PRIMERA PARTE

A BRAZO PARTIDO CON LA MUERTE

CAPITULO PRIMERO

EN LA SELVA

Al comenzar el año 1920 me hallaba yo en Siberia, en Krasnoiarks. La ciudad está situada a orillas del Yenisei, ese río majestuoso que tiene por cuna las montañas de Mongolia bañadas de sol y que va a verter el calor y la vida en el Océano Ártico. A su desembocadura fue Nansen dos veces para abrir al comercio europeo una ruta hacia el corazón de Asia. Allí, en lo más profundo del tranquilo invierno de Siberia, fue bruscamente arrastrado en el torbellino de la revolución desencadenada sobre toda la superficie de Rusia, sembrando en este rico y apacible país la venganza, el odio, el asesinato y toda clase de crímenes que la ley no castiga. Nadie podía prever la hora que había de señalar el destino. Las gentes vivían al día, salían de sus casas sin saber si podrían volver a ellas o si no serian prendidas en la calle y sepultadas en las mazmorras del comité revolucionario, parodia de justicia más terrible y sanguinaria que la de la Inquisición.

Aunque extranjeros en este país trastornado, tampoco estábamos a salvo de las persecuciones.

Una mañana que fui a visitar a un amigo me informaron de repente que veinte soldados del Ejército rojo habían cercado mi casa para detenerme y que me era preciso huir. En seguida pedí prestado a mi amigo un traje usado de caza, cogí algún dinero y me escape a pie y muy de prisa por las callejuelas de la ciudad. Llegue pronto a la carretera donde contrate los servicios de un campesino, que en cuatro horas me transporto a treinta kilómetros, poniéndome en el centro de una región muy forestal. Por el camino había comprado un fusil, trescientos cartuchos, un hacha, un cuchillo, una manta de piel de carnero, te, sal, galletas y un perol. Me interne en el corazón del bosque hasta una cabaña abandonada y medio quemada. Desde aquel día me convertí en un verdadero trapense; pero realmente, por entonces, no me figure todo el tiempo que iba a desempeñar ese papel. A la mañana siguiente me dedique a la caza, y tuve buena suerte de matar dos gallos silvestres. Descubrí numerosos rastros de gamos, y todo ello me tranquilizo en cuanto al problema de la alimentación.

Sin embargo, mi permanencia en aquel sitio no duro mucho. Cinco días después, al volver de la caza, divise unas volutas de humo que partían de la chimenea de mi choza. Me acerque con precaución a la cabaña y tropecé con dos caballos ensillados, en los que había sujetos a las sillas los fusiles de unos soldados. Dos hombres sin armas no podían intimidarme a mi, que estaba armado, por lo que, atravesando rápidamente el claro del monte, entre en mi guarida. Dos soldados sentados en el banco se levantaron asustados. Eran bolcheviques. Sobre sus gorros de astracán se destacaban las estrellas rojas y prendidos en las guerreras ostentaban los ojos galones. Nos saludamos y nos sentamos. Los soldados habían ya preparado el té y lo tomamos juntos, charlando, pero no sin examinarnos con aire cauteloso. A fin de desvanecer sus sospechas, les referí que era cazador, que no pertenecía al país y que había venido a el porque la región abundaba en martas cibelinas. Ellos me dijeron que formaban parte de un destacamento de soldados enviados a los bosques para perseguir a los sospechosos.

– Ya comprenderéis, camarada – me dijo uno de ellos -, que andamos en busca de contrarrevolucionarios para fusilarlos.

No necesitaba estas explicaciones para darme cuenta de sus propósitos. Procure cuanto pude y con todos mis actos hacerles creer que era un simple labriego, cazador, y que nada tenia que ver con los contrarrevolucionarios. Luego pensé largo rato adónde debería dirigirme tan pronto me abandonasen mis poco gratos visitantes. Caía la noche. En la oscuridad sus tipos eran todavía menos simpáticos. Sacaron sus cantimploras de vodka, se pusieron a beber y el alcohol no tardo en producir visibles efectos. Alzaron el tono de voz y se interrumpieron continuamente, jactándose del número de burgueses que habían matado en Krasnoiarks y del de cosacos que habían hecho perecer bajo el hielo del río. Luego empezaron a reñir, pero pronto se fatigaron y prepararon para dormir. De improviso, se abrió bruscamente la puerta de la cabaña; el vaho de la estancia, de atmosfera enrarecida, se escapo al exterior como una humareda, y mientras los vapores se disipaban, vimos surgir de en medio de una nube, parecido a un genio de cuento oriental, a un hombre de elevada estatura, de rostro enflaquecido, vestido como un campesino, tocado con un gorro de astracán y abrigado con una larga manta de piel de carnero, quien en pie desde el umbral de la puerta, nos amenazaba con la carabina. En el cinturón llevaba el hacha, sin la que no pueden pasar los labradores de Siberia. Sus ojos, vivos y relucientes como los de una bestia salvaje, se fijaron alternativamente en cada uno de nosotros. Bruscamente se quito el gorro, hizo la señal de la cruz y nos pregunto:

– ¿Quien es el amo aquí?

– Yo – respondí.

– ¿Puedo pasar la noche en esta cabaña?

– Si – conteste -; hay sitio para todo el mundo. Tomara una taza de te. Aun esta caliente.

El desconocido, recorriendo constantemente con la vista la extensión de la estancia, nos examino y reparo en cuantos objetos había en ella, despojándose de su abrigo y colocando el arma en un rincón del cuarto. Viose entonces que vestía una vieja chaqueta de cuero y un pantalón ajustado, hundido en unas altas botas de fieltro. Tenía el rostro juvenil, fino y algo burlón; los dientes, blancos y agudos, relucíanle, mientras que sus ojos parecían traspasar lo que miraban. Observe los mechones grises de su alborotada cabellera. Unas arrugas de amargura a ambos lados de la boca revelaban una vida inquieta y peligrosa. Ocupo un asiento cerca de su carabina y puso el hacha en el suelo, al alcance de la mano.

– Qué, ¿es tu mujer? – le preguntó uno de los soldados borrachos, indicando el hacha.

El campesino le miro tranquilamente, con ojos impasibles, dominados por espesas cejas, y le replico con pasmosa serenidad:

– En estos tiempos se corre el riego de tropezar con toda clase de gentes, y un hacha buena da mucha seguridad.

Comenzó a beber su té con avidez mientras que sus ojos se fijaron en mí repetidas veces, pareciendo interrogarme con la expresión que en sus miradas ponía, y luego escudriñaba con la vista todo cuanto le rodeaba, como para buscar una contestación que calmase sus inquietudes. Lentamente, con voz penosa y reservada, respondió a todas las preguntas de los soldados, al paso que bebía el té bien caliente; luego volvió la taza boca abajo para indicar que había concluido, poniendo sobre ella el terroncito de azúcar que le quedaba, y dijo a los bolcheviques:

– Voy a ocuparme de mi caballo y desensillare los vuestros al mismo tiempo.

– Convenido – respondió el soldado medio dormido -. Traednos también los fusiles.

Los soldados, tumbados en los bancos, solo nos dejaron el suelo a nuestra disposición.

El desconocido volvió pronto, trayendo los fusiles, que puso en un rincón oscuro. Dejo las monturas en el suelo, se sentó encima y se puso a quitarse las botas. Los soldados y mi nuevo huésped roncaron bien pronto, pero yo permanecí despierto, pensando en lo que debía hacer. Al fin, cuando apuntaba el alba, me adormecí para no despertarme hasta el pleno día; ya el forastero no estaba allí. Salí de la cabaña y le vi ocupado en ensillar una magnifico caballo bayo.

– ¿Os vais? -. Le dije.

– Si, pero esperaré para irme con los camaradas – murmuró -; luego volveré.

No le interrogué más, y solo le dije que le esperaría. Quito los sacos que llevaba colgados de la silla, los oculto en un rincón quemado de la choza, aseguro los estribos y la brida, y mientras acababa de ensillar, me dijo, sonriendo:

– Estoy dispuesto. Voy a despertar a los camaradas.

Pasada media hora de haber tomado té, mis tres visitantes se despidieron. Quede fuera recogiendo leña para encender lumbre. De improviso, a los lejos, unos disparos de fusil resonaron en los bosques. Uno primero, luego otro. Después volvió el silencio. Del sitio donde habían tirado, unas gallináceas, asustadas, volaron pasando sobre mi cabeza. En la copa de un pino, un grajo lanzo un grito. Escuche buen rato para inquirir si alguien se aproximaba a mi cabaña, pero todo estaba silencioso.

En el bajo Yenisei anochece temprano. Encendí fuego en mi estufa y comencé a calentar mi sopa, prestando atención a cuantos ruidos venían de fuera. Comprendía muy bien y claramente que en ningún momento la muerte se separaba de mi lado y que podía adueñarse de mi por todos los medios: el hombre, la bestia, el frío, el accidente o la enfermedad. Sabía que nadie había de acudir en mi ayuda, que mi suerte se hallaba en las manos de Dios, en el vigor de mis brazos y mis piernas, en la precisión de mi tiro y en mi serenidad de espíritu. Sin embargo, escuche inútilmente. No me di cuenta del regreso del desconocido. Como la víspera, se presentó en el umbral por arte de magia. A través de la niebla distinguí sus ojos risueños y su fino rostro. Entró en la cabaña y ruidosamente puso tres fusiles en el rincón.

– Dos caballos, dos fusiles, dos monturas, dos cajas de galletas, medio paquete de té, un saquito de sal, cincuenta cartuchos, dos pares de botas – enumeró jovialmente -. ¡Hoy hemos hecho una buena caza!

Le miré sorprendido.

– ¿Qué le asombra? – dijo, riendo -. Komun ujuy eti tovarischi? ¿Quién se preocupa de esa gentuza? Tomemos el té y a dormir. Mañana le conduciré a un lugar más seguro y podrá continuar su viaje.

CAPITULO II

EL SECRETO DE MI COMPAÑERO DE CAMINO

Al rayar el alba partimos, abandonando mi primer refugio. Pusimos en los sacos nuestros efectos personales y estibamos los sacos en una de las monturas.

– Es preciso que recorramos quinientas o seiscientas verstas – dijo con tono calmoso mi compañero, que se llamaba Iván, nombre que nada decía a mi alma ni a mi imaginación en un país donde un hombre de cada dos se llama de ese modo.

– ¿Viajaremos, pues, mucho tiempo? – pregunte con pena.

– No más de una semana; tal vez menos -me respondió.

Aquella noche la pasamos en los bosques, bajo las anchas ramas de las frondosas copas de los abetos. Fue mi primera noche en la selva, al aire libre. ¡Cuántas noches semejantes estaba destinado a pasar así durante los dieciocho meses de mi vida errante! De día hacía un frío intenso. Bajo las patas de nuestros caballos la nieve helada rechinaba, se moldeaba bajo sus casco, para desprenderse y rodar por la superficie endurecida con ruido de vidrio roto.

Las aves volaban de árbol en árbol perezosamente; las liebres descendían con suavidad a lo largo de los cauces de los torrentes estivales. Al atardecer, el viento comenzaba a gemir y silbar, doblando las copas de los árboles por encima de nuestras cabezas, mientras que a ras de tierra todo permanecía tranquilo y silencioso. Hicimos un alto en un barranco profundo, bordeado de corpulentos árboles, y habiendo encontrado en él abetos derribados, los cortamos en leños para encender fuego, y después de haber preparado el té, pudimos comer.

Iván trajo dos troncos de árboles, los escuadró por un lado con su hacha, los colocó uno sobre otro juntando cara a cara los lados escuadrados, y luego socavó en los extremos un boquete que los separó unos nueve o diez centímetros. Entonces colocamos unos carbones ardiendo en aquella hendidura, y contemplamos el fuego correr rápidamente a todo lo largo de los troncos escuadrados puestos cara a cara.

– Ahora tendremos fuego hasta mañana por la mañana – me dijo -. Es la naida de los buscadores de oro; cuando vagamos por los bosques, verano e invierno, nos acostamos siempre junto a la naida. ¡Es maravilloso! No tardaréis en apreciarlo personalmente – continuó.

Cortó dos ramas de abeto y formó un tejadizo inclinado, haciéndolo descender en dos montantes, en dirección a la naida.

Por encima de nuestro tejado de ramaje y de nuestra naida se extendían las ramas del abeto protector. Trajimos más hojarasca, que esparcimos sobre la nieve y sobre el tejado; pusimos las mantas de las monturas en el suelo, y así hicimos un asiento en que Iván pudo instalarse. Luego se desnudó de medio cuerpo para arriba, y entonces noté que tenía la frente húmeda del sudor, el cual se enjugó, así como el cuello, con las mangas de su blusa.

– ¡Ahora sí que estamos calientes! – exclamó.

Poco tiempo después me vi obligado a quitarme el abrigo y no tardé en tenderme para dormir, sin ninguna manta, mientras que más allá de las ramas de los abetos y fuera de la naida reinaba un frío cortante, del que estábamos confortablemente protegidos. Desde aquella noche no he vuelto a tener miedo al frío. Helado durante el día, a caballo, la naida me caldea gratamente de noche, permitiéndome descansar sin la pesada manta, a cuerpo y con una ligera blusa, bajo la techumbre de los pinos y los abetos, luego de haber bebido una taza de té siempre bien venida.

Durante nuestras etapas cotidianas, Iván me contó historias de sus viajes entre las montañas y los bosques de Transbaikalia en busca de oro. Estas historias estaban llenas de vida, de aventuras atractivas, de peligros y luchas. Iván era el tipo clásico de esos buscadores de oro que han descubierto en Rusia, y quizá en los demás países, los más ricos yacimientos del preciado metal, sin lograr salir ellos de la miseria. Eludió decirme por qué había dejado la Transbaikalia para venir a Yenisei. Comprendí, por su proceder, que deseaba guardar el secreto, y respeté su reserva. Sin embargo, el velo misterioso que cubría esa parte de su vida se rasgó un día por casualidad. Nos hallábamos ya en el sitio que nos habíamos designado como meta de nuestro viaje. Toda la jornada la hicimos con mucha dificultad a través de espesos matorrales de sauces, dirigiéndonos hacia la orilla del gran afluente de la derecha del Yenisei, el Mana. Por doquier veíamos senderos removidos por las patas de las liebres que viven en aquella maleza. Estos pequeños habitantes blancos de los montes corrían sin desconfianza de aquí para allá delante de nosotros. En otra ocasión vimos la cola roja de un zorro, que nos acechaba, oculto detrás de una roca.

Iván caminaba silenciosamente. Por fin habló, y me dijo que a poca distancia de allí estaba un pequeño afluente del Mana, y que en la confluencia de ambos había una cabaña.

– ¿Qué os parece? ¿Llegaremos hasta ella o pasaremos la noche junto a la naida?

Le aconsejé que fuésemos a la choza, pues deseaba lavarme y, además, porque tenía ganas de pasar la noche debajo de un verdadero techo. Iván frunció el ceño, pero aceptó.

Caía la noche cuando nos acercamos a una cabaña rodeada de un espeso monte y de frambuesos silvestres. Solo constaba de una reducida habitación con dos ventanas microscópicas y una enorme estufa rusa. Adosadas a la pared se encontraban las ruinas de un cobertizo y una despensa. Encendimos la estufa y preparamos nuestra modesta cena. Iván bebió de la cantimplora que había heredados de los soldados, y no tardó en sentirse elocuente; le brillaron los ojos y empezó a pasarse las manos por su larga cabellera. Comenzó a referirme la historia de una de sus aventuras; pero de improviso se detuvo, y con el terror pintado en los ojos se volvió hacia uno de los sombríos rincones.

– ¿Es una rata? – preguntó.

– No he visto nada – respondí.

Calló de nuevo, reflexionando, fruncido el entrecejo. Como entre nosotros era frecuente estar callados horas enteras, no me sorprendió su mutismo. Mas me asombró que Iván se aproximase a mi principiando a murmurar:

– Quiero contaros una historia antigua. Yo tuve un amigo en Transbaikalia. Era un presidiario desterrado. Se llamaba Gavronsky. Por toda clase de bosques y montañas anduvimos juntos en busca de oro, y teníamos los dos convenido repartirnos por igual todas las ganancias; pero Gavronsky partió de repente para la taiga hasta el Yenisei y desapareció. Cinco años después supimos que había descubierto una rica mina de oro y que se había hecho millonario, y luego más tarde, que él y su mujer habían sido asesinados…

Iván permaneció silencioso un instante y prosiguió:

– Esta es su antigua cabaña. Aquí vivía con su mujer, y por aquí, en alguna parte de este río, encontraba el oro. Pero a nadie le dijo el sitio. Todos los habitantes de los alrededores sabían que poseía mucho dinero en el Banco y que había vendido oro al Gobierno. Aquí los mataron.

Iván se adelantó a la estufa, sacó un tizón ardiendo e inclinándose iluminó una mancha en el suelo.

– ¿Veis estas manchas entre el suelo y la pared? Son las de su sangre, la sangre de Gavronsky. Murieron, pero no revelaron el sitio donde se halla el oro. Lo extraían de un profundo agujero que habían cavado a la orilla del río y que estaba oculto en la cueva bajo el cobertizo. Nada quisieron decir… ¡Dios, cómo los torturé! Los abracé, les retorcí los dedos, les arranqué los ojos: inútil todo; Gavronsky murió sin descubrir su secreto.

Meditó un minuto y en seguida me dijo muy deprisa:

– Todo esto me lo han contado los campesinos.

Tiró el tizón al fuego y se tumbó en el banco.

– Es hora de dormir – exclamó secamente -. Hasta mañana.

Largo rato le escuché respirar y murmurar en voz baja, mientras que se volvía y revolvía de un lado a otro fumando su pipa.

A la mañana siguiente abandonamos aquel paraje de crímenes y sufrimientos, y el séptimo día de nuestro viaje alcanzamos el cerrado bosque de cedros que cubre las primeras estribaciones de una larga cadena de montañas.

– Aquí – me explicó Iván – estamos a ochenta verstas del grupo de casas más próximo. La gente viene a estos bosques para recoger nueces de cedro, pero solo por el otoño. Antes de esta estación no encontraréis a nadie. Sí, dispondréis de muchas aves y otros animales, y de nueces en abundancia; de modo que os será posible vivir aquí con cierto bienestar.

¿Veis este río? Cuando queráis volver al mundo habitado, seguidle y a él os conducirá.

Iván me ayudó a construir una choza de adobe; pero en realidad era algo más que esto, pues estaba construida por las raíces de un gran cedro arrancado de la tierra, derribado probablemente por un furioso vendaval. Estas raíces hacían un ancho hueco que me servía de pieza principal, cercada por un lado con un paredón de tierra, consolidados por las raíces desgajadas del abatido tronco.

Otras raíces más recias formaron la armadura; el techo se componía de estacas y ramas entrecruzadas, que completé por medio de piedras para darle estabilidad y con nieve para proporcionarle calor. El acceso a la choza estaba abierto siempre, pero constantemente preservado por la naida protectora. En este antro, cubierto de nieve, pasé dos verdaderos meses de estío, sin ver ni ninguna criatura humana, sin contacto con el mundo exterior, donde se desarrollaban tan importantes acontecimientos.

En aquella tumba, bajo las raíces del derribado cedro, viví cara a cara con la Naturaleza, teniendo por únicas compañeras a todos los instantes mis penas y mis inquietudes concernientes a mi familia y la ruda lucha por la vida. Iván se fue el segundo día y me dejó un saco de galletas y un poco de azúcar. No he vuelto a verle.

CAPITULO III

LA LUCHA POR LA VIDA

Entonces me quedé solo. En torno mío no había más que los bosques de cedros eternamente verdes, revestidos de nieve, los desnudos zarzales, el río helado, y así, en cuanto alcanzaba la vista, ramas y troncos de árboles, o sea el inmenso océano de cedros y de nieve. ¡Taiga siberiana! ¿Cuánto tiempo tendré que vivir contigo? ¿Me encontraran aquí los bolcheviques? ¿Averiguarán mis amigos dónde estoy? ¿Qué será de mi familia? Todas estas preguntas acudían constantemente a mi cerebro con insistencia desoladora. Pronto comprendí por qué Iván me había servido de guía con tanto interés. Cierto que pasamos por varios parajes tan ocultos y apartados de los hombres como este, en los que Iván me hubiera podido haber dejado en plena seguridad; pero siempre me aseguró que me conduciría a un lugar donde la vida siempre me sería relativamente fácil. En efecto, el encanto de este refugio solitario en la selva de cedros, las montañas cubiertas de esos bosques que se extienden por todas partes hasta el horizonte. El cedro es un árbol fuerte y espléndido, de ramaje ostentoso, tienda perpetuamente verde, que atrae, bajo su protección, a todos los seres vivos. Entre los cedros, la vida se halla sin cesar en efervescencia. Las ardillas saltaban incansables de árbol en árbol con bullicioso estrépito; los cascanueces lanzaban sus agudos gritos; una bandada de cardenales, de pechugas encarnadas, pasaba entre las ramas como una llamarada; un pequeño ejército de jilgueros hacia irrupción, poblando con sus silbidos el anfiteatro de verdura; una liebre brincaba de mata en mata, y tras ella, a hurtadillas, seguíala la sombra apenas visible de un blanco armiño arrastrándose sobre la nieve, al que aceché largo rato, sin perder de vista el punto negro, que bien sabía que era el extremo de su cola; un noble gamo se aproximaba, adelantándose con precaución sobre la nieve endurecida; en fin, desde lo alto de la montaña vino a visitarme el rey de la selva siberiana: el oso pardo. Todo esto me distrajo, expulsó las negras ideas de mi espíritu, me alentó a perseverar. También me gustaba, aunque era muy difícil, trepar hasta la cima de la montaña; esta se desprendía del bosque y desde ella podía abarcar con la mirada hasta la línea roja del horizonte. Era la escarpada y rojiza orilla opuesta del Yenisei. Allá se extendían los países y las ciudades, allá vivían los amigos y los enemigos, y hasta pensé haber determinado el punto dende residía mi familia. Tal era el motivo por el cual Iván me había llevado allí. A medida que transcurrieron los días en aquella soledad, comencé a echar de menos amargamente su compañía, pues si bien era el asesino de Gavronsky, se había cuidado de mí como un padre, ensillándome siempre el caballo, partiendo la madera y haciendo cuanto podía para asegurar mi comodidad. Iván había pasado numerosos inviernos con sus pensamientos, frente a frente con la Naturaleza, cara a cara con Dios. Había experimentado los horrores de la soledad y aprendido a soportarlos. A veces creí que si la muerte viniese a buscarme a mi solitario rincón, dedicaría cuanto me restase de fuerza para arrastrarme hasta la cima de la montaña con objeto de poder ver, antes de morir, por encima del mar infinito, de las montañas y de los bosques, el punto donde se hallaban los amados de mi corazón.

No obstante, esa vida me proporcionaba amplia materia de reflexión, y más aún de ejercicio físico. Era una lucha continua por la existencia, dura y áspera. El trabajo más penoso consistía en la preparación de los gruesos leños para la naida. Los troncos de los árboles derribados estaban cubiertos de nieva y pegados al suelo por las heladas. Tuve que desenterrarlos, y luego, con la ayuda de un largo bastón a modo de palanca, levantarlos de sus puestos. Para facilitar la tarea, me aprovisionaba de ellos en la montaña, porque, aunque difícil de escalar, su declive permitía hacer rodar los troncos cuesta abajo. Pronto realicé un espléndido descubrimiento: cerca de mi abrigo encontré una enorme cantidad de alerces, esos gigantes del bosque, magníficos y sin embargo tristes, caídos a causa de un terrible huracán. Sus troncos estaban cubiertos de nieve, pero permanecían adheridos aún a sus raíces, el acero se hundió por completo y me costó gran esfuerzo poderlo retirar, debido a que aquellas se hallaban llenas de resina. Los trozos de esa madera se inflamaban con la más leve chispa, por lo cual hice buen acopio de ellos para encenderlos con rapidez y calentarme las manos cuando volvía de caza o para hervir el agua del té.

La mayor parte de los días la pasaba cazando. Llegué a comprender que me rea preciso reglamentar diariamente el empleo del tiempo, a fin de distraerme de mis tristes y deprimentes pensamientos. Generalmente, después del té de la mañana iba al bosque en busca de urogallos. Luego de matar uno o dos, empezaba a preparar mi almuerzo, siempre ajustado a un sencillo menu, pues se componía de caldo de aves con un puñado de galletas, seguido de interminables tazas de té, bebida imprescindible en los bosques. Un día, estando de caza, oí un ruido en los espesos matorrales, y al mirar atentamente en torno mío, divisé las puntas de los cuernos de un venado. Trepé hacia él; pero el animal, desconfiado, sintió que me acercaba y, con gran estruendo, salió precipitadamente de la espesura: vile con claridad detenerse en la ladera de la montaña después de haber recorrido unos trescientos pasos aproximadamente. Era un estupendo ejemplar de pelaje gris oscuro, de espinazo casi negro y del tamaño de una vaca pequeña. Apoyé mi carabina en una rama y disparé. El animal dio un gran salto, corrió algunos pasos y cayó. Jadeante me acerqué a él; pero se levantó, y medio saltando, medio arrastrándose, subió montaña arriba. Una segunda bala le detuvo. Gané una buena alfombra para mi choza y abundante provisión de carne. Además, coloqué su cornamenta en las ramas de mi pared y me sirvió de magnífica percha.

A pocos kilómetros de mi morada presencié una curiosa escena. Había allí un lodazal cubierto de hierbas y esmaltado de arándanos; donde urogallos y perdices acudían habitualmente para comer bayas. Me acerqué sin hacer ruido por detrás de las matas y vi toda una bandada de gallos silvestres escarbando en la nieve en busca de bayas. Mientras contemplaba la escena, de improviso, una de las aves remontó el vuelo, y las demás, asustadas, la imitaron inmediatamente.

Con gran sorpresa mía, la primera comenzó a elevarse, describiendo espirales y luego se desplomó derrepente, como fulminada. Cuando me aproximé al cuerpo del ave muerta, salto de junto a él un armiño rapaz que se ocultó debajo del tronco de un árbol caído. El cuello de la victima estaba desgarrado. Entonces comprendí que el armiño se había lanzado sobre el gallo y que, cogido a su cuello, había sido elevado en el aire con el pobre bicho, cuya sangre estaba chupando, ocasionando el pesado desplome que presencié.

Así vivía en una lucha de cada día, corroído cada vez más por la amargura de mis tristes pensamientos. Pasaron los días y las semanas, y no tardé en sentir entibiarse el soplo del viento. En las calvas del monte la nieve comenzó a derretirse; a trechos, los arroyuelos hicieron su aparición. Otro día vi una mosca o una araña que se había despertado tras de aquel rudo invierno. Se acercaba la primavera. Comprendí que en esa estación me sería imposible salir del bosque. Todos los ríos se desbordaban; los pantanos se ponían intransitables; los senderos de la montaña se transformaban en rápidos torrentes. Dime cuenta que irresistiblemente estaba condenado a pasar el verano en forzosa soledad. La primavera se enseñoreó imperiosa del bosque, la montaña se despojó de su manto de nieve y se mostró con sus rocas, sus troncos de abedules y álamos y los conos de sus hormigueros. El río, aquí y allá, rompía su cubierta de hielo, y sus olas apresuradas corrían espumeantes y bulliciosas.

CAPITULO IV

DE PESCA

Un día, cazando, me aproximaba a la orilla, cuando divisé un banco de grandes peces de lomos rojizos, que parecían llenos de sangre. Nadaban a flor de agua, disfrutando de los rayos del sol. Una vez el río quedó libre de hielos, los peces aparecieron en enormes cantidades. Pronto vi que remontaban la corriente por ser época de desove, que efectúan en los pequeños arroyos. Entonces decidí emplear un método de pesca prohibido por la legislación de todos los países; pero los gobernantes y legisladores tendrán que mostrarse indulgentes con un hombre que, viviendo en una madriguera al amparo de las raíces de un árbol derribado, osó violar sus leyes razonables.

Recogiendo ramas de abedul y pobos, construí en el lecho del río un dique, que los peces no podían trasponer, y pronto los vi que intentaban franquearlo saltando por encima de él. Cerca de la orilla dispuse una abertura en mi barrera, aproximadamente a unos cincuenta centímetros de la superficie, y fijé aguas arriba una especie de cesto, tejido con tallos flexibles de sauce, donde los peces llegaban pasando por el dique. Yo los acechaba y al pasar los golpeaba cruelmente en la cabeza con una fuerte estaca. Todos los que cogí pesaban más de treinta libras; algunos excedían de las ochenta. Esta clase de peces se llama taimen y pertenece a la familia de las truchas, pero no es la mejor del Yenisei.

Dos semanas más tarde, habiendo terminado de pasar los peces y no sirviéndome para nada el cesto, volví a dedicarme a la caza.

CAPITULO V

UN VECINO PELIGROSO

La caza era cada día más fructuosa y agradable a medida que la primavera traía la vida. Por la mañana, la romper el alba, el bosque se llenaba de voces extrañas e incomprensibles para los habitantes de las ciudades. El gallo silvestre cloqueaba y entonaba su canto de amor, encaramado en las altas ramas de un cedro, contemplando con admiración a la gallina gris que escarbaba hojas secas debajo de él.

No era difícil acercarse al emplumado tenor y de un certero tiro hacerle descender de las alturas líricas a más útiles funciones. Moría en plena eutanasia, en un éxtasis de amor, que de nada le permitía enterarse. En los claveros, los gallos negros de largas colas manchadas se peleaban, mientras que las hembras se pavoneaban cerca de ellos estirando el cuello, cacareando, en comadreo, sin duda, sobre sus belicosos galanes, a los que miraban embelesadas. A lo lejos, grave y profunda, plena de ternura y deseo, resonaba la llamada de amor del ciervo, mientras que de los picos montañosos descendía el bramido leve y temblón del gato montés. Por los matorrales brincaban las liebres, y con frecuencia, a corta distancia, un zorro agazapado contra el suelo espiaba su presa. Nunca vi lobos; no suele haberlos en las regiones abruptas y enmarañadas de Siberia.

Pero tenía por vecino otro feroz animal, y uno de los dos tenía que ceder el sitio. Un día, al volver de la caza con un gran urogallo, distinguí de improviso entre la maleza una masa negra y movediza. Me detuve, y mirando atentamente vi un oso horadando con todas sus fuerzas un hormiguero. Me sintió, gruñó con violencia y se alejó rápidamente, asombrándome la velocidad de su trompona marcha. A la mañana siguiente, cuando yo dormía todavía envuelto en mi manta, me sobresaltó un ruido procedente del exterior de mi choza. Miré con precaución y descubrí al oso. Estaba enderezado sobre las patas traseras y resollaba con fuerza preguntándose qué especie de criatura viviente había adoptado las costumbres de sus congéneres, albergándose durante el invierno debajo de los troncos de los árboles derribados. Lancé un grito y golpeé el perol con un hacha. Mi madrugador visitante huyó a toda velocidad; pero su visita me fue sumamente desagradable. Esto ocurrió al empezar la primavera y el oso no debía de haber abandonado sus cuarteles de invierno. Era el oso hormiguero, tipo anormal, desprovisto de la cortesía de que se enorgullecen las especies superiores de la raza.

Sabía que los hormigueros son irritables y audaces, de modo que me preparé a la defensa y al ataque. Mis preparativos terminaron pronto. Emboté el extremo de cinco de mis cartuchos, convirtiéndolos así en balas dum-dum, argumentos más al alcance de mi antipático vecino. Envuelto en mi manta me dirigí al sitio donde por primera vez había visto al animal, en el que abundaban los hormigueros. De la vuelta a la montaña, exploré todos los barrancos, pero no conseguí tropezar con el intruso… Cansado y desengañado, me aproximaba a mi choza, sin desconfianza, cuando de improviso avisté al rey del bosque, que acababa de salir de mi humilde vivienda, y que, puesto en pie, resollaba a la entrada de ella. Hice fuego. La bala le atravesó el costado. Rugió de dolor y de rabia y se irguió aún más sobre las patas traseras. La segunda bala le rompió una pata, y entonces se agachó, pero enseguida, arrastrando la pata herida, intentó sostenerse en pie, avanzando para atacarme. Solo la tercera bala, recibida en medio del pecho, le detuvo. Pesaba unas doscientas o doscientas cincuenta libras, por lo que pude calcular, y su carne era muy sabrosa, especialmente en albóndigas, que asaba sobre unas piedras calentadas y que por lo hinchadas y apetitosas me recordaban a las finas tortillas sopladas que tanto apreciábamos en el “Mevded” de Petrogrado. Con esta provisión de carne, que tan afortunadamente vino a enriquecer mi despensa, viví desde entonces hasta la época en que el terreno se secó y en que el nivel de las aguas bajó lo suficiente para permitirme descender por el río hacia el país que Iván me había indicado.

Viajando, siempre con grandes precauciones, recorrí la orilla del río a pie, llevando de mis cuarteles de invierno todo mi ajuar envuelto en el saco de piel de gamo que había fabricado atando las patas del animal con un tosco nudo. Así cargado, vadeé los pequeños arroyos y chapoteé en los lodazales que hallaba en mi camino. Después de andar unas cincuenta millas gané le país nombrado Sifkova, donde encontré la choza de un campesino llamado Tropoff, la cual estaba situada muy cerca del bosque que había llegado a ser mi ambiente natural. Con él residí una temporada.

Hoy, en medio de la seguridad y la paz inimaginables en que vivo, mi experiencia de la taiga siberiana me inspira algunas reflexiones. En nuestra época, en todo individuo sano de cuerpo y de espíritu, la necesidad hace renacer los instintos del hombre primitivo, cazador y guerrero, para ayudarle en su lucha con la Naturaleza. El hombre culto tiene la superioridad sobre el ignorante de poseer la ciencia y la energía suficientes para triunfas; pero paga caro tal privilegio; nada más horrible en la soledad absoluta que el convencimiento de ese aislamiento completo de toda sociedad humana, de toda cultura moral y estética. Un instante de debilidad o de sombría demencia puede apoderarse de ese hombre y conducirle a la inevitable destrucción. He pasado días horribles luchando con el hambre y el frío; pero aún pasé días más espantosos luchando con toda mi voluntad contra mis pensamientos deprimentes y destructores. El recuerdo de aquellos días me hiela el corazón, y ahora mismo los revivo de nuevo, tan claramente, al describir el relato de mis sufrimientos, que me sumen en un estado de terror. Debo decir también que los países llegados a un alto grado de civilización descuidad demasiado esa parte de la educación tan necesaria al hombre, si se ve reducido a las condiciones primitivas de la lucha por la vida contra la Naturaleza. Es, sin embargo, la única manera normal de desarrollar una generación nueva de hombres sanos y fuertes, cuya voluntad y músculos de hierro se combinen a la par con los temperamentos sensibles.

La Naturaleza destruye al débil, pero ayuda al fuerte, despertando en el alma emociones que perduran latentes en las condiciones modernas de la vida en las ciudades.

CAPITULO VI

EL TRABAJO DEL RIO

Mi permanencia en la región de Sifkova no se prolongó mucho; pero la empleé provechosamente. Al principio envié a un hombre de toda mi confianza a mis amigos de Krasnoiarsk, quienes me remitieron ropa blanca, calzado, dinero, un botiquín de farmacia y, lo que era más importante, un falso pasaporte, puesto que los bolcheviques me daban por muerto. Luego medité acerca del plan de conducta que las circunstancias me aconsejaban.

Pronto las gentes de Sifkova supieron que el comisario del gobierno de los Soviets vendría a requisarles el ganado para el Ejército rojo. Era peligroso para mí continuar allí. Esperé sólo a que el Yenisei se desembarazase de su gruesa corteza de hielo que aún lo bloqueaba, aunque ya el deshielo había libertado a los pequeños cursos de agua y los árboles aparecían revestidos de su follaje primaveral. Por mil rublos contraté a un pescador que consintió en trasladarme, aguas arriba del río, hasta una mina de oro abandonada, en cuanto el río, que solo estaba franco en algunos sitios, quedase por completo libre de su helado caparazón. Al fin, una mañana oí un ruido ensordecedor, parecido a un formidable cañonazo, y corrí a ver lo que ocurría: el río había levantado la masa de hielo y luego le dejaba caer para deshacerlo. Me precipite a la orilla y asistí a un espectáculo terrible y majestuoso. El río había acarreado un enorme volumen de hielo despedido en la porción Sur de su curso, y lo transportaba hacia el Norte, bajo la costra espesa que cubría aún ciertas partes del río; pero este impulso había roto la barrera invernal del Norte y soltado toda aquella mole grandiosa en un último empuje hacia el Océano Ártico. El Yenisei, el padre Yenisei, el héroe Yenisei, es uno de los ríos más largos de Asia, profundo y magnífico, en toda la extensión de su curso medio, donde discurre flanqueado y encajonado como un cañón por altas y escarpadas montañas. La enorme masa había traído kilómetros de campos de hielo, desmenuzándolos en los rápidos y en las rocas aisladas, haciéndolos girar en remolinos enfurecidos, levantando en partes enteras los negros caminos del invierno, arrastrando las tiendas construidas para las caravanas que van en esa estación de Minusinsk a Krasnoiarsk por la helada ruta. De cuando en cuando, la ola detenía su curso, el mugido comenzaba, y los montones de hielo aplastados, apilados a veces hasta una altura de diez metros, formaban un muro para el agua que detrás de él subía rápidamente, inundaba los terrenos bajos, lanzando sobre el suelo descomunales masas de hielo. Entonces el poder de las aguas, reforzado, se precipitaba al asalto del dique y le empujaba río abajo con estrépito de cristales rotos. En los recodos de los afluentes y contra los peñascos se formaban terribles caos. Enormes bloques de hielo se enredaban, atropellándose; algunos, proyectados al aire, venían a destrozarse tumultuosamente contra los otros ya situados allí o precipitados contra los acantilados, y las márgenes arrojaban rocas, tierras y árboles de lo más alto de las orillas escarpadas. A todo lo largo de las bajas riberas, con una improvisación que hace del hombre un pigmeo, ese gigante de la Naturaleza alza un gran muro de hielo de quince a veinte pies de altura, que los campesinos llaman zaberegs, a través del cual, para llegar al río, tienen que abrirse paso. He visto al titán realizar una hazaña increíble: un bloque de varios pies de grueso y de bastantes metros de longitud fue arrojado al aire y cayó, aplastando unos arbolitos, a más de veinte metros de la orilla.

Contemplando la gloriosa retirada del río, me colmé de terror y de indignación ante el espectáculo de los espantosos despojos que el Yenisei arrastraba en su deshielo anual. Eran los cadáveres de los contrarrevolucionarios ejecutados, oficiales, soldados y cosacos del antiguo ejército del gobernador general de toda la Rusia antibolchevique, el almirante Kolchak, y era también el resultado de la obra sanguinaria de la checa en Minusinsk. Centenares de aquellos cadáveres, con las cabezas y las manos cortadas, los rostros mutilados, los cuerpos medio carbonizados, los cráneos hundidos, flotaban en ondas y se mezclaban con los bloques de hielo en busca de una tumba, o bien giraban en los furiosos remolinos, entre los témpanos recortados, siendo aplastados y rotos, masas informes que el río, asqueado de su tarea, vomitaba en las islas y los bancos de arena. Recorrí todo el curso medio del Yenisei y sin cesar encontré estos testimonios putrefactos y pavorosos de la barbarie bolchevique. En cierto recodo del río vi un gran montón de caballos, pues por lo menos había trescientos. Una versta río abajo, un espectáculo terrible me sobrecogió el corazón: un bosquecillo de sauces a lo largo de la orilla había arrancado a la corriente y conservado entre sus ramas inclinadas, como entre los dedos de una mano, bastantes cuerpos humanos en todas las formas y actitudes, dándoles una apariencia de naturalidad que grabó para siempre en mi imaginación el recuerdo de aquella visión alucinadora. En aquel grupo lastimoso y macabro conté setenta cadáveres.

Por fin la montaña de hielo pasó, seguida de avenidas fangosas que arrastraban troncos de árboles, ramas y cuerpos, cuerpos y más cuerpos. El pescador y su hijo me acogieron en su canoa, hecha de un tronco de álamo blanco, y remontamos la corriente, ayudados de una pértiga, muy arrimados a la orilla. Es muy difícil remontar así una corriente rápida; en los recodos bruscos teníamos necesidad de remar con todas nuestras fuerzas para vencer la violencia de la corriente, y en ciertos sitios avanzábamos amarrándonos a las rocas. Algunas veces tardábamos mucho tiempo en recorrer cinco o seis metros en aquellos trechos peligrosos. En dos días alcanzamos el punto de destino adonde nos dirigíamos. Permanecí varios días en la mina de oro habitada por el guarda y su familia; como se hallaban escasos de alimentos, poco pudieron darme, y tuve que recurrir de nuevo a mi fusil para alimentarme y contribuir al aprovisionamiento de mis amigos. Un día llegó un ingeniero agrónomo. No me oculté, porque durante el invierno me había dejado crecer la barba; de modo que ni mi misma madre me hubiera conocido. No obstante, el recién llegado era listo y me adivinó enseguida. No tuve miedo de él, porque sospeché que no era bolchevique, y más tarde confirmé mi primera impresión. Nos hicimos íntimos amigos y cambiamos opiniones sobre los acontecimientos actuales. Vivía cerca de la mina de oro, en una localidad donde dirigía las obras públicas. Resolvimos huir juntos. Hacía tiempo que yo tenía decidido y preparado el plan de fuga. Conociendo la situación de Siberia y su geografía, decidí que el mejor itinerario seria por el Urianhai, parte norte de la Mongolia, próxima a las fuentes del Yenisei, para después, a través de la Mongolia, llegar al Extremo Oriente y al Pacífico…

Antes que fuese derrocado el Gobierno de Kolchak había recibido el encargo de estudiar el Urianhai y la Mongolia occidental, y para ello consulté con el mayor esmero todos los mapas y libros que pude encontrar sobre la materia. Para llevar a cabo la audaz empresa tenía el poderoso estímulo de mi propia conservación.

CAPITULO VII

A TRAVES DE LA RUSIA SOVIETICA

Al cabo de algunos idas nos pusimos en camino, atravesando el bosque situado en la orilla izquierda del Yenisei, hacia el Sur, y evitando los pueblos todo lo que podíamos, por temor a dejar tras de nosotros un rastro que permitiera seguirnos. Cuantas veces nos vimos obligados a penetrar en ellos nos recibían hospitalariamente sus moradores, quienes no adivinaban nuestro disfraz, y observamos que aborrecían a los bolcheviques porque estos habían destruido gran numero de sus aldeas. En una granja nos dijeron que había sido enviado de Minusinsk un destacamento del Ejercito rojo para expulsar a los blancos. Tuvimos que separarnos de las márgenes del Yenisei, guareciéndonos en los bosques y las montañas. Así permanecimos quince días; durante este tiempo los soldados rojos recorrieron la región, capturando en los bosques a los oficiales desarmados, quienes, casi desnudos, se ocultaban, temiendo la atroz venganza de los bolcheviques. Más tarde atravesamos un bosque donde hallamos los cuerpos de veintiocho oficiales colgados de los árboles y con rostros y miembros mutilados. Adoptamos la resolución de no caer nunca vivos en las manos de los rojos; para cumplirla teníamos nuestras armas y una provisión de cianuro de potasio.

Cruzando un afluente del Yenisei, vimos un día un paso estrecho y pantanoso, cuya entrada estaba sembrada de cadáveres de hombres y caballos. Algo más allá encontramos un trineo roto, unos baúles desfondados y papeles esparcidos, y al lado de tales restos, ropas desgarradas y cadáveres. ¿Quiénes serían aquellos infelices? ¿Qué tragedia se había desarrollado en el seno de los grandes bosques? Intentamos aclarar el misterio con ayuda de los documentos desparramados. Eran documentos oficiales dirigidos al Estado Mayor del general Popelaieff. Probablemente una parte del Estado Mayor, durante la retirada del ejercito de Kolchak, pasó por aquellos bosques, procurando ocultarse del enemigo, que se acercaba por todos los lados, pero debieron ser aprehendidos por los rojos y asesinados.

No muy lejos de aquel lugar descubrimos el cuerpo de una desgraciada mujer, cuya condición revelaba claramente lo que había ocurrido antes que viniese a librarla el proyectil bienhechor. El cuerpo estaba tendido junto a un abrigo de follaje, salpicado de botellas y latas de conservas, testigos de la orgía predecesora del crimen.

A medida que avanzábamos hacia el Sur encontrábamos gentes más francamente hospitalarias y hostiles a los bolcheviques. Al fin salimos del bosque y llegamos a las inmensas estepas de Minusinsk, surcadas por la elevada cadena de montañas rojas llamadas Kizill-Kaiya, con su profusión de lagos sagrados. Es la región de las tumbas, de los millares de dólmenes, grandes y pequeños, monumentos funerarios de los primeros poseedores del país; estas pirámides de piedra de diez metros de altura subsisten para jalonar la ruta seguida por Gengis Kan en su marcha conquistadora, y luego por Tamerlán. Innumerables dólmenes y pirámides se extienden alineados interminablemente hacia el Norte. En estas llanuras viven ahora los tártaros, quienes, saqueados por los bolcheviques, los odian. Les confesamos sin recelos que andábamos huidos, y nos proporcionaron generosamente abundante comida y guías de confianza, diciéndonos dónde podíamos detenernos y dónde ocultarnos en caso de peligro. Algunos días después, desde un peñón de la orilla del Yenisei, divisamos el primer buque a vapor, el Oriol, con rumbo de Krasnoiarsk a Minusinsk, cargado de soldados rojos. Pronto llegamos a la desembocadura del Tuba, que habíamos de seguir en nuestro viaje hacia el Este hasta los montes Sayans, en los que nace el Urianhai. Considerábamos la etapa a lo largo del Tuba y su afluente el Amyl como la parte más peligrosa de nuestra ruta, porque las orillas de ambos ríos tienen una densa población que ha facilitado muchos soldados a los cabecillas comunistas Schentinkin y Krafchenko.

Un tártaro nos trasladó con nuestros caballos a la orilla derecha del Yenisei. Al amanecer nos envió unos cosacos, que nos guiaron hasta la desembocadura del Tuba. Descansamos todo el día y nos dimos un banquete de casis y cerezas silvestres.

CAPITULO VIII

TRES DIAS AL BORDE DE UN PRECIPICIO

Provistos de falsos pasaportes remontamos el valle de Tuba. Cada diez o quince verstas encontrábamos grandes aldeas, algunas de las cuales comprendían unas seiscientas casas; toda la administración estaba en manos de los soviets, y los espías examinaban a los caminantes.

No pudimos evitar esos pueblos por dos razones: primera, porque como constantemente hallábamos a los campesinos de la región, nuestras tentativas de rehuirlos hubiesen despertado sus sospechas, y cualquier soviet nos hubiera detenido, enviándonos a la checa de Minusinsk, donde habríamos pasado a más tranquila vida; y la segunda, porque los documentos de mi compañero de camino le autorizaban a servirse de los relevos de los correos del Gobierno para facilitarle su viaje. Así, que nos vimos obligados a visitar a los soviets de los pueblos para cambiar de caballos. Habíamos dejado nuestras cabalgaduras al tártaro y al cosaco que nos ayudaron a llegar a la desembocadura del Tuba, y el cosaco nos condujo en su carreta hasta el primer pueblo, donde nos proporcionaron los caballos de la posta. Todos los labradores, excepto una escasa minoría, eran desafectos a los bolcheviques y nos auxiliaron gustosos. Correspondí a su lealtad curándoles los enfermos, y mi compañero les dio consejos prácticos para sus labores agrícolas. Quienes más nos ayudaron fueron los viejos disidentes y los cosacos.

Algunas veces encontrábamos poblaciones completamente comunistas; pero no tardamos en aprender a conocerlas. Cuando entrábamos en un pueblo, al son de las campanillas de nuestros caballos, y hallábamos a los campesinos sentados a las puertas de sus casas, prontos a levantarse, cejijuntos y gruñendo, sin duda: “Ya están aquí esos demonios rojos otra vez”, no cabía duda de que el pueblo era anticomunista y de que podíamos detenernos en el con absoluta tranquilidad; pero si los labriegos venían a nuestro encuentro, acogiéndonos con alegría y llamándonos camaradas, podíamos estar seguros de que nos rodeaban los enemigos, y adoptábamos nuestras precauciones. Estos lugares estaban habitados por gentes que no eran los buenos rústicos siberianos, amigos de la libertad, sino por emigrantes de Ucrania, holgazanes y borrachos, que moran en chozas miserables y sórdidas, aunque sus aldeas estén circundadas por las feraces y negras tierras de la estepa. Peligrosos y agradables fueron los momentos pasados en el gran pueblo de Karatuz, que es más bien una villa. En el año 1912 se abrieron en él dos colegios, y la población llegó a las 15.000 almas. Es la capital de los cosacos del sur del Yenisei, pero en la actualidad cuesta trabajo conocerla. Los emigrantes del Ejercito rojo degollaron a toda la población cosaca, quemaron y destruyeron las casas, y hoy es el centro del bolchevismo y del comunismo en la región oriental del distrito de Minusinsk. En el edificio del Soviet, adonde acudimos a reemplazar los caballos, se celebraba una asamblea de la checa. Inmediatamente nos rodearon y examinaron nuestros documentos. No estábamos muy tranquilos a cerca de la impresión que pudieran producir y procuramos eludir la visita. Mi compañero suele decirme desde entonces: “Afortunadamente para nosotros, entre los bolcheviques, el inepto de ayer es el gobernador de hoy, y, por el contrario, a los sabios se les dedica a barrer calles y a limpiar las cuadras de la caballería roja. Puedo hablar con los bolcheviques porque no conocen la diferencia que hay entre desinfección y desafección, antracita y apendicitis; me las arreglo siempre para que compartan mi opinión incluso persuadiéndolos para que no me fusilen”.

Así logramos que los miembros de la checa nos ofrecieran cuanto necesitábamos; les presentamos un magnifico proyecto de organización de su región, les construimos puentes y caminos que les permitieran exportar las maderas del Urianhai, el oro y el hierro de los montes Sayan y el ganado y las pieles de Mongolia. ¡Qué triunfo aquella empresa creadora para el Gobierno de los soviets! Esta oda lírica nos entretuvo cerca de una hora, transcurrida la cual, los miembros de la checa, sin acordarse de nuestra filiación, nos proporcionaron nuevos caballos, cargaron nuestro equipaje en la carreta y nos desearon buena suerte. Fue nuestra última prueba en el interior de las fronteras de Rusia.

Cuando franqueamos el valle del Amyl, la Fortuna nos sonrió. Cerca del vado hallamos a un miembro de la milicia de Karatuz, quien tenia en su coche algunos fusiles y pistolas automáticas, sobretodo máuseres, para armar una expedición a través del Urianhai en busca de algunos oficiales cosacos que habían causado a los bolcheviques grandes quebrantos. Nos pusimos en guardia. Podríamos fácilmente tropezar con esa expedición, y no estábamos seguros de que los soldados apreciaran nuestras sonoras frases como lo habían hecho los miembros de la checa. Interrogando hábilmente a nuestro hombre, le sonsacamos y nos dijo el camino que la expedición había de llevar. En la próxima aldea nos alojamos en la misma casa que él; abrí mi maleta y noté en seguida la miada de admiración que fijó en su contenido.

– ¿Qué mira usted con tanto interés? – le pregunté.

– Un pantalón…, un pantalón…

Yo había recibido de mis amigos un flamante pantalón de montar, de un excelente paño negro. Este pantalón atrajo la admiración extática del miliciano.

– Si no tuviese usted otros… – le dije, reflexionando un plan de ataque.

– No – repuso él con melancolía-; el Soviet no nos provee de pantalones. Me dicen que ellos también pasan sin estas prendas. ¡Y los míos están tan gastados! Mire.

Diciendo esto, se levantó los faldones de su capote, y me asombre de cómo podía sostener aquel pantalón, que tenía más agujeros que tejido.

– Véndamelo – murmuró con voz suplicante.

– Imposible; lo necesito – respondí con decisión.

Meditó unos minutos, y luego se aproximó a mí.

– Salgamos a la calle: aquí no podemos hablar.

Una vez fuera me dijo:

– Bueno, vamos a ver. Ustedes se dirigen al Urianhai. Los billetes del Banco de los soviets carecen de valor, y nada podrán adquirir aun cuando los naturales del país les ofrecerán cibelinas, zorros, armiños y polvo de oro a cambio, sobre todo, de fusiles y cartuchos. Ya tienen ustedes una carabina cada uno; yo les entregaré otra con un centenar de cartuchos si me da usted su magnifico pantalón.

– No necesitamos armas; nuestros papeles nos protegen suficientemente – le contesté, fingiendo no comprenderle.

– No, no – me interrumpió el bolchevique -; ese fusil lo puede usted cambiar por pieles o por oro. Voy a dárselo inmediatamente.

– Pues si es así, un fusil no basta para pagar un pantalón nuevo como el mío. En toda Rusia no encontraría uno igual; verdad que toda Rusia va casi en cueros, y en cuanto a su fusil, me darán por él una cibelina, y ¿para que quiero yo una sola piel?

Poco a poco obtuve lo que se me antojó. El miliciano recibió mis pantalones y yo obtuve un fusil, cien cartuchos y dos pistolas automáticas con cuarenta cartuchos cada una. Henos, pues, bien armados para defendernos. Además convencí al afortunado propietario de mis pantalones para que nos proporcionase un permiso de usar armas. La ley y la fuerza estaban ya de nuestro lado.

En una aldea apartada contratamos a un guía, compramos galletas, carne, sal y manteca, y después de veinticuatro horas de descanso emprendimos nuestra expedición remontando el Amyl hacia los montes Sayans, en la frontera del Urianhai. Allí nos prometíamos no volver a encontrar bolcheviques, ni listos ni tontos. A los tres días de haber abandonado la desembocadura del Tuba atravesamos el último pueblo ruso, próximo a la frontera del Urianhai: tres días de contacto constante con una población sin fe ni ley, entre continuos peligros y con la posibilidad siempre presente de la muerte imprevista. Solamente una voluntad de hierro, una serenidad de ánimo y una tenacidad a toda prueba, pudieron sacarnos de tantos riesgos y salvarnos de caer en el fondo del precipicio donde yacían otros desgraciados que habían fracasado en sus tentativas de ascensión hacia las cimas de la libertad que nosotros habíamos alcanzado. Quizá les faltó la energía o la entereza de carácter; tal vez carecieron de inspiración poética para cantar himnos a la gloria de los puentes, las carreteras y las minas de oro, o puede ser que no tuviesen unos pantalones de repuesto.

CAPITULO IX

HACIA LOS MONTES SAYANS Y LA LIBERTAD

Espesos bosques vírgenes nos rodeaban. En la hierba, crecida y ya amarillenta, nuestra pista serpenteaba, apenas visible, entre las matas y los árboles, que empezaban precisamente a perder sus hojas multicolores. Es la antigua y ya casi olvidada ruta del valle del Amyl.

Hace veinticinco años servía para el transporte de provisiones, maquinas y trabajadores a las numerosas minas de oro, abandonadas ocultamente. El camino seguía el curso del Amyl, ancho y rápido en aquel paraje, y luego se internaba en pleno bosque, contorneando un pantano lleno de esas peligrosas hondonadas siberianas, a través de tupidos matorrales y entre montañas y vastas praderas.

Nuestro guía no tenia, sin duda, la menor sospecha acerca de nuestras verdaderas intenciones; a veces, mirando el suelo con recelo, decía:

– Tres jinetes con caballos herrados han pasado por aquí. Puede que sean soldados.

Su inquietud desapareció cuando comprobó que las huellas se dirigían a un lado del camino para volver a tomar la vereda.

– No han ido más allá – observó, sonriendo maliciosamente.

– Lastima – le respondí -; hubiera sido más agradable viajar reunidos.

Pero el campesino se limitó a acariciarse la barba, riendo. Evidentemente no se dejó engañar por nuestra afirmación.

Pasamos junto a una mina de oro que antes había sido explotada y organizada con arreglo a los últimos perfeccionamientos, pero que a la sazón se hallaba abandonada, estando destruidos todos sus edificios. Los bolcheviques se habían llevado las maquinas, los abastecimientos e incluso parte de las barracas. En la proximidad se encontraba una iglesia sombría y triste, con las ventanas rotas, el crucifijo arrancado y el campanario quemado y derruido, lastimoso y típico emblema de la Rusia de hoy. El guarda y su familia, muertos casi de hambre, vivían en la mina entre las privaciones y continuos peligros. Nos refirieron que en aquella región forestal una banda de rojos recorría el país robando cuanto quedaba aprovechable en el terreno de la mina, extrayendo lo que podían de la parte más rica, y, provistos de las pepitas que hallaban, iban a vender y jugar a los garitos de los pueblos próximos, donde los aldeanos fabricaban con bayas y patatas vodka de contrabando, que vendían a peso de oro. Si caíamos en manos de la banda, era la muerte. Tres días después traspasamos la parte norte de la cordillera de los Sayans, cruzamos el río que forma la frontera, llamado el Algiak, y desde entonces estuvimos en el territorio del Urianhai.

Esta comarca admirable, que posee las más variadas riquezas naturales, está habitada por una raza mongola que cuenta aún con unos setenta mil individuos, pero que se halla en vísperas de desaparecer poco a poco; hablan una lengua completamente distinta de los otros dialectos de la raza, y su ideal de vida es la doctrina de la eterna paz.

El Urianhai ha sido, desde hace tiempo, una especie de campo de batalla de los experimentos administrativos de los rusos, mongoles y chinos, pues todos han reivindicado la soberanía de la región. Los desventurados habitantes, los soyotos, han tenido que pagar tributo a estos tres imperialismos. He aquí por qué la región no era para nosotros un refugio seguro. Nuestro miliciano nos había hablado ya de la expedición que se preparaba a entrar en el Urianhai, y luego supimos por los campesinos que los pueblos del Yenisei, de más al Sur, habían organizado destacamentos rojos que saqueaban y mataban a cuantos hacían prisioneros. Últimamente habían matado a sesenta y dos oficiales que intentaron atravesar el Urianhai hasta la Mongolia; habían aniquilado una caravana de mercaderes chinos y degollado a unos prisioneros alemanes que pretendían escapar del paraíso de los soviets. Al cuarto día llegamos a un valle enfangado, donde, en medio de los bosques, se levantaba una sola casa rusa. Allí nos despedimos de nuestro guía, que se apresuró a regresar antes que las nieves interceptasen los pasos de los Sayans. El amo del establecimiento consintió en conducirnos hasta el Seybi por diez mil rublos en billetes de Banco de los soviets. Como nuestros caballos estaban rendidos, nos vimos precisados a dejarlos descansar, por lo cual decidimos pasar allí veinticuatro horas.

Tomábamos el té, cuando la hija de nuestro patrón exclamó:

– ¡Los soyotos!

Cuatro de estos entraron de improviso con sus fusiles y sus sombreros puntiagudos.

Mende – nos dijeron.

Luego, sin ceremonia, comenzaron a examinarnos. No escapó a su mirada penetrante ni un botón ni una costura de nuestras ropas. En seguida uno de ellos, que debía de ser el merin, o gobernador de la localidad, empezó a interrogarnos acerca de nuestras opiniones políticas. Oyéndonos criticar a los bolcheviques demostró una evidente satisfacción y habló con libertad:

– Sois buenas personas. No os gustan los bolcheviques. Os ayudaremos.

Le di las gracias y le ofrecí el grueso cordón de seda que me servia de cinturón. Nos dejaron antes de anochecer, diciendo que volverían al día siguiente. Cerró la noche. Fuimos a la pradera a ocuparnos de nuestros fatigados caballos, que comían a su capricho, y regresamos. Hablábamos alegremente con nuestro amable patrón, cuando de repente oímos pisadas de caballos en el patio y voces roncas, todo seguido de la entrada brusca de cinco soldados rojos armados de fusiles y sables. Una desagradable sensación de frío me puso como una bola en la garganta y el corazón me martilleó el pecho. Sabíamos que los rojos eran nuestros enemigos. Aquellos hombres llevaban la estrella roja en sus gorros de astracán y el triángulo en las mangas. Pertenecían al destacamento lanzado en persecución de los oficiales cosacos. Nos miraron de reojo, se quitaron los capotes y se sentaron.

Entablamos conversación con ellos explicando el objeto de nuestro viaje en busca de puentes, caminos y minas de oro. Nos enteramos de que su jefe llegaría pronto con otros siete hombres, y que tomarían a nuestro patrón como guía para que los condujese al Seybi, donde creían que se ocultaban los oficiales cosacos. No tardé en comprender que nuestros asuntos se nos ponían bien, y les manifesté deseo de que viajásemos juntos.

Uno de los soldados respondió que eso dependería del camarada oficial.

Durante nuestra conversación el gobernador soyoto entró, miró atentamente a los recién llegados y les pregunto:

– ¿Por qué habéis quitado a los soyotos sus buenos caballos y les habéis dejado los malos?

Los soldados se echaron a reír.

– ¡Recordad que estáis en un país extranjero! – repuso el soyoto, con tono amenazador.

– ¡Dios y el diablo! – gritó uno de los oficiales.

Pero el soyoto, con mucha calma, se sentó a la mesa y aceptó la taza de té que la posadera le preparaba. La conversación languideció.

El soyoto bebió su té, y fumó su larga pipa y dijo, levantándose:

– Si mañana por la mañana no han sido devueltos los caballos a sus propietarios, vendremos por ellos.

Y sin más, nos abandonó.

Observé una expresión de inquietud en las caras de los soldados. Pronto fue enviado uno de ellos como emisario, mientras los demás, con la cabeza baja, guardaban silencio. Muy entrada la noche, llegó el oficial con siete jinetes. Cuando supo lo que había pasado frunció el ceño:

– Mal negocio. Tendremos que atravesar el pantano y habrá un soyoto acechándonos detrás de cada montecillo.

Demostraba estar vivamente preocupado, y su sobresalto, por fortuna le impidió sospechar de nosotros. Comencé a tranquilizarle y le prometí arreglar el asunto al día siguiente con los soyotos. El oficial era un verdadero bruto, un ser grosero y estúpido, que deseaba vehementemente capturar a los oficiales cosacos, para ascender, y tenia miedo de que los soyotos le impidiesen llegar al Seybi.

Al amanecer partimos con el destacamento rojo. Habíamos recorrido unos quince kilómetros, cuando descubrimos dos jinetes detrás de los matorrales. Eran soyotos. Llevaban en bandolera sus fusiles de chispa.

– Esperadme – le dije al oficial -. Voy a parlamentar con ellos.

Galopé a toda velocidad de mi caballo. Uno de los jinetes era el gobernador soyoto, que me dijo:

– Quedaos a retaguardia del destacamento y ayudadnos.

– Bien – contesté -. Pero hablaremos un instante, para que crean que conferenciamos.

Al cabo de un momento estrechaba la mano del soyoto y me reuní con los soldados.

– Todo está arreglado – dije -; podemos continuar nuestra marcha. Los soyotos no nos harán ninguna oposición.

Avanzamos, y mientras atravesábamos una ancha pradera, vimos a gran distancia dos soyotos, que galopaban velozmente, remontando la ladera de la montaña. Paso a paso hice la maniobra necesaria para quedar con mi compañero algo rezagado del destacamento. Detrás de nosotros marchaba un soldado de aspecto estúpido y positivamente hostil. Tuve tiempo de murmurar a mi compañero la palabra “mauser”, y vi que abría con precaución la funda del revolver, para tenerlo preparado.

Pronto comprendí por qué aquellos soldados, aunque nacidos en los bosques, no querían emprender sin guía el viaje hasta el Seybi. Toda la región comprendida entre el Algiak y el Seybi está constituida por altas cadenas de estrechas montañas separadas por valles profundos y pantanosos. Es un sitio maldito y peligroso. Al principio nuestros caballos se hundían hasta los corvejones, caminando penosamente, trabándose en las raíces, y luego cayeron, desmontando a sus jinetes y rompiendo las correas de las sillas y las bridas. Más lejos, también a nosotros nos llegó el agua a las rodillas. Mi caballo se hundió, petral y cabeza abajo, en el lodo rojo y fluido, y nos costó lo indecible sacarlo del atolladero. El caballo del oficial, arrastrándole en su caída, le hizo dar con la cabeza en una piedra. Mi compañero rozó una rodilla contra un árbol. Los animales resoplaban ruidosamente. Se oyó, lúgubre, el graznido del cuervo. Luego, el camino empeoró todavía. La vereda contorneaba el pantano mismo; pero por doquiera la obstruían los troncos de los árboles derribados. Los caballos, saltando sobre los árboles, caían a veces en un hondo agujero y daban volteretas patas arriba. Íbamos llenos de lodo y sangre y temíamos agotar a nuestras cabalgaduras; en un largo trayecto tuvimos que echar pie a tierra y llevarlas de la brida. Al fin entramos en una vasta pradera cubierta de matas y bordeada de rocas. No solo los caballos, sino los mismos hombres, se hundían en el barro, que parecía no tener fondo. Toda la superficie de la pradera no era sino una delgada capa de hierba, recubriendo un lago de agua negra y corrompida. Alargando la columna y marchando separados a grandes distancias, pudimos con esfuerzo sostenernos en la superficie, movediza como la gelatina, en la que se bamboleaban las plantas. En ciertos parajes la tierra se hinchaba o se resquebrajaba.

De repente sonaron tres detonaciones. No eran mucho más fuertes que las de la carabina Flaubert; pero tiraban con balas de verdad, porque el oficial y dos soldados cayeron al suelo. Los otros soldados empuñaron sus fusiles y temerosos miraron en torno suyo, buscando al enemigo. Otros cuatro fueron también desmontados, y de repente observé que el bruto de la retaguardia me apuntaba con su fusil; pero mi mauser se anticipó.

– ¡Rompan fuego! – grité.

Y tomamos parte en la lucha.

Pronto la pradera se llenó de soyotos que desnudaban a los muertos, repartiéndose sus despojos, y recobraban los caballos que les habían robado. En esta clase de guerras no es prudente nunca permitir al enemigo que abra hostilidades con fuerzas aplastantes.

Transcurrida una hora de penosa marcha, empezamos a subir la montaña y no tardamos en llegar a una elevada meseta bastante arbolada.

– Después de todo, los soyotos no son tan pacíficos – observé yo, dirigiéndome al gobernador.

Este me miró asustadamente y replicó:

– No les mataron los soyotos.

Tenía razón: eran tártaros de Abakan, vestidos con trajes de soyotos, quienes dieron muerte a los bolcheviques. Estos tártaros conducen sus manadas de bueyes y caballos de Rusia a Mongolia por el Urianhai. Su guía e intérprete era un calmuco lamaíta. Al día siguiente nos aproximamos a una pequeña colonia rusa y vimos que algunos jinetes patrullaban por los bosques. Uno de nuestros jóvenes tártaros se encaminó bravamente a todo galope hacia uno de aquellos hombres, pero volvió pronto, sonriendo de un modo tranquilizador.

– Todo va bien – exclamó, riendo -. ¡Adelante!

Continuamos la marcha por una pista buena y ancha, a lo largo de una alta empalizada que circundaba una pradera donde pacía un rebaño de izbur. Los granjeros crían estos alces por sus cuernos, que venden muy caros, cuando aún están cubiertos de pelusa, a los mercaderes de medicinas del Tíbet y de China. Estos cuernos, una vez hervidos y secos, reciben el nombre de panti y son apreciadísimos por los chinos, que los pagan a gran precio.

Nos recibieron los colonos con espanto.

– ¡Gracias a Dios! – exclamó la granjera -. Creíamos que…

Y calló, mirando a su marido.

CAPITULO X

LA BATALLA DEL SEYBI

La presencia constante del peligro desarrolla la vigilancia y la finura de la percepción. Aunque estábamos fatigadísimos, no nos desnudamos y dejamos los caballos ensillados. Puse mi revolver en el bolsillo interior del capote y comencé a mirar alrededor mío, examinando a aquellas gentes. Lo primero que descubrí fue la culata de un fusil oculto debajo de la pila de almohadas que hay siempre en las camas de matrimonio de los campesinos. Más tarde, vi que los empleados de nuestro huésped entraban constantemente en la habitación para recibir órdenes. No parecían genuinos labradores, a pesar de sus barbas largas y sucias. Me contemplaban con atención y no nos dejaban solos nunca, ni a mi amigo ni a mi con el granjero. Nada, no obstante pudimos adivinar. Entonces entró el gobernador soyoto, y notando que nuestras relaciones eran algo tirantes, empezó a explicar en lenguaje soyoto lo que había de nosotros.

– Os pido perdón – nos dijo el colono -; pero bien sabéis por experiencia que ahora abundan más por el mundo los ladrones y los asesinos que las personas honradas.

Después de esto hablamos con mayor libertad. Supimos que nuestro huésped estaba informado de que una banda de bolcheviques tenia intención de atacarle en el curso de su expedición contra los oficiales cosacos que a ratos habitaban la colonia. También estaba enterado de la desaparición de un destacamento. Sin embargo, el viejo no se hallaba aún del todo tranquilo, a pesar de nuestras detalladas referencias, porque había oído hablar de un fuerte destacamento de rojos precedentes de las fronteras del distrito de Urinski, persiguiendo a los tártaros que huían con sus ganados hacia el Sur, o sea hacia la Mongolia, y se acercaban a la granja.

– Temo verlos llegar de un momento a otro – dijo el anciano -. Mi soyoto acaba de avisarme que los rojos se disponen a pasar el Seybi y de que los tártaros se aprestan a resistirles.

Salimos en seguida para revisar las monturas y los aparejos. Nos llevamos los caballos para ocultarlos en unos matorrales no lejos de allí. Preparamos los fusiles y los revólveres, tomando posiciones en el cercado, acechando la llegada del enemigo común. Transcurrió una hora de penosa espera. Luego, uno de los hombres vino corriendo del bosque y murmuró:

– Van a cruzar el pantano… El combate empieza.

En efecto, como para confirmar la noticia, llegó a nosotros el ruido de un disparo, seguido inmediatamente de una descarga y de otras cada vez más nutridas. El combate se acercaba a la casa. Pronto oíamos el galopar de los caballos y los gritos salvajes de los soldados. Un instante después, tres de ellos penetraban en la casa, huyendo del camino barrido por el fuego de los tártaros situados a los dos lados de él, y vociferando espantosamente. Uno de ellos disparó contra nuestro huésped, que se tambaleó y cayó de rodillas, mientras que tendía la mano a la carabina oculta debajo de las almohadas.

– ¿Quién sois? – preguntó uno de los soldados, volviéndose a nosotros y levantando el fusil.

Les contestamos a tiro de revolver, con éxito, porque solo uno de los soldados, el de más atrás, pudo ganar la puerta, pero en el patio cayó en manos de un trabajador que le estranguló. Se entabló el combate. Los soldados llamaron pidiendo refuerzos. Los rojos estaban alineados a lo largo de la cuneta, en el borde del camino, a trescientos pasos de la casa, respondiendo al fuego de los tártaros que los cercaban. Varios soldados corrieron hacia la casa para auxiliar a sus camaradas, pero entonces oímos una descarga de salvas. Los obreros de la granja tiraban como en las maniobras, con calma y precisión. Cinco soldados rojos yacían en el camino, mientras que los demás se agazapaban en el foso. No tardamos en divisar que comenzaban a avanzar arrastrándose hacia el extremo de la granja, en dirección al bosque donde habían dejado sus caballos. Los disparos de fusil sonaban cada vez más lejos y pronto vimos que cincuenta o sesenta tártaros perseguían a los rojos a través de la pradera.

Descansamos dos días a orillas del Seybi. Los obreros de la granja, en número de ocho, eran en realidad oficiales disfrazados. Nos pidieron permiso para acompañarnos y se lo concedimos.

Cuando mi compañero y yo reanudamos nuestro viaje, lo hicimos con una escolta de ocho oficiales armados y tres bestias de carga. Atravesamos un magnifico valle entre el Seybi y el Ut. Por doquiera veíamos esplendidas dehesas con numerosos rebaños; pero las dos o tres casas lindantes con el camino estaban desiertas. Sus habitantes se habían ocultado, aterrorizados, al oír el fragor del combate con los rojos. Al día siguiente franqueábamos la alta cadena de montañas llamada Dabán, y cruzando una extensa explanada de monte quemado, empezamos a descender a un valle escondido a nuestros ojos por los contrafuertes de las colinas. Tras estas cumbres discurre el pequeño Yenisei, último de los grandes ríos antes de llegar a la Mongolia propiamente dicha. A diez kilómetros aproximadamente de río divisamos una humareda que salía de los bosques. Dos de los oficiales se destacaron en servio de exploración. Tardaban en volver, y temiendo que les hubiese ocurrido alguna desgracia, nos adelantamos con precaución hacia el sitio de donde subía el humo, dispuestos a combatir si fuese preciso. Llegamos, al fin, lo bastante cerca de ellos para oír el vocerío de un inmenso grupo de personas, del que sobresalían las risas estrepitosas de nuestros exploradores. En medio de un prado distinguimos una gran tienda con dos defensas de ramaje, y alrededor de ella una agrupación de cincuenta o sesenta personas. Cuando desembocamos del bosque todos acudieron alegremente para darnos la bienvenida. Era un campamento de oficiales y soldados rusos que, después de haber huido de Siberia, vivieron con los colonos y los ricos terratenientes del Urianhai.

– ¿Qué hacéis aquí? – les preguntamos sorprendidos.

– ¿Entonces ignoráis lo que ha sucedido? – repuso un hombre de cierta edad, que resultó ser el coronel Ostrowsky -. En el Urianhai se ha dispuesto por el comisario militar la movilización de todos los hombres de menos de veintiocho años, y de todas partes avanzan hacia la villa de Belotzarsk los destacamentos de esos partidarios. Roban a los colonos y a los pastores y matan a todos los que caen en sus manos. Andamos huyendo de esas partidas.

El campamento poseía dieciséis fusiles y tres granadas que pertenecían a un tártaro que viajaba con un guía calmuco para inspeccionar sus rebaños de la Mongolia occidental. Nosotros explicamos el objeto de nuestro viaje y nuestro proyecto de atravesar la Mongolia hasta el puerto más próximo a la costa del Pacifico. Los oficiales me rogaron que les llevásemos con nosotros. Accedí. Un reconocimiento que hicimos nos demostró que no había partida cerca de la casa del campesino que debía facilitarnos el cruce del pequeño Yenisei. Nos pusimos en marcha inmediatamente a fin de pasar lo antes posible aquella zona peligrosa del Yenisei para internarnos en el bosque de más allá. Nevaba, pero los copos se derretían en seguida. Antes de anochecer se levantó un viento norteño helado, que trajo con él una tempestad de nieve. Muy de noche llegamos al río. El colono nos acogió con simpatía y no vaciló en ofrecerse para pasarnos en su barca y hacer que los caballos atravesasen el río a nado, aunque todavía flotaban en el agua gruesos témpanos, procedentes de las fuentes. Durante esta conversación, uno de los obreros del colono, bizco y de mala catadura, nos escuchaba sin pestañear, vuelto todo el tiempo a nosotros. De improviso desapareció. El granjero reparó en su huida y con voz de angustia nos dijo:

– Se ha ido corriendo al pueblo para traer aquí a esos rojos endemoniados. Hay que pasar el río sin dilación y sin perder tiempo.

Entonces empezó la aventura más terrible de nuestro viaje. Propusimos al colono que cargase nuestras provisiones y municiones en la barca y que nosotros pasaríamos con los caballos a nado a fin de ganar tiempo, que tan precioso nos era. El Yenisei en aquel paraje tiene unos trescientos metros de ancho; la corriente es muy rápida y la orilla está cortada a pico sobre un lecho profundo. La noche era completamente oscura, sin una estrella en el cielo. Silbaba el viento tempestuosamente y la nieve nos azotaba el rostro con violencia. Ante nosotros corrían velozmente las negras aguas, arrastrando delgados trozos de afilado hielo que giraban y se desgastaban en los remolinos y rompientes. Mi caballo tardó un largo rato en bajar a la orilla abrupta, resoplando y encabritándose. Le castigué con el látigo, y al fin, con un gemido de mal agüero, se arrojó al río helado. Nos hundimos los dos, y con dificultad me sostuve en la silla. En cuanto estuvo a algunos metros de la orilla, mi caballo estiró la cabeza y el cuello cuanto pudo en su afán de avanzar, resoplando con fuerza sin detenerse. Sentí todos los movimientos de sus patas, agitando el agua, y el temblor de su cuerpo en el espantoso trance. Llegamos a la mitad del río, donde la corriente se hacia extremadamente rápida, por lo cual nos arrastraba de manera irresistible. En la noche lúgubre oía los gritos de mis compañeros y las sordas quejas de temor y sufrimiento de los caballos. El agua helada me llegaba al pecho. Los témpanos flotantes chocaban en mí; las olas me salpicaban el rostro. No tuve tiempo de mirar a mi alrededor ni de sentir frío. El deseo animal de vivir se apoderó de mí; no pensé sino una cosa: si mi caballo flaqueaba en su lucha contra la corriente, estaba perdido. Fijé toda mi atención en sus esfuerzos y su pánico. De repente lanzó un gemido y sentí que se sumergía. Evidentemente, el agua le entraba por la nariz, porque no le oía resoplar. Un grueso témpano le golpeo la cabeza y le hizo cambiar de dirección, si bien continuo en el sentido de la corriente. Le dirigí con trabajo hacia la orilla, tirándole de las riendas; pero comprendí que se le acababan las fuerzas. Su cabeza desapareció varias veces en los remolinos. No había que dudar. Me deslicé de la silla, y sujetándome a ella con la mano izquierda, me puse a nadar con la derecha al lado de mi cabalgadura, animándola con la voz. Flotó un momento con la boca entreabierta y los dientes apretados; en sus ojos, ampliamente abiertos, se leía un indescriptible terror. En cuanto le libré de mi peso volvió a la superficie y nadó más tranquilo y rápido. Al fin, bajo las herraduras del pobre animal exhausto, sentí el golpe con las rocas. Uno tras otro, mis compañeros ganaban la orilla. Los caballos, bien domados, habían hecho pasar a sus jinetes. Algo más lejos, aguas abajo, el colono abordaba con las provisiones. Sin perder momento, cargamos los equipajes en los caballos y continuamos el viaje. El viento soplaba cada vez más desencadenado y glacial. Al amanecer, el frío era terrible. Nuestras ropas, empapadas, se helaron, poniéndose tan duras como el cuero; los dientes nos castañeteaban y en los ojos nos fulguraba la llamarada roja de la fiebre; pero seguimos marchando para poner el mayor espacio entre nosotros y las partidas bolcheviques. A unos quince kilómetros del bosque salimos a un valle accesible, desde donde pudimos distinguir la margen opuesta del Yenisei. Debían de ser las ocho. A lo largo del camino, al otro lado del río, se estiraba como una serpiente una dilatada fila de jinetes y carruajes que comprendimos era una columna de soldados rojos con su tren de combate. Echamos pie atierra y nos escondimos entre la maleza para evitar ser descubiertos. Todo el día el termómetro marcó cero y todavía bajó más, de modo que, ateridos, proseguimos nuestro viaje, llegando a la noche a unas montañas cubiertas de bosques de álamos, donde encendimos grandes hogueras para secarnos las ropas y calentarnos. Los caballos, hambrientos, no se separaron de las hogueras, quedándose detrás de nosotros durmiendo con las cabezas agachadas. Al día siguiente, muy de mañana, acudieron a nuestro campamento algunos soyotos.

¿Ulan? (rojo) – preguntó uno de ellos.

– No, no – gritaron mis compañeros.

Tzagan? (blanco) – interrogó otro.

– Sí, sí – dijo el tártaro -; todos son blancos.

Mendé, mendé! – exclamaron los soyotos.

Y mientras tomaban una taza de té, empezaron a darnos interesantes e importantes noticias. Supimos que las partidas rojas, dejando los montes Tannu Ola, ocupaban con sus avanzadas toda la frontera de Mongolia para detener a los campesinos y a los soyotos conductores de rebaños. Era, pues, imposible pasar los Tannu Ola. Solo vi la posibilidad de dirigirnos al Sudoeste, atravesar el valle pantanoso del Buret-Hei y alcanzar la ribera sur del lago Kosogol, situado en el territorio de la verdadera Mongolia. Las noticias eran malas. El primer puesto mongol de Samgaltai no distaba más que unos noventa kilómetros, mientras que el lago Kosogol, por el camino más corto, se hallaba a cuatrocientos cincuenta.

Los caballos que mi compañero y yo montábamos habían andado más de novecientos kilómetros por mal terreno, casi sin descansar y con alimentación harto escasa, por lo que no podían recorrer semejante distancia. Pero reflexionando sobre la situación, y estudiando a mis nuevos compañeros, decidí no intentar el paso de los montes Tannu Ola. Aquellos hombres estaban cansados moralmente, nerviosos, mal vestidos y peor armados, y algunos se hallaban enfermos. El pánico se hubiera apoderado en seguida de ellos, haciéndoles perder la cabeza y haciéndosela perder también a los demás. Entonces consulté a mis amigos y resolví ir al lago Kosogol. Todos consintieron en seguirme. Después de tomar un rancho compuesto de una sopa hecha con pedazos de carne, galletas té, partimos. A las dos horas las montañas comenzaron a elevarse delante de nosotros. Eran las estribaciones nordeste de los Tannu Ola, tras de las cuales se extendía el valle del Buret-Hei.

CAPITULO XI

LA BARRERA ROJA

En un valle encajonado entre dos sierras escarpadas, descubrimos una manada de yaks y de bueyes que diez soyotos montados conducían rápidamente hacia el Norte. Se acercaron a nosotros con precaución y concluyeron por decirnos que el noyón (príncipe) de Todji les había ordenado que trasladasen los rebaños a lo largo del Buret-Hei hasta la Mongolia, temiendo el pillaje de los forajidos rojos. Salieron; pero enterados por algunos cazadores soyotos que aquella parte de los montes Tannu Ola estaba ocupada por las partidas procedentes de Wladimirovka, se vieron obligados a volverse atrás. Les preguntamos dónde se hallaban las avanzadas y por el numero de soldados que guardaban los pasos de las montañas, y enviamos al tártaro y al calmuco para reconocer el terreno, mientras nos preparábamos a continuar nuestra marcha, envolviendo los cascos de los caballos con nuestras camisas y poniendo a estos una especie de bozales hechos con correas y trozos de cuerdas para impedir que relinchasen. Había ya cerrado la noche cuando los exploradores regresaron, avisándonos que un grupo de unos treinta soldados acampaba como a unos diez kilómetros de allí, ocupando las yurtas de los soyotos. En el collado se encontraban dos avanzadillas: una compuesta de dos hombres y la otra de tres. De las avanzadillas al campamento habría kilómetro y medio aproximadamente. Nuestra pista pasaba entre los dos puestos avanzados. Desde la cima de la montaña se les veía claramente, siendo fácil acabar a tiros con los centinelas. Cuando hubimos ganado la cumbre me separé de nuestro grupo, y llevando conmigo a mi amigo, al tártaro, al calmuco y a dos jóvenes oficiales, avanzamos con discreción. Desde arriba distinguí, a unos quinientos metros delante de nosotros, dos hogueras. Junto a cada una de ellas velaba un soldado armado de su fusil, y los demás dormían. No quise entablar la lucha con aquellos centinelas; pero era preciso desembarazarnos de su presencia sin disparar ni un tiro, si deseábamos seguir marchando. No creí que los rojos pudiesen descubrir nuestro rastro, porque la pista estaba toda removida por el tránsito de numerosos animales.

– Elijo a esos dos de allí – murmuró mi compañero, señalando a los centinelas de la derecha.

Nosotros debíamos ocuparnos del puestecillo de la izquierda. Avancé, arrastrándome entre las matas, detrás de mi amigo para ayudarle si necesitaba mi intervención; pero confieso que no sentía preocupación alguna respecto a él. Era un mocetón de seis pies de estatura, tan fuerte, que cuando algún caballo se negaba a que le pusiesen el bocado, le daba puntapiés en las patas de delante y lo tiraba al suelo, donde fácilmente le colocaba las riendas. Cuando distábamos de los rojos un centenar de pasos, me detuve en el matorral y miré. Pude ver claramente la hoguera y el soñoliento centinela. El soldado estaba sentado con el fusil entre las piernas. Su compañero, dormido junto a él, no se movía. Sus botas de fieltro blanco se destacaban en la oscuridad de la noche. Durante un rato perdí de vista a mi compañero. Reinaba un silencio amedrentador. De repente, de la otra avanzadilla llegaron unos gritos ahogados y todo volvió a quedar silencioso. Nuestro centinela levanto levemente la cabeza; pero en aquel preciso momento el cuerpo gigantesco de mi amigo se interpuso entre la hoguera y yo, y en un cerrar de ojos los pies del bolchevique pasaron por el aire como un resplandor: mi compañero había cogido al centinela por el cuello, arrojándole a la espesura, donde ambos cuerpos desaparecieron. Un segundo más tarde reapareció; hizo un molinete con el fusil y asestó en el cráneo del soldado dormido un culatazo violento y sordo, y sobrevino una absoluta calma. Luego vino a mí, sonriente pero turbado.

– ¡Listos! ¡Dios y al diablo! Cuando yo era niño mi madre quiso que fuese cura. Crecí y estudié para ingeniero agrónomo… y todo eso para estrangular hombres o partirles el cráneo. ¡La revolución es una cosa estúpida!

Escupió con rabia y asco y se puso a fumar una pipa.

También en la otra avanzadilla había terminado todo. Aquella noche escalamos las crestas del Tannu Ola y descendimos a un valle cubierto de monte bajo, surcado por una red de arroyuelos. Eran las fuentes del Buret-Hei. A eso de la una nos detuvimos y dejamos pastar a los caballos, porque la hierba era excelente. Nos juzgábamos en seguridad por algunos indicios tranquilizadores; en las laderas se veían rebaños de renos y yaks, y los soyotos que se aproximaron nos confirmaron nuestras suposiciones. Tras los montes Tannu Ola no se habían visto soldados rojos. Ofrecimos a los soyotos un paquete de té y les vimos alejarse contentos y seguros de que éramos tzagan: buena gente. Mientras nuestros caballos descansaban y pastaban en la crecida hierba, deliberamos acerca de nuestro itinerario, sentados cerca del fuego. Se suscitó una viva discusión entre dos secciones de nuestro grupo; al frente de una figuraba un coronel, que con cuatro oficiales estaban tan impresionados por la ausencia de rojos al sur de Tannu Ola, que decidieron continuar en dirección Oeste, hacia Kobdo, para encaminarse luego al campamento del Emil, donde las autoridades chinas habían internado a los seis mil hombres de las fuerzas del general Bakitch, que penetraron en territorio mongol. Mi compañero y yo, con dieciséis oficiales, preferimos atenernos a nuestro primitivo plan, que era arribar al lago Kosogol, de paso para el Extremo Oriente. Como ninguno de los dos grupos logró convencer al otro de que abandonase sus ideas, resolvimos separarnos, y al medio día siguiente nos despedimos. Nuestro grupo de dieciocho sostuvo numerosos combates y sufrió penalidades sin cuento, que costaron la vida a seis de nuestros camaradas, pero nosotros llegamos al término del viaje tan íntimamente unidos por los lazos de mutua abnegación, reforzados por los peligros comunes en las batallas, en las que nos jugábamos la vida, que hemos conservado siempre unos para otros los más calurosos sentimientos de amistad. El otro grupo, mandado por el coronel Jukoff, pereció. Tropezó con un fuerte destacamento de caballería roja y fue destruido por ella en dos combates. Solo escaparon dos oficiales, quienes me refirieron estas tristes nuevas y los detalles de los combates cuando nos encontramos cuatro meses más tarde en Urga.

Nuestro grupo de dieciocho jinetes y sus cinco caballos de carga remontó el valle del Buret-Hei. Nos atascamos en los pantanos, cruzamos numerosos ríos fangosos, nos helamos los vientos fríos, empapados hasta los huesos por la nieve y por la lluvia glacial; pero persistimos infatigablemente en la empresa de alcanzar la costa sur del lago Kosogol. El guía tártaro nos precedía sin vacilaciones, siguiendo las pistas trazadas por los innumerables rebaños que del Urianhai van a la Mongolia.

CAPITULO XII

EN EL PAIS DE LA PAZ

Los habitantes del Urianhai, los soyotos, están orgullosos de ser verdaderos budistas y de haber conservado pura la doctrina de San Rama y la sabiduría profunda de SakyaMuni. Son los eternos enemigos de la guerra y de la sangre derramada. En el siglo XIII prefirieron emigrar y buscar refugio en el Norte, antes que combatir o formar parte del imperio del sanguinario conquistador Gengis Kan, que quiso incorporar a sus fuerzas a esos maravillosos jinetes y diestrísimos arqueros. Tres veces en el curso de su historia han emigrado así hacia el Norte para eludir la lucha, y ahora nadie puede decir que las manos de los soyotos se hayan teñido de sangre humana. Con su amor a la paz, han luchado contra los males de la guerra. Los mismos rígidos administradores chinos no han podido aplicar en ese pacifico país todo el rigor de sus leyes implacables. De igual modo se condujeron los soyotos con los rusos cuando estos, ebrios de sangre y enloquecidos por los crímenes, fueron a infestar su país. Evitaron los soyotos cuidadosamente chocar contra las tropas rojas o las partidas bolcheviques, emigrando con sus familias y ganados hacia el Sur hasta los principados alejados, como los de Kemchik y Soldjak. El afluente oriental de este río emigratorio pasó por el valle Buret-Hei, donde continuamente dejábamos atrás los grupos de soyotos acompañados de sus rebaños.

Avanzábamos rápidamente a lo largo del sinuoso Buret-Hei, y al cabo de dos días empezamos a pisar los collados que unen los valles del Buret-Hei y del Jarga. El camino, además de escabroso, estaba interceptado por troncos de árboles derribados, y aun, por increíble que parezca, por anchos lodazales en los que los caballos de hundían penosamente. Luego tuvimos de nuevo que marchar por una pista peligrosa donde los guijarros rodaban bajo los cascos de las caballerías, saltando al precipicio que bordeábamos. Los animales se fatigaron pronto, pasando aquellos peñascales dejados así por los antiguos glaciares, al pie de las faldas de la montaña. A veces la pista seguía al borde mismo de las simas y los caballos producían grandes desprendimientos de arena y piedras. Me acuerdo de un cerro cubierto totalmente por aquellas movedizas arenas. Tuvimos que desmontar y, llevando a los caballos de las bridas, recorrer a pie, en una longitud de dos kilómetros, aquellos lechos resbaladizos, a ratos empantanándonos hasta las rodillas, y bajar las pendientes casi a la fuerza hacia el fondo de los despeñaderos. Un movimiento imprudente hubiera podido precipitarme al abismo. Esto le ocurrió a uno de nuestros caballos. Metido hasta el vientre en una trampa escurridiza, no pudo cambiar de dirección a tiempo y resbaló con una masa de cascotes por el terreno cortado a pico, cayendo en el derrumbadero para no levantarse más. Solo oímos el crujido de las ramas secas aplastadas en su caída mortal. Con grandes dificultades bajamos al fondo del barranco para recoger la silla y los bultos que transportaba.

Un poco más lejos nos vimos precisados a abandonar a una de nuestras bestias de carga, que había hecho todo el viaje con nosotros desde la frontera norte del Urianhai. Principiamos a descargarla, pero fue inútil, pues ni nuestras excitaciones ni nuestras amenazas sirvieron para nada. Quedó inmóvil, con la cabeza inclinada y un aspecto de agotamiento que nos hizo comprender que había llegado al límite de su trabajosa existencia. Algunos soyotos que iban con nosotros la examinaron, le palparon los músculos de las cuatro patas, le cogieron la cabeza con las manos, moviéndola de derecha a izquierda, y después de un detenido estudio dictaminaron:

– Este caballo no irá muy lejos. ¡Tiene los sesos secos!

Tuvimos, por lo tanto, que abandonarlo. Aquella tarde asistimos a un magnifico cambio de paisaje al subir a una altura, donde nos encontramos en una vasta planicie cubierta de álamos. Divisamos las yurtas de algunos cazadores soyotos, recubiertas de corteza en vez del fieltro habitual. Entre estos, diez hombres armados de fusiles se adelantaron hacia nosotros. Nos participaron que el príncipe de Soldjak no permitía que nadie pasase por allí, pues temía que invadiesen sus dominios los asesinos y los ladrones.

– Volveos al punto de donde venís – nos aconsejaron, mirándonos con ojos llenos de espanto.

No contesté y puse fin a un conato de reyerta entre un viejo soyoto y uno de mis oficiales. Luego señalé con un dedo el riachuelo que corría por el valle situado frente a nosotros y pregunté cómo se llamaba.

– Oyna – respondió el soyoto -. Es la frontera del principado y está prohibido pasarla.

– Muy bien – contesté -; pero nos permitiréis descansar y calentarnos un poco.

– Sí, sí – gritaron los soyotos, siempre hospitalarios.

Y nos condujeron a sus tiendas.

Por el camino aproveché la ocasión para ofrecer al viejo soyoto un cigarrillo y a otro una caja de fósforos. Caminábamos con mucha lentitud y todos juntos, salvo un soyoto que se quedaba atrás, tapándose la nariz con la mano.

– ¿Está enfermo? – pregunté.

– Sí – respondió el viejo soyoto con tristeza -. Es mi hijo. Hace dos días que sangra por la nariz y está muy débil.

Me detuve y llamé al pobre joven.

– Desabrochaos el capote – le ordené -; desarropaos el cuello y el pecho y levantad la cabeza lo más alto que podáis.

Oprimí la vena yugular por los dos lados de la cabeza durante unos minutos y le dije:

– Ya no echareis más sangre por la nariz. Retiraos a vuestra tienda y acostaos un rato.

La acción misteriosa de mis dedos produjo en el soyoto una fuerte impresión. El viejo soyoto, lleno de temor y respeto, murmuró:

Ta lama, ta lama (gran doctor).

En la yurta nos obsequiaron con té, mientras que el viejo soyoto se hallaba sumido en profunda meditación. Después consultó con sus compañeros y acabó por decirme:

– La mujer de nuestro príncipe padece de la vista, y creo que el príncipe se alegrará de que le lleve a ta lama. No me castigará, porque aunque me ha ordenado no dejar entrar a mala gente, no ha prohibido que recibamos a personas honradas.

– Haced lo que os parezca mejor – respondí, fingiendo indiferencia -. Es cierto que sé tratar las enfermedades de los ojos, pero desharé el camino si me lo mandáis.

– No, no – gritó el viejo apenado -.Yo mismo voy a guiaros.

Sentado junto a la lumbre, encendió si pipa con un silex, limpió el extremo con la manga y me la ofreció en señal de sincera hospitalidad. Yo estaba al corriente de la cortesía y fumé. En seguida fue dando la pipa a cada uno de nosotros y recibió de cada uno, en cambio, un cigarrillo, un puñado de tabaco y algunos fósforos. Nuestra amistad quedaba consagrada. Pronto acudieron a la yurta para conocernos y rodearnos hombre, mujeres, chicos y perros. No nos podíamos mover. Del gentío se destacó un lama de cara afeitada y cabellos al rape, que vestía la flotante tunica roja de su casta. Sus vestidos y su expresión le diferenciaban del resto de los soyotos, bastante sucios, con sus coletas y sus casquetes de fieltro terminado en lo alto por colas de ardillas. El lama se mostró bien dispuesto para nosotros, pero miraba con envidia nuestras sortijas de oro y nuestros relojes.

Decidí explotar la codicia del servidor de Buda y le ofrecí té y galletas, haciéndoles saber que deseaba adquirir caballos.

– Tengo uno. ¿Queréis comprarlo? – me preguntó -. Pero no acepto billetes de Banco rusos. Cambiémosle por algo.

Regateé largo tiempo, y, al fin, por mi anillo de boda, un impermeable y una maleta de cuero recibí un excelente caballo soyoto, para sustituir el que habíamos perdido, y una cabrita.

Pasamos la noche con los indígenas, y nos obsequiaron con un festín de carnero asado. Al día siguiente nos pusimos en camino, dirigidos por el viejo soyoto, recorriendo el valle del Oyna, sin montañas ni pantanos. Sabíamos que algunos de nuestros caballos estaban demasiado cansados para ir hasta el lago Kosogol, y decidimos probar a comprar otros en el país. No tardamos en encontrar yurtas soyotas rodeadas de ganados y caballos. Por fin nos acercamos a la capital nómada del príncipe. Nuestro guía se adelantó para comerciar con él, no sin habernos asegurado que el soberano se alegraría de recibir al ta lama, aunque en aquel momento observé que su fisonomía denotaba temor y ansiedad. Desembocamos en una vasta llanura cubierta de matas. A orillas del río vimos unas grandes yurtas sobre las que ondeaban unas banderas amarillas y azules, y adivinamos que era la residencia del Gobierno.

Pronto volvió nuestro guía. Volvía satisfechísimo. Se frotó las manos y exclamó:

– El noyón (príncipe) os espera. Está muy contento.

De guerrero me convertí en diplomático. Al llegar a la yurta del príncipe fuimos recibidos por dos funcionarios que usaban el gorro puntiagudo de los mongoles, adornado con enhiestas plumas de pavo real. Con profundas reverencias rogaron al noyón extranjero que penetrase en la yurta. Mi amigo el tártaro y yo entramos.

En la lujosa yurta, tapizada de magnifica seda, vimos un viejecillo de rostro apergaminado, rapado y afeitado, cubierto con una toca de castor alta y puntiaguda, ornada con seda carmesí y rematada por un botón rojo oscuro y unas largas plumas de pavo real en la parte de atrás. En la nariz le cabalgaban unas gruesas antiparras chinas. Estaba sentado en un diván bajo, y hacia tintinear nerviosamente las cuentas de su rosario. Era Ta Lama, príncipe de Soldjack y gran sacerdote del templo budista. Nos acogió cariñosamente y nos instó a sentarnos delante del fuego que ardía en un brasero de cobre. La princesa, sumamente hermosa, nos sirvió té, dulces chinos y bollos. Fumamos la pipa, aunque el príncipe, en su calidad de lama, no nos imitase, cumpliendo, sin embargo, sus deberes de huésped, elevando a sus labios las pipas que le ofrecíamos y tendiéndonos, en cambio, su tabaquera de jaspe verde. Cumplida la etiqueta, esperamos las palabras del príncipe. Este nos preguntó si nuestro viaje había sido feliz y cuales eran nuestros proyectos. Le hablé con franqueza y le pedí hospitalidad para todos nosotros. Consintió en dárnosla inmediatamente, y ordenó que nos preparasen cuatro yurtas.

– He sabido que el noyón extranjero es un excelente doctor.

– Sí; conozco bastantes enfermedades, y tengo conmigo algunos remedios, pero no soy doctor. Soy un sabio en otras ciencias.

El príncipe no me comprendió. Para su sencillez, un hombre que sabia tratar una enfermedad es un doctor.

– Mi mujer sufre constantemente de los ojos desde hace dos meses – me dijo -. Aliviadla.

Pedí a la princesa que me enseñase los ojos, y vi que tenía una conjuntivitis, producida por el humo continuo de la yurta y por la suciedad general del lugar. El tártaro me trajo mi botiquín. Lavé los ojos de la princesa con agua boricada y les apliqué un poco de cocaína y una débil solución de sulfato de cinc.

– Os ruego que me curéis – dijo la princesa -. No os vayáis antes de sanarme. Os daremos carneros, leche y harina para todos vuestros amigos. Lloro y me aflijo sin cesar, porque antes tenia unos ojos hermosos, y mi marido me decía que brillaban como las estrellas. Ahora, en cambio, los tengo rojos e hinchados. No puedo soportar esto, no, no puedo.

Golpeó el suelo con un pie menudo y me preguntó con coquetería:

– ¿Verdad que queréis curarme, señor?

El carácter y la manera de una mujer bonita son iguales en todas partes: en el deslumbrador Brodway, junto al majestuoso Támsesis, en los animados bulevares del alegre París como en la yurta, tapizada de seda de la princesa soyota, más allá de los montes Tannu Ola, recubiertos de árboles piramidales.

– Haré lo que pueda – contesté con aplomo, actuando de ocultista.

Pasamos allí diez días, agasajados cordialmente por toda la familia del príncipe. Los ojos de la princesa, que ocho años antes habían seducido al príncipe Lama, ya de avanzada edad, estaban curados. Ella no disimulaba su júbilo ni dejaba de mirarse al espejo.

El príncipe me regaló cinco buenos caballos, diez carneros y un saco de harina, que transformamos inmediatamente en galletas. Mi amigo le ofreció un billete de Banco de los Romanoff, de un valor de quinientos rublos, con el retrato de Pedro el Grande. Yo le presenté una pepita de oro que había recogido en el cauce de un torrente. El príncipe ordenó que un soyoto nos sirviera de quia hasta el lago Kosogol. Toda la familia del príncipe nos acompañó hasta el monasterio, situado a diez kilómetros de la capital. No le visitamos, pero sí nos detuvimos en el dugung, establecimiento comercial chino. Los mercaderes chinos nos recibieron con hostilidad, aunque nos brindaron toda clase de mercancías, creyendo especialmente entusiasmarnos con sus frascos redondos (lanhon) de maygolo, una especie de anisete. Como no teníamos plata en lingotes, ni dólares chinos, nos contentamos con mirar con envidia el atractivo licor, hasta que el príncipe vino a favorecernos, ordenando a los chinos que pusiesen cinco frascos en nuestras maletas.

CAPITULO XIII

MISTERIOS, MILAGROS Y NUEVA BATALLA

La tarde del mismo día llegamos frente al lago sagrado de Teri-Noor, balsa de agua de ocho kilómetros de ancho, limitada por riberas bajas y sin alicientes, con numerosas hondonadas. En el centro del lago se extendía lo que quedaba de una isla en vías de desaparecer. Dicha isla contenía algunos árboles y antiguas ruinas. Nuestro guía nos explico que hace dos siglos no existía el lago, y que en su lugar, dominando la llanura, se levantaba una imponente fortaleza china. Un jefe chino que la mandaba ofendió a un viejo lama, quien maldijo el sitio y predijo que seria destruido. El mismo día siguiente el agua comenzó a brotar del suelo, destruyó la fortaleza y se tragó a todos los soldados. Aun ahora, cuando la tempestad se desencadena en el lago, las aguas arrojan a las orillas osamentas de los hombres y los caballos que perecieron. El lago de Teri-Noor aumenta cada año, acercándose cada vez más a las montañas. Siguiendo la línea oriental empezamos a subir una cordillera coronada de nieve. La ascensión fue fácil al principio; pero el guía nos advirtió que la parte más penosa estaba más lejos. Alcanzamos la cima dos días después, y nos hallamos en una ladera escarpada, revestida de espesos bosques, bajo la nieve. Más allá se extendían las líneas de las nieves perpetuas, las montañas punteadas de rocas sombrías, cubiertas con un blanco manto que brillaba deslumbrador a la luz de un claro sol. Eran las más altas y orientales de las montañas de la cadena de los Tannu Ola.

Pasamos la noche en el bosque, y al amanecer empezamos a trasponerlas. A mediodía el guía nos condujo por una pista en zigzag, cortada a menudo por profundos barrancos y por montones de árboles y rocas detenidas en su caída por la falda de la montaña. Durante varias horas trepamos por las pendientes, reventando de cansancio a nuestros caballos, y de repente nos encontramos en el sitio donde habíamos hecho la última parada. Era indudable que el soyoto había perdido el camino, y en su rostro se leía el espanto y la estupefacción.

– Los demonios del bosque maldito no quieren dejarnos pasar – murmuró balbuciente -. ¡Mala señal! Tendremos que volver al Jarga y ver al noyón.

Le amenacé, y de nuevo se puso al frente del grupo, pero evidentemente sin esperanza y sin esforzarse en encontrar el camino. Por fortuna, una de los nuestros, un cazador del Urianhai, observó unas marcas hechas en los árboles que indicaban la pista que nuestro guía había perdido. Siguiéndolas, cruzamos el bosque, alcanzamos y rebasamos una zona de álamos quemados, y más lejos nos internamos en un bosquecillo que lindaba con la base de las montañas coronadas de nieves perpetuas.

Anochecía ya, y las sombras nos obligaron a acampar. Refrescó el viento, levantando una densa cortina de nieve que nos ocultó el horizonte por todas partes y envolvió a nuestro campamento en sus albos pliegues. Nuestros caballos, en pie detrás de nosotros, parecidos a blancos fantasmas, se negaban a comer y a separarse de la proximidad de las hogueras. El viento agitaba sus crines y sus colas y mugía y silbaba en las quebradas de la montaña. A distancia oímos el gruñido sordo de una manada de lobos, subrayado por un aullido individual y agudo que una bocanada de viento favorable lanzaba al aire en un staccato bien marcado.

Mientras descansábamos junto al fuego, el soyoto vino a buscarme y me dijo:

Noyón, ven conmigo al obo. Quiero enseñarte una cosa.

Le seguí y emprendimos la ascensión de la montaña. Al pie de una empinada cuesta había una enorme aglomeración de troncos de árboles y rocas, formando un cono de unos tres metros de altura. Estos obos son las señales sagradas que los lamas colocan en los sitios peligrosos: altares que levantan a los malos demonios, dueños de aquellos parajes. Los caminantes, soyotos y mongoles, pagan su tributo a los espíritus colgando de las ramas del obo los hatyks; es decir, largos gallardetes de seda azul arrancados de los forros de sus capotes, o sencillamente machones de pelos que cortan de las crines de sus caballos; también ponen en las piedras trozos de carne, tazas de té o puñados de sal.

– Mirad – dijo el soyoto -. Los hatyks están arrancados. Los demonios se han enfadado y no quieren dejarnos pasar. Noyón

Me cogió la mano y con voz suplicante murmuró:

– ¡Volvámonos, noyón, volvámonos! Los demonios no quieren que pasemos la montaña. Hace veinte años que nadie se ha atrevido a atravesarla, y todos los audaces que lo han intentado perecieron aquí. Los demonios cayeron sobre ellos en una tempestad de nieve. ¡Mira! Ya empieza. Volvamos a nuestro Noyón; esperemos los días más calidos, y entonces…

Dejé de escucharle y volví a la hoguera, que apenas podía distinguir entre la nieve que me cegaba. Temiendo que nuestro guía nos abandonase, encargué a uno de los míos que lo vigilara. Un poco después, en plena noche, el centinela me despertó para decirme:

– Puedo equivocarme, pero me ha parecido oír un tiro de fusil.

¿Que deducir? Tal vez algunos extraviados como nosotros avisaban así su situación a sus compañeros perdidos; quizá el centinela había tomado por un disparo el ruido de la caída de una roca o de un bloque de hielo. Me dormí nuevamente, y de improviso percibí en sueños una clara visión. Por la llanura cubierta de un espeso tapiz de nieve avanzaba una tropa de jinetes. Eran nuestras bestias de carga, nuestro calmuco y el divertido caballo pío de nariz romana. Yo vi como descendíamos de la helada meseta hasta un repliegue de la montaña, donde crecían algunos pobos, cerca de los cuales susurraba un arroyuelo a cielo abierto. Luego observé un resplandor brillante entre dos árboles y me desperté. Era ya de día. Sacudí a los demás y les encargué que se preparasen rápidamente a fin de no peder tiempo y partir. La tempestad se desataba con violencia creciente. La nieve nos cegaba, borrando todo rastro del camino. El frío se hacia cada vez más intenso. Al cabo montamos a caballo. El soyoto iba delante, procurando distinguir la vereda. A medida que subíamos, nuestro guía perdía con más frecuencia el camino. Caíamos en agujeros profundos recubiertos de nieve y luego tropezábamos en bosques resbaladizos. Por último, el soyoto hizo volver a su caballo y viniendo a mí, me dijo con tono decidido:

– No quiero morir con vosotros y no iré más lejos.

Mi primer impulso fue coger el látigo. Estaba ya cerca de la tierra prometida, la Mongolia, y aquel soyoto, interponiéndose a través de la realización de mis esperanzas, se me figuraba mi peor enemigo. Pero bajé la mano levantada y de improviso concebí una idea desesperada.

– Oye – le dije -, si te mueves del caballo te meteré una bala en la espalda y perecerás, no en lo alto de la montaña sino a su pie. Ahora voy a decirte lo que va a sucedernos. Cuando hayamos llegado a esas rocas de allá arriba, el viento habrá cesado y la tempestad de nieve concluirá- el sol brillará cuando atravesemos la planicie helada de la altura y luego descenderemos a un vallecito donde hay álamos y un riachuelo de agua corriente, al aire libre. Encenderemos fuego y pasaremos la noche.

El soyoto se echó a temblar, asustado.

– ¿Noyón ha franqueado ya las montañas del Darjat Ola? – me preguntó, asombrado.

– No – le repuse -; pero la noche última he tenido una visión y sé que traspondremos la cuesta sin novedad.

– Os guiaré – exclamó el soyoto.

Y dando un latigazo a su caballo se puso a la cabeza de la columna en la pendiente abrupta que conducía a las cimas de las nieves eternas.

Al marchar junto al borde estrecho de un precipicio, el soyoto se detuvo y examinó la pista con atención.

– Hoy, un gran número de caballos herrados han pasado por aquí – gritó en medio del estruendo de la tormenta -. Han arrastrado un látigo por la nieve. Y no eran soyotos.

Pronto nos dieron la solución al enigma. Sonó una descarga. Uno de mis compañeros lanzó un quejido, llevándose la mano al hombro derecho; uno de los caballos cargados cayó muerto: una bala le había dado detrás de la oreja. Echamos pie a tierra rápidamente, nos escondimos detrás de los peñascos y estudiamos la situación. Nos separaba un pintoresco valle de unos setecientos metros de ancho de una estribación montañosa. Divisamos a unos treinta jinetes en formación de combate, quienes disparaban contra nosotros. Yo tenia prohibido entablar ninguna lucha sin que la iniciativa partiese del lado del adversario; pero habiéndonos atacado, ordené contestarles.

– ¡Tirad a los caballos! – gritó el coronel Ostrosvky.

Luego mandó al tártaro y al soyoto que tumbasen a nuestras bestias. Matamos seis de sus cabalgaduras y debimos de herir a otras; pero no pudimos comprobarlo. Nuestros fusiles daban buena cuenta de los temerarios que asomaban la cabeza por detrás de las rocas. Oímos voces de rabia y las maldiciones de los soldados rojos, cuyo fuego de fusilería era cada vez más nutrido.

De repente vi a nuestro soyoto que a puntapiés levantaba tres de los caballos y que de un salto montaba en uno, llevando de la brida, detrás de él a los otros dos. El tártaro y el calmuco le siguieron. Apunté con mi fusil al soyoto; pero cuando vi al tártaro y al calmuco en sus admirables caballos irle a la zaga, dejé caer el fusil y me tranquilicé. Los rojos hicieron una descarga contra el trío, que, no obstante, consiguió escapar tras las rocas y desaparecer. La fusileria continuo aumentando de intensidad, y yo sabia que hacer. Por nuestra parte, economizábamos las municiones. Acechando al enemigo atentamente, distinguí dos puntos negros sobre la nieve, a espalda de los rojos. Se acercaban con cautela a nuestros enemigos y por último se ocultaron de nuestra vista detrás de unos montoncillos. Cuando reaparecieron se hallaban precisamente en el borde del peñascal a cuyo pie estaban emboscados los rojos. Su presencia en aquel sitio me llenó de alegría. Bruscamente los dos hombres se irguieron y les vi blandir una cosa y arrojarla al valle. Siguieron dos zumbidos atronadores, que los ecos repitieron. En seguida resonó una tercera explosión, que produjo en los rojos un griterío enfurecido y unas desordenadas descargas. Algunos de sus caballos rodaron por la pendiente envueltos entre la nieve, y los soldados, barridos por nuestro fuego, huyeron a toda velocidad, buscando refugio en el valle del que veníamos.

Más tarde el tártaro me explicó cómo el soyoto le había propuesto llevarle a una posición a retaguardia de los rojos para atacarlos por detrás con granadas de mano. Cuando hube curado el hombro herido del oficial y quitamos la carga de nuestro caballo muerto, proseguimos la marcha. Nuestra situación era delicada. No cabía duda de que el destacamento rojo procedía de la Mongolia. Por tanto, en Mongolia había comunistas. ¿Cuántos serian? ¿Dónde nos expondríamos a encontrarlos? La Mongolia no era, pues, la tierra prometida. Tristes pensamientos nos invadieron.

La naturaleza se mostró más clemente. El viento cedió poco a poco. Se aplacó la tormenta. El sol rasgó cada vez más el velo de las nubes. Caminábamos por una elevada meseta revestida de nieve, que a trechos apelotonaba el viento y que en otros sitios formaba montones que estorbaban a nuestros caballos y les impedían avanzar. Tuvimos precisión de echar pie a tierra y de abrirnos paso entre la nieve hacinada, que nos llegaba hasta la cintura; con frecuencia caía un hombre o un caballo y había que ayudarle a levantarse. Al cabo iniciamos el descenso, y al ponerse el sol hicimos alto en el bosquecillo de álamos blancos, pasamos la noche junto a las hogueras que encendimos entre los árboles y tomamos té, que hervimos en el agua proporcionada por el murmurador arroyuelo. En varios sitios descubrimos las huellas de nuestros recientes adversarios.

Todo, la misma Naturaleza y los demonios enojados del Dajart Ola, nos habían ayudado; pero estábamos tristes porque de nuevo sentíamos frente a nosotros la terrible incertidumbre que nos amenazaba con próximos y aterradores peligros.

CAPITULO XIV

EL RIO DEL DIABLO

Dejamos a nuestra espalda el bosque de Ulan Taiga y los montes Darjat Ola. Avanzábamos con celeridad porque las llanuras mongolas empezaban allí y carecen de obstáculos montañosos. En ciertos sitios había macizos de árboles. Cruzamos algunos torrentes rápidos, pero sin profundidad y fáciles de vadear. Después de dos días de viaje a través de la llanura de Darjat comenzamos a encontrar soyotos que conducían sus rebaños a toda prisa hacia el Nordeste, a la región de Orgarja Ola. Nos comunicaron desagradables noticias para nosotros.

Los bolcheviques del distrito de Irkutsk habían atravesado la frontera de Mongolia, capturando la colonia rusa de Jatyl, en la orilla meridional del lago Kosogol, y se dirigían al Sur, hacia Muren Kure, colonia rusa situada cerca de un gran monasterio lamaísta, a ochenta y dos kilómetros al sur del lago. Los mongoles nos dijeron que aún no había tropas rusas entre Jatyl y Muren Kure, por lo que decidimos pasar entre esos dos puntos para llegar a Van Kure, más al Este. Nos despedimos de nuestro guía soyoto, y luego de haber hecho una exploración previa, emprendimos la marcha. Desde lo alto de las montañas que rodean el lago Kosogol, admiramos el esplendido panorama de aquel vasto lago alpino, engastado como un zafiro en el oro viejo de las colinas circundantes, realzado con sombríos y frondosos bosques. A la tarde nos aproximamos a Jatyl con grandes precauciones y nos detuvimos a orillas del río que corre descendiendo del Kosogol, el Jaga o Egéngel. Hallamos un mongol que consintió en llevarnos al otro lado del río helado por un camino seguro entre Jatyl y Muren Kure. Por doquiera, a lo largo de las riberas, había grandes obos y altarcitos dedicados a los demonios del río.

– ¿Por qué hay tantos obos? – preguntamos al mongol.

– Es el río del diablo, peligroso y traicionero – replicó este -. Hace dos días una fila de carretas resquebrajó el hielo y tres de ellas se hundieron con cinco soldados.

Empezamos la travesía. La superficie del río se parecía a una espesa capa de cristal, claro y sin nieve. Nuestros caballos caminaban con lentitud, pero cayeron y forcejearon antes de incorporarse. Les conducíamos de la brida. Con la cabeza baja y temblorosos, tenían los asustados ojos fijos sin cesar en el piso helado. Miré y comprendí su espanto. A través de la transparente costra de hielo, de un espesor de unos treinta centímetros, se podía ver con toda claridad el fondo del río. A la luz de la luna, las piedras, los hoyos y las hierbas acuáticas eran perceptibles aun a una profundidad que excedía de los diez metros. Las ondas furiosas del Jaga se deslizaban bajo el hielo con una velocidad asombrosa, formando en su curso largas líneas de espuma y zonas burbujeantes. De improviso me paré y estremecí, lleno de estupor. En la superficie del río tronó un cañonazo, seguido de otro y luego de un tercero.

– ¡Pronto, pronto! – gritó nuestro mongol, haciéndonos señas con la mano.

Un nuevo estampido, continuado por un crujido, sonó muy cerca de nosotros. Los caballos se encabritaron y cayeron, dándose con la cabeza en el hielo. Un segundo después, la costra helada se partió y a nuestras plantas se abrió un boquete de dos pies de ancho, de forma que pude seguir la raja a lo largo de la superficie. En seguida, por la abertura, el agua brotó sobre el hielo con violencia.

– ¡De prisa, de prisa! – vociferó el guía.

Nos costó enorme trabajo hacer saltar la brecha a los caballos y que continuasen andando. Temblaban, se negaban a obedecer, y solo el látigo les hizo olvidarse de su terror, obligándolos a avanzar. Cuando estuvimos sanos y salvos en la otra orilla y en medio de los bosques, el quia mongol nos contó que el río se abre a veces de un modo misterioso y deja grandes espacios de agua clara. Los seres vivos que se encuentran entonces sobre él están condenados a perecer. La corriente fría y rápida los arrastra bajo el hielo. El resquebrajamiento se produce en ocasiones a los mismos pies de el caballo; que intenta entonces saltar al otro lado, pero cae al agua, y las mandíbulas del hielo, cerrándose bruscamente, le cortan de raíz las dos patas.

El valle de Kosogol es un cráter de volcán apagado. Se puede seguir los contornos desde lo alto de las márgenes occidentales. Sin embargo, el poder infernal actúa siempre, y proclamando la gloria del demonio, fuerza a los mongoles a erigir obos y a ofrecer sacrificios en sus altares. Dedicamos la noche y el día siguiente a huir en dirección Este para evitar un encuentro con los rusos y a buscar buenos pastos para nuestros caballos. A eso de las nueve de la noche vimos brillar a lo lejos una hoguera. Mi amigo y yo no nos preocupamos, pensando que seguramente seria una yurta mongola, cerca de la cual podríamos acampar con tranquilidad. Recorrimos unos dos kilómetros antes de distinguir el grupo de yurtas. Nadie salió a recibirnos, y lo más extraño era que ni siquiera nos rodearon esos perros mongoles, negros, feroces y de encendidos ojos. Sin embargo, la hoguera ardiendo indicaba que allí había gente. Nos apeamos acercándonos. De la yurta salieron precipitadamente dos soldados tojos; uno de ellos disparó contra mí; pero erró el tiro, hiriendo solo a mi caballo por debajo de la silla. Tumbé al rojo de un pistoletazo, y el otro murió a culatazos a manos de mis compañeros. Examinamos los cadáveres; en los bolsillos les encontramos documentos militares del segundo escuadrón de la defensa interior comunista. Pasamos las noche en aquel sitio. Los dueños de las yurtas habían, indudablemente, huido, porque los soldados bolcheviques tenían ya reunido y guardado en sacos cuanto pertenecía a los mongoles. Se preparaban probablemente a partir, pues estaban equipados por completo. Recogimos dos caballos que hallamos en los matorrales, dos fusiles, dos revólveres y bastante cartuchería. En los matorrales había efectos muy útiles, y té, tabaco y fósforos.

Dos días más tarde, avistamos la orilla del Uri, cuando tropezamos con dos soldados rusos, cosacos de un cierto attaman Satunine que peleaba con los bolcheviques en el valle del Selenga. Llevaban un mensaje de Satunine a Kaigorodoff, jefe de los antibolchevistas de la región del Altai. Nos enteraron de que las tropas rojas estaban diseminadas a lo largo de la frontera rusomongola; que los agitadores comunistas habían penetrado hasta Kiajta, Ulanjim y Kobdo y persuadido a las autoridades chinas de que entregasen a las soviéticas a todos los emigrados de Rusia. Supimos que en las vecindades de Urga y Van Kure se había establecido un acuerdo entre las tropas chinas y los destacamentos del general ruso antibolchevique, barón Urgern Sternberg y del coronel Kazagrandi, que se batían por la independencia de la Mongolia exterior. El barón Urgern había sido derrotado dos veces, aunque los chinos tenían casi sitiada a Urga, sospechando que todos los extranjeros estaban en tratos con el general ruso.

Vimos que la situación había cambiado totalmente. La ruta del Pacifico nos estaba cerrada. Después de reflexionar atentamente, nos quedaba una única posibilidad de evasión. Debíamos evitar las ciudades mongolas administradas por los chinos, atravesar la Mongolia de Norte a Sur, cruzar el desierto al sur del principado de Jassaktu Jan, penetrar en el Gobi al oeste de la Mongolia interior, andar lo más rápidamente posible los noventa kilómetros de territorio chino de la provincia de Kansu y llegar al Tíbet. Allí esperaba entrevistarme con un cónsul inglés, y con su ayuda ganar algún puerto de la India. Me di clara cuenta de todas las dificultades inherentes a tal empresa, pero no podíamos elegir. El dilema era intentar la descabellada proeza o sucumbir a manos de los bolcheviques, de no languidecer en una mazmorra china. Cuando participé mi proyecto a los compañeros, sin ocultarles de ningún modo los peligros de la loca aventura, todos me respondieron sin vacilar:

– ¡Dirigidnos, os seguiremos!

Una circunstancia militaba en nuestro favor. No temíamos al hambre, porque teníamos té, tabaco, fósforos, caballos, monturas, fusiles, mantas y calzados, todo lo cual podía servir fácilmente de moneda de cambio. Comenzamos a plantear el itinerario de la nueva expedición. Partiríamos hacia el Sur, dejando a nuestra derecha la villa de Uliassutai, dirigiéndonos a Zaganluk; luego atravesaríamos las tierras áridas del distrito de Balir, en la región de Jassaktu Jan, el Narón Juhu Gobi, e iríamos a las montañas de Boro. Allí podríamos hacer un prolongado alto para restablecernos de nuestros quebrantos y dar descanso a los caballos. La segunda parte del viaje seria a través de la zona occidental de la Mongolia interior, por el pequeño Gobi; los territorios de los Turguts, los montes Jara, Kansu, donde tendríamos que elegir una ruta al oeste de Sutcheu. Desde allí penetraríamos en el dominio de Kuku Nor, bajando al Sur hasta el nacimiento del Yangtsé. Más allá de este punto, mis nociones se volvían vagas, no obstante, pude comprobar, gracias a un mapa de Asia perteneciente a uno de los oficiales, que las cadenas de montañas al oeste de las fuentes del Yangtsé separaban la cuenca de este río de la del Brahmaputra, en el Tíbet propiamente dicho, donde yo esperaba encontrar la protección de los ingleses.

CAPITULO XV

LA MARCHA DE LOS FANTASMAS

Tal fue nuestro viaje del Ero a la frontera del Tíbet. Aproximadamente mil ochocientos kilómetros de estepas nevadas, de montañas y desiertos, que salvamos en cuarenta y ocho días. Nos ocultábamos de los habitantes, hicimos cortas paradas en los sitios más desolados y nuestro único alimento durante semanas enteras consistió en carne cruda congelada, a fin de evitar llamar la atención encendiendo hogueras. Todas las veces que necesitábamos comprar un carnero o un buey para nuestro servicio de avituallamiento, solo enviábamos dos hombres sin armas, que se hacían pasar entre los indígenas por obreros empleados en una factoría rusa. También renunciamos a la caza, aunque encontramos un gran rebaño de antílopes de más de cinco mil cabeza. Allende Baler, en las tierras del lama Jassaktu Jan, que había heredado el trono después de haber envenenado a su hermano en Urga por orden del Buda vivo, hallamos a unos tártaros rusos, nómadas que conducían sus rebaños desde el Altac y el Abakan. Nos recibieron muy cordialmente y nos dieron varios bueyes y trentaiseis paquetes de té. Nos libraron además de una muerte cierta, advirtiéndonos de que en aquella época era absolutamente imposible que los caballos atravesasen el desierto del Gobi, privado de pastos. Tuvimos que adquirir camellos a cambio de nuestro caballos y una parte de nuestras provisiones. Uno de los tártaros trajo al día siguiente a nuestro campamento a un rico mongol, con el que realizamos el negocio. Nos facilitó diecinueve camellos y se llevó en cambio todos nuestros caballos, un fusil, un revolver y nuestra mejor silla cosaca. Nos aconsejó con insistencia que visitásemos el monasterio sagrado de Narabanchi, el último monasterio lamaísta en el camino de Mongolia al Tíbet. Nos dijo que ofenderíamos a San Hutuktu, el Buda Encarnado, si no visitábamos su famoso santuario de las Bendiciones, donde todos los viajeros que iban al Tíbet se detenían para rezar.

El calmuco lamaísta unió sus ruegos a los del mongol. Prometí ir al monasterio con el calmuco. Los tártaros me entregaron grandes hatyks de seda para ofrendarlos como regalo y nos prestaron cuatro magníficos caballos. Aunque el monasterio estaba a noventa kilómetros, a las nueve de la noche entraba yo en la yurta de San Hutuktu. Era un hombre de mediana edad, pequeño, delgado, de cara afeitada, y se llamaba Jelby Dimarap Hutuktu. Nos acogió benévolamente, se mostró satisfecho de recibir los hatyks que le ofrecí, así como de ver que yo no ignoraba nada de la etiqueta mongola. Mi tártaro, en efecto, había empleado mucho tiempo y paciencia para enseñármela. El Hutuktu me escuchó atentamente, me dio preciosos consejos para el viaje y me regaló un anillo que después me abrió las puertas de todos los monasterios lamaístas. El nombre de ese Hutuktu es sumamente estimado en toda Mongolia, en el Tíbet y en el mundo lamaísta de China. Pasamos la noche en la esplendida yurta, y a la mañana siguiente visitamos los santuarios, en los que se celebraban solemnes ceremonias, acompañadas de músicas, gongs, tamtams y pitos. Los lamas, con voces graves, entonaban las plegarias, mientras que los sacerdotes menores repetían las antífonas. La frase sagrada Om! Mani padme Hung!, aparecía sin cesar en los responsos. El Hutuktu nos deseó buen viaje, nos entregó un gran hatyk amarillo y nos acompañó hasta la verja del monasterio. Cuando estuvimos a caballo nos dijo:

– Acordaos de que aquí seréis siempre bien recibidos. La vida es complicada y todo puede suceder. Quizá os veáis obligados a volver más tarde a este rincón de Mongolia; si así es, no dejéis de pasar por Narabanchi Kure.

Aquella noche nos reunimos a los tártaros, y al día siguiente reanudamos nuestro viaje. Como yo estaba muy cansado, el movimiento lento y suave del camello me meció y me permitió reposar algo. Toda la jornada anduve soñoliento, y a ratos hasta quedé completamente dormido. Esto fue desastroso para mí, porque mi camello, al subir el borde escarpado de un río durante uno de mis sueños, tropezó, me hizo caer y darme de cabeza con una piedra. Perdí el conocimiento, y al recobrar el sentido me vi cubierto de sangre y rodeado de mis amigos, en cuyos rostros se leía la más viva ansiedad. Me vendaron la cabeza y continuamos la marcha. Sólo mucho tiempo después supe, por un medico que me examinó, que me había roto el cráneo a consecuencia de haber echado una siesta.

Transpusimos las cadenas orientales del Altac y del Karlig Tag, centinelas extremos que la cordillera de los Tian-Chan manda por el Este hacia el Gobi; luego atravesamos de Norte a Sur, en toda su anchura, el Juhu Gobi. Reinaba un frío intenso, pero afortunadamente las arenas heladas nos consentían avanzar con extraordinaria rapidez. Antes de salvar los montes Jara, trocamos nuestras cabalgaduras de adormecedor balanceo por caballos, y en aquella transacción los turguts nos robaron miserablemente, como buenos chamarileros del desierto.

Contorneando las montañas llegamos al Kansu. Era una maniobra arriesgada, porque los chinos detenían a todos los emigrados, y yo temía por mis compañeros rusos. Nos escondíamos durante el día en los barrancos, los boques y los matorrales, haciendo marchas forzadas por la noche. Necesitamos cuatro días para cruzar el Kansu. Los escasos campesinos chinos con quienes tropezamos se mostraron con nosotros pacíficos y hospitalarios y demostraron especial interés por el calmuco, que hablaba un poco el chino, y también por mi caja de medicinas. En aquel país abundaban las enfermedades de la piel.

Al aproximarnos al Nau Chau, montañas al nordeste de la cadena de los Altyn Tag (los montes Altyn Tag son a su vez una rama oriental del sistema montañoso del Pamir y del Karakorum), dimos alcance a una importante caravana de mercaderes chinos que se dirigían al Tíbet y nos reunimos a ellos. Durante tres días pisamos las sinuosidades sin fin de los barrancos de aquellos montes y recorrimos sus collados. Observamos que los chinos saben elegir las mejores pistas en los parajes difíciles.

Hice todo el trayecto en un estado semiinconsciente. Nos encaminábamos a un grupo de lagos pantanosos que alimentan al Kuku Nor y a toda una red de grandes ríos. La fatiga, la tensión nerviosa continua y el golpe que había recibido en la cabeza me produjeron escalofríos y accesos de fiebre; tan pronto ardía como me castañeteaban los dientes, hasta el punto de que mi caballo asustado me desazonó varias veces. Deliraba gritando o llorando. Llamaba a los míos y les explicaba lo que debían hacer para venir a buscarme. Recuerdo, como en sueños, que mis compañeros me sacaron de la silla, me echaron en el suelo, me dieron a beber aguardiente chino y me dijeron cuando recobré un poco la lucidez:

– Los comerciantes chinos van hacia el Oeste y nosotros debemos ir al Sur.

– No; al Norte – repliqué con tono seco.

– ¡Qué al Norte! ¡Al Sur! – respondieron mis compañeros.

– ¡Por Dios y el diablo! – grité furioso -. Acabamos de atravesar a nado el pequeño Yenisei, y el Algyak está al Norte.

– Estamos en el Tíbet – protestaron mis compañeros -. Es preciso que lleguemos al Brahmaputra.

– ¡Brahmaputra!… ¡Brahmaputra!

Aquella palabra deba vueltas y vueltas en mi agitado cerebro, confundiéndolo y trastornándolo de manera terrible.

Repentinamente me acordé de todo y abrí los ojos. Moví apenas los labios y no tardé en perder el conocimiento. Mis compañeros me transportaron al monasterio de Charje, donde el doctor lama me reanimó rápidamente con una solución de fatil o ginseng chino. Hablando con nosotros de nuestros proyectos, expuso sus dudas acerca de la posibilidad de cruzar el Tíbet, pero no quiso explicarnos el motivo de su opinión.

CAPITULO XVI

EN EL TIBET MISTERIOSO

Un camino bastante largo nos condujo de Charje a un Dédalo de montañas, y cinco días después de haber abandonado el monasterio desembocamos en el anfiteatro montañoso, en cuyo centro se extiende el gran lago de Kuku Nor. Si Finlandia merece su nombre de “país de los diez mil lagos”, el dominio del Kuku Nor puede llamarse sin exageración “la región del millón de lagos”. Bordeamos este lago al Oeste, entre el río y Dulan Kitt, siguiendo un camino zigzagueante trazado entre numerosos pantanos, lagunas y arroyos, profundos y limosos. El agua allí no estaba todavía cubierta de hielo, y únicamente en la cima de los montes sentimos la mordedura de los vientos. Muy raras veces nos encontramos con los indígenas del país, y solo con enormes dificultades pudo nuestro calmuco averiguar cuál era el camino, interrogando a los escasos pastores que encontrábamos. Desde la orilla oriental del lago Tasun dimos un rodeo hasta un monasterio situado a alguna distancia, donde nos detuvimos para descansar algo. Con nosotros llegó también al santo lugar un grupo de peregrinos. Eran tibetanos. Se mostraron muy impertinentes y se negaron a hablarnos. Iban todos armados de fusiles rusos, llevando en bandolera las cartucheras y en el cinturón dos o tres pistolas y abundantes cartuchos. Nos miraron atentamente, y desde luego comprendí que procuraban calcular nuestra fuerza militar. Después de su marcha, aquel mismo día, ordené a nuestro calmuco preguntase al gran sacerdote del templo quiénes eran aquellos hombres. Al principio, el monje contestó evasivamente; pero como le enseñé la sortija del Hutuktu de Narabanchi y le ofrecí un hatyk amarillo, se hizo más comunicativo.

– Son mala gente – exclamó -. Desconfiad de ellos.

Sin embargo, no quiso decirnos sus nombres, y justificó su negativa citando la ley de los países búdicos, que prohíbe pronunciar el nombre del padre, del profesor y del jefe. Averigüé más tarde que en el norte del Tíbet existe la misma costumbre que en China septentrional. Las cuadrillas de hunghutzes corretean por el país; se presentan en las oficinas principales de las grandes empresas comerciales y en los conventos, percibiendo un tributo y convirtiéndose a poco en protectores de la comarca. Es probable que aquella banda tuviese al monasterio tibetano bajo su amparo.

Cuando reanudamos nuestro viaje, divisamos frecuentemente a lo lejos unos jinetes solitarios, que en el horizonte parecían atisbar atentamente nuestros movimientos. Todas nuestras tentativas para acercarnos y entrar en conversación con ellos resultaron inútiles. Sobre sus veloces caballejos desaparecían como sombras. Mientras nos instalábamos en el pasaje escarpado y difícil de los Ham Chan, y nos preparábamos para pasar allí la noche, de repente, en la lejanía, sobre una cresta, encima de nosotros, surgieron unos cuarenta jinetes montados en caballos blancos, y sin previo aviso hicieron caer sobre nuestro grupo una granizada de balas. Dos de los oficiales cayeron lanzando un grito. Uno de ellos murió en el acto y el otro sobrevivió algunos minutos. No les permití a mis hombres que respondiesen; en vez de eso agité una bandera blanca y me dirigí a los agresores como parlamentario, acompañado del calmuco. Primero nos hicieron dos disparos, pero dejaron de tirar y desde las rocas se adelantó a nosotros un pelotón de jinetes. Iniciamos las negociaciones. Los tibetanos explicaron que Ham Chan es una montaña santa que no se debe pasar de noche, y nos aconsejaron proseguir nuestro viaje hasta un punto en que podríamos considerarnos en seguridad. Nos preguntaron de donde veníamos y adónde íbamos y respondiendo a lo que les indicamos acerca del objeto de nuestro viaje nos dijeron que conocían a los bolcheviques y los respetaban como a libertadores de los pueblos de Asia sujetos al yugo de la raza blanca. No fue mi intención entablar con ellos una discusión política, y volví al lado de mis compañeros. Al bajar la cuesta hasta nuestro campamento temí un momento recibir un balazo en la espalda, pero los hunghutzes tibetanos no dispararon. Avanzamos, dejando entre las piedras los cuerpos de los dos oficiales como triste prueba de las dificultades y peligros de nuestra expedición. Caminamos toda la noche; nuestros caballos, extenuados, se detenían constantemente, y algunos se tiraban al suelo, pero les obligábamos a andar. En fin, cuando el sol se hallaba en el cenit hicimos alto. Sin desensillar los caballos, los dejamos acostarse un poco para descansar. Frente a nosotros se dilataba una ancha planicie pantanosa donde evidentemente debían de hallarse las fuentes del río Ma-Chu. No lejos de allí, al otro lado, se extiende el lago Arugn Nor. Encendimos fuego con boñigas de vaca y empezamos a calentar agua para hacer té. De nuevo, y sin avisarnos, llovieron las balas en torno nuestro. En seguida nos escondimos detrás de unos peñascos y esperamos. El fuego del enemigo se intensificó, acercándose, y los asaltantes formaron un círculo alrededor nuestro, sin economizar las municiones. Habíamos caído en una emboscada, y nuestra salvación era muy problemática. Claramente comprendimos que nos esperaba la muerte. Intenté parlamentar de nuevo, pero cuando me incorporé con la bandera blanca no recibí otra respuesta que una lluvia de balas, y, desgraciadamente, una de ellas, rebotando en una piedra, me dio en la pierna izquierda, alojándose en ella. En aquel momento uno de los nuestros cayó muerto. No pudiendo hacer otra cosa, repelimos la agresión. La lucha duró unas dos horas. Tres de los nuestros sufrieron heridas leves. Resistíamos cuanto podíamos; pero los hunghutzes no cejaban y la situación empeoraba por minutos.

– No hay más remedio – dijo un veterano coronel – que montar a caballo y huir a donde y como se pueda.

¿Adónde? ¡Terrible problema! Celebramos una breve consulta. Era indudable que con aquella banda de forajidos a nuestros alcances, cuanto más nos internásemos en el corazón del Tíbet, menos esperanzas tendríamos de escapar vivos.

Decidimos volver a Mongolia. ¿Pero cómo? Eso no lo sabíamos. Así empezó nuestra retirada. Sin interrumpir el fuego partimos hacia el Norte. Uno tras otro mordieron el polvo tres de los nuestros. Mi amigo el tártaro agonizaba con un balazo en el cuello. Junto a él cayeron de las sillas mortalmente heridos dos jóvenes y vigorosos oficiales, mientras que sus caballos, aterrorizados, huían a campo traviesa enloquecidos por el espanto, símbolos vivientes de nuestro estado de alma. Aquello enardeció a los tibetanos, quienes aumentaron su osadía. Una bala chocó en la hebilla de la correa de una polaina y me la metió en el tobillo con un trozo de cuero y tela. Mi antiguo amigo, el agrónomo, profirió un ¡ay!, palpándose un hombro, y le vi secarse y vendarse como pudo su frente ensangrentada. Un segundo después nuestro calmuco recibió seguidos dos balazos en la palma de la mano, de modo que se la mutilaron lastimosamente. En aquel instante quince hunghutzes cargaron contra nosotros.

Seis bandidos rodaron por tierra, mientras que dos de ellos, habiendo sido desmontados, corrieron velozmente para reunirse a sus camaradas puestos en fuga. Pocos momentos después cesó el fuego del enemigo y agitaron un lienzo blanco. Dos jinetes se adelantaron hacia nosotros. Durante las negociaciones supimos que su jefe había sido herido en el pecho y venían a pedirnos que le proporcionásemos los primeros auxilios. Súbitamente entreví un rayo de esperanza. Cogí mi botiquín y llevé conmigo al calmuco como interprete. Su mano herida le hacia sufrir enormemente, y prorrumpió gimiendo en feroces maldiciones:

– Dad a ese bribón cianuro de potasio – dijeron mis compañeros.

No era ese mi plan.

Nos condujeron junto al jefe herido. Estaba echado en un montón de mantas de monturas, entre las breñas. Nos dijo que era tibetano; pero conocí enseguida, por su fisonomía, que era turcomano, oriundo, probablemente, de la parte meridional del Turquestán. Me miró con aire asustado y suplicante. Examinándole vi que la bala le había atravesado el pecho de izquierda a derecha, que había perdido mucha sangre y que estaba muy débil. Primero probé con mi propia lengua todas las medicinas que iba a aplicarle, incluso el yodoformo, para convencerle de que no era veneno. Cautericé la herida con yodo, la rocié con yodoformo e hice la cura. Di orden de que no tocasen al herido y le dejasen quieto en el mismo sitio donde estaba acostado. Luego enseñé al tibetano cómo había de cambiar la cura y le entregué gasa, vendas y un poco de yodoformo. Administré al enfermo, a quien la fiebre ya devoraba, una fuerte dosis de aspirina y le facilité algunos comprimidos de quinina. Inmediatamente, dirigiéndome a los asistentes por mediación de mi calmuco, les dije con tono solemne:

– La herida es muy peligros; pero he dado a vuestro jefe un remedio muy eficaz, y espero que escapará de esta. Sin embargo, es necesaria una condición: los malos espíritus que vinieron a su lado para aconsejarle que nos atacase sin razón, a nosotros, unos viajeros inofensivos, le matarán irremisiblemente si somos victimas de la menor agresión. No debéis conservar ni un solo cartucho en vuestras armas.

– Diciendo esto, ordené al calmuco que descargase su fusil y yo también saqué todos los cartuchos de mi pistola. Los tibetanos, sin dilación, imitaron mi ejemplo, obedientemente.

– Acordaos de lo que os he dicho: durante once días y once noches no debéis moveros de aquí, ni cargar vuestros fusiles. De otro modo, el demonio de la muerte se apoderará de vuestro jefe y os perseguirá.

Y para reforzar mi declaración saqué majestuosamente y pasé sobre sus cabezas el anillo del Hutuktu de Narabanchi.

Volví con los míos y los tranquilicé. Les aseguré que estábamos libres de nuevos ataques por parte de los bandidos y que solo nos era preciso procurar encontrar el camino de Mongolia. Nuestros caballos se habían quedado tan flacos, que hubiéramos podido colgar nuestros capotes en sus huesos descarnados. Pasamos allí dos días, durante los cuales visité varias veces al enfermo. Esto nos permitió también curarnos las heridas, por fortuna leves, y dar descanso a nuestros cuerpos. Desgraciadamente solo tenia una navaja para extraer la bala de mi pantorrilla izquierda y sacar del tobillo derecho los accesorios de guarnicionero guardados en él. Interrogando a los bandidos respecto del camino de las caravanas, no tardamos en lograr ponernos en una de las rutas principales, y tuvimos la buena suerte de tropezar con la caravana del joven príncipe mongol Punzing, que iba en misión sagrada, portador de un mensaje del Buda vivo de Urga al Dalai Lama de Lhassa. Nos ayudó a comprar caballos, camellos y provisiones de boca.

Como habíamos utilizado todas nuestras mercancías para procurarnos medios de transporte y víveres durante el viaje, regresamos maltrechos y arruinados al monasterio de Narabanchi, donde el Hutuktu nos recibió con los brazos abiertos.

– Sabía que volveríais – dijo -. Los oráculos me lo revelaron.

Seis de los nuestros quedaron en el Tíbet pagando tributo con sus vidas a nuestra temeraria expedición hacia el Sur. Tornamos doce al monasterio, donde permanecimos quince días restableciéndonos e indagando la manera de sortear los acontecimientos para flotar en el mar borrascoso de la vida actual y poder arribar al puerto que nos deparase el Destino. Los oficiales se alistaron en los destacamentos que a la sazón se formaban en Mongolia para combatir a los bolcheviques, destructores de su patria. El ingeniero y yo nos preparamos a continuar nuestro éxodo por las llanuras de Mongolia, dispuestos a todas las nuevas aventuras que pudieran sobrevenirnos en nuestros esfuerzos para ganar un seguro refugio.

Ahora que los episodios de aquella azarosa correría acuden a mi memoria, quiero dedicar estos capítulos a mi entrañable y antiguo compañero de fatigas, el agrónomo, a mis camaradas rusos y especialmente a la fama póstuma y sagrada de los que duermen su último sueño en las montañas del Tíbet: el coronel Ostrovsky, los capitanes Zuboff y Turoff, el teniente Pisarjevsky, el cosaco Vernigora y el tártaro Mahomed Spirid. También expreso mi profundo agradecimiento por la asistencia y amistad con que me honraron, al príncipe de Soldjak, Noyón hereditario y Ta Lama, así como al Kampo Gelong del Monasterio de Narabanchi, el honorable Jelby Damsap Hutuktu.

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