuenta. No sabía por qué, pero lo imaginaba tratando a todas las mujeres que conocía como una posible conquista de una noche. Estaba familiarizada con los hombres como él y sabía que sus coqueteos y halagos, junto con el encanto travieso y el cuerpo de atleta, les abrían todas las puertas. Resultaba irritante pero, en el caso de Morrelli, también inofensivo.

Había tratado con tipos peores. Estaba acostumbrada a oír comentarios lascivos de hombres que se sentían incómodos trabajando con una mujer. Sus experiencias abarcaban todo el espectro del acoso sexual, desde un leve coqueteo hasta el asalto violento; pero, al menos, le habían enseñado a cuidarse sola, a protegerse con un escudo de indiferencia.

Morrelli encontró el interruptor de la luz y, como fichas de dominó cayendo una a una, las hileras de luces fluorescentes fueron parpadeando y encendiéndose. La habitación era más grande de lo que Maggie había imaginado. El olor de amoniaco le asaltó el olfato de inmediato y le abrasó los pulmones. Todo estaba impoluto. En el centro del suelo de baldosas descansaba una mesa de acero inoxidable. En una pared había un fregadero de dos senos y un mostrador con diversos utensilios, incluidos una sierra Stryker, varios microscopios, ampollas y tubos de ensayo listos para usar. La pared opuesta contaba con cinco cámaras refrigeradas para los cadáveres, y Maggie no pudo evitar preguntarse si el pequeño hospital habría usado las cinco a la vez.

Se quitó la chaqueta, la dejó con cuidado sobre una banqueta y empezó a remangarse la blusa. Se interrumpió y buscó con la mirada una bata de laboratorio o un delantal. Bajó la vista a la lujosa blusa de seda, un regalo de Greg. Si no volvía a ponérsela por culpa de unas manchas persistentes, su marido lo notaría y la acusaría de ser descuidada e irresponsable con su ropa, al igual que con su alianza, que en aquellos momentos descansaba en el lóbrego lecho del río Charles. En fin. Maggie terminó de remangarse.

Había llevado consigo el pequeño bolso negro que contenía todos los utensilios necesarios. Lo abrió y empezó a depositar el contenido en el mostrador. Lo primero que sacó fue el frasquito de Vicks VapoRub para aplicarse un poco en las aletas de la nariz. Hacía tiempo que había descubierto que hasta los cadáveres refrigerados despedían un olor desagradable. Empezó a cerrar la tapa, se interrumpió y se volvió hacia Morrelli, que la miraba desde el umbral. Le arrojó el frasco.

– Si piensa quedarse, será mejor que use un poco.

Morrelli se quedó mirando el frasco; después, lo abrió con desgana y la imitó.

A continuación, Maggie extrajo los guantes quirúrgicos. Le pasó un par, pero él negó con la cabeza.

– No hace falta que se quede -le dijo Maggie. Morrelli estaba palideciendo otra vez, y ni siquiera habían sacado el cadáver de la cámara.

– No, me quedaré. Es que… no quiero estorbar.

Maggie no sabía si lo hacía por su sentido del deber o porque lo creía necesario para mantener su reputación de macho. Habría preferido hacer el examen sola, pero se trataba del territorio de Morrelli y de su caso. Tanto si asumía el papel o no, legalmente, sería el jefe de aquella investigación.

Maggie procedió como si él no estuviera presente. Sacó una grabadora, comprobó que la cinta estaba bien puesta y pulsó la tecla de activación por voz. Tomó la Polaroid y se cercioró de que tenía película.

– ¿Qué cajón? -preguntó, volviéndose hacia las cámaras, dispuesta a empezar. Volvió la cabeza hacia Morrelli, que miraba fijamente la pared de cajones como si no hubiera caído en la cuenta de que tendrían que extraer el cuerpo.

Avanzó despacio, con vacilación; después, soltó el cierre de la cámara central y tiró. Las ruedas metálicas chirriaron al tiempo que el enorme cajón llenaba la sala.

Maggie quitó el freno a las ruedas de la mesa de acero y la colocó por debajo del cajón. Encajaba a la perfección. Juntos, desengancharon la bandeja con la bolsa del pequeño cuerpo y la depositaron en la mesa. Después, volvieron a colocar la mesa debajo de los fluorescentes. Maggie volvió a bloquear las ruedas mientras Morrelli cerraba la cámara. En cuanto ella empezó a abrir la cremallera de la bolsa, Morrelli se retiró a un rincón.

El cuerpo del pequeño parecía tan menudo y frágil que las heridas resaltaban. Había sido un niño agraciado, se sorprendió pensando Maggie. Tenía el pelo rubio rojizo, y las pecas de la nariz y las mejillas destacaban sobre la piel blanca y lechosa. Tenía cardenales por debajo del cuello, y las cuerdas habían dejado marcas justo por encima del corte abierto.

Empezó sacando fotografías, primeros planos de las incisiones y de la equis dentada del pecho; después de las marcas azules y púrpuras de las muñecas y del cuello cortado. Esperó a que se revelaran todas las fotografías para asegurarse de que habían salido bien. Con la grabadora cerca, empezó a describir lo que veía.

– La víctima tiene cardenales debajo y alrededor del cuello, producidos por lo que podría haber sido una cuerda. Tiene una abrasión justo debajo de la oreja izquierda, quizá por el nudo -levantó la cabeza del niño con suavidad para mirarle la nuca; era tan ligera, casi ingrávida…-. Sí, las marcas le rodean todo el cuello. Esto indicaría que la víctima fue estrangulada y, después, degollada. La herida del cuello es profunda y larga, de oreja a oreja. Los cardenales de las muñecas y de los tobillos son similares a los del cuello. Podrían haber usado la misma cuerda.

Las manos del niño eran tan pequeñas comparadas con las de ella… Maggie las sostuvo con cuidado, con reverencia, mientras le examinaba las palmas.

– Hay marcas profundas de uñas en la cara interna de las palmas. Esto indicaría que la víctima estaba viva mientras le infligían algunas de las heridas. Las uñas propiamente dichas están limpias… muy limpias -dejó las manos del niño a los costados y empezó a examinar las heridas-. La víctima tiene ocho, no, nueve brechas en la cavidad torácica -hurgó con cuidado en las heridas, viendo cómo su dedo índice enguantado desaparecía en varias de ellas-. Parecen hechas con un cuchillo de un solo filo. Quizá un cuchillo filetero. Tres son superficiales. Al menos, seis de ellas son muy profundas, y es posible que lleguen hasta el hueso. Una podría haberle traspasado el corazón. Sin embargo, hay muy poca… En realidad, no hay nada de sangre. Sheriff Morrelli, ¿llovió mientras el cuerpo estaba a la intemperie?

Lo miró al ver que no contestaba. Estaba apoyado en la pared, hipnotizado por el pequeño cuerpo que yacía sobre la mesa.

– ¿Sheriff Morrelli?

En aquella ocasión, se percató de que le estaba hablando. Se apartó de la pared y se enderezó, casi cuadrándose.

– Perdone, ¿qué decía? -hablaba en voz baja, como si no quisiera despertar al niño.

– ¿Recuerda si llovió mientras el cuerpo estaba a la intemperie?

– No, para nada. Fue la semana pasada cuando llovió, y bastante.

– ¿Limpió el forense el cuerpo?

– Le pedimos a George que no hiciera nada hasta que usted no llegara. ¿Por qué?

Maggie volvió a mirar el cuerpo. Se quitó un guante y se retiró el pelo de la cara; se lo recogió detrás de la oreja. Allí había algo que no encajaba.

– Algunas de estas heridas son muy profundas. Aunque las hubieran infligido cuando la víctima ya estaba muerta, debería haber sangre. Si no recuerdo mal, había mucha sangre en el lugar del crimen, en la hierba y en la tierra.

– Mucha. Tardé una eternidad en quitármela de la ropa.

Maggie volvió a levantar la manita del niño. Las uñas estaban limpias, sin tierra, sangre ni piel, aunque se las había clavado en la palma de la mano en algún momento. Los pies tampoco tenían rastro de tierra, ni una sombra del barro del río. Aunque no podía haber forcejeado mucho con las muñecas y los tobillos atados, tendría que haberse manchado con la fricción.

– Es como si hubieran limpiado el cuerpo -dijo casi para sí. Cuando alzó la vista, Morrelli estaba de pie a su lado.

– ¿Quiere decir que el asesino lavó el cuerpo cuando terminó?

– Mire el corte del pecho -volvió a ponerse el guante e introdujo el dedo con suavidad por debajo del borde de la piel-. Para esto usó un cuchillo diferente… con filo serrado. Desgarró la piel en algunos puntos, ¿lo ve? -deslizó la punta del dedo por el borde irregular-. Debió de sangrar, al menos, al principio. Y estas brechas son profundas -introdujo el dedo en una para mostrárselo-. Cuando se hace un agujero de este calibre, la sangre sale a borbotones hasta que la herida se cierra. Estoy casi segura de que ésta le atravesó el corazón. Y la garganta… ¿Sheriff Morrelli?

Lo miró. Estaba blanco. Antes de que pudiera reaccionar, Maggie vio cómo se le venía encima. Lo atrapó por la cintura, pero pesaba demasiado y resbaló al suelo con él; su peso le oprimía el pecho.

– Morrelli. Eh, ¿se encuentra bien?

Logró quitárselo de encima y recostarlo en una de las patas de la mesa. Estaba consciente, pero tenía los ojos vidriosos. Maggie se puso en pie y buscó un paño que poder humedecer. A pesar de estar bien equipado, el laboratorio carecía de material textil: no había batas ni paños por ninguna parte. Recordó haber visto una máquina de refrescos junto a los ascensores; buscó unas monedas y regresó antes de que Morrelli se hubiera movido.

Tenía las piernas torcidas debajo de él, y la cabeza apoyada en la mesa. Al menos, parecía tener la mirada menos turbia que antes; Maggie se arrodilló a su lado con la lata de Pepsi.

– Tome -le dijo, y se la pasó.

– Gracias, pero no tengo sed.

– No, para la nuca. Tome… -alargó el brazo y le presionó el cuello con suavidad hacia delante. Después, le acercó la Pepsi helada a la nuca. Morrelli se recostó sobre ella. Unos centímetros más, y su cabeza descansaría entre sus senos. Claro que en aquellos momentos, combatiendo su propia vulnerabilidad, parecía no darse cuenta. Quizá su ego de macho tenía un lado sensible. Maggie empezó a retirar la mano justo cuando Morrelli alargaba el brazo y la atrapaba, rodeándola con suavidad con sus dedos largos y fuertes. La miró a los ojos, y su azul cristalino aparecía, por fin, definido.

– Gracias -parecía avergonzado, pero sostuvo la mirada de Maggie y, si ésta no se equivocaba, seguía tonteando con ella.

Como respuesta, ella retiró la mano, demasiado deprisa y con más brusquedad de la necesaria. Con idéntica brusquedad le pasó la Pepsi; después, se sentó hacia atrás, sobre las rodillas, aumentando la separación.

– No puedo creer lo que he hecho -dijo Morrelli-. Estoy un poco avergonzado.

– No lo esté. Yo pasé mucho tiempo en el suelo antes de acostumbrarme a estas cosas.

– ¿Cómo se acostumbra uno? -volvió a mirarla a los ojos, como si buscara una respuesta.

– No lo sé. Desconectas, intentas no pensar en ello -bajó la vista y se puso rápidamente en pie. Detestaba la hondura de la mirada de Nick. Sabía que no era más que un recurso, una ingeniosa herramienta de seducción, pero temía que viera su vulnerabilidad, la grieta que Albert Stucky había abierto en sus defensas.

Morrelli estiró las piernas y se levantó sin tambalearse ni necesitar ayuda. Aparte de su amago de desmayo, se movía con mucha fluidez, con mucha seguridad. Sonrió a Maggie y se pasó la lata fría por la frente, haciendo que varios mechones de pelo quedaran adheridos a la humedad.

– ¿Le importaría reunirse conmigo en la cafetería cuando haya terminado?

– No, claro que no. No tardaré mucho.

– Creo que voy a hacer un descanso para tomarme la Pepsi -elevó la lata hacia ella a modo de brindis. Empezó a alejarse, volvió a mirar el cuerpo del niño y salió de la sala.

En la habitación hacía fresco, pero soportar el peso de Morrelli la había dejado sudorosa. Maggie se quitó un guante para pasarse la mano por la frente, y no le extrañó encontrarla húmeda. Al hacerlo, se fijó en la frente del niño. Desde donde estaba veía una pequeña mancha transparente en el centro. Deslizó un dedo por la zona y se frotó los dedos por debajo de la nariz. Si habían lavado el cuerpo, el líquido aceitoso se lo habían aplicado después. Instintivamente, Maggie examinó los labios azulados del niño y encontró otra mancha de aceite. Antes incluso de mirar, supo que encontraría más en el pecho del niño, justo por encima del corazón. Quizá por fin le hubieran servido de algo los años de catecismo. Estaba claro que alguien, tal vez el asesino, le había dado al niño la extremaunción.


Christine Hamilton intentaba corregir el artículo que había escrito en el bloc mientras fingía seguir el partido de fútbol. Las gradas de madera resultaban terriblemente incómodas se sentara como se sentara. Quería fumarse un pitillo, pero se conformó con mordisquear el capuchón del bolígrafo.

Un repentino estallido de aplausos, vivas y silbidos la hizo alzar la mirada a tiempo de ver al equipo rojo chocando los cinco. Se había perdido otro gol pero, cuando su hijo de diez años la buscó con la mirada y le sonrió, ella levantó el dedo pulgar como si hubiera visto toda la jugada.

Era mucho menos alto que sus compañeros de equipo y, sin embargo, Christine tenía la sensación de que estaba creciendo demasiado deprisa. No era de ninguna ayuda que cada día que pasaba se pareciera más a su padre.

Se puso las gafas de sol en lo alto del pelo agitado por el viento. Afortunadamente, casi todas las nubes habían pasado de largo sin descargar más lluvia, y el sol se estaba poniendo tras la hilera de árboles que bordeaban el parque. Se había sentado en la grada superior, lejos de los demás padres. No le apetecía conocer a aquellos progenitores obsesivos que llevaban sudaderas del equipo y dirigían blasfemias al arbitro. Después, le darían una palmadita en la espalda al entrenador y lo felicitarían por la victoria.

Pasó la página y estaba a punto de retomar sus correcciones cuando vio a tres madres divorciadas susurrando entre sí. En lugar de ver el partido, estaban señalando los banquillos. Christine se volvió para seguir su mirada y no tardó en localizar el motivo de su distracción. El hombre que pasaba junto a los banquillos era el típico «alto, moreno y atractivo». Llevaba unos vaqueros ajustados y una sudadera de los Cornhuskers de Nebraska, y parecía la versión madura del quarterback universitario que había sido. Contemplaba el partido mientras avanzaba hacia las gradas, pero Christine sabía que era consciente del interés que estaba despertando en las mujeres. Cuando por fin alzó la vista, ella le hizo una seña con la mano y disfrutó de la mirada de envidia de las otras madres cuando vieron que sonreía a Christine y que subía las gradas hacia ella.

– ¿Cómo van? -preguntó Nick cuando se sentó a su lado.

– Creo que cinco a tres. ¿Te das cuenta de que acabas de convertirme en la envidia de todas las madres divorciadas del campo?

– ¿Ves? La de cosas que hago por ti y tú me lo pagas poniéndome la zancadilla.

– ¿Yo? Jamás te he puesto la zancadilla ni te he tirado al suelo -le dijo a su hermano pequeño-. Bueno, que yo recuerde.

– Eso no es lo que quería decir, y lo sabes -no estaba bromeando.

Christine enderezó la espalda, dispuesta a defenderse a pesar de los remordimientos. Sí, debería haberlo llamado antes de entregar el reportaje, pero ¿y si le hubiera pedido que no lo publicara? Aquella noticia la había ayudado a franquear la puerta de la redacción. En lugar de escribir aburridos consejos para amas de casa, había publicado dos artículos consecutivos en primera plana firmados con su nombre. Y, al día siguiente, dispondría de su propio escritorio en la sección de noticias locales.

– ¿Qué puedo hacer para compensarte? ¿Por qué no vienes a cenar mañana por la noche? Prepararé espaguetis con albóndigas y la salsa secreta de mamá.

Nick le lanzó una mirada a ella y, después, al bloc de notas.

– No lo entiendes, ¿verdad?

– Vamos, Nicky. ¿Sabes cuánto tiempo hacía que deseaba salir de la sección de «Vida Actual»? Si yo no hubiera entregado ese reportaje, lo habría hecho otra persona.

– ¿De verdad? ¿Y también habrían citado a un ayudante del sheriff que le hizo una confidencia?

– Gillick no me dijo que fuera confidencial. Si te ha metido esa bola, no te la tragues.

– En realidad, no sabía que era Eddie. Caray, Christine, acabas de revelar la identidad de un informador anónimo.

Notó el calor en el rostro, y supo que se estaba poniendo colorada.

– Maldita sea, Nicky. Sabes que me estoy esforzando. Estoy un poco oxidada, pero puedo ser una buena periodista.

– ¿En serio? Hasta ahora sólo puedo calificar tu periodismo de irresponsable.

– Por el amor de Dios, Nicky. Que no te guste lo que he escrito no quiere decir que sea irresponsable.

– ¿Qué me dices de los titulares? -Nick hablaba con los dientes apretados, eludía mirarla y observaba a los niños que corrían en el campo de fútbol-. ¿De dónde te has sacado las comparaciones con Jeffreys?

– Hay similitudes básicas.

– Jeffreys está muerto -susurró Nick, y miró alrededor para asegurarse de que nadie lo escuchaba. Entrelazó las manos por debajo de una rodilla y tamborileó con el pie sobre el banco que tenía delante, una costumbre nerviosa que Christine reconocía de la infancia.

– Madura, Nicky. Cualquiera con dos dedos de frente va a comparar este asesinato con los de Jeffreys. Me limité a poner sobre el papel lo que pensaba todo el mundo. ¿Me estás diciendo que voy descaminada?

– Te estoy diciendo que no necesito otra escalada de pánico en una comunidad que empezaba a creer que sus hijos volvían a estar a salvo -cruzó los brazos, sin saber qué hacer con los puños cerrados-. Me dejaste como un perfecto idiota, Christine.

– Ah, ya entiendo. De eso se trata. No te importa la escalada de pánico en la comunidad, sólo tu imagen. ¿Por qué no me sorprende?

Nick le lanzó una mirada furibunda, pero no replicó. A Christine la irritaba la forma en que su hermano caminaba por la vida. Siempre tomaba la vía fácil, pero ¿por qué no? Todo parecía caerle del cielo, desde ofertas de empleo hasta mujeres. Y vagaba de una a la siguiente sin mucho esfuerzo, remordimiento o reflexión. Cuando su padre se jubiló e insistió en que Nick se presentara para el cargo de sheriff, Nick dejó la cátedra de la universidad sin vacilar, aunque le encantaba estar en el campus, ser una leyenda del fútbol y tener a las estudiantes suspirando por él. Como era de esperar, lo habían elegido sheriff del condado de Sarpy. Aunque Nick sería el primero en reconocer que había sido gracias a la reputación y al apellido de su padre, no parecía importarle. Aceptaba las cosas como le venían. Christine, por el contrario, tenía que arañar y arrastrarse para conseguir lo que quería, sobre todo, desde que Bruce se había ido. Pues bien, en aquella ocasión, se merecía el respiro que estaba recibiendo. Se negaba a disculparse por sacar provecho de su repentina racha de buena suerte.

– Si es un imitador, ¿no crees que la gente debería estar prevenida?

Mantuvo el tono sincero, aunque no quería ni necesitaba justificarse. Eran las noticias, sabía lo que hacía. El público tenía derecho a conocer todos los sórdidos detalles.

Nick no contestó. En cambio, apoyó los pies en el banco que tenía delante para poder apoyar los codos en las rodillas y la barbilla en los puños cerrados. Permanecieron callados entre las exclamaciones de aliento del público. Christine lo notaba distinto, cambiado, y le resultaba desconcertante.

– Danny Alverez sólo tenía once años, uno más que Timmy -dijo Nick por fin, en voz baja y con la mirada al frente.

Christine vio a Timmy correteando por el campo, colándose entre los muchachos que se cernían sobre él. Era rápido y ágil, y sabía sacar ventaja de su corta estatura. Y, sí, reparó en el parecido con la fotografía escolar de Danny que habían publicado en el periódico. Los dos tenían pelo rubio rojizo, ojos azules y pecas en la nariz. Como Timmy, Danny también era pequeño para su edad.

– Me he pasado la tarde en el depósito de cadáveres -la voz de Nick la devolvió a la realidad con sobresalto.

– ¿Por qué? -preguntó, fingiendo no estar interesada. Tenía la mirada puesta en el partido, pero observaba a Nick por el rabillo del ojo. Nunca lo había visto tan serio.

– Bob Weston pidió que nos enviaran a una experta en perfiles psicológicos, la agente especial Maggie O'Dell, de Quantico. Llegó esta mañana y estaba como loca por ponerse a trabajar -lanzó una mirada a Christine, y abrió los ojos de par en par al ver que estaba tomando notas-. ¡Por Dios, Christine! -le espetó de forma tan inesperada que la sobresaltó-. ¿Es que para ti no existen las confidencias?

– Si querías que quedara entre tú y yo, deberías haberlo dicho -vio cómo se frotaba la mandíbula, como si ella le hubiera asestado un puñetazo-. Además, en cuanto empiece a hacer preguntas, todo el mundo sabrá quién es la agente O'Dell. ¿Qué te preocupa, Nicky? Recibir la ayuda de una experta es bueno.

– ¿Tú crees? ¿O parecerá que soy un inepto? -le lanzó otra mirada-. No te atrevas a publicar eso.

– Relájate. No soy el enemigo, Nicky -vio a los chicos haciendo su baile de triunfo entre los obligados apretones de mano. El partido había terminado, y empezaba a oscurecer. Las farolas comenzaron a encenderse una a una-. ¿Sabes? A papá no le daba miedo trabajar con los medios de comunicación.

– Sí, bueno…Yo no soy papá -con aquello lo había puesto furioso. Christine sabía que debía mantenerse alejada de la comparación, pero detestaba que la tratara como si tuviera la peste. Además, si no le agradaban las comparaciones, no debería haber seguido los pasos de su padre. Como de costumbre, Christine se limitó a eludir el tema.

– Sólo digo que papá sabía cómo usar los medios para ayudar.

– ¿Para ayudar? -preguntó Nick con incredulidad, elevando la voz. Miró rápidamente a su alrededor y volvió a moderar el tono-. Papá usaba los medios de comunicación porque le encantaba ser noticia. Se produjeron tantas fugas de información que me sorprende que atraparan a Jeffreys.

– ¿Qué fugas? ¿A qué te refieres?

– No importa -dijo, y bajó la vista al bloc de notas. Christine puso los ojos en blanco.

– Pero atraparon a Jeffreys, y papá resolvió el caso -le recordó.

– Sí, atraparon a Jeffreys, y el bueno de papá se adjudicó todo el mérito.

– Nicky, nadie te está pidiendo que seas como papá. Eres tú mismo quien te lo exiges.

Pero en lugar de enojarse, Nick se limitó a mover la cabeza. Una sonrisa de frustración tiró de la comisura de sus labios, como si ella no pudiera llegar a entenderlo.

– ¿No te has preguntado nunca…? -vaciló, sin dejar de mirar el campo, con los pensamientos muy lejos de allí-. ¿Nunca te has parado a pensar en lo rápido que fue todo… tan limpio y oportuno?

– ¿De qué hablas?

Aquélla no era la réplica que había esperado. El aire nocturno era fresco, y Christine sintió un escalofrío. Su hermano empezaba a asustarla con su enojo y su silencio. Por lo general, no paraba de bromear y nunca se tomaba nada demasiado en serio, ni siquiera sus pullas entre hermanos. ¿Qué podía tener al arrogante y confiado Nick Morrelli tan asustado?

– Nicky, ¿qué quieres decir? -volvió a preguntar.

– Olvídalo -dijo, antes de ponerse en pie y estirarse, dando por concluido el asunto.

– ¡Tío Nick, tío Nick! ¿Me has visto meter el gol? -gritó Timmy mientras subía corriendo las gradas, con cuidado de no tropezar.

– Pues claro -mintió Nick.

Christine vio cómo el rostro entero de Nick se transformaba, se relajaba y sonreía mientras levantaba a su sobrino en brazos y lo abrazaba. Sabía que su hermanito ocultaba algo, y se proponía averiguar lo que era.


Dio otra vuelta al parque, más despacio en aquella ocasión. Por fin había terminado el partido. Aparcó en una plaza retirada de los demás coches, en un rincón del aparcamiento. Apagó las luces y permaneció sentado, observando, escuchando la música y deseando que los acordes de Vivaldi suavizaran y silenciaran las palpitaciones de las sienes.

Estaba ocurriéndole otra vez, y demasiado pronto. No podía detenerlo, no podía controlarlo. Y, peor aún, no quería hacerlo. Estaba tan cansado… Intentó recordar desde cuándo no dormía una noche entera y pasaba las horas nocturnas dando vueltas o vagando por las calles. Se restregó los ojos para disipar el agotamiento, pero se detuvo con brusquedad. Los dedos le temblaban de forma incontrolable.

– Señor, haz que pare -susurró, tirándose del pelo de las sienes. ¿Por qué no paraba? Las palpitaciones, el martilleo, le producían dolor de cabeza.

Contempló al grupo de niños con sus uniformes manchados de verdín. Estaban felices por la victoria, se daban palmaditas en la espalda, se pasaban el brazo por los hombros, se tocaban con despreocupación, con naturalidad. El soniquete de sus voces crecía a medida que se acercaban, ahogando a Vivaldi con sus cantos deportivos.

El recuerdo resurgió como una ola, paralizándolo e inmovilizándolo en el asiento de cuero rígido del coche. Tenía once años y su padrastro lo había obligado a unirse al equipo de alevines, negociando con el arbitro para que pasara fuera de casa los domingos por la mañana. Sabía que sólo lo hacía porque quería tirarse a su madre toda la mañana.

Los había sorprendido accidentalmente el sábado anterior, sólo porque se habían quedado sin leche. El recuerdo anegó su mente, poderoso a pesar de los años transcurridos. Tan nítido, tan vivido, que se aferró al volante para acorazarse contra él.

Estaba en el umbral del dormitorio de su madre, petrificado viendo su piel blanca y desnuda, y la cruz plateada meciéndose entre sus voluminosos senos, que se balanceaban hacia delante y hacia atrás. Se sostenía a cuatro patas mientras su padrastro la montaba como un perro en celo.

Fue su padrastro quien lo vio primero. Le gritó, jadeando y dando embestidas mientras su madre abría los ojos de par en par, horrorizada. Se escurrió de debajo de su marido, y se cayó dando tumbos de la cama al tiempo que se cubría con la sábana. Fue entonces cuando él se dio la vuelta para salir corriendo. Dio un traspié por el pasillo, tropezó y se cayó una única vez antes de entrar en su habitación. Justo cuando cerraba la puerta, su padrastro irrumpió en el cuarto.

Seguía desnudo. Era la primera vez que veía el pene erecto de un hombre, y era horrible: enorme, rígido, tieso, sobresaliendo a través del grueso vello negro. Su padrastro lo agarró del cuello y le apretó la cara contra la pared.

– ¿Te interesa mirar o quieres probar? -todavía podía oír su voz rasposa y jadeante en el oído.

Él permaneció inmóvil. No podía respirar. Su padrastro le apretaba el cuello con una mano mientras le rasgaba los pantalones del pijama con la otra. Su madre chillaba y aporreaba la puerta cerrada con llave. Entonces, lo notó. La intensa presión, el dolor tan agudo que creyó que le estallarían las entrañas. Se mantuvo callado e inmóvil, aunque quería chillar. La textura rugosa de la pared le arañaba la mejilla. Lo único que podía hacer era clavar la mirada en el crucifijo que colgaba cerca de su rostro, mientras esperaba a que su padrastro dejara de hundirse en su cuerpo de niño.

Oyó un claxon. Se sobresaltó y sujetó con más fuerza el volante. Tenía las palmas sudorosas, los dedos trémulos. Vio a los niños subiendo a los coches y a las furgonetas con sus padres. ¿Cuántos de ellos ocultaban secretos como los suyos? ¿Cuántos se tapaban los cardenales y cicatrices? ¿Cuántos esperaban algún tipo de alivio, de salvación de su desgracia? ¿De su tortura?

Entonces, vio al niño que se despedía de los demás con la mano y echaba a andar por la acera. Esperó a ver si alguien se unía a él aquella noche, o si regresaría solo a su casa como solía.

Empezaba a oscurecer. Algunas farolas se encendieron con un parpadeo. Escuchó el crujido de la grava bajo los neumáticos de los coches que salían del aparcamiento. Las luces lo cegaban cuando giraban para salir. Nadie se fijó en él, y los que lo reconocieron, sonrieron y saludaron, porque no tenía nada de extraño que asistiera a un partido de fútbol del barrio.

A media manzana de distancia, el niño seguía caminando solo, pasándose la pelota de fútbol de una mano a la otra. Parecía delgado y pequeño con su uniforme, muy vulnerable. Casi daba saltitos, como si no le importara que nadie hubiera ido a verlo jugar. Quizá se hubiera acostumbrado a su soledad.

El último coche salió del aparcamiento, y él silenció a Vivaldi en mitad del Otoño de Las cuatro estaciones. Sin mirar, sacó la ampolla de la guantera, la partió con dedos hábiles y dejó que humedeciera el brillante paño blanco. Lamentaba que fueran necesarias más precauciones, pero había sido imprudente con Danny. Sacó el pasamontañas negro y salió del coche, con cuidado de cerrar la puerta con suavidad. No tardó en percatarse de que ya no le temblaban las manos. Sí, por fin era otra vez dueño de sí mismo. Después, siguió andando por la acera sin hacer ruido.

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