Capítulo 7

Jueves, 30 de octubre


El sol que se filtraba por las tablillas podridas despertó a Timmy. Al principio, no recordaba dónde estaba; después, olió el queroseno y las paredes mohosas. La cadena de metal resonó cuando se incorporó. Le dolía el cuerpo de estar acurrucado en el trineo de plástico. El pánico inundó su estómago vacío; debía controlarlo antes de que volviera a dar paso a las convulsiones.

– Piensa en cosas bonitas -dijo en voz alta.

A la luz del sol, reparó en los pósters que cubrían las paredes agrietadas y descascarilladas. Se parecían a los que tenía en su habitación. Había varios de los Cornhuskers de Nebraska, un Barman y dos distintos de La guerra de las galaxias. Intentó oír ruidos de tráfico, pero sólo el viento se colaba por las rendijas, haciendo vibrar el cristal roto.

Si pudiera llegar a la ventana, estaba seguro de poder arrancar las tablillas. La abertura era pequeña, pero podría pasar por ella y, tal vez, pedir ayuda. Intentó mover la cama, pero ésta no cedía. Y él se sentía débil y mareado por falta de comida.

Se metió algunas patatas fritas en la boca. Estaban frías, pero saladas. También encontró dos chocolatinas Snickers, una bolsa de Cheetos y una naranja. Tenía el estómago un poco revuelto, pero devoró la naranja y las chocolatinas y empezó a atacar los Cheetos mientras examinaba la cadena que lo unía al poste de la cama. Los eslabones eran de metal y tenían una rendija muy fina cada uno, pero era imposible abrirlos, ni siquiera para deslizar uno por la rendija del siguiente. Era inútil. No era lo bastante fuerte y, una vez más, detestó sentirse impotente y pequeño.

Oyó pasos al otro lado de la puerta. Se subió a la cama y se metió debajo de las mantas mientras los cerrojos gemían y la puerta se abría con un chirrido. El hombre entró despacio. Iba vestido con una gruesa chaqueta de esquí, las botas negras de goma y una gorra de punto sobre la careta que le cubría toda la cabeza.

– Buenos días -balbució. Dejó una bolsa de papel sobre la caja, pero no se quitó el abrigo ni las botas para quedarse-. Te he traído algunas cosas -hablaba en voz baja y amable.

Timmy se acercó al borde de la cama, mostrándose interesado y fingiendo no estar asustado. El hombre le pasó varios tebeos; eran antiguos, pero estaban en buen estado. También le pasó un fajo de cromos de béisbol, unidos por una goma elástica. Después, empezó a sacar algunos alimentos y a llenar la caja en la que Timmy había encontrado las chocolatinas. Vio cómo sacaba cereales azucarados, más Snickers, triángulos de maíz y varias latas de raviolis.

– He intentado comprarte tu comida favorita -dijo mirando a Timmy, tratando de agradar.

– Gracias -se sorprendió diciendo automáticamente. El hombre asintió, y los ojos volvieron a centellearle como si estuviera sonriendo-. ¿Cómo sabe que me encantan los cereales azucarados?

– Tengo buena memoria -dijo con suavidad-. No puedo quedarme. ¿Quieres que te traiga alguna otra cosa?

Timmy lo vio apagar la lámpara de queroseno y sintió una punzada de pánico.

– ¿Piensa volver antes de que anochezca? No me gusta estar a oscuras.

– Lo intentaré -echó a andar hacia la puerta, pero volvió a mirar a Timmy. Suspiró, se metió la mano en los bolsillos y extrajo un objeto brillante-. Te dejaré mi mechero, por si acaso no vuelvo. Pero ten cuidado, Timmy, no vayas a provocar un incendio -arrojó el encendedor metálico a la cama, cerca de donde estaba. Después, se fue.

El pánico volvió a revolverle el estómago. Quizá fuera toda la comida basura que había devorado. Detestaba estar encerrado pero, al menos, si el hombre no volvía, no podría hacerle daño. Disponía de todo el día para planear su fuga. Recogió el mechero y deslizó los dedos por el acabado pulido. Se fijó en el logotipo que tenía estampado en un lateral, y reconoció la estrella dorada. La había visto muchas veces en las chaquetas y uniformes que gastaban su abuelo y su tío Nick. Era el símbolo de la oficina del sheriff.


El olor del café le levantaba el estómago, pero parecía ser el único remedio contra los efectos del whisky. Maggie picoteaba los huevos revueltos con tostada sin dejar de lanzar miradas a la puerta de la cafetería. Nick había afirmado que sólo tardaría diez o quince minutos, y ya había pasado una hora. El pequeño establecimiento empezaba a llenarse con la clientela del desayuno, granjeros con gorras junto a hombres y mujeres de negocios trajeados.

No le había hecho gracia dejar a Christine aquella mañana, aunque sabía que su presencia no era un gran consuelo. A fin de cuentas, apenas la conocía; una cena no creaba lazos de amistad. Sin embargo, el pequeño rostro pecoso de Timmy seguía grabado en su mente. Durante los ocho años que llevaba persiguiendo a criminales, todas las víctimas habían sido personas desconocidas… Aunque los cadáveres la acompañaban, y sus fantasmas formaban parte permanente de su libro de recortes mental. No se imaginaba añadiendo a Timmy a ese portafolios de imágenes torturadas.

Por fin, Nick entró en la cafetería. La divisó al momento y la saludó con la mano antes de abrirse camino hacia ella. Llevaba su acostumbrado uniforme de vaqueros y botas de cowboy sólo que, en aquella ocasión, bajo la chaqueta abierta podía ver una sudadera roja de los Cornhuskers de Nebraska. Se le había bajado la hinchazón de la mandíbula, pero seguía magullada; tenía cara de agotado, y ni siquiera se había molestado en peinarse ni en afeitarse después de la ducha. Estaba aún más atractivo de lo que recordaba.

Se sentó en el reservado frente a ella y tomó una de las cartas de detrás del servilletero.

– El juez Murphy se está haciendo de rogar con la orden de registro de la casa parroquial -dijo en voz baja, mientras miraba la carta-. No tuvo problema con la camioneta, pero cree que…

– Hola, Nick. ¿Qué vas a tomar?

– Ah, hola, Angie.

Maggie contempló la escena de Nick hablando con la bonita camarera rubia y enseguida supo que la mujer no estaba acostumbrada a ser sólo quien tomara nota de su almuerzo.

– ¿Qué tal estás? -preguntó, tratando de que pareciera una conversación espontánea, aunque Maggie advirtió que no había quitado los ojos de encima a Nick.

– Liadísimo. ¿Podría tomar un café con tostadas? -eludía mirarla a los ojos; su incomodidad le aceleraba el habla.

– Pan de trigo, ¿no? Y café con mucha leche.

– Sí, gracias -parecía ansioso de que se fiiera.

La bonita camarera sonrió y dejó la mesa sin ni siquiera fijarse en Maggie, aunque antes de la llegada de Nick había estado lo bastante interesada en ella como para rellenarle la taza tres veces.

– ¿Una vieja amiga? -preguntó Maggie, sabiendo que no tenía derecho, pero disfrutando de su nerviosismo.

– ¿Quién, Angie? Sí, supongo que sí -se sacó el teléfono móvil de Christine del bolsillo de la chaqueta, lo dejó en la mesa y se despojó de la prenda-. Detesto estos cacharros -dijo, refiriéndose al teléfono, desesperado por cambiar de tema.

– Parece muy agradable -Maggie no estaba dispuesta a dejarlo tranquilo todavía.

En aquella ocasión, alzó la vista, y sus intensos iris azules la miraron con intensidad, haciéndole recordar una vez más sus besos de la noche anterior.

– Es agradable, pero no me pone las manos sudorosas ni las rodillas trémulas, como tú -dijo en voz baja, con gravedad, y logrando desatar un nuevo hormigueo en el estómago de Maggie. Ésta bajó la mirada y se concentró en untar de mantequilla la tostada fría, como si le hubiera entrado hambre de repente.

– Oye, Nick, en cuanto a lo de anoche…

– Espero que no creas que estaba intentando aprovecharme de ti. Ya sabes, habías bebido más de la cuenta.

Ella lo miró. Nick la observaba con rostro grave, sinceramente preocupado. ¿Habría significado algo más para él que sus acostumbrados escarceos con las mujeres? Algo le hacía desear que así fuera, pero dijo:

– Será mejor que olvidemos lo de anoche.

Pareció dolerle, porque hizo una leve mueca; después, volvió a hablarle con la misma intensidad.

– ¿Y si yo no quiero olvidarlo? Maggie, hacía mucho tiempo que no me sentía así. No puedo…

– Por favor, Nick. No soy una camarera ingenua. No tienes que usar ningún truco ni hacer como si…

– No es ningún truco. Ayer, cuando pensé que te ibas y que no volvería a verte nunca más, fue como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago. Y después, lo de anoche. Dios, Maggie, me pones a cien. Me dejas mudo y con las rodillas de goma. Créeme, no me suele pasar eso con las mujeres.

– Hemos pasado mucho tiempo juntos. Los dos estamos agotados.

– Yo no estaba tan agotado. Y tú tampoco.

Maggie se lo quedó mirando. ¿Habría sido tan obvio su propio deseo, o sólo era el ego de Nick el que hablaba?

– ¿Qué esperabas que ocurriera, Nick? ¿Te molesta que no puedas añadir otro nombre a tu lista de conquistas? -miró a su alrededor, pero nadie parecía oír sus susurros airados.

– Sabes que no se trata de eso.

– Entonces, puede que sea la atracción de lo prohibido. Estoy casada, Nick. Aunque no sea el mejor matrimonio del mundo, todavía significa algo. Por favor, olvidemos lo de anoche -sintiendo la mirada de Nick, bajó la vista al café.

– Aquí tienes el café y las tostadas -los interrumpió Angie, obligando a Nick a inclinarse hacia atrás mientras le dejaba el plato y la taza, aunque él seguía mirando a Maggie-. ¿Te apetece alguna otra cosa? -le preguntó sólo a Nick.

– Maggie, ¿te apetece tomar algo más? -repuso Nick a propósito, y al instante Angie se mostró avergonzada.

– No, gracias.

– Muy bien -dijo Angie, ansiosa por marcharse.

Permanecieron un minuto en incómodo silencio. Luego, Maggie dijo:

– Has dicho que el juez Murphy está dándote largas con la orden de registro de la casa parroquial. ¿Por qué? -quería concentrarse en el caso, pero seguía rehuyendo la mirada de Nick.

– Murphy y mi padre se han criado pensando que los curas son intocables -dijo, mientras se untaba la tostada de mantequilla con movimientos rápidos y enérgicos.

– Entonces, ¿es posible que nos dé la orden o no?

– Intenté convencerlo de que era Ray Howard a quien queríamos atrapar.

– Todavía crees que es Howard.

– No lo sé -apartó la tostada sin probar bocado y se frotó la mandíbula rasposa. Maggie volvió a fijarse en la venda.

– ¿Qué te has hecho en la mano?

Se la quedó mirando un momento, como si no lograra recordarlo.

– No tiene importancia. Oye -dijo, y volvió a inclinarse hacia delante-, el padre Keller me dijo anoche que Ray Howard había dejado el seminario el año pasado. Mientras esperaba a Murphy he hecho algunas averiguaciones. Howard estuvo en un seminario de Silver Lake, en New Hampshire. Está cerca de la frontera con Maine y a ochocientos kilómetros de Wood River.

Maggie se incorporó, alerta.

– ¿Cuánto tiempo estuvo allí?

– Los tres últimos años.

– Eso lo descarta como posible autor del asesinato de Wood River.

– Tal vez, pero ¿no te parece demasiada casualidad? Tres años en el seminario, debería saber cómo dar la extremaunción.

– ¿Estaba aquí cuando tuvieron lugar los primeros asesinatos?

– Le he pedido a Hal que lo compruebe. Pero hablé con el director del seminario. El padre Vincent no quiso darme detalles, pero dijo que le pidieron que se marchara por mala conducta. Lo dijo como si fuera una especie de prueba.

– Mala conducta en un seminario puede ser cualquier cosa desde romper un voto de silencio hasta escupir en la acera. No sé, Nick. Howard no me parece lo bastante astuto para cometer estos asesinatos.

– Quizá sea eso lo que quiere hacer creer a todo el mundo.

Maggie vio cómo doblaba la servilleta de papel una y otra vez, revelando su tumulto interior. Bajo la mesa, oyó cómo daba golpecitos en el suelo con el pie.

– Tanto Howard como Keller tuvieron oportunidad de deshacerse del padre Francis.

– Dios, Maggie. Pensé que lo decías porque estabas borracha. ¿De verdad dudas de que fuera un accidente?

– Ayer por la mañana, el padre Francis me dijo que tenía algo importante que contarme. Sé que alguien estaba escuchando la conversación; oí el clic.

– Puede que fuera una coincidencia.

– Hace tiempo que descubrí que hay pocas coincidencias. Una autopsia podría mostrar si lo empujaron o se cayó.

– Sin pruebas, no podemos pedir una autopsia -Nick jugaba con el móvil, haciendo patente su intranquilidad.

– Podría hablar con la familia del padre Francis. O con la archidiócesis.

– Maggie, no tenemos tiempo para esperar permisos, autopsias u órdenes de registro. ¿Sabes qué? Me gustaría darle un susto de muerte a ese Howard.

Maggie no podía creer que siguiera sospechando del conserje. Quizá fuera su desesperación lo que lo incitaba a aferrarse a soluciones fáciles. En lugar de replicar, dijo:

– Tanto si es Howard como si es Keller, tenemos que proceder con cautela. Si le entra el pánico… -se interrumpió al recordar que era Timmy, el sobrino de Nick, la posible víctima, y no un niño anónimo. No le había revelado a Nick su descubrimiento de la aceleración del asesino. Lo miró y supo que lo había adivinado.

– No tenemos mucho tiempo, ¿verdad? El asesino se está embalando -Maggie asintió-. Vamonos de aquí -arrojó unos cuantos billetes sobre la mesa sin contarlos y volvió a ponerse la chaqueta.

– ¿Adonde vamos? -le preguntó Maggie.

– Yo tengo que registrar una camioneta, y tú tienes que pedirle disculpas al padre Keller por lo de anoche.


El padre Keller tenía un aspecto bastante formal en aquella ocasión, cuando abrió la puerta de la casa parroquial. Sin embargo, Nick reparó de inmediato en las Nike blancas que asomaban por debajo de la larga sotana negra.

– Sheriff Morrelli, agente O'Dell. Vaya, es una sorpresa.

– ¿Podemos pasar unos minutos, padre? -Nick se frotó las manos para disipar el frío. Aunque el sol había hecho acto de presencia por primera vez en muchos días, la nieve acumulada y el viento cortante mantenían la temperatura por debajo de los cero grados. Incluso en Nebraska era un tiempo inusual en octubre.

El padre Keller vaciló, como si no supiera si atreverse a dejar pasar a Maggie. Después, sonrió y se apartó de la puerta para conducirlos al salón, donde el fuego ardía en la enorme chimenea. Aquella mañana se percibía un leve olor a quemado… como si las llamas hubieran recibido algo más que leña. Nick se preguntó si Keller estaría intentando destruir alguna prueba.

– No sé en qué puedo ayudarlos. Anoche…

– En realidad, padre Keller -lo interrumpió Maggie, de nuevo serena y templada como de costumbre-, quería disculparme por mi comportamiento de anoche -lanzó una mirada a Nick, y éste vio un destello de indignación en sus ojos-. Había bebido demasiado y el alcohol me saca la vena combativa. Le aseguro que no era nada personal. Espero que lo comprenda y que acepte mi disculpa.

– Por supuesto que lo entiendo. Y me alivia saber que no era por mi culpa. A fin de cuentas, no nos conocíamos.

Nick contempló el rostro del cura. La disculpa de Maggie lo había relajado; hasta dejó caer las manos a los costados en lugar de retorcerlas a la espalda.

– Estaba a punto de prepararme un té. ¿Les apetece?

– Hemos venido por un asunto oficial, padre -dijo Nick.

– ¿Un asunto oficial?

Nick vio cómo el joven sacerdote se metía las manos en los bolsillos de la sotana, repentinamente incómodo, aunque siguiera hablando con notable tranquilidad. ¿Habría aprendido aquella pose en el seminario? Sacó la orden de registro del bolsillo de la chaqueta y empezó a desplegarla mientras decía:

– Anoche nos fijamos en la vieja camioneta que tiene en la parte de atrás.

– ¿Camioneta? -el padre Keller parecía sorprendido. ¿Sería posible que no lo supiera o, una vez más, no era más que parte de su adiestramiento?

– La que está aparcada entre los árboles. Coincide con la descripción que dio una testigo de la camioneta a la que vio subir a Danny Alverez el día en que desapareció -Nick aguardó, atento a la reacción.

– No sé ni siquiera si anda todavía. Creo que Ray la usa cuando va a cortar leña junto al río.

Nick le pasó la orden al padre Keller. El cura la sostuvo por una esquina y se la quedó mirando como si fuera un objeto extraño que segregara limo.

– Como le dije anoche -repuso Nick con calma-, sólo intento verificar el mayor número de pistas posible. Sabrá que la oficina del sheriff está recibiendo muchas críticas últimamente. No quiero que nadie diga que no lo hemos comprobado. ¿Tiene las llaves, padre?

– ¿Las llaves?

– De la camioneta.

– Dudo que esté cerrada con llave. Espere, me pondré el abrigo y unas botas y lo acompañaré.

– Gracias, padre. Se lo agradezco -Nick vio al cura dirigirse al costado de la chimenea y ponerse las botas de goma que había visto manchadas de nieve la noche anterior. De modo que eran de él. Claro que quizá la nieve se debiera a que había salido un momento a recoger más leña.

Los tres echaron a andar hacia la puerta. De pronto, Maggie se aferró a una pequeña mesa y se inclinó hacia delante.

– Oh, no. Creo que voy a vomitar otra vez -balbució.

– Maggie, ¿estás bien? -Nick lanzó una mirada al padre Keller-. Lleva así toda la mañana -le susurró. Después, se dirigió a Maggie-. ¿Se puede saber qué bebiste anoche?

– ¿Podría usar el servicio?

– Por supuesto -los ojos del padre Keller recorrían el suelo, claramente preocupado por la alfombra de color perla-. Por el pasillo, la segunda puerta a la derecha -dijo rápidamente, como si quisiera apremiarla.

– Gracias. Enseguida os alcanzo -desapareció por la esquina, sujetándose el costado.

– ¿Se pondrá bien? -el padre Keller parecía preocupado.

– Sí. Créame, no le conviene acercarse mucho a ella. Hace un rato, me puso las botas perdidas.

El cura hizo una mueca y miró las botas de Nick; después, lo siguió fuera, a la parte posterior de la casa parroquial.

La camioneta estaba encajada en un ventisquero, y tuvieron que abrir un camino con la pala para rescatar el viejo montón de chatarra. La puerta chirrió al abrirse. Un olor acumulado de humedad y de aire viciado llenó las fosas nasales de Nick. Daba la impresión de que no la hubieran usado desde hacía años. Nick sintió una punzada de decepción; estaba harto de seguir pistas infructuosas. Aun así, subió a la cabina empuñando una linterna y sin tener la menor idea de lo que estaba buscando. Debería dejar el registro a los expertos, pero se le estaba acabando el tiempo.

Se tumbó sobre el asiento agrietado de vinilo, alargó el brazo y lo dobló para buscar a tientas por la moqueta. Le costaba maniobrar en aquel espacio tan estrecho. El volante se le clavaba en el costado y la palanca de cambios se le hundía en el pecho… como cuando, a los dieciséis años, había usado el viejo Chevy de su padre para darse el lote con sus novias; sólo que su cuerpo ya no era tan flexible como antes.

– Dudo que haya nada salvo ratas en este montón de chatarra -dijo el padre Keller, de pie junto a la puerta.

– ¿Ratas? -Nick detestaba las ratas. Retiró la mano rápidamente, golpeándose los nudillos con un muelle salido. Cerró los ojos de dolor y se mordió el labio para reprimir las blasfemias. A continuación, abrió la guantera e inundó de luz el agujero con la linterna.

Con cuidado, removió los contados objetos: un manual amarillento del conductor, una aerosol de aceite multiusos, varias servilletas de McDonald's, una caja de cerillas de un lugar llamado La Dama de Rosa, una hoja plegada con direcciones y códigos que no reconocía y un pequeño destornillador. Cubrió la caja de cerillas con la mano sintiendo la mirada del padre Keller en la espalda. Antes de cerrar la guantera, deslizó los dedos por el fondo, por la honda ranura. Notó algo pequeño, liso y redondo, lo rescató y se lo metió en la mano, junto con la caja de cerillas. Se guardó los dos objetos en el bolsillo de la chaqueta después de comprobar que el padre Keller no podía verlo. Cuando empezó a cerrar el compartimento, vio una lista escrita en la hoja plegada. Como no podía leerla desde aquel ángulo, agarró el papel y lo escondió debajo de la manga. Después, cerró la guantera con fuerza.

– Aquí no hay nada -dijo mientras sacaba las piernas y se guardaba el papel en el bolsillo. Echó un último vistazo a su alrededor y advirtió que, aunque el habitáculo olía a moho y a cerrado, todo, el salpicadero, el asiento, la moqueta, estaba bastante limpio.

– Siento que haya sido una pérdida de tiempo -dijo el padre Keller, volviéndose hacia la casa parroquial.

– Todavía tengo que registrar la parte de atrás, padre.

El sacerdote se detuvo, vaciló y se volvió hacia él. El viento le agitaba la sotana con violencia y la hacía chasquear. En aquella ocasión, Nick reconoció una chispa de frustración en los ojos azules del padre Keller: frustración e impaciencia. De no ser un sacerdote, habría dicho que el padre Keller estaba cabreado.

Fuera lo que fuera, allí había algo más; algo que le hizo ansiar y temer a un tiempo lo que encontraría en la parte de atrás de la camioneta.


Maggie volvió a mirar por la ventana. Nick y el padre Keller seguían junto a la camioneta. Prosiguió su búsqueda por el largo pasillo, deteniéndose ante cada una de las puertas cerradas, escuchando y asomándose con cuidado a todas las habitaciones que no tenían echada la llave. Varias eran oficinas, una un cuarto de provisiones. Por fin, encontró un dormitorio.

Era una habitación sobria y pequeña de suelos de madera y paredes blancas. Un crucifijo sencillo adornaba la pared contra la que se apoyaba el cabecero de la estrecha cama. En el rincón vio una mesa pequeña con dos sillas y un velador en el que descansaban un viejo tostador y una tetera. La lámpara de la mesilla de noche desentonaba en aquel entorno tan sobrio por su pie con relieves de querubines; era el único objeto que llamaba la atención. Por lo demás, no había desorden.

Se dio la vuelta para salir y su mirada se posó en tres re-producciones enmarcadas colgadas de la pared contigua a la puerta. Eran reproducciones de cuadros renacentistas. Aunque no le resultaban familiares, reconocía el estilo: los cuerpos perfectamente definidos, el movimiento y el color. Cada uno representaba la tortura sangrienta de un hombre. Se acercó y leyó los títulos escritos en letra pequeña en la esquina inferior.

El martirio de San Sebastián, 1475, de Antonio del Pollaivolo mostraba a San Sebastián atado a un pedestal y con flechas clavadas en el cuerpo. En El martirio de San Erasmo, 1629, de Nicolás Poussin, unos querubines sobrevolaban a un gentío de hombres que sacaba las entrañas de otro que estaba encadenado.

Maggie no entendía cómo alguien podía adornar las paredes de su dormitorio con aquellas obras de arte. Echó un vistazo a la última reproducción: El martirio de San Hermión, 1512, de Matthias Anatello, mostraba a un hombre atado a un árbol y a sus acusadores rajándole el cuerpo con cuchillos y machetes. Ya estaba saliendo por la puerta cuando algo la hizo fijarse otra vez en la última reproducción. Sobre el pecho del mártir había varios tajos sangrientos, dos diagonales perfectas que se cruzaban para crear una cruz serrada o, desde donde estaba Maggie, una equis inclinada. ¡Pues claro! Por fin lo entendía. Los cortes en los pechos de los niños no eran una equis, sino una cruz. Y la cruz era parte de su ritual, una marca, un símbolo. ¿Creía estar convirtiendo a los niños en mártires?

Oyó pasos acercándose hacia el dormitorio. Maggie salió al pasillo justo cuando Ray Howard doblaba la esquina. Encontrarla allí lo sobresaltó, pero se fijó en que tenía la mano en el pomo de la puerta.

– Usted es esa agente del FBI -dijo en tono acusador.

– Sí, he venido con el sheriff Morrelli.

– ¿Qué hacía en la habitación del padre Keller?

– Ah, ¿era la habitación del padre Keller? Estoy buscando el cuarto de baño, pero no lo encuentro.

– Porque está al otro lado del pasillo -la regañó, señalando el lugar correcto y siguiéndola con la mirada como si no se fiara de ella.

– ¿De verdad? Gracias -Maggie pasó junto a él, recorrió el pasillo y se detuvo delante de la puerta indicada. Volvió a mirarlo-. ¿Aquí?

– Sí.

– Gracias otra vez -entró y pegó el oído a la puerta durante varios minutos. Cuando volvió a asomarse, vio a Ray Howard entrando en el dormitorio del padre Keller.


La parte posterior de la camioneta estaba llena de nieve, pero Nick saltó por encima de la cancela posterior.

– ¿Podría pasarme la pala, padre?

El sacerdote permanecía paralizado, contemplando la nieve que engullía las piernas de Nick. Keller tenía las manos desnudas en el pecho, con los dedos largos entrelazados, como si estuviera rezando. El viento le agitaba el pelo negro y ondulado. Tenía las mejillas coloradas y los ojos de un color azul aguado.

– Padre Keller, la pala, por favor -volvió a pedirle Nick, señalándosela en aquella ocasión.

– Claro -se dirigió al árbol en el que la habían dejado apoyada-. Dudo que haya ahí nada que pueda serle de utilidad.

– Enseguida lo veremos.

Nick tuvo que inclinarse bastante para agarrar la pala, ya que el padre Keller no hizo esfuerzo alguno por pasársela. El comportamiento del cura le disparaba la adrenalina. Allí había algo, lo presentía. Empezó a cavar con frenesí, pero se obligó a calmarse y a dar paladas más pequeñas para no arrojar las pruebas fuera de la caja. El cierre lateral para el ganado crujía con cada ráfaga de viento. El frío le traspasaba la chaqueta y, sin embargo, notaba el sudor en la espalda y dentro de los guantes de cuero que había encontrado con la pala en el cobertizo de herramientas.

De pronto, la pala chocó contra algo duro, incrustado bajo la nieve. Aquel ruido sordo alertó al padre Keller, que se aproximó a la cancela de atrás para escudriñar el agujero que Nick estaba haciendo.

Nick cavó en torno al objeto con cuidado. Incapaz de contener la curiosidad, soltó la pala e hincó las rodillas en la nieve. Palpaba los bordes del objeto, pero seguía sin poder determinar lo que era. Estaba envuelto en nieve y trocitos de hielo, así que debía de haber estado caliente al caer sobre el montón de nieve.

Por fin, Nick vio algo que parecía piel. El corazón se le desbocó. Con las manos retiraba y rompía el hielo. Se desprendió un trozo enorme, y Nick retrocedió, sorprendido.

– ¡Santo Dios! -exclamó, con náuseas repentinas.

Miró al padre Keller, que hizo una mueca y retrocedió. Encajado en la tumba de nieve yacía un perro muerto; tenía el pelaje negro levantado, la piel hecha jirones y el cuello cortado.


Nick y el padre Keller estaban subiendo los peldaños justo cuando Maggie salía por la puerta principal de la casa parroquial. Nick la miró a los ojos de inmediato, ansioso de ver si había averiguado algo, pero no leyó nada en la rápida mirada que le lanzó ni en la sonrisa que le dirigió al padre Keller.

– ¿Se encuentra mejor? -el padre Keller parecía sinceramente preocupado.

– Mucho mejor, gracias.

– Me alegro de que no nos hayas acompañado -comentó Nick, todavía con el estómago levantado. ¿Quién podía ser capaz de descuartizar a un perro indefenso? Pero se sintió ridículo: era evidente quién lo había hecho.

– ¿Por qué? ¿Qué habéis encontrado? -quiso saber Maggie.

– Luego te lo cuento.

– ¿Les apetece ahora un poco de té? -les ofreció el padre Keller.

– No, gracias. Tenemos que…

– Pues sí -lo interrumpió Maggie-. Puede que así se me asiente el estómago. Bueno, si no es mucha molestia, padre.

– Por supuesto que no. Pasen. Veré si tenemos algunos dulces.

Entraron detrás del sacerdote y, una vez más, Nick intentó intercambiar una mirada con Maggie, porque no entendía aquel repentino entusiasmo por pasar más tiempo en compañía de un sacerdote al que aborrecía.

– Me alegra ver que invierte en los comerciantes locales -comentó el padre Keller mientras le quitaba la parka. Ella sonrió sin darle explicaciones y entró en el salón. Nick empezó a sacudirse las botas en el felpudo del vestíbulo, alzó la vista y sorprendió al padre Keller admirando los vaqueros ajustados de Maggie. No era una simple ojeada, sino una mirada larga y placentera. De pronto, el sacerdote volvió la cabeza, y Nick se inclinó sobre la cremallera de la chaqueta, fingiendo estar forcejeando con ella. Antes de que el recelo y el enojo afloraran en su mente, recordó que el padre Keller también era un hombre. Y Maggie estaba magnífica en vaqueros y con ese jersey rojo ajustado. Un hombre tenía que estar muerto para no darse cuenta.

El padre Keller desapareció por el pasillo, y Nick se reunió con Maggie delante de la chimenea.

– ¿Qué pasa? -susurró.

– ¿Tienes el móvil de Christine?

– Lo llevo en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Podrías traérmelo?

Se la quedó mirando, esperando una explicación, pero ella se puso en cuclillas delante del fuego para calentarse las manos. Cuando Nick regresó con el móvil, estaba removiendo las cenizas con un atizador. Nick se mantuvo de pie de espaldas a ella, como si estuviera montando guardia.

– ¿Qué haces? -costaba susurrar con los labios apretados.

– Antes he olido a goma quemada.

– Volverá de un momento a otro.

– Fuera lo que fuera, ya ha quedado reducido a cenizas.

– ¿Leche, limón, azúcar? -el padre Keller apareció con una bandeja llena. Cuando la dejó en el banco que estaba junto a la ventana, Maggie ya estaba de pie junto a Nick.

– Limón, por favor -contestó Maggie con naturalidad.

– Con leche y azúcar para mí -dijo Nick, y se percató de que estaba dando golpecitos en el suelo con el pie.

– Si me disculpáis, tengo que hacer una llamada -anunció Maggie de repente.

– Hay un teléfono en el despacho, al final del pasillo -señaló el padre Keller.

– No, gracias. Usaré el móvil de Nick. ¿Puedo?

Nick le pasó el teléfono, todavía buscando alguna pista de lo que Maggie estaba tramando. Ella se refugió en el vestíbulo para disponer de cierta intimidad mientras el padre Keller le entregaba a Nick una taza de té humeante.

– ¿Quiere un dulce? -el sacerdote le ofreció una fuente de pasteles variados.

– No, gracias -Nick intentó seguir a Maggie con la mirada, pero había desaparecido.

Empezó a sonar un teléfono. El timbre se oía lejano pero insistente. El padre Keller se mostró perplejo; después, salió rápidamente al pasillo.

– ¿Se puede saber qué hace, agente O'Dell?

Nick dejó la taza con estrépito, quemándose la mano. Salió del salón y vio a Maggie con el móvil pegado a la oreja mientras caminaba por el pasillo, deteniéndose y escuchando en cada puerta. El padre Keller la seguía de cerca, interrogándola sin recibir respuesta.

– ¿Se puede saber qué hace, agente O'Dell? -intentó bloquearle el paso, pero Maggie se coló por un lateral. Nick se acercó corriendo por el pasillo, con los nervios de punta y la adrenalina nuevamente disparada.

– ¿Qué está pasando, Maggie?

El timbre ahogado del teléfono seguía sonando, cada vez más cerca. Por fin, Maggie abrió la última puerta de la izquierda y el sonido se volvió claro y enérgico.

– ¿De quién es esta habitación? -preguntó Maggie desde el umbral. Una vez más, el padre Keller estaba paralizado. Parecía confuso, pero también indignado-. Padre Keller, ¿sería tan amable de buscar el teléfono? -preguntó con educación, apoyándose en la jamba de la puerta, con cuidado de no entrar-. Suena como si estuviera en uno de esos cajones.

El sacerdote seguía sin moverse; tenía la mirada clavada en la habitación. A Nick el timbre lo estaba desquiciando. Entonces, comprendió que era Maggie quien había marcado el número. Vio el móvil de Christine iluminado y parpadeando con cada timbrazo del teléfono escondido.

– Padre Keller, por favor, busque el teléfono -le volvió a decir.

– Ésta es la habitación de Ray. No creo que sea correcto que rebusque entre sus cosas.

– Saque el teléfono, por favor. Es negro, pequeño, de ésos que se abren.

Se la quedó mirando un momento más; después entró en el dormitorio despacio y con paso vacilante. A los pocos segundos, los timbrazos cesaron. El sacerdote regresó al umbral y le pasó el pequeño teléfono móvil. Maggie se lo arrojó a Nick.

– ¿Dónde está el señor Howard, padre Keller? Tiene que venir a la oficina del sheriff para contestar a unas preguntas.

– Debe de estar limpiando la iglesia. Iré a buscarlo.

Nick esperó a que el padre Keller hubiera desaparecido.

– ¿Qué pasa, Maggie? ¿Por qué estás convencida de pronto de que hay que interrogar a Howard? ¿Y por qué llamas a su móvil? ¿Cómo diablos has averiguado su número?

– No he marcado el número de Howard, Nick, sino el de mi teléfono móvil. El que perdí en el río.


Christine intentó ponerse cómoda en la silla giratoria, arrancando gemidos de la mujer pelirroja que sostenía la paleta de maquillaje. Como si quisiera castigarla, la mujer le puso aún más colorete en las mejillas.

– Conectamos dentro de diez minutos -dijo el hombre alto y calvo de los auriculares.

Christine pensó que se estaba dirigiendo a ella y asintió; después, comprendió que estaba hablando al micrófono de los auriculares. El hombre se inclinó sobre ella para engancharle un minúsculo micrófono en el cuello, y Christine no pudo evitar notar el brillo de su lustrosa cabeza. Aquellos focos la cegaban, su calor resultaba asfixiante e intensificaba los nervios que sentía en el estómago. Su rostro no tardaría en fundirse y en dejar un charco de colorete de color ciruela, base beige clara y rímel negro.

Había una mujer sentada en la silla que tenía delante. Pasaba rápidamente las hojas que acababan de entregarle como si Christine no existiera. Apartó la mano del hombre calvo y le quitó el micrófono para enganchárselo ella misma.

– Espero que hayas arreglado ese condenado TelePrompTer, porque no pienso usar las hojas -las arrojó por el escenario, y una frenética ayudante de plato empezó a recogerlas con frenesí.

– Está arreglado -la tranquilizó el hombre calvo con paciencia.

– Necesito agua. No hay agua en la mesa auxiliar.

La misma ayudante se acercó corriendo con un vaso de plástico.

– Un vaso de verdad -estuvo a punto de tirar el que la joven llevaba en la mano-. Necesito un vaso de verdad y una jarra. Por el amor de Dios, ¿cuántas veces tengo que pedir las cosas?

De pronto, Christine advirtió que la mujer era Darcy McManus, la presentadora de la tarde de la cadena. Quizá no estaba acostumbrada a hacer el programa de noticias matutino, ni a las mañanas en general. A la luz dura de los focos, la piel de McManus aparecía curtida, con arrugas en torno a los ojos y a los labios. El pelo lustroso y negro estaba rígido y antinatural. La chocante mancha de pintalabios carmín parecía impúdica en contraste con la tez pálida, hasta que la maquilladora pelirroja le aplicó una gruesa capa de maquillaje.

– ¡Un minuto, chicos! -gritó el hombre de los auriculares.

McManus despachó a la maquilladora con un ademán. Se puso en pie, se alisó la falda demasiado corta, se enderezó la chaqueta, se miró en un espejo de bolsillo y volvió a sentarse. En aquel momento, Christine advirtió que la había estado mirando fijamente. La cuenta atrás la devolvió a la realidad, la sacó del trance, y se preguntó por qué habría accedido a realizar aquella entrevista.

– Tres, dos, uno…

– Buenos días -dijo McManus a la cámara, con una ama-ble sonrisa que transformaba todo su rostro-. Hoy tenemos a una invitada especial en Buenos días, Omaha. Christine Ha- milton es la reportera del Omaha Journal que ha estado cubriendo los asesinatos ocurridos en el condado de Sarpy. Buenos días, Christine -McManus saludó a Christine por primera vez.

– Buenos días -de pronto, las luces, las cámaras, eran reales y estaban clavadas en ella. Christine intentó no pensar en ello. Ramsey le había dicho que hasta la cadena de noticias de la ABC estaría emitiendo la entrevista en vivo. Era ésa, sin duda, la razón de que McManus estuviera allí en lugar de la presentadora habitual del programa.

– Tengo entendido que esta mañana está aquí no como reportera, sino como madre preocupada. ¿Es así, Christine?

McManus la intrigaba. ¿Cómo podía simular una preocupación tan convincente en un abrir y cerrar de ojos? Aunque parecía mirar a Christine con sincera preocupación, en realidad, tenía los ojos puestos detrás de ella, justo por encima de su hombro, en el TelePrompTer. De pronto, advirtió que McManus estaba esperando una respuesta, y que la impaciencia empezaba a revelarse en sus labios fruncidos.

– Creemos que mi hijo, Timmy, puede haber sido raptado ayer por la tarde -a pesar de todas las distracciones, le tembló el labio, y reprimió el impulso de mordérselo para frenar el temblor.

– Eso es terrible -McManus se inclinó hacia delante y dio una palmadita a las manos entrelazadas de Christine, falló en la tercera palmada y le tocó la rodilla. McManus retiró la mano rápidamente, y Christine sintió deseos de volverse para ver si el TelePrompTer incluía gestos-. ¿Y las autoridades creen que podría ser el mismo hombre que mató brutalmente a Danny Alverez y a Matthew Tanner?

– No lo sabemos con certeza pero sí, hay muchas posibilidades de que así sea.

– Está divorciada y cría a su hijo Timmy usted sola, ¿verdad, Christine?

La pregunta la sorprendió.

– Sí, así es.

– Laura Alverez y Michelle Tanner también eran madres separadas, ¿no es cierto?

– Sí, creo que sí.

– ¿Cree que el asesino podría estar queriendo transmitir algo al escoger a niños que están siendo educados por sus madres?

Christine vaciló.

– No lo sé.

– ¿Está su marido implicado en la educación de Timmy?

– No mucho, no -Christine restringió la impaciencia a las manos que retorcía en el regazo.

– ¿No es cierto que Timmy y usted no han visto a su marido desde que la dejó por otra mujer?

– No me dejó, nos divorciamos -la impaciencia rayaba en enojo. ¿De qué iba a servir aquello para encontrar a Timmy?

– ¿Es posible que su marido se haya llevado a Timmy?

– Lo dudo.

– Lo duda, pero existe una posibilidad, ¿verdad?

– No es probable -las luces parecían aún más brillantes, abrasadoras. Sintió un reguero de sudor por la espalda.

– ¿Se ha puesto la oficina del sheriff en contacto con su ex marido?

– Nos pondríamos en contacto con él si supiéramos cómo o dónde… Oiga, ¿no cree que preferiría creer que Timmy está con su padre que con un loco que descuartiza a niños pequeños?

– Está alterada. Quizá debamos hacer una pausa -McManus se inclinó otra vez hacia delante, con la frente arrugada de preocupación, pero en aquella ocasión alargó las manos para servir un vaso de agua-. Todos comprendemos lo difícil que debe de ser esto para usted, Christine -le pasó el vaso.

– No, no lo entienden -Christine hizo caso omiso del agua, y McManus se azoró.

– ¿Perdone?

– Es imposible que lo entienda. Ni siquiera yo lo entendía. Sólo pensaba en la noticia, como usted.

McManus miró alrededor para buscar al director del plató, tratando de parecer natural mientras la frustración empañaba su fachada serena.

– Estoy segura de que está sometida a mucha presión, Christine. Y hablar de esto también debe de ser estresante. Hagamos una pausa para la publicidad y así podrá tranquilizarse.

McManus mantuvo la sonrisa hasta que las luces de la cámara perdieron fuerza y el director del plató hizo una seña. Entonces, la furia estalló en su rostro con un ceño que creó nuevas arrugas en su maquillaje. Pero la furia iba dirigida al hombre alto y calvo, y no a Christine. De hecho, Christine volvió a hacerse invisible.

– ¿Qué diablos queréis conseguir con esto? Necesito algo con lo que pueda trabajar.

– ¿Tengo tiempo para ir al servicio? -preguntó Christine al director del plató, y éste asintió. Se soltó el micrófono y lo dejó junto al vaso de agua que había rechazado. McManus la miró y forzó una breve sonrisa.

– No tardes mucho, cielo. Esto no es como tu periódico; no podemos parar la rotativa. Esto es el directo -tomó el vaso de agua y bebió en pequeños sorbos para no estropearse el pintalabios.

Christine se preguntó si McManus sabría cómo se llamaba Timmy sin la ayuda del TelePrompTer. A la cotizada presentadora le importaban un comino Timmy, Danny y Matthew. Santo Dios, ¡qué cerca había estado de convertirse en una Darcy McManus!

Christine se dirigió a la parte de atrás del plató, con cuidado de no tropezar con los cables. En cuanto se apartó de los focos, su cuerpo sintió una brisa de aire fresco. Podía respirar otra vez. Siguió caminando por el estrecho pasillo, esquivando a los ayudantes de plató y pasando delante de los servicios, de los vestuarios hasta atravesar, por fin, la puerta gris metálica marcada con el letrero de Salida.


– ¿Estoy detenido? -quiso saber Ray Howard mientras movía nerviosamente los dedos en la silla de respaldo alto.

Maggie se lo quedó mirando. Los ojos sobresalían sobre su tez pastosa; eran unos ojos insípidos, de un color gris deslavazado y con pequeñas venas rojas que ponían en evidencia su agotamiento. Ella se frotó la nuca para disipar su propio cansancio. Intentó recordar cuándo había dormido por última vez.

La pequeña sala de conferencias zumbaba con el goteo del café recién hecho, que llenaba la habitación con su aroma. Un chorro de sol naranja se filtraba por las persianas venecianas. Nick y ella llevaban allí horas, haciendo las mismas preguntas y obteniendo las mismas respuestas. Aunque había insistido en interrogar a Howard, seguía sin creer que fuera el asesino. Nada había cambiado, pero confiaba en que supiera algo, cualquier cosa, y cediera a la presión. Nick, sin embargo, persistía, convencido de que Howard era su hombre.

– No, Ray. No estás detenido -contestó Nick por fin.

– Sólo pueden retenerme aquí durante cierto número de horas.

– ¿Y cómo sabes eso, Ray?

– Eh, veo Homicidio y Policías de Nueva York. Conozco mis derechos. Y tengo un amigo que es poli.

– ¿En serio? ¿Tienes un amigo?

– Nick -lo previno Maggie.

Nick puso los ojos en blanco y se remangó la camisa. Maggie vio que tenía los puños cerrados y que su impaciencia bullía a flor de piel.

– Ray, ¿te apetece un poco de café recién hecho? -preguntó Maggie con vacilación. El conserje bien vestido vaciló; después, asintió.

– Con leche y dos cucharaditas de azúcar. Leche fresca. Si tiene. Y prefiero no usar azucarillos.

– ¿Qué tal algo de comer? Sé que no ha almorzado, y ya casi es la hora de cenar. Nick, podríamos pedir algo de Wanda's.

Nick frunció el ceño, pero Howard se enderezó, encantado.

– Me encantan los filetes de pollo frito de Wanda's.

– Estupendo. Nick, ¿podrías encargar un filete de pollo frito para el señor Howard?

– Con puré de patatas y salsa de carne, no de pimienta. Y me gusta el aderezo italiano para la ensalada. Pero sin mezclar.

– ¿Algo más? -Nick no se molestó en ocultar su impaciencia ni su sarcasmo. Howard volvió a encogerse en la silla.

– No, nada más.

– ¿Y para usted, agente O'Dell? -le lanzó una mirada de desprecio impregnada de frustración.

– Un sandwich de jamón y queso. Creo que ya sabes cómo me gusta -le sonrió, y la complació ver que relajaba la mandíbula y que su mirada se suavizaba.

– Sí, lo sé -era obvio que el recuerdo había reemplazado de inmediato el sarcasmo y la frustración-. Enseguida vuelvo.

Maggie dejó una taza de café humeante delante de Howard; después, caminó a lo largo de la habitación, esperando a que el conserje se relajara. Encendió las luces del techo. Los fluorescentes inundaron de luz la sala y lo hicieron parpadear. Le recordaba a un lagarto con sus parpadeos lentos mientras probaba el café caliente con la lengua larga. Cuando vio que se había olvidado de su presencia, se colocó detrás de él y dijo:

– Sabes dónde está Timmy Hamilton, ¿verdad, Ray?

Dejó de sorber. Enderezó la espalda, dispuesto a defenderse otra vez.

– No, no lo sé. Y tampoco sé qué hacía ese teléfono en mi cajón. No lo había visto nunca.

Maggie rodeó la mesa y se sentó justo delante de él. Los ojos de lagarto trataron de eludir su mirada y, por fin, se posaron en su barbilla. Bajó la vista fugazmente a sus senos, aunque no lo bastante deprisa para impedir que el rubor trepara por su cuello blanco.

– El sheriff Morrelli cree que mataste a Danny Alverez y a Matthew Tanner.

– Yo no he matado a nadie -barbotó.

– ¿Ves? Yo te creo, Ray.

Pareció sorprenderse y la miró a los ojos para ver si era un truco.

– ¿De verdad?

– No creo que hayas matado a esos niños.

– Me alegro, porque no lo he hecho.

– Pero creo que sabes más de lo que nos cuentas. Creo que sabes dónde está Timmy.

No protestó, pero lanzó miradas por toda la habitación: el lagarto buscaba una salida. Sostenía el tazón con las dos manos, y Maggie advirtió que tenía las uñas mordidas, algunas de forma alarmante. Desde luego, no parecían las uñas de una persona obsesionada con la limpieza.

– Si nos lo dices, podremos ayudarte, Ray. Pero si averi-guamos que lo sabías y que no nos lo habías dicho, podrías acabar cumpliendo condena durante mucho tiempo, aunque no hayas matado a esos niños.

El conserje se miró la mano y empezó a morderse y a pelar las pocas uñas que le quedaban.

– ¿Dónde está Timmy, Ray?

– ¡No sé dónde está ningún niño! -gritó, conteniendo la furia con los dientes amarillos apretados-. Y el que use la camioneta algunas veces para cortar leña no significa nada.

Maggie se pasó los dedos por el pelo. La falta de sueño y de comida le provocaba mareos. ¿Habrían perdido toda la tarde? Keller podría haber escondido fácilmente el móvil en la habitación de Howard. Sin embargo, Maggie sospechaba que el conserje estaba al tanto de todo lo que ocurría en la casa parroquial.

– ¿Dónde cortas leña, Ray?

Se la quedó mirando, todavía lamiéndose las uñas. Intentaba adivinar por qué quería saberlo.

– He visto la chimenea de la casa parroquial -prosiguió Maggie-. Debe de consumir una tonelada de leña en invierno, sobre todo, este año que ha llegado tan pronto.

– Cierto. Y al padre Francis le gusta… -se interrumpió y bajó la mirada al suelo-. Que en paz descanse -murmuró a sus pies, y volvió a alzar la vista-. Le gustaba que esa habitación estuviera muy caliente.

– Entonces, ¿adonde vas?

– Al río. La iglesia todavía tiene allí un trozo de tierra en propiedad. Donde está la vieja iglesia de Santa Margarita. Era muy hermosa, pero se está viniendo abajo. Hay muchos olmos y nogales secos, unos cuantos robles y multitud de arces de río. La madera de nogal es la que mejor se quema -se interrumpió y miró por la ventana.

Maggie siguió su mirada vacía. El sol se hundía en el horizonte cubierto de nieve, proyectando un rojo sangriento sobre el manto blanco. Cortar leña le había recordado algo, pero ¿qué?

Sí, Ray Howard sabía mucho más de lo que decía, y ni la amenaza de cárcel ni la promesa del pollo frito de Wanda's lo inducirían a hablar. Iban a tener que dejarlo marchar.


Nick colgó el teléfono y se recostó en el sillón de su despacho para frotarse los ojos y borrar de ellos el enojo. Sabía que Maggie había visto lo ansioso que estaba por golpear algo, quizá incluso a Ray Howard. ¿Cómo hacía ella para permanecer tan serena?

No podía dejar de pensar en Timmy. Era como si le hubieran instalado una bomba de relojería en el pecho, y el tictac cada vez sonaba más deprisa retumbando en sus costillas. Se les estaba agotando el tiempo.

Aaron Harper y Eric Paltrow habían sido asesinados en un intervalo inferior a dos semanas. Matthew Tanner había sido raptado una semana después que Danny Alverez. Sólo habían pasado unos días y Timmy había desaparecido. Algo estaba acelerando al asesino. Si no conseguían atraparlo, ¿volvería a desaparecer durante seis años? Peor aún, ¿se integraría en la comunidad, como había hecho antes? Si no era Howard ni Keller, ¿quién diablos era?

Nick tomó la hoja arrugada de encima de la mesa. La misteriosa hoja con códigos y direcciones que había encontrado en la guantera de la camioneta tenía una extraña lista de la compra escrita en el reverso. Volvió a leer los artículos, tratando de darles una lógica. Manta de lana, queroseno, cerillas, naranjas, Snickers, raviolis, veneno para ratas. Quizá fuera una sencilla lista para una acampada, pero su instinto le decía que se trataba de algo más.

Llamaron a la puerta, y Hal entró sin esperar una invitación. Tenía los hombros encogidos de agotamiento y el pelo pegado a la cabeza de tantas horas sin quitarse el sombrero.

– ¿Qué has averiguado, Hal?

Se dejó caer en la silla del otro lado del escritorio.

– La ampolla vacía que has encontrado en la camioneta contenía éter.

– ¿Éter? ¿De dónde diablos ha salido?

– Seguramente, del hospital. Hablé con el director, y dijo que tenían ampollas parecidas en el depósito de cadáveres. Lo utilizan como una especie de disolvente, pero podría utilizarse para hacer perder el conocimiento a una persona. Con respirarlo un poco, basta.

– ¿Quién podría tener acceso al depósito de cadáveres?

– Cualquiera, la verdad. No cierran la puerta con llave.

– ¿En serio?

– Piénsalo, Nick. Raras veces se usa el depósito de cadáveres y, cuando lo hacen, ¿quién va a husmear por ahí?

– Cuando se está llevando a cabo una investigación criminal, debería estar cerrado con llave para que sólo pudieran entrar personas autorizadas -Nick tomó un bolígrafo y empezó a tamborilear con él sobre la mesa para desahogar su furia. Todavía sentía deseos de golpear algo.

Hal guardó silencio y, cuando Nick lo miró, se preguntó si hasta Hal pensaría que estaba desquiciándose.

– ¿Has encontrado alguna huella en el vial?

– Sólo las tuyas.

– ¿Y las cerillas?

– Bueno, no es un local de striptease. La Dama de Rosa es un pequeño bar barbacoa del centro de Omaha, situado a una manzana de la comisaría de policía. Muchos agentes de policía son clientes del local. Eddie dice que sirven las mejores hamburguesas de la ciudad.

– ¿Eddie?

– Sí, Gillick era policía municipal antes de mudarse aquí. Pensaba que lo sabías. Claro que hace mucho tiempo de eso… seis o siete años.

– No me fío de él -barbotó Nick; y lo lamentó en cuanto vio la cara de Hal.

– ¿De Eddie? ¿Y por qué no ibas a fiarte de Eddie?

– No lo sé. Olvida lo que he dicho.

Hal movió la cabeza y se levantó de la silla. Ya estaba saliendo por la puerta cuando se dio la vuelta, como si hubiera olvidado algo.

– ¿Sabes, Nick? No quiero que te lo tomes a mal, pero hay muchas personas en esta oficina que piensan lo mismo de ti.

– ¿Y qué es lo que piensan? -Nick se enderezó. Dejó de dar golpecitos con el bolígrafo.

– Tienes que reconocer que conseguiste este trabajo gracias a tu padre. ¿Qué experiencia tienes en la defensa de la ley? Oye, Nick, soy tu amigo, y estaré contigo hasta el final. Pero quiero que sepas que algunos de los chicos tienen dudas. Creen que estás dejando que O'Dell dirija el espectáculo.

Ya estaba… la bofetada que había estado esperando durante días. Se pasó una mano por la mandíbula como si pudiera suavizar el dolor.

– Ya lo había imaginado; sobre todo, desde que mi padre dirige su propia investigación.

– Eso es otra cosa. ¿Sabes que tiene a Eddie y a Lloyd localizando a ese tal Mark Rydell?

– ¿Rydell? ¿Quién diablos es Rydell?

– Un amigo o compañero de Jeffreys.

– Dios, ¿es que a nadie le entra en la cabeza? Jeffreys no mató a los tres… -se interrumpió al ver a Christine en el umbral.

– Tranquilo, Nick, no estoy aquí como periodista -vaciló; después, entró. Tenía el pelo alborotado, los ojos rojos, la cara manchada de lágrimas, la trinchera mal abrochada. Estaba hecha unos zorros-. Tengo que hacer algo. Tienes que dejarme ayudar.

– ¿Te apetece un café, Christine? -preguntó Hal.

– Sí, gracias.

Hal miró a Nick a modo de despedida y se marchó.

– Pasa, siéntate -dijo Nick, y tuvo que reprimir el impulso de levantarse y ayudarla a atravesar la habitación. Lo desquiciaba verla así. Era su hermana mayor, él era el que siempre lo hacía todo mal, ella la fuerte. Incluso cuando Bruce se fue. En aquellos momentos, le recordaba a Laura Alverez con su inquietante calma.

– Corby me ha dado unos días libres, pero con la condición de que el periódico tenga la exclusiva de lo que pase -se quitó la gabardina, la arrojó con descuido sobre una silla y empezó a dar vueltas delante de la mesa, aunque no parecía tener fuerzas ni siquiera para mantenerse en pie-. ¿Has tenido suerte intentando localizar a Bruce? -eludió mirarlo, pero Nick ya sabía que era un tema espinoso que su hermana no tuviera la más remota idea de dónde se encontraba su marido.

– Todavía no, pero puede que se entere de lo de Timmy por la tele y se ponga en contacto con nosotros.

Christine hizo una mueca.

– Tengo que hacer algo, Nick. No puedo quedarme sentada en casa esperando. ¿Qué haces con eso? -señaló la lista de la compra, que había dejado boca abajo, con los extraños códigos a la vista.

– ¿Sabes lo que es?

– Claro, la etiqueta de un fardo.

– ¿El qué?

– La etiqueta de un fardo. Los repartidores reciben una cada día con la prensa. ¿Ves? Señala el número de la ruta, el código de cada repartidor, el número de periódicos que ha de repartir y las paradas de la ruta.

Nick se levantó del sillón y dio la vuelta a la mesa para ponerse a su lado.

– ¿Puedes saber de quién es y de qué día?

– A ver… Es del domingo diecinueve de octubre. El código del repartidor es ALV0436. Por las direcciones que figuran en las paradas parece que… -miró a Nick con los ojos muy abiertos-. Ésta es la ruta de Danny Alverez. Y del domingo en que desapareció. ¿Dónde has encontrado esto, Nick?


Cuando anochecía, anochecía deprisa. A pesar de sus esfuerzos por mantener la calma, la perspectiva de una larga noche a oscuras minaba las defensas de Timmy.

Se había pasado el día tratando de idear la manera de fugarse o, al menos, de enviar una señal de auxilio. Desde luego, no era tan fácil como parecía en las películas, pero lo había ayudado a mantenerse centrado. El desconocido le había llevado tebeos de Flash Gordon y de Superman. Aun equipado con los secretos de aquellos superhéroes, Timmy no podía huir. A fin de cuentas, era un niño pequeño y flaco de diez años. Pero en el campo de fútbol había aprendido a sacar partido de su delgadez, colándose entre los jugadores. Quizá no fuera fuerza lo que necesitaba, sino maña.

Costaba trabajo pensar cuando la oscuridad empezaba a devorar los rincones de la habitación, pero a la lámpara le quedaba muy poco queroseno, así que debía encenderla lo más tarde posible.

Se había pasado el día aguzando el oído para oír voces, perros ladrando o motores de coches, campanas de iglesia o sirenas de emergencia. Aparte del silbido lejano de un tren y del ruido de un reactor al cruzar el cielo, no había oído nada. Tenía la sensación de estar lejos, muy lejos, de nadie que pudiera ayudarlo.

Algo correteó por el suelo, un clic clac de minúsculas uñas sobre la madera. El corazón empezó a latirle con fuerza y los temblores lo sacudieron. Encendió el mechero, pero no podía ver nada. Por fin, cedió. Sin levantarse de la cama, se inclinó hacia la caja de embalaje y encendió la lámpara. Su luz dorada llenó de inmediato la habitación. Debería haber sentido alivio, pero se hizo un ovillo y se arropó, tapándose hasta la barbilla con la manta. Y, por primera vez desde que su padre se había marchado, Timmy cedió a las lágrimas.


Era lista, a pesar de todas esas curvas. Sin duda, un digno adversario. Pero se preguntaba cuánto sabría la agente especial Maggie O'Dell de verdad y cuánto no era más que un juego. No importaba; le gustaban los juegos. Mantenían a raya las palpitaciones.

Nadie se fijó en él mientras recorría los pasillos asépticos. Quienes lo hacían, lo saludaban con la cabeza y seguían avanzando. Aceptaban su presencia allí tan fácilmente como en cualquier rincón de la comunidad. Se mimetizaba a la perfección, aunque a la luz del día también llevaba careta, una que no podía quitarse como si fuera de goma.

Bajó las escaleras. Incluso aquel día olían a amoniaco. Le recordó las veces que había visto a su madre fregando el suelo de la cocina a cuatro patas, a menudo a las dos o a las tres de la madrugada, mientras su padrastro dormía. Sus delicadas manos estaban rojas y ásperas por la presión y la agresión del líquido. ¿Cuántas veces la había observado sin que ella se percatara? Sofocaba sus gemidos y cepillaba el suelo con movimientos frenéticos, como si así pudiera limpiar el desastre que era su vida.

Y allí estaba él, tantos años después, tratando de limpiar su propia vida, restregando las imágenes de su pasado con sus propios rituales secretos. ¿Cuántos asesinatos harían falta para borrar la imagen de ese niño indefenso y lloroso de la infancia?

La puerta se cerró con fuerza a su espalda. Ya había estado allí antes y aquel entorno familiar lo tranquilizaba. En el techo, giraba un ventilador. Aparte de aquel zumbido, reinaba el silencio, un silencio apropiado para aquella tumba provisional.

Se puso los guantes quirúrgicos. ¿En qué cámara estaría? Escogió la número tres y tiró. El chirrido del metal le hizo torcer los labios, pero lo complació ver que había acertado.

La bolsa negra parecía diminuta en la larga cama plateada. Bajó la cremallera despacio, con reverencia, apartándola a los lados del pequeño cuerpo gris. Las incisiones del forense, cortes y rebanadas precisos, le repugnaban, así como las puñaladas que él mismo había infligido. El pobre cuerpecillo de Matthew parecía un plano de carreteras. Matthew, sin embargo, se había ido… a un lugar mucho mejor. Un lugar libre de dolor y de humillación, libre de soledad y abandono. Sí, se había encargado de que el descanso eterno de Matthew fuera apacible. Seguiría siendo un niño inocente durante la eternidad.

Se puso los guantes de goma, desenvolvió el cuchillo filetero y lo dejó a un lado. Necesitaba destruir la única prueba que podía vincularlo a los asesinatos. Qué descuidado había sido. Qué loco y estúpido. Quizá ya fuera demasiado tarde pero, de ser así, Maggie O'Dell ya estaría leyéndole los derechos.

Siguió bajando la cremallera para poder examinar las piernecitas de Matthew. Sí, allí, en el muslo, las dentelladas púrpuras. Resultado de la rabia demoníaca que llevaba dentro. La vergüenza fluyó hacia su estómago, líquida y candente. Abrió las piernas del niño y empuñó el cuchillo.

Oyó un portazo en el pasillo, y se quedó inmóvil. Contuvo el aliento y aguzó el oído. Unas suelas de goma se acercaron por el pasillo y se detuvieron justo delante de la puerta. Vacilaron. Él esperó, sosteniendo el cuchillo con fuerza en la mano. ¿Cómo explicaría aquello? Resultaría extraño; posible, pero extraño.

Cuando ya creía que iban a estallarle los pulmones, el calzado de goma empezó a alejarse con su característico crujido. Esperó a oír las pisadas al final del pasillo, a oír la puerta que se cerraba; después, inspiró hondo.

Sí, se estaba volviendo temerario. Cada vez le costaba más trabajo limpiar su rastro, ahogar a ese odioso demonio que a veces obstaculizaba su misión. Ni siquiera en aquellos momentos, empuñando el cuchillo, era capaz de cortar. Le temblaba la mano, el sudor le caía por la frente hasta los ojos. Pero pronto acabaría.

Pronto, el sherifF Nick Morrelli tendría a su primer sospechoso. Ya se había cerciorado de ello, allanando el terreno y plantando suficientes pruebas y pistas. Se estaba convirtiendo en un experto. Y era tan fácil… como lo había sido con Ronald Jeffreys. Sólo había tenido que introducir varios objetos en el maletero de Jeffreys y hacer una llamada anónima al supersheriff Antonio Morrelli. Pero había sido imprudente incluso entonces al meter los calzoncillos de Eric Paltrow en el coche de Jeffreys.

Siempre se había quedado con los calzoncillos de los niños como souvenir, pero con Eric, se había despistado. No le costó rescatarlos del depósito de cadáveres. Su error, sin embargo, fue introducir los calzoncillos de Eric y no los de Aaron en el maletero de Jeffreys. Curiosamente, nunca había sabido si su torpeza había pasado desapercibida o si el poderoso Antonio Morrelli había optado por pasarla por alto. Pero no volvería a correr el riesgo, no sería temerario. Y no tardaría en poner fin a las palpitaciones, quizá para siempre. Ataría unos cuantos cabos sueltos, salvaría a otro niño perdido y, por fin, sus demonios descansarían.

Sí, salvaría al pobre Timmy. Tantos cardenales… Imaginaba lo que el niño soportaba en manos de aquéllos que afirmaban quererlo. Y le caía bien; pero claro, le habían caído bien todos, los había escogido expresamente para salvarlos. Para apartarlos del mal.


Christine pulsó la tecla de la fotocopiadora y vio la amplia sonrisa de Timmy deslizarse por la ranura y caer a la bandeja. Su hijo detestaría que estuviera usando la fotografía del álbum escolar del año anterior, en la que salía con el cuello de la camisa torcido y el remolino tieso. Era una de las favoritas de Christine. De pronto, la sorprendió lo infantil que parecía en la foto. ¿Podrían reconocerlo? Había cambiado tanto en tan sólo un año…

Programó el número de copias y volvió a darle a la tecla para contemplar cómo las amplias sonrisas salían una detrás de otra y caían a la bandeja. A su espalda, se oía el bullicio de la oficina del sheriff: balbuceos, pisadas, ruido de máquinas. A pesar de la tarea, se sentía aislada, invisible. Se preguntó si Nick le habría encomendado aquello sólo para quitársela de en medio. Según él, cuantas más imágenes salieran a los medios de comunicación y a los establecimientos, más posibilidades habría de refrescarle la memoria a alguien. No era, ni mucho menos, la actitud que había adoptado en el caso de Danny Alverez, pero quizá todos hubieran aprendido una difícil lección. Marcharse en mitad de la entrevista le costaría su provechoso empleo televisivo, pero a Christine no le importaba. Lo único que le importaba era recuperar a su hijo.

Supo que lo tenía detrás. Sintió un frío inquietante, como si le hubieran metido un cubito de hielo por la espalda. Se volvió despacio justo cuando Eddie Gillick apretaba su cuerpo contra ella, inmovilizándola contra la fotocopiadora. Tenía gotas de sudor en el labio, por encima del fino bigote. Estaba jadeando, como si acabara de entrar corriendo. El olor de su aftershave la asaltó con fuerza mientras la miraba de arriba abajo.

– Perdona, Christine, tengo que hacer un par de copias de estas fotografías -las levantó rápidamente, pero al ver que ella apenas las miraba, se las puso delante, pasándolas una detrás de otra. Eran ampliaciones lustrosas de veinte por veinticinco; el acabado brillante realzaba los cortes rojos. Un primer plano de piel levantada, un cuello rajado, y el rostro pálido de Matthew Tanner, con sus ojos vidriosos mirándola fijamente.

Christine se escabulló como pudo, haciéndose una rozadura en la barbilla con el mueble de la fotocopiadora para poder huir de Eddie Gillick. Éste sonrió cuando la vio chocar con un miembro de la policía montada y darse un golpe en la rodilla con una mesa en sus intentos de cruzar la habitación.

Una vez a salvo en el rincón, cerca del surtidor de agua, Christine se apoyó en la pared y contempló el caos. ¿Se movían todos a cámara lenta o era su imaginación? Hasta las voces sonaban amortiguadas, todas ellas confundiéndose en un mismo tono barítono. Y ese timbre, ese timbre agudo e incesante. ¿Sería un teléfono? ¿O una alarma de incendios? ¿No debían alarmarse? ¿O parar el ruido? ¿Es que no lo oían?

– ¿Christine, te encuentras bien?

El rostro de Lucy Burton apareció ante ella, con el rostro deformado y los ojos saltones, como el reflejo en un espejo de circo. Sólo que no había espejos. Lucy estaba diciéndole algo más; movía sus labios pintados pero no emitía sonido alguno.

– No puedo oírte, Lucy -dijo, y al instante advirtió que hablaba sólo con el pensamiento.

Notó que resbalaba por la pared. No podía detener su cuerpo, había perdido el control, como si ella también se estuviera moviendo a cámara lenta. Tantos pies, tantos zapatos gastados, uñas rojas, un par de botas de cowboy. Después, alguien apagó las luces.


Nick salió de su despacho a tiempo de ver el corrillo cerca del surtidor de agua. Christine estaba en el centro, caída en el suelo. Lucy la abanicaba con una carpeta mientras Hal la mantenía apoyándola contra su hombro. El padre de Nick contemplaba la escena con los demás, con las manos hundidas en los bolsillos. Hacía tintinear las monedas que tenía en el bolsillo, poniendo de manifiesto su irritación. Nick sabía lo que estaba pensando: ¿Cómo se atrevía Christine a dar muestras de debilidad delante de sus colegas?

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Nick a Eddie Gillick, que estaba en la fotocopiadora.

– No lo sé. No lo he visto -dijo Eddie mientras pulsaba las teclas de la fotocopiadora, de espaldas a la conmoción. Era el único que estaba en aquel lado de la sala. Nick bajó la mirada a las copias que escupía la máquina y vio pedazos de Matthew Tanner cubriendo el rostro sonriente de Timmy. Tal vez se hubiera excedido al pedirle a Christine que sacara copias de su hijo desaparecido.

– Tienes las fotografías de la autopsia -dijo Nick, sin dejar de mirar a Christine.

– Sí, acabo de recogerlas del depósito de cadáveres del hospital. Pensé que querrías tener copias.

– Estupendo. Cuando acabes, deja los originales sobre mi mesa.

Al menos, Christine parecía haber vuelto en sí. Adam Preston le pasó un vaso de papel, y ella bebió el agua como si la hubieran rescatado del desierto. Nick contemplaba la escena paralizado, impotente. El tictac de su pecho sonaba más fuerte que nunca. Lanzó una mirada a Eddie. ¿Podría él oír el tictac?

– Está bien, todo el mundo -anunció su padre-. Ha acabado el espectáculo. Volvamos al trabajo.

Obedecieron sus órdenes sin vacilación. Cuando vio a Nick, le hizo una seña para que se acercara. Nick no se movió, era un esfuerzo desesperado por recuperar un rastro de autoridad. Su padre firmó algo para Lloyd y después se acercó, sin percatarse del desplante de Nick.

– Lloyd ha encontrado a Rydell. Vamos a traerlo para interrogarlo.

– No tienes autoridad para hacer eso -Nick se concentró. Debía mostrarse sereno, templado, al mando.

Las cejas pobladas se elevaron, los ojos azules se clavaron en Nick.

– ¿Cómo dices?

Su padre lo había oído perfectamente. Era parte de su intimidación. Siempre había funcionado… en el pasado.

– Ya no tienes autoridad para detener a nadie -sostuvo la mirada entornada de su padre.

– Intento ayudarte, chico, para que no quedes como un condenado idiota delante de toda la comunidad.

– Mark Rydell no ha tenido nada que ver con esto.

– Claro. Estás apostando tu dinero por un conserje de iglesia simplón.

– Tengo pruebas que inculpan a Ray Howard. ¿Qué tienes tú contra Rydell?

Para entonces, la oficina había vuelto a quedarse en silencio. Sólo que aquella vez, nadie se atrevía a acercarse. Los miraban desde las mesas y los umbrales, fingiendo estar trabajando.

– Todo el mundo sabe que Rydell es marica. Tiene un historial tan largo como mi brazo por dar palizas a otros maricas. Fue el compañero de Jeffreys durante un tiempo. Siempre sospeché que podría haber estado implicado en los asesinatos. Apostaría la granja a que es él el imitador, pero tú no puedes verlo porque no ves más allá del bonito trasero de la agente Maggie.

El calor le ascendió por el cuello. Su padre le dio la espalda, despachándolo, como tenía por costumbre. Nick lanzó una mirada a los ojos que fingían trabajar. Entonces, vio a Maggie en el umbral de la sala de conferencias. Se miraron a los ojos. En aquel instante, supo que lo había oído.

– El asesino no es un imitador -dijo a la espalda de su padre.

– ¿Qué cojones estás diciendo?

Su padre se limitó a volver la cabeza. Tomó las fotografías de la autopsia de manos de Eddie, que le pasó de buena gana los originales sin ni siquiera mirar a Nick.

– Jeffreys sólo fue responsable de la muerte de Bobby Wilson -su padre no levantó la vista de las fotografías-. No mató a los tres niños. Pero claro, eso ya lo sabías -esperó a que captara la acusación. Por fin, su padre lo miró con un ceño normalmente lo bastante poderoso para reducirlo a un adolescente gimoteador. Nick permaneció erguido, sin meterse las manos en los bolsillos. En cambio, cruzó los brazos. Estaba preparado.

– ¿Qué insinúas?

– He leído el informe de la detención de Jeffreys, he visto los informes de las autopsias. Es imposible que Jeffreys cometiera los tres asesinatos. Hasta Jeffreys te lo dijo, una y otra vez.

– ¿Así que ahora crees a un asesino maricón de mierda antes que a tu padre?

– Tus propios informes demuestran que Jeffreys no mató a los otros dos niños. Pero tú estabas demasiado ciego. No, querías ser un héroe. Así que pasaste por alto la verdad y dejaste que se escapara un asesino. O puede que hasta amañaras las pruebas. Y ahora, tu propio nieto va a pagar por tus errores y tu jodido orgullo.

El primer puñetazo lo tomó por sorpresa. Le sacudió la mandíbula y lo empujó hacia atrás, contra la fotocopiadora. Recuperó el equilibrio, pero todavía tenía la vista borrosa cuando el segundo puñetazo le cruzó la cara. Alzó la vista y vio a su padre en el mismo sitio, en la misma postura, con las fotografías en las manos y una mirada de sorpresa en la cara. Nick ni siquiera se dio cuenta de que no eran los puños de su padre los que lo habían golpeado hasta que no vio a Hal conteniendo a Eddie Gillick.


Maggie esperó, pero no la sorprendió que Nick no regresara a su sala de interrogatorios improvisada. Adam Preston les llevó la cena de Wanda's. Maggie le dijo a Ray Howard que podía quedarse y comerse tranquilamente el filete y que, después, podía irse a casa. La miró con recelo hasta que Adam le colocó delante el plato humeante. Entonces, pareció olvidarlo todo.

Maggie se disponía a marcharse cuando Adam, que seguía abriendo y sacando comida, la detuvo.

– Agente O'Dell, esto es para usted.

– No tengo mucha hambre -se volvió hacia él, pero no era un sandwich lo que le pasaba. Se quedó mirando el pequeño sobre blanco que estaba al otro lado de la mesa-. ¿De dónde has sacado eso?

– Estaba en el pedido de Wanda's. Tiene su nombre en el anverso -se lo pasó, estirando el brazo por encima de la mesa, pero ella no hizo ademán de tomarlo. Hasta Howard levantó la mirada de su festín-. Agente O'Dell, ¿qué pasa? ¿Quiere que lo abra yo? -los ojos verdes de Adam la miraban con seriedad. Su semblante reflejaba preocupación.

– No, no hace falta -tomó despacio el sobre por una esquina, fingiendo, aunque demasiado tarde, que no era nada del otro mundo. Para demostrarlo, lo abrió sin vacilar mientras Adam la miraba. Los dedos se mantuvieron firmes aunque el estómago empezó a hacerle piruetas.

Leyó la nota. Era sencilla, una única frase:

SÉ LO DE STUCKY.

Maggie miró a Adam.

– ¿Está Nick por aquí? -necesitaba mantener la respiración regular, contener el pánico que le devoraba las entrañas.

– Nadie lo ha visto desde que…

– Desde que Eddie lo tumbó de un puñetazo -terminó Howard por Adam. Les sonrió por encima de su tenedor lleno de puré de patatas-. Eddie es mi hombre -dijo, y se metió el tenedor en la boca.

– ¿Qué quieres decir con eso? -le espetó Maggie, y la mirada de Howard le indicó que había sido demasiado brusca. Había vuelto a ponerlo nervioso.

– Nada. Es amigo mío, nada más.

– ¿El agente Gillick es amigo tuyo? -miró a Adam, que se limitó a encogerse de hombros.

– Sí, es un amigo. Eso no es ningún delito, ¿no? Hacemos cosas juntos. Nada del otro mundo.

– ¿Qué cosas?

Howard miró a Adam; había dejado de cortar el filete y de llevarse comida a la boca. Enderezó la espalda. Cuando volvió a mirar a Maggie, ésta vio el frío desafío en sus ojos.

– A veces, viene a la casa parroquial y juega a las cartas con el padre Keller y conmigo. A veces, él y yo salimos juntos a comer hamburguesas.

– ¿Gillick y tú?

– ¿No ha dicho que podía irme?

Se lo quedó mirando. Sí, aquellos ojos sagaces de reptil sabían mucho, mucho más. En el fondo, Maggie estaba convencida de que no era el asesino, a pesar de las corazonadas de Nick. Howard podía haber tenido la desgracia de estar en posesión de su móvil, pero no era el asesino. Su cojera jamás le permitiría correr por la pronunciada ladera próxima al río, ni mucho menos cargar con un niño de entre treinta y treinta y cinco kilos de peso. Y, a pesar de sus astutos comentarios, no era lo bastante inteligente para llevar a cabo una serie de asesinatos.

– Sí, he dicho que podías marcharte -contestó finalmente, sin dejar de mirarlo. Quería que viera la sospecha, que sudara un poco, que metiera la pata. En cambio, Howard siguió cargando el tenedor de comida, sujetándola con el cuchillo, para luego llenarse la boca y empezar a masticar.

Maggie le hizo una seña a Adam, y éste la siguió fuera. Una vez en el pasillo, se detuvo y se recostó en la pared para no caerse de agotamiento. Adam esperaba con paciencia, lanzando rápidas miradas a izquierda y derecha, como si quisiera asegurarse de que nadie lo veía a solas con la agente O'Dell. Era demasiado joven para haber trabajado a las órdenes del viejo Morrelli aunque él también se mostraba ansioso por agradar, por formar parte del grupo. Aun así, su respeto a la autoridad abarcaba a Maggie, y estaba dispuesto a escuchar.

– Te has criado en Platte City, ¿verdad?

La pregunta lo sorprendió. Era natural. Asintió de todas formas.

– ¿Qué puedes contarme sobre la vieja iglesia, la que está en el campo?

– Fuimos a verla, si es a eso a lo que se refiere. Lloyd y yo estuvimos allí antes de la nevada y después, otra vez. Tiene las puertas y las ventanas condenadas. No había pisadas ni huellas de neumáticos, como si nadie se hubiera acercado allí en años.

– ¿Está cerca del río?

– Sí, junto a la carretera de la Vieja Iglesia. Supongo que por eso se llama así. Figura como monumento histórico, por eso no la han derribado.

– ¿Cómo sabes todo eso? -fingió estar interesada, aunque su localización era lo único que necesitaba saber. Si Howard iba allí a cortar leña, quizá hubiera visto algo en los alrededores.

– Mi padre tiene una parcela cerca -prosiguió Adam-. Quiso comprar el terreno de la iglesia y tirar abajo el edificio. Es una tierra de cultivo magnífica. El padre Keller le dijo que no podía derribarla por su carácter histórico. Se usó como parte del Ferrocarril Subterráneo de John Brown allá por el 1860. Se supone que hay un túnel que va de la iglesia al cementerio.

Maggie se irguió, repentinamente interesada. Adam parecía complacido.

– Escondían a esclavos fugitivos en la iglesia. De noche, usaban el túnel para llevarlos al río, desde donde viajaban en botes río arriba hasta el siguiente escondrijo. Hay una vieja iglesia cerca de Nebraska City que también formaba parte del Ferrocarril. Ésa la han convertido en un reclamo para los turistas; ésta está demasiado deteriorada. Dicen que el túnel se ha hundido… por estar demasiado cerca del río. Ya ni siquiera se usa el cementerio. Hace años, cuando el río creció, removió algunas tumbas. Hasta aparecieron ataúdes flotando en el río. Fue espeluznante.

Maggie imaginó el cementerio desierto y el caudaloso río sacando a los muertos de sus sepulturas. De pronto, le pareció el lugar ideal para un asesino obsesionado con la salvación de sus víctimas.

Decidió dejar a Nick una nota, aunque no sabía qué decir. Querido Nick, he salido a buscar al asesino a un cementerio. Sonaba extraño, pero sería más de lo que había dejado antes de salir corriendo en busca de Albert Stucky. Salvo que aquella noche, no había tenido intención real de buscar a Stucky; simplemente, había seguido una pista con la esperanza de encontrar su escondrijo. No se le pasó por la cabeza que podía estar esperándola, tendiéndole una trampa, hasta que no fue demasiado tarde. ¿Podía ser lo que tramaba aquel asesino? ¿Le había tendido una trampa y esperaba que cayera en ella?

– Creo que Nick se ha ido -le dijo Lucy desde el final del pasillo al ver a Maggie con la mano en el pomo de la puerta del despacho.

– Lo sé, sólo voy a dejarle una nota.

Lucy no parecía satisfecha, y se plantó las manos en las caderas, como si esperara más explicaciones. Cuando Maggie no se las dio, añadió:

– Te han llamado antes de la archidiócesis.

– ¿Algún mensaje? -Maggie había hablado con un tal hermano Jonathan, y éste le había asegurado que la Iglesia no creía que la muerte del padre Francis pudiera haber sido fruto de un acto criminal, sólo un desafortunado accidente.

– Espera -Lucy suspiró y rebuscó entre el montón de mensajes-. Aquí está. El hermano Jonathan dijo que el padre Francis no tiene parientes vivos. La Iglesia se ocupará de organizar su entierro.

– ¿No han dicho si nos dejan hacer la autopsia?

Lucy la miró, sorprendida. A Maggie ya no le importaba lo que pudiera pensar.

– He tomado el mensaje yo misma -contestó Lucy-. No dijo nada más.

– Está bien, gracias -Maggie volvió a poner la mano en el pomo de la puerta.

– Si quieres, puedo darle a Nick tu mensaje.

– Gracias, pero casi prefiero dejárselo sobre la mesa.

Maggie entró, pero dejó las luces apagadas y se sirvió del resplandor de las farolas de la calle para guiarse. Tropezó con la pata de una silla.

– ¡Mierda! -masculló, y se inclinó para frotarse la espinilla. Al hacerlo, vio a Nick sentado en el suelo, en el rincón. Tenía las rodillas flexionadas contra el pecho y la mirada puesta en la ventana, como si no se hubiera percatado de su presencia.

Sin decir palabra, se acercó a él y se sentó en silencio a su lado. Siguió su mirada. Desde aquel ángulo, el marco recortaba un trozo de cielo negro. Por el rabillo del ojo vio el labio roto, magullado e hinchado, la mandíbula manchada de sangre seca. Seguía sin moverse, sin dar indicios de haber advertido su presencia.

– ¿Sabes, Morrelli? Para haber sido jugador de fútbol, peleas como una nena.

Quería enfurecerlo, sacarlo del aturdimiento. Reconocía aquel aturdimiento, aquel vacío, que podía paralizar a una persona si no se le hacía frente. No hubo respuesta. Ella permaneció sentada en silencio, junto a él. Debía levantarse, irse; no podía permitirse el lujo de compartir su dolor, ni el riesgo de preocuparse por él. Su propia vulnerabilidad ya era un tremendo inconveniente; no podía asumir la de él.

Justo cuando estaba estirando las piernas para levantarse, Nick dijo:

– Mi padre fue injusto al decir lo que dijo sobre ti.

Maggie volvió a recostarse en la pared.

– ¿Quieres decir que no tengo un trasero bonito?

Por fin, reconoció un atisbo de sonrisa.

– Está bien, sólo medio injusto.

– No te preocupes, Morrelli, he oído cosas peores -aunque siempre la sorprendía lo mucho que escocían.

– ¿Sabes? Cuando empezó todo esto, lo único que me importaba era lo que dirían de mí, si pensarían que soy un incompetente.

Nick siguió mirando por la ventana para no tener que mirarla a ella. Maggie ya se había acostumbrado a la oscuridad y podía observarlo a placer. A pesar de su desaliño, era notablemente atractivo, con todos los rasgos clásicos: mandíbula fuerte y cuadrada, cabellos oscuros sobre piel morena, labios sensuales… hasta las orejas las tenía perfectamente esculpidas. Sin embargo, todas aquellas características físicas que le habían parecido tan atractivas en un principio habían quedado relegadas a un segundo plano. Era su voz fluida y firme lo que anhelaba oír, y sus cálidos ojos celestes los que le dejaban débiles las rodillas. Le gustaba su manera de abrazarla, como si fuera la persona más importante del mundo, y su manera de mirarla a los ojos, como si quisiera vislumbrar su alma. Aquellos ojos la hacían sentirse desnuda y viva. Vuelta como tenía Nick la cara, se sentía privada de su luz, del vínculo íntimo que había empezado a formarse entre ellos. Al mismo tiempo, sabía que no debía sentirse tan compenetrada con un hombre al que sólo conocía desde hacía una semana. Guardó silencio y esperó, temiendo que le revelara algún secreto que los uniría aún más. Al mismo tiempo, en parte, deseaba que lo hiciera.

– Soy un incompetente. No sé cómo dirigir la investigación de un asesinato. Si lo hubiera reconocido en un principio quizá… quizá Timmy no habría desaparecido.

La confesión la sorprendió. No era el mismo sheriff arrogante y gallito de días atrás. Sin embargo, no se estaba compadeciendo de sí mismo, ni siquiera lamentándose. Maggie intuía que, para él, era un alivio poder decirlo en voz alta.

– Has hecho todo lo que has podido, Nick. Créeme, si pensara que deberías haber hecho alguna otra cosa o que deberías estar actuando de otra manera, te lo habría dicho. Por si no te has dado cuenta todavía, no soy tímida en ese aspecto.

Otra sonrisa. Nick apoyó la espalda en la pared y separó las rodillas del pecho. Después, estiró aquellas piernas fuertes y largas.

– Maggie, estoy tan… No hago más que imaginar que lo encuentro. No hago más que verlo… tumbado en la hierba, con esa misma mirada vacía. Nunca me había sentido… -la voz fuerte y fluida se atascó con el nudo que se le había hecho en la garganta-. Me siento tan endiabladamente impotente -volvió a flexionar las rodillas, rozándose la barbilla.

Maggie levantó la mano, pero la dejó en el aire, cerca de la nuca de Nick. Quería consolarlo, acariciarlo. Retiró la mano, se apartó un poco más e intentó ponerse cómoda, controlar aquel poderoso impulso de tocarlo. ¿Qué tenía Nick Morrelli que le hacía desear estar entera otra vez? ¿Que le hacía comprender que no lo estaba?

– Sabes que me he pasado la vida haciendo lo que mi padre me decía… me sugería que hiciera -mantuvo la barbilla sobre las rodillas-. Ni siquiera era por el deseo de complacerlo; simplemente, me resultaba más fácil así. Sus expectativas siempre me parecían menores que las mías. Se suponía que ser sheriff de Platte City consistía en poner multas, rescatar a perros perdidos y poner fin a unas cuantas peleas de bares de vez en cuando. Quizá hasta un accidente de tráfico. Pero no un asesinato. No estoy preparado para afrontar un asesinato.

– Nada puede preparar a una persona para el asesinato de un niño, por muchos cadáveres que haya visto.

– Timmy no puede acabar como Danny y Matthew. No puede. Y aun así… No hay nada que pueda hacer para impedirlo -volvía a hablar con voz entrecortada. Maggie lo miró y él volvió la cabeza hacia el otro lado para que no lo viera-. No hay ni una maldita cosa que pueda hacer.

Oyó las lágrimas en su voz, aunque hacía lo posible por camuflarlas con ira. Maggie volvió a alargar el brazo, volvió a vacilar con la mano en el aire. Por fin, le tocó el hombro. Imaginó que se sobresaltaría, pero permaneció inmóvil y en silencio. Empezó a acariciarle los omóplatos y la espalda. Cuando el consuelo comenzó a resultarle demasiado íntimo, retiró la mano, pero él se la atrapó y la envolvió con suavidad en la suya, más grande. La miró a los ojos y acercó la palma de Maggie a su rostro para frotarla contra su mandíbula hinchada.

– Me alegro de que estés aquí -la miró a los ojos-. Maggie, creo que…

Maggie recuperó la mano, repentinamente incómoda ante aquella inminente revelación. Ya no era un mero coqueteo, veía que estaba experimentando, forcejeando, con sentimientos de los que ella no quería saber nada.

– Pase lo que pase, no será culpa tuya, Nick -cambió de tema aun fingiendo seguir con él-. Estás haciendo todo lo que está en tu mano. Llega un momento en que uno tiene que desvincularse.

Él la miró con aquella mirada profunda que la hacía sentirse como si estuviera desnudándole el alma.

– Tus pesadillas -le dijo en voz baja-. Hay algo de lo que tú no te has desvinculado. ¿De qué, Maggie? ¿De Stucky?

– ¿Cómo sabes lo de Stucky? -Maggie se incorporó, tratando de repeler la tensión que le producía la sola mención de aquel hombre.

– Aquella noche, en mi casa, gritaste su nombre varias veces. Pensé que me hablarías de él. Cuando no lo hiciste… En fin, me dije que no era asunto mío. Puede que aún no lo sea.

– A estas alturas, ya es del dominio público.

– ¿Del dominio público?

– Albert Stucky es un asesino en serie a cuya captura contribuí hace poco más de un mes. Le pusimos el apodo de El Coleccionista. Secuestraba a dos, tres, a veces, incluso a cuatro mujeres a la vez, y las guardaba, las coleccionaba en algún edificio cerrado o almacén abandonado. Cuando se cansaba de ellas, las mataba descuartizándolas, golpeándoles el cráneo, dándoles mordiscos.

– ¡Dios!, y yo que pensaba que el tipo al que estamos persiguiendo estaba como un cencerro.

– Stucky es único en su especie. Fue mi perfil lo que lo identificó. Lo estuvimos siguiendo durante dos años. Cada vez que nos acercábamos, se trasladaba a otra parte del país. En algún momento, Stucky descubrió que yo era la experta en perfiles. Fue entonces cuando comenzó el juego.

La luz de la luna entraba a raudales por la ventana. Maggie lo miró, incómoda ante el escrutinio de aquellos ojos azules penetrantes llenos de tanta preocupación como interés.

– Háblame del juego -le dijo con expresión seria.

– Stucky hurgó en mi pasado. Averiguó que mi padre había muerto, que mi madre era alcohólica. Parecía saberlo todo. Hace cosa de un año, empecé a recibir notas de Stucky. Y empezó a enviar pistas sobre dónde guardaba a las víctimas. Si acertaba, me recompensaba con una nueva pista. Si fallaba, me castigaba con un cadáver. Fallaba bastante; siempre que encontrábamos a una de sus víctimas en un contenedor tenía la sensación de que era culpa mía.

Cerró los ojos, permitiéndose ver los rostros. Todos ellos con la misma mirada de horror. Los recordaba todos, podía enumerar sus nombres, direcciones, características personales. Era como una letanía de santos. Abrió los ojos, rehuyó los de Nick y prosiguió.

– Descansaba un tiempo, pero sólo para mudarse a otra parte del país. Por fin, lo localizamos en Miami. Después de unas cuantas pistas, creí estar segura de que estaba utilizando un almacén abandonado próximo al río. Pero temía volver a equivocarme, no quería sumar otra mujer muerta a mi lista de cargos de conciencia. Así que no se lo dije a nadie. Decidí ir a investigar yo sola. Así, si me equivocaba, nadie moriría. Sólo que acerté, y Stucky me estaba esperando. Ni siquiera lo vi venir.

Respiraba con dificultad, tenía el corazón desbocado, hasta le sudaban las manos. Era agua pasada, ¿por qué la alteraba tanto?

– Me ató a un poste de acero y me hizo mirar. Vi cómo torturaba y mutilaba a dos mujeres. Ni siquiera se inmutaba al oír sus aullidos de dolor.

Dios, le costaba respirar. ¿Cuándo dejaría de ver aquellos ojos suplicantes, de oír aquellos gritos insoportables?

– Lo vi descuartizar a dos mujeres y me sentí tan… tan impotente. Estaba tan cerca… -se frotó los hombros; todavía podía sentirlo-. Estaba tan cerca que la sangre me salpicaba, junto con fragmentos de cerebros o lascas de huesos.

– Pero ¿lo atrapaste?

– Sí. Lo atrapamos. Sólo porque un viejo pescador oyó los gritos y llamó a la policía. No lo atrapamos gracias a mí.

– Maggie, no eres responsable de esas mujeres.

– Lo sé -por supuesto que lo sabía, pero eso no lavaba la culpa. Se frotó los ojos y, al notar la humedad en las mejillas, se sintió decepcionada consigo misma. Después, se puso en pie, con demasiada brusquedad pero dando por concluido el tema-. Por cierto -dijo, tratando de recobrar la normalidad-. He recibido otra nota -sacó el sobre arrugado y se lo pasó a Nick. Éste extrajo la tarjeta, la leyó y se recostó en la pared.

– Dios mío, Maggie. ¿Qué crees que significa?

– No lo sé. Puede que nada. Puede que sólo quiera divertirse.

Nick estiró las piernas y se puso en pie sin ayuda de la mesa ni de la pared.

– Entonces, ¿qué hacemos ahora?

– ¿Qué tal una redada por el cementerio?


Timmy contemplaba el movimiento de la llama de la lámpara. Le parecía increíble que una pequeña lengua de fuego pudiera iluminar toda la habitación.Y también despedía calor. No tanto como la estufa de queroseno, pero el ambiente estaba tibio. Volvió a acordarse de las acampadas que había hecho con su padre; hacía siglos de eso.

Su padre no era un campista experto. Les costaba casi dos horas levantar la tienda. Los únicos peces que habían pescado eran ejemplares minúsculos que acababan comiéndose cuando el hambre apretaba y no podían esperar a atrapar piezas más grandes. Y, para colmo, en una de las excursiones, su padre fundió el cazo favorito de su madre dejándolo demasiado tiempo al fuego. Aun así, a Timmy no lo habían preocupado los errores. Era una aventura que había compartido con su padre.

Timmy se quedó mirando la llama e intentó recordar el rostro de su padre. Su madre había escondido todas las fotografías. Había dicho que las había quemado, pero Timmy la había visto hojearlas hacía unas semanas, de madrugada, cuando pensaba que él estaba acostado. Ella seguía levantada, tomando vino, viendo las fotografías de los tres y llorando. Si lo echaba tanto de menos, ¿por qué no le pedía que volviera a casa? A veces, Timmy no comprendía a los adultos.

Acercó las manos al cristal de la lámpara para sentir su calor. La cadena que tenía enganchada al tobillo hizo ruido al rozar el poste metálico de la cama. De pronto, se la quedó mirando, recordando el cazo de metal que su padre había echado a perder. Los eslabones no eran muy gruesos. ¿Cómo de caliente tenía que ponerse el metal para doblarse? No necesitaba abrirlo tanto… seis milímetros a lo sumo.

Se le aceleró el pulso. Agarró la campana de cristal, pero se quemó las manos y las retiró. Quitó la funda a la almohada y se envolvió las manos con ella; después, volvió a intentarlo, quitando suavemente la campana para que no se rompiera. La llama osciló un poco más, creció y, a continuación, se redujo y se mantuvo constante. Volvió a poner la funda a la almohada. Después, dejó la lámpara en el suelo, delante de él, acercó una pierna y sujetó en alto un tramo de cadena próxima al tobillo. Sumergió varios eslabones en la llama, esperó unos minutos y empezó a tirar. No estaba funcionando. Era cuestión de tiempo, nada más; debía ser paciente. Debía pensar en otra cosa. Mantuvo los eslabones dentro de la llama. ¿Qué canción estaba tarareando su madre el otro día en el baño? Era de una película. Ah, sí, de La sirenita.

– Bajo el mar -probó a cantar. Le temblaba un poco la voz por la expectación. Sí, mejor la expectación que el miedo. No pensaría en el miedo-. Bajo el mar…Todo es mejor, todo está mojado… -volvió a tirar de la cadena; seguía sin ceder-. Bajo el mar…

Se movía. El metal estaba cediendo. ¿O era su imaginación? Tiró lo más que pudo. Sí, la rendija del eslabón estaba abriéndose poco a poco. Un poco más, y sería libre.

Las pisadas que oyó al otro lado de la puerta echaron a pique su alegría. No, sólo unos segundos más, por favor. Tiró con todas sus fuerzas mientras los cierres chirriaban y se abrían.


Christine intentó recordar cuándo había comido por última vez. ¿Cuánto hacía que Timmy había desaparecido? Se levantó del viejo sofá en el que Lucy la había dejado, en un despacho del fondo que usaban para almacenar archivos.

Le escocían los ojos y tenía el pelo enmarañado. No recordaba desde cuándo no se peinaba, ni desde cuándo no se lavaba los dientes, aunque estaba segura de haberlo hecho antes de la entrevista televisiva. Dios, hacía siglos de eso.

La puerta se abrió, y su crujido la sobresaltó. Su padre entró con más agua en la mano. Si bebía un vaso más, vomitaría. Sonrió y aceptó el vaso, aunque sólo tomó un sorbo.

– ¿Te encuentras mejor?

– Sí, gracias. Creo que hoy no he comido. Por eso me he mareado tanto.

– Sí, ha debido de ser por eso.

Sin el vaso, parecía no saber qué hacer con las manos, y se las metió en los bolsillos, un gesto que Christine reconocía en Nick.

– ¿Qué tal si pido que te traigan un poco de sopa? -dijo-. O un sandwich.

– No, gracias. No creo que pueda comer.

– He llamado a tu madre. Va a intentar tomar un vuelo esta noche. Con suerte, estará aquí mañana por la mañana.

– Gracias. Será agradable tenerla aquí -mintió Christine. A su madre le entraba el pánico ante la sola mención de una crisis. ¿Cómo iba a afrontar aquello? Se preguntó qué le habría contado su padre.

– Ahora, no te alteres, pequeña, pero también he llamado a Bruce.

– ¿A Bruce?

– Tiene derecho a saberlo. Timmy es su hijo.

– Sí, por supuesto, y Nick y yo hemos estado intentando localizarlo. ¿Sabes dónde está?

– No, pero tengo un número de teléfono para emergencias.

– ¿Quieres decir que siempre has sabido cómo ponerte en contacto con él?

Su padre parecía atónito. ¿Cómo se atrevía su hija a dirigir aquella furia estridente contra él?

– Sabías que llevo más de ocho meses intentando localizarlo para que pague la pensión de manutención de Timmy. ¿Y tú tenías su número de teléfono?

– Sólo para emergencias, Christine -le explicó su padre.

– ¿Ver que su hijo no tiene comida en la mesa no es una emergencia? ¿Cómo has podido?

– Estás exagerando, Christine. Tu madre y yo jamás consentiríamos que Timmy y tú pasarais apuros económicos. Además, Bruce me dijo que te había dejado ahorros de sobra.

– ¿Eso te dijo? -rió, sin preocuparla estar al borde de la histeria-. Nos dejó ciento sesenta y cuatro dólares y veintiún centavos en la cuenta de ahorros, y más de cinco mil dólares en facturas de las tarjetas de crédito.

Sabía que su padre detestaba las confrontaciones. Christine se había pasado la vida rehuyendo al gran Tony Morrelli, dejando que las opiniones de su padre fueran las únicas válidas, sus sentimientos más importantes que los de los demás. Su madre lo llamaba respeto. En aquellos momentos, Christine vio lo que era: estupidez.

Su padre daba vueltas delante de ella, con las manos en los bolsillos, haciendo tintinear la calderilla.

– ¡Hijo de perra! Eso no fue lo que me dijo -repuso por fin-. Pero lo echaste de su propia casa, Christine.

– Estaba follando con su recepcionista.

Su padre enrojeció de contrariedad. Una señorita nunca usaba ese lenguaje.

– A veces, los hombres se descarrían, Christine. Cometen pequeñas indiscreciones. No digo que esté bien, pero no es razón para echarlo de su propia casa.

De modo que era eso. Christine había sospechado su desaprobación, pero hasta aquel momento, ni su padre ni su madre la habían expresado en voz alta. Su padre se regía por la doble moralidad. Siempre lo había sabido, lo había aceptado, había guardado silencio al respecto. Pero se trataba de su propia vida.

– Dudo que fueras tan indulgente si hubiese sido yo quien hubiese tenido la aventura.

– ¿Qué? No digas tonterías.

– No, quiero saberlo. ¿Habrías considerado una pequeña indiscreción que hubiese follado con el mensajero de UPS?

Volvió a hacer una mueca, y Christine se preguntó si sería el lenguaje o la imagen lo que le repugnaba. A fin de cuentas, la hijita de Tony Morrelli no follaba.

– Mira, estás alterada, Christine. ¿Por qué no le digo a uno de mis hombres que te lleve a casa?

No contestó, la ira que le hervía en las entrañas se lo impedía. Se limitó a asentir, y su padre huyó de la habitación.

Pasados unos minutos, la puerta volvió a abrirse, y Eddie Gillick entró en el despacho.

– Tu padre me ha pedido que te lleve a casa.


Menudo idiota estaba hecho, pensó Nick mientras cambiaba de marcha el Jeep y aceleraba para dejar atrás Platte City. Lanzó una mirada a Maggie, que estaba tranquilamente sentada a su lado. No debería haberle dejado ver la debilidad, el terror que se había apoderado de sus entrañas. A pesar de su revelación sobre Stucky, permanecía serena y dueña de sí, contemplando el paisaje en sombras por la ventanilla. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo conseguía dejar a un lado a Albert Stucky y los demás horrores? ¿Cómo se contenía para no hundir el puño en la pared y romper puertas de cristal?

No podía pensar, apenas podía concentrarse en la carretera oscura. El repiqueteo proseguía en su pecho, la bomba de relojería seguía contando los segundos y cada uno podía ser el último de Timmy. Y, en pleno ataque de pánico, o quizá por ello, había estado a punto de pasarse de la raya y decirle a Maggie que la amaba. Menudo idiota estaba hecho. Tal vez no fuera sólo su virilidad y su encanto lo que estaba perdiendo, sino también la cordura.

– Deberías ponerme al corriente -dijo, logrando disimular el pánico-. ¿Por qué vamos a un cementerio en mitad de la noche?

– Sé que tus hombres han ido a ver la Vieja Iglesia, pero ¿qué me dices del túnel?

– ¿El túnel? Creo que se hundió hace años.

– ¿Estás seguro?

– Bueno, no. En realidad, nunca lo he visto. Cuando era pequeño, creíamos que era una invención. Ya sabes, para asustarnos, para evitar que hiciéramos gamberradas por la noche en el cementerio. Había historias sobre cuerpos que se levantaban de sus tumbas y gateaban por el túnel, para regresar a la iglesia y redimir sus almas.

– Parece el lugar perfecto para un asesino que cree en la redención.

– ¿Crees que es ahí donde está ocultando a Timmy? ¿En un agujero en el suelo? -pisó el acelerador, haciendo que Maggie lo mirara con preocupación.

– De momento, no es más que una corazonada -dijo, pero por su tono, Nick dedujo que era mucho más-. A estas alturas, no perdemos nada echando un vistazo. Ray Howard mencionó que va allí a cortar leña. Sabe algo. Puede que viera algo.

– No puedo creer que lo hayas dejado marchar.

– No es el asesino, Nick. Pero creo que podría saber quién es.

– Sigues pensando que es Keller, ¿verdad? -le lanzó una mirada, pero en la oscuridad vio que tenía el rostro vuelto hacia la ventanilla, hacia la negrura.

– Keller podría haber dejado mi móvil en la habitación de Howard muy fácilmente. Ha podido usar la camioneta. Y tiene esos extraños cuadros de mártires torturados, mártires con la señal de la cruz cortada en sus pechos.

– Que tenga mal gusto en arte no quiere decir que sea un asesino. Además, cualquiera podría haber visto los cuadros y haber sacado la idea.

– Keller también conocía a los tres niños.

– A los cinco -la interrumpió Nick-. Lucy y Max pudieron rescatar listas y solicitudes. Eric Paltrow y Aaron Harper asistieron al campamento de la iglesia el verano antes de ser asesinados. Pero eso significa que Ray Howard también los conocía.

Maggie estaba sentada, en silencio, meditando en sus palabras. De pronto, sin venir a cuento, dijo:

– ¿Sabes que Ray Howard y Eddie Gillick son amigos?


Christine sabía que era la rabia lo que le había nublado el juicio temporalmente. De lo contrario, ¿por qué había subido al Chevy oxidado de Eddie Gillick? Hasta su disculpa sobre el lamentable estado del vehículo parecía poco sincera. Sin embargo, allí estaba ella, dando patadas a envases vacíos de McDonald's. Tenía un muelle clavado en la espalda, y el relleno sobresalía por la parte central del asiento delantero. Olía a patatas fritas, a cigarrillos y a ese nauseabundo aftershave.

Eddie se sentó detrás del volante, arrojó el sombrero al asiento de atrás y se miró en el espejo retrovisor. Insertó la llave en el contacto, y el tubo de escape roto hizo vibrar el vehículo.

Christine lamentaba no haberse cambiado de ropa después de la entrevista. A pesar de la larga gabardina, tenía la sensación de que algo le subía por la pierna. Abrió la gabardina para cerciorarse de que no tenía insectos correteando por los muslos. Al pasarse la mano por una pierna, notó la mirada y la sonrisa de Eddie. Se cerró la gabardina y decidió que los bichos eran mejores que los ojos de Eddie.

Eddie encendió el motor, y Christine fue a ponerse el cinturón y vio que estaba cortado. Un minuto después, cuando Eddie pasó de largo la bocacalle de su casa, el pánico la hizo forcejear con el tirador de la puerta, que se rompió con un chasquido. Eddie la miró con el ceño fruncido.

– Relájate, Christine. Tu padre me dijo que te llevara a comer algo.

– No tengo hambre -balbució enseguida, dejando entrever su pánico-. En serio, estoy cansada, nada más -aquello era mejor; no podía hacer ver que no se fiaba de él.

– Puedo freírte un filete que hará que se te haga la boca agua. Tengo un par en la nevera.

«Dios mío, no. Su casa, no».

– Dejémoslo para otra ocasión, Eddie -repuso con la mayor dulzura posible, a pesar de la repulsión-. Estoy muy cansada. ¿Podrías llevarme directamente a casa?

Lo miró por el rabillo del ojo. Eddie desplegó una media sonrisa y volvió a mirarse en el espejo retrovisor.

– Todavía recuerdo lo insinuante que estabas la otra noche, junto al río -le dijo.

Un tremendo error. ¿Cómo podía ser tan estúpida? Y, sin embargo, otras periodistas lo hacían todos los días, ¿no?

– Mira, lo siento mucho, Eddie -«sé sincera; no le dejes ver que estás asustada»-. Era mi primera noticia. Supongo que estaba nerviosa.

– No importa, Christine. Sé que hace más de un año que se fue tu marido. Conmigo no tienes que hacerte la tímida; sé que las mujeres también os ponéis cachondas.

Cielos, aquello no estaba yendo bien. Volvió a sentir mareo mientras veía pasar las casas. Unas cuantas manzanas más y dejarían atrás las farolas; estaban saliendo de la ciudad. El corazón le latía con fuerza. Ya no quería seguir haciéndose la fuerte. Empujó la puerta con el cuerpo, pero no cedió. Le dolía el hombro. Eddie la miró con el ceño fruncido; después, desplegó otra media sonrisa, como si no le importara si ella le seguía el juego o no.

Tenía los ojos negros, a tono con su pelo engominado. Recordó que era de su misma estatura, pero musculoso. A fin de cuentas, había tumbado a Nick con dos puñetazos. Claro que Nick no los había visto venir. Algo le decía que era así como actuaba Eddie, atacando cuando sus víctimas menos se lo esperaban. Como una araña.

– Eddie, por favor -el orgullo no le impedía recurrir a las súplicas-. Mi hijo ha desaparecido. Me encuentro fatal. Por favor, llévame a casa.

– Sé lo que necesitas, Christine. Desconecta de todo un rato. Relájate.

Christine lanzaba miradas por todo el coche. ¿Habría algo que pudiera usar como arma? Al resplandor de las luces del salpicadero, vio un botellín de cerveza de cuello largo rodar por debajo del asiento, en respuesta a sus oraciones.

Eddie estaba conduciendo terriblemente deprisa. Tendría que esperar a que parara, o a que se precipitaran en una zanja llena de nieve, aislados en medio de ninguna parte. ¿Podría contener el pánico hasta entonces? ¿Podría reprimir el grito que trepaba por su garganta?

– No te vendría mal ser amable conmigo, Christine -dijo Eddie despacio-. Si eres amable, hasta podría decirte dónde está Timmy.


Timmy escondió los pies debajo de las mantas y retrocedió al rincón mientras el desconocido daba vueltas delante de la cama. Algo iba mal. El desconocido parecía disgustado. No había dicho nada desde que había entrado en la habitación; había arrojado su chaqueta de esquí sobre la cama y se había puesto a dar vueltas.

Timmy guardaba silencio y lo observaba. Bajo la manta, tiraba y tiraba de la cadena. El desconocido se había olvidado de cerrar la puerta al entrar, pero sólo se veía oscuridad. Una ráfaga de aire introdujo un olor de tierra y de moho.

– ¿Qué le ha pasado a la lámpara? -quiso saber de repente el desconocido. La campana de cristal seguía sobre la caja.

– No… No podía encenderla, así que tuve que quitar la campana. Lo siento, se me olvidó volver a ponerla.

El desconocido levantó la campana y volvió a encajarla sin mirar a Timmy. Cuando se inclinó hacia delante, Timmy vio unos cabellos negros rizados saliendo por debajo de la careta. Richard Nixon. Ése era el presidente muerto al que se parecía la careta. Le había costado tres intentos de recitar los presidentes hasta recordarlo. Pero seguía habiendo algo muy familiar en los ojos azules de Richard Nixon, en la manera de mirarlo, sobre todo, aquella noche. Como si se estuvieran disculpando.

De pronto, el desconocido recogió su chaqueta y se la puso.

– Es hora de irse.

– ¿Adonde? -Timmy intentó reprimir su entusiasmo. ¿Sería posible que el desconocido quisiera llevarlo a casa? Quizá se hubiera percatado de su error. Timmy bajó de la cama manteniendo la cadena detrás de los pies.

– Quítate toda la ropa menos los calzoncillos.

El entusiasmo de Timmy se desvaneció.

– ¿Qué? -se le estaba anudando la voz-. Hace mucho frío fuera.

– No hagas preguntas.

– Pero no entiendo qué…

– Calla y hazlo, pequeño hijo de perra.

La furia inesperada fue como un bofetón en la cara. A Timmy le escocieron los ojos, y la vista se le nubló de lágrimas. No debía llorar, ya no era un bebé. Pero tenía miedo, tanto, que los dedos le temblaban mientras se soltaba los cordones de las zapatillas. Reparó en la suela rota mientras se las quitaba. Se le había colado la nieve al montar en trineo, y los pies se le habían enfriado y mojado, pero no quería ni pensar en el frío que pasaría descalzo.

– No lo entiendo -volvió a balbucir. El nudo de la garganta le impedía respirar bien.

– No tienes que entender nada. Date prisa -el desconocido daba vueltas, con sus enormes botas de goma recubiertas de nieve y de barro.

– No me importa quedarme aquí -volvió a intentarlo.

– Cierra la boca de una maldita vez, y date prisa.

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Timmy, pero no se molestó en secárselas. Los dedos le temblaban mientras se soltaba el cinturón aunque, al acordarse de la cadena, empezó a desabrocharse los botones de la camisa. El desconocido tendría que desencadenarlo. ¿Se fijaría en los eslabones deformados? ¿Se pondría aún más furioso? Timmy ya sentía el viento frío girando en torno a él. Le dolía el estómago y quería vomitar. Hasta le temblaban las rodillas.

De pronto, el desconocido dejó de dar vueltas. Permaneció inmóvil en el centro de la habitación, con la cabeza ladeada. Al principio, Timmy pensó que lo estaba mirando a él, pero lo que hacía era escuchar. Timmy trató de oír más allá de su corazón desbocado. Se sorbió las lágrimas y se secó el rostro con la manga. Entonces, lo oyó, el motor de un coche en la lejanía, acercándose y reduciendo la velocidad.

– ¡Mierda! -masculló el desconocido. Tomó la lámpara y se dirigió hacia la puerta.

– ¡No, por favor, no se lleve la luz!

– Cierra la boca, llorón de mierda.

Giró en redondo y le dio un revés en toda la cara. Timmy volvió a subir a la cama y huyó al rincón. Se abrazó a la almohada, pero se apartó al ver la mancha de sangre.

– Será mejor que estés listo cuando vuelva -le espetó el desconocido en un susurro-. Y deja de ponerlo todo perdido de sangre.

Acto seguido, salió corriendo por la puerta, la cerró con fuerza y echó los cierres, dejando a Timmy en un agujero de espesa negrura. Se marchó tan deprisa que ni siquiera se fijó en que la cadena de Timmy estaba rota y colgaba del borde de la cama, balanceándose.


A Christine no le hacía falta preguntarle a Eddie lo que se traía entre manos. Reconocía el camino de tierra serpenteante que ascendía para luego bajar en picado, sorteando los arces y los nogales que bordeaban el río. Era allí donde todos los crios iban a darse el lote, junto a la carretera de la Vieja Iglesia. Daba al río. Estaba desierto, tranquilo y negro. Allí era a donde se habían dirigido Jason Ashford y Amy Stykes la noche que descubrieron el cuerpo de Danny Alverez.

¿Sería posible que Eddie supiera dónde estaba Timmy? Christine recordó que habían llevado a un conserje de la iglesia para interrogarlo. ¿Habría oído algo? Pero si Nick hubiera averiguado algo, cualquier cosa, ¿no se lo habría dicho? No, por supuesto que no. Querría mantenerla lejos del jaleo, darle una tarea manual como fotocopiar imágenes de su hijo.

Eddie le repugnaba pero, más importante aún, le daba miedo. Pero si sabía dónde estaba Timmy… Dios mío, ¿qué precio estaría dispuesta a pagar con tal de recuperar a Timmy sano y salvo? ¿Qué precio pagaría cualquier madre, como Laura Alverez o Michelle Tanner, por recuperar a sus hijos? Christine había estado dispuesta a vender su alma por un buen sueldo. ¿Qué estaba dispuesta a hacer por salvar a su hijo?

Aun así, cuando Eddie se desvió hacia el claro que daba al río, el pánico desató un escalofrío por su espalda.

Eddie apagó el motor y las luces. La oscuridad los envolvió como si estuvieran suspendidos en ella, contemplando las copas de los árboles, el río que centelleaba más abajo. Sólo una luna turca procuraba el patético consuelo de que la oscuridad no podía engullirlo todo.

– Bueno, ya estamos aquí -dijo Eddie, volviéndose hacia ella con expectación, pero permaneciendo detrás del volante. Christine pisó la botella de cerveza para impedir que rodara debajo del asiento. Sin las luces del salpicadero, no podía distinguir el rostro de Eddie. Oyó que estrujaba un envoltorio, después, un golpecito seco. La cerilla chisporroteó, y el olor del sulfuro asaltó su olfato mientras lo veía encender un cigarrillo.

– ¿Te importa darme uno?

A la luz del cigarrillo, vio la media sonrisa burlona. Eddie le pasó un pitillo, encendió otra cerilla y esperó a encendérselo. Acabó quemándose las puntas de los dedos.

– Maldita sea -masculló, y sacudió la mano-. Detesto las cerillas. He perdido el mechero en alguna parte.

– No sabía que fumabas -Christine tomó una calada y esperó, confiando en que la nicotina la calmara.

– Intento dejarlo.

– Yo también.

«¿Lo ves?», se dijo. Tenían algo en común. Podría hacerlo. Para entonces, sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra y podía ver a Eddie. Se preguntó si no sería más fácil en la oscuridad más absoluta. Parecía tan templado y sereno, con el brazo por encima del asiento… Ella también debía conservar la calma. Así, quizá hasta podría impedir que la situación se pusiera violenta.

– ¿De verdad sabes dónde está Timmy?

– Puede -contestó con una bocanada de humo-. ¿Qué estás dispuesta a hacer para averiguarlo? -deslizó el brazo por el asiento hasta que le rozó el pelo con sus dedos carnosos; después, le acarició la mejilla y empezó a descender por el cuello.

– ¿Cómo sé que no es un truco?

– No lo sabes.

Deslizó los dedos por debajo del cuello de la gabardina, desabrochándola y abriéndola hasta que pudo verle la blusa y la falda. A Christine le erizaba el vello sentir sus caricias; le costaba trabajo disimular su repugnancia. Ni siquiera la nicotina la ayudaba.

– Eso no es justo, Eddie. Tiene que haber algo para mí.

Él fingió sentirse dolido.

– Pensaba que un orgasmo increíble sería suficiente.

Le rozó los senos con las yemas de los dedos. Christine tuvo que contenerse para no apretar el cuerpo contra el costado del coche y apartarse. En cambio, permaneció perfectamente inmóvil. «No pienses», se dijo. «Desconecta». Pero quiso gritar cuando Eddie le acarició el pecho con la mano, estrujó el pezón, lo observó y sonrió al verlo ponerse duro y erecto con sus caricias.

Eddie apagó el cigarrillo y se acercó para poder asaltarle el muslo con la otra mano. Los dedos carnosos ascendieron, y Christine vio cómo desaparecían debajo de la falda. Se negó a abrir las piernas y, en aquella ocasión, Eddie rió, lanzándole su aliento agrio a la cara.

– Vamos, Christine, relájate.

– Es que estoy nerviosa -la voz le tembló, y pareció complacido-. ¿Tienes protección?

– ¿No usas nada? -hundió la mano entre sus muslos.

– No he… -costaba trabajo pensar con aquellas bruscas caricias. Sentía deseos de vomitar-. No he estado con nadie desde que me divorcié.

– ¿De verdad? -la hurgaba con los dedos, tirando de la braguita para poder acceder a ella-. Pues yo no uso condones.

Christine no podía respirar.

– Pues no podremos hacerlo si no tienes nada.

Era evidente que Eddie tomaba sus jadeos por excitación.

– No importa -dijo, y deslizó las yemas de los dedos de la otra mano por sus labios para luego meterle el pulgar en la boca-. Podemos hacer otras cosas.

Se le revolvió el estómago. ¿Vomitaría? No podía… No podía permitirse el lujo de enfurecerlo. Eddie bajó la mano, se abrió la bragueta y sacó su pene erecto, largo y grueso. Después, tomó la mano de Christine; ella se la apartó. Sonrió y volvió a agarrársela, le puso los dedos en torno a su miembro hasta que ella sintió la vena hinchada palpitando a lo largo de él. Eddie gimió y se recostó en el asiento.

No, no podía hacerlo. No podía metérselo en la boca.

– ¿De verdad sabes dónde está Timmy? -preguntó una vez más, tratando de recordar su misión.

Eddie cerró los ojos y empezó a jadear.

– Nena, chúpamela bien y te diré lo que quieras oír.

Al menos, le había quitado las manos de encima. En aquel momento, Christine recordó que seguía sosteniendo el cigarrillo en la otra mano, con la punta cargada de ceniza. Dio otra calada hasta que el extremo se puso rojo candente. Después, estrujó el pene con la mano y le clavó las uñas.

– ¿Qué diablos…?

Eddie abrió los ojos de par en par e intentó agarrarle la mano, pero Christine le hundió el cigarrillo en la cara. Eddie aulló y retrocedió hacia la puerta abanicándose la mejilla quemada. Christine le pasó el brazo por detrás y abrió la puerta. Eddie aprovechó la ocasión para sujetarla por las muñecas, pero la soltó cuando ella le hundió la rodilla en el pene erecto; intentaba respirar. Christine echó mano a la botella de cerveza y, cuando Eddie quiso agarrarla otra vez, la estrelló contra su cabeza. Otro aullido, en aquella ocasión, agudo e inhumano. Christine retrocedió a su lado del asiento y, haciendo fuerza contra la puerta, flexionó las rodillas, le clavó los tacones en el pecho y lo empujó fuera.

Eddie cayó sobre la tierra y la nieve, pero empezaba a levantarse cuando ella cerró la puerta, le echó el seguro y comprobó las demás puertas. Entonces, empezó a aporrear el cristal mientras ella forcejeaba con las llaves. El Chevy arrancó a la primera.

Eddie se encaramó al capó, chillándole, y empezó a dar patadas al parabrisas. Se hizo una pequeña grieta. Christine metió la marcha atrás y pisó a fondo el acelerador. El vehículo retrocedió con violencia y Eddie salió despedido del capó. Se puso en pie justo cuando ella metía la primera y pisaba a fondo el acelerador, patinando y lanzando grava alrededor.

Después, el coche descendió por la carretera serpenteante envuelto en la negrura. Las luces. Christine empezó a tocar todos los mandos, activando los limpiaparabrisas y la radio. Bajó la vista un segundo, encontró el mando e iluminó la carretera a tiempo de ver la curva cerrada. Ni siquiera girando el volante con las dos manos bastaría. Pisó los frenos y el coche chirrió y voló por encima de la zanja llena de nieve y la alambrada hasta estrellarse contra un árbol.


Nick observó la iglesia en sombras por el espejo retrovisor mientras el Jeep traqueteaba sobre las profundas huellas de neumáticos, lo único que identificaba la carretera desierta.

– ¿Seguro que no has visto una luz?

Maggie volvió la cabeza por encima del asiento.

– Quizá fuera un reflejo. Esta noche hay luna.

La iglesia de estructura de madera se erguía oscura y gris, y desapareció del espejo retrovisor cuando Nick viró para entrar en el cementerio. Volvió a contemplar la iglesia, que había quedado a su izquierda. Estaba situada en el centro de un campo cubierto de nieve, con hierba alta y marrón emergiendo entre el blanco. La pintura había desaparecido hacía años, dejando la madera desnuda y pudriéndose. Todas las vidrieras habían sido trasladadas o estaban rotas y condenadas. Hasta el enorme portón delantero se deterioraba tras gruesos tablones claveteados en diagonal.

– Me ha parecido ver una luz -dijo Nick- en una de las ventanas del sótano.

– ¿Por qué no vas a echar un vistazo? Yo daré una vuelta por aquí.

– Sólo tengo una linterna -se inclinó hacia la guantera, con cuidado de no tocar a Maggie, y abrió el compartimento.

– No importa, yo tengo esto -le iluminó los ojos con su linterna lápiz.

– Como si fueras a ver mucho con ella…

Maggie sonrió y, de pronto, Nick se percató de lo cerca que tenía la mano de su muslo. Rescató la linterna y se apartó rápidamente.

– Puedo dejar los faros encendidos -sugirió, aunque la luz pasaba por encima de las lápidas sin iluminarlas.

– No, no importa. No me pasará nada.

– No entiendo por qué siempre cavan las sepulturas en las colinas -refunfuñó Nick, y apagó los faros. Los dos permanecieron inmóviles, sin hacer ningún esfuerzo por salir del Jeep. Ella estaba pensando en otra cosa; Nick la había notado ausente desde que habían salido del despacho. ¿Estaría pensando en Albert Stucky? ¿Acaso aquel lugar, aquella oscuridad, le recordaban a él?

– ¿Estás bien?

– Sí -contestó Maggie, pero con demasiada brusquedad, sin dejar de mirar al frente-. Estaba esperando a que mis ojos se adaptaran a la oscuridad.

El cementerio estaba vallado con hilos de alambre sostenidos por postes de acero doblados e inclinados. La cancela colgaba de un solo gozne, y se balanceaba aunque no hacía viento. Nick sintió un escalofrío. Había detestado aquel lugar desde que era crío y Jimmy Montgomery lo había desafiado a tocar el ángel negro.

Era imposible no fijarse en el ángel, a pesar de la negrura nocturna. Desde donde estaban, mirando hacia lo alto de la colina, la alta figura de piedra se cernía sobre las demás sepulturas. Sus alas melladas la volvían aún más amenazadora. Su recuerdo se remontaba a un día de Halloween, veinticinco años atrás. De pronto, recordó que al día siguiente sería Halloween y, aunque era una tontería, creyó oír otra vez los gemidos fantasmales. Los lamentos huecos y angustiados que, según aseguraban los rumores, emergían de la tumba del ángel custodio.

– ¿Has oído eso? -lanzó miradas por las hileras de tumbas. Encendió los faros; comprendió que estaba haciendo el ridículo y los apagó-. Perdona -balbució, rehuyendo la mirada de Maggie, aunque sabía que lo estaba observando. Otra estupidez como aquélla y se arrepentiría de haberlo invitado a acompañarla. Afortunadamente, ella no dijo nada.

Como si se hubieran leído el pensamiento, echaron mano a sus respectivos tiradores a la vez. Una vez más, la puerta de Maggie se resistió.

– Maldita sea -murmuró Nick-. Tengo que llevar a arre glar eso. Espera -saltó al suelo y rodeó el capó rápidamente para abrirle la puerta. Después, permaneció en silencio a su lado, hechizado por el haz de luna que se reflejaba en el rostro del ángel, que parecía irradiar un resplandor propio.

– Nick, ¿estás bien?

– Sí -¿cómo era posible que ella no lo viera? Arrancó su mirada del ángel-. Iré a… Iré a echar un vistazo a la iglesia.

– Empiezas a asustarme.

– Lo siento. Es… es el ángel -levantó la mano hacia él, bañándolo con la luz de su linterna.

– No vuelve a la vida a medianoche, ¿no?

Estaba burlándose. La miró. Tenía el rostro grave, lo cual sólo acrecentaba el sarcasmo. Nick empezó a alejarse por la carretera hacia la iglesia. Sin volver la cabeza, dijo:

– Recuerda, mañana es Halloween.

– Creía que lo habían suspendido -le gritó Maggie.

No le dejó ver su sonrisa. Siguió caminando, guiándose por el túnel de luz que creaba la linterna. Sin viento, el silencio era insoportable. Oyó ulular a una lechuza a lo lejos, pero no recibió respuesta.

Nick intentó permanecer centrado, pasar por alto la negrura que lo envolvía y lo engullía a cada paso. A fin de cuentas, aquella noche de su niñez, cruzó el cementerio en sombras y tocó el ángel mientras sus amigos lo miraban, sin que ninguno se atreviera a seguirlo. Había sido imprudente y estúpido incluso por aquella época, más temeroso de lo que los demás pudieran pensar que de las consecuencias de sus actos. Sin embargo, si no recordaba mal, la tierra no se había abierto ni lo había tragado, aunque en aquel momento, se lo pareciera. Había oído un lamento fantasmal, y no había sido el único.

Por aquel costado de la iglesia, el que daba a la vieja cañada, no había huellas, de modo que Adam y Lloyd ni siquiera se habían molestado en salir de su vehículo. Habían pasado por delante, para poder decir con sinceridad que habían ido a mirar. Se preguntó si se habrían detenido siquiera. No culpaba a Adam; era joven, quería causar buena impresión, integrarse en el grupo. Pero Lloyd… Diablos, Lloyd era perezoso.

Nick dio una patada a la nieve y avanzó por los ventisqueros intactos. Se puso en cuclillas junto a una de las ventanas del sótano y lo alumbró a través de las tablillas podridas. Había cajas de embalaje apiladas unas sobre otras. Atisbo algo que se movía en el rincón, y la linterna iluminó a una rata enorme que se refugiaba en un agujero de la pared. Ratas. Dios, odiaba las ratas.

Avanzó hacia la siguiente ventana y, de pronto, oyó el crujido de la madera. Fue como un estallido en el negro silencio. Lanzó el haz de luz hacia las ventanas condenadas que tenía delante, esperando ver algo o a alguien atravesando la madera podrida.

Otro crujido, más madera astillada y el tintineo de un cristal roto. Debía de ser en el otro costado, doblando la esquina. Intentó correr, pero la nieve lo ralentizaba. Apagó la linterna y tiró de la pistola, una, dos, tres veces, hasta que la desenfundó. Los ruidos continuaban. El corazón le estallaba dentro del pecho. No podía oír, no podía ver. Redujo el paso mientras se acercaba a la esquina. ¿Debía gritar? Contuvo el aliento. Después, dobló rápidamente la esquina, apuntando a la negrura con la pistola. Nada. Encendió la linterna. Había madera y cristales desperdigados por la nieve. El boquete era de unos treinta centímetros de alto y otros treinta de ancho.

Entonces oyó crujidos en la nieve. La linterna captó algo que se movía y desaparecía entre las sombras: una pequeña figura oscura y una luminosa mancha naranja.


Maggie concentró la atención en el suelo y buscó algún claro en la nieve u hoyos recién cavados. Timmy había desaparecido después de la nevada; si estaba allí, habría quedado señal de ello en la nieve. Si de verdad existía un túnel, ¿dónde podría tener la entrada?

Lanzó una mirada al ángel negro que se erguía sobre la sepultura. El tiempo había mellado la superficie, dejando heridas blancas. Tenía las alas extendidas, como si resguardara la sepultura, e irradiaba poder con su sola presencia. Maggie buscó la inscripción con la linterna lápiz. En memoria de nuestro querido hijo, Nathan, 1906-1916. Un niño, claro, de ahí el ángel custodio. Hundió los dedos en el bolsillo de los vaqueros hasta que palpó la cadena y encontró la cruz del extremo. Su propio ángel de la guarda, que ella mantenía escondido. ¿Tendría el mismo poder para los escépticos? Y, de todas formas, ¿cómo era ella de escéptica si todavía la llevaba encima?

Oyó una especie de aleteo a su espalda. Maggie giró en redondo. Algo se estaba moviendo. La minúscula linterna le permitió reconocer una sombra negra echada sobre la tierra al final de las hileras de lápidas. ¿Sería un cuerpo? Se acercó despacio. Deslizó la mano dentro de la chaqueta y la apoyó en la culata del revólver. Reconocía la tela negra alquitranada, era de las que se usaban para cubrir sepulturas recién excavadas. Suspiró, y después recordó que hacía años que no se usaba aquel cementerio. ¿No era eso lo que Adam le había dicho? La adrenalina empezó a correr por sus venas.

La lona se hallaba colina abajo, próxima a la hilera de árboles. Existían muy pocas lápidas en aquella ladera. Desde allí, no podía ver el Jeep ni la carretera, sólo un trozo de tejado de la iglesia.

La lona parecía nueva, no tenía ni grietas ni franjas gastadas. Unas piedras y la nieve sujetaban las cuatro esquinas, menos una que ondeaba libremente, con la piedra apartada. Apartada por alguien, no por el viento, ni mucho menos, que aquella noche se reducía a una leve brisa. Advirtió que le sudaban las manos, a pesar del frío. El corazón le palpitaba en los oídos con demasiada fuerza, con demasiada velocidad. Debía esperar a Nick, regresar al Jeep y esperar. En cambio, tiró de la esquina suelta y apartó la lona alquitranada. No necesitaba más luz para ver; debajo había una puerta, larga y estrecha, con la gruesa madera pudriéndose en torno a los goznes y un poco hundida en el centro.

De nuevo, se detuvo y miró colina arriba. Debía esperar. «Acuérdate de Stucky», se regañó. De pronto, recordó la nota. «Sé lo de Stucky». ¿Sería otra trampa? No, era imposible que el asesino supiera que iba a ir allí.

Dio vueltas sin dejar de mirar la puerta. Otra ojeada. El corazón le latía demasiado deprisa para poder pensar. Debía tranquilizarse. Podía hacerlo.

Agarró el borde de la puerta, que no tenía pomo alguno. Tiró y tiró hasta que cedió, pero era pesada, y las astillas amenazaban con lastimarle los dedos. La soltó, la sujetó mejor y volvió a tirar. En aquella ocasión, se abrió. El olor de moho fue como una bofetada. Aquello estaba lleno de podredumbre, tierra mojada y moho.

Escudriñó el agujero negro pero no podía ver más allá del tercer peldaño con la linterna lápiz. Sería absurdo bajar con tan poca luz. El corazón seguía golpeándole las costillas. Sacó el revólver y la irritó ver que le temblaba la mano. Volvió a mirar colina arriba. Silencio. Ni rastro de Nick. Entonces, descendió despacio al estrecho agujero negro.


Timmy patinó y aterrizó en un arbusto espinoso. Había oído al desconocido detrás de él, había sentido la luz en la espalda, pero no se atrevía a detenerse ni a volver la cabeza. Seguía aferrándose al trineo, por incómodo que fuera. Estaba jadeando. Las ramas lo retenían y las más pequeñas le arañaban la cara. Se tambaleó, hizo un pequeño baile y evitó la caída. Trataba de guardar silencio, pero los crujidos y chasquidos eran auténticas explosiones en el silencio nocturno. No podía verse los pies en la negrura. Hasta la luna había desaparecido.

Se detuvo para recobrar el aliento, se apoyó en un árbol y advirtió que, con las prisas, no se había puesto el abrigo. No podía respirar; le castañeteaban los dientes y el corazón le estallaba dentro del pecho. Se frotó la cara y descubrió más sangre además de lágrimas.

– Deja de llorar -se regañó. Han Solo nunca lloraba.

Entonces, lo oyó. En el negro silencio, oyó ramas rompiéndose, nieve crujiendo. El ruido provenía de atrás, y cada vez estaba más cerca. ¿Podría esconderse, confiar en que el desconocido pasara de largo? No, el desconocido oiría el fragor de sus latidos.

Corrió peligrosamente, tropezando con tocones y chocando contra la espesura. Una ramita le dio un tortazo y le desgarró la oreja. El dolor hizo brotar lágrimas en sus ojos. De pronto, notó que la tierra desaparecía bajo sus pies. Una pronunciada pendiente lo obligó a agarrarse a una rama, a una roca, a cualquier cosa con tal de no resbalar. Más abajo, vio el destello del agua. No llegaría a tiempo. El bosque era demasiado espeso, la pendiente demasiado inclinada. El desconocido cada vez estaba más cerca.

Divisó un claro a su derecha. Trepó por las piedras que bloqueaban su camino, aferrándose a raíces de árboles con una mano mientras agarraba el trineo con la otra. En realidad, no era un claro, sino un viejo camino de herradura, una senda que se adentraba en el bosque, pero que con el tiempo se había cubierto de ramas espinosas, brazos alienígenas de dedos largos y finos que lo saludaban. Por lo que Timmy podía ver, la senda bajaba hasta el río, con unas cuantas curvas cerradas. Parecía sacado de uno de sus video juegos, largo, peligroso y con montículos en abundancia. La nieve impedía trepar sin resbalar. Era perfecto. Claro que también era una temeridad y una locura. Su madre montaría en cólera si se enteraba.

El crujido que oyó a su espalda lo hizo saltar. Se agazapó en la nieve y en la hierba. Incluso en la oscuridad vio la sombra descolgándose, aferrándose a las piedras, de espaldas a Timmy. Parecía un insecto gigante, con los tentáculos estirados, agarrándose a raíces y a salientes rocosos.

Timmy colocó su trineo naranja en la nieve. Se tumbó con cuidado; la pendiente era muy pronunciada, mucho. Se permitió lanzar una última mirada frenética por encima del hombro. La sombra se acercó un poco más. El desconocido no tardaría en alcanzar las rocas. Timmy colocó el trineo apuntando a la senda y se agazapó hasta quedarse casi tumbado. No tenía elección. Se dio impulso y el trineo se precipitó hacia abajo.


Nick estaba en el borde del bosque, con los nervios alerta. Era imposible ver sólo con una linterna. Las ramas se balanceaban en la brisa fresca; las aves nocturnas se llamaban las unas a las otras. La figura negra había desaparecido. O estaba escondida.

Se acordó del camino de herradura que serpenteaba a través del bosquecillo, no muy lejos de allí, y bajaba hasta el río. Tendría más posibilidades con el Jeep. Regresó corriendo a la iglesia. Cuando enfundó la pistola, reparó en el otro bulto que tenía en la chaqueta: el móvil de Christine. Perfecto, pensó, y lo sacó. Prescindiendo de la radio del Jeep, evitaría que los medios de comunicación se abalanzaran allí como buitres.

Lucy contestó al segundo timbrazo.

– Lucy, soy Nick.

– Nick, ¿se puede saber dónde estás? Me tenías preocupada.

– No tengo tiempo para explicártelo. Voy a necesitar varios hombres y linternas. Creo que acabo de perseguir al asesino hasta el bosque, detrás de la vieja iglesia. Seguramente, ha vuelto a refugiarse en el río.

– ¿Dónde quieres que se reúnan contigo los chicos?

– Junto a la orilla. Hay un viejo camino de grava que se adentra en el bosque. Sale de la carretera de la Vieja Iglesia, pasado el letrero del parque estatal, no muy lejos de donde encontramos a Matthew. ¿Sabes cuál te digo?

– ¿El que da al Claro del Lote?

– ¿El Claro del Lote?

– Bueno, así lo llaman los adolescentes. Hay un claro que da al río, y las parejitas van allí a darse el lote.

– Sí, estoy seguro de que es ahí. Lucy, díselo a Hal. Que decida él quién debe venir, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Cerró el teléfono. ¿Y si no había visto más que a un vagabundo que había usado la iglesia para resguardarse del frío? Volvería a quedar como un idiota. Al cuerno con cómo quedaba; no le importaba con tal de encontrar a Timmy.

Se detuvo junto a la ventana, apartó con el pie la madera y los cristales y se agazapó para iluminar el agujero. Sí, había una cama, pósters en la pared, una caja con comida. Alguien había estado alojándose allí. La luz hizo destellar una cadena. O alguien había estado encerrado allí. Vio los tebeos, los cromos de béisbol desperdigados y el pequeño abrigo de niño. El abrigo de Timmy. El tictac empezó de nuevo, como una errática danza de guerra, resonando en sus costillas. Sabía que era allí. Allí era donde habían estado secuestrados los niños. Maggie tenía razón.

Entonces, vio la almohada ensangrentada.


Maggie oía pequeñas criaturas correteando por el techo, encima de ella. Le caía tierra en el pelo, pero no se atrevía aalzar la vista. Apartó las telarañas. Algo corrió por su pie; no necesitaba luz para saber que era una rata; podía oírlas en las esquinas, detrás de las paredes de tierra, escapando por sus propios túneles.

El espacio era lo bastante reducido para abarcarlo con unos cuantos movimientos de linterna. Había contado once peldaños, y se encontraba bajo tierra, donde el aire húmedo se hacía más denso a cada paso. El agujero parecía un antiguo refugio contra las tormentas, una extraña comparación considerando que los inquilinos del cementerio ya no necesitaban protegerse de ninguna tormenta. Aparte de una gruesa estantería de madera y la caja de embalaje del rincón, el espacio estaba vacío. Hasta los estantes estaban vacíos, cubiertos de telarañas y heces de ratas. Aunque resultara decepcionante, no había rastro de Timmy ni de ningún túnel. ¿Cómo podía estar tan equivocada? ¿Acaso Stucky también le había desvirtuado el instinto?

Sin embargo, alguien había despejado la nieve de la puerta y había intentado ocultarla con la lona. ¿Había algo allí, una pista, algo que pudiera servir para encontrar a Timmy? Volvió a examinar el espacio, y se detuvo cuando la luz iluminó la caja. Vista de cerca, estaba en buen estado, sin indicios de podredumbre ni de descomposición. No había duda de que no había pasado mucho tiempo en aquel oscuro agujero húmedo. Tenía muy poca tierra en la superficie; hasta la tapa estaba unida con clavos relucientes.

Maggie enfundó el revólver. Intentó abrir la tapa, pero sus dedos no eran lo bastante fuertes para aflojar los clavos. Encontró una barra rota de acero en el rincón y empezó a usarla para destapar la caja. Los clavos chirriaron pero aguantaron. La caja despedía un olor rancio que no tardó en llenar el pequeño espacio. Maggie escupió la linterna que tenía sujeta entre los dientes y dio varios pasos atrás para volver a examinar la caja. ¿Sería lo bastante grande para esconder un cadáver? ¿El cadáver de un niño?

Oyó que algo rozaba la tierra y giró en redondo. Vio algo moviéndose en la negrura, algo más grande que una rata. Cayó de rodillas y recuperó la linterna. Se aferró a la barra de acero y la levantó por encima de la cabeza, dispuesta a golpear. Entonces, contuvo el aliento y escuchó. Todos los sonidos, todos los movimientos, se habían interrumpido. Dirigió la delgada luz a la pared opuesta; el estante de madera estaba inclinado hacia delante, separado de la pared. Maggie vio un agujero lo bastante grande para ser la entrada del famoso túnel.

En la silenciosa negrura, algo se movió detrás de ella. Ya no estaba sola. Alguien permanecía de pie a su espalda, bloqueando los peldaños. Notó su presencia, oyó sus suaves inhalaciones como si estuviera respirando por un tubo. El pánico que Stucky había dejado en ella se liberó solo y le inundó las venas, gélido y veloz. Y justo cuando deslizaba los dedos dentro de la chaqueta, notó la hoja de un cuchillo debajo del mentón.

– Agente Maggie O'Dell, qué agradable sorpresa.

Maggie no reconocía la voz amortiguada que resonaba en su oído. La punta afilada del cuchillo se hincaba en su cuello con una presión firme que la obligaba a inclinar la cabeza hacia atrás y a dejar la garganta expuesta y vulnerable. Notó un reguero de sangre corriéndole por debajo del cuello de la chaqueta.

– ¿Por qué una sorpresa? Pensé que me estaba esperando. Parece saber muchas cosas sobre mí -con cada sílaba, notaba que el cuchillo se hundía cada vez más en su garganta.

– Suelte la barra -la apretó contra él, rodeándola con el brazo que tenía libre y presionando con más fuerza de la necesaria para dejar patente su fuerza.

Ella soltó la barra mientras él deslizaba los dedos dentro de la chaqueta de Maggie. El asesino tomó con cuidado la pistola por la culata, y retiró la mano rápidamente al rozarle el pecho sin querer. Después, arrojó el arma a un rincón oscuro, donde Maggie la oyó chocar contra la caja. Cómo no, el asesino se sentiría mucho más cómodo usando el cuchillo.

Intentó concentrarse en su voz y en su cuerpo. Era fuerte, entre diez y quince centímetros más alto que ella. Por lo demás, iba disfrazado. El roce de la goma en su oído y el sonido apagado de su voz indicaban que llevaba una careta. Hasta tenía las manos camufladas con guantes negros de cuero barato, de los que se vendían a cientos en las tiendas de ocasión.

– No la estaba esperando. Pensé que estaría a salvo en su chalé, con su marido abogado y su madre enferma. ¿Cómo está su madre, por cierto?

– ¿Es que no lo sabe?

Sintió la presión creciente de la hoja. Maggie tomó aire y reprimió el impulso de tragar saliva mientras otro reguero de sangre se deslizaba por su cuello, entre sus senos.

– Eso ha sido una insolencia -la regañó.

– Lo siento -dijo Maggie con cuidado, sin mover la boca ni la barbilla. Podía hacerlo; podía seguirle el juego. Debía mantener la calma, equilibrar aquella lucha-. El mal olor me está mareando. ¿No podríamos hablar de esto fuera?

– No, lo siento. Ése es el problema. Mucho me temo que no va a salir de aquí. ¿Qué le parece su nuevo hogar? -le hizo darse la vuelta para que examinara el agujero con la linterna lápiz mientras el cuchillo le arañaba la piel-. ¿O debería decir su tumba?

El hielo volvió a propagarse por sus venas. Tranquila, necesitaba mantenerse tranquila. Si lograba desechar la imagen de Albert Stucky abriéndole el abdomen… Si lograba hacer que aquel chiflado redujera la presión… Una pequeña sacudida y estaría notando el sabor del metal en la boca.

– Da igual… que se deshaga de mí -dijo despacio-. En la oficina del sheriff saben quién es usted. No tardarán en aparecer.

– Vamos, agente O'Dell, no use faroles conmigo. Sé que le gusta hacer las cosas por su cuenta. Por eso se metió en líos con el señor Stucky, ¿no? Y lo único que tiene de mí es su absurdo perfil psicológico. Imagino lo que dice. Mi madre abusaba de mí cuando era pequeño, ¿verdad? Me convirtió en un marica, así que ahora asesino a niños pequeños -el intento de risa sonó como la carcajada aguda de un maníaco.

– En realidad, no creo que su madre abusara sexualmente de usted -se devanaba los sesos con frenesí para recordar la escueta historia familiar que había encontrado sobre el padre Keller. Sí, su madre lo había criado sola, al igual que las madres de sus víctimas. Pero había muerto cuando Keller era todavía joven… un accidente fatal. ¿Por qué no lograba recordar los detalles? ¿Por qué le costaba tanto trabajo pensar? Era el hedor, la presión del cuchillo, el tacto de su propia sangre-. Creo que lo quería -prosiguió Maggie al ver que él guardaba silencio-.Y que usted la quería a ella. Pero sí que abusaron sexualmente de usted -una contracción nerviosa le indicó que estaba en lo cierto-. Un pariente… quizá un amigo de su madre… No, un padrastro -recordó de repente.

El cuchillo se le escurrió, sólo unos milímetros, pero lo bastante para dejarla respirar. Estaba tranquilo, esperando, escuchando. Maggie tenía su atención. Era su oportunidad.

– No, no es homosexual, pero su padrastro lo hizo dudar de sí mismo, ¿verdad? Le hizo pensar que, tal vez, podía serlo.

El brazo que le rodeaba la cintura se relajó, y Maggie advirtió que empezaba a respirar rápidamente.

– No mata a niños pequeños para divertirse. Intenta sal-varios porque le recuerdan a ese niño asustado y vulnerable de su pasado. Le recuerdan a usted. ¿Cree que, salvándolos a ellos, podría salvarse usted?

El silencio se prolongaba. ¿Habría ido demasiado lejos? Intentó concentrarse en la mano con la que él sostenía el cuchillo. Si le hundía el codo en el pecho, tal vez podría agarrar el cuchillo antes de que la rebanara. Debía mantenerlo distraído. Prosiguió.

– Salva a esos pobres niños del mal, ¿verdad? Infligiendo su propia maldad, los transforma en mártires. Es todo un héroe. Incluso podría decirse que su maldad es perfecta.

El asesino volvió a rodearle con fuerza la cintura y a apretarla contra él. Se había pasado de la raya. El cuchillo ascendió hasta su garganta, en aquella ocasión, a lo largo, de modo que la afilada hoja le presionaba de extremo a extremo la piel. Con un rápido movimiento, podría degollarla.

– Ésa es diarrea mental de psicólogos. No sabe lo que dice -el grave sonido gutural emergía de un lugar profundo de su ser-. Albert Stucky debió destriparla cuando tuvo oportunidad. Ahora, tendré que acabar el trabajo por él. Necesitamos más luz -la arrastró a la entrada del túnel y sacó una lámpara-. Enciéndala -la hizo ponerse de rodillas, manteniendo el cuchillo en su garganta, y le arrojó una caja de cerillas-. Enciéndala para que pueda mirar.

«Quiero que mires», oyó decir Maggie a Albert Stucky, como si estuviera de pie en el rincón en sombras, esperando. «Quiero que veas cómo lo hago».

Maggie tenía la sensación de que sus dedos pertenecían a otra persona. Los tenía insensibles, pero encendió la lámpara al primer intento. El resplandor amarillo llenó el pequeño espacio. Tenía el cuerpo entero entumecido. La sangre había dejado de fluir por sus venas. Su mente estaba paralizada, desconectada del dolor. Reconocía los síntomas; era Albert Stucky por segunda vez. Su cuerpo reaccionaba a aquel terror abrumador dejando de funcionar.

Costaba trabajo respirar el aire viciado e impregnado del olor de carne podrida. Hasta sus pulmones se negaban a funcionar. La hoja del cuchillo seguía presionándole la garganta. Al asesino le temblaba un poco la mano. ¿Sería de enojo o de miedo? ¿Acaso importaba?

– ¿Por qué no gime ni grita? -era enojo.

Maggie no contestó, no podía contestar. Hasta la voz la había abandonado. Pensó en su padre, en aquellos cálidos ojos castaños que le sonreían mientras le ponían la cadenita con la medalla en torno al cuello.

– Te protegerá por dondequiera que vayas. No te la quites nunca, ¿de acuerdo, Maggie, cariño?

«Pero no te protegió a ti, papá», quiso decirle. «Y tampoco protegió a Danny Alverez».

El desconocido la agarró del pelo y tiró para ponerla en pie, sin por ello separar el cuchillo del cuello. Fluyó más sangre entre sus senos.

– ¡Di algo! -le gritó por detrás-. Suplícame. Reza.

– Hazlo de una vez -dijo Maggie por fin, en voz baja y con mucho esfuerzo, teniendo que forzar la voz, los labios, la garganta magullada y herida.

– ¿Qué? -parecía sinceramente sorprendido.

– Hazlo de una vez -logró repetir, en aquella ocasión con más fuerza.

– ¿Maggie? -la voz de Nick resonó en lo alto de la escalera.

El desconocido giró en redondo, sobresaltado, arrastrando a Maggie con él. Como si contemplara la escena desde un rincón, Maggie se vio cerrando la mano en torno a la muñeca del asesino. Logró desasirse justo cuando él retiraba la mano y le daba un tajo. El metal desapareció en su chaqueta, rasgando tela y carne al salir. La empujó con fuerza, lanzándola contra la pared de tierra con un sonoro golpe seco.

Nick bajó corriendo las escaleras con su chorro de luz justo cuando la sombra negra agarraba la lámpara y desaparecía por el agujero. El estante de madera osciló y cayó al suelo.

– ¿Maggie? -la luz la cegaba.

– Por el túnel -lo señaló mientras trataba de ponerse de rodillas. Un latigazo de dolor la hizo sentarse otra vez-. No dejes que se escape.

Nick desapareció por el agujero, dejándola en la oscuridad más absoluta. No necesitaba luz para saber que estaba sangrando. Sus dedos no tardaron en localizar el tajo pegajoso del costado. Se metió la mano en el bolsillo, sacó la cadena con la medalla y frotó la superficie lisa con forma de cruz. En muchos sentidos, el fresco metal le recordaba a la hoja del cuchillo. El bien y el mal… ¿realmente era tan delgada la línea que los separaba? Después, se metió la cadena por la cabeza y en torno al cuello ensangrentado.


Nick intentaba no pensar. Sobre todo, desde que el túnel había empezado a torcerse y a estrecharse, obligándolo a gatear. Ya no podía ver la sombra enmascarada delante de él; las sacudidas de luz de su linterna sólo mostraban oscuridad. Había raíces rotas brotando de la tierra, a veces colgando delante de él, adhiriéndose a su cara como telarañas. Le costaba trabajo respirar. Cuanto más se adentraba en el túnel, menos aire había. Lo poco que quedaba estaba viciado y rancio, le quemaba los pulmones e intensificaba el dolor del pecho.

Notó el pelaje de un animal en la mano. Lanzó la linterna al suelo, falló el tiro y las pilas salieron despedidas. La repentina oscuridad lo sorprendió; el terror estalló en su pecho. Buscó la linterna con frenesí, llenándose los puños de tierra húmeda. Una pila, dos, tres. «Que funcione, por favor». Ni siquiera sabía si podría dar media vuelta en aquel espacio estrecho y curvo, y no se imaginaba gateando hacia atrás hasta el comienzo del túnel.

Enroscó la linterna. Nada. Le dio un golpe, la enroscó mejor, le dio otro golpe. Luz, gracias a Dios. Pero le faltaba el aire. ¿Acaso la oscuridad había consumido todo el oxígeno? Gateó más deprisa. El túnel se estrechaba aún más, haciéndolo arrastrarse con el vientre pegado al suelo. Se impulsó con los codos y los dedos de los pies, como un nadador al avanzar a contracorriente. Nadaba fatal y, en aquellos momentos, tenía la sensación de estar ahogándose, luchando por recobrar aire y tragando la tierra que se desprendía del techo del túnel.

¿Cuántos metros había recorrido? ¿Cuántos metros faltaban por recorrer?. Aparte del ruido de las ratas al corretear, reinaba el silencio. ¿Se estaría enterrando vivo?

¿Cómo podía haber desaparecido la sombra tan deprisa? Y, si aquél era el asesino, ¿a quién había visto Nick perderse entre los árboles?

Aquello era una locura. No sobreviviría, no podía respirar. Tenía la boca seca con el sabor de muerte y podredumbre, y sentía deseos de vomitar. Las paredes se estrechaban aún más, rozándole el cuerpo. Se le desgarraba la ropa, a veces la piel, al rozar salientes de roca o árbol, tal vez incluso huesos.

¿Cuánto faltaría para llegar? ¿Sería una trampa? ¿Se habría saltado un desvío al principio, cuando el túnel parecía enorme y había podido caminar de pie, aunque encorvado? ¿Se le habría pasado por alto otro pasadizo secreto? Eso explicaría que no pudiera ver ni oír al desconocido. ¿Y si aquel túnel no tenía salida y acababa en una pared de tierra?

Cuando ya estaba convencido de que no podría seguir avanzando, la linterna captó una franja blanca por encima de su cabeza. Nieve… taponando el túnel. Con una última oleada de pánico, Nick se abrió paso con las uñas hasta la superficie. De pronto, vio el cielo negro tachonado de estrellas y, a pesar de los kilómetros que creía haber recorrido, se dio cuenta de que ni siquiera había salido del cementerio. Al contrario, se elevaba del suelo como un cadáver entre las tumbas. A menos de un metro de distancia, el ángel negro se cernía por encima de él con un resplandor fantasmal semejante a una sonrisa.


A Christine le dolía el cuello, como siempre que se quedaba dormida en el sofá. Veía ramas atravesando cristal. ¿Acaso la tormenta había lanzado ramas a través de la ventana del salón? Había oído un ruido de algo que se rompía, y había un agujero en el techo. Sí, hasta podía ver estrellas, miles de ellas, suspendidas por encima de su casa.

¿Dónde estaba la colcha de punto de la abuela Morrelli? Necesitaba algo con lo que repeler la corriente de aire y el frío. «Timmy, sube la calefacción, por favor». Chocolate a la taza, prepararía unos tazones de chocolate humeante para los dos. Pero antes, tendría que quitarse el mueble del pecho. ¿Y dónde estaban sus brazos cuando los necesitaba? Tenía uno al lado, ¿por qué no podía moverlo? ¿Se había quedado dormido, como el resto de su cuerpo?

El resplandor de los faros resultaba molesto; si pudiera encontrar el enchufe, los apagaría. De todas formas, le costaba mucho trabajo mantener los ojos abiertos. Podría volver a conciliar el sueño si dejaba de oír aquel sonido ronco. Emergía del interior de su abrigo, del interior de su pecho. Fuera lo que fuera, resultaba molesto y… y doloroso. Sí, muy doloroso.

¿Qué estaba haciendo el presidente Nixon en las luces? La saludó con la mano. Christine intentó devolverle el saludo, pero todavía tenía el brazo dormido. Nixon entró en su salón y le quitó los muebles del pecho. Después, la trasladó a un lugar donde pudo dormir otra vez.


Timmy veía su trineo alejarse corriente abajo. El naranja brillante parecía fosforito a la luz de la luna. Se agazapó en la nieve, entre las espadañas de la ribera. Las prácticas de salto en Cutty's Hill habían valido la pena, aunque su madre lo mataría si se enterara.

Se sentía bastante seguro de sí. Entonces, se percató de que había perdido un zapato en el salto. Le dolía el tobillo. Lo tenía hinchado, el doble de grande que el otro. Entonces, vio la sombra negra descolgándose de la loma, aferrándose a raíces y a plantas trepadoras. Se movía deprisa.

Timmy volvió a mirar el trineo, lamentando no haberse quedado en él. El desconocido se acercó a la orilla del río. Él también observaba el trineo. A aquella distancia, no podía ver el interior, así que quizá creyera que Timmy se había quedado dentro. Desde luego, ya no parecía tener prisa. De hecho, se quedó de pie, contemplando el río. Quizá estuviera pensando si lanzarse tras el trineo.

Allí, a la intemperie, el desconocido parecía menos alto y, aunque estaba demasiado oscuro para ver su rostro, Timmy podía ver que ya no llevaba la careta del presidente muerto.

Timmy se hundió aún más en la nieve. La brisa del río estaba cargada de humedad. Empezaron a castañetearle los dientes, y sintió escalofríos. Acercó las rodillas al pecho mientras observaba y esperaba. En cuanto el desconocido se fuera, seguiría la carretera. Parecía muy inclinada, pero sería mejor que volver a atravesar el bosque. Además, debía de conducir a alguna parte.

Por fin, el desconocido dio la impresión de desistir. Hurgó en sus bolsillos, encontró lo que buscaba y encendió un cigarrillo. Después, se volvió y echó a andar en línea recta hacia Timmy.


Maggie subía los peldaños a cuatro patas, molesta por que las rodillas no la sostuvieran. Sentía fuego en el costado, y las llamas se propagaban hacia dentro, prendiendo su estómago y sus pulmones. Era como si el metal del cuchillo se hubiese roto y estuviera atravesándole las entrañas. Nadie nacía sabiendo pero, Señor, ella ya debería estar acostumbrada. Sin embargo, cuando emergió de la tierra, se mareó al ver su propia sangre a la luz de la luna. Le cubría el costado y le empapaba la ropa, y tenía el cuello alto del jersey lleno de tierra y sangre ennegrecidas.

Se apartó el pelo de la cara, de la frente sudorosa, y se dio cuenta de que tenía la mano ensangrentada. Se quitó la chaqueta y rasgó el forro hasta que obtuvo un trozo de tela lo bastante grande para taponarse el costado. Envolvió puñados de nieve con la tela y se la aplicó a la herida. De pronto, las estrellas del cielo se multiplicaron. Cerró los ojos con fuerza para combatir el dolor. Cuando los abrió, vio acercarse una sombra negra que se tambaleaba entre las lápidas como un borracho. Echó mano a su arma, y los dedos permanecieron posados en la funda vacía. Claro, su pistola yacía en un rincón oscuro del túnel.

– ¿Maggie? -la llamó el borracho, y reconoció la voz de Nick. La oleada de alivio fue tan poderosa que se olvidó por completo del dolor durante un segundo o dos.

Estaba rebozado de barro y tierra, y cuando se arrodilló junto a ella, su hedor le produjo náuseas. De todas formas, se recostó en él, y acogió la presión de su brazo.

– ¡Santo Dios! Maggie, ¿estás bien?

– Creo que no ha pasado del músculo. ¿Lo has visto? ¿Lo has atrapado?

Vio la respuesta en sus ojos, pero no era sólo decepción. Había algo más.

– Debe de haber un laberinto de túneles ahí abajo -repuso, casi sin aliento-. Y yo escogí el equivocado.

– Hay que detenerlo. Debe de estar en la iglesia. Quizá sea allí donde tiene a Timmy.

– Tenía.

– ¿Qué?

– He encontrado la habitación donde lo tenía. Vi el abrigo de Timmy.

– Entonces, hay que encontrarlo -intentó ponerse en pie, pero volvió a caer en los brazos de Nick.

– Creo que hemos llegado demasiado tarde, Maggie -lo oyó decir con la voz anudada-. También he visto… Había una almohada ensangrentada.

Maggie apoyó la cabeza en el pecho de Nick y escuchó los latidos, la respiración entrecortada.

– Dios mío, Maggie, estás desangrándote. Hay que llevarte al hospital. No pienso perder a dos seres queridos en una misma noche.

La incorporó mientras él se ponía en pie a duras penas, todavía tambaleándose un poco. Maggie se aferró a él mientras trataba de ponerse de rodillas. Sentía feroces puñaladas de dolor, abrasadoras y desgarradoras, como agujas de cristal candente. Mientras se apoyaba en el brazo de Nick, se preguntó si habría oído mal. ¿Realmente acababa de decir que la quería?

– No, Maggie. Déjame que te lleve en brazos al Jeep.

– He visto cómo caminabas, Morrelli. Prefiero arriesgarme yendo por mi propio pie -se enderezó y apretó los dientes para soportar el dolor.

– Apóyate en mí.

Ya casi estaban en el Jeep cuando Maggie se acordó de la caja.

– Nick, espera. Tenemos que volver.


Christine contemplaba las estrellas. No tardó en encontrar la Osa Mayor. Era lo único que sabía reconocer en el cielo nocturno. Sobre el suave lecho de nieve y bajo la cálida aunque áspera manta de lana, apenas se percataba de que yacía en el borde de la carretera. Si conseguía dejar de escupir sangre, tal vez podría dormir.

La realidad volvió a ella con fogonazos de dolor y de recuerdos. Eddie acariciándole el pecho. Metal aplastándose contra sus piernas, aplastándole el pecho. Y Timmy, Señor, Timmy. Notó el sabor dulce de las lágrimas y se mordió el labio para contenerlas. Intentó incorporarse, pero su cuerpo se negaba a escuchar, no lograba comprender las órdenes. Le costaba trabajo respirar. ¿Por qué no podía dejar de respirar, al menos, durante unos minutos?

Las luces surgieron de la nada, doblaron la curva y sé abalanzaron sobre ella. Oyó el chirrido de los frenos. La grava acribilló el metal, los neumáticos patinaron. La luz la cegaba. Cuando dos sombras alargadas salieron del vehículo y se acercaron a ella, imaginó a alienígenas con cabezas abultadas y ojos saltones. Después, comprendió que eran los sombreros lo que les agrandaba la cabeza.

– Christine. Cielos, es Christine.

Sonrió y cerró los ojos. Nunca había oído aquella clase de miedo y pánico en la voz de su padre. ¡Qué tonta era por sentirse tan complacida!

Y cuando su padre y Lloyd Benjamín se arrodillaron junto a ella, lo único que se le ocurrió decir fue:

– Eddie sabe dónde está Timmy.


Nick intentó convencer a Maggie para que se quedara en el Jeep. Ya habían cortado la hemorragia, pero había perdido mucha sangre y apenas podía mantenerse en pie ella sola. Quizá, hasta estaba delirando.

– No lo entiendes, Nick -siguió protestando. Él se sentía tentado a levantarla en brazos y arrojarla al interior del Jeep. Ya era terrible que no le dejara llevarla al hospital.

– Iré a mirar lo que hay en esa estúpida caja -dijo por fin-. Tú espera aquí.

– Nick, no -le hundió los dedos en el brazo con una mueca de dolor-. Podría ser Timmy.

– ¿Qué?

– En la caja.

Aquella posibilidad tuvo el impacto de un puñetazo. Se apoyó en el capó del Jeep, víctima de una repentina debilidad.

– ¿Por qué haría una cosa así? -logró decir, aunque se le cerraba la garganta. No quería imaginar a Timmy embutido en una caja-. No es su estilo.

– Lo que está en la caja podría estar ahí para mí.

– No te entiendo.

– ¿Te acuerdas de su última nota? Si sabe lo de Stucky, podría estar copiando sus hábitos. Nick, Timmy podría estar dentro de esa caja y, en ese caso, no deberías verlo.

Se la quedó mirando. Tenía la cara manchada de sangre y tierra, y el pelo lleno de telarañas. Apretaba sus hermosos labios a fin de contener el dolor, y encogía los hombros suaves y lisos en su intento de mantenerse en pie. Y, aun así, quería protegerlo.

Nick giró sobre los talones y empezó a subir la loma.

– Nick, espera.

No le hizo caso. Ella no lo seguiría, no podría hacerlo sin su ayuda.

Vaciló en la entrada de la cueva. Después, se obligó a bajar los peldaños. El hedor impregnaba toda la oquedad. Encontró una barra de acero y el revólver de Maggie, y se guardó éste en el bolsillo de la chaqueta. Después, con la barra y la linterna bajo el brazo, levantó la caja y subió despacio los peldaños. Los músculos se negaban a obedecerlo, pero aguantó hasta que salió del agujero infernal y pudo respirar otra vez aire fresco.

Maggie estaba allí, esperando, apoyada en una lápida. Estaba aún más pálida que antes.

– Déjame -insistió, alargando el brazo hacia la barra.

– Puedo hacerlo, Maggie -Nick introdujo la barra debajo de la tapa y empezó a usarla como palanca. Los clavos chirriaron y resonaron en la negrura silenciosa. A pesar de la brisa y del frío, el hedor de la muerte dominaba los sentidos. En cuanto la tapa cedió, volvió a vacilar. Maggie se acercó, alargó el brazo y abrió la caja.

Los dos dieron un paso atrás, pero no fue por el hedor. Cuidadosamente guardado y envuelto en una tela blanca se encontraba el delicado cuerpo de Matthew Tanner.


Timmy no tenía adonde huir ni dónde esconderse. Resbaló por la orilla, acercándose al agua. ¿Podría cruzar el río a nado, flotar corriente abajo? Examinó las aguas negras y tempestuosas que corrían veloces junto a él. La corriente era demasiado fuerte, demasiado rápida y demasiado fría.

El desconocido se había detenido para terminarse el cigarrillo, pero no había alterado su rumbo. En el silencio, Timmy lo oía balbucir para sí, pero no podía descifrar lo que decía. De vez en cuando, daba patadas a las piedras para arrojarlas al agua, salpicando a Timmy.

Tendría que probar a refugiarse otra vez en el bosque. Al menos, allí podría esconderse. No sobreviviría si se zambullía; los estremecimientos de frío ya casi eran convulsiones El agua sería aún peor.

Timmy levantó un poco la cabeza. El desconocido estaba encendiendo otro cigarrillo. Aquél era el momento de echar a correr. Se abrió paso por la ribera, arrojando piedras y tierra al agua a su paso, ruidos explosivos que lo delataban. Ni siquiera había alcanzado la carretera cuando el tobillo le falló. Cayó a cuatro patas, se puso en pie a duras penas y, de pronto, se elevó por los aires. Pataleó y arañó el brazo que le rodeaba la cintura. Otro brazo le ciñó el cuello.

– Tranquilízate, mocoso.

Timmy empezó a chillar y a aullar. El brazo se cerró aún más en torno a él, dejándolo sin aire, ahogándolo. Cuando el coche apareció en la carretera serpenteante, el desconocido siguió inmovilizando a Timmy. El coche se detuvo delante de ellos, pero el desconocido no hizo ademán de moverse ni de huir. Los faros cegaban a Timmy, pero reconoció al ayudante Hal. ¿Por qué no lo soltaba el desconocido? El cuello le dolía mucho. Volvió a clavarle las uñas en el brazo. ¿Por qué no salía huyendo?

– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió el ayudante Hal. El y otro ayudante salieron del coche y se acercaron despacio. Timmy seguía sin comprender por qué no desenfundaban sus pistolas. ¿No se daban cuenta de lo que pasaba? ¿No sabían que el desconocido lo estaba lastimando?

– Encontré al niño escondido en el bosque -les dijo el desconocido, alborozado, orgulloso-. Se podría decir que lo he rescatado.

– Ya lo veo -dijo el ayudante Hal.

No, era mentira. Timmy quería decirles que era mentira, pero no podía respirar, no podía hablar con aquel brazo asfixiándolo. ¿Por qué ponían caras de creer al desconocido? Era el asesino. ¿Por qué no se daban cuenta?

– ¿Por qué no subís con nosotros? Vamos, Timmy. Ya estás a salvo.

Muy despacio, el brazo se separó del cuello de Timmy, y pudo apoyar los pies en el suelo. Timmy se desasió y corrió hacia el ayudante Hal, tropezando con el tobillo hinchado. Hal agarró a Timmy por los hombros y lo colocó detrás de él. Después, empuñó su pistola y dijo al desconocido:

– Vamos. Tienes muchas cosas que explicar, Eddie.

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