Miércoles, 29 de octubre
Maggie se había ofrecido a ir a casa de Michelle Tanner con Nick, pero éste había insistido en presentarse solo, de modo que la dejó en el hotel. A pesar de la intimidad o, tal vez, a causa de ello, la aliviaba separarse de él. Había sido un error congeniar tanto. Estaba enfadada y decepcionada consigo misma y, aquella mañana, durante el trayecto a la ciudad, castigó a Nick con su silencio.
Debía mantenerse centrada y, para ello, tenía que mantener las distancias. Como agente del FBI, no le convenía encariñarse, no sólo con una persona, sino con una comunidad. Resultaba fácil perder la agudeza y la objetividad; lo había visto en otros agentes. Y, como mujer, era peligroso implicarse sentimentalmente con Nick Morrelli, un hombre que equipaba su casa con trampas románticas para sus aventuras de una noche. Además, estaba casada… el grado de felicidad no contaba. Se dijo todo aquello para justificar su repentina altivez y para descargar su culpa.
Su ropa húmeda todavía olía a río cenagoso y a sangre seca. Los jirones de la chaqueta y la blusa dejaban al descubierto su hombro herido. Al entrar en el hotel, el recepcionista elevó su rostro salpicado de acné y su expresión pasó de inmediato del mecánico «buenos días» a la sorpresa.
– Caray, agente O'Dell, ¿se encuentra bien?
– Sí. ¿Me han dejado algún mensaje?
Se dio la vuelta con la torpeza de un adolescente larguirucho, y a punto estuvo de derramar su capuccino. El dulce aroma se elevaba con el vapor y, a pesar de ser una imitación de máquina del auténtico, olía de maravilla.
La nieve, una capa de casi quince centímetros, se había adherido a las perneras de sus pantalones y le estaba calando los zapatos. Tenía frío, agujetas y estaba agotada.
El muchacho le pasó media docena de notas de papel rosa y un pequeño sobre cerrado con las palabras AGENTE ESPECIAL O'DELL cuidadosamente escritas con tinta azul.
– ¿Qué es esto? -levantó la carta.
– No lo sé. La metieron por el buzón en algún momento durante la noche.
Maggie fingió que no tenía importancia.
– ¿Hay alguna tienda en la que pueda comprarme un abrigo y unas botas?
– La verdad es que no. Hay una ferretería especializada en productos agrícolas a kilómetro y medio al norte del pueblo, pero sólo tienen ropa de hombres.
– ¿Le importaría hacerme un favor? -extrajo un billete húmedo de cinco dólares del fajo para situaciones de emergencia que guardaba en la funda de la insignia. El chico parecía más interesado en la insignia que en el billete-. ¿Podrías llamar a la tienda y preguntarles si pueden enviarme una chaqueta? No me importa qué aspecto tenga, mientras sea abrigada y de talla pequeña.
– ¿Y las botas? -anotaba las instrucciones en un bloc lleno de garabatos.
– Sí. Lo más parecido que tengan a un treinta y ocho. Tampoco me importa el estilo, sólo quiero poder caminar por la nieve.
– Entendido. Seguramente, no abrirán hasta las ocho o las nueve.
– No importa. Pasaré la mañana en mi habitación. Llámame cuando lleguen y pagaré la factura.
– ¿Algo más? -de pronto, parecía ansioso por ganarse los cinco dólares.
– ¿Hay servicio de habitaciones?
– No, pero puedo pedirle casi cualquier cosa de la cafetería Wanda's. El reparto es gratuito, y podemos añadírselo a la cuenta del hotel.
– Estupendo. Querría un desayuno de verdad: huevos revueltos, chorizo, tostadas, zumo de naranja… Ah, y mira si tienen capuccinos.
– Entendido.
Una vez en su habitación, Maggie se quitó los zapatos llenos de nieve y a duras penas los pantalones. Subió el termostato a veinticinco grados, y se despojó de la blusa y de la chaqueta. Aquella mañana, le dolía todo el cuerpo. Intentó mover el hombro herido, se detuvo, esperó a que el latigazo de dolor pasara, y continuó.
En el baño, abrió el grifo de la ducha y se sentó en el borde de la bañera en ropa interior mientras esperaba a que saliera el agua caliente. Hojeó los mensajes. Uno era del director Cunningham, y no había dejado recado. ¿Por qué no la habría llamado al móvil? Maldición, lo había olvidado. Debía denunciar su desaparición y hacerse con otro.
Había tres mensajes de Darcy McManus, del Canal Cinco. El recepcionista, claramente impresionado, había dejada escrita la hora en los tres. Otros dos mensajes eran de la doctora Avery, la terapeuta de su madre, ambos de última hora de la noche, con instrucciones de llamarla cuando fuera posible.
Estaba imaginando que el sobre cerrado era de la persistente McManus. El vapor se elevaba por encima de la cortina de la ducha. Por lo general, el agua de los hoteles no pasaba de ser tibia. Se levantó para ponerla a su gusto y se detuvo al ver su reflejo en el espejo, que se estaba empañando rápidamente. Quitó el vaho con la palma de la mano para poder examinarse el hombro. Las incisiones triangulares aparecían rojas y descarnadas en contraste con su piel blanca. Arrancó el vendaje casero de Nick, dejando al descubierto un tajo de cinco o seis centímetros, fruncido y manchado de sangre. Le dejaría una cicatriz. Magnífico; haría juego con las demás.
Giró el torso y se levantó el sujetador. Por debajo del seno izquierdo empezaba otra cicatriz reciente. Se extendía a lo largo de diez centímetros a través de su abdomen: un regalo de Albert Stucky.
– Tienes suerte de que no te destripe -recordaba haberlo oído decir mientras deslizaba la hoja por su abdomen, con cuidado de cortarle únicamente la piel, para dejar una cicatriz. No había sentido nada; estaba demasiado aturdida y agotada, o ya se había resignado a morir-. Todavía estarás viva -le había prometido-, cuando empiece a comerte los intestinos.
Para entonces, ya nada la sorprendía. Acababa de ver cómo rajaba y descuartizaba a dos mujeres a pesar de los gritos desgarradores. Después, las había destripado y les había aplastado los cráneos. No, nada de lo que pudiera haber hecho la habría sorprendido. Así que, en cambio, le había dejado un recordatorio perpetuo de sí mismo.
Detestaba que su cuerpo se estuviera convirtiendo en un álbum de recortes. Ya era terrible que en su mente hubieran quedado tatuadas las imágenes.
Se frotó la cara con las manos observando su reflejo. La sorprendía lo pequeña y vulnerable que parecía. Sin embargo, nada había cambiado. Seguía siendo la mujer decidida y valiente que había sido al ingresar en el cuerpo ocho años atrás. Quizá un poco fatigada y marcada por la guerra, pero en su mirada se reflejaba la misma determinación. Todavía podía verla a través del vaho, tras los horrores que había presenciado. Albert Stucky era un contratiempo temporal, un obstáculo que debía atravesar o sortear, pero ante el que no debía ceder.
Se desabrochó el sujetador y lo dejó caer al suelo. Empezó a bajarse las braguitas cuando recordó el sobre cerrado que había dejado sobre los demás mensajes en la repisa del lavabo. Lo rasgó y sacó una tarjeta de siete por doce centímetros. Una ojeada a las letras mayúsculas bastó para que el corazón se le desbocara. Se aferró al borde del lavabo para no caerse, desistió y resbaló al suelo húmedo de azulejos. Otra vez, no. No podía permitirlo. Apretó las rodillas contra su pecho, tratando de silenciar el pánico que crecía dentro de ella.
Entonces, volvió a leer la tarjeta.
¿HABRÁ QUE DARLE LA EXTREMAUNCIÓN A TU MADRE DENTRO DE POCO?
Era demasiado pronto para que hubiera tráfico. Las farolas seguían iluminadas porque las gruesas nubes de nieve no dejaban aparecer el sol. El parabrisas volvió a helarse, y Nick abrió al máximo el aire caliente, aunque estaba sudando. Subió el volumen de la radio y pulsó varios botones antes de encontrar la KRAP… «Noticias cada día, todo el día».
Temía darle la noticia a Michelle Tanner. Quería que aquellas imágenes… No, necesitaba borrar aquellas imágenes de Matthew y de Danny de su cabeza o no le sería de ninguna utilidad a la señora Tanner. Así que se puso a pensar en Maggie. Jamás se había sentido tan agradablemente incómodo en sus numerosas experiencias con las mujeres. Lo había dejado desconcertado, cosa que no había logrado ninguna otra mujer. Lo peor de todo era que Maggie no había pretendido que la situación fuera sensual, y eso lo había excitado aún más. No podía borrar la imagen de la mejilla de ella sobre su pecho, la caricia de su respiración en la piel. No quería borrarlas, así que la reprodujo una y otra vez, para poder recordarlo todo a voluntad: la fragancia de su pelo, el tacto de su piel, los latidos de su corazón. Resultaba irónico que la única mujer capaz de revivirlo fuera la única que no podía tener.
Entró en la bocacalle de Michelle Tanner justo cuando el locutor explicaba que el alcalde Rutledge había suspendido la celebración de Halloween a causa de la nieve, que seguiría cayendo todo el día.
– El muy cabrón tiene suerte -Nick sonrió y movió la cabeza.
Aparcó delante de la casa, patinando y casi chocando con la parte posterior de una furgoneta. Hasta que no llegó a la puerta principal no reparó en el letrero de Emisora de radio KRAP, medio oculto por la nieve. El pánico le encogió las entrañas; era demasiado pronto para una simple entrevista de «¿Cómo va todo?». Llamó a la puerta mosquitera. Al ver que no salía nadie, la abrió y aporreó la puerta principal.
Se abrió casi de inmediato. Una mujer menuda de pelo gris le indicó que entrara en el salón antes de precederlo y sentarse junto a Michelle Tanner en el sofá. Un hombre alto con calva incipiente y grabadora estaba sentado frente a ellas. En el umbral de la cocina se erguía un hombre corpulento con pelo cortado al cepillo y antebrazos musculosos. Le resultaba familiar y, tras una rápida mirada por la casa, comprendió que se trataba del ex marido, el padre de Matthew. Había varias fotografías enmarcadas de los tres… tomadas en tiempos más felices.
Nick oyó voces y estrépito de cacharros en la cocina. El olor del café recién hecho se mezclaba con el de la cera de rretida. Había una hilera de velas encendidas sobre la repisa de la chimenea, junto a una foto ampliada de Matthew y un pequeño crucifijo.
– ¿Es cierto? -Michelle Tanner elevó la mirada a Nick; tenía los ojos enrojecidos y los párpados hinchados-. ¿Encontraron anoche otro cuerpo?
Todos los ojos se clavaron en él, expectantes. Dios, hacía calor en la casa. Se llevó la mano al nudo de la corbata y se lo aflojó.
– ¿Dónde lo ha oído?
– ¿Y eso qué diablos importa? -quiso saber el padre de Matthew.
– Douglas, por favor -lo regañó la anciana-. El señor Melzer -dijo indicando al hombre de la grabadora-, de la radio, nos ha dicho que ha salido en el Omaha Journal esta mañana.
Melzer levantó el periódico. Otro niño hallado muerto era el titular. Nick no necesitaba ver quién firmaba el artículo, y tampoco tenía tiempo para enfurecerse. El pánico ascendió por su garganta, dejando un sabor ácido en la boca y entorpeciéndole la respiración. Christine había vuelto a metérsela torcida.
– Sí, es cierto -logró decir-. Siento no haber venido antes.
– Siempre va con retraso, ¿no, sherifi?
– Douglas -repitió la anciana.
– ¿Es él? -Michelle lo miró a los ojos, suplicando, confiando. Al parecer, necesitaba oír las palabras. Nick detestaba aquello. Hundió las manos en los bolsillos de los vaqueros y se obligó a mirarla a los ojos.
– Sí, es Matthew.
Esperaba el aullido, pero no por ello dejó de afectarlo. Michelle cayó de nuevo en los brazos de la anciana, que empezó a mecerla. Dos mujeres aparecieron en el umbral de la cocina. Al ver a Michelle, rompieron a llorar y se abrazaron. Melzer las observó, miró a Nick y, después, recogió sus cosas y se marchó sin hacer ruido. Nick quería salir detrás de él; no sabía muy bien qué hacer. Douglas Tanner se lo quedó mirando, apoyado en la pared, con la cara colorada de ira y los puños apretados.
Después, de improviso, el hombre arremetió contra él. Nick no vio el gancho izquierdo hasta que no lo sintió en la mandíbula y chocó con la estantería que estaba detrás. Varios libros cayeron sobre y en torno a él. Antes de que hubiera recuperado el equilibrio, Douglas Tanner le asestó otro puñetazo, en aquella ocasión, en el estómago. Nick se tambaleó y cayó de rodillas. La anciana le estaba chillando a Douglas. La conmoción silenció los gritos de dolor, y las mujeres se quedaron atónitas contemplando la escena.
Nick estaba enderezándose cuando vio otro puño acercándose a él. Agarró a Tanner del brazo, pero en lugar de contraatacar, se limitó a apartarlo. Seguramente, se merecía aquella paliza.
Entonces, vio el destello de metal. Tanner volvió a abalanzarse sobre él y, en aquella ocasión, le lanzó una puñalada al costado. Nick se apartó de un salto y desenfundó la pistola. Tanner se quedó paralizado, empuñando hábilmente un cuchillo de caza en la mano izquierda y mirándolo con una expresión que indicaba que estaba decidido a usarlo.
La anciana se levantó del sofá y se acercó despacio a Douglas Tanner. Le quitó el cuchillo del puño. Después, los sorprendió a todos dándole un bofetón en la cara.
– Maldita sea, madre. ¿Qué coño haces? -pero Tanner permanecía inmóvil, con el rostro colorado y las manos silenciosas a los costados.
– Ya estoy harta de que vapulees a la gente. Llevo muchos años viéndote hacerlo. No puedes tratar así a la gente, ni a tu familia ni a los desconocidos. Ahora, pídele disculpas al sheriff Morrelli.
– Ni hablar. Si hubiera hecho su trabajo, puede que Matthew aún estuviera vivo.
Nick se frotó los ojos, pero seguía viéndolo todo borroso. Notó que le sangraba el labio, y se lo secó con el dorso de la mano. Enfundó la pistola pero siguió apoyado en la estantería, confiando en que se le pasara el zumbido de los oídos.
– Douglas, pide disculpas. ¿Quieres que te detengan por atacar a un agente de la ley?
– No hace falta que se disculpe -la interrumpió Nick. Esperó a que la habitación dejara de dar vueltas y a que sus pies lo sostuvieran-. Señora Tanner -añadió, y se apartó de la estantería para buscar los ojos de Michelle, alegrándose de ver sólo dos en la nebulosa-. Lamento mucho la muerte de su hijo, y le pido disculpas por haber esperado hasta esta mañana para decírselo. No pretendía faltarle al respeto. Me pareció mejor esperar a que estuviera rodeada por familiares y amigos en lugar de aporrear su puerta en mitad de la noche. Le prometo que encontraremos al hombre que le ha hecho esto a Matthew.
– No lo dudo, sheriff -dijo Douglas Tanner detrás de él-. Pero ¿cuántos niños más morirán asesinados antes de que tenga la menor idea de quién es?
Nadie tenía que decírselo; Timmy lo sabía. Matthew estaba muerto, lo mismo que Danny Alverez. Por eso el tío Nick y la agente O'Dell se habían ido corriendo la noche anterior. Por eso su madre lo había hecho acostarse temprano. Y por eso se había pasado casi toda la noche levantada escribiendo para el periódico en su portátil.
Se levantó de la cama oyendo por la radio que aquel día no habría clase. Debía de haber al menos quince centímetros de nieve, y seguía cayendo. Sería ideal para patinar, aunque su madre le prohibía que usara cualquier cosa que no fuera su aburrido trineo de plástico. Era de color naranja fosforito y destacaba como si fuera un vehículo de emergencia.
La encontró dormida en el sofá, hecha un ovillo bajo la colcha de punto de la abuela Morrelli. Tenía los puños cerrados por debajo de la barbilla y cara de agotada, así que Timmy entró de puntillas en la cocina para no despertarla.
Sintonizó la emisora de noticias y subió el volumen para poder escucharlas mientras se preparaba el desayuno. En lugar de acercar una silla a la encimera, usó los cajones inferiores para alcanzar un cuenco del armario. Estaba harto de ser bajito; era el más canijo de todos los niños de su clase. El tío Nick le decía que daría un estirón y los pasaría a todos, pero Timmy no lo veía llegar.
Lo sorprendió encontrar una caja sin abrir de cereales endulzados entre los Cheerios y el muesli. O estaban en oferta, o su madre los había comprado por equivocación; nunca le ponía cereales de los buenos. Bajó la caja y la abrió para que no pudiera devolverla, y llenó el cuenco hasta desbordarlo. Masticó el exceso para hacer sitio a la leche. Mientras la vertía, oyó al locutor repetir:
– El colegio y el instituto de Platte City cerrarán hoy a causa de la nieve.
– ¡Sí! -susurró, conteniendo su entusiasmo para no derramar la leche. Y, como el día siguiente y el viernes los profesores tenían una convención, dispondrían de cinco días libres. Caray, ¡cinco días enteros! Entonces, se acordó de la acampada, y su entusiasmo mermó. ¿Suspendería el padre Keller la acampada por culpa de la nieve? Esperaba que no.
– ¿Timmy? -envuelta en la colcha de punto de la abuela, su madre entró descalza en la cocina. Estaba cómica con el pelo enmarañado y la mirada legañosa-. ¿Han suspendido las clases?
– Sí. Cinco días seguidos de vacaciones -se sentó y tomó una cucharada de cereales antes de que ella reparara en ellos-. ¿Crees que podremos ir de acampada? -preguntó con la boca llena, aprovechándose de que estaba demasiado cansada para corregir sus modales.
Su madre empezó a preparar la cafetera, y a punto estuvo de tropezar con los cajones que Timmy había dejado abiertos. Los cerró de un puntapié sin gritarle.
– No lo sé, Timmy. Estamos en octubre; mañana podría hacer veinte grados y la nieve se derretiría. ¿Qué han dicho del tiempo en la radio?
– Hasta ahora, sólo están hablando de los cierres de los colegios. Estaría genial poder acampar en la nieve.
– Sería una estupidez acampar en la nieve.
– Vamos, mamá, ¿no tienes sentido de la aventura?
– No si puedes pillar una neumonía. Ya enfermas y te magullas bastante sin ayuda de nadie.
Quería recordarle que no se había puesto enfermo desde el invierno pasado, pero ella podría mencionarle los cardenales del fútbol.
– ¿Te importa si voy a jugar al trineo con mis amigos?
– Tendrás que abrigarte, y sólo puedes usar tu trineo. Nada de neumáticos.
Habían dejado de anunciar los cierres de los colegios y estaban dando las noticias. Su madre subió el volumen justo cuando el locutor decía:
– Según la edición matutina del Omaha Journal, ayer por la noche fue encontrado el cadáver de otro niño a orillas del río Platte. La oficina del sheriff acaba de confirmar que se trata de Matthew Tanner, que ha estado…
Su madre apagó la radio, y la habitación se llenó de silencio. Permaneció de pie, de espaldas a él, fingiendo estar interesada en algo que veía por la ventana. La cafetera inició su gorgoteo ritual. La cuchara de Timmy tintineaba dentro del cuenco.
– Timmy -su madre rodeó la mesa y se sentó frente a él-. El locutor de la radio tiene razón. Anoche encontraron a Matthew Tanner.
– Ya lo sé -dijo Timmy, y siguió comiendo, aunque el cereal no le sabía tan rico de repente.
– ¿Que lo sabes? ¿Cómo?
– Porque el tío Nick y la agente O'Dell se marcharon anoche corriendo. Y porque tú has estado toda la noche trabajando.
Ella alargó el brazo por encima de la mesa y le retiró el pelo de la frente.
– Cielos, qué rápido estás creciendo.
Le acarició la mejilla. En público, Timmy le habría apartado la mano, pero en casa no le importaba. Hasta le gustaba.
– ¿De dónde has sacado esos cereales?
– Los has comprado. Estaban con los demás -volvió a llenarse el cuenco aunque no estaba del todo vacío, sólo por si acaso ella se los quitaba.
– Los compraría sin darme cuenta.
El café estaba hecho. Se levantó, dejando la colcha de punto en el respaldo de la silla y el cartón de cereales en la mesa.
– Mamá, ¿qué se siente estando muerto?
Ella derramó el café por la encimera y tomó un paño para impedir que se vertiera al suelo.
– Lo siento -dijo Timmy, al comprender que había sido su pregunta la causa de la torpeza de su madre. Los adultos se escandalizaban tanto con ciertas cosas…
– La verdad es que no lo sé, Timmy. Deberías preguntárselo al padre Keller.
El desayuno de Wanda's permanecía intacto sobre la mesa de la habitación; Maggie se estaba haciendo asidua de la cafetería sin haber puesto el pie en el local. Y aunque los huevos dorados, la tostada untada con mantequilla y la reluciente sarta de chorizo tenían un olor y un aspecto deliciosos, Maggie había perdido el apetito. Lo había dejado en algún rincón del suelo del baño, mientras luchaba por superar el pánico. Lo único que tocó fue el capuccino. Un sorbo y dio gracias a Wanda por tener el sentido común de invertir en una cafetera especial para capuccinos.
Su portátil ocupaba el otro lado de la mesa, cerca de la pared donde una entrada de teléfono permitía al hotel pu- blicitarse a hombres de negocios. Daba vueltas mientras su ordenador conectaba a baja velocidad con la base de datos general de Quantico. No podía acceder a la información clasificada. El FBI se mantenía escéptico sobre la confidencialidad de los módems, y con razón. Eran un blanco constante de los piratas informáticos.
Después de la ducha se había puesto unos vaqueros y su sudadera de los Packers. El agotamiento era abrumador. Había tenido que hacer acopio de fuerzas para recobrarse y eso la asustaba. ¿Cómo era posible que una simple nota provocara tanto terror? Ya había recibido notas de asesinos otras veces, y eran inofensivas. Formaban parte de su nauseabundo juego de maldad. Si estaba dispuesta a escarbar en la psique de un asesino, debía estar preparada para que escarbaran en la suya.
Salvo que las notas de Albert Stucky no habían sido inofensivas. Dios, debía superar lo de Stucky. Ya estaba entre rejas y allí permanecería hasta que lo ejecutaran. No tenía nada que temer. Además, ya había empaquetado la nota del asesino de Danny y Matthew y la había enviado por correo urgente a un laboratorio de Quantico. Quizá el muy idiota le hubiera enviado su propia orden de arresto dejando sus huellas o su saliva en el sello del sobre.
Antes de que anocheciera, estaría en un avión de regreso a su casa, y aquel bastardo no podría seguir jugando con ella. Ya había hecho su trabajo, más de lo que se esperaba de ella. Entonces, ¿por qué tenía la sensación de estar huyendo? Porque era eso exactamente lo que hacía. Necesitaba abandonar Platte City, Nebraska, antes de que aquel asesino pudiera seguir deshilando su psique ya de por sí raída.
Sí, tenía que irse, y lo antes posible, mientras todavía fuera dueña de sí. Ataría unos cuantos cabos y saldría de allí como alma que lleva el diablo, aprovechando que todavía seguía de una pieza. Se iría antes de que empezaran a deshacérsele las costuras.
Decidió hacer una rápida llamada de teléfono mientras esperaba a que su ordenador conectara por la otra línea. Encontró el número en el delgado listín telefónico y lo marcó. Después de varios timbrazos, oyó una voz grave y masculina:
– Casa parroquial de Santa Margarita.
– Con el padre Francis, por favor.
– ¿De parte de quién?
Maggie no sabía si era la voz de Howard.
– Soy la agente especial Maggie O'Dell. ¿Es usted el señor Howard?
Se produjo un breve silencio. En lugar de contestar a su pregunta, el hombre dijo:
– Un momento, por favor.
Transcurrieron varios segundos. Maggie se volvió para mirar la pantalla del ordenador. Por fin se había completado la conexión. El logotipo azul cobalto de Quantico parpadeaba en la pantalla.
– Maggie O'Dell, es un placer volver a hablar con usted -con su voz aguda, el padre Francis hablaba casi en un soniquete.
– Padre Francis, quería saber si podría hacerle algunas preguntas.
– Pues claro -se oyó un leve clic.
– ¿Padre Francis?
– La escucho.
Al igual que otra persona. Haría sus preguntas, de todas formas; haría sudar al intruso.
– ¿Qué me puede contar sobre el campamento que organiza la iglesia en verano?
– ¿El campamento? Ese proyecto es del padre Keller. Quizá quiera hablar con él al respecto.
– Sí, claro. Lo haré. ¿Fue él quien dio forma al proyecto o es algo que ha estado haciendo Santa Margarita durante años?
– El padre Keller lo organizó a su llegada. Creo que fue en el verano de 1990. Fue un éxito inmediato. Claro que ya tenía experiencia. Había estado organizándolas en su antigua parroquia.
– ¿Ah, sí? ¿Dónde era eso?
– En Maine. A ver… Suelo tener buena memoria. Ya me acuerdo, estaba en un pueblo llamado Wood River. Fuimos muy afortunados cuando lo trasladaron aquí.
– Sí, estoy segura. Tengo ganas de hablar con él. Gracias por su ayuda, padre.
– Agente O'Dell -la interrumpió-. ¿Era eso lo único que necesitaba preguntarme?
– Sí, pero ha sido una gran ayuda.
– Me preguntaba si había encontrado las respuestas a sus otras preguntas. A sus dudas sobre Ronald Jeffreys.
Maggie vaciló. No quería parecer brusca, pero tampoco revelar su información a una tercera persona.
– Sí, creo que sí. Gracias otra vez por su ayuda.
– Agente O'Dell -parecía preocupado, preso de una angustia repentina-. Quizá pueda procurarle algún dato adicional, aunque no sé si tendrá mucha trascendencia.
– Padre Francis, ahora mismo no puedo hablar. Estoy esperando una llamada importante -lo interrumpió antes de que pudiera contarle lo que sabía-. ¿Podríamos vernos después?
– Sí, claro. Esta mañana tengo confesiones y, por la tarde, rondas en el hospital, así que no estaré libre hasta después de las cuatro.
– Da la casualidad de que yo también voy a estar esta tarde en el hospital. ¿Qué tal si nos vemos en la cafetería a eso de las cuatro y cuarto?
– Estoy impaciente por verla. Adiós, Maggie O'Dell.
Esperó a que colgara; después, oyó el segundo clic. No había error posible; alguien había estado escuchándolos.
Nick entró echando humo en la oficina del sheriff, dando un portazo tan fuerte que el cristal vibró. Todo el mundo se quedó mudo y paralizado, mirándolo como si se hubiera vuelto loco. Tenía la sensación de que así era.
– ¡Oídme bien todos! -gritó, y esperó a que salieran los que estaban en la sala de conferencias con tazas de café y donuts glaseados en la mano-. Si tenemos otra fuga de información en esta oficina, yo mismo moleré a palos al responsable y me encargaré de que nunca más vuelva a trabajar en ningún cuerpo de policía.
La mandíbula le dolía horrores, sobre todo cuando apretaba los dientes. La comisura del labio volvía a sangrarle, y se limpió con la manga de la camisa.
– Lloyd, quiero que reúnas a varios hombres y que registres todas las chozas abandonadas en un radio de quince kilómetros de la carretera de la Vieja Iglesia. Está escondiendo a esos niños en alguna parte, y puede que no sea aquí, en el pueblo. Hal, averigua todo lo que puedas sobre un tal Ray Howard. Es conserje de la parroquia. No sólo de dónde es y detalles sobre su infancia desgraciada; quiero saber qué número calza y si colecciona cromos de béisbol. Eddie, ve a casa de Sophie Krichek.
– Nick, no hablarás en serio. Esa mujer está chiflada.
– Hablo muy en serio.
Eddie se encogió de hombros, y Nick vio una mueca sarcástica bajo el fino bigote que deseó borrar de un puñetazo.
– Hazlo esta mañana, Eddie, y como si tu trabajo dependiera de ello.
Esperó por si oía algún otro gruñido y, después, prosiguió.
– Adam, llama a George Tillie y dile que la agente O'Dell lo ayudará esta tarde con la autopsia de Matthew. Después, llama al agente Weston para que te dé las pruebas que encontró su equipo forense. Quiero fotografías e informes en mi mesa antes de la una de esta tarde. Lucy, averigua todo lo que puedas sobre un campamento de verano que organizan en Santa Margarita. Trabaja con Max para ver si puedes relacionar a Aaron Harper y a Eric Paltrow con ese campamento.
– ¿Y a Bobby Wilson? -Lucy alzó la mirada de sus notas.
Nick guardó silencio mientras contemplaba el mar de rostros, preguntándose si podría señalar al Judas… si todavía seguiría formando parte de la oficina. Seis años atrás, alguien se había tomado la molestia de sacar los calzoncillos de Eric Paltrow del depósito de cadáveres y meterlos en el maletero de Jeffreys junto con otras pruebas falsas que relacionaban a Jeffreys con los tres asesinatos. Si el responsable seguía allí, ¿por qué no hacerlo sudar?
– Si leo algo de esto en el periódico de mañana, juro que os echaré a todos a la calle. Puede que Ronald Jeffreys sólo matara a Bobby Wilson. Hay muchas posibilidades de que el tipo que ha matado a Danny y a Matthew también matara a Eric y a Aaron -vio cómo absorbían la revelación, sobre todo, el grupo que había trabajado con su padre y que había celebrado la captura de Jeffreys.
– ¿Qué insinúas, Nick? -Lloyd Benjamin había sido uno de ellos, y tenía la frente crispada de furia-. ¿Estás diciendo que nos equivocamos la primera vez?
– No, Lloyd, no os equivocasteis. Atrapasteis a Jeffreys, a un asesino. Pero es posible que Jeffreys no matara a los tres niños.
– ¿Es eso lo que tú piensas, Nick, o es la agente O'Dell la que te está metiendo esas ideas en la cabeza? -dijo Eddie, otra vez con la mueca burlona.
Nick sintió la ira crecer otra vez en su interior y supo que debía contenerla. No era el momento de defender su relación con Maggie. Ni siquiera sabía si podría hacerlo sin confundirse con lo que sentía. Y, desde luego, no quería revelar detalles sobre Jeffreys cuando empezaba a cuestionar la lealtad de sus hombres.
– Lo que digo es que hay muchas posibilidades de que el asesino todavía ande suelto. Tanto si es cierto como si no, cerciorémonos de que ese cabrón no se salga con la suya, puede que por segunda vez -pasó junto a Eddie, golpeándole el hombro, y se alejó por el pasillo para refugiarse en su despacho.
Estaba agotado y la mañana acababa de empezar. A los pocos segundos de dejarse caer en el sillón, oyó un golpe de nudillos en la puerta. Lucy entró con un paquete de hielo y una taza de café.
– ¿Se puede saber qué te ha pasado, Nick?
– Ni lo preguntes.
Tras una leve vacilación inicial, Lucy rodeó el escritorio. Se apoyó en la esquina y la falda se le subió por los muslos. Vio que él se daba cuenta y no hizo ademán de bajársela. En cambio, le levantó la barbilla y le puso el paquete de hielo en la mandíbula hinchada. Él se apartó con una sacudida, refugiándose en el dolor para apartarse de ella.
– Pobrecito Nick… Ya sé que duele -dijo, consolándolo con voz sensual.
Aquella mañana llevaba un jersey rosa tan ceñido al pecho que, a través de la tela de punto, se vislumbraba el sujetador negro que llevaba debajo. Lucy empezó a apartarse de la mesa para acercarse a él, y Nick salió disparado del sillón.
– Oye, no tengo tiempo para paquetes de hielo. Me pondré bien. Gracias por preocuparte.
Parecía decepcionada.
– Lo dejaré en la nevera, por si acaso quieres usarlo más tarde.
Atravesó el despacho hasta el pequeño frigorífico del rincón y dobló la cintura para guardar el hielo en el congelador, permitiéndole ver lo que se estaba perdiendo. En ese momento volvió la cabeza, por si acaso Nick había cambiado de idea, sonrió, y salió por la puerta contoneándose.
– ¡Dios! -masculló, y volvió a dejarse caer en la silla. ¿Qué clase de oficina había creado? El ex marido de Michelle Tanner tenía razón. No le extrañaba no haber encontrado al asesino.
El padre Francis recogió los recortes de periódico y los guardó en su portafolios de cuero. Se detuvo, levantó las manos y contempló las manchas marrones, las abultadas venas azules y el temblor que ya era habitual en él.
Sólo habían transcurrido tres meses desde la ejecución de Ronald Jeffreys, tres meses desde que había escuchado la confesión del verdadero asesino. Ya no podía seguir guardando silencio ni respetando el secreto de confesión de un criminal. Quizá no sirviera de nada, pero debía contar lo que sabía.
Caminó hasta la iglesia arrastrando los pies. Sus pasos eran el único sonido que reverberaba en las majestuosas paredes. No había nadie esperando para recibir confesión; sería una mañana tranquila. Aun así, entró en el pequeño confesionario.
A pesar de no haber visto a ningún feligrés en la iglesia, la puerta de la cabina contigua se abrió a los pocos minutos. El padre Francis se incorporó y apoyó el codo en la repisa para poder acercarse a la ventanilla.
– Perdóneme, padre, porque he vuelto a matar.
«Dios mío». El pánico oprimió el pecho del anciano sacerdote; le costaba trabajo respirar. De pronto, la pequeña caja de madera no contenía más que aire caliente y viciado. Empezaron a palpitarle los oídos. El padre Francis trató de ver más allá de la gruesa rejilla que los separaba, pero lo único que podía ver era una sombra negra encogida.
– He matado a Danny Alverez y a Matthew Tanner. Por estos pecados, estoy sinceramente arrepentido y pido perdón.
La voz sonaba amortiguada y era apenas audible, como si hablara a través de una máscara. ¿Había algo, cualquier cosa, que pudiera reconocer?
– ¿Cuál es mi penitencia? -quiso saber la voz.
¿Podría hablar si no podía respirar?
– ¿Cómo puedo…? -no era fácil, le dolía el pecho-. ¿Cómo puedo absolverte de tus pecados… de esos pecados horribles y abominables, si piensas repetirlos?
– No… No lo entiende. Lo único que hago es darles paz -balbució la voz. Era evidente que no había previsto una confrontación, comprendió el padre Francis con cierta satisfacción. Sólo quería recibir la absolución y cumplir la penitencia.
– No puedo absolverte de tus pecados si piensas cometerlos una y otra vez -la voz fuerte e inflexible lo sorprendió a él mismo.
– Debe… tiene que hacerlo.
– Ya te absolví una vez, y te has burlado del sacramento volviendo a cometer el mismo pecado, no una, sino dos veces.
– Estoy sinceramente arrepentido de mis pecados y pido perdón a Dios -lo intentó de nuevo, repitiendo mecánicamente la frase como un niño que lo memorizara por primera vez.
– Debes dar prueba de ello -dijo el padre Francis, sintiéndose repentinamente poderoso. Quizá pudiera influir en aquella sombra negra, obligarlo a afrontar sus demonios, detenerlo de una vez por todas-. Debes demostrar tu arrepentimiento.
– Sí. Sí, lo haré. Sólo dígame cuál es mi penitencia.
– Ve a demostrar tu arrepentimiento y vuelve dentro de un mes.
Hubo una pausa.
– ¿No va a absolverme?
– Si demuestras que eres digno del sacramento no volviendo a matar, te absolveré.
– ¿No va a darme la absolución?
– Vuelve dentro de un mes.
Se hizo el silencio, pero la sombra no parecía haberse movido. El padre Francis se acercó aún más a la rejilla, de nuevo esforzándose por escudriñar el compartimento negro como el carbón. Se oyó un suave chasquido, y un chorro de saliva atravesó la rejilla y aterrizó en su cara.
– Nos veremos en el infierno, padre -el tono grave y gutural desató escalofríos por la espalda del padre Francis. Se aferró a la pequeña repisa, estrechando con fuerza la Biblia. Y, aunque la pegajosa saliva resbalaba por la barbilla, ni siquiera pudo moverse para limpiársela. Cuando oyó que la puerta se abría y que la sombra salía, su cuerpo paralizado no hizo intento alguno de seguirlo.
Permaneció sentado durante lo que le parecieron horas. Afortunadamente, no entró nadie más pidiendo confesión. Quizá la nieve hubiera retenido a los demás pecadores en sus casas, pensó distraídamente el padre Francis. Por lo cual, nadie había visto a la figura en sombras entrar o salir del confesionario.
Por fin, su corazón recuperó su ritmo normal; podía respirar. Buscó como pudo un pañuelo para limpiarse el rostro con manos más trémulas de lo habitual. Recogió su portafolios de cuero y su Biblia y echó un vistazo fuera del confesionario. La iglesia estaba vacía y silenciosa. Oyó reír a unos niños. Seguramente, cruzaban el aparcamiento en dirección a Cutty's Hill, para jugar allí al trineo. Al menos, viajaban en grupo.
Avanzó arrastrando los pies hacia la entrada de la iglesia, apoyándose en los bancos. El pánico y el terror lo habían vaciado de energía. Le contaría la visita de aquella mañana a Maggie O'Dell. La decisión de hacerlo lo fortaleció, y la culpa desapareció de su alma. Sí, era lo correcto.
Una vez en la casa parroquial, de camino a su despacho, notó que alguien había dejado abierta la puerta de la bodega. Se detuvo en el umbral y se asomó a los peldaños en sombra. Olía a moho y a humedad, y una corriente de aire lo hizo estremecerse. ¿Había una sombra? En la esquina del fondo, ¿había alguien agazapado en la oscuridad?
Pisó el primer peldaño, aferrándose con mano trémula a la barandilla. ¿Eran imaginaciones suyas, o había alguien acurrucado entre los botelleros y la pared de cemento?
Se inclinó hacia delante sobre las débiles rodillas. No llegó a ver la figura que estaba detrás de él, sólo sintió el empujón violento que lo lanzó escaleras abajo. Su cuerpo frágil chocó contra la pared lateral, y bajó rodando el resto del camino. Todavía estaba consciente cuando oyó crujir los peldaños uno a uno. El sonido del lento descenso provocó terror en su cuerpo maltrecho. Abrió la boca para gritar, pero sólo brotó un gemido. No podía moverse, no podía correr. Le ardía la pierna derecha y la tenía torcida bajo su cuerpo en un ángulo anormal.
El último peldaño crujió justo por encima de él. Levantó la cabeza a tiempo de ver el resplandor de una lona blanca aplastándole la cara. Después, sólo hubo oscuridad.
Christine se premió con una sopa de pollo casera y panecillos de mantequilla de Wanda's. Corby le había dado la mañana libre, pero llevaba consigo su bloc de notas y apuntaba ideas para el artículo del día siguiente. Era temprano, y los clientes del almuerzo llegaban progresivamente, de modo que tenía un reservado para ella sola en la esquina del fondo de la cafetería. Se sentó junto al escaparate y vio a los escasos peatones abriéndose paso entre la nieve.
Timmy había llamado para preguntar si él y sus amigos podían almorzar en la casa parroquial con el padre Keller. El sacerdote había estado montando en trineo con ellos en Cutty's Hill y, para compensarlos por la acampada que había tenido que suspender, había invitado a los niños a perritos calientes asados en la enorme chimenea de la casa parroquial.
– Enhorabuena por tus artículos, Christine -dijo Angie Clark mientras le rellenaba la taza con café humeante. Sorprendida, Christine engulló el bocado de pan caliente.
– Gracias -sonrió y se limpió los labios con la servilleta-. Los panecillos de tu madre siguen siendo los mejores de por aquí.
– No hago más que decirle que deberíamos empaquetar y vender su bollería, pero cree que si la gente se la puede llevar a casa, no se quedarán aquí a comer o a cenar.
Christine sabía que Angie era la mente empresarial del negocio de su madre. Como no podían ampliar el pequeño restaurante, Angie le aconsejó poner en marcha el servicio de reparto. Seis meses después, ya habían contratado a otra cocinera y daban trabajo a dos conductores de furgonetas, sin que por ello hubiera mermado la clientela acostumbrada del desayuno, el almuerzo y la cena.
A veces, Christine se preguntaba por qué Angie se habría quedado en Platte City. Era evidente que tenía cabeza para los negocios y un cuerpo que llamaba mucho la atención. Pero después de dos años en la universidad y rumores sobre una aventura con un senador casado, había regresado a casa, con su madre viuda.
– ¿Qué tal está Nick? -preguntó Angie mientras fingía recolocar los cubiertos en una mesa cercana.
– Ahora mismo, debe de estar otra vez furioso conmigo. No le han hecho mucha gracia mis artículos -sabía que no era lo que Angie quería oír, pero hacía tiempo que había aprendido a no entrometerse en la vida amorosa de su hermano.
– La próxima vez que lo veas, salúdalo de mi parte.
Pobre Angie. Seguramente, Nick no la había llamado desde el comienzo del caos. Y, aunque lo negara, Christine sabía que estaba embelesado con la encantadora e inalcanzable Maggie O'Dell. A ver si por fin le rompían el corazón y probaba su propia medicina.
¿Por qué las mujeres perdían la cabeza por Nick? Era algo que Christine nunca había entendido, pero sabía que, después de días, incluso semanas, sin llamar, Angie Clark volvería a acogerlo con los brazos abiertos.
Tomó un sorbo de café humeante y anotó informe del forense. George Tillie era un viejo amigo de la familia; él y su padre habían sido compañeros de caza durante años. Quizá George pudiera proporcionarle algún dato nuevo. Que ella supiera, la investigación estaba en punto muerto.
De pronto, la televisión del rincón se oyó por toda la sala. Alzó la vista justo cuando Wanda Clark le hacía una seña.
– Christine, escucha esto.
Bernard Shaw, de la CNN, acababa de mencionar Platte City, Nebraska. Un gráfico situado a su espalda mostraba su ubicación mientras Shaw hablaba de la extraña sucesión de asesinatos. Mostraron fugazmente el titular del domingo de Christine, Asesino en serie sigue aterrorizando a una pequeña comunidad desde la tumba, mientras Bernard describía los homicidios y el rastro de muertes dejado por Jeffreys seis años atrás.
– Una fuente cercana a la investigación afirma que la oficina del sheriff sigue sin tener pistas, y que el único sospechoso de la lista es un asesino que fue ejecutado hace tres meses.
Christine hizo una mueca al oír el sarcasmo en la voz de Shaw, y por primera vez simpatizó con Nick. El resto de los comensales rompieron en aplausos y le hicieron señas de aprobación. Sólo habían oído que su pueblo había salido en las noticias nacionales. El sarcasmo y las referencias a los pueblerinos incompetentes habían pasado desapercibidos.
Bajaron el volumen, y Christine siguió tomando notas. Al poco, empezó a sonarle el móvil.
– ¿Sí?
– ¿Christine Hamilton? -la voz esperó a oír la confirmación-. Soy William Ramsey, de KLTV, Canal Cinco. Espero no pillarla en un mal momento. Me han dado este teléfono en su oficina.
– Estoy almorzando, señor Ramsey. ¿En qué puedo ayudarlo?
Durante las últimas noches, la cadena de televisión había dependido de sus artículos para informar sobre los asesinatos. Aparte de unas cuantas tomas de entrevistas a familiares y a vecinos, su noticiario había carecido de la garra que necesitaban para ganar audiencia.
– Quería saber si podríamos vernos mañana para almorzar
– Tengo una agenda muy apretada, señor Ramsey.
– Sí, claro. Lo entiendo. Supongo que tendré que ir al grano.
– Se lo agradecería.
– Querría que viniera a trabajar para Canal Cinco como periodista y copresentadora de fin de semana.
– ¿Cómo dice? -estuvo a punto de atragantarse con el panecillo.
– El nervio con el que ha contado esos asesinatos es justo lo que necesitamos aquí, en Canal Cinco.
– Señor Ramsey, soy periodista de prensa, no…
– Su estilo narrativo se adaptaría bien a las noticias televisadas. Estaremos dispuestos a formarla para su puesto de presentadora. Y me han dicho que es muy fotogénica.
Christine no era inmune a los halagos. Había recibido tan pocos en el pasado que, de hecho, ansiaba oírlos. Pero Corby y el Omaha Journal le habían dado una gran oportunidad. No, ni siquiera podía contemplar la idea.
– Me halaga, señor Ramsey, pero no puedo…
– Estoy dispuesto a ofrecerle sesenta mil dólares al año si empieza ahora mismo.
A Christine se le cayó la cuchara de la mano, salió catapultada del cuenco y le salpicó sopa en el regazo. No hizo ademán de limpiarse.
– ¿Cómo dice?
Su sorpresa debió de sonar como otra negativa, porque Ramsey se apresuró a añadir:
– Está bien, puedo subir a sesenta y cinco mil. Incluso le daré un suplemento de dos mil dólares si empieza este fin de semana.
Sesenta y cinco mil dólares era más del doble de lo que Christine ganaba con su módico aumento de sueldo. Podría pagar su deudas y no preocuparse por localizar a Bruce para la pensión.
– ¿Podría llamarlo cuando lo haya pensado un poco, señor Ramsey?
– Claro, por supuesto que debe pensarlo. ¿Qué tal si lo consulta con la almohada y me llama mañana por la mañana?
– Gracias, lo haré -le dijo, y cerró con fuerza el teléfono. Todavía estaba aturdida cuando Eddie Gillick se sentó en el reservado junto a ella, apretándola contra el escaparate-. ¿Se puede saber qué hace? -inquirió.
– Ya fue terrible que me engañaras para conseguir la cita para tu artículo, pero ahora que tu hermanito me está haciendo encargos de mierda… También le dijiste que yo era tu fuente anónima, ¿verdad?
– Oiga, ayudante Gillick…
– Eh, soy Eddie, ¿recuerdas?
Bebió de su café, añadiendo un montón de azúcar y sorbiéndolo sin quemarse la lengua. El olor de su aftershave resultaba asfixiante.
– No, no se lo dije a Nick. Él…
– Eh, no importa. Ahora me debes una.
Christine notó la mano en su rodilla, y la mirada de desprecio la paralizó. Gillick deslizó la mano por el muslo y por debajo de la falda antes de que ella pudiera quitársela. El extremo del bigote se elevó a modo de sonrisa mientras ella se sonrojaba.
– ¿Puedo traerte alguna cosa, Eddie? -Angie Clark se cernía sobre la mesa, consciente de que estaba interrumpiendo, pero decidida a no marcharse hasta no haberlo conseguido.
– No, Angie, cielo -dijo Eddie, todavía sonriéndole a Christine-. Por desgracia, no puedo quedarme. Ya te veré en otro momento, Christine.
Salió del reservado, se pasó una mano por el pelo engominado y se puso el sombrero. Después, se alejó por el pasillo y salió por la puerta.
– ¿Estás bien?
– Por supuesto -contestó Christine. Pero mantuvo sus manos trémulas bajo la mesa, para que Angie no se las viera.
La puerta se abrió de par en par, y Nick vio a Maggie regresando al otro lado de la habitación.
– ¡Entra! -le gritó mientras tecleaba en su portátil. Después, se irguió y se quedó mirando la pantalla-. Estoy accediendo a la base de datos de Quantico. Estoy encontrando información muy interesante.
Él entró despacio en la pequeña habitación de hotel, pasando delante del baño, y enseguida percibió el aroma del champú y el perfume de Maggie. Llevaba puestos unos vaqueros y la misma sudadera sexy de los Packers de la otra noche. Estaba desteñida, y el cuello, cedido y deformado, se le caía, dejando al descubierto un hombro desnudo. Saber que no llevaba nada debajo lo excitó, e intentó dirigir su atención a otra cosa, lo que fuera.
Ella lo miró y se quedó boquiabierta.
– ¿Qué le ha pasado a tu cara?
– Christine no esperó. Había un artículo en el periódico de esta mañana.
– ¿Y Michelle Tanner lo vio antes de que tú llegaras?
– Más o menos. Alguien le habló de lo ocurrido.
– ¿Y te pegó?
– Ella no, sino su ex marido, el padre de Matthew.
– Dios, Morrelli, ¿es que no sabes esquivar los golpes? -la furia debió de reflejarse en sus ojos, porque Maggie se apresuró a enmendarse-. Perdona. Deberías ponerte un poco de hielo.
Al contrario que Lucy, Maggie volvió a concentrarse en la pantalla del ordenador, sin ofrecerse a hacer de enfermera.
– ¿Qué tal va tu hombro?
Maggie volvió a mirarlo a los ojos. Fugazmente, los de ella se suavizaron al recordar.
– Bien -lo movió, como para comprobarlo-. Todavía lo tengo bastante dolorido.
El jersey de los Packers se deslizó aún más, dejando al descubierto una piel suave y cremosa que lo distraía fácilmente. Dios, deseaba tanto tocarla que le dolía. Tampoco era ninguna ayuda que la cama estuviera a escasos pasos de distancia.
– Así que eres fan de los Packers -llenó el silencio mientras ella sorteaba la información de la pantalla.
– Mi padre se crió en Green Bay -dijo sin alzar la vista; la pantalla cambió mientras ella leía por encima el contenido-. Mi marido insiste en que tire este harapo, pero es una de las pocas cosas que tengo que me recuerdan a mi padre. Era de él. Solía ponérsela cuando veíamos juntos los partidos.
– ¿Solía?
Ella guardó silencio, y Nick supo que no se debía a la información de la pantalla. Vio cómo se recogía el pelo detrás de la oreja y lo reconoció como un gesto nervioso.
– Murió cuando yo tenía doce años.
– Lo siento. ¿También era agente del FBI?
Maggie se detuvo y se irguió; fingió estirarse, pero él sabía que era para ganar tiempo. No costaba trabajo ver que el tema de su padre le traía recuerdos.
– No, era bombero. Murió como un héroe. Supongo que los dos tenemos eso en común -le sonrió-. Sólo que tu padre logró sobrevivir.
– Recuerda, mi padre tuvo mucha ayuda.
Ella lo miró a los ojos con atención, y en aquella ocasión fue él quien bajó la vista para que no viera nada que no estaba en condiciones de revelar.
– No creerás que tuvo algo que ver con las pruebas falsas, ¿no?
Notó que ella lo miraba. Se acercó y se colocó a su lado para impedirle que le viera los ojos.
– Fue el que más ganó con la captura de Jeffreys. No sé qué creer.
– Aquí está -dijo Maggie, y la pantalla se llenó de lo que parecían artículos de periódico.
– ¿Qué es esto? -Nick se inclinó hacia delante-. La Wood River Gazette de noviembre de 1989. ¿Dónde está Wood River?
– En Maine -pulsó la tecla de avanzar páginas mientras hojeaba los titulares. Después, se detuvo y señaló uno-. «Niño aparece mutilado cerca del río». Esto me suena familiar -empezó a leer el artículo que ocupaba tres columnas de la primera página-. Adivina quién era ayudante de cura en la iglesia católica de Santa María de Wood River.
Nick se quedó inmóvil, la miró y se frotó la mandíbula.
– Sigues sin tener pruebas. Todo es circunstancial. ¿Por qué no salió a relucir este caso durante el juicio de Jeffreys?
– No hizo falta. Por lo que he averiguado, un vagabundo cargó con las culpas.
– O puede que lo hiciera él -detestaba el rumbo que estaba tomando aquello-. ¿Cómo se te ha ocurrido buscar esto?
– Simple corazonada. Al hablar esta mañana con el padre Francis, me dijo que el padre Keller había creado un campamento de verano similar en su anterior parroquia de Wood River, en Maine.
– Así que buscaste a niños asesinados en la zona en la época en que él estuvo allí.
– No tuve que buscar mucho. Este asesinato encaja hasta en el último detalle. Circunstancial o no, hay que considerar al padre Keller sospechoso de los asesinatos -cerró el programa y apagó el ordenador-. He quedado con George dentro de una hora -le dijo-; después, voy a reunirme con el padre Francis -empezó a sacar ropa del armario y a colocarla sobre la cama-. Tengo que irme a Richmond esta noche; mi madre está en el hospital -eludió mirarlo mientras sacaba más efectos personales de los cajones.
– Vaya. ¿Se encuentra bien?
– Más o menos… Lo estará. Te dejaré información grabada en un disco. ¿Sabes usar Microsoft Word?
– Sí, claro… Creo que sí -la actitud fría de Maggie lo turbaba. ¿Habría ocurrido algo o estaba preocupada por su madre, nada más?
– Le dejaré a George mis notas de la autopsia de esta tarde. Si averiguo algo hablando con el padre Francis, te llamaré.
– No vas a volver, ¿verdad? -la realidad lo sacudió como otro puñetazo a la mandíbula. También a ella la paralizó. Se volvió hacia él, aunque su mirada oscilaba entre él, la pantalla en blanco del ordenador y el desorden que había sobre la cama. Era la primera vez que le costaba trabajo mirarlo a los ojos.
– Ya he terminado mi trabajo. Tienes un perfil y puede que un sospechoso. Ni siquiera sé si tengo que participar en esta segunda autopsia.
– Entonces, ¿ya está? -se metió las manos en los bolsillos. De pronto, pensar que no volvería a verla le revolvía el estómago.
– Estoy segura de que el FBI enviará a otra persona para que te ayude.
– Pero ¿tú no? ¿Tiene esto algo que ver con lo que pasó esta mañana?
– Esta mañana no ha pasado nada -le espetó Maggie-. Siento haberte dado la impresión equivocada -añadió mientras seguía doblando, ordenando y guardando prendas en la maleta.
Por supuesto que no le había dado la impresión equivocada; la imaginación había sido toda de él. Pero ¿y el calor, y la atracción? Eso no lo había imaginado.
– Voy a echarte de menos -las palabras lo sorprendieron; no había sido su intención pronunciarlas en voz alta.
Ella se interrumpió, se irguió y lo miró despacio. Aquellos ojos castaños le dejaban las rodillas de goma, como si fuera un colegial que acababa de declararse a su primera novia. Dios, ¿qué le estaba pasando?
– Has sido un incordio, O'Dell, pero echaré de menos que me des la lata -ya estaba, había corregido su desliz.
Ella sonrió, y se recogió el pelo detrás de las orejas. Al menos, no era del todo dueña de sí misma.
– ¿Necesitas que te lleve al aeropuerto?
– No, tengo que devolver un coche alquilado.
– Bueno, que tengas un buen viaje -sonaba frío y patético cuando lo que en verdad quería hacer era estrecharla entre sus brazos y convencerla de que se quedara. Salvó la distancia que lo separaba de la puerta en tres grandes zancadas, confiando en que las rodillas lo sostuvieran.
– Nick.
El se detuvo en la puerta, con la mano en el pomo, y volvió la cabeza. Ella guardó silencio, y en aquel instante la vio cambiar de idea sobre lo que le iba a decir.
– Buena suerte.
Nick asintió y se marchó, sintiendo plomo en los zapatos y un dolor en el pecho que le impedía respirar con normalidad.
Maggie vio cómo se cerraba la puerta mientras estrangulaba y retorcía una blusa de seda entre las manos.
¿Por qué no le hablaba a Nick de la nota, de Albert Stucky? Había comprendido que tuviera pesadillas; también comprendería que no podía permitir que otro chiflado la atormentara psicológicamente. Todavía no. Todavía se sentía vulnerable, endiabladamente frágil, como si fuera a estallar en mil pedazos en cualquier momento.
Embutió sus trajes en la funda de ropa, aplastándolos y arrugándolos. El director Cunningham tenía razón; necesitaba tomarse un descanso. Se iría de viaje con Greg a algún lugar cálido y soleado donde no oscureciera a las seis de la tarde.
Sonó el teléfono, y se sobresaltó como si fuera un disparo. Ya había hablado con la doctora Avery; su madre había sobrevivido a setenta y dos horas de vigilancia pos suicidio y se encontraba bastante bien. Pero aquélla era la parte que se le daba mejor a su madre, hacer de paciente modelo y devorar las atenciones.
Descolgó el teléfono.
– ¿Sí?
– Maggie, ¿qué haces ahí todavía? Pensaba que ibas a volver a casa.
Se dejó caer en la cama, repentinamente agotada.
– Hola, Greg -esperó a oír un saludo de verdad, oyó ruido de papeles y supo que sólo la estaba escuchando a medias-. Mi avión sale esta noche.
– Estupendo. Entonces, ¿ese memo de anoche llegó a darte mi mensaje?
– ¿Qué memo?
– El que contestó a tu móvil. Dijo que se te había caído y que no podías hablar en ese momento.
Maggie sujetó con fuerza el teléfono; se le había acelerado el pulso.
– ¿A qué hora fue eso?
– No lo sé… Tarde. A eso de la medianoche. ¿Por qué?
– ¿Qué le dijiste?
– Vamos… Ese idiota no te dio el mensaje, ¿verdad?
– Greg, ¿qué le dijiste? -el corazón le aporreaba las costillas.
– ¿Con qué pueblerinos incompetentes trabajas, Maggie?
– Greg -intentó mantener la calma, impedir que el grito trepara por su garganta-. Perdí el móvil cuando estaba persiguiendo al asesino. Hay muchas posibilidades de que fuera con él con quien hablaste.
Silencio. Hasta había dejado de remover papeles.
– Por el amor de Dios, Maggie, ¿cómo querías que lo supiera? -dijo en tono sumiso.
– No podías saberlo. No te estoy echando la culpa, Greg. Pero, por favor, intenta recordar lo que le dijiste.
– No mucho… Sólo que me llamaras y que tu madre estaba grave.
Maggie se recostó en la cama, hundió la cabeza en la almohada y cerró los ojos.
– Maggie, cuando vuelvas a casa tenemos que hablar.
Sí, hablarían en una playa soleada, en alguna parte, saboreando combinados de frutas adornados con minúsculas sombrillas de papel. Hablarían de lo que era realmente importante, reavivarían el amor perdido, redescubrirían el mutuo respeto y los valores que los habían unido en un primer momento.
– Quiero que dejes el FBI -dijo Greg, y fue entonces cuando Maggie supo que ya no habría playas soleadas para ellos.
La nieve estallaba en polvos blancos con cada pisotón que daba para abrirse paso por los ventisqueros. Se le quedaba prendida a las perneras de los pantalones y chorreaba dentro de los zapatos, congelándole los pies. Su cuerpo no era suyo, lo impelía ladera abajo a través de las ramas a una velocidad vertiginosa.
Entonces, los oyó chillando y riendo. Patinó y cayó contra los arbustos y la hierba coronada de nieve. Permaneció allí tumbado, sintiendo cómo la muerte blanca absorbía el calor de su cuerpo. Allí, escondido, trató de controlar los jadeos respirando por la boca y expulsando vaho cada vez que exhalaba.
Deberían haberse ido a sus casas antes de que empezara a sentir las palpitaciones. ¿Por qué no se habían ido? No tardaría en caer la noche. ¿Estarían esperándolos con la mesa puesta o sólo con una nota y una cena precocinada? ¿Estarían allí sus padres para asegurarse de que se quitaban la ropa mojada? ¿Tendrían a alguien que los arrebujara en la cama?
No podía frenar los recuerdos, y ya no lo intentaba. Reclinó el rostro en la nieve con la esperanza de calmar las palpitaciones. Podía verse a los doce años, vestido con una chaqueta verde militar con escaso forro que lo resguardara del frío. Los vaqueros remendados dejaban pasar el aire. No tenía botas. La nevada había dejado una capa de más de veinticinco centímetros de grosor y el pueblo entero se había detenido, dejando a su padrastro sin ningún lugar al que ir salvo al dormitorio de su madre. Le habían dicho que se fuera de casa, que saliera a jugar en la nieve con sus amigos. Sólo que no tenía amigos. Los niños sólo le habían prestado atención para reírse de sus andrajos y de su delgadez.
Después de pasar horas sentado en el jardín de atrás, viendo montar en trineo a los demás niños, había vuelto a la casa y había encontrado la puerta cerrada con llave. A través de la delgada madera y frágil cristal, podía oír los chillidos y gemidos de su madre, dolor y placer indivisibles. ¿Por qué tenía que doler el sexo? No se imaginaba llegando a disfrutar de aquel dolor. Y recordó haberse avergonzado del alivio que había sentido. Sabía que, mientras su padrastro pudiera hundirse en su madre, no se hundiría en su pequeño cuerpo.
Fue mientras esperaba en aquel frío amargo y blanco cuando tramó un plan tan sencillo que sólo requeriría un ovillo de cuerda. A la mañana siguiente, cuando su padrastro se refugiara en su taller del sótano, saldría en una camilla. Ni él ni su madre tendrían que sentir vergüenza o miedo nunca más. ¿Cómo iba a imaginar que sería su madre la primera en bajar al sótano aquella mañana? La mañana en que su vida terminó, cuando aquel horrible niño perverso puso fin a la vida de su madre.
De pronto, notó a alguien por encima de él, respirando y olisqueando. Alzó la vista despacio y vio a un perro negro a escasos centímetros de su cara. El perro le enseñó los dientes y emitió un lento gruñido. Sin previo aviso, sus manos salieron disparadas hacia el cuello del animal y el gruñido se redujo a un suave gemido, a un gorgoteo ahogado y, después, silencio. Contempló a los niños que corrían y saltaban abrigados con gruesas parkas. Por fin, recogieron sus trineos y se despidieron. Uno de ellos llamó al perro varias veces, pero no tardó en desistir para alcanzar a sus amigos. Se separaron y se alejaron en direcciones opuestas, tres por un lado, dos por otro, mientras que un tercero atravesaba solo el aparcamiento de la iglesia.
El cielo había pasado del gris tenue al gris pizarra, y las farolas fueron parpadeando una a una hasta encenderse. Un reactor pasó con gran estruendo sobre el pueblo nevado y silencioso. No había ni un solo vehículo ni peatón cuando subió a su coche. Se puso el pasamontañas a pesar del sudor que se condensaba en su frente y en el bigote. En el asiento contiguo, extendió un pañuelo limpio con meticulosidad, como si ya formara parte de la ceremonia. Se sacó una ampolla del bolsillo de la chaqueta, rompió el extremo y empapó el hilo blanco. Después, mantuvo los faros apagados y el motor suave mientras seguía despacio al niño que arrastraba el trineo naranja fosforito.
La oficina del sheriff sólo contaba con cinco coches patrulla completamente equipados, y había cuatro aparcados delante del edificio del juzgado cuando Nick regresó a la oficina. Al momento, la furia hirvió en su estómago. ¿Qué tenía que hacer para que sus hombres lo escucharan, para que se tomaran en serio sus órdenes? Y, sin embargo, sabía que la culpa era de él.
Había tratado aquel cargo de sheriff con la misma falta de consideración e inconsciencia que habían regido el resto de su vida, limitándose a cumplir las exigencias mínimas y no tomándose nada demasiado a pecho. Eso era antes. Antes de haber caído sobre la sangre de Danny Alverez. Ya no podía evitar preguntarse si un sheriff de verdad habría podido salvar a Matthew Tanner. Pero Platte City tenía a un quarterback universitario faldero, licenciado en Derecho, sin ninguna experiencia y sólo el apellido y la reputación de su padre que lo avalaran.
Lástima que hubiera hecho falta un puñetazo en la mandíbula para meterle un poco de sentido común en la cabeza. Y como Maggie se iba, le tocaba a él asumir todo el control. ¡Ojalá supiera cómo diablos se hacía eso!
Entró en el edificio y, al instante, deseó salir corriendo. En el enorme vestíbulo de mármol resonaba el parloteo de los periodistas, y metros y metros de cables serpenteaban por el suelo. Cegándolo con unas luces brillantes y poniéndole una docena de micrófonos en la cara, lo acosaron a preguntas.
Darcy McManus, una ex reina de la belleza convertida en presentadora de televisión, había levantado una barricada en la escalera con su figura alta y esbelta. Costaba trabajo pasar por alto las piernas largas que exhibía con las minifaldas que hacía pasar como parte del traje. Le ofreció un hueco a su lado delante de la cámara de Canal Cinco. Nick se abrió paso hacia la escalera pero mantuvo las distancias; antes, habría coqueteado con ella y habría sacado provecho de la atención. Quizá, hasta le habría pedido el número de teléfono. En aquellos momentos, lo único que quería hacer era pasar de largo y escapar a su despacho.
– Sheriff, ¿tiene ya a algún sospechoso? -parecía mayor al natural que en la tele. De cerca, veía la capa de maquillaje que escondía las arrugas del contorno de ojos y labios.
– No tengo ningún comentario que hacer por ahora.
– ¿Es cierto que Matthew Tanner fue decapitado? -preguntó un hombre con un lujoso traje de chaqueta cruzada.
– Dios, ¿dónde diablos ha oído eso?
– Entonces, ¿es cierto?
– No. Por supuesto que no.
Otros periodistas se acercaron, cerrándole el paso. Nick siguió avanzando a codazos.
– Sheriff, ¿que me dice del rumor de que ha ordenado la exhumación del cadáver de Ronald Jeffreys? ¿Cree que Jef- freys no fue el reo ejecutado?
– ¿Abusaron sexualmente del niño?
– ¿Ha encontrado ya la camioneta azul?
– Sheriff Morrelli, ¿puede decirnos si este niño fue asesinado del mismo modo? ¿Nos enfrentamos a un asesino en serie?
– ¿En qué estado estaba el cuerpo de Matthew?
– ¡Basta! -gritó Nick, y elevó las manos para repeler las preguntas. Los buitres dejaron de moverse, de empujar, y aguardaron en silencio. La repentina quietud lo desarmó. Miró a su alrededor y retrocedió hacia el primer peldaño de la escalera. Un reguero de sudor le recorrió la espalda. Se pasó los dedos por el pelo y advirtió que le temblaban las manos. Estaba acostumbrado a recibir muestras de apoyo, no críticas ni escepticismo.
¿Qué diablos debía decirles? La última vez, Maggie lo había sacado del apuro. En su ausencia, se sentía desnudo y vulnerable, y detestaba la sensación. Se aferró a la barandilla para mantener el equilibrio y se irguió junto a McManus. Ella se mostró complacida y empezó a alisarse el pelo y la ropa, preparándose para la cámara. Nick no le hizo caso y miró hacia la masa de periodistas, que tenían sus ojos clavados en él, y los lápices, blocs y magnetófonos preparados. Su instinto le decía que diera media vuelta, subiera las escaleras de tres en tres y se refugiara en su despacho. A fin de cuentas, no les debía una explicación. Nada de aquello lo ayudaría a atrapar al asesino. ¿O sí?
– Saben que no puedo revelar detalles concretos sobre los cuerpos de las víctimas. Pero, por el amor de Dios, y por respeto a la señora Tanner, Matthew no fue, repito, no fue decapitado. Eso no quiere decir que el homicida no sea un retorcido hijo de perra.
– Entonces, ¿se trata de un asesino en serie, sheriff? La gente tiene derecho a saber si deben encerrar a sus hijos.
– Las primeras impresiones indican que Matthew ha muerto a manos de la misma persona que mató a Danny Alverez.
– ¿Algún sospechoso?
– ¿Es cierto que no tiene ninguna pista?
Nick retrocedió un peldaño más; no tenía nada con que satisfacerles; la masa de periodistas y los focos cegadores lo asfixiaban y mareaban. Se bajó la cremallera de la chaqueta y tiró de la corbata para aflojar la presión asfixiante.
– Tenemos a un par de sospechosos, pero no estoy autorizado a decir sus nombres. Todavía no -se dio la vuelta y una oleada de preguntas lo asaltó por la espalda mientras empezaba a subir los peldaños.
– ¿Cuándo podrá decírnoslo?
– ¿Son hombres de Platte City?
– ¿Será su padre quien dirija ahora la investigación?
– ¿Ha encontrado la camioneta azul?
Nick giró en redondo, casi perdiendo el equilibrio.
– ¿Qué pasa con mi padre?
Todo el mundo clavó la mirada en el hombre de la chaqueta cruzada. Nick reparó en el pelo lustroso y bien peinado, en la barba perfectamente cortada con sólo un ápice de gris. Los caros zapatos de cuero delataban su condición de forastero… los zapatos y la manera en que ladeaba la cabeza con la impaciencia de un hombre que tenía mejores cosas que hacer que repetir su pregunta a un sheriff pueblerino. Nick quería agarrarlo del cuello de la camisa con monograma. En cambio, esperó, balanceándose sobre unas botas embadurnadas de nieve que estaban creando charcos y amenazando con lanzarlo escaleras abajo.
– ¿Se puede saber por qué iba a dirigir mi padre esta investigación?
– Atrapó a Ronald Jeffreys -dijo Darcy McManus a la cámara de Canal Cinco, y sólo entonces advirtió Nick que habían estado grabando todo aquel desastre. Eludió mirar a la cámara y se quedó contemplando al periodista, a la espera de oír su respuesta.
– Cuando su padre habló antes con nosotros, dio la impresión de…
– ¿Es que está aquí? -barbotó Nick, y lo lamentó de inmediato. De nuevo dejaba entrever su incompetencia.
– Sí, y habló como si hubiera vuelto para ayudar en la investigación. Creo que sus palabras exactas fueron -el hombre hojeó sus notas con lentitud deliberada-: «Ya lo he hecho antes. Sé lo que hay que buscar. A este viejo sabueso no se le escapará este tipo». No sé mucho de sabuesos, pero interpreté sus palabras como que había venido en calidad de profesional.
Otros periodistas asintieron, coincidiendo con él. Nick los miró de uno en uno mientras se le retorcían las entrañas. Otro reguero de sudor corrió por su espalda. Todos aguardaban. Sopesarían cada palabra, medirían cada gesto. Imaginó a alguien rebobinando su versión grabada de las noticias de aquella noche sólo para verlo bajar corriendo la escalera hacia atrás. No le importaba. Se dio la vuelta y subió corriendo la escalera, tomando los peldaños de dos en dos, rezando en silencio para no tropezar y acabar otra vez en el vestíbulo.
Arremetió contra las puertas de la oficina del sheriff, haciendo que el cristal chocara con la papelera de metal y la pared. Una hoja se resquebrajó por la parte de abajo, pero nadie pareció darse cuenta. Todas las miradas estaban clavadas en Nick. Habían vuelto la cabeza, olvidándose momentáneamente del hombre alto de pelo gris que estaba en el centro del grupo.
El mismo grupo que gemía o protestaba cuando Nick les pedía que siguieran una pista, rodeaba al profeta maduro de aspecto distinguido que estaba enarcando las cejas con indignación.
– Relájate, hijo. Acabas de romper un cristal que es propiedad del gobierno -declaró Antonio Morrelli, señalando la grieta.
A pesar de la rabia y la frustración, Nick hundió las manos en los bolsillos, dejó caer los hombros hacia delante y se miró las botas. De pronto, se sorprendió preguntándose cuánto costaría reponer el cristal.
Maggie tomaba pequeños sorbos de whisky en su mesa del rincón, mientras observaba a los clientes de la cafetería del aeropuerto e intentaba decidir quiénes eran hombres de negocios y quiénes turistas. La ventisca había retrasado los vuelos, el suyo incluido, y había atestado de viajeros la pequeña cafetería pobremente iluminada, que consistía en una barra con forma de ele, varias mesas y sillas pequeñas, docenas de maquetas de aviones suspendidas del techo y una vieja máquina de discos.
Su parka John Deere verdinegra estaba extendida sobre la otra silla de su mesa para evitar compañía indeseada. Ya había facturado el equipaje, todo menos el portátil, que estaba a salvo bajo la parka. Se sentía tentada a volver a llamar a la iglesia de Santa Margarita. Empezaba a pensar que había ocurrido una desgracia. Si no, ¿por qué la habría dejado plantada el padre Francis en el hospital? Y ¿por qué no contestaba nadie al teléfono en la casa parroquial?
También quería llamar a Nick; de hecho, había marcado el número pero había colgado. Ya tenía bastantes problemas de los que ocuparse para verificar sus corazonadas. Además, se estaba quedando sin cambio para el teléfono público y se había gastado su último billete de diez dólares en aquel whisky y en dos anteriores. No era una gran cena pero, después de pasarse la tarde rebanando el cuerpo de Matthew Tanner, pesando partes y hurgando en sus minúsculos órganos, creía merecérsela.
La marca de la cara interna del muslo de Matthew era, efectivamente, un mordisco humano. El pobre George Tillie había intentado idear otras teorías antes de aceptar que el asesino había mordido a Matthew una y otra vez en el mismo punto, dejando sus huellas dentales irreconocibles. Lo que agravaba el asunto y lo volvía más extraño era que los mordiscos habían sido ocasionados horas después de la muerte de Matthew. El asesino no regresaba al lugar del crimen sólo para observar a la policía, prolongaba su absurda fascinación con el cuerpo de la víctima. Pero se estaba saliendo de su ritual cuidadosamente planeado. Algo lo estaba haciendo degenerar, perder el control. En su irreflexión, podría dejar alguna prueba sólida con la que poder inculparlo.
– Disculpe, señora -el joven camarero se cernía sobre la mesa-. El caballero del final de la barra la invita a otro whisky -dejó el vaso delante de ella-. Y me ha pedido que le diera esto.
Maggie reconoció el sobre y la letra angulosa antes de que se lo entregara. Se le encogió el estómago, y se puso en pie con tanto ímpetu, que la silla se balanceó.
– ¿Qué caballero? -se estiró para ver por encima del gentío. El camarero hizo lo mismo; después, se encogió de hombros.
– Debe de haberse ido.
– ¿Qué aspecto tenía? -se dio una palmada en el costado de la chaqueta, y se tranquilizó al sentir la culata de la pistola presionándola justo debajo del pecho.
– No lo sé… Alto, pelo moreno, de unos veintiocho o treinta años. Oiga, no he prestado mucha atención. ¿Tiene algún problema con…?
Lo apartó y se abrió camino entre los clientes del bar para salir corriendo al luminoso pasillo central del aeropuerto. Frenética, observó a los pasajeros que iban y venían. El corazón le golpeaba con fuerza las costillas. Le palpitaba la cabeza, y tenía la vista un poco borrosa a causa del whisky.
El largo pasillo se extendía en línea recta a izquierda y derecha. Vio a una familia con tres niños, varios hombres de negocios con portátiles y maletines, un empleado de aeropuerto empujando un carrito, dos mujeres de pelo gris y un grupo de hombres y mujeres de color con vistosas túnicas y tocados. Pero no había ningún hombre alto y moreno sin equipaje.
No podía estar muy lejos. Corrió hacia el ascensor del fondo, empujando a los pasajeros y esquivando un carro deequipaje vacío. Pulsó la tecla de subida y se inclinó por encima de la barandilla para mirar hacia abajo. Una vez más, no distinguió a ningún hombre alto y moreno entre los grupos de viajeros. Se había ido. Se le había vuelto a escapar.
Regresó a la cafetería y sólo entonces advirtió que se había olvidado la chaqueta y el portátil. Aunque la cafetería estaba atestada de clientes, nadie había intentado ocupar su mesa. Hasta el sobre seguía apoyado en la bebida, donde el camarero lo había dejado.
Se sentó en la silla y clavó la mirada en el pequeño sobre. Apuró el whisky de su vaso, lo apartó, y empezó a beber del otro a pesar del torbellino que giraba en su cabeza. Quería entumecerse.
Levantó el sobre con cuidado por una esquina. Se despegó fácilmente, y dejó caer la tarjeta en la mesa sin tocarla. Ni siquiera el whisky pudo frenar las náuseas ni la puñalada de terror que le infligieron las palabras. Con la misma letra angulosa, la nota decía:
SIENTO QUE TE VAYAS TAN PRONTO. QUIZÁ PUEDA PASARME POR TU CHALÉ LA PRÓXIMA VEZ QUE ME PASE POR CREST RIDGE. SALUDA A GREG DE MI PARTE.
Desde el pasillo central, podía ver a Maggie O'Dell subiendo al ascensor. Tenía que reconocer que se movía con gracia… no había duda de que era deportista. Aquellas piernas fuertes y atléticas debían de tener buen aspecto en pantalones cortos, aunque la imagen no le interesaba mucho.
Dejó el carro a un lado y se quitó la gorra y la chaqueta que había tomado prestadas al empleado dormido del aeropuerto. Hizo un ovillo con las prendas y las metió en la papelera.
Había dejado el Lexus con la radio a todo volumen en la zona de carga y descarga. Con la radio y los aviones que sobrevolaban la zona, nadie oiría a Timmy si se despertaba antes de lo previsto. Además, el maletero era estanco, casi insonorizado.
Subió al coche justo cuando un guardia de seguridad con un bloc de multas echaba a andar hacia él. Se separó del bordillo y sorteó los vehículos que estaban descargando. Sería noche cerrada cuando instalara a Timmy en su cuarto, pero había merecido la pena dar aquel rodeo para ver la cara que ponía la agente especial O'Dell.
El viento arreciaba, creando remolinos de nieve y prometiendo ventisqueros al día siguiente. La estufa de queroseno, la lámpara y el saco de dormir que había preparado para la acampada le vendrían de perillas. Haría un alto en el McDonald's; a Timmy le encantaban los Big Mac, y él empezaba a tener hambre.
Se incorporó al tráfico, y dio las gracias con la mano a la mujer pelirroja del Mazda que le hizo hueco. Había aprovechado bien el día. Aceleró, sin prestar atención a los patinazos de los neumáticos sobre el pavimento helado. Otra vez era dueño de sí.
– Ese tipo te está dejando en ridículo -sermoneaba Antonio Morrelli a Nick, cómodamente sentado detrás de la mesa, girando a izquierda y derecha el sillón de cuero que había sido suyo. Era la única pieza del recargado mobiliario de su padre que Nick había conservado al sustituirlo al frente de la oficina del sheriff-. Tienes que pasar más tiempo con esa gente de la tele -prosiguió-, para que sepan que sabes lo que haces. Anoche, Peter Jennings te pintó como un sheriff pueblerino que no supiera hacer la o con un canuto. ¡Maldita sea, Nick, Peter Jennings!
Nick miraba por la ventana, más allá de las calles cubiertas de nieve y de las farolas, hacia el oscuro horizonte. Una luna naranja asomaba por detrás del velo de nubes.
– ¿Has venido con mamá? -preguntó sin mirar a su padre, haciendo caso omiso de sus improperios. Era el mismo juego de siempre. Su padre le lanzaba insultos y órdenes, y Nick guardaba silencio y fingía escucharlo. Casi siempre, seguía las instrucciones; era lo más fácil.
– Está con tu tía Minnie en Houston, donde hemos dejado la caravana -contestó su padre, pero su mirada indicaba que no pensaba desviarse del tema principal-. Tienes que empezar a apresar a sospechosos. Ya sabes, a la escoria de siempre. Interrógalos. Haz que parezca que controlas la situación.
– Sí, tengo a un par de sospechosos -dijo Nick de pronto, recordando que era cierto.
– Perfecto, vamos por ellos. El juez Murphy podrá tener lista la orden de registro mañana por la mañana. ¿Quiénes son tus sospechosos?
Nick se preguntó si habría sido así de fácil con Jeffreys: una orden de registro nocturna utilizada sólo después de que las pruebas hubiesen sido convenientemente amañadas.
– ¿Quiénes son tus sospechosos, hijo? -repitió.
Quizá sólo quería desconcertar a su padre. El sentido común debería haberlo hecho callar pero, en cambio, le dio la espalda a la ventana y dijo:
– Uno de ellos es el padre Michael Keller.
Vio cómo su padre dejaba de mecerse en el sillón. Su rostro reflejó sorpresa; después, movió la cabeza y la frustración arrugó su frente curtida.
– ¿Qué cojones pretendes, Nick? Un cura… los medios de comunicación te crucificarán. ¿Es idea tuya o de esa bonita agente del FBI de la que me han hablado los chicos?
Los chicos. «Sus» chicos. «Su» oficina. Nick los imaginaba riendo y haciendo bromas sobre Maggie y él.
– El padre Keller encaja en el perfil de la agente O'Dell.
– Nick, ¡cuántas veces tengo que decírtelo! No puedes dejar que tu pene tome las decisiones por ti.
– Y no lo hago -Nick se estaba sonrojando de calor. Volvió a mirar por la ventana, fingiendo que miraba las calles, pero el enojo le nublaba la vista-. O'Dell hace su trabajo.
– Y seguro que también hace una buena tortilla de desayuno después de pasarse la noche en la cama contigo. Eso no significa que tengas que escucharla.
Nick se frotó la mandíbula y la boca para impedir que la rabia formara sus propias palabras. Tragó saliva, esperó, y volvió a encararse con su padre.
– Ésta es mi investigación, mi decisión, y voy a traer al padre Keller a la oficina para interrogarlo.
– Bien -su padre elevó las manos en un gesto de rendición-. Si quieres ser el hazmerreír de todos… -se levantó y echó a andar hacia la puerta-. Mientras tanto, veré si Gillick y Benjamín pueden echarles el lazo a algunos sospechosos de verdad.
Esperó a que su padre saliera por la puerta y se alejara por el pasillo. Después, Nick se dio la vuelta y hundió el puño en la pared. La textura áspera le abrió los nudillos y el coletazo de dolor le recorrió el brazo. Intentó controlar la respiración, a la espera de que la rabia remitiera y el dolor sofocara la frustración y la humillación. Después, sin pensar, secó la sangre que corría por la pared con la manga blanca de la camisa. Ya tenía que pagar la puerta rota de cristal; no podía permitirse que le dieran una mano de pintura al despacho.
La casa estaba a oscuras cuando Christine aparcó delante. Colocó el envase caliente de pizza sobre el portátil y se dijo que tendría que comer a solas la pizza si Timmy no había regresado todavía de casa de uno de sus amigos. Volvería haciendo detalladas descripciones culinarias sobre asados de carne y purés de patatas, comidas que no salían de una lata, una caja o un envase de cartón. Debía de recordar la época en la que ella preparaba cenas de verdad y las tenía puestas en la mesa a la misma hora todas las noches. Se preguntó si echaría de menos su vida en familia. ¿Qué le estaba costando a su hijo que ella recuperara la autoestima?
Entró a tientas en el vestíbulo hasta que encontró el interruptor de la luz. Sin saber por qué, la quietud le provocó un escalofrío; quizá sólo fuera el viento. Cerró la puerta con el pie y se detuvo junto al contestador de camino a la cocina. La luz roja no parpadeaba, luego no había mensajes. ¿Cuántas veces tenía que decirle a Timmy que llamara para decirle dónde estaba? No tenía excusa, y menos desde que llevaba el móvil, aunque ni siquiera ella había memorizado todavía el número.
Arrojó el abrigo sobre una silla de la cocina y dejó el ordenador y el bolso sobre el asiento. El aroma de la pizza le hizo recordar lo hambrienta que estaba. Después de la visita de Eddie Gillick a Wanda's, había perdido el apetito y se había dejado casi todo el almuerzo en el plato.
Se sirvió una copa de vino, sostuvo el periódico doblado bajo el brazo y tomó una porción de pizza, usando únicamente una servilleta como plato. Con las manos llenas, se quitó los zapatos con los pies y anduvo descalza hacia el salón para refugiarse en el cómodo sofá. Estaba prohibido comer allí, sobre todo en el sofá, e imaginó a Timmy apareciendo por la puerta y pillándola in fraganti.
Dejó la cena sobre la mesa de centro y desplegó el periódico. La edición de la tarde tenía el mismo titular que el de la mañana: Otro niño hallado muerto. Sólo que en el artículo había confirmado que se trataba del cuerpo de Matthew Tanner. El reportaje de aquella noche también incluía una cita de George Tillie. Encontró el párrafo y releyó sus palabras, con las que confirmaba que los asesinatos eran obra de un asesino en serie.
Había rematado el artículo con unas palabras que había recogido de Michelle Tanner el lunes, una súplica melodramática para que le devolvieran a su hijo. Christine había añadido como colofón: Una vez más, el ruego desesperado de una madre ha caído en saco roto. En aquellos momentos, al verlo impreso, le pareció un poco excesivo; sin embargo, a Corby le había encantado.
De pronto, recordó la hora y se abalanzó sobre el mando a distancia para encender la tele y poner el Canal Cinco. Darcy McManus aparecía tan impecable como siempre con un traje púrpura y blusa carmesí. Christine se fijó en el pelo negro y sedoso de McManus, en los enormes ojos castaños, realzados por el lápiz de ojos y un rastro de sombra en los párpados. El pintalabios era atrevido, un carmín a juego con la blusa. Christine no se imaginaba ocupando el lugar de McManus. Necesitaría renovar todo su vestuario, pero podría permitírselo con lo que Ramsey había prometido pagarle.
Tenía que reconocer que la idea de aparecer en televisión la entusiasmaba. La filial de ABC de Omaha tenía una audiencia de casi un millón de espectadores en toda la zona oriental de Nebraska. Sería una celebridad y hasta cubriría noticias nacionales. Aunque le había dicho a Ramsey que necesitaba tiempo para pensárselo, ya estaba decidida. No podía rechazar el dinero cuando las facturas seguían acumulándose y existía la posibilidad remota de que perdiera la casa. No, no podía permitirse tener principios. Aceptaría el puesto al día siguiente por la mañana, pero sólo después de hablar con Corby.
Apuró el vino. Le apetecía tomar otra porción de pizza pero, de pronto, estaba demasiado agotada para moverse. Decidió reclinar la cabeza durante diez, quince minutos a lo sumo. Cerró los ojos y pensó en todas las cosas que Timmy y ella podrían comprar con su nuevo salario. A los pocos minutos, se quedó dormida.
– ¿Por qué no pruebas el Big Mac? -estaba diciendo el hombre que llevaba la careta del presidente muerto.
Timmy se acurrucó en el rincón. Los muelles de la cama chirriaban cada vez que se movía. Lanzaba miradas por la pequeña habitación, pobremente alumbrada por una lámpara que descansaba sobre una vieja caja de embalaje. La luz creaba sombras inquietantes en las paredes repletas de grietas. Estaba temblando y no podía controlarlo, al igual que el invierno pasado, cuando enfermó tanto que su madre tuvo que llevarlo a urgencias. Y también tenía náuseas, aunque la sensación era distinta que otras veces. Estaba temblando porque tenía miedo, porque no sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí.
Hasta el momento, el hombre alto de la máscara había sido amable con él. Cuando había llamado a Timmy cerca de la iglesia para pedirle indicaciones, llevaba un pasamontañas negro, de ésos que usaban los ladrones en las películas. Pero hacía frío, y el hombre parecía perdido y confundido, y nada temible. Incluso cuando se apeó del coche para enseñarle un mapa, Timmy tampoco sintió miedo. Había algo en él que le resultaba familiar. Fue entonces cuando el hombre lo agarró y le puso la tela blanca en la cara. Timmy no recordaba nada más, salvo haberse despertado allí.
El viento aullaba por los tablones podridos que condenaban las ventanas, pero la habitación estaba templada. Timmy vio una estufa de queroseno en el rincón; se parecía a la que había usado su padre en las acampadas que hacían juntos. Sólo que de eso hacía siglos, cuando su padre todavía se preocupaba por él.
– Deberías comer algo. Sé que no has tomado nada desde el almuerzo.
Timmy se quedó mirando al hombre, que estaba más ridículo que temible vestido con jersey, vaqueros y unas Nike blancas relucientes que parecían nuevas salvo porque uno de los cordones se le había roto y lo llevaba anudado. Había unas botas enormes negras y chorreantes junto a la puerta, sobre una bolsa de papel. A Timmy le parecía extraño que unas Nike nuevas pudieran tener ya un cordón deteriorado. Si él tuviera unas Nike nuevas, cuidaría mejor de ellas.
La voz amortiguada le resultaba familiar, pero no sabía por qué. Intentó pensar en el nombre del presidente, el de la careta. Era el tipo de la nariz grande que tuvo que dimitir. ¿Por qué no se acordaba? El año anterior, habían memorizado la lista de presidentes.
No quería temblar, pero le dolía intentar controlar los estremecimientos, así que dejó que le castañetearan los dientes.
– ¿Tienes frío? ¿Puedo traerte alguna otra cosa? -preguntó el hombre, y Timmy lo negó con la cabeza-. Mañana te traeré algunos tebeos y algunos cromos de béisbol -el hombre se levantó, tomó la lámpara de encima de la caja y empezó a marcharse.
– ¿Puedo quedarme con la lámpara? -su propia voz lo sorprendió. Sonaba clara y serena, a pesar de que su cuerpo no dejaba de temblar. El hombre lo miró, y Timmy vio sus ojos a través de los agujeros de la careta. A la luz de la lámpara, centelleaban como si estuviera sonriendo.
– Claro, Timmy. Dejaré la lámpara.
Timmy no recordaba haberle dicho su nombre. ¿Lo conocía?
El hombre dejó la lámpara sobre la caja, se puso las gruesas botas de goma y se marchó, cerrando la puerta con varios clics desde fuera. Timmy esperó, aguzando el oído para escuchar más allá de los latidos de su corazón. Contó dos minutos enteros y, cuando estuvo convencido de que el hombre no volvería, paseó la mirada más despacio por la habitación. Las tablillas podridas de la ventana eran su mejor apuesta.
Se descolgó de la cama y tropezó con su trineo, que estaba en el suelo. Se dirigía hacia la ventana cuando algo lo tiró de la pierna. Bajó la vista y vio que tenía una esposa plateada en torno al tobillo, con una cadena gruesa de metal unida con un candado al poste de la cama. Tiró de la cadena, pero la estructura metálica de la cama no cedió. Se puso de rodillas y forcejeó con la esposa hasta que se le pusieron rojos los dedos y empezó a dolerle el tobillo. De pronto, dejó de luchar.
Paseó otra vez la mirada por la habitación y, entonces, lo supo. Allí era donde habían tenido secuestrados a Danny y a Matthew. Gateó hasta su trineo de plástico y se hizo un ovillo.
– Señor -rezó en voz alta, y el temblor de su voz lo asustó aún más-. Por favor, no dejes que me maten como a Danny y a Matthew.
Entonces, intentó pensar en algo, en cualquier otra cosa, y empezó a nombrar a los presidentes:
– Washington, Adams, Jefferson…
Después de hacer varias llamadas sin obtener respuesta, Nick decidió acercarse a la casa parroquial. No podía refugiarse en la granja. Al final, allí sería a donde iría su padre. Aquélla era la única desventaja de vivir en la casa de sus padres: éstos entraban y salían siempre que querían. Y, aunque la vieja granja era bastante espaciosa, Nick no quería ver ni hablar con su padre durante lo que quedara de día.
La casa parroquial era una construcción tipo rancho, unida a la iglesia por un pasaje cerrado de ladrillo. La vidriera de la iglesia sólo dejaba traspasar un parpadeo de velas, pero la casa parroquial estaba iluminada por dentro y por fuera como si se fuera a celebrar una fiesta. Sin embargo, Nick tuvo que esperar largo rato a que le abrieran la puerta.
El padre Keller apareció en el umbral, envuelto en un largo albornoz negro.
– Sheriff Morrelli, perdone la tardanza. Me estaba duchando -dijo sin sorpresa, como si hubiera estado esperándolo.
– Intenté llamar antes de venir.
– ¿En serio? No he salido en toda la tarde, pero quizá no haya oído el teléfono desde el baño. Pase.
El fuego ardía con fuerza en la enorme chimenea que presidía el salón. Delante, se extendía una colorida alfombra oriental con varios sillones dispuestos en semicírculo. Había libros apilados junto a una de las sillas, y a Nick le bastó una ojeada para comprobar que eran de arte: Degas, Monet, pintura renacentista… Se sentía absurdo esperando que trataran de temas religiosos o filosóficos. A fin de cuentas, los sacerdotes eran personas. Cómo no, tenían otros intereses, aficiones, pasiones y adicciones.
– Por favor, siéntese -el padre Keller le señaló uno de los sillones. Aunque lo conocía sólo de las contadas ocasiones en las que había ido a misa los domingos, costaba trabajo no sentir simpatía por él. Además de ser alto, atlético y agraciado, con cara de niño, el padre Keller poseía una calma, una serenidad, que enseguida lo hacían sentirse cómodo. Lanzó una mirada a las manos del joven cura. Tenía dedos largos, limpios y tersos, con uñas bien cuidadas, sin una cutícula a la vista. Desde luego, no parecían las manos de un estrangulador de niños. Maggie iba muy descaminada. Tendría que estar interrogando a Ray Howard, no a Keller.
– ¿Puedo servirle un café? -preguntó el padre Keller, como si de verdad quisiera complacer a su visitante.
– No, gracias. No tardaré mucho -Nick se bajó la cremallera de la chaqueta y extrajo un bloc y un bolígrafo. Le dolía la mano. Los nudillos le sangraban a través del vendaje que se había hecho. Dejó la mano medio escondida en la manga para que no llamara la atención.
– Temo no poder contarle gran cosa, sheriff. Creo que ha sufrido un ataque al corazón.
– ¿Cómo dice?
– El padre Francis. Por eso ha venido, ¿no?
– ¿Qué pasa con el padre Francis?
– Dios mío, lo siento. Pensaba que había venido por eso. Creemos que sufrió un ataque al corazón y que se cayó por la escalera del sótano esta mañana.
– ¿Se encuentra bien?
– Lamento decirle que ha muerto, sheriff. Que Dios lo acoja en su seno -el padre Keller tiró de un hilo de la bata y eludió la mirada de Nick.
– Vaya, lo siento. No lo sabía.
– Ha sido una sorpresa para todos, sinceramente. Usted fue monaguillo del padre Francis, ¿verdad? En la antigua Santa Margarita.
– Parece que fue hace siglos -Nick se quedó mirando el fuego, recordando lo frágil que había notado al anciano cuando Maggie lo había estado interrogando.
– Disculpe, sheriff, pero si no ha venido por el padre Francis, ¿en qué puedo ayudarlo?
En un primer momento, el motivo se le escapó. Entonces, recordó el perfil de Maggie. El padre Keller encajaba en la descripción física; hasta los pies desnudos parecían del número 46. Pero, al igual que las manos, los tenía demasiado limpios, demasiado suaves para haber estado en el frío, corriendo entre rocas y ramas.
– Sheriff Morrelli, ¿se encuentra bien?
– Sí, estoy bien. Había venido a hacerle unas cuantas preguntas sobre… sobre el campamento de verano que usted organiza.
– ¿El campamento de verano? -¿era una mirada de confusión o de alarma? Nick no podía estar seguro.
– Tanto Danny Alverez como Matthew Tanner asistieron a su campamento este verano.
– ¿En serio?
– ¿No lo sabía?
– Este año tuvimos a más de doscientos niños. Ojalá pudiera llegar a conocerlos a todos, pero no hay tiempo.
– ¿Se fotografía con todos ellos?
– ¿Cómo dice?
– Mi sobrino, Timmy Hamilton, tiene una fotografía de unos quince o veinte niños posando con usted y con el señor Howard.
– Ah, sí -el padre Keller se pasó los dedos por su pelo grueso y sólo entonces advirtió Nick que no estaba mojado-. Las fotos con las canoas. No todos los niños podían participar en las carreras pero, sí, sacamos fotos con los participantes. El señor Howard es un consejero voluntario. He intentado incluir a Ray en tantas actividades eclesiásticas como me ha sido posible desde que dejó el seminario el año pasado y vino a trabajar para nosotros.
Howard había estado en el seminario. Nick esperó a oír más.
– Así que Timmy Hamilton es su sobrino. Es un niño estupendo.
– Sí, sí, lo es -¿se atrevería a hacer más preguntas sobre Howard o era precisamente la distracción que buscaba el padre Keller? No había tenido necesidad de mencionar que Howard había dejado el seminario.
– Organizó un campamento de verano similar para niños en su anterior parroquia, ¿verdad, padre Keller? En Maine -Nick fingió consultar su bloc, aunque estaba en blanco-. En Wood River, creo que era -buscó una reacción, pero no vio ninguna.
– Así es.
– ¿Por qué dejó Wood River?
– Me ofrecieron un puesto de segundo párroco ayudante aquí, en Platte City. Podría decirse que fue un ascenso.
– ¿Tuvo conocimiento del asesinato de un niño en la zona de Wood River poco antes de su marcha?
– Vagamente. No sé si entiendo adonde quiere ir a parar, sheriff. ¿Me está acusando de saber algo sobre los asesinatos?
Su voz seguía sin reflejar alarma ni actitud defensiva, sólo preocupación.
– Sólo estoy comprobando el mayor número de pistas posibles -de pronto, se sentía ridículo. ¿Cómo podía Maggie haberlo impulsado a creer que un sacerdote católico podía ser un asesino? Entonces, cayó en la cuenta-. Padre Keller, ¿cómo sabía que fui monaguillo del padre Francis en la antigua iglesia de Santa Margarita?
– No lo sé. El padre Francis debe de habérmelo mencionado -una vez más, el cura eludió mirar a Nick a los ojos. Un repentino golpe de nudillos en la puerta los interrumpió, y el padre Keller se levantó rápidamente, casi demasiado, como si estuviera ansioso por escapar-. No estoy vestido para recibir visitas -sonrió a Nick mientras se remetía las solapas de la bata y se ajustaba el cinturón.
Nick aprovechó la oportunidad para escapar del calor del fuego. Se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación. Había pocos adornos: un lustroso crucifijo de madera oscura con un extremo afilado poco común… casi parecía una daga. También había varios cuadros originales de un artista desconocido. Bastante bonitos, aunque Nick no sabía mucho sobre arte. Las pinceladas de color verde brillante resultaban hipnóticas, al igual que los remolinos de amarillos y rojos sobre el fondo púrpura.
Fue entonces cuando las vio. Colocadas a un costado de la chimenea de ladrillo había un par de botas negras de goma todavía manchadas de nieve y dispuestas sobre un viejo felpudo. ¿Le habría mentido el padre Keller al decirle que no había salido en toda la tarde? O quizá fueran las botas de Ray Howard.
Nick oyó voces en el vestíbulo, un ápice de frustración en la del padre Keller y acusaciones en boca de una mujer. Se dirigió a paso rápido a la entrada, donde vio al padre Keller tratando de permanecer sereno y amable mientras Maggie O'Dell lo acosaba a preguntas.
Al principio, Nick no reconoció la voz de Maggie. Era ruidosa, estridente y beligerante… y la profería una mujer que parecía la quintaesencia del autodominio.
– Quiero ver ahora mismo al padre Francis -dijo, y apartó a un lado al padre Keller antes de que éste pudiera explicarse. Estuvo a punto de tropezar con Nick. Retrocedió, sobresaltada. Se miraron a los ojos. Había algo frenético y oscuro en los de ella… algo descontrolado, a juego con su voz-. Nick, ¿qué haces aquí?
– Podría preguntarte lo mismo. ¿No tienes que tomar un avión?
Parecía pequeña con el chaquetón verde demasiado grande y los vaqueros azules. Sin maquillaje y con el pelo alborotado, podría haber pasado por una universitaria.
– Han retrasado los vuelos.
– Disculpen -los interrumpió el padre Keller.
– Maggie, no conoces al padre Michael Keller. Padre Keller, ésta es la agente especial Maggie O'Dell.
– ¿Así que usted es Keller? -había acusación en su voz-. ¿Qué ha hecho con el padre Francis?
De nuevo, la beligerancia. Nick no comprendía aquella nueva estrategia. ¿Qué había sido de la mujer templada y serena que lo hacía parecer un irreflexivo?
– He intentado explicarle… -probó a decir el padre Keller otra vez.
– Sí, tiene muchas cosas que explicar. El padre Francis debía reunirse conmigo en el hospital a eso de las cuatro. No se presentó -miró a Nick-. Llevo llamando toda la tarde.
– Maggie, ¿por qué no pasas y te tranquilizas?
– No quiero tranquilizarme, quiero respuestas. Quiero saber qué diablos está pasando aquí.
– Esta mañana ha ocurrido un accidente -le explicó Nick, ya que Maggie no dejaba hablar al padre Keller-. El padre Francis se cayó por la escalera del sótano. Mucho me temo que ha muerto.
Maggie guardó silencio, repentinamente inmóvil.
– ¿Un accidente? -entonces, miró al padre Keller-. Nick, ¿estás seguro de que fue un accidente?
– ¡Maggie!
– ¿Cómo sabes que no lo empujaron? ¿Ha examinado alguien el cuerpo? Yo misma haré la autopsia si es necesario.
– ¿La autopsia? -repitió el padre Keller.
– Maggie, estaba viejo y frágil.
– Exacto. ¿Por qué iba a bajar la escalera del sótano?
– En realidad, es la bodega -intentó explicar el padre Keller.
Maggie se lo quedó mirando, y Nick advirtió que tenía los puños cerrados. No lo habría sorprendido si hubiera asestado un puñetazo al cura. Nick no entendía su comportamiento. Si estaba jugando a «poli malo, poli bueno», quería saberlo.
– ¿Qué es lo que insinúa, padre Keller? -preguntó por fin.
– ¿Insinuar? No insinúo nada.
– Maggie, creo que debemos irnos -dijo Nick, y la agarró con suavidad del brazo. Ella se desasió de inmediato y le lanzó una mirada que lo hizo retroceder. Volvió a clavar la vista en el padre Keller; después, se abrió paso entre los dos hombres y salió por la puerta.
Nick miró al sacerdote, que parecía tan avergonzado y confundido como él se sentía. Sin decir palabra, salió detrás de Maggie. La alcanzó en la acera, hizo ademán de agarrarle el brazo para frenarla un poco, pero se lo pensó mejor y se limitó a apretar el paso para mantenerse a su altura.
– ¿A qué diablos ha venido eso? -inquirió.
– Miente. Dudo que fuera un accidente.
– El padre Francis era un anciano, Maggie.
– Tenía algo importante que contarme. Cuando hablamos por teléfono esta mañana, noté que alguien más estaba escuchando la conversación. ¿No lo entiendes, Nick? -se detuvo en seco y se volvió para mirarlo-. Quien quiera que estuviera escuchando decidió detener al padre Francis antes de que pudiera contarme lo que sabía. Quizá la autopsia revele si lo empujaron o no. Yo misma la haré si…
– Maggie, para. No habrá ninguna autopsia. Keller no empujó a nadie, y no creo que tuviera nada que ver con los asesinatos. Esto es una locura. Tenemos que empezar a buscar a algunos sospechosos de verdad. Tenemos que…
Tenía cara de estar poniéndose enferma. Palideció y encogió los hombros; tenía los ojos llorosos.
– ¿Maggie?
Se dio la vuelta y se alejó corriendo de la acera en dirección a la nieve, por detrás de la casa parroquial y lejos de las brillantes farolas. Resguardada del viento y sujetándose a un árbol, dobló la cintura y empezó a vomitar. Nick hizo una mueca y mantuvo la distancia. Por fin comprendía la beligerancia, las ruidosas acusaciones, la ira tan poco característica de ella. Maggie O'Dell estaba borracha.
Esperó a que terminara, montando guardia en las sombras, manteniéndose de espaldas a ella por si acaso después de las arcadas se quedaba lo bastante sobria para sentir vergüenza.
– Nick.
Cuando se dio la vuelta, se estaba alejando de él, caminando por detrás de la casa parroquial en dirección a un bosquecillo que separaba la propiedad de la ladera de Cutty's Hill.
– Nick, mira -se detuvo y señaló, y Nick se preguntó si no estaría sufriendo alucinaciones. Entonces, la vio, y a él también se le revolvió el estómago. Resguardada entre los árboles, había una vieja camioneta azul con barrotes en la caja para el transporte de ganado.
– Mañana a primera hora, le pediré al juez Murphy que nos dé una orden de registro -seguía explicando Nick cuando regresaron a la habitación de hotel de Maggie. Ella deseaba que cerrara la boca de una vez; le dolía la cabeza y el estómago. ¿Cómo se le había ocurrido beber tanto whisky con el estómago vacío?
Arrojó el portátil y la parka sobre la cama y se tumbó al lado. Tenía suerte de haber recuperado la habitación con tantos motoristas aislados por la nieve. Nick se quedó en el umbral, con cara de sentirse incómodo, pero no hizo ademán de irse.
– No podía creer cómo le estabas gritando a Keller. Dios, pensaba que ibas a darle un puñetazo.
– Sé que no me crees, pero Keller tiene algo que ver con todo esto. O entras o sales, pero no te quedes ahí parado en el umbral. Todavía tengo una reputación que mantener.
Nick sonrió, entró y cerró la puerta. Una vez dentro, dio vueltas hasta que vio que ella lo miraba con el ceño fruncido. Acercó una silla a la cama para que pudiera mirarlo sin tener que moverse.
– Entonces, ¿qué pasó? ¿Decidiste festejar tu marcha?
– Me pareció buena idea en su momento.
– ¿No vas a perder el vuelo?
– Ya lo habré perdido.
– ¿Y qué pasa con tu madre?
– Llamaré mañana por la mañana.
– ¿Así que has vuelto sólo para decirle a Keller cuatro verdades?
Maggie se apoyó en un codo y hurgó en los bolsillos de la parka. Le pasó un pequeño sobre y volvió a tumbarse.
– ¿Qué es esto?
– Estaba en la cafetería del aeropuerto cuando el camarero me dio eso… Dijo que un tipo de la barra le había pedido que me lo diera, sólo que ya se había ido cuando yo la recibí.
Lo vio leerlo. Había confusión en su rostro, y Maggie recordó que no le había hablado de la primera nota.
– Es del asesino.
– ¿Cómo sabe dónde vives y cómo se llama tu marido?
– Está indagando en mi vida, al igual que yo en la suya.
– Dios, Maggie.
– Forma parte del trabajo. No es tan insólito -cerró los ojos y se frotó las sienes-. Nadie contestó al teléfono de la casa parroquial durante horas. Tuvo tiempo de sobra para ir al aeropuerto y volver.
Cuando abrió los ojos, Nick la estaba observando. Se incorporó, sintiéndose repentinamente vulnerable bajo aquella mirada de preocupación. Tenía la silla cerca de la cama. Sus rodillas casi se rozaban. La habitación empezó a dar vueltas, inclinándose a la derecha, moviéndolo todo. Casi esperaba ver los muebles resbalar por el suelo.
– Maggie, ¿te encuentras bien?
Lo miró a los ojos y sintió la corriente eléctrica antes incluso de que sus dedos le tocaran la cara y la palma le acariciara la mejilla. Buscó el contacto, cerró los ojos otra vez y dejó que su cuerpo absorbiera el mareo y la electricidad. De pronto, se apartó bruscamente de la mano y se levantó a duras penas de la cama para alejarse de él. Respiraba con dificultad, y se sostuvo apoyando las dos manos en la cómoda. Alzó la vista y lo vio en el espejo, detrás de ella. Sus miradas se cruzaron en el reflejo, y ella sostuvo la de él aunque lo que veía en sus ojos le provocaba hormigueos en el estómago. En aquella ocasión, no era por el alcohol.
Vio cómo se acercaba por detrás, y sintió su aliento en el cuello antes de que bajara la cabeza para besarlo. La sudadera de los Packers había resbalado por su hombro, y observó en el espejo cómo los labios suaves y húmedos de Nick empezaban a moverse despacio, deliberadamente, desde el cuello hasta el hombro y espalda. Cuando volvieron a ascender por su cuello, a Maggie le costaba trabajo respirar.
– Nick, ¿qué haces? -jadeó, sorprendida por la reacción e incapaz de controlarla.
– Llevo días queriendo tocarte.
Le lamió el lóbulo de la oreja con la lengua, y Maggie sintió débiles las rodillas. Se recostó en él por temor a caerse.
– No es buena idea -brotó como un susurro, en absoluto convincente. Y, desde luego, no impidió que Nick le rodeara la cintura con sus manos grandes y firmes y apoyara una palma en su estómago, desatando un estremecimiento por su espalda y haciendo que el hormigueo del estómago se propagara entre sus muslos-. Nick…
Era inútil. No podía hablar, no podía respirar, y los labios suaves y apremiantes de Nick la devoraban con tiernas y húmedas exploraciones al tiempo que deslizaba las manos por su cuerpo. Maggie vio el vendaje que tenía en torno a los nudillos. Quería preguntarle lo que había ocurrido, pero no podía concentrarse en nada salvo en respirar.
Vio en el espejo cómo colocaba las manos sobre sus senos, engulléndolos e iniciando una caricia circular, dejándola completamente indefensa. Era demasiado, una sobrecarga sensorial. Ya estaba húmeda entre las piernas antes de que él bajara una de las manos y empezara a acariciarla allí, con dedos suaves y expertos. La estaba acercando al límite cuando, por fin, Maggie reunió fuerzas para darse la vuelta y empujarlo. Pero cuando apoyó las manos en el pecho de Nick, éstas la traicionaron e iniciaron su propia exploración desabrochándole la camisa, desesperadas por acceder a su piel.
Nick tembló cuando por fin unió su boca a la de ella. Maggie vaciló, sorprendida de sus propios gemidos, de su propia urgencia. Nick la apremiaba con mordisquitos suaves pero persistentes, hasta que ella no pudo resistir más y lo besó con la misma intensidad. Una vez más, su cuerpo estaba indefenso, y se apoyó en la cómoda para intentar alejarse del magnetismo ardiente de Nick. Estaba recobrando el aliento cuando él separó sus labios de los de ella y los deslizó por su cuello hasta los senos. Una vez allí, empezó a lamerle los pezones a través del algodón de la sudadera. La sacudida fue tan fuerte que Maggie tuvo que aferrarse al borde de la cómoda.
– Dios mío, Nick -jadeó. Tenía que parar, pero no podía. La habitación daba vueltas otra vez. Le pitaban los oídos. El corazón le golpeaba las costillas y la sangre le abandonaba la cabeza. Y aquel pitido insistente. No, no era en sus oídos, era el teléfono. El teléfono, la realidad, la hizo volver en sí-. Nick… el teléfono -logró decir.
Nick estaba arrodillado delante de ella. Se detuvo y alzó la vista, con las manos en la cintura de Maggie, los ojos llenos de deseo. ¿Cómo había permitido que la cosa fuera tan lejos?, se regañó ella. Había sido el whisky, la condenada nebulosa que tenía en la cabeza. Era aquella boca deliciosa y aquellas manos fuertes. Maldición, debía recuperar el control.
Se apartó de él y se acercó tambaleándose a la mesilla de noche, derribando el teléfono y atrapando el auricular justo cuando la base chocaba contra el suelo. Se mantuvo de espaldas a Nick, para rehuir su mirada y poder detener el temblor de su cuerpo.
– ¿Sí? -dijo, todavía sin resuello-. Soy Maggie O'Dell.
– Maggie, gracias a Dios que te encuentro. Soy Christine Hamilton. No sé qué hacer. Perdona que te llame tan tarde. He intentado localizar a Nicky, pero nadie sabe dónde está.
– Tranquilízate, Christine -lanzó una mirada a Nick.
El nombre de su hermana lo hizo reaccionar. Maggie vio cómo forcejeaba con los botones de la camisa, como si Christine hubiera entrado en la habitación y los hubiera sorprendido en aquel estado. Maggie cruzó los brazos en un intento de controlar el hormigueo de sus senos, de borrar el recuerdo de los labios de Nick en la sudadera todavía húmeda. Volvió a darle la espalda a Nick, evitando la distracción, y se retiró el pelo de la cara para recogerse los mechones detrás de las orejas.
– Christine, ¿qué pasa?
– Es Timmy. No estaba en casa cuando llegué. Pensé que habría ido a cenar a casa de uno de sus amigos. Pero he llamado. Nadie lo ha visto desde esta tarde. Fueron a montar en trineo a Cutty's Hill. Los demás niños dicen que lo vieron marcharse a casa, pero no está aquí. Dios mío, Maggie, no está aquí. Hace más de cinco horas de eso. Tengo tanto miedo, no sé qué hacer.
Maggie cubrió el micrófono y se sentó en el borde de la cama antes de que las rodillas le fallaran.
– Timmy ha desaparecido -dijo con calma, pero sintió el pánico en la boca del estómago. Vio cómo en los ojos de Nick se reflejaba el mismo terror.
– ¡Dios, no! -exclamó, y se quedaron mirándose a los ojos, mientras la atracción era reemplazada por una aterradora sospecha.
Christine se mordía las uñas, una vieja costumbre de la infancia que había resurgido mientras veía a su padre dar vueltas por su salón. Al principio, cuando llamó a Nick y fue su padre quien contestó, sintió sorpresa y alivio. Pero ya no le procuraba consuelo verlo pasearse de un lado a otro mientras ladraba órdenes a los ayudantes que llenaban su casa y jardín. Se sentía aún más indefensa en su presencia. De pronto, volvía a ser esa niña invisible, incapaz de hacer nada.
– ¿Por qué no vas a echarte un rato, cariño? Descansa un poco -dijo su padre una de las veces al pasar a su lado.
Ella se limitó a mover la cabeza en señal de negativa, incapaz de hablar. Como no sabía qué más hacer, su padre hizo como si ella no estuviera.
Cuando Nick y Maggie se abrieron paso en el salón atestado de agentes, Christine se puso en pie de un salto y a punto estuvo de correr hacia su hermano. Se reprimió y se balanceó sobre sus débiles rodillas, cerca del sofá. Pese al pánico, abrazar a su hermano le resultaba violento. Como si lo hubiera percibido, Nick atravesó la habitación y vaciló delante de ella; después, la atrajo con suavidad y la envolvió con sus fuertes brazos sin decir palabra. Hasta aquel momento, había mantenido el tipo… como el soldadito fuerte de su padre. De repente, las lágrimas afloraron con una virulencia que la sacudió por entero. Se aferró a Nick, ahogando sus sollozos desgarradores en la tela rígida de su chaqueta. Le dolía todo el cuerpo del intento fallido de frenar los temblores.
Nick la condujo de nuevo al sofá manteniendo un brazo alrededor de ella. Cuando Christine por fin alzó la mirada, Maggie estaba delante de ellos, pasándole un vaso de agua. Era un esfuerzo beber sin echarse el agua encima. Buscó a su padre con los ojos, y no la sorprendió ver que había desaparecido. Cómo no, no quería presenciar aquella muestra lacrimosa de debilidad.
– ¿Estás segura de que lo has buscado por todas partes? -preguntó Nick.
– He llamado a todo el mundo -la mucosidad le distorsionaba la voz, y le costaba trabajo respirar. Maggie le pasó varios pañuelos de papel-. Todos dijeron lo mismo, que volvía a casa después de montar en trineo.
– ¿Podría haberse pasado por algún sitio de regreso aquí? -preguntó Maggie.
– No lo sé. Aparte de la iglesia, sólo hay casas entre Cutty's Hill y aquí. Probé a llamar a la casa parroquial, pero no contestaban -vio que Maggie y Nick intercambiaban una mirada-. ¿Qué pasa?
– Nada -dijo Nick-. Maggie y yo acabábamos de estar allí. Voy a ver qué órdenes ha dado papá a mis hombres. Enseguida vuelvo.
Maggie se quitó la chaqueta y se sentó junto a ella. La impecable agente O'Dell llevaba una sudadera de fútbol cedida y deformada y unos vaqueros azules. Tenía el pelo alborotado y la piel sonrojada.
– ¿Te he sacado de la cama? -preguntó Christine, y la sorprendió ver que la pregunta avergonzaba a Maggie.
– No, para nada -se pasó los dedos por el pelo alborotado y bajó la vista, como si sólo entonces advirtiera lo inadecuado que era su atuendo-. En realidad, estaba volviendo a mi casa… a mi casa de Virginia, pero retrasaron el vuelo. Ya había facturado el equipaje -bajó la vista a su reloj-. Ahora mismo, debe de estar sobrevolando Chicago.
– Puedo prestarte algo, si quieres.
Maggie vaciló. Christine ya estaba convencida de que rechazaría el ofrecimiento, cuando dijo:
– ¿Seguro que no te importa?
– Para nada. Vamos.
Christine condujo a Maggie a su dormitorio, sorprendida de que a su cuerpo le quedara algo de energía, pero alegrándose de tener algo que hacer. Cerró la puerta del dormitorio detrás de ellas, aunque no lograba ahogar los sonidos de voces y pisadas. Abrió el armario y varios cajones. Era más alta que Maggie pero, por lo demás, de la misma talla, con la excepción de que ella estaba casi plana en comparación con los senos llenos de Maggie.
– Sírvete tú misma -Christine se sentó en el borde de la cama mientras Maggie, con mucho recelo, sacaba un jersey rojo de cuello alto de uno de los cajones.
– ¿No tendrás un sujetador que pudieras prestarme?
– En el primer cajón de la cómoda, pero puede que los míos sean demasiado pequeños. Quizá prefieras una combinación o una camiseta para ponerte debajo. Están en el último cajón.
Percibió la incomodidad de Maggie; hacía mucho tiempo que Christine no tenía amigas lo bastante íntimas como para compartir un vestidor. Pensó en salir de la habitación, pero antes de que pudiera ponerse en pie, Maggie se estaba quitando la sudadera de fútbol de espaldas a ella y poniéndose una combinación de color crema. Satisfecha con el resultado, se la remetió en el pantalón. El jersey rojo de cuello alto le quedaba ceñido, pero la combinación suavizaba el resultado. Se lo dejó por encima de los vaqueros.
– Gracias -dijo, volviéndose hacia Christine.
– Los cadáveres de Danny y Matthew estaban descuarti-zados, ¿verdad? -le preguntó de repente, sin venir a cuento. Antes, Christine había querido conocer todos los detalles sórdidos para realzar sus artículos, pero en aquellos momentos necesitaba saberlo por ella misma.
La franca Maggie O'Dell se mostró incómoda, incluso un poco turbada.
– Encontraremos a Timmy. A decir verdad, Nick ya ha llamado al juez Murphy. Vamos a conseguir una orden de registro, y tenemos a un sospechoso.
La periodista que tenía dentro debería estar haciendo preguntas. ¿Quién era el sospechoso? ¿Qué iban a registrar? Pero la madre no podía desechar la imagen de su pequeño y frágil niño encogido en un rincón oscuro en alguna parte, completamente solo. ¿De verdad podrían encontrarlo antes de que su piel suave y blanca apareciera llena de cortes rojos?
– Le salen cardenales tan fácilmente…