– ¡Deteneos! – murmuró mi guía mongol un día que atravesábamos el llano cerca de Tzagan Luk – ¡Deteneos!
Y se dejó resbalar desde lo alto de su camello, que se tumbó sin que nadie se lo ordenase.
El mongol se tapó con las manos la cara en actitud de orar y comenzó a repetir la frase:
– ¡Om Mani padme Hung!
Los otros mongoles detuvieron también sus camellos y se pusieron a rezar. “¿Qué sucede?” pensé yo, mirando en torno mío la hierba color verde pálido que se extendía por el horizonte hasta un cielo sin nubes, iluminado por los últimos rayos soñadores del sol poniente.
Los mongoles rezaron durante un momento, cuchichearon entre ello y después de apretar las cinchas de los camellos reanudaron la marcha
– ¿No habéis visto – me preguntó el mongol – cómo nuestros camellos movían las orejas espantados, cómo los caballos de la llanura se quedaban inmóviles y atentos, y cómo los carneros y el ganado se echaban al suelo? ¿No observasteis que los pájaros dejaban de volar, las marmotas de correr y los perros de ladrar? El aire vibraba dulcemente y traía de lejos la música de una canción que penetraba hasta el corazón de los hombres, de las bestias y de las aves. La tierra y el cielo contenían el aliento. El viento cesaba de soplar; el sol detenía su carrera. En un momento como aquel, el lobo que se aproxima a hurtadillas a los carneros hace alto en su marcha solapada; el rebaño de antílopes, amedrentado, retiene su ímpetu peculiar; el cuchillo del pastor, dispuesto a degollar al carnero, se le cae de las manos; el armiño rapaz cesa de arrastrarse detrás de la confiada perdiz salga. Todos los seres vivos, transidos de miedo, involuntariamente sienten la necesidad de orar, aguardando su destino. Esto era lo que entonces ocurría, lo que sucede siempre que el rey del mundo, en su palacio subterráneo, reza inquiriendo el porvenir de los pueblos de la tierra.
Así habló el mongol, pastor simple e inculto.
Mongolia, con sus montañas peladas y terribles, sus llanuras ilimitadas, cubiertas de los huesos esparcidos de los antepasados, ha dado origen al misterio. Este misterio, su pueblo, aterrado por las pasiones tormentosas de la Naturaleza o adormecido por la paz de la muerte, lo siente en su plena magnitud, y los lamas, rojos y amarillos, lo perpetúan y poetizan. Los pontífices de Urga y Lhassa guardan su ciencia y su posesión.
Ha sido durante mi viaje a Asia Central cuando he conocido por primera vez el misterio de los misterios, pues no he podido llamarlo de otra manera. Al principio no le concedí mucha atención, pero comprendí después su importancia al analizar y comparar ciertos testimonios esporádicos y frecuentemente sujetos a controversia.
Los ancianos de la ribera del Amyl me refirieron una antigua leyenda, según la cual una tribu mongola, intentando huir de Gengis Kan, se ocultó en una comarca subterránea. Más tarde un Somoto de los alrededores del lago Nogan Kul me mostró, así que se disipó una nube de humo, la puerta que sirve de entrada al reino de Agharti. Antaño penetró por esa puerta en el reino un cazador, y a su vuelta empezó a contar lo que había visto. Los Lamas le cortaron la lengua para impedirle hablar del misterio de los misterios. Ya viejo, volvió a la entrada de la caverna y desapareció en el reino subterráneo cuyo recuerdo tanto encantó u regocijó su corazón de nómada.
Obtuve informes más detallados de labios del Hutuktu Jelyl Dyamsrap de Narabanchi Kure. Este me narró la historia de la llegada del poderoso rey del mundo a su salida del reino subterráneo, su aparición, sus milagros y profecías, y entonces solamente empecé a comprender que esta leyenda, esta hipnosis, esta visión colectiva, de cualquier modo como se la interprete, encierra, a más de un misterio, una fuerza real y soberana, capaz de influir en el curso de la vida política de Asia. A partir de este momento comencé mis investigaciones.
El Lama Gelong, favorito del príncipe Chultun Beyli, y el príncipe mismo, me hicieron la descripción del reino subterráneo.
– En el mundo – dijo Gelong – todo se halla constantemente en estado de transición y de cambio: los pueblos, las religiones, las leyes y las costumbres. ¡Cuántos grandes imperios y brillantes constituciones han perecido! Lo único que no cambia nunca es el mal, el instrumento de los espíritus perversos. Hace más de seis mil años, un hombre santo desapareció con toda una tribu en el interior de la tierra y nunca ha reaparecido en la superficie de ella. Muchos hombres, sin embargo, han visitado después ese reino misterioso: Sakya Muni, Under Gheghen, Paspa, Baber y otros. Nadie sabe dónde se encuentra situado. Dicen unos que en el Afganistán, otros que en la India. Todos los miembros de esta religión están protegidos contra el mal, y el crimen no existe en el interior de sus fronteras. La ciencia se ha desarrollado en la tranquilidad y nadie vive amenazado de destrucción. El pueblo subterráneo ha llegado al colmo de la sabiduría. Ahora es un gran reino que cuenta con millones de súbditos regidos por el rey del mundo. Este conoce todas las fuerzas de la Naturaleza, lee en todas las almas humanas y en el gran libro del Destino. Invisible, reina sobre ochocientos millones de hombres, que están dispuestos a ejecutar sus órdenes.
El príncipe Chultun Beyli agregó:
– Este reino es Agharti y se extiende a través de todos los accesos subterráneos del mundo entero. He oído a un sabio Lama decir al Bogdo Kan que todas las cavernas subterráneas de America están habitadas por el pueblo antiguo que desapareció de la tierra. Aún se encuentran huellas suyas en la superficie del país. Estos pueblos y estos espacios subterráneos dependen de jefes que reconocen la sabiduría del rey del mundo. En ello no hay gran cosa sorprendente. Sabéis que en los dos océanos mayores del Este y el Oeste había remotamente dos continentes. Las aguas se los tragaron y sus habitantes pasaron al reino subterráneo. Las cavernas profundas están iluminadas por un resplandor particular que permite el crecimiento de cereales y otros vegetales y da a las gentes una larga vida sin enfermedades. Allí existen numerosos pueblos e incontables tribus. Un viejo brahmán budista de Nepal, obedeciendo la voluntad de los dioses, hizo una visita al antiguo reino de Gengis, Siam, y en ella encontró un pescador, quién le ordenó ocupase su barca y bogase con él hacia el mar. Al tercer día arribaron a una isla donde vivía una raza de hombres con dos lenguas, que podían hablar separadamente idiomas distintos. Les enseñaron animales curiosos, tortugas de dieciséis patas y un solo ojo, enormes serpientes de sabrosa carne y pájaros con dientes que cogían los peces del mar para sus amos desconocidos.
Estos isleños les dijeron que habían venido del reino subterráneo y les describieron ciertas regiones.
El Lama Turgut, que me acompaño a mi viaje de Urga a Pekín, me proporcionó otros informes.
– La capital de Agharti está rodeada de villas en las que habitan los grandes sacerdotes y sabios. Recuerda a Lhassa, donde el palacio del Dalai Lama, el Potala, se halla en la cima de un monte cubierto de templos y monasterios. El trono del rey del mundo se alza entre dos millones de dioses encarnados. Estos son los santos panditas. El palacio mismo se halla circundado por la residencia de los goros, quienes poseen todas las fuerzas visibles e invisibles de la tierra, del infierno y del cielo, y pueden disponer a su antojo de la vida y de la muerte de los hombres. Si nuestra loca Humanidad emprendiese la guerra contra ellos, serían capaces de hacer saltar la corteza de nuestro planeta, transformando la superficie de este en desiertos. Pueden secar los mares, cambiar los continentes en océanos y convertir las montañas en arenales. A su mando, los árboles, las hierbas y las zarzas empiezan a retoñar; los hombres viejos y débiles se rejuvenecen y vigorizan y los muertos resucitan. En extraños carros, que nosotros no conocemos, recorren a toda velocidad los estrechos pasillos del interior de nuestro planeta. Algunos brahmanes de la India y ciertos Dalai Lamas del Tíbet han conseguido escalar los picos de las cordilleras, nunca holladas hasta entonces por pie humano, y vieron inscripciones grabadas en las rocas, pisadas en la nieve y señales de ruedas de carruajes. El bienaventurado Sakya Muni encontró en la cima de un monte unas tablas de piedra con letreros que solo logró descifrar a edad muy avanzada, y penetró luego en el reino de Agharti, del que trajo las migajas del saber sagrado que pudo retener en la memoria. Allí, en palacios maravillosos de cristal, moran los jefes invisibles de los fieles: el rey del mundo, Brahytma, que puede hablar a Dios como yo os hablo, y sus dos auxiliares: Mahaytma, que conoce los acontecimientos futuros, y Mahynga, que dirige y prevé las causas de esos acontecimientos.
Los santos panditas estudian el mundo y sus fuerzas. A veces, los más sabios de ellos se reúnen y envían delegados a los sitios donde jamás llegó la mirada de los hombres. Esto lo describe el Tashi Lama, que vivió hace ochocientos cincuenta años. Los panditas más altos, con una mano en los ojos y la otra en la base del cráneo de los sacerdotes más jóvenes, los adormecen profundamente, lavan sus cuerpos con infusiones de plantas, los inmunizan contra el dolor, los hacen tan duros como una piedra, los envuelven en bandas mágicas y se ponen a rezar al Dios todopoderoso. Los jóvenes petrificados, acostados con los ojos abiertos y oídos atentos, ven, oyen y se acuerdan de todo. En seguida un goro se acerca y clava en ellos una mirada penetrante. Lentamente los cuerpos se levantan de la tierra y desaparecen. El goro sigue sentado, con los ojos fijos en el sitio al que los envió. Unos hilos invisibles los sujetan a su voluntad y algunos de ellos viajan por las estrellas, asisten a los acontecimientos y observan los pueblos desconocidos, sus costumbres y condiciones. Escuchan las conversaciones, leen los libros y se percatan de las dichas y las miserias, de la santidad y de los pecados, de la piedad y el vicio… Los hay que se mezclan a la llama, ven la criatura de fuego, ardiente y feroz, combaten sin tregua, derriban y machacan los metales en las entrañas de los planetas, hacen hervir el agua en los geysers y fuentes termales, funden las rocas y derraman sus materiales en fusión sobre la superficie de la Tierra y en los orificios de las montañas. Otros se lanzan en busca de los seres del aire, infinitamente pequeños, evanescentes y transparentes, empapándose en sus misterios y descubriendo el objeto de su existencia. Algunos se deslizan hasta los abismos del mar y estudian el reino de las útiles criaturas del agua que transportan y esparcen el calor saludable por toda la Tierra, rigiendo los vientos, las olas y las tempestades. En el monasterio de Erdeni Dzu vivió antaño Pandita Hutuktu, que estuvo en Agharti. Al morir habló del tiempo en que moró, por voluntad del goro, en una estrella roja del Este, y de cuando voló sobre el Océano cubierto de hielos y vagó entre las llamas ondulantes que arden en las profundidades de la Tierra.
Estas son las historias que oí contar en las yurtas de los príncipes y en los monasterios lamaístas. El tono con que me las referían me impedía formular la menor objeción.
Misterio…
Durante mi estancia en Urga intenté hallar una explicación a esa leyenda del rey del mundo. Naturalmente, el Buda vivo era quien mejor podía documentarme, y procuré, por tanto, hacerle hablar acerca de ello. En una conversación con él cité el nombre del rey del mundo. El anciano pontífice volvió a mí sus ojos inmóviles y sin vida. A mi pesar, me quedé callado. El silencio se prolongó y el pontífice reanudó el dialogo de manera que comprendí que no deseaba abordar el tema. En las caras de las demás personas presentes observé la expresión de asombro y espanto que mis palabras habían producido, especialmente el bibliotecario del Bogdo Kan. Se comprenderá fácilmente que todo aquello contribuyó a aumentar mi curiosidad y mi afán de profundizar en el asunto.
Cuando salí del despacho del Bogdo Hutuktu encontré al bibliotecario, que se había ido antes que yo, y le pregunté si consentiría en que visitase la biblioteca del Buda vivo. Empleé con él una treta inocente.
– Sabed, mi querido Lama – le dije -, que yo estuve un día en medio del campo, a la hora en que el rey del mundo conversaba con Dios, y experimenté la conmovedora impresión del momento.
Sorprendiéndome mucho, el viejo Lama me repuso con todo sereno:
– No es justo que el budismo y nuestra religión amarilla lo oculten. El reconocimiento de la existencia del más santo y poderoso de los hombres, del reino bendito, del gran templo de la ciencia sagrada, es tan consolador para nuestros corazones de pecadores y nuestras vidas corrompidas, que ocultarlo a la Humanidad sería un pecado. Pues bien, oíd – añadió el letrado -: el año entero el rey del mundo dirige los trabajos de los panditas goros de Agharti. A veces acude a la caverna del templo, donde reposa el cuerpo embalsamado de su antecesor, en un féretro de piedra negra. Esta caverna está siempre oscura, pero cuando el rey del mundo entra en ella, en los muros surgen rayas de fuego, y de la cubierta del féretro salen lenguas de llamas. El goro mayor se mantiene junto a él, tapadas la cabeza y la cara, con las manos cruzadas sobre el pecho. El goro no se quita nunca el velo del rostro, porque su cabeza es una calavera de ojos chispeantes y lengua expeditiva. Comulga con las almas de los difuntos.
El rey del mundo habla largo rato, luego se aproxima al féretro, extendiendo la mano. Las llamas brillan más intensamente; las rayas de fuego de las paredes se extinguen y reaparecen entrelazándose, formando signos misteriosos del alfabeto vatannan. Del sarcófago empiezan a salir banderolas transparentes de luz apenas visible. Son los pensamientos de su antecesor. Pronto el rey del mundo se ve rodeado de una aureola de aquella luz, y las letras de fuego escriben, escriben sin cesar en las paredes los deseos y las órdenes de Dios. En aquel instante, el rey del mundo está en relación con las ideas de todos los que dirigen los destinos de la Humanidad: reyes, zares, janes, jefes guerreros, grandes sacerdotes, sabios, hombres poderosos. Conoce sus intenciones y sus planes. Si agradan a Dios, el rey del mundo los favorecerá con su ayuda sobrenatural; si desagradan a Dios, el rey provocará su fracaso. Esta facultad la posee Agharti por la creencia misteriosa de Om, vocablo con el que principian todas nuestras plegarias. Om es el nombre de un antiguo santo, el primero de los goros, que vivió hace trescientos mil años. Fue el primer hombre que conoció a Dios, el primero que enseñó a la Humanidad a creer, esperar y a luchar con el mal. Entonces Dios le otorgó poder absoluto sobre las fuerzas que gobiernan el mundo visible.
Después del coloquio con su antecesor, el rey del mundo reúne el Supremo Consejo de Dios, juzga las naciones y los pensamientos de los grandes hombres y los ayuda o los anonada. Mahytma y Mahynga hallan el puesto de esas acciones e intenciones entre las causas que manejan el mundo. En seguida el rey del mundo entra en el templo, y a solas reza y medita. El fuego brota del altar, y poco a poco se propaga a todos los altares próximos y a través de la llama ardiente se vislumbra cada vez más claro el rostro de Dios. El rey del mundo participa respetuosamente a Dios las decisiones del Consejo, y recibe en cambio las instrucciones inescrutables del Omnipotente. Cuando abandona el templo, el rey del mundo exhala un resplandor divino.
¿REALIDAD O FICCION MISTICA?
– ¿Ha visto alguien al rey del mundo? – pregunté.
– Sí – contestó el Lama -. Durante las fiestas solemnes del primitivo budismo, en Siam y las Indias, el rey del mundo apareció cinco veces. Ocupaba una carroza magnifica tirada por elefantes blancos, engalanados con finísimas telas cuajadas de oro y pedrería. El rey vestía un manto blanco y llevaba en la cabeza la tiara roja, de la que pendían hilos de brillantes que le tapaban la cara. Bendecía al pueblo con una bola de oro rematada por un áureo cordero. Los ciegos recobran la vista, los sordos oyeron, los impedidos echaron a andar y los muertos se incorporaban en sus tumbas por doquiera fijaba la mirada el rey del mundo. también se apareció hace ciento cincuenta años, en Erdeni Dzu, y visitó igualmente el antiguo monasterio de Sakkai y Narabanchi Kure.
Uno de nuestros Budas vivos y uno de los Tashi Lamas recibieron de él un mensaje escrito en caracteres desconocidos y en láminas de oro. Nadie podía leer aquel documento. El Tashi Lama entró en el templo, puso la lámina de oro sobre su cabeza y empezó a rezar. Gracias a su plegaria los pensamientos del rey del mundo penetraron en su cerebro, y sin haber leído los enigmáticos signos, comprendió y cumplió la regia disposición.
– ¿Cuántas personas han ido a Agharti? – pregunté.
– Muchas – contestó el Lama -, pero todas guardan el secreto de lo que vieron. Cuando los oletos destruyeron Lhassa, uno de sus destacamentos, recorriendo las montañas del Sudoeste, llegó a los límites de Agharti. Aprendieron algunas ciencias misteriosas y las trajeron a la superficie de la Tierra. He aquí por qué los oletos y los calmucos son tan hábiles magos y adivinos. Ciertas tribus negras del Este se internaron también en Agharti y allí estuvieron varios siglos. Más tarde fueron expulsados del reino y regresaron a la faz del planeta según los naipes, las hierbas y las líneas poseedoras del misterio de los augurios de la mano. De esas tribus proceden los gitanos. Allá, en el norte de Asia, existe una tribu en vías de desaparecer que residió en el maravilloso Agharti. Sus miembros saben llamar a las almas de los muertos cuando flotan en el aire.
El Lama permaneció silencioso un buen rato. Luego, como respondiendo a mis pensamientos, continuó:
– En Agharti, los sabios panditas escriben en tablas de piedra toda la ciencia de nuestro planeta y de los demás mundos. Los doctos budistas chinos no lo ignoran. Su creencia es la más alta y pura. Cada siglo cien sabios de china se reúnen en un lugar secreto, a orillas del mar, y de las profundidades de este salen cien tortugas inmortales. En sus conchas, los chinos escriben sus conclusiones de la ciencia divina del siglo.
Esto me recuerda la historia que me contó un viejo bonzo chino del templo del cielo, de Pekín. Me dijo que las tortugas viven más de tres mil años sin aire ni alimento y que esta es la razón por la cual todas las columnas del templo azul del cielo tienen por base tortugas vivas, a fin de evitar que se pudra la madera.
– Varias veces los pontífices de Urga y Lhassa han enviado embajadas a la corte del rey del mundo – agregó el Lama bibliotecario -; pero les fue imposible dar con ella. Solo un cierto caudillo tibetano, después de una batalla con los oletos, encontró la caverna con la célebre inscripción: “Esta puerta conduce a Agharti”. De la caverna salió un hombre de buena presencia que le mostró una plancha de oro con letras desconocidas y le dijo: “El rey del mundo aparecerá delante de todos los hombres cuando llegue la hora de que se ponga al frente de los buenos para luchar contra los malos; pero esa hora no ha sonado todavía. Los más malos de la Humanidad aún están por nacer”.
El Chiang Chun, barón Ungern, nombró embajador suyo en el reino subterráneo al joven príncipe Punzing, pero este regresó con una carta del Dalai Lama de Lhassa. El barón le envió de nuevo y la segunda vez no volvió.
El Hutuktu de Narabanchi me refirió lo siguiente cuando tuve ocasión de visitarle en su monasterio al empezar el año 1921:
– La vez que el rey del mundo se apareció a los Lamas de nuestro monasterio, favorecidos por Dios, hace treinta años, hizo una profecía relativa a los cincuenta años inmediata y correlativamente venideros. Hela aquí: “Cada día más se olvidarán los hombres de sus almas y se ocuparán de sus cuerpos. La corrupción más grande reinará sobre la Tierra. Los hombres se asemejarán a animales feroces, sedientos de la sangre de sus hermanos. La media luna se borrará y sus adeptos se sumirán en la mendicidad y en la guerra perpetua. Sus conquistadores serán heridos por el sol, pero no subirán dos veces; les sucederá la peor de las desgracias y acabarán entre insultos a los ojos de los demás pueblos. Las coronas de los reyes, grandes y pequeños caerán: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… Habrá una guerra terrible entre todos los pueblos. Los océanos enrojecerán… La tierra y el fondo de los mares se cubrirán de esqueletos, se fraccionarán los reinos, morirán naciones enteras…, el hambre, la enfermedad, los crímenes desconocidos de las leyes…, cuanto el mundo no habrá contemplado aún. Entonces vendrán los enemigos de Dios y del Espíritu Divino que residen en el hombre. Quienes cojan la mano de otro, perecerán también. Los olvidados, los perseguidos se sublevarán y llamarán la atención del mundo entero. Habrá nieblas y tempestades. Las montañas peladas se cubrirán de bosques. Temblará la Tierra… Millones de hombres cambiarán las cadenas de la esclavitud y las humillaciones por el hambre, las enfermedades y la muerte. Los antiguos caminos se llenarán de multitudes que irán de un sitio a otro. Las ciudades mejores y más hermosas perecerán por el fuego…, una, dos, tres… El padre luchará con el hijo, el hermano con el hermano, la madre con la hija. El vicio, el crimen, la destrucción de los cuerpos y de las almas imperarán sin frenos… Se dispersarán las familias… Desaparecerán la fidelidad y el amor… De diez mil hombres, uno solo sobrevivirá…: un loco, desnudo, hambriento y sin fuerzas, que no sabrá construirse una casa, ni proporcionarse alimento… Aullará como un lobo rabioso, devorará cadáveres, morderá su propia carne y desafiará airado a Dios… Se despoblará la tierra. Dios la dejará de su mano. Sobre ella esparcirán tan solo sus frutos la noche y la muerte. Entonces surgirá un pueblo hasta ahora desconocido que, con puño fuerte, arrancará las malas hierbas de la locura y del vicio y conducirá a los que hayan permanecido fieles al espíritu del hombre a la batalla contra el mal. Fundará una nueva vida en la tierra purificada por la muerte de las naciones. Dentro de cincuenta años no habrá más que tres grandes reinos nuevos que vivirán felices durante setenta y un años. En seguida vendrán dieciocho años de guerras y cataclismos… Luego los pueblos de Agharti saldrán de sus cavernas subterráneas y aparecerán en la superficie de la tierra.
Más tarde, viajando por Mongolia oriental, camino de Pekín, me pregunté frecuentemente:
“¿Qué sucedería, qué sucedería si todos estos pueblos y tribus tan distintos y de tan diferentes razas y religiones comenzasen a emigrar al Oeste?”
Ahora, en el momento de escribir estas últimas líneas, mi mirada se dirige involuntariamente a ese vasto corazón del Asia Central, teatro de mis correrías y aventuras. A través de los torbellinos de nieve o de las tempestades de arena del Gobi, veo el rostro del Hutuktu de Narabanchi cuando con tono reposado me descubría el secreto de sus íntimos pensamientos, señalando al horizonte con su mano fina de aristócrata.
Cerca de Karakorum, a orillas del Ubsa Nor, contemplo los inmensos campanarios multicolores, los rebaños de toda clase de ganado, las yurtas azules de los jefes. Sobre esto se alzan los estandartes de Gengis Kan, de los reyes del Tíbet; de Siam; del Afganistán y de los príncipes indios; los signos sagrados de los pontífices lamaístas, los escudos de las tribus mongolas del Norte. No oigo el ruido de la agitada multitud. Los cantores no cantan los aires melancólicos de las montañas, de las llanuras y de los desiertos. Los jinetes mozos no disfrutan corriendo en sus ágiles caballos. Masas y masas de innumerables ancianos, mujeres y niños ocupan el terreno, y más allá al Norte y al Oeste, hasta donde la vista puede alcanzar, el cielo se tiñe con rojeces de llama y se oye el retumbar y el crepitar del incendio y el estruendo horrísono de la batalla y la matanza que lleva a los guerreros asiáticos, entre ríos de sangre propia y de los enemigos, a la conquista de Europa. ¿Quién guía a esas multitudes de ancianos sin armas? En ellas domina un orden severo, una comprensión profunda y religiosa del fin que se proponen, la paciencia y la tenacidad. Es la nueva emigración de los pueblos, la última marcha de los mongoles.
Quizá Karma ha abierto una nueva página en la Historia.
¿Qué ocurrirá si el rey del mundo está con ellos?
Pero ese gran misterio de los misterios continúa siendo impenetrable.