POR LA RUTA DE LOS GRANDES CONQUISTADORES
El gran conquistador Gengis Kan, hijo de la triste y agreste Mongolia, subió, nos dice una antigua leyenda mongola, a la cima del Karasu Togol y paseó su mirada de águila de Este a Oeste. Al Oeste vio un océano de sangre humana sobre el que flotaba una bruma púrpura que le ocultaba el horizonte. Por aquel lado no pudo descifrar su destino, pero los dioses le ordenaron que marchase hacia el Este llevando con él a todos los guerreros de las tribus mongolas. En el este contempló ricas ciudades, templos resplandecientes, multitudes dichosas, jardines y campos fértiles, y todas aquellas magnificencias le llenaron de alegría.
Entonces dijo a sus hijos: “En el Oeste seré el hierro y el fuego, el Destructor, el Destino vengador; en el Este seré un gran constructor misericordioso y colmaré de venturas a los pueblos y países”.
Tal es la leyenda, bastante exacta por cierto. He seguido en muchos trozos la ruta occidental de Gengis Kan y la he encontrado siempre jalonada por tumbas y ruinas que señalan el paso del implacable conquistador. He recorrido también parte de la ruta oriental del héroe, la que siguió para ir a China. Una noche nos detuvimos en Djirgalantu. El viejo jefe de postillones del urton me reconoció – en uno de mis anteriores viajes a Narabanchi me había hospedado en su casa -, nos recibió con extraordinaria cordialidad y nos contó varias historias durante la cena. Entre otras, haciéndonos salir de la yurta y mostrándonos un pico escarpado, brillantemente iluminado por la luna llena, nos refirió la historia de uno de los hijos de Gengis, que fue más tarde emperador de China, Indochina y Mongolia, el cual, atraído por la belleza del paisaje y las esplendidas praderas de Djirgalantu, fundó allí una colonia. Pronto quedó sin habitantes, porque el mongol es nómada y no puede vivir en ciudades artificiales. La llanura es su morada, y el mundo, su ciudad. Durante algún tiempo fue teatro de las luchas entre chinos y las tropas de Gengis Kan, y luego cayó en olvido. Ahora solo queda una torre arruinada, desde lo alto de la cual, en la antigüedad, arrojaban enormes rocas sobre los asaltantes, y una puerta desmantelada a la que dieron el nombre de Kublai, nieto de Gengis Kan. En el cielo verdoso, chorreando rayos de luna, se recortaba la línea ondulosa de las montañas y la silueta negra de la torre, por cuyas troneras se divisaban alternativamente las nubes fugaces o el resplandor lunar. Cuando nuestro grupo salió de Uliassutai, viajamos sin prisa, haciendo entre cincuenta y cinco y ochenta kilómetros al día, hasta el momento en que llegamos a noventa kilómetros de Zain-Chabi. Allí me despedí de los demás y me dirigí al Sur, a la cita que me había dado el coronel Kazagrandi. Rayaba el alba cuando mi guía mongol y yo, sin acémilas, comenzamos a emprender la ascensión de las sierras bajas y arboladas desde cuyas cimas pude ver aún a mis compañeros, que desaparecieron en el valle. Entonces no me formé idea clara de los numerosos peligros que me aguardaban y que estuvieron a punto de serme fatales en aquella expedición solitaria, que había de durar mucho más tiempo del que yo supuse que duraría. Al cruzar un riachuelo de orillas arenosas, mi guía mongol me refirió que sus compatriotas acudían a él en verano, para buscar oro, a pesar de la prohibición de los lamas. El procedimiento que empleaban es sumamente primitivo, pero los resultados demuestran plenamente la riqueza del yacimiento. El mongol se echa de bruces en el suelo, escarba en la arena con una pluma y sopla en el hoyito formado así. De cuando en cuando, con un dedo mojado, recoge algún grano de oro o pepita minúscula, que guarda en un saquito colgado de su cuello. Este sistema rudimentario le permite obtener unos siete gramos de metal al día.
Decidí efectuar el viaje en una jornada. En cada parada apremiaba a los hombres para que me ensillasen unos caballos lo más rápidos posible. En una de las paradas, a cuarenta kilómetros del monasterio, me facilitaron un caballo salvaje, un garañón blanco. En el instante de ir a montarle y teniendo yo un pie en el estribo, se encabritó y me dio una coz en la pierna, precisamente en el sitio de mi herida. La pierna comenzó a hincharse y a dolerme. Al anochecer divisé los primeros edificios rusos y chinos, y más tarde el monasterio de Zain. Alcanzamos un estrecho río que corre a lo largo de una montaña, en cuya cima había colocadas unas piedras blancas de modo que formaban las letras de una plegaria tibetana. Al pie de la eminencia existía un cementerio de lamas; es decir, un montón de huesos y una jauría de perros. Por fin apareció el monasterio, justamente debajo de nosotros, constituyendo un cuadro rodeado de empalizadas. En su centro se elevaba un gran templo, completamente distinto de los que hasta entonces tenia vistos en el oeste de Mongolia, sin que el estilo, sin embargo, fuese chino o tibetano; era un edificio blanco, de muros perpendiculares, con filas de ventanas de rojos marcos y un tejado de tejas negras, y entre el muro y el tejado un decorado hecho con haces de ramaje procedente de un árbol tibetano cuya madera no se pudre. Otro edificio cuadrado más pequeño se hallaba al Este, comprendiendo unas viviendas rusas unidas por teléfono al monasterio.
– Es la casa del dios vivo de Zain – me explicó el mongol, señalando la pequeña construcción -. Le gustan las costumbres rusas.
En el Norte, sobre una colina de forma cónica, se alzaba una torre que recordaba al Zikkurat de Babilonia. Era el templo donde se custodiaban los libros y manuscritos antiguos, los ornamentos y objetos rotos utilizados anteriormente en las ceremonias religiosas, así como las ropas de los Hutuktus difuntos. Detrás de este museo se yergue un despeñadero abrupto, imposible de escalar. En la cortadura de este precipicio se ven talladas en la piedra, y sin preocuparse de la simetría, bastantes imágenes de dioses lamaístas, de un metro a dos y medio de altura. Los monjes encienden de noche lámparas frente a estos altos relieves, a fin de que desde lejos se puedan ver estas efigies de sus dioses y diosas.
Entramos en el barrio comercial. Las calles estaban desiertas, y en las ventanas no había más que mujeres y chicos. Me detuve en una tienda rusa de la que conocía algunas sucursales en otros puntos del país. Con gran asombro mío me recibieron como a un amigo. Sepe que el Hutuktu de Narabanchi había avisado a todos los monasterios para que por donde fuese me prestasen ayuda y asistencia, pues a mí debía su salvación el monasterio de Narabanchi, aparte de que, por las señas evidentes de los augurios, yo era un Buda reencarnado, amigo de los dioses. Esta carta del amable Hutuktu me sirvió sobre manera. La hospitalidad de aquellas buenas gentes me proporcionó un gran alivio, pues mi pierna, herida y tumefacta, me hacia sufrir enormemente. Cuando me quité las botas, tenía el pie cubierto de sangre, porque la patada del caballo me abrió de nuevo la herida del tobillo. Mandaron venir un felcher para que me asistiese y curase, y a los tres días pude reanudar el viaje.
No encontré en Zain-Chabi al coronel Kazagrandi. Este, después de aniquilar al destacamento de irregulares chinos que habían matado al comandante, había vuelto a Van Kure. El nuevo comandante me entregó una carta de Kazagrandi, en la que me instaba cariñosamente a visitarle, luego de tomar algún descanso en Zain. Acompañaba a la carta un documento mongol, concediéndome derecho a emplear caballos y carruajes de rebaño en rebaño, por medio del urga, que más tarde describiré, y que me abrió, sobre la vida mongola y el país, horizontes que sin él no hubiera conocido nunca. Ese viaje, de más de trescientos kilómetros, representaba un exceso de fatigas que hubiese evitado con gusto; pero Kazagrandi, a quien todavía no había encontrado, tenía sobradas y serias razones para desear verme.
A la una del día siguiente a mi llegada recibí la visita del mismo dios del lugar, Gheghen Pandita Hutuktu. No cabe imaginar una aparición de dios más extraña y extraordinaria. Era un joven de veinte a veintidós años, pequeño, flaco, de movimientos vivos y nerviosos, de rostro expresivo, iluminado y dominado, como las fisonomías de todos los dioses mongoles, por unos ojos grandes y atemorizados. Vestía un uniforme ruso de seda azul, con charreteras de oro que tenían grabadas las cifras peculiares del Hutuktu Pandita; un pantalón blanco de atracan de seda, rematado por un pompón amarillo. De su cinturón colgaba un revólver y una espada. No sabía qué pensar de aquel dios de opereta. Tomó una taza de té y empezó a hablar, mezclando el mongol y el ruso:
– No lejos de mi Kure se halla el antiguo monasterio de Erdeni Dzu, erigido en el emplazamiento de las ruinas de Karacorum, antigua capital de Gengis Kan. Kublai Kan le visitó con frecuencia, y fue en peregrinación a aquel santuario para descansar de sus fatigas, porque era emperador de China, de las Indias, Persia, Afganistán, Mongolia y de la mitad de Europa. En la actualidad solo quedan ruinas y tumbas para marcar el sitio de aquel lozano jardín de los días de bienandanza. Los piadosos monjes de Barun Kure han encontrado en unas cámaras subterráneas unos manuscritos más antiguos aún que Erdeni Dzu. allí ha sido donde mi Maramba Metchik-Atak ha descubierto una preedición según la cual el Hutuktu de Zain que lleve el titulo de Pandita, cuente con veintiún años, haya nacido en el riñón de las tierras de Gengis Kan, y tenga en el pecho el signo natural de la svástica, será honrado por el pueblo en una época de grandes guerras y espantosas calamidades, comenzará la lucha contra los servidores del mal rojo, a quienes vencerá, restablecerá el orden en el mundo y celebrará tan dichoso día en la ciudad, erigiendo templos blancos y echando al vuelo a la vez más de diez mil campanas. ¡El Pandita Hutuktu soy yo! Los signos y símbolos existen en mi persona. Yo exterminaré a los bolcheviques, servidores del diablo rojo, y descansaré en Moscú de mi gloriosa labor. Por eso he rogado al coronel Kazagrandi que me aliste en las tropas del barón Ungern y me permita combatir. Los lamas pretenden impedir que me vaya; pero ¿quién es el dios de aquí? – y golpeó el suelo con el pie, sumamente enojado, mientras que los lamas y la guardia que le acompañaban inclinaron la cabeza, reverenciosamente.
Al despedirme me ofreció un hatyk, y, rebuscando en mis maletas, encontré el único artículo que podía considerarse digno de ser regalado a un Hutuktu: una botellita de osmiridium, ese raro y natural asociado del platino.
– Este es el más estable y duro de los metales – dije -. ¡Que sea el símbolo de vuestra gloria y de vuestro poder, Hutuktu!
El pandita me dio las gracias, instándome a que le devolviese la visita. Cuando me sentí mejor de de la herida, fui a verle: su casa estaba arreglada a la europea, pues tenía luz eléctrica, timbres y teléfono. Me obsequio con vino y pastas y me presentó a dos interesantes personajes. El uno era un viejo cirujano tibetano, señalado por la viruela, de nariz abultada y mirada bizca. Su fama profesional se extendía por todo el Tíbet, y sus funciones consistían en tratar y curar a los Hutuktus cuando estaban enfermos y envenenarlos si se mostraban demasiado independientes o extravagantes o en el caso de que su política no concordase con los deseo del Consejo de Lamas que asesoraban al Buda vivo o al Dalai Lama. En este momento, Pandita Hutuktu reposa probablemente en la paz eterna, en la cumbre de la montaña sagrada, a la que habrá sido mandado por la solicitud de su excepcional médico de cámara. El espíritu guerrero de Pandita Hutuktu estaba muy mal visto por el Consejo de Lamas, que protestaba del carácter aventurero de ese dios vivo.
Pandita era aficionado al vino y al juego. Un día, a la sazón, que se hallaba con unos rusos, vestido a la europea, algunos lamas llegaron corriendo a anunciarle que el servicio divino había comenzado y que debía ocupar su puesto en el altar. Pero Pandita no se acordaba de su papel celestial, ocupado en jugar a las cartas, y sin inmutarse lo más mínimo se puso su manto rojo de Hutuktu sobre el terno gris europeo y se dejó conducir en su palanquín por los escandalizados lamas.
A la vez que al cirujano envenenador, conocí en casa del Hutuktu a un joven de trece años, cuya mocedad, túnica roja y cabellos cortos me hicieron suponer que era un gandi o estudiante, sirviente de Pandita; pero comprendí después que me había equivocado. Aquel joven era el primer Hubilgan, también Buda encarnado, hábil decidor de la buenaventura y sucesor de Pandita Hutuktu. Borracho, impertinente y jugador empedernido, se complacía en burlarse con donaire de todo el mundo, lastimando profundamente la dignidad de los lamas.
El mismo día hice amistad con el segundo Hubilgan que vino a visitarme: era el verdadero administrador de Zain-Chabi, posesión independiente bajo el dominio directo del Buda vivo. Este hubilgan era un hombre de treinta y dos años, grave, ascético, excelentemente educado y muy versado en ciencias mongolas. Sabia ruso, leía mucho en este idioma y se interesaba especialmente por la vida y la historia de los demás pueblos. Sentía gran respeto al genio creador del pueblo americano, y me dijo:
– Cuando vayáis a America, pedid a los americanos que vengan aquí para sacarnos de las tinieblas que nos envuelven. Los chinos y los rusos nos arrastrarán a la ruina. Solo los americanos pueden salvarnos.
Con inmensa satisfacción transmito la petición de aquel mongol conspicuo y su invocación al pueblo americano. ¿Por qué no saca a esa nación honrada, sumida en la sombra y la opresión? ¿Por qué dejarla perecer? El alma mongola es rica en fuerzas morales. Haced de aquellas buenas gentes un pueblo ilustrado, enseñadles a utilizar los bienes que poseen, y la noble patria de Gengis Kan os lo agradecerá eternamente y os será siempre fiel.
Cuando me repuse del todo, el Hutuktu me invitó a viajar en su compañía hasta Erdeni Dzu, lo que acepté complacido. Al día siguiente pusieron a mi disposición un carruaje ligero y cómodo. Nuestra excursión duró cinco días, y en el curso de ella visitamos Erdeni Dzu, Hoto Zaidam y Hara Balgasun. Son las ruinas de tres monasterios y las ciudades construidas por Gengis Kan y sus sucesores Ugadai Kan y Kublai en el siglo XIII. De ellas no restan más que las murallas y las torres, unas tumbas pétreas y libros de leyendas y gestas.
– ¡Mirad estas tumbas! – me dijo el Hutuktu -. Aquí fue sepultado el hijo de Jan Uyuk. Dos chinos le compraron para que matase a su padre; pero su hermana impidió el crimen, matando ella misma al joven príncipe para proteger a su anciano padre emperador. Aquí está la tumba de Tsinilla, la amadísima mujer de Kan Mangu, la cual abandonó la capital China para resistir en Jarga Bolgasun, donde se enamoró del esforzado pastor Damcharen, quien, montado a caballo, corría más que el viento y cogía los yaks y los caballos salvajes con sus manos después. El Kan, furioso, hizo estrangular a la infiel; pero la sepultó en seguida con honores imperiales, e iba con frecuencia a llorar sobre su tumba sus ilusiones perdidas.
– ¿Y qué fue de Damcharen? – le pregunté.
El Hutuktu lo ignoraba; pero su viejo servidor, que conocía todas las leyendas, repuso:
– Con la ayuda de los feroces bandidos chahars, luchó contra los chinos bastante tiempo y no se sabe cómo murió.
En ciertas épocas los monjes van a rezar a las ruinas y escudriñaban en ellas en busca de los libros u objetos sagrados escondidos o enterrados en los escombros. Últimamente encontraron dos fusiles chinos, dos anillos de oro y voluminosos legajos de manuscritos atados por correas.
– ¿Por qué atrajo esta región a los poderosos emperadores y Kanes que reinaron del Pacifico al Adriático? – me pregunté -. No sería ciertamente por sus montañas, por sus valles poblados de abedules y pobos, por sus vastas extensiones arenosas, sus lagos recónditos y sus pedregales estériles.
Los grandes emperadores, recordando la visión de Gengis Kan, buscaron aquí nuevas revelaciones y modernas profecías relativas a su milagroso y majestuoso sino, rodeado de honores divinos, de obediencia y de odio. ¿Dónde podían mejor ponerse en contacto con los dioses los buenos y los malos espíritus que en la propia residencia de estos seres sobrenaturales? Toda la región de Zain, salpicada de ruinas venerables, es el lugar más apropiado para ello.
– A esta montaña solo pueden subir los descendientes directos de Gengis Kan – me afirmó Pandita -. A media noche, el hombre vulgar se sofoca y muere si quiere seguir subiendo. Hace tiempo que unos cazadores mongoles persiguiendo a una manada de lobos penetraron en la región y perecieron todos. En sus laderas abundan las osamentas de águilas, búfalos y de esos antílopes kabarga que corren ligeros y rápidos como el viento. allí habita el demonio infame que posee el libro de los destinos humanos.
Me expliqué el fenómeno.
En el Cáucaso occidental trepé una vez por una montaña entre Sujun Kalé y Tupsei, donde perecen los lobos, las águilas y las cabras montesas. Los hombres sucumbían también si no atravesasen a caballo la funesta región. La tierra produce ácido carbónico que se desprende de las faldas de la montaña, destruyendo la vida animal. El gas se adhiere al suelo, formando una capa, de unos cincuenta centímetros de espesor. Los jinetes pasan por encima de este baño gaseoso y los caballos levantan la cabeza, resoplan y relinchan de miedo hasta que han cruzado la zona peligrosa. Aquí, en la cima del monte, donde el mal demonio hojea el libro de los designios misteriosos, acontece el mismo fenómeno y comprendí el terror sagrado de los mongoles, así como la atracción irresistible que el lugar ejerce en los descendientes de Gengis Kan, hombres altos, casi gigantes. Sus altivas cabezas sobresalen de las capas del gas venenoso, de modo que pueden alcanzar la cúspide de la terrible y despiadada montaña. También atribuí el fenómeno a una causa geológica, la de que allí estuviese el límite meridional de los yacimientos hulleros que producen el ácido carbónico y el gas de los pantanos.
No lejos de las ruinas que cubren las tierras de Hun Doptchin Djamtso hay un pequeño lago que algunas veces arde con llamas rojas, aterrorizando a los mongoles y a los caballos. Naturalmente, el lago es un vivero de leyendas. Dicen que allí cayó un meteoro y se hundió profundamente en el suelo. La excavación producida dio origen al lago. Aseguran igualmente que los moradores de los parajes subterráneos, mitad hombres, mitad demonios, trabajan para extraer la piedra celeste de su hondísimo álveo, pero que ella enciende el lago cuando la levantan, y cae de nuevo a pesar de sus esfuerzos. No he visto ese lago; pero un colono ruso me explicó que sin duda había petróleo en la superficie de sus aguas y que las hogueras de los pastores, o más bien los rayos ardientes del sol, lo incendiaban.
Sea como sea, todo esto nos ayuda a comprender el atractivo de este país para los conquistadores mongoles. Karakorum fue lo que me causó impresión más fuerte. Allí vivió el cruel y sabio Gengis Kan y concibió sus magnos proyectos: ahogar el Oeste en sangre y esparcir por el Este un esplendor tal, que nunca pudiera extinguirse. Gengis Kan fundó dos Karakorum: una cerca de Tatsagol, en la ruta de las caravanas; otra en el Pamir, donde los campeones melancólicos sepultaron a los grandes conquistadores en un mausoleos construido por quinientos cautivos, que fueron sacrificados, a mayor gloria del difunto, cuando terminó la obra.
El guerrero Pandita Hutuktu murmuró una plegaria sobre las ruinas, por las que erraban las sombras de aquellos potentados que habían reinado en la mitad del mundo; su alma ardía en deseos de realizar las mismas hazañas quiméricas y de elevarse a la altura de Gengis Kan y Tamerlán.
A nuestro regreso fuimos invitados, a alguna distancia de Zain, por un rico mongol que tenia ya preparadas sus yurtas, adornadas para el caso con lujosas alfombras y cortinajes de seda. El Hutuktu aceptó. Nos instalamos en los muelles cojines de las yurtas, mientras que el Hutuktu bendecía al mongol, tocándole la cabeza con su santa mano después de recibir los hatyks.
Nuestro huésped hizo traer un carnero entero guisado en una enorme cazuela. El Hutuktu cortó una pierna y me la ofreció, quedándose con la otra. Luego tendió un buen trozo de carne al más joven de los hijos del dueño de la tienda y dio su venia para que empezase el festín. En un guiñar de ojos el carnero fue descuartizado y los pedazos distribuidos entre los convidados. Cuando el Hutuktu hubo arrojado al fuego los huesos blancos completamente montados, el huésped, de rodillas, retiró del fuego un fragmento de piel de carnero y se lo presentó con las dos manos ceremoniosamente al Hutuktu. Pandita se puso a raspar la lana y las cenizas con su cuchillo, cortó la piel en delgadas tiras y saboreó el exquisito manjar. Esta es la parte que cubre el esternón y se llama en mongol tarach; es decir, flecha. Cuando despedazan un carnero, arrancan esta parte, que colocan sobre las brasas, tostándola a fuego lento. Preparado así este pedazo, el más selecto del animal, se brinda al invitado de más categoría. La costumbre no permite repartirlo.
Terminada la cena, nuestro anfitrión propuso una cacería de musmones, pues sabia que una manada de ellos pasaba por las montañas a mil quinientos metros de las yurtas. Nos trajeron caballos ricamente ensillados. Todos los arreos de la montura de Hutuktu estaban adornados con gallardetes rojos y amarillos marcados con su escudo. Nos daban escolta unos cincuenta jinetes.
Cuando echamos pie a tierra nos apostamos detrás de las rocas a eso de trescientos pasos uno de otro, y los mongoles precipitaron el movimiento envolvente en torno de la montaña. Al cabo de media hora vi brillar una cosa en la cima y pronto divisé un estupendo musmón que brincaba de peña a peña dando saltos prodigiosos; tres él pasó como un rayo un grupo de unas veinte cabezas. Pensé que los mongoles habían hecho mal el cerco y empujando el rebaño hacia un lado antes de completarlo; pero, afortunadamente, me engañé. En efecto, junto a una roca, precisamente enfrente de nosotros, surgió un mongol agitando las manos. Solo el animal que iba primero continuó su marcha sin espanto, pasando al lado del ojeador, pues el resto del rebaño cambió bruscamente de dirección y se precipitó hacia mí. Rompí fuego y cayeron dos animales. El Hutuktu derribó uno y un antílope almizclado que salió de improviso entre unos peñascos. El mejor par de cuentos pesaba aproximadamente treinta libras y pertenecía a un joven musmón.
A la mañana siguiente de nuestro regreso a Zain-Chabi, hallándome del todo restablecido, decidí proseguir mi viaje a Van Kure. Me despedí del Hutuktu, quien me regaló un hermoso hatyk y se deshizo en elogios del obsequio que le hice el primer día.
– ¡Es un remedio admirable! – exclamó -. Confieso que nuestra excursión me había fatigado algo, pero he tomado vuestra medicina y me he quedado como nuevo. Gracias, muchas gracias.
El pobre mozo se había tragado mi osmiridio. Seguramente que no podía sentarle mal, pero lo sorprendente era que le hubiese fortalecido. Quizá los doctores occidentales deseen ensayar este nuevo reconstituyente, inofensivo y poco costoso; en el mundo no hay más que ocho libras de ese metal. Por mi parte reclamo únicamente los derechos del producto en Mongolia, Barga, Sinkianng, Kuku-Nor y los demás países del Asia central.
Un viejo colono ruso me sirvió de guía. Me facilitaron un coche ligero y cómodo, tirando de una manera curiosa. Una pértiga de cuatro metros de larga iba perpendicularmente en la delantera de las varas. Dos jinetes a cada lado cogían esta pértiga en lo alto del arzón de su silla y galopaban arrastrando mi carruaje por la llanura. A la zaga corrían otros cuatro jinetes con sendos caballos de repuesto.
Como a dieciocho kilómetros de Zain, y desde lo alto de un cerro, divisamos, serpenteados en el valle, una fila de jinetes, a los que encontramos media hora más tarde en la orilla de un río profundo y cenagoso. Aquel grupo se componía de mongoles, buriatos y tibetanos, armados con fusiles rusos. Al frente de la columna cabalgaban dos hombres, uno de los cuales llevaba un enorme gorro negro de atracan y una capa de fieltro también negra con capucha roja, al estilo del Cáucaso. Este jinete me interceptó el paso, y con voz brutal y grosero ademán, me dijo:
– ¡Alto! ¿Quién sois? ¿Adónde vais y de dónde venís?
Contesté lacónicamente. Entonces me explicaron que su destacamento pertenecía a las fuerzas del barón Ungern y estaba a las órdenes del capitán Vandaloff.
– Yo soy el capitán Bezrodnoff, juez militar.
Y se echó a reír a mandíbula batiente. Su fisonomía, insolente y estúpida, me desagradó, por lo que, saludando a los oficiales, hice intención de continuar la marcha.
– ¡Ah, no! ¡Repito que alto! – gritó el militar, cerrándome el paso nuevamente -. No le autorizo a que siga adelante. Tenemos que hablar de cosas serias, largo y tendido, y para ello regresareis conmigo a Zain.
Protesté y le enseñé la carta del coronel Kazagrandi, pero respondió fríamente:
– Esta carta interesa al coronel Kazagrandi y que volváis a Zain conmigo me importa a mí. Ahora entrégueme sus armas.
Me negué a cumplir esta orden, jugándome la vida por mi desobediencia.
– Escuchad – le dije -. Seamos francos. ¿Peleáis, en realidad, contra los bolcheviques o pertenecéis al ejército rojo?
– No, no; os lo juramos – respondió el oficial buriato, Vandaloff, acercándose a mí -. Hace tres años que estamos en lucha con ellos.
– Pues siendo así, me es imposible entregaros mis armas – repuse con calme -. Las he traído de la Siberia soviética, me han servido en muchos combates y no consiento en rendirlas a unos oficiales blancos. Es una afrenta que no puedo tolerar.
Diciendo esto, tiré al río mi fusil y mi revólver. Los oficiales se mostraron avergonzados. Bezrodnoff se puso encendido de rabia.
– Os he ahorrado, y a mí también, una humillación – le añadí.
Bezrodnoff, callado, dio media vuelta a su caballo. El destacamento, de trescientos hombres, desfiló delante de mí: solo dos jinetes se detuvieron, mandaron a mis mongoles que cambiasen de dirección y se colocaron detrás de mi pequeña comitiva. ¡Estaba preso! Uno de los soldados que me custodiaba era ruso y me dijo que Bezrodnoff llevaba con él numerosas sentencias de muerte. Seguramente la mía figuraba entre ellas.
¿Para qué haberse abierto paso entre las partidas de rojos, haber sufrido hambre y frío y desafiado a la muerte en el Tíbet, si mi estrella era caer sin gloria bajo las balas de los mongoles de Bezrodnoff? Verdaderamente, no vale la pena haber viajado y luchado tanto, ni venir de tan lejos a costa de sobresaltos y riesgo casi constantes. En cualquier puesto de la checa, en Siberia, hubiese tenido el mismo fin.
Cuando llegamos a Zain-Chabi registraron mi equipaje y Bezrodnoff empezó a interrogarme minuciosamente sobre los acontecimientos que habían ocurrido en Uliassutai. Conversamos cerca de tres horas, durante las cuales procuré defender a todos los oficiales de Uliassutai, asegurando que los informes de Domojiroff carecía de veracidad. Debí convencerles, porque como remate de la entrevista, el capitán se levantó y me presentó sus disculpas por haber interrumpido mi viaje. Luego me ofreció un magnifico máuser con incrustaciones de plata y me dijo:
– Vuestra altivez me ha satisfecho mucho. Os ruego que aceptéis esta arma en recuerdo mío.
Al día siguiente volví a salir de Zain-Chabi, llevando en el bolsillo el pasaporte de Bezrodnoff para sus centinelas.
VIAJE CON “URGA”
Una vez más recorrí los sitios ya vistos, el cerro desde donde divisé el destacamento de Bezrodnoff, el río al que tiré mis armas, y pronto quedó todo detrás de mí. En la primera parada experimenté la desagradable sorpresa de no encontrar en ella caballos. En la yurta se hallaba el posadero y dos de sus hijos. Le mostré mi documento y exclamó:
– El noyón tiene derecho al “urga”. Descuidad, que en seguida os traeré caballos.
Montó en una yegua, llevó con él dos de sus mongoles, y provistos de largas varas de cuatro a cinco metros de largo, terminadas en un extremo por un rizo de cuerda, los tres hombres salieron a galope. Mi coche los guió. Abandonamos el camino, cruzamos la llanura, y al cabo de una hora dimos con un rebaño de caballos que pastaban en una verde pradera. El mongol cogió algunos, sirviéndose de su vara provista del nudo corredizo llamado “urga”. De las montañas vecinas acudieron a escape los propietarios del rebaño. Cuando el viejo mongol les enseñó mis papeles, asintieron sumisos y designaron a cuatro de sus hombres para reemplazar a los que me habían acompañado. Los mongoles viajan así; en vez de pasar por las paradas de postas, van de rebaño en rebaño, atrapan con la “urga” caballos de refresco, los hacen ensillar y los nuevos propietarios sustituyen a los antiguos guías. Todos los mongoles sujetos a acatar el derecho al “urga” se afanan para cumplir su compromiso con la mayor rapidez posible y galopan a toda velocidad en la dirección indicada, hacia la dehesa más próxima, a fin de transmitir su obligación al ganadero inmediato. Un viajero con derecho a “urga” puede apoderarse de los caballos que necesite, y si no encuentra guardas, tiene atribuciones para continuar con los que tenga, dejando las bestias cansadas en el rebaño donde realiza la nueva aprehensión. Esto sucede raras veces, porque al mongol no le gusta ir a buscar sus animales a un rebaño perteneciente a otro, por temor a las discusiones a que ello pudiera dar lugar.
Según los naturales del país, la ciudad de Urga debe este nombre, puesto por los extranjeros, a esta pintoresca costumbre. Los mongoles la llaman siempre Ta Kure; es decir, gran monasterio. Los buriatos y los rusos, que fueron los primeros en comerciar en la región, la denominaron Urga por que era la meta de todas las expediciones comerciales que atravesaban las llanuras usando ese sistema de relevos. Hay una segunda explicación: la de que la ciudad está en un lazo formado por tres cadenas de montañas, siendo el río Tola, que corre entre ellas, como la vara a cuyo extremo se halla el “urga” peculiar de aquellas llanuras.
Merced al derecho de “urga”, crucé regiones de Mongolia desconocidas a los viajeros, recorriendo más de trescientos kilómetros. Esto me permitió estudiar la fauna de esa parte del país. Vi enormes rebaños de antílopes (wapiti) y antílope almizclado (abarga). A veces, visión fugaz en el horizonte, pasaban como un relámpago pequeños rebaños de caballos salvajes o de onagros.
En cierto sitio observé una importante colonia de marmotas. En un espacio de varios kilómetros cuadrados se distinguían perfectamente sus montículos y las bocas que dan acceso a las madrigueras. Por entre esos montículos circulaban los animales amarillo-grises o pardos, de todos los tamaños, teniendo los más grandes el de la mitad e un perro ordinario. Corrían torpemente y su piel parecía flotar como si fuese demasiado ancha para sus cuerpos repletos. Las marmotas son notables “prospectores” y cavan sin cesar hondas zanjas, echando las piedras a la superficie. En numerosos lugares los montecillos estaban hechos de mineral de cobre, y más al Norte, encontré minerales conteniendo wolfran y vanadio. Cuando la marmota se planta a la entrada de su agujero, se sienta descansando sobre las patas traseras y se confunde con un leño, un tronco o una piedra. En cuanto ve un jinete, le invade la curiosidad y se pone a silbar en tono agudo. Los cazadores aprovechan la curiosidad de las marmotas para aproximarse a sus boquetes, agitando banderines puestos en el extremo de largas picas. Toda la atención del animal se concentra en la llamativa tela, y la bala que va a herirle le explica la razón de ser del desconocido objeto.
Presencié una escena muy interesante al pasar por en medio de una colonia de marmotas, cerca de un río llamado el Orjon. Había allí millares de madrigueras, por lo cual mis mongoles tuvieron que emplear toda su destreza para evitar que los caballos diesen un tropezón que hubiera podido romperles una pata. Sobre nuestras cabezas, pero muy alto, volaba un águila describiendo círculos. De repente cayó cual una piedra sobre un montículo y quedó en su cúspide inmóvil como una roca. La marmota, algunos minutos después, salió de su escondrijo para comadrear con una vecina. El águila saltó con calma de donde estaba y tapó la boca de la madriguera con una de sus alas. La marmota, al oír el ruido, se volvió, preparándose para el ataque, a fin de penetrar por la fuerza en su soterrado, pues evidentemente había dejado en él a su cría. Empezó la lucha. El águila peleaba con su ala libre, una pata y el pico, y continuaba obstruyendo la entrada. La marmota se arrojó valientemente contra el ave de rapiña, pero no tardó en ser vencida, herida de un tremendo picotazo. Solo entonces retiró el águila su ala, se acercó a la marmota, la remató y no sin dificultad la elevó en sus garras para devorarla en la montaña.
En los parajes más áridos, donde apenas hay unas briznas de hierba, aquí y allá, existe otra especie de roedor, llamado imurán, que suele tener el tamaño de una ardilla. Su pelaje es del mismo color que la pradera, por lo que se escurren como las serpientes, recogiendo los granos diseminados por el viento y acarreándolos a sus reducidas guaridas. El imurán cuenta con una amiga fiel: la alondra amarilla de los prados, de cabeza morena. Este pájaro, cuando ve al imurán corretear por la llanada, se posa sobre él, aletea para mantenerse en equilibrio y se hace llevar a galope, por su caballería, que mueve alegremente su larga y enmarañada col. La alondra, mientras tanto, espulga con maña y presteza los parásitos que viven en el cuerpo de su amigo, y demuestra la alegría que la caza le produce, entonando un alborozado cántico. Los mongoles llaman al imurán el corcel de la alegre alondra. Esta avisa al imurán de la proximidad de las águilas y los halcones lanzando tres agudos silbidos en el momento que distingue a los piratas del aire, y se apresura a esconderse debajo de una piedra o de un tojo. En cuanto oye la señal no hay imurán que saque la cabeza de su covacha mientras dura el peligro. Así viven la alondra y el roedor en íntimo contacto.
En otras regiones de Mongolia, abundantes en ricos pastos, vi otro tipo de roedor que ya había encontrado en el Urianchi. Es una descomunal rata de pradera, negra y de rabo corto, que vive en colonias de ciento o doscientos individuos. Resulta interesante, y aun única en su género, por su habilidad para prepararse, como buen granjero, su provisión de forraje para el invierno. Durante las semanas en que la hierba está especialmente suculenta, la siega materialmente con rápidos y bruscos vaivenes de cabeza, cortando unos veinte o treinta tallos con sus largos dientes de delante. Luego pone el heno a secar, y, por último, lo guarda del modo más metódico. Para ello hace un montículo de unos treinta centímetros de alto. En seguida hinca en el suelo cuatro estacas inclinadas de madera que converjan hacia el centro de la pila y las une encima del heno con hierbajos más largos, cuidando de que los extremos rebasen lo suficiente para poder añadir otro pie de altura a su montón; una vez que este ha subido treinta centímetros, sujeta todavía más la superficie con fuertes hierbas, a fin de impedir que el viento esparza por la pradera su tesoro alimenticio. Coloca siempre la pila justamente enfrente de su madriguera, con objeto de evitar penosos acarreos durante la mala estación. Los caballos y los camellos son muy aficionados a este pienso, que el hacendoso bicho les proporciona, porque está formado por la hierba más apetitosa; pero la sólida construcción de los montes resiste sin deshacerse incluso las patadas de los cuadrúpedos.
Casi por doquiera he hallado en Mongolia parejas o bandos enteros de perdices praderiles llamadas salgas o perdices golondrinas, debido a que por sus largas colas y modo de volar se parecen mucho a estos pájaros. Las salgas no son salvajes ni tímidas y dejan que se llegue hasta diez o quince pasos de ellas; pero cuando vuelan se elevan muy alto y recorren distancias considerables sin pararse, silbando todo el tiempo como las golondrinas. Su color suele ser gris claro o amarillo, si bien los machos tienen lindas manchas canela en la pechuga y las alas, y las patas cubiertas de espesas plumas.
El “urga”, gracias al cual pude hacer estas observaciones en regiones poco frecuentadas, no está, sin embargo, exento de inconvenientes. Los mongoles me conducían directamente y con rapidez a mi destino, y recibían con satisfacción los dólares chino que les daba; pero después de haber recorrido cerca de ocho mil kilómetros en mi silla cosaca, entonces desatendida en la trasera del coche y llena de polvo, me rebelé contra las sacudidas y e traqueteo que me imponían aquellas carreras alocadas en un carricoche arrastrado a toda velocidad sobre pedruscos, terrones y baches, por caballos salvajes llevados a rienda suelta; el coche brincaba, crujía, y, a decir verdad, solo se conservaba el equilibrio por la preocupación cruel y obstinada de demostrar al viajero extranjero la comodidad y el bienestar de una buena carroza mongola. Todos los huesos empezaron a dolerme. Acabé gimiendo a cada sacudida y teniendo un fuerte ataque de ciática en la pierna herida. De noche no podía dormir o estar echado, y ni siquiera sentarme, sin padecer extraordinariamente, y pasaba las horas enteras dando vueltas por la llanura, oyendo los sonoros ronquidos de los habitantes de la yurta. Una vez tuve que defenderme de dos enormes perros negros que me atacaron. Al cabo, rendido por aquella tortura, me vi precisado a acostarme. Me era imposible mover la pierna y la espalda, y la fiebre se apoderó de mí. Esto me obligó a detenerme. Tomé toda la aspirina y la quinina de mi botiquín, pero sin obtener alivio. Ante mí se presentaba la perspectiva de una noche de insomnio, lo cual me colmaba de terror. Nos habíamos apeado en la yurta reservada a los viajeros, cerca de un monasterio insignificante. Mis mongoles invitaron al doctor lama a que me visitase; me propinó unos polvos muy amargos y me afirmó que podría reanudar la marcha al día siguiente. Primero sentí una aceleración de los latidos del corazón, y luego dolores más intensos. Pasé de nuevo una noche sin dormir; pero cuando amaneció, el dolor cesó instantáneamente, y una hora después mandé que me ensillasen un caballo porque temía continuar el viaje en el coche.
Mientras que los mongoles atrapaban los caballos llegó a mi tienda el coronel N. N. Filipoff, quien me dijo que protestaba enérgicamente de las acusaciones que le habían dirigido a él, a su hermano y a Poletika, considerándolos bolcheviques. Bezrodnoff le había autorizado a ir a Van Kure para ver al barón Ungern, que le esperaba; pero Filipoff no sabia que su guía mongol iba armado de una granada y que otro mongol le precedía a distancia, portador de una carta para el barón. También ignoraba que Poletika y sus hermanos acababan de ser fusilados en Zain-Chabi. Filipoff tenía prisa y deseaba entrar en Van Kure aquel mismo día. Yo partí una hora después que él.
Seguimos la ruta de los correos. En aquella región los mongoles no poseían más que unos cuantos caballos agotados, debido a la continua obligación de proporcionar cabalgaduras a los numerosos emisarios de Daichi Van y del coronel Kazagrandi. Tuvimos que detenernos en la última parada antes de Van Kure, en la que un mongol viejo y su hijo nos atendieron. Después de cenar, el anciano copio un omoplato de un carnero, del que había sido raspada cuidadosamente la carne, y mirándome, al tiempo de colocar el hueso entre las brasas del hogar, me dijo:
– Voy a revelaros vuestro porvenir, y tened en cuenta que todas mis predicciones se cumplen.
Cuando el hueso se ennegreció lo sacó de la lumbre, sopló las cenizas, comenzó a examinar su superficie muy atentamente y luego lo puso delante de la llama, mirándolo al trasluz. Duró es estudio largo rato, hasta que, expresando verdadero terror, dejó caer el hueso al fuego.
– ¿Qué os pasa? – le pregunté, riendo.
– ¡Callad! – murmuró -. He descubierto señales horribles.
Volvió a coger el hueso, tornó a contemplar toda su superficie y, mascullando sin cesar plegarias acompañadas de extrañas muecas, me hizo este vaticinio con voz solemne y firma:
– La muerte, personificada en un hombre alto, blanco y de pelo rojo, se os acercará por la espalda y os acechará para mataros. La sentiréis y esperaréis el golpe, pero la muerte se retirará. Otro blanco se hará amigo vuestro. Antes del cuarto día perderéis unos buenos amigos, que perecerán heridos por un largo cuchillo. Les veo devorados por los perros. Desconfiad del hombre de cabeza en forma de silla de montar, pues pretenderá causaros la muerte.
Después que el posadero mongol me hubo declarado mi porvenir, permanecimos un buen rato fumando y tomando té, pero el viejo no cesaba de mirarme con pena. En mi mente surgió la idea de que así debían ser mirados los condenados a muerte. Aún no rayaba el alba cuando nos despedimos del tétrico profeta, y a los veinticinco kilómetros de su yurta avistamos el caserío de Van Kure. Hallé al coronel Kazagrandi en su cuartel general. Era un hombre de familia distinguida, apto ingeniero y excelente oficial que había descollado durante la guerra en defensa de la isla de Moom, en el Báltico, y a continuación en la lucha contra los bolcheviques junto al Volga. El amable coronel me invitó a bañarme en una pila de verdad, instalada en la casa del presidente de la Cámara de Comercio. Estando en el domicilio de ese señor, entró en él un joven capitán, alto, de pelo rojo y rizado, de rostro sumamente blanco, aunque repulsivo e imperturbable, de ojos grandes, fríos como el acero, y de labios finos, casi mujeriles. En el conjunto de su fisonomía se leía tal crueldad impasible que causaba malestar mirarle a la cara, atractiva a pesar de todo. Cuando salió, el presidente me dijo que era el capitán Veseloffsky, ayudante del general Redzukine, paladín de la causa blanca en el norte de Mongolia. El general acababa de llegar para conferenciar con el barón Ungern.
Después del almuerzo, el coronel Kazagrandi me invitó a ir a verle a su yurta, y empezamos a hablar de los acontecimientos que ocurrían en Mongolia occidental, donde la situación se había agravado considerablemente.
– ¿Conocéis al doctor Gay? – me preguntó Kazagrandi -. Sabéis que me ayudó a formar mi destacamento, pero Urga le acusa de ser agente de los soviets.
Defendí a Gay lo mejor que pude, recordando favores que me hizo y que el propio Kolchak le tuvo de colaborador.
– Sí, sí; yo también he dicho eso a favor de Gay; pero Redzukine acaba de venir trayendo unas cartas escritas por Gay a los bolcheviques y detenidas en el camino. Por orden del barón Ungern, Gay y su familia han sido trasladados al cuartel general de Redzukine y temo que no lleguen a su destino.
– ¿Por qué? – pregunté.
– ¡Serán fusilados antes!
– ¿Qué haremos? – respondí -. Es imposible que Gay, tan culto e inteligente, sea bolchevique.
Decidí ir a ver en seguida a Redzukine, pero precisamente en aquel momento entró el coronel Filipoff y se puso a hablar de los errores que se cometían en la instrucción militar de los soldados. Apenas entregué mi capote, se presentó otro militar. Era un jefe, de corta estatura, que usaba gorra cosaca verde, de visera, y capote gris mongol muy roto. Llevaba un brazo en cabestrillo, sujeto con un pañuelo negro anudado al cuello. Era el general Redzukine y me lo presentaron inmediatamente. Durante nuestra conversación, el general, cortés y hábilmente, averiguó mis hechos y dichos desde la revolución, bromeando y riendo discretamente. Cuando salió aproveché la ocasión y le acompañé. Me escuchó atentamente y luego, con tono deferente, me dijo:
– El doctor Gay es un agente de los soviets disfrazado de blanco para ver y oír mejor y saberlo todo. Estamos rodeados de enemigos. El pueblo ruso, completamente desmoralizado, es capaz de todas las infamias para tener dinero. Este es el caso de Gay. Además, ¿a qué seguir hablando de tal sujeto? El y su familia ya no existen. Mis hombres los han ejecutado hoy a cinco kilómetros de aquí.
Mudo de espanto, consternado, miré el rostro de aquel hombrecito de voz dulce y modales finos. En sus ojos leí tanto odio y tenacidad, que en seguida comprendí el respeto temeroso de los oficiales que había visto en su presencia. Más tarde, en Urga, supe otras particularidades del general, que se distinguía igual por su bravura que por su crueldad. Era el perro de presa del barón Ungern, dispuesto a arrojarse al fuego o a la garganta de cualquiera si su amo se lo mandaba.
Solo habían pasado cuatro días y “mis amigos” ya no Vivian, muertos por un “largo cuchillo”. Una parte, por lo menos, de la profecía del mongol resultaba cierta. Ahora me faltaba esperar la amenaza de muerte. No aguardé mucho. Cuarenta y ocho horas después, el jefe de la división de caballería asiática llegó a Van Kure. Se trataba del barón Ungern von Sternberg.
“LA MUERTE, PERSONIFICADA EN UN HOMBRE BLANCO, OS ACECHARA PARA MATAROS”
El terrible general, el barón, se presentó de improviso, sin ser anunciado por los atalayas del coronel Kazagrandi. Después de haber hablado con este, nos citó al coronel Filipoff y a mí para que compareciésemos ante él. El mismo Kazagrandi me notificó la orden. Quise acudir en seguida, pero el coronel me detuvo una media hora y me deseó buena suerte.
– ¡Que Dios os proteja! ¡Andad!
Extraña despedida, en verdad, poco tranquilizadora y completamente enigmática. Cogí mi revólver y escondí en el forro de la manga un frasquito de cianuro de potasio. El barón se hospedaba en la yurta del medico mayor.
Cuando entré en el patio, el capitán Veseloffsky vino a mí. Llevaba en el cinto un sable cosaco y un revólver sin funda. Entró en la yurta para comunicar mi llegada.
– ¡Pasad! – dijo al salir de la tienda.
Frente a la puerta, mis ojos vieron un charco de sangre que el suelo no había todavía tenido tiempo de empapar, señal de mal agüero que parecía señalar la suerte del que me precedió en la audiencia. Golpeé.
– ¡Adelante! – respondiome una voz chillona.
Al trasponer el umbral, un hombre, vestido con una tunica mongola de seda roja, se lanzó sobre mí como un tigre, me estrechó la mano apresuradamente y se echó en una cama puesta en un lado de la tienda.
– Decidme quién sois. Alrededor nuestro no hay más que espías y agitadores – exclamó con voz penetrante y nerviosa, clavando los ojos en mí.
En un momento me di cuanta de su aspecto externo y de su carácter: tenía cabeza pequeña, hombros anchos, cabellos rubios en desorden, bigote rubio de cepillo y un rostro demacrado como el de los antiguos iconos bizantinos. Luego desparecieron todos esos rasgos y solo vi una frente amplia y despejada y debajo de ella unos ojos de acero, barrenantes, fijos en mí, cual los de un tigre agazapado en el fondo de su cubil. Mis observaciones duraron lo que un relámpago, pero comprendí que ante mí se hallaba un hombre peligroso, dispuesto a precipitarse, sin reflexionar, en lo irremediable. Aunque el riesgo era inminente, sentí profundamente el insulto.
– Sentaos – dijo con tono seco y voz silbante, indicándome una silla y manoseándose nerviosamente el bigote.
Noté que la cólera se iba apoderando de mí, y le repuse sin sentarme:
– Os habéis permitido ofenderme, barón. Mi nombre es bastante conocido para que podáis ahorraros esos epítetos. Podéis hacer de mí lo que queráis porque la fuerza os acompaña; pero no me obliguéis a hablar a la persona que me insulta.
Al oír estas palabras se incorporó en la cama, y, visiblemente sorprendido, se puso a examinarme, conteniendo la respiración y no dejando en paz el bigote. Conservando mi aparente serenidad, dirigí una ojeada indiferente a toda su yurta, y entonces vi al general Redzukine. Le saludé con una inclinación de cabeza y él me devolvió el saludo silenciosamente. Luego me volví hacia el barón, quien, sentado, la cabeza baja y los ojos cerrados, se pasaba la mano de cuando en cuando por la frente, murmurando frases ininteligibles.
De repente se levantó con brusquedad y dijo encarándose con una persona situada detrás de mí:
– ¡Retiraos, no os necesito!
Di media vuelta y vi al capitán Veseloffsky, el del rostro blanco y frío. No le había oído entrar. Este saludó militarmente y se fue.
“La muerte, personificada en el hombre blanco, me acechaba; pero se ha separado de mí”, pensé.
El barón meditó un momento y empezó a decir frases atropelladas y sin concluir.
– Os ruego que me disculpéis… Comprenderéis… Hay tantos traidores… Las personas honradas han desaparecido. No puedo fiarme de nadie. Abundan los nombres falsos y los documentos usurpados. Los ojos y los labios mienten. La desmoralización impera por todas partes, porque el bolchevismo ha corrompido la sociedad. Acabo de hacer ejecutar al coronel Filipoff, que se decía representante de la organización blanca de Rusia. En el forro de su uniforme se le encontraron dos códigos secretos, empleados por los bolcheviques. Cuando mi ayudante blandió el sable sobre su cabeza, exclamó: “¿Por qué me matas, Tovarich?”. Creedlo, no puedo fiarme de nadie.
Calló y yo también guardé silencio.
– Dispensadme – añadió -. Os he ofendido, pero no soy sólo un hombre, soy jefe de fuerzas importantes y tengo tantas preocupaciones y penas…
Percibí en su voz una mezcla de desesperación y sinceridad.
El general me tendió francamente la mano. Permanecimos silenciosos. Por último, respondí:
– Decidid lo que vayáis a hacer de mí, pues carezco de documentos, falsos o auténticos. Muchos de vuestros oficiales me conocen y podré encontrar en Urga quien os garantice de que no soy agitador ni…
– ¡Basta, basta! – interrumpió el barón -. Estoy convencido. He leído vuestra alma y lo sé todo. Lo que escribió acerca de vuestros planes el Hutuktu de Narabanchi es cierto. ¿En qué puedo serviros?
Le expliqué cómo mi amigo y yo habíamos huido de la Rusia soviética con intención de regresar a nuestra patria, y cómo un grupo de soldados polacos se habían unido a nosotros para conseguir el mismo fin. Terminé pidiéndole que nos ayudadse a alcanzar el puerto más próximo.
– Bien, con mucho gusto… Contad con mi auxilio – contestó, distraídamente -. Os llevaré a Urga en mi automóvil. Mañana iremos allá y hablaremos de todo eso.
Me despedí de él y salí de la yurta. Al volver a mi casa hallé al coronel Kazagrandi, que con ansiedad se paseaba por mi cuarto.
– ¡Gracias a Dios! – exclamó, santiguándose.
Su alegría me emocionó; pero, no obstante, me pareció que el coronel habría podido adoptar medidas más eficaces para mi salvación, si tanto le interesaba. Las peripecias de aquel día me tenían rendido y me sentía falto de fuerzas. Al mirarme al espejo se me figuró que estaba más viejo y canoso. Aquella noche no pude dormir acordándome del juvenil y simpático rostro del coronel Filipoff, del charco de sangre, de los ojos fríos del capitán Veseloffsky, del tono de voz del barón Ungern con sus matices tristes y desesperados. Al cabo me quedé dormido. Me despertó el propio barón Ungern, que vino a excusarse de no serle posible llevarme en su coche por tener que ir con Diachin Van; pero me informó de que había dado instrucciones para que me facilitasen su mejor camello blanco y dos cosacos como asistentes. Apenas tuve tiempo de darle las gracias, porque se marchó precipitadamente.
Me desvelé por completo. Me vestí, y mientras cargaba la pipa reflexioné. ¡Cuánto más fácil es pelear con los bolcheviques en los lodazales de Seybi o atravesar las crestas nevadas de Ullan Taiga, donde los malos demonios matan a los viajeros! ¡Allí todo era sencillo y comprensible; aquí se vive en una espantosa pesadilla!, en una tormenta sombría y siniestra. Presentía alguna tragedia, algo horrible en la conducta del barón Ungern, detrás del cual caminaba pálido y mudo el capitán Veseloffsky… y la muerte.
Al día siguiente apuntaba el alba cuando me trajeron el camello blanco, una esplendida bestia, y partimos. Mi escolta se componía de dos cosacos, dos soldados mongoles y de un lama, con dos acémilas, que llevaban la tienda y las provisiones.
Yo seguía temiendo que el barón, no atreviéndose a desprenderse de mí en presencia de mis amigos de Van Kure, hubiese urdido aquel viaje preparándome durante él alguna celada que me fuese fatal. Además, con una bala en la espalda todo habría terminado. Por consecuencia, iba ojo a vizor, dispuesto a utilizar mi revólver y a defenderme. Vigilaba con preferencia a los dos cosacos, que no se apartaban de mí.
A mediodía oímos a lo lejos una sirena de automóvil y vimos pasar el del barón Unger a toda velocidad. Iban con él dos oficiales y el príncipe Diachin Van. El barón saludó cariñosamente y me gritó:
– ¡Nos veremos en Urga!
“¡Ah! – pensé yo -. Voy a llegar a Urga. En tal caso puedo viajar tranquilo. En Urga tengo muchos amigos, sin contar con los soldados polacos que conocí en Uliassutai y que me esperan allí”.
Después del encuentro con el barón, mis cosacos se mostraron atentísimos conmigo y procuraron distraerme contándome historias.
Me narraron sus batallas con los bolcheviques en Transbaikalia y en Mongolia con los chinos, cerca de Urga, y cómo descubrieron en varios soldados chinos pasaportes firmados en Moscú. También me hablaron de la bravura del barón Ungern, quien en lo más recio de los combates solía sentarse junto a una hoguera en la línea de fuego, fumando o bebiendo té, sin miedo a las balas. Una vez sesenta y cuatro balas le atravesaron el capote, la montura y las cajas colocadas a su lado, y ninguna le tocó. La influencia que ejercía en los mongoles la debía a su invulnerabilidad. Me refirieron que antes de la batalla hizo un reconocimiento en Urga con un soldado cosaco, y que a su vuelta mató a un oficial y dos soldados chinos con su bastón de bambú (tashur); que solo llevaba con él una muda y un par de botas; que en los combates estaba sereno y alegre, y en los días de tregua, triste y pensativo, y que siempre se ponía al frente de sus soldados en los asaltos.
Yo a mi vez les conté mi fuga de Siberia, y el tiempo pasó rápidamente. Nuestros camellos trataban más y mejor, de suerte que en lugar de andar treinta kilómetros al día, andábamos más de ochenta. Mi camello ganaba a todos. Era un magnifico animal, completamente blanco, dotado de una hermosa crin; se lo había regalado al barón Ungern un magnate mongol, en unión de dos cibelinas negras. Tranquilo y vigoroso, el atrevido gigante del desierto era tan grande, que montado en él creía estar en una torre. Después de cruzar el Orjon encontramos el primer cadáver de soldado chino, tumbado de espaldas y con los brazos abiertos en medio del camino. Tras de atravesar los montes Burgut, penetramos en el valle del Tola, en cuyo extremo se halla Urga.
El camino estaba salpicado de capotes, camisas, calzado, gorras y bidones que los chinos habían tirado en su fuga, en la que también perdieron mucha gente. Más allá el camino atravesaba un pantano, y a ambos lados de él vimos montones de cadáveres de soldados y gran numero de caballos y camellos muertos, carruajes rotos y toda clase de despojos. Allí fue donde los tibetanos del barón Ungern destruyeron el tren de operaciones de los derrotados chinos. ¡Lúgubre y extraño contraste el de los cadáveres amontonados junto al animado espectáculo de la primavera renaciente! En los estanques, los patos salvajes de especies variadas surcaban la superficie del agua; en el herbazal, las grullas se entregaban a sus cómicas danzas, haciéndose el amor, los cisnes y los gansos se deslizaban por los lagos en grandes grupos; en los parajes fangosos, parecidos a manchas luminosas, se destacaban las parejas de aves acuáticas y sagradas, de brillantes colores. En las alturas, las pavas silvestres saltaban y reñían mientras comían; los bandos de perdices salgas volaban silbando, y en las laderas de las montañas, a poca distancia, los lobos se revolcaban al sol perezosamente, ladrando y alborotando a ratos como cachorros juguetones.
La Naturaleza no conoce más que la vida. La muerte es para ella un mero episodio; borra sus huellas bajo la arena o la nieve y las oculta cubriéndolas con una vegetación exuberante de plantas y de flores. ¡Qué le importa a la Naturaleza que una madre en Chefu o a orillas del Yangtsé, ofrende un bol de arroz, quemando incienso en cualquier santuario, y rece día y noche por la vuelta de su hijo, mártir oscuro, caído en las llanuras del tola, para que sus huesos sean calcinados por los rayos del sol y los vientos esparzan el polvo sobre las arenas de la planicie! ¡Hay en esta indiferencia de la Naturaleza a la muerte, en este afán de vida, una grandeza incalculable!
El cuarto día alcanzamos las márgenes del Tola ya cerrada la noche. Nos fue imposible encontrar el vado, y obligué a mi camello a entrar e el río para buscar un paso. Por fortuna, di con un sitio poco profundo, aunque algo fangoso, y pudimos cruzar sin dificultad. Tuvimos suerte, porque los camellos exponen al viajero a sorpresas desagradables en semejantes ocasiones; si sienten que les falta el fondo y que el agua les llega al cuello, en vez de adelantar a nado, como hacen los caballos, se dejan flotar de lado, lo cual resulta molestísimo para los jinetes. Armamos nuestra tienda cerca del río.
Veinticinco kilómetros más lejos pisamos el campo de batalla donde se libró el tercer gran combate por la independencia de Mongolia. Allí las tropas del barón Ungern se opusieron al avance de seis mil chino que venían de Kiajta para defender Urga. Los chinos fueron derrotados y dejaron cuatro mil prisioneros. Sin embargo, estos intentaron escaparse durante la noche. El barón Ungern mandó en su persecución a los cosacos de Transbaikalia y a los tibetanos, y en aquella explanada presenciamos el resultado de su obra. Unos mil quinientos cadáveres yacían insepultos y otros tantos fueron enterrados, según me dijo uno de los cosacos que tomó parte en la batalla. Los muertos tenían terribles heridas producidas por sablazos, y el suelo estaba sembrado de correajes y otras prendas de uniforme. Los mongoles abandonaron la región con sus rebaños, y los lobos los sustituyeron; muchos se escondían detrás de los peñascos o en las zanjas cuando pasamos. Jaurías de perros, tan feroces como los lobos, les disputaban la posesión de la horrible presa.
Por fin nos alejamos de aquel sitio consagrado al dios maldito de la guerra. Nos aproximamos a un curso de agua rápido y poco profundo: los mongoles, saltando a tierra, se quitaron los gorros y se pusieron a beber. Era un río sagrado que pasaba junto a la morada del Buda vivo. De aquella cañada entramos en otra, desde la que divisamos un crestón montañoso cubierto de bosques frondosos y sombríos.
– ¡El santo Bogdo-Ol! – exclamó el lama -. ¡La mansión de los dioses que protegen a nuestro Buda vivo!
Bogdo Ol es el enorme nudo de tres cordilleras: Gegyl al Sudoeste, Gangyn al Sur y Huntu al Norte. Esta montaña, con su envoltura de bosques vírgenes, es propiedad del Buda vivo.
Las selvas están llenas de casi todas las especies de animales que existen en Mongolia, pero no se permite cazarlos. El mongol que infringe esta ley es condenado a muerte; los extranjeros son expulsados. También se prohíbe, bajo pena de muerte, cruzar el Bogdo-Ol. Un solo hombre osó contravenir esta orden: el barón Ungern, que invadió la montaña con cincuenta cosacos, penetró en el palacio del Buda vivo, donde el pontífice de Urga padecía bajo el poder de los chinos y le sacó de su cautiverio.
EN LA CIUDAD DE LOS DIOSES VIVOS, LOS TREINTA MIL BUDAS Y LOS SESENTA MIL MONJES
¡Por fin teníamos delante de nosotros la morada del Buda vivo! Al pie del Bogdo Ol, detrás de los blancos paredones, se alzaba un edificio blanco, cubierto con tejas azulverdosas que refulgían al sol. Rodeábale un lozano parque, en el que destacaban allá y acullá los tejados fastuosos de los santuarios y palacetes. En el lado opuesto de la montaña un largo puente atravesaba el Tola y unía la Residencia a la ciudad de los monjes, la urbe sacrosanta, venerada en todo Oriente con el nombre de Ta Kure o Urga.
Allí habitaban, además del Buda vivo, innumerables taumaturgos, profetas, magos y doctores. Todos estos personajes son de origen divino y se les rinden honores de dioses vivos. En la alta meseta, a la izquierda, se yergue un viejo monasterio dominado por una torre roja: le llaman la sede de los lamas del Templo. Contiene una gigantesca estatua dorada de Buda sentado en la flor de loto; docenas de templo, de santuarios, de obos y de altares al aire libre; de torres para los astrólogos; una aglomeración gris de casas bajas y de yurtas donde viven aproximadamente sesenta mil monjes de todas las edades y categorías, y escuelas, archivos sagrados, bibliotecas, albergues de estudiantes Bandis y posadas para hospedar a los viajeros procedentes de China, el Tíbet y de los países de los buriatos y calmucos.
Debajo del monasterio está el barrio extranjero, en el que habitan los comerciantes, rusos y chinos la mayoría. En él muestra su abigarrada y atareada concurrencia el bazar oriental.
A un kilómetro de distancia la cerca terrosa de Maimachen encierra lo que queda de las tiendas chinas, y un poco más lejos se ve una larga hilera de casas particulares rusas, un hospital, una iglesia, una cárcel y, por último, un extraño caserón de cuatro pisos y de ladrillos encarnados, que fue antes consulado de Rusia. Nos hallábamos bastante próximos al monasterio cuando observé que a la entrada de un barracón varios soldados mongoles tiraban de tres cadáveres que pretendían esconder.
– ¿Qué hacen? – pregunté.
Los cosacos se contentaron con sonreír, por toda respuesta. De repente se cuadraron, saludando militarmente. Del barranco salio un jinete montado en un potro mongol. Al pasar a nuestro lado reparé en sus charreteras de coronel y en su gorra verde, de visera. Me echó una mirada escrutadora con sus ojillos fríos y sin color, denotadotes de crueldad. Algo más lejos se quitó la gorra y se secó la sudorosa y calva cabeza, sorprendiéndome entonces la extraña conformación de su cráneo: era el hombre de cabeza en forma de silla de montar, del que me había prevenido el viejo adivino del parador inmediato a Van Kure.
– ¿Quién es ese oficial? – interrogué.
Aunque ya estaba a buena distancia de nosotros, uno de los cosacos contestó en voz baja:
– El coronel Sepailoff, gobernador militar de Urga.
¡El coronel Sepailoff, el hombre más negro de la tragedia mongola! Primero mecánico, luego gendarme, ganó sus grados con rapidez bajo el régimen zarista. Se movía sin cesar y hablaba nerviosamente con voz gutural y desagradable, salpicando de saliva a su interlocutor y haciendo gestos espasmódicos con la cara. Estaba loco, y el barón Ungern hizo que le examinase dos veces una comisión de especialistas, la cual le prescribió un reposo absoluto, creyendo así librar al jefe de su ángel malo. Supe más tarde que aquel sádico ejecutaba personalmente a los condenados, chanceándose y cantando mientras les daba muerte. Circulaban respecto a él dichos macabros y terroríficos. Toda la fama de cruel atribuida al barón Ungern correspondía a Sepailoff.
El barón me confesó algunos días después que el coronel le preocupaba, porque le consideraba capaz de ejecutarle a él como a un vulgar condenado. Además, Sepailoff había encontrado en Transbaikalia a un brujo, quien le predijo la muerte del barón si este se desprendía de su auxiliar. Debido a ello, el barón temía a Sepailoff, sabiendo que se hallaba sugestionado por el presagio. El coronel no conocía la compasión para lo que era bolchevique u olía a rojo de cerca o de lejos. Verdad que los rojos le habían encarcelado y torturado a toda su familia en venganza de su evasión de la cárcel. No hacia, pues, más que pagarles en la misma moneda.
Me hospedé en casa de un comerciante ruso y en seguida recibí la visita de mis compañeros de Uliassutai, quienes me acogieron con alegría a causa de que se hallaban enterados de mis malandanzas en la expedición al Zain-Chabi y Van Kure. Tomé un baño, me arreglé un poco y salí con ellos. Entramos en el bazar. Estaba lleno. En los grupos abigarrados de compradores y vendedores que pregonaban desgañitándose, los colores deslumbrantes de los tejidos chinos, los collares de perlas, los aretes y los brazaletes daban una nota de fiesta: unos palpaban carneros vivos para averiguar si estaban bastante gordos; los carniceros cortaban grandes trozos de las reses muertas y despellejadas, de venta en sus establecimientos; por doquiera los hijos de la llanura se alborozaban y reían. Las mujeres mongolas, con sus peinados altos, rematados con pesadas gorras de plata parecidas a soperas, admiraban las cintas de seda de todos los colores y los largos collares de coral; un mongol gordo, de aspecto imponente, examinaba un tronco de magníficos caballos y discutía el precio con el zahachine; un tibetano negro, listo y chupado, venido a Urga para rezarle al Buda vivo o quizá portador de un mensaje secreto del otro dios de Lhassa, puesto de cuclillas, regateaba una imagen del Buda del Loto, tallada en ágata; en otro rincón, una turba de mongoles y buriatos se había aglomerado en torno a un mercader chino que vendía tabaqueras, bellamente pintadas, y una figura de cristal, porcelana, amatista, ágata y otras piedras de color canela, primorosamente esculpida, representaba un dragón enroscado a un grupo de muchachas; el vendedor pedía por ella diez novillos. El rojo de las largas levitas y de las gorras bordadas en oro de los buriatos se mezclaba con el negro de las capas de los tártaros y de los pequeños bonetes de terciopelo que llevan en la coronilla. La multitud de lamas formaba el fondo de aquel tapiz tan llamativo con sus túnicas amarillas y rojas, sus esclavinas negligentemente echadas sobre los hombros y sus variados cubrecabezas, bonetes amarillos, gorros frigios rojos y cascos a la antigua griega. Confundíanse en el gentío, hablando serenamente, repasando sus rosarios, diciendo la buenaventura e intentando sobre todo curar o explotar a los mongoles ricos por medio de revelaciones, adivinanzas y otros misterios. El espionaje religioso y político se practicaba en vasta escala. Los mongoles procedentes de Mongolia interior estaban, sin darse cuenta, envueltos constantemente en una red invisible y apretada de astutos lamas. Sobre los edificios ondeaban las banderas rusas, chinas y mongolas; una tiendecita ostentaba el pabellón estrellado; en las yurtas se veían enarbolados los gallardetes, cuadrados, círculos y triángulos de los príncipes y particulares atacados de viruela o de lepra que agonizaban en sus rincones. Todo se ajustaba en una masa pintoresca y realmente maravillosa. Tampoco faltaban los soldados del barón Unger con sus uniformes azules; los mongoles y los tibetanos de vestidos rojos y charreteras amarillas con su svástica de Gengis Kan y las iniciales del Buda vivo y los guardias chinos pertenecientes a un destacamento del ejercito mongol. A raíz de la derrota del ejercito chino, dos mil de aquellos valientes imploraron del Buda vivo que los alistara en sus legiones, jurándole fidelidad. Fueron aceptados y constituyeron dos regimientos que lucen como emblemas en sus gorras y en los cuellos de las guerreras los dragones chinos en plata.
Atravesábamos el mercado cuando dobló su esquina entre bocinazos un automóvil grande. En él iba el barón Ungern con su chaqueta mongola de seda amarilla y su fajín azul.
El coche marchaba muy deprisa, pero me conoció; mandó parar y se apeó para invitarme a que le acompañase hasta su yurta.
Esta tienda, modestamente dispuesta, ocupaba el centro del patio de un almacén chino (hong). Su cuartel general residía en otras dos yurtas cercanas, y sus servidores se alojaban en una de las casas chinas. Al recordarle su promesa de ayudarme a ganar un puerto del Pacifico el general me miró con ojos brillantes y me respondió en francés:
– Mi obra aquí, toca a su fin. Dentro de nueve días empiezo la guerra contra los bolcheviques y entro en Transbaikalia. Os ruego que os avengáis a esperar en Urga hasta esa fecha. Hace años que vivo apartado de toda sociedad civilizada. Estoy a solas con mis pensamientos y quisiera que los conocierais. Hablaremos y veréis que no soy el barón sediento de sangre, como mis enemigos me llaman, ni el “abuelo gruñón”, a quien aluden mis oficiales y soldados, sino, sencillamente, un hombre que ha luchado mucho y que ha sufrido lo indecible.
El barón permaneció callado unos instantes; luego continuó:
– Ya tengo resuelto lo que he de hacer para favoreceros. Tolo lo arreglaré; pero os suplico que os quedéis conmigo estos nueve días.
Negarse era imposible. Acepté. El barón me estrechó la mano y pidió té.
– Habladme de vuestro viaje y de vuestros planes – me dijo.
Le referí todo lo que supuse podía interesarle y oyó mi relato con extraordinaria atención.
– Ahora voy a hablaros de mí, para que sepáis, sin duda, quien soy. Mi nombre está envuelto en tanto odio y temor, que nadie es capaz de separar lo verdadero de lo falso, la historia de la leyenda. Un día escribiréis un libro, recordareis vuestra estancia en Mongolia y la amistad que tuvisteis con el “general sanguinario”.
Cerró los ojos, sin dejar de fumar mientras hablaba nerviosamente, precipitando las frases y no concluyéndolas, como si temiese no tener tiempo.
– La familia de los Ungern von Sternberg es antigua; proviene de una mezcla de alemanes y húngaros, de los hunos del tiempo de Atila. Mis antepasados guerreros tomaron parte en todas las guerras europeas. Estuvieron en las Cruzadas; un Ungern pereció en el asalto a Jerusalén, peleando con las tropas de Ricardo Corazón de León. La misma trágica cruzada de los niños registra la muerte de Raúl de Ungern, a la edad de once años. Cuando los más esforzados guerreros del país fueron enviados a las fronteras orientales del Imperio germánico contra los eslavos, allá por el siglo XII, mi antepasado Arturo figura entre ellos; era el barón Halsa Ungern Sternberg. Estos defensores de las marcas fronterizas formaron la Orden teutónica de los Caballeros Monjes, que por el hierro y por el fuego impusieron el Cristianismo a las poblaciones paganas: lituanos, estonios, livonios y eslavos. Desde entonces la Orden de los Caballeros teutónicos contó siempre entre sus miembros a los representantes de mi familia. Cuando la Orden teutónica desapareció en el Grünewald, a los golpes de las huestes polacas y lituanas, dos barones Ungern von Sternberg murieron en la batalla. Mi estirpe tenia el alma guerrera con tendencias al ascetismo y al misticismo.
En el transcurso de los siglos XVI y XVII varios barones von Ungern tuvieron sus castillos en Livonia y Estonia. Muchos cuentos y leyendas narran sus hazañas. Heinrich von Sternberg, llamado El Hacha, fue caballero andante. Los torneos de Francia, Inglaterra, España e Italia conocieron su nombre y su lanza, que llenaba de terror el corazón de sus adversarios. Cayó en Cadi bajo la tizona de un caballero que le partió el cráneo. El barón Raúl Ungern fue un noble-bandido que operaba entre Riga y Reval. El barón Pedro Ungern poseía un castillo en la isla de Dago, en pleno mar Báltico, y desde allí dominaba a los armadores y navegantes de su época, quienes temían sus audacias de pirata.
Al empezar el siglo XVIII, un famoso barón Guillermo Ungern, recibió el mote de Hermano de Satán, a causa de su practica en alquimia. Mi abuelo fue corsario en el océano Indico, imponiendo tributo a los barcos ingleses mercantes y escapando durante años y años a sus buques de guerra. Apresado al fin, le entregaron al cónsul ruso, quien ordenó ser trasladado a Rusia, siendo después deportado a Transbaikalia.
Yo también soy oficial de Marina, pero la guerra rusojaponesa me obligó a abandonar mi profesión para unirme a los cosacos de Zabaikal. He dedicado toda mi vida a la guerra o al estudio del budismo. Mi abuelo nos trajo el budismo de las Indias y mi padre y yo nos hicimos adeptos. En Transbaikalia he intentado organizar la Orden militar de los budistas para emprender la lucha implacables contra la depravaron revolucionaria.
Calló y bebió una taza de té, que tomó muy cargado, negro como café.
– ¡La depravación revolucionaria! ¿Quién piensa en eso, salvo el filósofo francés Bergson y el sapientísimo Tachi-Lama del Tíbet?
El nieto del corsario, citando teorías y obras científicas, nombres de sabios y escritores, la Biblia, los libros búdicos y mezclando el francés, el alemán, el ruso y el inglés, continuó:
– En los libros búdicos, como en los antiguos libros cristianos, se leen graves profecías relativas a la época en que ha de comenzar la guerra de los buenos y los malos espíritus. Entonces surgirá la maldición desconocida que, conquistando al mundo y barriendo toda civilización, matará la moralidad y destruirá a los pueblos. Su arma es la revolución. Durante toda revolución, la inteligencia creadora, ayudada por la experiencia del pasado, es sustituida por la fuerza joven y bruta del destructor. Este coloca y mantiene en primera fila las pasiones viles y los más bajos instintos. El hombre se aleja de lo divino y lo espiritual. La Gran Guerra ha demostrado que la Humanidad debe elevarse a un ideal siempre más alto, pero en tal momento apareció la maldición de Cristo, el apóstol San Juan, Buda, los primeros mártires cristianos, Dante, Leonardo da Vinci, Goethe y Dostoyevsky. La maldición con sus horrores, hizo retroceder al progreso y nos cerró el camino de lo divino. La revolución es una enfermedad contagiosa, y Europa, al tratar con Moscú, se ha engañado a sí misma, engañando a las demás partes del mundo. El Gran Espítiru ha puesto en el umbral de nuestra vida a Karma, que no conoce la cólera ni el perdón y arregla nuestras cuentas. Resultado de esto será el hambre, la destrucción, la muerte de la civilización, de la gloria, del honor, el aniquilamiento de las naciones, la extinción de los pueblos. Veo ya estos horrores, la sombría y vesánica ruina total de la Humanidad.
La puerta de la yurta se abrió de improviso; un oficial se adelantó, cuadrándose y saludando rígidamente.
– ¿Por qué entráis sin pedir permiso? – gritó el general, enfurecido.
– Excelencia, nuestra avanzadilla de la frontera ha capturado una patrulla enemiga y la ha traído aquí.
El barón se levantó. Sus ojos llameaban y su rostro se contraía rabiosamente.
– Ponedla frente a mi yurta – ordenó.
Todo quedó olvidado – el discurso inspirado, la entonación penetrante -, todo despareció ante la ruda voz de mando del jefe implacable. El barón se puso la gorra, cogió el tachur de bambú que llevaba siempre en la mano y salió con viveza. Le seguí. Frente a la yurta había seis soldados rojos rodeados de cosacos.
El barón se detuvo y los miró fijamente algunos minutos. En su semblante se podía leer la marcha violenta de sus pensamientos. Luego desvió de ellos la vista, se sentí en el dintel de la casa china y meditó largo rato. Por último, se puso en pie, se dirigió a los prisioneros y, con ademán decidido, tocó con su bambú en el hombro a cada uno de ellos, diciendo:
– Tú, a la izquierda; tú, a la derecha.
Y así distribuyó el grupo en dos, cuatro a la derecha y dos a la izquierda.
– ¡Que registren a esos dos! ¡Deben de ser comisarios! – mandó.
Luego, encarándose con los otros cuatro, preguntó:
– ¿Vosotros seréis sin duda labradores y habréis sido movilizados por los bolcheviques?
– Sí, excelencia – contestaron los soldados, llenos de espanto.
– Bueno; presentaos al comandante y decidle que he dado la orden de que os alisten en mis tropas.
Encima de los otros dos se encontraron pasaportes de comisarios del servicio político comunista. El general frunció el ceño y lentamente dictó la sentencia:
– ¡Matadlos a garrotazos!
Dio media vuelta y volvió a la yurta; pero nuestra conversación, después de este incidente, perdió espontaneidad, y me despedí del general.
Después de comer, varios oficiales de Ungern acudieron a la casa rusa donde yo me hospedaba. Hablábamos con animación cuando oímos de repente la bocina de un automóvil, y los oficiales enmudecieron en seguida.
– El general pasa por aquí – dijo uno con voz alterada.
Nuestra interrumpida charla prosiguió, pero por poco tiempo. El dueño de la casa vino corriendo a prevenirnos:
– ¡El barón!
Este entró y se detuvo en la puerta. Las lámparas aún no estaban encendidas y comenzaba a ser de noche. El barón, sin embargo, nos conoció sin vacilar, y adelantándose a la señora de la casa le besó la mano. Saludó a cada uno amablemente, aceptó la taza de té que le ofrecieron, se acercó a la mesa y dijo:
– He venido para llevarme a vuestro huésped, señora.
Luego volviéndose a mí, me preguntó:
– ¿Queréis dar un paseo en automóvil? Os enseñaré la ciudad y sus alrededores.
Cogí mi capote, y según mi costumbre inveterada, fui a guardar mi revólver, lo que hizo reír al barón.
– Dejad eso. Aquí estáis seguro. Además, acordaos de la profecía del Hutuktu de Narabanchi: la Fortuna os acompañará siempre.
– ¡Muy bien! – respondí, riendo -. No he olvidado la predicción; pero no sé realmente qué es lo que el Hutuktu entiende por Fortuna. Quizá sea la Muerte, como para tantos otros, al cabo de un largo y penoso viaje, y confieso que prefiero ir más lejos y que la muerte no me atrae.
Salimos. En la calle un enorme Fiat nos esperaba con los faros resplandecientes. El chofer, sentado al volante, permanecía inmóvil como una estatua, con la mano en la gorra, en posición de saludar, todo el tiempo que tardamos en acomodarnos.
– A la estación de T. S. H. – ordenó el barón.
El auto trepidó. La ciudad, como un poco antes, mostraba todavía el encanto y el bullicio de sus multitudes orientales, pero su aspecto era aún más pintoresco y maravilloso. Entre el gentío estrepitoso pasaban rápidos los jinetes mongoles, buriatos y tibetanos; los camellos de las caravanas levantaban solemnemente la cabeza a nuestro paso; las ruedas de madera de las carretas mongolas chirriaban de dolor; todo iluminado por los grandes arcos voltaicos de la fábrica de electricidad que el barón mandó construir a raíz de la toma de la ciudad, a la vez que una red telefónica y que una estación de telegrafía sin hilos. También hizo limpiar y desinfectar la ciudad por sus hombres, pues las calles probablemente no habían conocido la escoba desde el reinado de Gengis Kan. Organizó un servicio de autobús que unía los diferentes barrios. Echó puentes sobre el Tola y el Orjon, publicó un periódico, creó un laboratorio veterinario y hospitales, ordenó la reapertura de las escuelas, protegió al comercio y mandó colgar sin piedad a los soldados rusos y mongoles que saqueaban los almacenes chinos.
El gobernador militar detuvo en cierta ocasión a dos cosacos y un mongol que habían robado aguardiente en una tienda china y sometió a los culpables a la sentencia del barón. Este los hizo entrar en su coche, fue al almacén, devolvió al tendero el aguardiente y ordenó al mongol que colgase a uno de los rusos de la puerta del establecimiento. Una vez colgado el cosaco, exclamó:
– ¡Ahora cuelga al otro!
Cumplida la orden, el general se volvió al comandante y le mandó que colgase al mongol al lado de los otros. Esta justicia expeditiva dejó satisfecho a todo el mundo menos al mercader chino, quien, desesperado, se acercó al barón suplicándole:
– ¡General! ¡Barón! ¡Por favor, quitad esos cadáveres de mi puerta, porque si no nadie va a querer entrar en mi tienda!
Cruzamos a toda velocidad el barrio comercial, y después de atravesar un arroyo penetramos en el barrio ruso. Varios cosacos y cuatro mongolas de aspecto agradable, estaban conversando a la entrada del puente. Los soldados se clavaron al suelo, saludando como estatuas, con la mirada fija en el rostro sañudo de su jefe. Ellas intentaron huir asustadas; pero, captadas sin duda por el ejemplo de la disciplina militar, se llevaron la mano a su peinado y saludaron tiesas como sus galanes. El barón miró y se echó a reír:
– ¡Ved lo que es la disciplina! ¡Hasta las muchachas mongolas me saludan!
Pronto corrimos por la llanura; el coche iba disparado como una flecha; el viento silbaba y agitaba los pliegues de nuestros capotes; pero el barón, sentado, los ojos cerrados, decía siempre:
– ¡De prisa! ¡Más de prisa!
Guardamos silencio un rato.
– Ayer he castigado a mi ayudante por haber entrado sin pedir permiso a mi yurta, interrumpiendo mis declaraciones – me dijo.
– Podéis contármelas ahora – respondí.
– ¿No os molestará oírme? Pues bien: me queda muy poco que decir, pero será lo más importante. Os expliqué ya que quise fundar una Orden militar de budistas en Rusia. ¿Por qué? Para proteger la evolución de la Humanidad y luchar contra la revolución, porque estoy seguro de que la evolución conduce a la divinidad y que la revolución lleva consigo solo a la bestialidad completa. ¡Cuánto he trabajado en Rusia! Pero en Rusia los labradores son groseros, analfabetos y violentos; viven en constante cólera, odiándolo todo y sin comprender el motivo. Son también desconfiados y materialistas y carecen de ideal elevado. Los intelectuales flotan de un idealismo imaginario, sin realidad; tienen tendencia constante a criticarlo todo, pero les falta potencia creadora. Desprovistos de voluntad, no saben más que hablar… Como el vulgo, no aman nada ni a nadie. Sus sentimientos son puramente ficticios; sus pensamientos pasan sin dejar huellas; como frases hueras. Así sucedió que mis compañeros no tardaron en quebrantar el reglamento de la Orden. Entonces establecí la obligación del celibato, la renuncia absoluta a la mujer, a las comodidades de la vida y a lo superfluo, según las enseñanzas de la religión amarilla. A fin de que el ruso pudiese dominar sus instintos, prescribí el uso ilimitado de alcohol, del haschish y del opio. Ahora, en cambio, hago colgar a los oficiales y soldados que beben alcohol; pero entonces bebíamos hasta la fiebre blanca, hasta el delirium tremens. Me fue imposible organizar la Orden, pero agrupé en torno unos trescientos hombres a quienes conseguí dotar de una audacia prodigiosa y de una fiereza sin igual. Se portaron como héroes durante la guerra con Alemania, primero, y después contra los bolcheviques, pero de ellos quedan muy pocos.
– ¡La estación de T. S. H., excelencia! – advirtió el chófer.
– ¡Entrad! – ordenó el general.
En lo alto de un cerro se hallaba la poderosa estación que los chinos al retirarse destruyeron en parte y que más tarde reconstruyeron los ingenieros del ejército de Ungern. El general se enteró de los telegramas y me los comunicó. Venían de Moscú, Chita, Vladivostok y Pekín. En una hoja amarilla había escritos unos partes cifrados que el barón se guardó en el bolsillo diciendo:
– Estos partes proceden de los servicios de información que tengo montados en Chita, Irkutks, Kharbin y Vladivostok. Mis agentes son todos judíos, muy listos, muy atrevidos y amigos a carta cabal. También es judío Vulcovitch, el oficial que manda mi ala derecha. Es pero que satanás; pero inteligente y valeroso… Ahora vamos a correr más que el viento.
Efectivamente, arrancamos a toda velocidad, hundiéndonos en las tinieblas de la noche. Fue una carrera frenética. El auto brincaba sobre las piedras y los baches y cruzaba incluso estrechos arroyos, pues el chófer sólo esquivaba los grandes peñascos. En la llanura, a nuestro paso, como una tromba, observé repetidas veces unos puntos brillantes que se encendían en la oscuridad y se apagaban en seguida.
– ¡Los ojos de los lobos! – dijo mi compañero, sonriendo -. Los hemos cebado con la carne de los nuestros y con la de nuestro enemigos – agregó impasible, volviéndose a mí para reanudar su profesión de fe -. Durante la guerra vimos corromperse poco a poco el Ejército ruso; previmos la traición de Rusia a los aliados y el peligro amenazador de la revolución. Con objeto de reaccionar concebí el proyecto de unir a todos los pueblos mongoles que no hubiesen olvidado su antigua fe y sus viejas tradiciones, creando un solo Estado asiático, compuesto de tribus autónomas, bajo la soberanía moral y legislativa de China, patria de la remota y eminente civilización. Ese estado debía comprender a chinos, mongoles, tibetanos, afganos, las tribus mongolas del Turquestán, los tártaros, los buriatos, los kirghises y los calmucos. Era necesario que ese Estado fuera poderoso moral y materialmente, para que constituyese un dique contra la revolución y conservase cuidadosamente el espíritu, la filosofía y el respeto del individuo que había de caracterizarle. Si la Humanidad, loca y corrompida, continúa amenazando el espíritu divino en el corazón del hombre, derramando sangre e impidiendo todo progreso moral, al Estado asiático incumbe detener de manera decisiva ese impulso a la ruina e instruir la paz, una paz duradera y estable. Esta propaganda tuvo un gran éxito durante la guerra entre turcomanos, kirghises, buriatos y mongoles. ¡Parad! – gritó de improviso el barón.
El coche se detuvo con una brusca sacudida. El general saltó a tierra y me instó a seguirle. Caminamos un buen rato por la llanura y el barón se inclinaba hacia el suelo como buscando algún rastro.
– ¡Ah! – murmuró por fin -. Se ha ido.
Le miré intrigado.
– Aquí estaba la yurta de un rico mongol. Era proveedor de un comerciante ruso, Noskoff. Este es un hombre feroz, como lo prueba el sobrenombre con que le conocían los mongoles: Satán. Hacía que las autoridades chinas torturasen o encarcelasen a sus deudores mongoles. Noskoff había arruinado al opulento mongol, quien perdió toda su fortuna y huyó a cuarenta y cinco kilómetros de aquí. Noskoff le persiguió, le arrebató cuantos ganados le quedaban y le dejaba morir de hambre con su familia. Cuando tomé Urga, el mongol se presentó a mí con otras tantas familias mongolas arruinadas de la misma manera por Noskoff. Pedían su muerte. Mandé ahorcar a Satán.
De nuevo corría el automóvil, dando un gran rodeo en la pradera, y nuevamente el barón, con voz agria y nerviosa, recorría con el pensamiento todo el círculo de la vida asiática.
– Rusia traicionó a Francia, Inglaterra y América; firmó el Tratado de Brest-Litovsk y trajo el reinado del caos. Entonces decidimos movilizar a Asia contra Alemania, y nuestros emisario penetraron en Mongolia, el Tíbet, el Turquestán y China. En aquella época los bolcheviques empezaron a matar oficiales rusos; nos vimos obligados a emprender contra ellos la guerra civil y abandonar nuestro proyectos panasiáticos; pero esperamos más adelante despertar el así entera y con su ayuda implantar la paz y el reino de Dios en la Tierra. Me complace pensar que he contribuido por mi parte a esta obra colosal redimiendo a Mongolia.
Meditó un momento en silencio.
– Pero no niego que algunos de mis asociados en esta empresa reprueban mi conducta, calificándola de severa y hasta de atroz – añadió con tristeza -. Es que no comprenden aún que no combatimos solamente a un partido político, sino a una secta de asesinos, destructores de la civilización contemporánea. ¿Acaso los italianos no ejecutan a los anarquistas que tiran bombas? ¿No he de tener yo derecho a limpiar al mundo de quienes pretenden matar el alma del pueblo? ¡Yo, descendiente de los caballeros teutónicos, de los cruzados y de los corsarios, no reconozco otro castigo que la muerte para unos vulgares asesinos!… ¡Volved! – ordenó al chófer.
Media hora después vimos otra vez las luces de Urga.
Al acercarnos a la entrada de la ciudad vimos un automóvil detenido enfrente de una casita.
– ¿Qué significa eso? – exclamó el barón -. ¡Id allá abajo!
Nuestro coche se detuvo junto al otro. La puerta de la casa se abrió bruscamente, y varios oficiales salieron con precipitación, procurando esconderse.
– ¡Alto! – les ordenó el general -. ¡Adentro!
Obedecieron, y él entró detrás de ellos, apoyándose en su bambú.
La puerta quedó abierta y pude ver y oír todo.
– ¡Desgraciados! – dijo el chófer -. Esos oficiales supieron que el barón había salido de la ciudad conmigo, lo que les hizo creer en un largo viaje, y lo aprovecharon para divertirse. ¡Van a molerlos a palos!
Pude divisar el extremo de la mesa, cubierta de botellas y latas de conserva. A un lado estaban sentadas dos mujeres jóvenes, las que se pusieron en pie rápidamente a la entrada del general. Oí la voz ronca del barón pronunciando frases breves, secas, severas.
– ¡Miserables! Vuestra patria está agonizando por culpa vuestra, y ni lo comprendéis ni lo sentís… ¡Bah! Solo necesitáis vino y mujeres… ¡Bribones!… ¡Brutos!… ¡Ciento cincuenta palos a cada uno de vosotros!
La voz fue bajando de tono hasta convertirse en un murmullo:
– ¿No os dais cuenta, señoras, de la ruina de la nación? ¿No? ¡Y si os la dais, qué os importa ello! ¿No os entristece que vuestros maridos estén en el frente ahora mismo, tal vez haciéndose matar? Pero no sois mujeres… Yo respeto a la mujer, cuyos sentimientos son más profundos y fuertes que los del hombre, pero vosotras no sois mujeres. Escuchadme: ¡Otra ligereza más, y mando que os cuelguen!
Volvió al coche, y él mismo tocó la bocina varias veces. Inmediatamente llegaron a galope unos jinetes mongoles.
– Entregad a esos hombres al comandante. Después le diré lo que ha de hacer de ellos.
Guardamos silencio. El barón, exasperado, jadeaba, y encendió uno tras otro varios cigarrillos, tirándolos en cuanto les daba un par de chupadas.
– Cenareis conmigo – me dijo.
Invitó también a su jefe de Estado Mayor, hombre muy reservado y taciturno, pero de exquisita educación. Los criados nos sirvieron un plato chino caliente, seguido de carne fría y de una compota de frutas de California, toda acompañado del inevitable té. Comimos a la china, con palillos. El barón parecía contrariado.
Con muchos circunloquios empecé a hablar de los oficiales culpables, procurando disculparlos y poniendo de manifiesto las circunstancias extraordinariamente penosas en que vivían.
– Están podridos hasta la medula; no tienen nada recomendable; han caído al fango – murmuró el general.
El jefe del Estado Mayor habló en igual sentido que yo, y por fin en barón dispuso por teléfono que los soltasen.
Al día siguiente me paseé con mis amigos por las calles, observando la animación de la ciudad. La energía del barón exigía una actividad constante, y la imponía a cuanto le rodeaba. Estaba en todas partes, lo vigilaba todo, pero nunca entorpecía la labor de sus subordinados. En Urga todo el mundo trabajaba. Por la tarde, el jefe del Estado Mayor me invitó a ir a su casa, en la que encontré un gran número de oficiales muy inteligentes. Les referí mi viaje, y conversábamos con calor, cuando el coronel Sepailoff entré canturriando. Los demás callaron en seguida, y con distintos pretextos se fueron retirando uno tras otro. El coronel tendió al jefe del Estado Mayor unos papeles, y luego, dirigiéndose a nosotros, dijo:
– Les mandaré para cenar un delicioso pastel de pescado y una ensalada de tomates.
Cuando Sepailoff se marchó mi amigo se llevó las manos a la cabeza con gesto de desesperación, exclamando:
– ¡Y tener que convivir desde la revolución con la hez de la tierra!
Algunos momentos después, un soldado, de parte de Sepailoff, trajo una sopera y el pastel de pescado. Mientras que el soldado se inclinaba hacia la mesa para colocar los paltos, el jefe del Estado Mayor me hizo una seña con los ojos y murmuró:
– ¡Fíjese en ese tipo!
Cuando el soldado se retiró, mi anfitrión escuchó atentamente esperando que se extinguiera el ruido de sus pasos.
– Es el verdugo de Sepailoff, el que cuelga y estrangula a los infelices condenados.
Después con gran sorpresa mía, salió de la yurta para tirar por encima de la empalizada los dos obsequios del coronel.
– Con Sepailoff todas las precauciones son pocas. Quién sabe si su cena estará envenenada. Lo más prudente es no comerla.
Con el corazón oprimido por estos incidentes, regresé a mi casa. Mi patrón no se había dormido aún y vino a mi encuentro con cara de espanto. Mis amigos también se encontraban allí.
– ¡Gracias a Dios! – exclamaron todos -. ¿No os ha ocurrido nada?
– ¿Qué pasa? – pregunté.
– Mirad – principió mi patrón -; después de que os fuisteis se presentó un soldado de parte de Sepailoff y se llevó vuestro equipaje, diciendo que le habíais mandado venir a recogerlo. Sabíamos lo que eso significaba: que iban a registrarlo todo, y luego…
Comprendí prontamente el peligro. Sepailoff podía poner lo que quisiera entre mis efectos y acusarme después. Mi antiguo amigo el agrónomo y yo nos encaminamos seguidamente a casa de Sepailoff. Mi amigo se quedó a la puerta; yo entré y hablé al mismo soldado que nos había llevado la cena.
Sepailoff me recibió inmediatamente. Respondiendo a mi protesta, me aseguró que se trataba de un error, y rogándome que esperase un instante salió. Esperé cinco, diez, quince minutos, y nadie vino. Llamé a la puerta; nadie contestó. Entonces me decidí a ir a buscar al barón y me dirigí a la salida, pero la puerta estaba cerrada con llave. Intenté abrir la otra puerta, con idéntico resultado. ¡Había caído en una trampa! Quise sin vacilar acudir a mi amigo, pero reparé en un teléfono instalado en la pared y llamé al barón Ungern.
A los pocos instantes apareció con Sepailoff.
– ¿Qué ha ocurrido aquí? – preguntó a Sepailoff, con tono arico y amenazador.
Y sin esperar la respuesta, le golpeó con su bastón tan fuertemente, que derribó al coronel.
Salimos, y el general ordenó que me devolviesen el equipaje.
Luego me condujo a su yurta.
– De ahora en adelante os alojareis conmigo – dijo -. Celebro este incidente – añadió, sonriendo – porque me permite deciros todo lo que quiero que sepáis.
Esto me alentó a formular una pregunta:
– ¿Puedo hablaros de cuanto llevo visto y oído?
Reflexionó un momento antes de contestar:
– Dadme vuestro carnet de notas.
Le entregué lo pedido, donde tenia hechos algunos croquis de mi viaje, y escribió estas palabras: “Después de mi muerte. El barón Ungern”.
– Pero sois más joven que yo y me sobreviviréis, por ley natural – observé.
Cerró los ojos, inclinó la cabeza y balbució:
– ¡No! Ciento treinta días más, y todo habrá concluido. Luego, la nirvana. ¡Qué cansado, qué harto estoy de penas, miserias y odios!
Enmudecimos ambos largo rato. Comprendía que el coronel Sepailoff había de aborrecerme mortalmente y que era imprescindible salir de Urga lo antes posible. Eran las dos de la tarde. De improviso el barón se levantó.
– Vamos a saludar al venerable y poderoso Buda – dijo.
Brillábanle los ojos, su semblante revelaba honda preocupación y crispaba sus labios una amarga y melancólica sonrisa. Partimos en automóvil.
Así vivía en aquel campamento de refugiados mártires, perseguidos por la fatalidad y arrastrados hacia la muerte, conducidos por el odio y el desprecio del descendiente de los caballeros teutones. Y él, que los martirizaba, no disfrutaba de una hora ni de una noche de paz. Sus pensamientos, envenenados e imperiosos, le consumían el corazón, le torturaban inclementes. El desventurado sufría como un nuevo Titán, sabiendo que cada día le mermaba en una unidad la corta cadena de ciento treinta eslabones que le arrastraban hacia el Más Allá.
Cuando llegamos al monasterio dejamos el automóvil y nos internamos en el laberinto de estrechos paseos que conducen frente al mayor templo de Urga, cuyos muros tibetanos se destacan terminados por un presuntuoso tejado de estilo chino. Una sola linterna brillaba a la entrada. La pesada puerta, forrada de bronce y acero, estaba cerrada. Golpeó el general el enorme gong de cobre colgado de la puerta, y los monjes asustados, empezaron a correr en todas direcciones, y viendo al general barón, se prosternaron en tierra, no atreviéndose a alzar la cabeza.
– ¡Levantaos – dijo el barón – y llevadme al templo!
El interior de este se parecía al de todos los templos de lamas: en él había las mismas banderas multicolores con plegarias, signos simbólicos e imágenes de santos; los largos gallardetes de seda pendían del techo; las estatuas de dioses y diosas abundaban. A ambos lados del coro estaban los bancos rojos de los lamas y de la Maestría. En el altar, las lámparas hacían brillar el oro y la plata de los vasos y candelabros. Detrás colgaba un tupido cortinaje de seda amarilla con inscripciones en tibetano. Los lamas descorrieron las cortinas. A la débil luz de las lámparas vacilantes apareció la gran estatua de Buda sentado en el loto de oro. El rostro del dios se mostraba tranquilo e indiferente; solo una tenue claridad parecía animarle. Por todas partes le guardaban millares de pequeños budas, puestos allí como ofrendas por sus fieles adoradores. El barón tocó el gong para llamar la atención del Gran Buda respecto a su plegaria y echó un puñado de monedas en la ancha copa de bronce. Entonces el hijo de los cruzados, que había estudiado todas las filosofías occidentales, entornó los ojos, se tapó el rostro con las manos juntas y rezó. Vi un rosario negro en su muñeca izquierda. Su oración duró un cuarto de hora. Luego me condujo al otro extremo del monasterio y me dijo:
– No me gusta este templo. Es nuevo y ha sido construido por los lamas cuando el Buda vivo se quedó ciego. No hay en el rostro del Buda dorado las lágrimas, las esperanzas, las angustias y el agradecimiento del pueblo. Este aún no ha tenido tiempo de estampar en él las huellas de sus plegarias. Vamos ahora a ver el viejo santuario de las profecías.
Era un edificio mucho más pequeño, ennegrecido por los años y semejante a una torre, con techo de media naranja. Sus puertas estaban abiertas. A los dos lados de la principal se hallaban las ruedas de las oraciones, a las que podía dar vueltas. Encima una plancha de cobre de los signos del Zodíaco. En el interior dos monjes salmodiaban los sutras sagrados y no levantaron los ojos a nuestra llegada.
El general se acercó a uno de ellos y le dijo:
– Echad los dados para saber la cuenta de mis días.
Los sacerdotes trajeron dos cubiletes llenos de dados e hicieron rodar estos sobre una mesa baja. El barón miró, contó al mismo tiempo que ellos y exclamó:
– ¡Ciento treinta! ¡Siempre ciento treinta!
Acercose al altar, que sostenía una antigua estatua de Buda, de piedra, que había sido traída de la India, y se puso a orar. Apuntaba el alba. Nos paseamos por el monasterio, visitando los templo y santuarios, el museo de la escuela de medicina, la torre de los astrólogos y el patio donde los Bandís y los Lamas jóvenes se ejercitan en la lucha por las mañanas. En otros sitios los lamas tiraban al arco. Algunos Lamas de grado más elevado nos ofrecieron té, carnero y cebollas silvestres.
A mi vuelta a la yurta procuré dormir, pero en vano. Me preocupaban demasiadas cuestiones. ¿Dónde estoy? ¿En qué época vivo realmente? Sin darme cuenta exacta, presentía confusamente la invisible presencia de alguna idea magna, de un proyecto gigantesco, de una indescriptible miseria humana.
Después de desayunarnos, el general demostró deseos de presentarme al Buda vivo. Es tan difícil conseguir una audiencia del Buda, que me encantó la propuesta. No tardó nuestro coche en detenerse a la puerta del gran muro rayado de blanco y rojo que rodea el palacio del dios. Doscientos Lamas con trajes amarillos y rojos se precipitaron a saludar al general, al Chiang Chun, con un murmullo respetuoso. ¡Kan, dios de la guerra! En solemne procesión nos llevaron a una sala espaciosa de tamizada luz. Unas puertas macizas y talladas daban paso al interior del palacio. En el extremo del salón, en un estrado, se hallaba el trono, cubierto de cojines de seda amarilla. El respaldo era rojo con dorado marco de madera; a ambos lados había pantallas amarillas de seda con marcos de ébano de complicados relieves, y junto a las paredes, vitrinas atestadas de objetos de todas clases procedentes de China, Japón, Indostán y Rusia. También me fijé entre los bibelots en un marqués y una marquesa de porcelana de Sévres, de un gusto exquisito. Delante del trono, a una larga mesa de poca altura, estaban sentados ocho nobles mongoles: el presidente, un respetable anciano de fisonomía inteligente y enérgica y de mirada penetrante, me recordó las autenticas imágenes de madera de los santos budistas, cuyos ojos están hechos con piedras preciosas, que había visto en el museo imperial de Tokio, en las salas dedicadas al budismo, donde los japoneses enseñaban las antiguas estatuas de Amida, Daunichi-Buda, de la diosa Kwannon y del alegre Hotei.
Era el Hutuktu Jahantsi, presidente del Consejo de Ministros de Mongolia, honrado y venerado mucho más allá de las fronteras de su país. Los otros personajes eran los ministros. Kanes y los príncipes de Jalia. Jahantsi Hutuktu invitó al barón a su lado y trajeron para mí una silla europea.
El barón anunció al Consejo de ministros, por medio de un intérpretes, que abandonaría a Mongolia dentro de algunos días, y les rogó que protegiesen la libertad conquistada para el país de los sucesores de Gengis Kan, cuya alma siempre viva pide a los mongoles que sean un pueblo poderoso, reuniendo de nuevo un gran Estado asiático a todos los reinos en los que imperaron.
El general se levantó, y los demás le imitaron. Se despidió de cada uno especialmente con solemne gravedad. Ante Jahansti Lama se inclinó mientras que el Hutuktu le dio su bendición imponiéndole las manos. De la Cámara del consejo pasamos a la casa de estilo ruso, que es la habitación particular del Buda vivo. La casa se hallaba rodeada de una multitud de lamas rojos y amarillos, de servidores, consejeros, funcionarios, adivinos, doctores y favoritos. De la puerta de entrada arranca un largo cordón rojo, cuyo extremo cuelgo por encima del muro, junto a la verja. Las turbas de peregrinos, arrastrándose de rodillas, tocan el extremo del cordón que sale al exterior y dan al monje un hatyk de seda o una moneda de plata. Tocando la cuerda, cuyo cabo interior está en la mano del Bogdo, los peregrinos establecen la comunicación con el dios vivo encarnado. Una corriente bendita corre por ese cable de pelo de camello y crin de caballo. Todo mongol que ha tocado esta cuerda mística recibe una cinta roja, que se pone al cuello como testimonio de la certeza de su peregrinación.
Había oído hablar mucho de Bogdo Kan antes de tener ocasión de verle. No ignoraba su afición al alcohol, causa de su ceguera, y sus inclinaciones a la cultura occidental. También sabía que amaba a su mujer tanto como a la bebida y que aquella recibía en su nombre a numerosas delegaciones y a muchos enviados especiales.
En la sal donde Bogdo tenía su despacho y en la que dos lamas secretarios custodiaban día y noche el arcón que contiene los grandes sellos, reinaba la más severa sencillez. Sobre la mesa baja de madera laqueada, sin adornos, había lo necesario para escribir, así como un estuche en seda amarilla que encierra los sellos dados por el Gobierno chino y por el Dalai Lama. Cerca, un sillón bajo y una estufa de bronce; en las paredes, inscripciones mongolas y tibetanas, alternando con la svástica; detrás de un sillón, un altarcito con una estatua dorada de Buda, delante de la cual ardían dos lámparas; cubría el piso una espesa alfombra amarilla.
Cuando entramos, los dos lamas secretarios estaban solos en la estancia; el Buda vivo se hallaba en el santuario contiguo a ella, en el que no puede penetrar más que Bogdo Kan y un lama, Kanpo-Gelong, que se ocupa del templo y asiste al Buda vivo en sus oraciones solitarias. El secretario nos manifestó que el Bogdo se había mostrado muy inquieto aquella mañana. A mediodía entró, según nos dijeron, en el santuario. Durante un largo rato, el Jefe de la religión amarilla pronunció en voz alta fervientes plegarias y después que él, habló claramente un ser desconocido. En el santuario tuvo lugar una conversación entre el Buda terrestre y el Buda celestial. Eso afirmaron los lamas.
– Esperemos un poco – propuso el general -. Quizá salga pronto.
Mientras aguardábamos, el general empezó a hablarme de Jahansti Lama, diciendo que cuando está sereno es un hombre corriente, pero que cuando se turba y sume en profundas reflexiones, un nimbo de luz aparece alrededor de su cabeza. Al cabo de media hora dos lamas secretarios dieron señales de sumo espanto y se pusieron a escuchar atentamente junto a la entrada del santuario. Luego se arrojaron al suelo, de cara a él. La puerta se abrió lentamente y entró en el despacho el emperador de Mongolia, el Buda vivo, su santidad Bogdo Djebstung Hutuktu, Kan de Mongolia Exterior. Era un anciano de elevada estatura, cuyo rostro afeitado recordaba el de los cardenales romanos. Vestía una túnica mongola de seda amarilla con cinturón negro. Los ojos del anciano estaban abiertos del todo y en ellos se leía el miedo y el asombro. Se desplomó en el sillón y murmuró:
– ¡Escribid!
Un secretario cogió inmediatamente papel y una pluma china y escribió lo que el Bogdo le fue dictando, que era una visión complicada y confusa. Terminó así:
– He aquí lo que yo, Bogdo Hutuktu Kan, he visto, hablando al buda Grande y Sabio, rodeado de los buenos y malos espíritus. ¡Sabios Lamas, Hutuktus, Kanpos, Marambas y santos Cherghens, explicad al mundo mi visión!
Al terminar, se secó la frente chorreante de sudor y preguntó que quien estaba presente.
– El Kan Chiang Chun, barón Ungern, y un extranjero – repuso uno de sus secretarios, arrodillado.
El general me presentó al Bogdo, que movía la cabeza en señal de saludo. Los dos se pusieron a hablar en voz baja. Por la puerta abierta vi una parte del santuario; distinguí una gran mesa cubierta de libros, unos abiertos y otros esparcidos por el suelo; una estufa encendida con rojos leños, un cesto conteniendo omóplatos y entrañas de carnero para leer el porvenir.
El barón se levantó pronto y se inclinó ante el Bogdo. El tibetano colocó las manos en la cabeza del general y musitó una plegaria. Luego se quitó del cuello un pesado icono y lo colgó del de Ungern.
– No moriréis; reencarnareis en la forma del ser más elevado. ¡Acordaos de esto, dios encarnado de la guerra, Kan de la Mongolia agradecida!
Comprendí que el Buda vivo daba “al general sanguinario” su bendición antes de morir.
Al día siguiente y al otro tuve ocasión de volver a visitar tres veces al Buda vivo, acompañado de un amigo del Bogdo, el príncipe buriato Djam Bolon. Estas visitas las describo en la cuarta parte del libro.
El barón Ungern organizó mi viaje y el de mi grupo a las orillas del Pacifico. Debíamos ganar la Manchuria del Norte a lomo de camellos, a fin de evitar las discusiones con las autoridades chinas, tan mal dispuestas en lo concerniente a las relaciones internacionales con Polonia. Habiendo remitido desde Uliassutai una carta a la Legación francesa en Pekín y siendo portador de una carta de la Cámara de Comercio china, expresándome gratitud por haber preservado a la ciudad de un pogrom, pensé llegar sin inconveniente a la más próxima estación de ferrocarril del este de China para desde allí dirigirme a Pekín. El comerciante danés E. V. Olufser debía ir conmigo, así como un sabio lama, Turgut, que también se dirigía a esa capital.
No olvidaré nunca la noche del 19 al 20 de mayo de 1921. Después de cenar, el barón Ungern me propuso que fuésemos a casa de Djam Bolon, a quien yo había conocido a poco de mi llegada a Urga. Su yurta se hallaba sobre una tarima en un cercado situado detrás del barrio ruso. Dos oficiales buriatos salieron a nuestro encuentro y nos hicieron pasar. Djam Bolon era un hombre de mediana edad, alto y delgado, de cara afilada. Antes de la gran guerra era un simple pastor, pero peleó valientemente en el frente alemán y luego contra los bolcheviques, al mando del barón Ungern. Tenia el titulo de gran duque de los Buriatos, sucesor de antiguos reyes destronados por el Gobierno ruso, a consecuencia de su tentativa para conquistar la independencia del pueblo buriato. Los criados nos trajeron platos cargados de nueves, pasas, dátiles, queso, etcétera, y nos sirvieron el té.
– ¡Es la última noche, Djam Bolon! – exclamó el barón -. Y me habéis prometido…
– Lo recuerdo – respondió Djam Bolon -; todo está preparado.
Durante un largo rato les escuché sus evocaciones de los combates reñidos y de los amigos muertos. El reloj marcaba medianoche cuando Djam Bolon se levantó y salió.
– Van a decirme otra vez mi sino – dijo el barón como intentando justificarse -. Para el bien de nuestra causa, es lamentable que yo muerta tan pronto…
Djam Bolon regresó con una mujer pequeña, aún no vieja, que se sentó a lo oriental delante del fuego y comenzó a mirar fijamente al barón. Tenía el rostro más blanco, alargado y enjuto que las mongolas, los ojos negros y la mirada penetrante. Vestía a la usanza de gitana. Supe después que era una célebre adivina y profetisa, hija de una cíngara y de un buriato. Sacó un saquito de su cintura y, con ademán lento y ceremonioso, extrajo de él unos huesecillos de pájaro y un puñado de hierba seca. Empezó a farfullar palabras incomprensibles, echando de cuando en cuando a la lumbre puñaditos de hierba, lo que llenó la tienda de un mareante perfume. Sentí perfectamente que mi corazón palpitaba con fuerza y que se me iba la cabeza. Luego que la hechicera quemó toda la hierba puso los huesos de pájaro sobre las brasas, moviéndolos y removiéndolos con unas tenazas de bronce. A medida que los huesos se ennegrecían comenzó a examinarlos, y de repente su rostro adquirió una expresión de terror y sufrimiento. Se arrancó nerviosamente el pañuelo que tapaba su cabeza, y contraída por las convulsiones empezó a pronunciar frases breves y rápidas.
– Veo… Veo al dios de la guerra… Su vida transcurre horriblemente… Después una sombra… negra como la noche-sombra… Ciento treinta pasos aún… Más allá tinieblas… Nada… no veo nada… el dios de la guerra ha desaparecido…
El barón bajó la cabeza. La mujer cayó de espaldas, con los brazo en cruz. Había perdido el conocimiento, pero me pareció ver la pupila de uno de sus ojos brillar debajo de las entornadas pestañas. Dos soldados se llevaron a la desmayada mujer, y siguió a ello un penoso silencio que invadió la yurta del príncipe buriato. El barón Ungern se irguió, por último, y se puso a andar alrededor de la estufa, hablando solo. Al cabo se detuvo y dijo con nerviosidad:
– ¡Voy a morir! ¡Voy a morir! ¿Pero qué importa? ¿Qué importa? La causa está en buen camino y no morirá. Presiento la marcha que seguirá a la causa. Las tribus de los sucesores de Gengis Kan se han despertado. Nadie apagará la llama en el corazón de los mongoles. En Asia surgirá un gran estado del Océano Pacífico y del Índico a las márgenes del Volga. La sabia religión de Buda se difundirá hacia el Norte y el Oeste. Será la victoria del espíritu. Un conquistador, un jefe, nacerá más fuerte y más resuelto que Gengis Kan y Ugadai. Será más hábil y misericordioso que el Sultán Baber, y conservará el poder entre sus manos hasta el día feliz en que de su capital subterránea salga el rey del mundo. ¿Por qué, por qué no ocuparé yo el primer puesto de los guerreros del budismo? ¿Por qué Karma ha decidido lo contrario? Mas así ha de ser. ¡Rusia debe primero lavarse del insulto revolucionario, purificarse en la sangre y la muerte; cuantos acepten el comunismo tienen que perecer con sus familias, para que su descendencia desaparezca por completo!
El barón levantó la mano sobre su cabeza y la agitó como dando órdenes a una persona invisible.
Amanecía.
– ¡Llegó mi hora! – dijo el general -. Hoy mismo saldré de Urga.
Nos apretó la mano rápida y enérgicamente, exclamando:
– ¡Adiós para siempre! Padeceré una muerte atroz, pero el mundo no ha visto nunca una catástrofe y un diluvio de sangre como el que no ha de tardar en ver.
La puerta de la yurta se cerró con violencia. Ungern se había ido. No he vuelto a verle.
– Es preciso que también me vaya, pues me urge salir de Urga inmediatamente.
– Lo sé – respondió el príncipe -; el general os ha dejado a mi lado por una razón: os dará un cuarto compañero: el ministro de la Guerra de Mongolia. Iréis con él para volver a nuestra yurta. Es absolutamente preciso por vuestro interés.
Djam Bolon pronunció esta última frase recalcando cada palabra. No le pregunté nada, habituado ya a los misterios de aquel país, dominado por los buenos y los malos espíritus.
EL HOMBRE DE CABEZA EN FORMA DE SILLA DE MONTAR
Luego de tomar el té en la yurta de Djam Bolon, volví a la mía y preparé mi equipaje.
El Lama Turgut estaba ya allí.
– El ministro de la guerra nos acompañará. Es necesario – murmuró.
– Bien – le respondí -, y me fui a ver a Olufsen para llevarle con nosotros; pero con gran sorpresa mía, el danés me participó que aplazaba su salida de Urga, a causa de una ocupación ineludible, y su decisión le fue fatal, porque un mes más tarde Sepailoff, que continúa siendo gobernador militar, sin el freno del barón Ungern, anunció en un informe que había perecido. El ministro de la Guerra, un joven y vigoroso mongol, se unió a nuestra caravana.
A unos nueve kilómetros de la ciudad, un automóvil nos alcanzó y se colocó detrás de nosotros. El lama sintió en el cuerpo un escalofrío y me miró espantado. Noté la proximidad del peligro, a la que tan acostumbrado estaba; abrí la funda del revólver, saqué este y lo monté. El automóvil se detuvo frente a la caravana. Sepailoff saludó cortésmente y preguntó:
– ¿Cambiarán de caballos en Jazahuduk? ¿Este camino atraviesa esa tierra de enfrente? No conozco esta zona, y quiero adelantar un correo que me precede.
El ministro de la Guerra contestó que estaríamos en Jazahuduk aquella misma noche, y dio a Sepailoff las indicaciones convenientes para que encontrase su camino. El automóvil se alejó a toda velocidad, y cuando transpuso la sierra el ministro ordenó a uno de sus mongoles que se adelantase a galope y viese si el coche se había parado al otro lado de los montes. El mongol fustigó a su caballo y partió.
Le seguimos lentamente.
– ¿Qué ocurre? – pregunté -. Explicádmelo.
El ministro me dijo que Djam Bolon tuvo un aviso la víspera de que Sepailoff proyectaba apresarme en el camino y matarme. Me imputaba haber excitado al barón en contra suya. Djam Bolon previno al general, quien organizó aquella columna para defenderme. El mongol volvió, y nos comunicó que el automóvil había desaparecido.
– Ahora – añadió el ministro – vamos a tomar otra dirección, para que el coronel nos espere inútilmente en Jazahuduck.
Nos dirigimos hacia el Norte, a Undur Dobo, y al anochecer llegamos al campamento de un príncipe local. Nos despedimos del ministro, nos proporcionaron magníficos caballos y pudimos continuar nuestro viaje al Este, alejándonos para siempre del “hombre de cabeza en forma de silla de montar”, de quien me aconsejó desconfiara el viejo adivino de las cercanías de Van Kure.
Después de doce días de marcha, sin incidentes notables, arribamos a la primera estación de la línea del ferrocarril del Este. De allí fui a Pekín.
Rodeado de todo el confort moderno en el hotel de Pekín, me desprendí de todos mis atributos de explorador, cazador y guerrero, pero, sin embargo, no podía sustraerme al hechizo misterioso de los nueve días pasados en Urga, donde hora tras hora traté íntimamente al barón Ungern, “el dios de la guerra encarnado”.
Los periódicos, al dar conocimiento de la marcha sangrienta del barón a través de la Transbaikalia, despertaban en mí recuerdos de aquella temporada. Hoy mismo, aunque han transcurrido ya más de siete meses, no me es posible olvidar tantas escenas de locura, conspiración y odio.
Las profecías se han cumplido. A los ciento treinta días de la memorable noche, el barón Ungern fue capturado por los bolcheviques a consecuencia de la traición de sus oficiales y ejecutado a fines de septiembre.
¡El barón R. F. von Sternberg!… Como una tempestad de sangre desencadenada por Karma vengador, pasó por Asia Central. ¿Qué ha quedado de él? La orden del día dirigida a sus soldados, que terminaba con las palabras de la revelación de San Juan:
“Que nadie detenga la venganza que caerá sobre el corruptor y el asesino del alma del pueblo ruso. La revolución debe ser extirpada del mundo. Contra ella nos ha prevenido en estos términos la revelación de San Juan: “Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata y enjoyada en oro, perlas y piedras preciosas; tenía en la mano una copa llena de abominaciones y de la escoria de sus imprudencias. En su frente brillaba escrito este nombre misterioso: la gran Babilonia, la madre de las impudencias y abominaciones de la tierra. Vi a esa mujer, ebria de sangre de los santos y de la sangre de los mártires de Jesús”.
Es un documento humano, un documento de la tragedia rusa, tal vez de la tragedia mundial.
Pero del barón queda otra huella más importante aún.
En las yurtas mongolas, juntos a las hogueras de los pastores, buriatos, mongoles, djungaros, kirghises, calmucos y tibetanos, cuentan la leyenda nacida de aquel hijo de los cruzados y los corsarios:
“Del Norte vino un guerrero blanco llamando a los mongoles y alentándolos a romper sus cadenas de esclavitud, que cayeron en nuestro suelo emancipado. Ese guerrero blanco era Gengis Kan reencarnado, y predijo el advenimiento del más excelso de todos los mongoles, que difundirá la hermosa fe de Buda, la gloria y el poder de los descendientes de Gengis Kan, Ugadai y Kublai Kan. ¡Y ese día llegará!”.
Asia despertará y sus hijos pronunciaran audaces palabras.
Bueno será para la paz del mundo que se muestren discípulos de las escrituras prudentes de Ugadai y del sultán Baber, y no se pongan bajo los auspicios de los malos demonios de Tamerlán el Destructor.