Hay en el corazón de Asia, en esa parte del mundo enorme y misteriosa, una comarca riquísima. Desde las laderas nevadas de los Tian Chan y los arenales abrasados de la Dzungaria occidental, hasta las crestas selváticas de los Sayans y la gran muralla de la China, ocupa una vasta extensión del Asia Central.
Cuna de los pueblos, de la historia y de la leyenda; patria de los conquistadores sanguinarios que dejaron sus anillos cabalísticos, sus antiguas leyes nómadas y sus capitales sepultadas bajo las arenas del Gobi; país de monjes, de demonios perversos y de tribus errantes regidas por Janos y príncipes segundones, descendientes de Kublai Kan y de Gengis Kan.
Comarca enigmática en la que se celebran los cultos de Rama, Sakia-Muni, Djoncapa y Paspa, bajo la suprema protección del Buda vivo, el Buda encarnado en la persona divina del tercer dignatario de la religión lamaísta, Bogdo Jejen, en Ta Kure o Urga; tierra de doctores, de profetas, de brujos y adivinos; morada del misterioso sevastika, que conserva inolvidables los pensamientos de los grandes potentados que antaño reinaron en Asia y en la mitad de Europa.
Regiones de montañas peladas, de llanuras abrasadas por el sol o heridas de muerte por el frío, donde se desatan las plagas del ganado y las enfermedades de los hombres; nido de la peste, el ántrax y la viruela; tierra de las fuentes de agua hirviendo, de los pasajes monstruosos frecuentados por los demonios, de los lagos sagrados abundantísimos en pesca; país de lobos, antílopes, cabras montesas, y de las más raras especies, donde se encuentran marmotas a millones y no faltan los asnos y los caballos salvajes que nunca han conocido la brida; de perros feroces y de aves rapaces que devoran los cadáveres abandonados en las llanuras.
¡Patria del pueblo primitivo que en otro tiempo conquistó a China, Siam, el norte de la India y Rusia; que en un pasado remoto fue a quebrar su ímpetu contra el Asia nómada y salvaje; del pueblo que ahora sucumbe y ve blanquear en la arena y el polvo las osamentas de sus antepasados!
¡Tierra pletorita de riquezas naturales que no produce nada y necesita de todo, acabada de arruinar por el cataclismo mundial que ha multiplicado sus sufrimientos; desgraciada y fascinadora Mongolia!
A esta tierra me condujo el Destino para pasar en ella seis meses de lucha por la vida y la libertad, después de mi infructuosa tentativa para llegar al Océano Indico atravesando el Tíbet. Mi fiel amigo y yo nos vimos obligados, de buena o mala gana, a tomar parte en los graves acontecimientos que se produjeron en Mongolia en el año de gracia de 1921. En el curso de este periodo agitado he podido apreciar la calma, la bondad y la honradez del pueblo mongol; he podido leer en el alma mongola, ser testigo de los tormentos y de las esperanzas de esta nación y conocer todo el horror al miedo que les anonada frente al misterio, allá, donde el misterio impera en toda la vida.
He visto los ríos, durante el riguroso invierno, romper con fragor de trueno sus cadenas de hielo, y los lagos arrojar a sus orillas los despojos humanos; he oído voces desconocidas y extrañas en los barrancos montañosos; he divisado los fuegos fatuos revolotear sobre los cenagosos pantanos; he visto arder los lagos; he levantado los ojos a picos inaccesibles; he encontrado en invierno enormes hacinamientos de serpientes en lo hondo de las zanjas; he cruzado ríos eternamente helados; he admirado rocas de formas fantásticas semejantes a caravanas petrificadas con sus camellos, jinetes y carretas, y más que todo esto me ha sobrecogido el espectáculo de las montañas peladas, cuyos pliegues parecen del manto de Satán cuando la púrpura del sol poniente las inunda de sangre.
– ¡Mirad allá arriba! – me gritó un viejo pastor, señalando las pendientes del Zagastai maldito -. No es una montaña; es él acostado e n su manto rojo y esperando el día de levantarse de nuevo para reanudar la lucha contra las buenos espíritus.
Oyéndole hablar me acordé del cuadro místico de Vrubel. Eran las mismas montañas desnudas, revestidas del traje púrpura y violeta de Satán, cuyo rostro está medio oculto por una nube gris que se acerca. Mongolia es el país terrible del misterio y de los demonios; así que no es sorprendente que cada violación del antiguo orden de cosas que rige la vida de las tribus nómadas haga correr la sangre por el demoniaco placer de Satán, tumbado sobre las montañas mondadas, envuelto en un velo gris de desesperación y tristeza o en el manto púrpura de la guerra y la venganza.
A nuestra vuelta de la región de Kuku Nor, y después de algunos días de descanso en el monasterio de Narabanchi, fuimos a Uliassutai, capital de la Mongolia exterior occidental. Es la última población verdaderamente mongola del Oeste. En Mongolia no hay más que tres ciudades enteramente mongolas; Urga, Uliassutai y Ulankon. La cuarta ciudad, Kobdo, tiene un carácter esencialmente chino; es el centro de las administración china de aquella comarca, habitada por tribus nómadas, que solo conocen nominalmente la influencia de Pekín o de Urga. En Uliassutai y Ulankon, además de los comisarios y destacamentos irregulares chinos, hay gobernadores o saits mongoles nombrados por decreto del Buda vivo.
En cuanto llegamos a esta ciudad nos vimos sumergidos en la efervescencia de las pasiones políticas. Los mongoles, en plena agitación, protestaban de la política china aplicada a su país; los chinos, llenos de rabia, exigían a los mongoles el pago de los impuestos de todo el periodo comprendido desde el día en que la autonomía de Mongolia fue arrancada por la fuerza al Gobierno de Pekín; los colonos rusos que años atrás se habían establecido junto a la ciudad y en las cercanías de los grandes monasterios estaban divididos en bandos que se combatían unos a otros; de Urga vino la noticia de la lucha entablada para el mantenimiento de la independencia de la Mongolia exterior bajo la dirección del general ruso barón Ungern von Sternberg. Los oficiales y refugiados rusos se agrupaban en destacamentos, sobre la existencia de los cuales reclamaban las autoridades chinas; pero que los mongoles acogían con agrado; los bolcheviques, hartos de ver formarse partidas blancas en Mongolia, enviaron sus tropas de las fronteras de Irkustsk y Chita a Uliassutai y Urga, y numerosos emisarios de los soviets transmitían a los comisarios chinos toda clase de proposiciones; las autoridades chinas de Mongolia entraban poco a poco en relaciones secretas con los bolcheviques, y en Kaitka y en Ulankon les entregaron algunos refugiados rusos, contraviniendo así el derecho de gentes; en Urga, los bolcheviques instalaron una municipalidad rusa comunista; los cónsules rusos permanecían inactivos; las tropas rojas en la región del Kogosol y en el valle del Selenga tuvieron varios porfiados encuentros con los oficiales blancos; las autoridades chinas establecían guarniciones en las poblaciones mongolas, y para coronar esta confusión, la soldadesca china hacia registros en todas las casas, aprovechándolos para saquear y robar.
En este avispero habíamos caído después de nuestro arriesgado y azaroso viaje a lo largo del Yenisei, a través del Urianhai y por la Mongolia, el país de los Turguts y Kansú hasta el Kuku Nor.
– Creed – me dijo mi buen amigo – que prefiero ahogar bolcheviques y pelear con los hunghutzes, a estar aquí esperando pasivamente noticias cada vez peores.
Tenia razón: lo más terrible de todo aquello, lo que principalmente nos preocupaba en aquel torbellino, y desorden, en el que los hechos reales nos llegaban mezclados con los rumores y las patrañas, era que los rojos pudieran acercarse a Uliassutai a favor del desconcierto general y apoderarse de todos nosotros sin disparar un tiro. Gustosamente hubiéramos abandonado aquel refugio tan poco seguro, pero no sabíamos adónde ir. Por el Norte estaban las partidas de tropas rojas; en el Sur habíamos perdido queridos compañeros y derramado la propia sangre; en el Oeste operaban los funcionarios y destacamentos chinos, y en el Este había estallado la guerra, y las noticias de ella, a pesar de la censura de las autoridades chinas, demostraban la gravedad de la situación en aquella parte de la Mongolia exterior. Por tanto, no podíamos elegir; era preciso quedarnos en Uliassutai. Allí residían también bastantes soldados polacos y dos casas de comercio americanas, gente toda en el mismo caso que nosotros. Nos agrupamos y organizamos un servicio propio de informes, siguiendo con atención la marcha de los acontecimientos. Además, logramos captarnos la amistad del comisario chino y la confianza del sait mongol, y ambos nos sirvieron de mucho para orientarnos.
¿Qué había exactamente en el fondo de la intensa perturbación de Mongolia? El muy discreto sait mongol de Uliassutai me dio la explicación siguiente:
– Según los acuerdos pactados entre Mongolia, China y Rusia el 21 de octubre de 1912, 23 de octubre de 1913 y 7 de junio de 1915, la Mongolia exterior recibió la independencia. El Soberano Pontífice de nuestra religión amarilla, Su Santidad el Buda vivo, pasó a ser el soberano del pueblo mongol de Jalja y de la Mongolia exterior con el título de “Bogdo Yebtsung Damba Hutuktu Kan”. Mientras Rusia fue poderosa y vigiló atentamente la política de Asia, el Gobierno de Pekín cumplió el Tratado; pero cuando al principio de la guerra con Alemania tuvo que retirar sus tropas de la Siberia, China empezó a reivindicar de nuevo sus perdidos derechos sobre Mongolia. Por esto los dos primeros Tratados de 1912 y 1913 se complementaron con el Convenio de 1915. Sin embargo, en 1916, cuando todas las fuerzas de Rusia estaban concentradas en una guerra desdichada, y más tarde, al estallar en febrero de 1917 la primera revolución rusa, que derribó la dinastía de los Romanoff, el Gobierno chino, abiertamente, recuperó la Mongolia; revocó a los ministros y saits mongoles, reemplazándolos con individuos afectos a China; prendió a numerosos mongoles partidarios de la autonomía y les encarceló en Pekín; implantó su propia administración en Urga y las demás ciudades mongolas; retiró a Su Santidad Bogdo Kan de los asuntos administrativos; hizo de él una maquina de firmar decretos chinos, y por último, llenó la Mongolia de tropas. Desde aquel momento una ola de comerciantes y coolies chinos reventó en Mongolia. Los chinos comenzaron a exigir el pago de los impuestos y derechos, retrotrayéndose a 1912. la población mongola viose rápidamente despojada de sus bienes; de suerte que ahora puede verse en las proximidades de las ciudades y monasterios colonias enteras de mongoles arruinados que habitan en albergues subterráneos. Fueron requisados todos nuestros arsenales y tesoros. No quedó un monasterio sin satisfacer una abusiva contribución. Cuantos mongoles trabajaban por la independencia de su país sufrieron terribles persecuciones. Solo algunos príncipes mongoles sin fortuna se vendieron a los chinos por dinero, condecoraciones o títulos. Fácil es comprender por qué la clase directora, Su Santidad, los Kanes, los príncipes y los altos lamas, igual que el pueblo vejado y oprimido, acordándose de que los soberanos mongoles habían en tiempos felices tenido a Pekín y China en sus manos, dándola bajo su dominio el primer puesto en Asia, se mostraban resueltamente hostiles a los funcionarios chinos que tan desatentadamente procedían. La rebelión era, sin embargo, imposible. Carecíamos de armas. Todos nuestros jefes estaban vigilados, y al primer movimiento que hubieran hecho para levantarse en son de guerra hubiesen acabado en la misma prisión de Pekín, donde ochenta de nuestros nobles, príncipes, lamas, perecieron de hambre o torturados por haber defendido la libertad de Mongolia. Era preciso algo realmente extraordinario para sublevar al pueblo. Fueron los administradores chinos, el general Chang Yi y el general Chu Chihsiang, quienes provocaron el movimiento. Anunciaron que Su Santidad Bogdo Kan se hallaba detenido en su mismo palacio y que recordaban a su atención el antiguo decreto del Gobierno de Pekín, considerado por los mongoles como ilegal y arbitrario, según el cual Su Santidad era el último Buda vivo. Aquello fue demasiado. Inmediatamente se establecieron relaciones secretas entre el pueblo y su dios vivo y se prepararon en seguida planes eficaces para la liberación de Su Santidad y para la lucha que había de devolver a nuestra patria la libertad y la independencia. Vino en nuestra ayuda el gran príncipe de los Buriatos, Djam Bolon, quien empezó a negociar con el general Ungern, a la sazón ocupado en combatir a los bolcheviques en Transbaikalia, invitándole a venir a Mongolia para auxiliarnos en la guerra contra los chinos. Entonces emprendimos la lucha por la libertad.
De esta manera me explicó la situación el sait de Uliassutai. En seguida supe que el barón Ungern, al poner su espada al servicio de la causa de Mongolia, había exigido que inmediatamente se ordenase la movilización de los mongoles del distrito Norte y prometido entrar en Mongolia al frente de los suyos, que maniobraban a lo largo del Kerulen. Algún tiempo después se reunió con el otro destacamento ruso del coronel Kazagrandi y, con la cooperación de los jinetes mongoles, movilizados, principió el ataque a Urga. Rechazados dos veces, por fin el 3 de febrero de 1921 logró apoderarse de la ciudad y restableció al Buda vivo en el trono de los Kanes.
Sin embargo, al terminar el mes de marzo se ignoraban todavía estos acontecimientos en Uliassutai. Desconocíamos la toma de Urga y la destrucción del ejercito chino, fuerte de unos 15.000 hombres, en las batallas que tuvieron lugar en la orilla del Toja y en los caminos entre Urga y Uda. Los chinos ocultaron cuidadosamente la verdad, no dejando pasar a nadie al oeste de Urga. No obstante, circulaban rumores que sembraban el desconcierto. La situación se agravaba; las relación es entre los chinos, por un lado, y los mongoles y los rusos, por otro, eran cada vez más tirantes. En aquella época ejercía el cargo de comisario chino en Uliassutai Wang Tsao-Tsung, aconsejado por Fu-Hsiang, ambos jóvenes e inexpertos. Las autoridades chinas destituyeron al sait mongol, el príncipe Chultun-Beyli, nombrando en su lugar a un príncipe lama, amigo de China, antiguo subministro de Guerra en Urga. Aumentaron las medidas de rigor, se hicieron registros en casas de los oficiales y colonos rusos, se entró en francas componendas con los bolcheviques, se practicaron detenciones y se impusieron algunos castigos corporales. Los oficiales rusos formaron reservadamente una organización de sesenta hombres a fin de poderse defender. Sin embargo, en esta agrupación no tardaron en surgir discusiones entre el teniente coronel Michailoff y algunos de sus subordinados. No cabía duda de que en el momento decisivo el destacamento se dividiría en facciones rivales.
Nosotros, a fuer de extranjeros, decidimos hacer un reconocimiento a fin de saber si estábamos amenazados de la llegada de tropas rojas. Mi compañero y yo nos pusimos de acuerdo para emprenderlo nosotros mismos. El príncipe Chultun-Beyli nos facilitó un guía excelente, un viejo mongol llamado Zerén, que sabia leer y escribir el ruso a la perfección. Era un individuo muy interesante que desempeñaba las funciones de intérprete junto a las autoridades mongolas, y a veces a la disposición del comisario chino. Poco tiempo antes había sido enviado a Pekín con una misión especial, portador de importantísimos despachos, y aquel incomparable jinete recorría la distancia entre Uliassutai y Pekín, o sea unos 3.000 kilómetros, en nueve días, por increíble que ello parezca. Se preparó para esta larga correría ciñéndose el vientre, el pecho, las piernas, los brazos y el cuello con apretadas vendas de algodón, para protegerse de los esfuerzos musculares que habían de ocasionarle tantas horas a caballo. Se puso en el gorro tres plumas de águila para indicar que había recibido la orden de volar tanto como esa ave. Provisto de un documento especial llamado tzara, que le daba derecho a servirse en cada parada de postas de los mejores caballos, uno para montar y otro ensillado para llevarlo de la brida como de repuesto, y de dos ulatchens o guardias para acompañarle y traer consigo los caballos de la parada siguiente o urtón, recorrió a galope cada trayecto de 25 a 40 kilómetros entre cada parada de postas, deteniéndose solo lo preciso para cambiar de caballos y de escolta antes de reanudar la carrera. Delante de él galopaba un ulatchen, montado en un buen caballo, para anunciar su llegada y prepararle nuevas cabalgaduras en la próxima parada. Cada ulatchen llevaba tres caballos; de suerte que podía desprenderse del que se cansaba y dejarle pastando hasta su vuelta, donde le recogía para volverlo a su caballeriza. De tres en tres paradas tomaba, sin desmontar, una taza de té verde caliente y salado, y continuaba su cabalgadura hacia el Sur. Después de diecisiete o dieciocho horas de galope desenfrenado se detenía en el urtón para pasar la noche o lo que quedaba de ella, devoraba una pierna de carnero guisado y dormía. ¡De este modo, comiendo una vez al día y bebiendo cinco tazas de té cada veinticuatro horas, recorrió los 3.000 kilómetros en nueve días!
Con un hombre de esta clase nos pusimos en camino una fría mañana de invierno, dirigiéndonos hacia Kobdo, distante unos 500 kilómetros, porque de allí procedían los rumores alarmantes de que las tropas rojas habían entrado en Ulankon y de que las autoridades chinas les habían entregado a todos los europeos residentes en la ciudad. Atravesamos el helado Dzafin, que es un río terrible. Su cauce está lleno de arenas movedizas donde se atascan en verano los camellos, los caballos y hasta los hombres. Entramos en un largo y sinuoso valle; las montañas que lo cerraban se hallaban cubiertas de espesa nieve y a trechos se divisaban algunos negros bosquecillos de pobos. A medio camino de Kobdo encontramos una yurta de pastor a orillas del pequeño lago de Gaga Nor, donde la caída de la tarde y una tempestad de nieve nos aconsejaron fácilmente pernoctar. Cerca de la yurta vimos un magnifico potro bayo cuya montura nos llamó la atención por lo lujoso de sus adornos en incrustaciones de plata y coral. Cuando nos separamos del camino, dos mongoles salieron de la yurta, apresuradamente.
Uno de ellos montó en el caballo y desapareció velozmente en la llanura, tras las blanquecinas colinas. Pudimos distinguir los brillantes pliegues de su tunica amarilla debajo de su capa forrada y vimos la vaina de cuero verde y el mango de cuerno y marfil de su cuchillo de caza. El otro hombre era el habitante de la yurta, pastor del príncipe local Novontzirán. Manifestó gran alegría al vernos y nos hizo entrar en su tienda.
– ¿Quién es ese jinete del potro bayo? – le pregunté.
Bajó los ojos y guardó silencio.
– Decídnoslo – le pedí, insistiendo -. Si no queréis decir su nombre, eso significa que estáis en tratos con personas peligrosas.
– No, no – exclamó el mongol, protestando y levantando los brazos -. Es un buen hombre, una excelente persona; pero la ley no permite pronunciar su nombre.
Comprendimos que el desconocido era el amo del pastor o algún alto lama, y por consecuencia, no insistimos más y empezamos nuestros preparativos para pasar la noche. Nuestro aposentador puso a cocer tres piernas de carnero, deshuesándolas hábilmente con un afilado cuchillo. Hablamos y supimos que hasta entonces nadie había visto a los rojos en la región, pero que en Ulankon y Kobdo los soldados chinos oprimían a la población, matando a golpes de bambú a los mongoles que defendían sus mujeres de los desmanes de la desaforada soldadesca. Algunos de los mongoles se habían retirado a las montañas, ingresando en los destacamentos mandados por Kaigordoff, oficial tártaro del Altai, quien les proporcionó armas.
Tomamos en aquella yurta un descanso bien ganado después de nuestros dos días de viaje, durante los cuales recorrimos doscientos sesenta kilómetros sobre la nieve, soportando un frío glacial. Hablábamos franca y confiadamente, saboreando la carne jugosa del carnero que teníamos para cenar, cuando de improviso oímos una voz sorda y ronca:
– ¡Sayn, buenas noches!
Volvimos la cabeza a la entrada de la tienda y vimos un mongol de mediana estatura, rechoncho, abrigado con una capa de piel de gamo con capucha. Al cinto llevaba el mismo gran cuchillo con vaina de cuero verde que nos había llamado la atención en el jinete que con tanta prisa había abandonado la yurta.
– Amursayn – respondimos.
Se quitó rápidamente el cinturón y se despojó de su capa, adelantándose a nosotros vestido con una maravillosa tunica de seda, amarilla como el oro batido, sujeta por una faja de color azul resplandeciente. Su rostro perfectamente afeitado, sus cabellos cortados al rape, su rosario de coral rojo y su vestidura amarilla, todo nos indicaba que estábamos en presencia de algún sacerdote lama, armado, por cierto, con un magnifico revólver Colt puesto debajo del cinturón azul.
Fijé la mirada en nuestro huésped y luego en Zerén, y en las fisonomías de los dos leí el temor y la veneración. El desconocido se aproximó al fuego y se sentó.
– Hablemos en ruso – dijo, cogiendo un trozo de carne.
Empezó la conversación. El extranjero la inició criticando al Gobierno del Buda vivo de Urga.
– Allí redimen a Mongolia, se apoderan de Urga, ponen en fuga al ejército chino, y aquí en el Oeste nada nos dice. Permanecemos inactivos mientras que los chinos asesinan y saquean a nuestros compatriotas. Estoy seguro de que Bogdo Kan pudo enviarnos algún emisario. ¿Cómo explicar que los chinos hayan podido mandar los suyos de Urga y de Kiajta a Kobdo para pedir ayuda, y que el Gobierno mongol no haya hecho lo mismo? ¿Por qué?
– ¿Van los chinos a enviar refuerzos a Urga? – pregunté.
Nuestro visitante se echó a reír estrepitosamente y añadió:
– Yo me he apoderado de todos los emisarios, les he quitado los despacho y les he mandado… bajo tierra.
Rió de nuevo y miró en torno suyo con ojos resplandecientes. Solo entonces observé que sus pómulos y sus ojos se diferenciaban de los de los mongoles de Asia Central: parecía más bien un tártaro o un kirghiz. Guardamos silencio y fumamos un rato.
– ¿Cuando va a salir de Uliassutai el destacamento de chahars? – preguntó.
Respondí que no sabíamos nada de eso. Nos explicó que las autoridades chinas de la Mongolia interior habían enviado un fuerte destacamento, reclutado entre las tribus guerreras de los chahars que merodean por la región limítrofe exteriormente a la Gran Muralla. El jefe era un conocido cabecilla de hunghutzes, promovido por el Gobierno chino al grado de capitán, porque había prometido someter a las autoridades chinas todas las tribus de los distritos de Kobdo y del Urianhai.
Cuando el desconocido se enteró de adónde íbamos y del propósito que nos llevaba, nos aseguró que podía proporcionarnos informes precisos, evitándonos ir más lejos.
– Además, resultaría peligroso – dijo -, porque Kobdo será incendiado y habrá matanzas. Me consta.
Sabedor de nuestra malograda tentativa para atravesar el Tíbet, nos demostró un simpático interés y nos dijo con sincera expresión de pena:
– Yo sólo podía haberos ayudado en la empresa; el Hutuktu de Narabanchi carecía de medios para ello. Con mi salvoconducto hubieseis podido llegar a donde hubieseis querido del Tíbet. Soy Tuchegun Lama.
¡Tuchegun Lama! ¡Cuántas historias extraordinarias había oído contar de este personaje! Es un calmuco ruso que, a causa de su campaña de propaganda por la independencia del pueblo calmuco, hizo conocimiento con numerosas prisiones rusas en tiempo del zar, en las que continuó bajo el Gobierno de los soviets. Se escapó, huyó a Mongolia y en seguida adquirió enorme influencia entre los mongoles. En efecto, era un intimo amigo y discípulo del Dalai Lama de Lhassa, el más sabio de los lamaístas, célebre como taumaturgo y como doctor. Disfrutaba de una posición casi independiente en sus relaciones con el Buda vivo y obtuvo el mandato de todas las tribus nómadas de la Mongolia occidental y de la Dzungaria, extendiendo su dominio incluso a las tribus mongolas del Turquestán. Su influencia era irresistible, pues se fundaba en el conocimiento de la ciencia misteriosa, como él la llamaba. Me dijeron también que se basaba en gran parte en el terror que inspiraba a los mongoles. Quien desobedeciese sus órdenes, perecía. Nadie sabia cuándo ni cómo, porque lo mismo en la yurta que junto al caballo galopando por la llanura el amigo poderoso y extraño del Dalai Lama aparecía y desaparecía como por ensalmo. Una cuchillada, un balazo o unos dedos vigorosos apretando el cuello como tenazas eran los procedimientos de justicia que secundaban los planes de ese artífice de milagros.
Fuera de la yurta el viento silbaba y mugía, haciendo chascar la nieve contra el fieltro tirante. Entre los retumbos del huracán llegaba el ruido de numerosas voces a las que se mezclaban gritos, gemidos y carcajadas. Pensaba que en semejante país no debía de ser difícil producir el estupor de las tribus nómadas por medio de milagros, puesto que la misma Naturaleza ofrecía el marco para ellos. Apenas había tenido tiempo para reflexionar sobre esto, cuando Tuchegun Lama, levantando la cabeza, clavó bruscamente sus ojos en los míos y dijo:
– Hay en la Naturaleza muchas fuerzas desconocidas. El arte de servirse de ellas es lo que produce el milagro; pero este poder solo lo poseen algunos privilegiados. Voy a demostrároslo y luego me diereis si habíais visto ya alguna cosa análoga.
Se puso en pie, arremangándose los brazos, cogió su cuchillo y se dirigió al pastor:
– ¡Michik! ¡Arriba! – le ordenó.
Cuando el pastor le obedeció, el lama le desabotonó la blusa, dejándole el pecho desnudo. Yo no podía comprender aún cuál era su intención, y de repente el Tuchegun hundió con todo su brío el cuchillo en el pecho del pastor. El mongol cayó cubierto de sangre, y observé que esta había salpicado la seda amarilla de la tunica del lama.
– ¿Qué habéis hecho? – exclamé.
– ¡Chis! ¡Callad! – murmuró este, volviendo hacia mí su lívido rostro.
Con nuevas cuchilladas abrió el pecho del mongol, vi los pulmones de aquel hombre respirar suavemente, y conté los latidos de su corazón. El lama tocó con los dedos esos órganos, pero la sangre ya no corría y el semblante del pastor denotaba una profunda serenidad. Estaba echado con los ojos cerrados, parecía dormir un tranquilo sueño. Empezó el lama a rajarle el vientre, y yo, aterrorizado, cerré los ojos; al abrirlos, poco tiempo después, quedé asombrado viendo al pastor dormir sosegadamente echado de un lado, con la blusa entreabierta y el pecho en estado normal. Tuchegun Lama, sentado, impasible, junto al fuego, fumaba su pipa y contemplaba la lumbre, sumido en honda meditación.
– ¡Es maravilloso! – le confesé -. No he visto nada semejante.
– ¿De qué habláis? – preguntó el calmuco.
– De vuestra demostración o milagro, como lo llaméis – le contesté.
– No sé a qué podéis referiros – replicó el calmuco, fríamente.
– ¿habéis visto eso? – pregunté a mi compañero.
– ¿Qué? – repuso este medio dormido.
Comprendí que había sido juguete del poder magnético de Tuchegun Lama, y preferí esto al espectáculo de la muerte de un inocente mongol, pues no llegaba mi credulidad a creer que Tuchegun Lama, después de destripar a sus victimas pudiese coserlas con tanta facilidad.
A la mañana siguiente nos despedimos de nuestros nuevos amigos. Decidimos regresar, puesto que nuestra misión había terminado. Tuchegun Lama nos manifestó que iba a “recorrer el espacio”. Viajaba por toda Mongolia, viviendo igual en la humilde yurta del pastor y del cazador, que bajo la tienda esplendida de los príncipes y jefes de tribus, rodeado de inquebrantable veneración y religioso amor, atrayendo así y subyugando a ricos y pobres con sus milagros y profecías. Al decirnos adiós, el brujo calmuco sonrió, maliciosamente.
– Cuidado con hablar de mí a las autoridades chinas.
Luego agregó:
– Lo que anoche presenciasteis fue solo una ligera demostración. Vosotros, los europeos, no queréis admitir que nosotros, unos nómadas incultos, poseamos el poder de la ciencia misteriosa- ¡Ah, si pudieseis siquiera ver los milagros y la omnipotencia del Santísimo Tachi Lama, cuando por su orden las lámparas y los cirios, puestos en el altar de Buda se encienden por sí solos, o cuando los iconos de los dioses comienzan a hablar y profetizar! ¡Pero existe un hombre todavía más poderoso y más santo!
– ¿No es el rey del mundo en Agharti? – interrumpí.
Me miró fijamente, estupefacto.
– ¿Habéis oído hablar de él? – me preguntó, con el ceño fruncido por la reflexión.
Unos segundos después alzó los estrechos ojos y exclamó:
– Sólo un hombre ha ido a Agharti. yo. Esta es la causa por la que el santo Dalai Lama me distingue y por la que el Buda vivo de Urga me teme. Pero en vano, porque yo no me sentaré nunca en el santo trono del pontífice de Lama, ni atentaré contra lo que nos ha sido transmitido desde Gengis Kan hasta el jefe de nuestra Iglesia amarilla. No soy un monje; soy un guerrero y un vengador.
Saltó con ligereza a la silla, dio un latigazo a su caballo y partió como una tromba, lanzándonos al partir la frase de adiós de los mongoles: “Sayn! Saynbaryna!”.
Mientras regresábamos, Zerén nos refirió centenares de leyendas referentes a Tuchegun Lama.
Una anécdota particularmente me ha quedado en la memoria. Era en 1911 o 1912, en la época que los mongoles intentaban librarse del yugo chino. El cuartel general de los chinos estaba en Kobdo (Mongolia occidental); había allí unos diez mil hombres mandados por los mejores oficiales. Diose la orden de apoderarse de Kobdo a Hun Boldon, un simple pastor, que se había distinguido durante la guerra con los chinos, recibiendo por ello del Buda vivo el titulo de príncipe de Hun. Feroz, sin miedo y dotado de una fuerza hercúlea, Boldon llevó varias veces a sus mongoles al ataque, mal armados, y siempre tuvo que batirse en retirada después de perder mucha gente por el fuego de las ametralladoras. Tuchegun Lama llegó de improviso, reunió a todos los soldados y les dijo:
– No debéis temer a la muerte; no debéis batiros en retirada. Peleáis por vuestra patria, por Mongolia, y morís por ella, porque los dioses le han reservado un destino grandioso. ¡Mirad cuál será su destino!
Hizo un gesto con la mano, abarcando todo el horizonte, y los soldados vieron la comarca en torno suyo cubierta de ricas yurtas y de praderas donde pastaban enormes rebaños de ganado de todas clases. En la llanura surgieron numerosos jinetes montados en caballos lujosamente ensillados. Las mujeres iban vestidas con trajes de finísima seda, llevaban en las orejas pendientes de plata maciza, y sus cabelleras, peinadas con arte, estaban adornadas con preciosas joyas. Los mercaderes chinos conducían una interminables caravana y ofrecían sus mercancías a los saits mongoles, de distinguido porte, quienes rodeados de ziriks o soldados de brillantes uniformes, trataban altivamente a los comerciantes. Pronto desapareció semejante visión y Tuchegun habló de esta manera:
– ¡No os espante la muerte! La muerte nos libra de nuestro penoso trabajo en la tierra y es el camino que lleva a la beatitud eterna. ¡Dirigíos al Oriente! ¿No veis a vuestros hermanos y amigos caídos en el campo de batalla?
– Sí, les vemos – gritaron los asombrados mongoles, contemplando un grupo de moradas que igual podían ser yurtas que pórticos de templo, bañadas en una luz calida y dulce. Anchas franjas deslumbrantes de seda roja y amarilla revestían las paredes y el suelo; los pilares y los muros despedían ofuscante claridad; en un gran altar rojo ardían los cirios del sacrificio en candelabros de oro, mientras que de unas copas de plata maciza se desbordaba la leche o se desparramaban las nueces más apetitosas; por último, sobre muelles almohadones esparcidos por el suelo descansaban los mongoles caídos en el anterior ataque a Kobdo. Ante ellos había puestas unas mesas bajas laqueadas, cubiertas de viandas humeantes, de carnes suculentas de carnero y cabrito, de altas jarras de vino y té, de fuetes de borsuk, bollos azucarados y exquisitos de zaturán aromático envuelto en grasa de carnero, de queso seco, de dátiles, pasas y nueves. Todos los soldados muertos en el ataque fumaban en pipas de oro y conversaban alegremente.
A su vez se desvaneció la visión, y frente a los mongoles extáticos y maravillados no había más que el misterioso calmuco con la mano tendida hacia el horizonte.
– ¡Al combate! Y no volváis sin la victoria. ¡Yo estaré con vosotros en la batalla!
Comenzó el ataque. Los mongoles pelearon furiosamente; perecieron a cientos, pero su empuje les llevó al mismo corazón de Kobdo. Entonces se repitió la escena, largo tiempo olvidada, de las hordas bárbaras destruyendo las ciudades europeas. Hun Boldon hizo que le precediese un triangulo de lanzas adornadas con oriflamas rojas; era la señal para entregar la ciudad durante tres días al pillaje de los soldados. Empezaron los asesinatos y los saqueos. Ardió la ciudad y fueron arrasadas las murallas de la fortaleza. Luego, Hun Boldon corrió a Uliassutai y destruyó también la fortaleza china. Aún existen las ruinas con sus almenas derribadas, sus desmanteladas torres, sus puertas ya inútiles y lo que resta de los edificios oficiales y de los cuarteles devorados por el incendio.
A nuestra vuelta de Uliassutai supimos que el sait mongol había recibido alarmantes noticias. Se le decía que las tropas rojas acosaban al coronel Kazagrandi en la región del lago Kosogol. El sait temía un avance de los bolcheviques por el Sur hasta Uliassutai. Las dos casas americanas liquidaron sus negocios y todos nuestros amigos estaban dispuestos a irse, aunque dudaban si les convendría dejar la ciudad, temiendo tropezar con el destacamento de los chahars, procedentes del Este. Decidimos esperar la llegada de ese destacamento por si podía modificar el curso de los sucesos.
Algunos días después hicieron su aparición doscientos belicosos bandidos chahars capitaneados por un antiguo hunghutz chino.
Era un hombre flaco y largo, con unas manos que le llegaban hasta las rodillas, un rostro curtido por el sol y el viento; tenia la frente y una mejilla cortadas por sendas cicatrices, una de las cuales le cerraba un ojo, y el que le quedaba le servia para mirar con la penetración de un halcón. Usaba un gorro de piel de ratón. Tal era el jefe del destacamento de chahars, tipo sombrío y repulsivo, que a nadie le hubiera gustado encontrar de noche en una calle solitaria.
El destacamento acampó dentro de las ruinas de la fortaleza, cerca del único edificio chino que no había sido arrasado y que entonces servia de cuartel general al comisario chino. El mismo día de su llegada, los chahars saquearon un dugun chino, casa de comercio situada a menos de ochocientos metros de la fortaleza. También insultaron a la mujer del comisario chino llamándola traidora. En esto, los chahars, como los mongoles tenían sobrada razón, porque el comisario chino Wang Tsao Tsun había, tan pronto como llegó a Uliassutai, seguido la costumbre china, reclamando en matrimonio una mongola. El nuevo sait, en su senil deseo de agradar, ordenó que le buscasen una mongola bonita que pudiera convenirle. Buscaron una que la llevaron a su yamen al mismo tiempo que un ganapán, hermano suyo, que había de ser el jefe de la guardia del comisario, pero que acabó siendo un ama seca de un perrito pekinés blanco que el elevado funcionario regaló a su nueva esposa.
Menudearon los robos, las reyertas, las orgías, de modo que Wang Tsao Tsun empleó toda su influencia en conseguir que lo antes posible saliese de la ciudad el destacamento de chahars para una guarnición más al oeste del lado de Kobdo, y luego para el Urianhai.
Una fría mañana los habitantes de Uliassutai, al levantarse, pudieron asistir a una escena de característica brutalidad. El destacamento pasaba por la calle principal de la ciudad. Iban montados en caballos pequeños y peludos, marchando de tres en fondo; llevaban uniformes azules, capotes de piel de carnero y gorras de ordenanza de pelo de ratón y estaban armados de pies a cabeza. Marchaban lanzando gritos salvajes o un desordenado clamoreo, y miraban con ansia las tiendas chinas y las casas de colonos rusos. A su frente avanzaba el jefe hunghutz, tuerto, seguido de tres jinetes de flotantes banderas, que hacían oír lo que querían hacer pasar por música, soplando en unas grandes caracolas. Uno de los chahars no pudo resistir la tentación, se apeó del caballo y penetró en un almacén chino de la calle. En seguida salieron de la tienda los gritos acongojados de los mercaderes. El jefe hunghutz dio media vuelta a su caballo, notó la falta del chahar y adivinó lo que ocurría. Sin dilación se personó en el lugar del suceso. Dando roncas voces, sacó al soldado de la tienda y le golpeó con la fusta en pleno rostro. La sangre brotó de la mejilla hendida, pero el chahar montó a caballo inmediatamente sin murmurar y galopó para recuperar su puesto en filas. Durante el paso de los chahars las gentes se escondieron en sus casas, mirando con angustia por las rendijas de las puertas. Los chahars pasaron tranquilamente, y solo cuando a nueve kilómetros de la ciudad encontraron una caravana que transportaba vino a China, se despertaron sus malos instintos y se entregaron al pillaje, vaciando varios toneles. En los alrededores de Hargana cayeron en una emboscada que les preparó Tuchegun Lama; de suerte que jamás las llanuras de Chahar presenciaron la vuelta de sus guerreros hijos partidos a la conquista de los soyotos en las orillas del antiguo Tuba.
El día que la columna dejó Uliassutai nevó tan copiosamente, que el camino se puso intransitables. Los caballos, con la nieve hasta las rodillas, se fatigaron, negándose a andar. Algunos jinetes mongoles llegaron a Uliassutai al día siguiente a costa de grandes esfuerzos y de penosos trabajos, pues tardaron dos días en recorrer cuarenta kilómetros. Las caravanas se vieron precisadas a detenerse en sus caminos. Los mongoles no quisieron ni intentar viajar con bueyes y yaks, que hacen escasamente dieciséis o veinte kilómetros por día. No era posible emplear más que camellos, pero no los había en número suficiente, y sus conductores no creían poder llegar a la primera estación de ferrocarril de Kuku Hoto, a unos dos mil doscientos kilómetros. De nuevo estábamos obligados a esperar. ¿Qué? ¿La muerte o la salvación? Únicamente nuestra energía y serenidad podían salvarnos. Mi amigo y yo partimos provistos de una tienda, una estufa y algunas provisiones para hacer otra exploración a lo largo de las riberas del lago Kosogol, de donde el sait mongol temía una invasión de tropas rojas.
Nuestro pequeño grupo constaba de cuatro hombres montados y de un camello para llevar el equipaje. Partimos hacia el Norte, siguiendo el valle del Boyagol, en dirección a los montes Tarbagatai. El camino era rocoso y cubierto de una espesa capa de nieve. Nuestro camello marchaba con precaución, olfateando la pista, mientras que nuestro guía profería el grito ¡ok, ok!, peculiar de los camelleros para que sus bestias avancen. Dejamos atrás la fortaleza y el dugun chino, contorneamos un espolón montañoso, y después de pasar a nado un curso de agua, empezamos a subir la montaña. La ascensión fue difícil y peligrosa. Los camellos elegían atentamente la mejor vereda, moviendo las orejas constantemente, según su costumbre en tales casos. Enfilamos barrancos, atravesamos sierras, descendimos a valles meno hondos, subiendo siempre a mayores alturas. En cierto lugar, bajo las nubes grises que sobrepasan las cresterias, vimos algunos puntos negros en la vasta extensión nevada.
– Son obos, los signos sagrados y los altares elevados a los malos demonios que guardan estos parajes – explicó el guía -. Este paso se llama Jagisstai. Acerca de él se cuentan varias historias tan viejas como las mismas montañas.
Le rogamos que nos contase alguna.
El mongol, meciéndose sobre su camello, miró prudentemente en torno suyo, y empezó:
– Fue hace tiempo, hace muchísimo tiempo. El nieto de Gengis Kan ocupaba el trono en China y reinaba en Asia entera. Los chinos mataron a su Kan y quisieron exterminar a toda su familia; pero un anciano y santo lama llevó a esta más allá de la Gran Muralla y vinieron a las llanuras de nuestro país natal. Los chinos buscaron con empeño el rastro de los fugitivos y acabaron por descubrir donde estaban. Entonces mandaron un escuadrón de jinetes montados en veloces caballos para apoderarse de ellos. A veces, los chinos estuvieron a punto de alcanzar al huido heredero; pero el lama imploró al cielo y cayo una copiosa nevada, que si permitía andar a los camellos, detuvo la marcha de los caballos. Aquel lama pertenecía a un remoto monasterio. Ahora pasamos cerca de ese hospicio de Jahantsi Kure. Para llegar a él hay que cruzar la garganta de Jagasstai. En este mismo sitio el anciano lama se puso de repente enfermo, se tambaleó sobre la silla y cayo muerto. Ta Sin Lo, viuda del gran Kan, prorrumpió en llanto; pero viendo que los jinetes chinos atravesaban el valle a galope, se apresuró a llegar al desfiladero. Los camellos, cansados, se detenían a cada paso, y la mujer no sabia cómo animarlos para hacerlos andar. Los verdugos chinos se acercaban cada vez más. Ya se oían sus gritos de júbilo, pues se figuraban tener en sus manos la recompensa prometida por los mandarines a los asesinos del Gran Kan. Las cabezas de la madre y del hijo heredero serian llevada a Pekín y expuestas en el Ch´en Men a la mofa y a los insultos del populacho. La madre, aterrada, levanto a su hijo al cielo y exclamó: “¡Tierra y dioses de Mongolia, ved al hijo del que hizo glorioso el nombre mongol de un extremo a otro del mundo! ¡No permitáis que perezca la carne misma de Gengis Kan!”
En aquel momento se fijó en una rata blanca sentada sobre un peñasco, cerca de allí. El animalito se le aproximó, saltó a su regazo y le dijo:
– Me mandan para que os ayude. Nada temáis y continuad tranquila vuestro camino. Los que os persiguen han llegado al término supremo de sus vidas y vuestro hijo está destinado a tener una gloriosa existencia.
Ta Sin Lo no comprendía cómo una rata podría mantener a raya a trescientos hombres. La rata entonces saltó a tierra y habló de nuevo:
– ¡Soy el demonio de Tarbagatai, soy Jagisstai! ¡Soy poderoso y amado de los dioses; pero como habéis puesto en duda el poder de la rata milagrosa desde hoy el Jagisstai será tan perjudicial para los buenos como para los malos!
La viuda y el hijo de Kan se salvaron, pero Jagisstai sigue siendo implacable. Mientras se pasa hay que estar siempre prevenido. El demonio de la montaña se halla constantemente dispuesto a llevar al viajero a su perdición.
Todas las cumbres del Tarbagatai están salpicadas de obos, de piedra y ramaje. En un sitio han erigido una torre de piedra, a modo de altar, para aplacar a los dioses enojados por las dudas de Ta Sin Lo. Evidentemente, el demonio nos esperaba. Cuando comenzamos la ascensión a la cima principal, nos sopló en la cara un viento glacial y cortante, se puso a silbar y zumbar, tirándonos bloques de nieve que arrancaba de los montones formados en las alturas. No podíamos divisar nada de lo que nos rodeaba y apenas conseguíamos ver el camello que nos precedía inmediatamente. De improviso sentí un choque y miré en torno mío. No vi nada extraordinario. Yo estaba cómodamente sentado entre dos bolsas llenas de pan y otras provisiones, pero no podía distinguir la cabeza de mi camello. Había desaparecido. Efectivamente, el animal había resbalado y caído en el fondo de un barranco poco profundo, mientras que las bolsas, colocadas en su lomo sin correas, quedaron sujetas a una roca, y yo, por fortuna, encima de ellas, sobre la nieve. Esta vez el demonio se había limitado a gastarme una broma, pero indudablemente le supo a poco. Me lo demostró con nuevas pruebas de su ira. Con furiosas ráfagas casi nos arrancaba de nuestras monturas, hacia vacilar a los camellos, nos cegaba azotándonos la cara con la nieve endurecida y nos impedía respirar. Durante largas horas marchamos penosamente por la nieve, cayendo con frecuencia por encima del borde de los riscos. Por fin llegamos a un estrecho valle donde silbaban y mugían innumerables voces del viento. Era de noche. El mongol buscaba la pista de los alrededores y acabó por volver, haciendo aspavientos y diciendo:
– Nos hemos extraviado. Tenemos que pasar aquí la noche, lo que es muy de sentir, porque nos faltará leña para nuestra estufa y el frío va a ser más glacial todavía.
A duras penas, con las manos agarrotadas, conseguimos armar la tienda a pesar del viento, colocando en el interior la estufa, entonces inútil. Recubrimos la tienda de nieve, cavamos en los montones de nieve largas y profundas zanjas y obligamos a nuestros camellos a acostarse, gritándoles: Zuk, zuk!, voz que les hace arrodillarse. Luego metimos en la tienda los equipajes. Mi compañero no se resignó a la idea de pasar una noche glacial sin encender la estufa.
– Voy a buscar combustible – dijo, con tono resuelto.
Cogió el hacha y se fue. Volvió al cabo de una hora con un buen trozo de poste telegráfico.
– ¡Eh! Gengis Kan – exclamó, frotándose las manos amoratadas -, tomad las hachas e id allí abajo, a la izquierda de la montaña, y encontrareis los postes telegráficos que fueron derribados. He hecho amistad con el viejo Jagisstai y me ha conducido a los postes.
Precisamente a alguna distancia del sitio en que estábamos pasaba la línea del telégrafo ruso que unía antes de la revolución a Irkustk con Uliassutai. Los chinos habían ordenado a los mongoles que derribasen los postes y se llevasen el alambre. Estos postes son ahora la salvación de los viajeros que transitan por aquellos parajes. Así pasamos la noche, bajo una tienda caldeada, después de cenar una sustanciosa sopa de fideos con carne, en el mismo centro de los dominios del iracundo Jagisstai. Al día siguiente, de madrugada, encontramos la pista a menos de doscientos metros de nuestra tienda, proseguimos nuestro viaje. En la fuente del Adair divisamos una nube de cuervos mongoles de pico rojo, revoloteando en círculos sobre las breñas. Nos acercamos y descubrimos los cuerpos de un jinete y su caballo que parecían haber caído hacia poco tiempo. Era difícil adivinar lo que pudiera haberles sucedido. Estaban tumbados uno junto al otro y el jinete tenia enrollada en la muñeca derecha la brida de su cabalgadura; no presentaba señal de heridas, ni de arma blanca ni de fuego. También resultaba imposible determinar las facciones del hombre. Su capote era mongol, pero el pantalón y la chaqueta indicaban que se trataba de un extranjero. No averiguamos cómo había hallado la muerte.
Nuestro mongol inclinó la cabeza con inquietud y dijo con voz de convencimiento:
– Es la venganza de Jagisstai. El jinete no rindió tributo al obo del Sur, y el demonio le ahogó a él y a su caballo.
Por fin quedaron a nuestra espalda los montes de Tarbagatai. Frente a nosotros se extendía el valle de Adair. Es una llanura estrecha y sinuosa, que sigue el lecho del río entre dos cadenas de montañas bastante próximas y que estaba cubierta de feraces praderas. El camino la dividía en dos partes. En toda ella veíanse postes telegráficos derribados, algunos cortados a distintas alturas, y gran cantidad de alambre tirado por el suelo o enredado entre las matas. La destrucción de la línea telegráfica de Irkutsk a Uliassutai era necesaria a la política china de agresión a Mongolia.
Pronto empezamos a encontrar grandes rebaños de carneros, buscando bajo la nieve la hierba seca, pero nutritiva. En algunos sitios los yaks y los bueyes pastaban en las ásperas pendientes de la montaña. Sin embargo, solo una vez vimos un pastor; los demás, al divisarnos, se refugiaban en las quebradas de los montes. Tampoco hallamos yurtas en nuestra marcha. Los mongoles habían escondido también sus movibles moradas en los repliegues de las montañas, al abrigo de la vista y de los vientos. Los nómadas saben elegir admirablemente sus cuarteles invernales. He visto con frecuencia en invierno las yurtas mongolas, y están situadas en lugares tan bien abrigados, que al venir de los llanos barridos por los vientos me parecía entrar en un invernadero. Una vez encontramos un gran rebaño de carneros; pero a medida que nos acercábamos la mayor parte se alejaba poco a poco, dejando una mitad en el sitio, mientras que la otra iba atravesando la llanura. Pronto, de aquel grupo se destacaron unos treinta o cuarenta animales que, trepando y saltando, escalaron los flancos de la montaña. Cogí los gemelos y me puse a observarlos. La parte de rebaño que se quedaba atrás se componía de sencillos carneros; el grupo importante que se había retirado a la llanura estaba formado por antílopes mongoles (gacela gutturosa), y el rebaño que trepó montaña arriba comprendía a los musmones de grandes cuernos (ovis orgali). Todos estos animales pacían al mismo tiempo que los carneros domésticos en la vega del Adair, atraídos por la buena hierba y el agua clara. En muchos trechos el río no estaba helado y vi densas nubes de vapor sobre la superficie del agua. Por entonces algunos antílopes y musmones empezaron a mirarnos.
– Ahora van a cruzar nuestra pista – dijo el mongol, riendo -. ¡Qué bichos tan raros! A veces los antílopes recorren kilómetros y kilómetros para ganarnos la carrera y estorbarnos el paso, y cuando lo han conseguido se retiran tranquilamente.
Yo conocía ya esta estrategia de los antílopes y decidí sacar partido de ella. He aquí como organizamos la caza: dejamos a un mongol con el camello del equipaje que avanzase como nosotros lo veníamos haciendo. Los otros tres se desplegaron en forma de abanico hacia el rebaño, a la derecha de nuestra verdadera dirección. El rebaño se detuvo y miró sorprendido, porque hubiera querido pasar delante de los cuatro jinetes a la vez. Principió entre ellos la confusión. Había unas tres mil cabezas. Todo este ejercito empezó a correr de aquí para allá, sin formar un grupo determinado. Escuadrones enteros pasaron delante de nosotros y luego, reparando en otro jinete, daban media vuelta y repetían la maniobra. Un grupo de unos cincuenta se precipitó a mí. Cuando le tuve a cosa de cien metros di un grito y disparé. En seguida se detuvieron y retrocedieron despavoridos, empujándose y saltando unos sobre otros. Aquel pánico les costó caro, pues me dio tiempo a tirar cuatro veces y derribé dos estupendos ejemplares. Mi amigo tuvo más suerte aún, porque solo tiró una vez sobre el rebaño, que, como una tromba, pasó a su lado en filas paralelas, y con la misma bala mató dos animales.
Entre tanto, los musmones habían escalado la pendiente de la montaña, y en posición de combate, alineados como soldados, se volvieron para mirarnos. A pesar de la distancia, pude distinguir claramente sus cuerpos musculosos, sus cabezas majestuosas y sus poderosos cuernos. Recogimos nuestra presa, nos reunimos con el mongol que iba de vanguardia y continuamos el viaje. Con frecuencia encontrábamos carroñas de carnero con los cuellos desgarrados y la carne devorada por los costados.
– Es obra de los lobos – dijo el mongol -. Siempre andan por estos contornos en grandes manadas.
Hallamos más rebaños de antílopes que corrían sin prisa hasta poner una buena distancia entre ellos y nosotros; entonces, con saltos y botes prodigiosos, cruzaban el camino delante de nosotros como las gallinas en el campo. En seguida, después de correr unos doscientos metros a aquel paso, se detenían y volvían a pastar tranquilamente.
Una vez hice que in camello diese la vuelta, y todo el rebaño, aceptando inmediatamente el desafío, corrió paralelamente a mí a una distancia que les pareció segura, y entonces botó sobre el camino delante de mí como si pisasen piedras ardiendo, para volver a su primitiva tranquilidad y ponerse a pastar al mismo lado de la llanura en que le habíamos encontrado. Hice tres veces igual jugarreta al mismo rebaño, riendo de buena gana al verle repetir sus divertidos ejercicios.
Pasamos una mala noche en aquel valle. Acampamos a la orilla de un arroyo helado; el alto ribazo nos protegía del viento. Nuestra tienda estaba bastante agradable. Descansamos tranquilamente, pensando en la sabrosa cena que preparábamos, cuando de improviso un aullido y una risotada diabólica sonaron cerca de la tienda, mientras que del otro lado de la cañada respondieron unos chillidos prolongados y lúgubres.
– Son lobos – nos explicó el mongol, con indiferencia.
Empuñó el revólver y salió de la tienda. Permaneció fuera un buen rato; al fin oímos unos disparos y a poco después volvió.
– Los he asustado – dijo -. Se habían reunido en la orilla del Adair, alrededor de un camello muerto.
– ¿Han tocado a nuestros camellos? – pregunté.
– No. Encenderemos una hoguera detrás de la tienda y no nos molestarán más.
Después de cenar nos acostamos; pero yo estuve despierto bastante tiempo, escuchando el crepitar de la leña al arder, la respiración profunda de los camellos y los aullidos lejanos de los lobos; por último, a pesar de todos aquellos ruidos, me dormí. No sé cuánto duraba mi sueño; pero de repente me despertó un golpe violento en el costado. Estaba echado en el borde mismo de la tienda, y alguien me había empujado brutalmente sin el menor reparo. Pensé que seria uno de los camellos mordisqueando el fieltro de la tienda. Cogí mi mauser y golpeé un bulto con la culata. Un grito agudo me contestó, seguido de un ruido de pasos rápidos, corriendo sobre los guijarros. Por la mañana descubrí huellas de lobos que se habían acercado a nuestra tienda, del lado contrario de la hoguera, y seguí el rastro hasta el sitio en que habían empezado a escarbar junto a la tienda; evidentemente, uno de los merodeadores tuvo que batirse en retirada, después de recibir en la cabeza el culatazo de mi revólver.
Los lobos y las águilas son los servidores de Jagisstai, según nos manifestó, muy convencido, el guía mongol. Sin embargo, esto no impide a los mongoles darles caza. Ha asistido una vez, en el campamento del príncipe Baysei, a una cacería de lobos. Los jinetes mongoles, montados en sus mejores caballos, recorren la llanura, alcanzando a la carrera a los lobos, matándolos con fuertes palos de bambú llamados Tucur. Un veterinario ruso enseñó a los mongoles a envenenar a los lobos con estricnina; pero este método no tuvo aceptación, porque es peligroso para los perros, fieles amigos y aliados de los nómadas. Estos, por otra parte, no tocan a las águilas ni a los halcones, y hasta les dan de comer. Cuando los mongoles matan una res, suelen tirar al aire trozos de carne, que los halcones y las águilas cogen al vuelo, exactamente como nosotros echamos a un perro terrones de azúcar. Las águilas y los halcones atacan y expulsan a las urracas y cuervos, que son muy dañinos para las bestias y los hombres, pues acuden ferozmente a dar picotazos en la menor herida abierta en el lomo de los animales, haciendo llagas incurables, sobre las que se encarnizan con voracidad.
Nuestros camellos caminaban hacia el Norte lentamente, pero con paso regular. Hacíamos cuarenta o cincuenta kilómetros al día. Pronto llegamos a un pequeño monasterio situado a la izquierda del camino. Era un vasto edificio cuadrado, cerrado por una alta y apretada empalizada. Unos huevos en la mitad de cada lado conducían a las cuatro entradas del templo. En el centro del patio interior se hallaba el templo, con sus columnas laqueadas rojas y sus tejados chinos dominando las casas bajas de las lomas. Al otro lado del camino se levantaba lo que parecía ser una fortaleza china, y era en realidad un bazar o dugun. Los chinos los construyen siempre en forma de fortaleza, con dobles murallas, a algunos pies de distancia unas de otras, y dentro de todas ponen sus casas y tiendas. Suelen sostener una guarnición de veinte o treinta hombres armados, dispuestos para cualquier eventualidad. En caso de necesidad, estos duguns pueden servir de fortines y resistir largos sitios. Entre el dugun y el monasterio, y más próximo al camino, distinguí un rancho de nómadas. Sus caballos y ganados no estaban con ellos. Los mongoles, residiendo allí hacia tiempo, habían dejado a sus animales en la montaña. Sobre varias yurtas ondeaban oriflamas de colores, señal de enfermedad. Cerca de algunas yurtas unas altas estacas hincadas en el suelo y sosteniendo en la puna superior un gorro mongol, indicaban que el habitante de la yurta había muerto. Las jaurías de perros, errando por la llanura, señalaban la presencia de cadáveres en las cercanías, en las simas de los barrancos o en la orilla del río. Al aproximarnos al campamento oímos a lo largo un redoblar de tambores, un canto melancólico, acompañado por una flauta, y gritos de dolor. Nuestro mongol se adelantó para informarse y volvió diciendo que varias familias mongolas habían llegado al monasterio pidiendo auxilio al Hutuktu Jahantsi, famoso por sus milagros.
Estas gentes, atacadas de la peste y de la viruela negra, vinieron de lejos y no encontraron al Hutuktu en el monasterio, porque el santo lama había ido a visitar al Buda vivo de Urga, por lo cual se vieron obligados a acudir a los brujos. Los enfermos morían unos tras otros. La víspera habían abandonado en la llanura el cadáver numero veintisiete.
Mientras hablábamos, el brujo salio de una de las yurtas. Era un viejo que padecía en un ojo una catarata y cuyo rostro estaba señalado por las viruelas. Iba vestido de harapos y llevaba colgados de la cintura unos pingajos multicolores. Tenia un tambor y una flauta. Su boca desdentada, de lívidos labios, echaba espuma, y la idiotez se leía en su semblante. De repente se puso a dar vueltas, a bailar con toda clase de contorsiones de sus largas piernas, a hacer movimientos ondulosos con los brazos y los hombros y a golpear el tambor o tocar la flauta, lanzando gritos y acelerando sin cesar el ritmo, de suerte que al fin, amoratado, con los ojos inyectados en sangre, cayó sobre la nieve, donde continuó retorciéndose los miembros, profiriendo incoherentes aullidos. Así era como el brujo trataba los enfermos, asustando con su locura furiosa a los malos demonios portadores de enfermedades. Otro encantador daba a los pacientes agua salda y fangosa procedente, según supe más tarde, del baño de la misma persona del Buda vivo, que había lavado en él su cuerpo divino nacido de la flor sagrada del loto.
– Om! Om! – exclamaban sin tregua los dos hechiceros.
Mientras que estos magos exorcizaban a los demonios, los desgraciados enfermos quedaban abandonados a sí mismos. Yacían víctimas de terrible fiebre, bajo montones de pieles de chivos y mantas, delirantes, sacudidos por los espasmos. Junto a las hogueras, acurrucados los adultos y los niños todavía sanos, charlaban con indiferencia bebiendo té y fumando. En todas las yurtas vi enfermos y muertos, miseria y horrores imposibles de descubrir.
¡Oh gran Gengis Kan! ¡Tú que comprendiste con tan penetrante inteligencia toda la situación de Asia y Europa, que consagraste tu vida entera a glorificar el nombre de los mongoles! ¿Por qué no diste a tu pueblo la luz que le hubiera preservado de semejante muerte? Ha conservado su antigua moralidad, su secular honradez y sus costumbres pacificas, pero tus huesos, que los siglos acabarán por destruir en tu mausoleo de Karakorum, no le han protegido; tu pueblo está en vísperas de desaparecer, él, cuya pureza fue antaño respetada por la mitad del mundo civilizado.
En torno mía veía aquel campamento de moribundos, oía los lamentos, los gritos desgarradores de los hombres, de las mujeres y de los niños. Más allá aullaban lúgubremente los perros, mientras que proseguía monótono el redoblar del tambor del extenuado brujo.
¡Adelante! No podía soportar más aquel cúmulo de horrores que no tenia medios ni fuerzas para combatir. Pasamos rápidamente huyendo del paraje maldito, pero no conseguimos librarnos de la obsesión que nos hacia sentir detrás de nosotros, a nuestros alcances, los pasos de algún demonio movible obstinada en perseguirnos desde que fuimos testigos de aquellas espantosas escenas. ¡Los demonios de la enfermedad! ¡Recuerdos de la realidad terrorífica! ¡Almas de los sacrificados diariamente en Mongolia en el altar de las tinieblas! Un terror indescifrable se apoderó de nosotros sin que pudiésemos librarnos de él. Solamente cuando nos apartamos del camino, traspasamos una arbolada cresteria y llegamos a un anfiteatro de montañas desde el cual no era posible ver ni Jahantsi Kure, ni el dugun, ni la gusanera de moribundos, pudimos respirar libremente.
Pronto divisamos un gran lago. Era el Tingisol. Cerca de la orilla había una casa rusa: la estación telegráfica que comunica al Kosogol con Uliassutai.
Al aproximarnos a la estación del telégrafo, encontramos a un joven rubio, llamado Kanine, que estaba encargado del puesto. Algo turbado nos ofreció hospitalidad para aquella noche. Al penetrar en la sala vimos que un hombre alto y delgado se levantaba de la mesa y se adelantaba con vacilación hacia nosotros sin dejar de examinarnos atentamente.
– Son viajeros… – explicó Kanine -. Van a Jatyl. Dormirán aquí.
– ¡Ah! – repuso el otro, con calma.
Mientras nos quitábamos los cinturones y nos desembarazábamos, no sin trabajo, de nuestros pesados capotes mongoles, el hombre alto dijo con animación unas palabras al telegrafista. Cuando me acerqué a la mesa para sentarme y descansar, le oí decir:
– Tendremos que aplazarlo.
Kanine se limitó a asentir con la cabeza.
Había varias personas más sentadas a la mesa: el ayudante de Kanine, un muchachote rubio de fisonomía pálida, que hablaba con volubilidad a tontas y a locas. Me pareció algo chiflado y su semilocura se manifestaba al instante estimulada con el ruido de la conversación, los gritos o algún alboroto de su interlocutor o al referir con voz maquinal y precipitada l oque sucedía en torno suyo. La mujer de Kanine, joven, extenuada, amarilla como la cera, se hallaba también allí, con los ojos extraviados y las facciones contraídas por el miedo. Cerca de ella estaban sus dos hijos y una muchacha de quince años, vestida de hombre y con el pelo cortado al rape. Hicimos conocimiento con todos. El desconocido de alta estatura se llamaba Gorokoff; era un colono ruso de Samgaltai y nos presentó a la muchacha de pelo corto como hermana suya. La mujer de Kanine nos miró con terror mal disimulado y permaneció silenciosa, descontenta indudablemente por nuestra presencia. Sin embargo, no podíamos ir a ninguna otra parte y empezábamos a tomar el té y a comer las provisiones frías que llevábamos.
Kanine nos contó que después de la destrucción de la línea telegráfica su familia había sufrido grandes privaciones. Los bolcheviques de Irkutsk no le enviaban su paga y tuvo que buscárselas para vivir. Vendía forraje a los colonos rusos, transmitía despachos privados y transportaba mercancías de Jatyl a Uliassutai, y Samgaltai, traficando en ganado, yendo de caza y acudiendo a otros expedientes para no morir de hambre. Gorokoff nos anunció que sus asuntos le obligaron a dirigirse a Jatyl y que su hermana y él tendrían el gusto de unirse a nuestra caravana. Tenía un aspecto desabrido y antipático, y sus ojos, sin color, evitaban siempre mirar a los de la persona a quien hablaba. Durante la conversaron, preguntamos a Kanine si había colonos rusos por los alrededores y respondió con el ceño fruncido y evidente desagrado:
– Hay un viejo ricacho, Bobroff, que habita a una versta de aquí, pero no os aconsejo que le visitéis, porque es un avaro repulsivo, incapaz de hacer un favor a nadie.
Mientras que su marido se expresaba así, la mujer de Kanine bajó la vista y sus hombros se contrajeron, como si sintiese un escalofrío. Gorokoff y su hermana continuaron fumando con visible indiferencia. Observé todo esto igual que el tono hostil de Kanine, la turbación de su mujer y la fingida despreocupación de Gorokoff, y decidí ir a ver al viejo colono de quien Kanine hacia tan malas ausencias. En Uliassutai conocí a dos hombres llamados Bobroff. Dije a Kanine que me habían dado una carta para entregarla en propia mano a Bobroff, y después de beber mi té, me puse el capote y salí.
La casa de Bobroff se alzaba en una depresión del terreno; estaba rodeada de una alta cerca sobre la cual se podían ver los tejados, de poca altura. Una luz brillaba en una ventana. Llamé a la puerta. Me respondieron unos furiosos ladridos. Por la rendija de la valla distinguí cuatro enormes perros mongoles, negros, que enseñando los dientes y gruñendo se abalanzaban contra la puerta. En el interior del patio alguien abrió una puerta y preguntó:
– ¿Quién es?
Contesté que era un viajero procedente de Uliassutai. Ataron a los perros y fui recibido por un hombre que me miró atentamente, con aire inquisitorial, de pies a cabeza. De un bolsillo le asomaba la empuñadura de una pistola. Satisfecho de su inspección y enterado de que yo conocía a sus parientes, me presentó a su mujer, una señora anciana de porte digno, y a una preciosa niña, de cinco años, su hija adoptiva. La había encontrado en la estepa al lado del cadáver de su madre, muerta de agotamiento al intentar huir de los bolcheviques de Siberia.
Bobroff me dijo que el destacamento ruso de Kazagrandi había conseguido expulsar a las tropas rojas de Kosogol y que, por tanto, podríamos continuar camino a Jatyl sin peligro.
– ¿Por qué no habéis venido a mi casa en lugar de ir a la de esos bandidos? – me preguntó el viejo.
Le pedí varios informes y me los proporcionó cumplidamente. Supe que Kanine era un agente bolchevique del Soviet de Irkutsk, y que su estancia en el país tenia por objeto espiar los manejos de los refugiados blancos. Sin embargo, por entonces era inofensivo, por el hecho de estar interceptado el camino de Irkutsk. No obstante, un comisario muy influyente acababa de llegar de Bissk (región de Altai).
– ¿Gorokoff? – le interrogué.
– Así se hace llamar – respondió el anciano -; pero yo soy de Bissk y él también, de modo que nos conocemos perfectamente. Su verdadero nombre es Puzikoff, y la muchacha de pelo corto que va con él es su querida. Es comisario de la checa, y ella sirve a sus órdenes como agente. En el mes de agosto último estos dos facinerosos mataron a tiros de revólver a setenta oficiales del ejercito de Koltchak, prisioneros y atados de pies y manos. Son unos cobardes asesinos. Quisieron hospedarse en mi casa, pero yo les conozco demasiado bien y me negué a recibirlos.
– ¿Y no tenéis miedo de ellos? – le pregunté, recordando las palabras y los guiños de aquellos hombres cuando estaban sentados a la mesa.
– ¡No! – respondió Bobroff -. Sé defenderme y defender a mi familia, y tengo también un protector, mi hijo, el mejor tirador, el mejor jinete y el mejor combatiente de toda Mongolia. Siento mucho que no lo podáis conocer; pero ha ido a ver los rebaños y no volverá hasta mañana por la tarde.
Nos despedimos muy afectuosamente, y prometí parar en su casa a nuestro regreso.
– ¿Y qué? ¿Qué historias os ha contado Bobroff respecto a nosotros? – me preguntaron Kanine y Gorokoff cuando me vieron entrar en la estación.
– Ninguna – contesté -, pues casi no me ha dirigido la palabra en cuanto supo que me hospedaba en esta casa. ¿Por qué os aborrecéis hasta ese extremo? – pregunté, aparentando el más completo asombro.
– Ya es cosa vieja – dijo Gorokoff, con tono áspero.
– Ese Bobroff es un bribón – añadió Kanine al unísono, mientras que los ojos aterrorizados y tristes de su mujer demostraban un horrible espanto, como si a cada momento esperase un golpe mortal.
Gorokoff empezó a hacer sus preparativos para partir al día siguiente con nosotros. Armamos nuestras camas de campaña en un cuarto contiguo y nos dormimos. En voz baja previne a mi amigo que pusiese su revólver a mano, por lo que pudiera ocurrir, y él, sonriendo, se contentó con sacar un revólver y un hacha del capote para meterlos debajo de la almohada.
– Esos hombres me han parecido sospechoso desde el primer instante – murmuró -. Están en plan de preparar alguna infamia. Mañana he de ir detrás de ese Gorokoff, y tendré dispuesta para él una de mis más fieles balas dum-dum.
Los mongoles pasaron la noche debajo de la tienda, en el patio, al lado de sus camellos, deseando estar cerca de ellos para parles de comer. Partimos a eso de las siete. Mi amigo se colocó a retaguardia, siempre detrás de Gorokoff, que con su mujer, ambos armados de pies a cabeza, montaban magníficos caballos.
– ¿Cómo pudisteis mantener vuestros caballos en tan buen estado después de salir de Samgaltai? – le pregunté admirado de sus cabalgaduras.
Me respondió que los caballos pertenecían a Kanine, y me di cuenta de que este no era tan pobre como aparentaba serlo, porque cualquier opulento mongol le hubiera entregado a cambio de uno de aquellos soberbios animales los carneros necesarios para proveer de chuletas y piernas a toda su familia durante un año entero.
Llegamos pronto a un extenso pantano, rodeado de espesos matorrales, y me sorprendió ver centenares de Kuropatkas o perdices blancas. Sobre el agua voló un bando de patos asustados por nuestra aproximación. ¡Patos silvestres en invierno y con aquel frío y aquella nieve! El mongol me explicó la causa:
– Este pantano está siempre a una buena temperatura bastante elevada y no se hiela nunca. Los patos silvestres viven en él todo el año y los kuropatkas también, porque encuentran qué comer en la tierra blanda y templada.
Mientras que hablaba con el mongol observé encima del pantano una lengua de fuego de un amarillo rojizo. Se encendía y desaparecía en seguida; más tarde, el otro lado, brotaron dos nuevas llamas. Eran verdaderos fuegos fatuos, envueltos en tantas leyendas y que la química explica ahora sencillamente como una combustión espontánea del metano o gas de las marismas, producida por la putrefacción de las materias vegetales en la tierra húmeda y caliente.
– Aquí habitan los demonios del Adair, que están en continua lucha con los del Muren – manifestó el mongol.
“En verdad – pensé yo – que si en la Europa prosaica de nuestros días la gente de los pueblos cree que en estas llamas hay algo de brujería, no es de extrañar que en este país de misterios las consideren como demonios de dos ríos vecinos.”
Después de atravesar el pantano distinguimos frente a nosotros, a lo lejos, un gran monasterio. Aunque estaba apartado un kilómetro de la ruta que seguíamos, los Gorokoff nos dijeron que iban a ir a él para hacer algunas compras en los bazares chinos. Se alejaron rápidamente, prometiendo no tardar en alcanzarnos; pero no les vimos más por algún tiempo.
Desaparecieron sin dejar rastro, y cuando les volvimos a encontrar en nuestro camino, más tarde, fue en circunstancias que resultaron fatales para ellos. Por nuestra parte nos alegramos mucho de que nos hubieran dejado tan pronto, y en cuanto se fueron participé a mi camarada los informes que acerca de ellos me había dado Bobroff el día antes.
A tarde siguiente llegamos a Jatyl, pequeña colonia rusa formada por diez casas espaciadas en el valle del Eingol o Yaga, que recibe sus aguas del Kosogol, a un kilómetro arriba del pueblo. El Kosogol es un enorme lago alpino, frío y profundo, de ciento treinta y cinco kilómetros de largo y de dieciséis a cuarenta y cinco de ancho. En la orilla occidental habitan los soyotos de los Darjat, que le llaman Hubsugul, el nombre Kosogol es mongol. Estos dos pueblos le consideran como un lago sagrado y terrible. Fácil es comprender el motivo de ello: el lago está situado en una región de actividad volcánica; en verano, los días soleados y tranquilos, las aguas se levantan en formidables olas peligrosas no solo para las barcas de los pescadores del país, sino también para los grandes vapores rusos que transportan viajeros de una orilla a otra. En invierno la costra de hielo se rompe a veces de extremo a extremo y salen densas nubes de vapor. Es indudable que el fondo del lago está agujereado de modo esporádico por manantiales de agua caliente o quizá por corrientes de lava. La existencia de estas convulsiones subterráneas está demostrada, además, por la masa de peces muertos que a veces tapa, en sitios menos profundos, el río donde se vierten las aguas del lago. El lago Kosogol es extraordinariamente rico en pesca, sobre todo en variedades de truchas y salmones. Es famoso, principalmente, por su maravilloso pez blanco, que se expendía antes a toda Siberia e incluso a Manchuria, hasta Mukden. La carne es gorda y sumamente tierna. Produce también exquisito caviar. Hay en el lago otra variedad, el jayrus blanco, especie de trucha que en la época de la emigración, contra la costumbre de la mayoría de los peces, desciende la corriente hasta el Yaga y llena a veces el río de orilla a orilla, viéndose la superficie del agua cuajada de millares de lomos plateados de peces. Sin embargo, no se pesca, porque está infestada de gusanos y no sirve para la alimentación. Los mismos gatos y perros se niegan a tocarla. Este interesante fenómeno era estudiado por el profesor Dorogostaisky, de la Universidad de Irkutsk, cuando la llegada de los bolcheviques interrumpió sus trabajos.
En Jatyl reinaba el pánico. El destacamento ruso del coronel Kazagrandi, después de derrotar a los rojos en dos combates y de iniciar con éxito su marcha contra Irkutsk, quedó de repente reducido a la impotencia y dividido en varios fragmentos por las discordias interiores entre los oficiales. Los bolcheviques se aprovecharon de la situación, reforzaron sus tropas y con un millar de hombres emprendieron un movimiento ofensivo a fin de reconquistar lo que habían perdido, mientras que los restos del destacamento Kazagrandi se batían en retirada sobre Jatyl, donde su jefe estaba resuelto a poner a los rojos una resistencia desesperada. Los habitantes cargaban en carros sus ajuares y sus familias huían de la población, dejando los ganados a quienes quisieran cogerlos. Un grupo tenia el proyecto de esconderse a alguna distancia en un frondoso bosque y en los barrancos, mientras que otro se dirigía a Muren Kure y Uliassutai. Al día siguiente de nuestra llegada, el gobernador mongol tuvo la noticia de que los rojos habían rebasado el flanco de la columna Kazagrandi y que se acercaban a Jatyl. El gobernador cargó todos sus documentos y sus criados en once camellos y abandonó su yamen. Nuestros guías mongoles, sin avisarnos, se escaparon con él y se nos llevaron todos los camellos. Nuestra situación no podía se más grave. Nos apresuramos a visitar a los colonos que aún no se habían ido, a fin de comprarles camellos; pero, en previsión de trastornos, los tenían hacia ya tiempo lejos de allí, en poder de mongoles leales, y no pudieron servirnos. Nos dirigimos entonces al doctor V. G. Gay, veterinario, célebre en toda la Manchuria por su lucha contra las plagas del ganado. Vivía con su familia, obligado a renunciar a su cargo oficial se dedicaba a la ganadería. Muy inteligente y enérgico, fue designado bajo el régimen zarista para comprar en Mongolia las provisiones de carne necesarias al ejército ruso en el frente alemán. Organizó la empresa en Mongolia, y cuando los bolcheviques se apoderaron del Poder continuó asegurando su abastecimiento. En mayo de 1918, cuando el ejército de Kolchak expulsó a los bolcheviques de Siberia, fue detenido y encarcelado. Libertado en seguida porque se le consideraba el único hombre capaz de organizar el servicio de abastecimiento en Mongolia, suministró al almirante Kolchak todas las provisiones de carne y le facilitó todo el dinero que con anterioridad había recibido de los comisarios soviéticos. En aquella época, Gay fue director del abastecimiento de la columna de Kazagrandi.
Cuando le vimos nos aconsejó que tomásemos en seguida lo que le quedaba, o sea, unos miserables caballejos debilitados, que podrían llevarnos a Muren Kure, a ochenta y dos kilómetros de Jatyl, donde encontraríamos camellos para volver a Uliassutai. Pero como estos caballos estaban a alguna distancia de la población, tuvimos que pasar en ella la noche, que era precisamente la que se esperaba la llegada de los rojos. Nos sorprendió sobre manera que Gay aguardase con su familia, sin demostrar preocupación, la próxima entrada del enemigo.
Las demás personas que permanecían en el pueblo eran unos cuantos cosacos que tenían orden de quedarse atrás para vigilar los movimientos de los rojos. Se hizo de noche. Mi compañero y yo nos dispusimos a luchar y si era preciso a matarnos con nuestras propias manos antes que caer en poder de los bolcheviques.
Pernoctamos en una casita, junto al Yaga, habitada por algunos obreros que no quisieron huir o que no lo creyeron necesario. Fueron a apostarse sobre una colina desde la que podían observar toda la región hasta la sierra por la que debía aparecer el destacamento rojo. De aquella atalaya, en pleno bosque, vino corriendo uno de los obreros para decirnos:
– ¡Ay, ay de nosotros! Los rojos han llegado. Un jinete ha pasado a galope por la senda del bosque. Le llamé y no me contestó. Aunque estaba oscuro, he visto que el caballo no es de aquí.
– No digas desatinos – interrumpió un obrero -. Ese jinete era un mongol y le has tomado por un rojo.
– No, no era un mongol – replicó el vigía -. Su caballo tenía herraduras. He oído el ruido de ellas sobre el camino. Estamos perdidos.
– ¡Esta vez – dijo mi camarada – no creo que escapemos! ¡Y es estúpido acabar así!
Tenía razón. En aquel mismo instante llamaron a la puerta. Era un mongol que nos traía tres caballos para que huyésemos. Los ensillamos en seguida, cargamos en el tercero nuestra tienda y las provisiones, y partimos sin demora para despedirnos de Gay.
En su casa se celebraba una especie de consejo de guerra. Dos o tres colonos y algunos cosacos habían venido a galope de la montaña para anunciar que el destacamento rojo se acercaba a Jatyl, pero pasaría la noche en el bosque, donde los soldados vivaqueaban ya alrededor de las hogueras. En efecto, por las ventanas pudimos ver el resplandor de aquellas hogueras.
Nos pareció extraño que el enemigo esperase a la mañana estando tan cerca del lugar que quería ocupar.
Un cosaco armado perpetró en la sala y manifestó que dos hombres, sin duda pertenecientes al destacamento, se acercaban. Todos en la sala prestamos atención. De fuera nos llegó el ruido de pisadas de caballos y voces humanas. Luego golpearon la puerta.
– ¡Adelante! – dijo Gay.
Entraron dos hombres. El frío había blanqueado sus barbas y bigotes y azulado sus mejillas. Iban vestidos con capotes siberianos y gorros de astracán, pero no tenían armas. Se los interrogó. Supimos que pertenecían a una partida de labradores blancos de los distritos de Irkutsk, y a la sazón intentaban incorporarse a Kazagrandi. El jefe de la partida era un socialista, el capitán Vassilieff, perseguido en tiempo del Zar por sus opiniones.
Aunque nuestras inquietudes carecían ya de fundamento, decidimos salir inmediatamente para Muren Kure, puesto que sabíamos cuanto nos interesaba, y deseábamos dar cuenta de nuestras averiguaciones. Partimos. En el camino alcanzamos a tres cosacos que iban a detener el éxodo hacia el Sur de los amedrentados colonos. Viajamos reunidos. Desmontamos, y sobre el hielo llevamos a los caballos de las bridas. El Yaga estaba furioso. Las fuerzas subterráneas producían en el agua grandes olas, que, levantando la superficie sólida con estrépito, proyectaban en el aire pesados bloques de hielo, partiéndolos en trocitos para devorarlos bajo la corteza que quedaba intacta bajo las aguas. Unas rajas sinuosas atravesaban la superficie del río en todas direcciones. Uno de los cosacos cayó en una de aquellas quiebras, y apenas tuvimos tiempo de salvarle. Enfermo por el remojón hubo de volver a Jatyl. Nuestros caballos resbalaban y caían con frecuencia.
Los hombres y los animales sentían que sobre ellos se cernía la presencia de la muerte amenazadora. Por fin ganamos la otra orilla y proseguimos nuestro viaje hacia el Sur sin salirnos del valle, contentos de haber dejado atrás los volcanes naturales y sociales. Dieciséis kilómetros más lejos hallamos el primer grupo de fugitivos. Habían levantado una gran tienda y encendido fuego. Cerca de allí existía un gran bazar chino, pero los mercaderes no consintieron en dejar entrar a los colonos en sus vastos edificios, aunque entre ellos abundaban las mujeres, los niños y los enfermos.
Nos detuvimos una media hora. Marchábamos cómodamente, excepto en varios sitios donde se hacinaba la nieve. Atravesamos la alta sierra que separaba del Muren la cuenca del Egingol. Cerca de la cima nos sucedió una imprevista aventura. Cruzábamos la desembocadura de un extenso valle cuyo extremo superior estaba cubierto por un frondoso bosque. En la linde de él divisamos dos jinetes, que indudablemente nos acechaban. Su modo de detenerse en la silla y el aspecto de sus caballos nos reveló que no eran mongoles. Les llamamos haciéndoles señas con las manos y no nos contestaron. Del bosque salió un tercer jinete, que se paró para mirarnos. Galopamos en su dirección. Cuando estábamos a unos mil metros de ellos, echaron pie a tierra y rompieron el fuego contra nosotros. Por fortuna, como íbamos separados uno del otro, no les ofrecimos blanco fácil. Saltamos a tierra, nos aplastamos contra el suelo y nos preparamos a combatir. Sin embargo, no quisimos disparar, pensando que se trataba por su parte de algún error y que nos habían tomado por rojos. No tardaron en alejarse. Como sus armas eran europeas, no cabía duda de que ellos no eran naturales del país. Esperamos a que hubiesen desaparecido entre la espesura para ir a examinar sus huellas: sus caballos tenían herraduras, nueva prueba de que aquellos hombres no eran mongoles. ¿Quiénes podían ser? No lo supimos nunca, y, sin embargo, ¡qué importancia hubiera podido tener para nosotros si sus balas llegan a dar en el blanco!
Después de atravesar la línea divisoria de las aguas, encontramos al colono ruso D. A. Teternikoff, de Muren Kure, quien nos invitó a detenernos en su casa, y prometió proporcionarnos camellos que pediría a los lamas.
El frío era intenso y lo hacia más penetrante aún el viento glacial. Durante el día se nos helaban los huesos, pero por la noche nos calentábamos deliciosamente al amor de la estufa de nuestra tienda.
Dos días más tarde entramos en el valle del Muren, y a lo lejos divisamos el edificio cuadrado de Kure, con sus tejados chinos y sus grandes templos rojos. A su amparo se hallaba una segunda construcción, la colonia rusochina. Dos horas de marcha nos condujeron a la morada de nuestro hospitalario compañero y de su amable esposa, quienes nos obsequiaron con una cena maravillosa y de sabrosos platos. Pasamos unos días en Muren esperando tener camellos. Durante este tiempo llegaron a Jatyl numerosos fugitivos porque el coronel Kazagrandi se replegaba poco a poco sobre la población. Entre otros, había dos coroneles, Plavako y Maklakoff, causantes de la disgregación de las fuerzas de Kazagrandi. Los fugitivos, apenas llegados a Muren Kure, recibieron aviso de los funcionarios mongoles de que, por orden de las autoridades chinas, debían ser expulsados todos los refugiados rusos.
– ¿Y adónde iremos en pleno invierno con nuestras mujeres y nuestros hijos, si hemos perdido cuanto teníamos? – preguntaron los infelices desterrados.
– Eso no nos importa – respondieron los funcionarios mongoles -. Las autoridades chinas están furiosas y nos han ordenado expulsarlos. En nada podemos favoreceros.
Los fugitivos tuvieron que salir de Muren Kure y armaron sus tiendas en campo raso, no lejos de allí. Plavako y Maklakoff compraron caballos y se encaminaron a Van Kure. Mucho después supimos que los dos fueron muertos por los chino en el camino.
Conseguimos obtener tres caballos y partimos con un grupo importante de mercaderes chinos y de emigrantes rusos para volver a Uliassutai, conservando un grato recuerdo de nuestros amables protectores T. V. y A. D. Teternikoff. Los camellos nos costaron un buen precio; en efecto, el dinero en plata que nos proporcionó una casa americana de Uliassutai: tuvimos que dar treinta y un lan, es decir, un peso en plata de dos libras y media.
Pronto llegamos al camino que habíamos seguido para ir al Norte y volvimos a ver las filas habituales de postes telegráficos derribados que antes nos sirvieron de combustible. Alcanzamos las colonias arboladas del norte del valle de Tisingol cuando empezaba a anochecer.
Decidimos detenernos en casa de Bobroff, y nuestros compañeros prefirieron pedir hospitalidad a Kanine en la estación de telégrafo. A la puerta de esta estaba de centinela un soldado armado con un fusil. Quien nos interrogó, preguntándonos quiénes éramos y de dónde veníamos, y satisfecho sin duda con nuestras explicaciones, avisó con un silbido a un joven oficial que salio de la casa.
– Teniente Ivanoff – dijo este, presentándose -. Estoy aquí con mi destacamento de partidarios blancos.
Había llegado de las cercanías de Irkutsk con diez hombres, poniéndose a las ordenes del teniente coronel Michailoff, de Uliassutai, quien le encargó que se apoderase de aquel puesto.
Le expliqué que quería hospedarme con los Bobroff, y al oírlo hizo un gesto de pena, diciendo:
– ¡Imposible! Los Bobroff han sido asesinados y su casa está medio destruida.
No pude contener un grito de horror.
El teniente continuó:
– Kanine y los Puzikoff les mataron, saquearon su casa y luego les prendieron fuego con los cadáveres dentro. ¿Queréis verlo?
Mi camarada y yo acompañamos al teniente a la casa destruida. Los montantes carbonizados, se levantaban en medio de las vigas y las tablas ennegrecidas por el fuego, y por todas partes había esparcidas piezas de vajilla y de batería de cocina. En un lado, debajo de una sábana, descansaban los cuerpos de los cuatro infortunados. El teniente me dio algunas explicaciones.
– He expuesto el caso a Uliassutai y me han manifestado que los parientes van a venir con dos oficiales para hacer un atestado. Por eso no he enterrado los cadáveres.
– Pero ¿cómo ha sucedido? -pregunté, con el corazón oprimido por el triste espectáculo.
He aquí el relato del oficial:
– Me acercaba de noche al Tisingol con mis diez soldados. Temiendo la presencia de los rojos, nos aproximamos cautamente a la estación y miramos por las ventanas. Vimos a Puzikoff y a la muchacha del pelo corto examinando y repartiendo ropas y objetos diversos y pesando lingotes de plata. Al principio no di importancia a la escena; pero comprendiendo que era preciso obrar con precaución, ordené a uno de mis soldados que saltase la cerca y abierta la puerta nos precipitamos al patio. La primera que salió corriendo fue la mujer de Kanine, que levantó las manos gritando horrorizada: “Ya sabia yo que nos sucedería después de eso alguna desgracia”. Perdió el sentido. Uno de los hombres se escapó por la puerta lateral hasta un cobertizo del patio e intentó escalar la empalizada. Yo no le había visto, pero uno de mis soldados se apoderó de él. Kanine nos recibió en la sala; estaba lívido y tembloroso. Adiviné que algo grave acababa de pasar y le prendí inmediatamente. A mis preguntas solo contestaban con el silencio, salvo la señora Kanine, que, de rodillas y con las manos tendidas, suplicaba: “¡piedad, piedad para mis hijos; son inocentes!”.
La muchacha de pelo corto nos miraba con aire desvergonzado y burlón, echándome a la cara el humo de su cigarrillo. Tuve que amenazarla.
– Sé que habéis cometido un crimen – les dije -, pero no queréis confesarlo. Si continuáis callando, fusilaré a los hombres y llevaré a las mujeres atadas codo con codo a Uliassutai para que sean juzgadas.
Hablé con voz firme y decidida, porque me habían puesto fuera de mí. Entonces, la muchacha del pelo corto exclamó, produciéndome verdadero asombro:
– Voy a contarlo todo.
Mandé que trajesen tinta, papel y pluma. Mis soldados sirvieron de testigos y me dispuse a redactar el atestado consignando la confesión de la mujer de Puzikoff. Oíd lo que me dijo:
– Mi marido y yo somos comisarios bolcheviques y estamos aquí para averiguar el número de oficiales blancos refugiados en Mongolia. Pero el viejo Bobroff nos conocía. Quisimos irnos. Kanine nos detuvo, diciéndonos que Bobroff era rico y que tenia pensado asesinarle y saquear su finca. Consentimos en ayudarle. Citamos al joven Bobroff invitándole a venir a jugar a las cartas con nosotros. Cuando volvía a su granja, mi marido le siguió y le mató. Luego fuimos todos a casa de Bobroff. Yo salté la cerca y eché carne envenenada a los perros, que murieron a los pocos minutos. Entonces todos penetramos en la posesión. La primera persona que salió fue la mujer de Bobroff. Puzikoff, oculto detrás de una puerta la mató a hachazos. Al viejo le aplastamos la cabeza mientras dormía. La pequeñuela acudió a la alcoba al oír el ruido y Kanine la mató de un balazo en la frente. En seguida saqueamos la casa y le prendimos fuego, destruyendo incluso los caballos y el ganado. Todo hubiera ardido sin dejar rastro, pero llegasteis de improviso y esos imbéciles nos vendieron.
– Fue espantoso – continuó diciendo el teniente, cuando volvíamos a la estación -. Yo estaba horrorizado oyendo el relato de aquella criatura que con tanta calma me refería el crimen. Era casi una niña. Entonces comprendí a qué grado de depravación llevaría al mundo el bolchevismo extinguiendo la fe, el temor de Dios y la conciencia, como asimismo la necesidad de que todas las personas honradas luchen implacablemente contra ese peligroso enemigo de la Humanidad, mientras le quede el menor soplo de vida.
Al regresar observé a un lado del camino un bulto negro que atrajo mi atención.
– ¿Qué es eso? – pregunté.
– Es el asesino Puzikoff, a quien maté de un tiro de revolver – respondió el teniente -. Hubiera, además, matado a Kanine, pero me inspiraron lástima su mujer y sus hijos, y en cuanto a la querida de Puzikoff, yo no sé todavía matar mujeres por malas que sean. Voy a enviarlos a Uliassutai, bajo la vigilancia de mis soldados, y haréis el viaje en su compañía. Allí sufrirán la pena que merecen, pues seguramente los mongoles que los juzguen los condenarán a muerte.
Tales fueron los acontecimientos acaecidos en Tisingol, en cuyas riberas revoloteaban los fuegos fatuos sobre las charcas pantanosas y cerca del cual pasaba una fisura de trescientos kilómetros de largo que el último temblor de tierra abrió en el suelo.
¿No habrán salido de ese abismo Los Puzikoff, los Kanine y los demás espíritus infernales que han venido a poblar el mundo de crímenes y horrores? Uno de los soldados del teniente Ivanoff, mozo pálido, muy devoto, los llamaba los secuaces de Satán.
Nuestro regreso a Uliassutai, en unión de aquellos criminales, fue bastante desagradable. Mi camarada y yo habíamos perdido nuestra acostumbrada energía. Kanine estaba sumido en sus pensamientos, y la muchacha desvergonzada reía, fumaba y bromeaba con los soldados o con algunos de nuestros compañeros. Por fin atravesamos el Jagisstai, y unas horas después divisamos primero la fortaleza y luego las casas bajas de adobe, agrupadas en la llanura: era Uliassutai.
Una vez más nos vimos arrastrados en el torbellino de los acontecimientos. Durante los quince días de nuestra ausencia habían pasado muchas cosas. El comisario chino Wang-Tsao-Tsun enviaba mensajeros y mensajeros, hasta once, a Urga, y ninguno de ellos volvía. La situación en Mongolia distaba mucho de ser clara. El destacamento ruso aumentaba sin cesar con la llegada de nuevos colonos y continuaba secretamente su existencia ilegal, aunque los chinos lo sabían de sobra por su omnipotente organización de espionaje. En la ciudad, ninguno de los súbditos, rusos o extranjeros, salía de su casa; todos estaban armados, dispuestos a actuar. Por la noche, los centinelas montaban guardia en los patios. Todas estas precauciones se debían a la actitud de los chinos. Estos, por orden del comisario, y especialmente los comerciantes provistos de fusiles armaron a su personal y facilitaron las armas restantes a los funcionarios, que organizaron un batallón de doscientos hombres. Se apoderaron luego del arsenal mongol y distribuyeron las armas que en él cogieron entre los hortelanos del nagan huschun, donde había siempre una población flotante de jornaleros chinos, la hez del pueblo. Este populacho se sentía fuerte a la sazón; se reunían para discutir con pasión y se preparaban indudablemente para realizar una fechoría. Por la noche, los coolies sacaban de los almacenes las cajas de municiones para llevarlas al nagan huschun, y la actitud de aquella gentuza iba siendo de una audacia intolerable. Los coolies y los irregulares detenían y cacheaban a los transeúntes, esforzándose en provocar reyertas que les permitiesen apoderarse de los objetos que codiciaban. Supimos, en secreto, de origen chino, que los chinos preparaban un pogrom o matanza de los rusos y mongoles de Uliassutai. Sabíamos de sobra que bastaba prender fuego a una sola casa, en sitio a propósito, para que toda la aglomeración de edificios de madera ardiera por los cuatro costados. La población entera se dispuso a defenderse; aumentamos el número de centinelas en los cercados, se designaron jefes de los distintos barrios de la ciudad, se organizó un cuerpo de bomberos-zapadores y se aprestaron caballos, carretas y provisiones en el caso de una huida precipitada. La situación empeoró cuando llegó la noticia de que en Kobdo los chinos habían hecho un pogrom, matando a varios engoles y quemando la ciudad, después de una orgia de devastación y pillaje. La mayoría de los habitantes huyeron de noche a los bosques de la montaña, sin abrigos ni alimentos. Los días siguientes, los montes que rodean a Kobdo oyeron los ayes de angustia y de muerte.
El frío glacial y el hambre causaron la muerte de bastantes mujeres y niños, expuestos al aire libre, a la temperatura de un invierno de Mongolia. Los chinos tuvieron conocimiento de todo esto, se limitaron a reír y organizaron a toda prisa una gran reunión en el nagan huschun para discutir la cuestión de saber si podrían entregar la ciudad al populacho y a los irregulares.
Un joven chino, hijo de un cocinero empleado en casa de uno de los colonos, nos descubrió la conspiración. Acordamos practicar en seguida una investigación. Un oficial ruso se unió a mi camarada y a mí, y guiados por el joven chino, que se prestó a ello, recorrimos los arrabales de la ciudad. Aparentábamos ir dando un sencillo paseo; pero no tardamos en ser detenidos por el centinela chino que guardaba la salida de la población en el camino que conducía al nagan huschun. Nos advirtió, con tono hostil, que nadie estaba autorizado para salir del recinto. Mientras hablábamos observé que entre la ciudad y el nagan huschun había apostados centinelas chinos a lo largo del camino y que una multitud de chinos se dirigía hacia aquel lado. Vimos en seguida que era imposible llegar a la reunión por aquella parte, y buscamos otro camino. Salimos del Este, bordeamos el campamento de los desgraciados mongoles, reducidos a la indigencia por las depreciaciones de la administración china, los cuales evidentemente esperaban con ansiedad saber el rumbo que iban a tomar las cosas, porque, a pesar de la hora avanzada de la noche, estaban todos despiertos. Nos deslizamos sobre el hielo y dimos la vuelta por la orilla del río en dirección al nagan huschun. Al pasar al exterior de la población avanzamos con precaución, ocultándonos detrás de todos los obstáculos. Íbamos armados de revólveres y granadas, y sabíamos que un pequeño destacamento se hallaba dispuesto cerca de allí y acudiría en nuestro auxilio si corríamos algún peligro. Al principio el joven chino marchaba a la cabeza con todos nosotros, con mi camarada, pegado a sus pasos como una sombra, recordándole de cuando en cuando que le estrangulaba como a un pollo si hacia el menor gesto para vendernos. Creo firmemente que al pobre muchacho no le agradaba nada la expedición, asustado de que mi gigantesco amigo le siguiese jadeante, con tan pocas pacificas intenciones. Al fin avistamos las empalizadas del nagan huschun, y ya solo nos separaba de él la llanura rasa, en la que era muy difícil distinguir nuestro grupo, por lo que decidimos acercarnos arrastrándonos uno a uno, sin que mi compañero se separase del sospechoso chino. Por fortuna, había en el llano unos montones de estiércol, helados, que nos sirvieron para ocultar nuestro avance hacia el límite del cercado. Las voces del gentío excitado nos valieron para orientarnos. Aprovechamos la oscuridad para escuchar y observar, y reparamos, en nuestra inmediata vecindad, en dos cosas extraordinarias.
Otro espectador invisible asistía al mismo tiempo que nosotros a la asamblea china. Estaba tumbado en el suelo, con la cabeza metida en un agujero que los chinos habían abierto en la valla. Permanecía completamente inmóvil, y era indudable que no se daba cuenta de nuestra presencia. Cerca de él, en una zanja, estaba echado un caballo blanco con la nariz tapada con un trapo, y algo más allá había otro caballo ensillado y amarrado a un poste.
En el patio reinaba un barullo infernal. Dos mil hombres vociferaban, discutían, enarbolaban sus fusiles con ademanes frenéticos. Casi todos estaban armados de fusiles, revólveres, sables y hachas. Entre la multitud circulaban los irregulares hablando constantemente y distribuyendo unas hojas que contenían instrucciones. Por último, un chino gordo, de anchos hombros, subió al brocal de un pozo, blandió su fusil sobre su cabeza y comenzó una arenga con voz fuerte y campanuda.
– Dice a esa gente – nos dijo nuestro intérprete – que deben imitar aquí lo que los chinos han hecho en Kobdo y que deben exigir del comisario chino la promesa de que ordenará a su guardia que no impida la ejecución del plan trazado. Les dice también que el comisario chino debe entregarles todas las armas que poseen los rusos y después vengarse sobre estos de su crimen de Blogoveschensk, en 1900, cuando ahogaron a tres mil chinos. Estad aquí – añade – mientras que yo voy a conferenciar con el comisario.
Saltó del brocal y se dirigió rápidamente a la puerta que daba a la explanada exterior. En seguida vi que el hombre tumbado sacaba la cabeza del agujero, levantaba al caballo blanco del foso y corría a desatar al otro caballo, poniéndole a nuestro lado en sentido opuesto a la ciudad. El orador salió, y notando que su caballo se hallaba del otro lado de la cerca, se terció su fusil en bandolera y se dirigió a su cabalgadura. No había andado la mitad el camino, cuando el extranjero escondido en el rincón de la empalizada arrancó bruscamente a galope, y como un relámpago cogió al hombre, le levantó en vilo y le colocó atravesado sobre el arzón y, amordazándole con un pedazo de tela, espoleó a su caballo, perdiéndose de vista en dirección occidental.
– ¿Quién pensáis que es? – pregunté a mi amigo.
Me repuso sin vacilar:
– Tuchegun Lama.
Todo en él recordaba al misterioso lama vengador, y la manera de apresar a su enemigo se parecía a las hazañas de Tuchegun. Más tarde, ya entrada la noche, supimos que algún tiempo después de la partida del orador que les ayudase en su empresa, la cabeza cortada del emisario había sido arrojada por encima de la empalizada en medio del auditorio que le aguardaba y que ocho irregulares habían desaparecido entre el huschun y la ciudad sin dejar rastros. El acontecimiento atemorizó a la población china y calmó los ánimos exaltados.
Al día siguiente recibimos un socorro inesperado. Un joven mongol llegó a galope de Urga, el capote desgarrado, los cabellos despeinados cayéndole sobre los hombros, un revólver al cinto. Dirigiose sin perder tiempo al mercado donde los mongoles se reúnen siempre, y gritó sin apearse del caballo:
– Urga ha sido tomada por los soldados mongoles y el Chiang Chun (general) barón Ungern. ¡Bogdo Hutuktu es nuestro Kan! ¡Mongoles, matad a los chinos y saquead sus tiendas! ¡Ya no somos esclavos!
La multitud se conmovió. El jinete fue rodeado por las masas y objeto de toda clase de preguntas. El anciano sait mongol Chultun Beyli, había sido destituido por los chinos, informado de la noticia, pidió que se le presentase el mensajero. Después de interrogarle, le detuvo por excitación a la rebelión, pero se negó a entregarle a las autoridades chinas.
Yo acompañaba al sait en aquel momento y le oí emitir su opinión sobre el caso. Cuando el comisario chino Wang Tsao-Tsun amenazó al sait, acusándole de desobediencia, el anciano se limitó a repasar las cuentas de su rosario, diciendo:
– Creo que este mongol no miente y que pronto estarán cambiados nuestros papeles.
Adiviné que Wang Tsao-Tsun creía también en la exactitud de la noticia, porque no insistió. Desde aquel momento los chinos desaparecieron de las calles de Uliassutai como si los hubiera tragado la tierra, y simultáneamente les reemplazaron las patrullas de oficiales rusos y de colonos extranjeros. Una carta recibida por entonces aumentó más el pánico de los chinos: comunicaba que los mongoles de Alti, mandados por el oficial tártaro Waigorodoff, habían perseguido a los saqueadores chinos que huían con el botín recogido en el saco de Kobdo, alcanzándoles y arrollándoles en los límites del Sinkiang. La carta decía también que el general Bakitch y los seis mil hombres internados con él por las autoridades chinas a orillas del Amyl habían recibido armas, partiendo para unirse al attaman Anenkoff, concentrado en Kuldja, a fin de ponerse en contacto con el barón Ungern. Estos rumores carecían de fundamento, porque ni Bakitch ni Anenkoff podían hacer lo que se les atribuía: Anenkoff había sido deportado por los chinos al fondo del Turquestán. Sin embargo, la noticia produjo entre los chinos verdadera consternación.
Precisamente por entonces llegaron a casa del colono ruso bolchevique Burdukoff tras agentes del Soviet de Irkutsk, llamados Saltikoff, Freimann y Novak, los cuales laboraron cerca de las autoridades chinas para convencerlas de que desarmasen a los oficiales rusos y los entregasen a los rojos.
Persuadieron a la Cámara de Comercio china para que pidiese al Soviet de Irkutsk que enviase un destacamento de rojos a Uliassutai a fin de proteger a los chinos de los destacamentos blancos. Freimann trajo consigo impresos de propaganda comunista en idioma mongol e instrucciones para empezar la reconstrucción de la línea telegráfica de Irkutsk. Burdokoff también recibió mensajes de los bolcheviques. El cuarto se dio buena maña y pronto Wang Tsao-Tsun compartió sus puntos de vista. De nuevo tornaron los días angustiosos en que era de temer una matanza de europeos. Los oficiales rusos esperaban ser detenidos de un momento a otro. El representante de una de las casas americanas me acompañó a visitar al comisario para parlamentar con él. Le evidenciamos la ilegalidad de sus actos, porque no estaba autorizado su gobierno para tratar con los bolcheviques mientras que el Gobierno de los soviets no estuviese reconocido por el de Pekín. Los funcionarios chinos revelaban que les pesaba nos hubiésemos enterado de sus conveniencias con los agentes bolcheviques y nos aseguraron que su guardia de Policía bastaba para impedir toda alteración del orden publico. Cierto que su Policía era excelente, pues se componía de soldados veteranos y disciplinados a las ordenes de su oficial serio e inteligente; pero ¿qué podrían hacer ochenta soldados contra un populacho de tres mil coolies, mil comerciantes armados y doscientos irregulares? Insistimos acerca de lo fundado de nuestros temores y le instamos para que impidiese toda efusión de sangre, previniéndole que la población extranjera y rusa se hallaba resuelta a defenderse hasta el último extremo. Wang se apresuró a ordenar que se establecieran guardias de Policía en las calles, y esto ocasionó curiosas escenas, puesto que las patrullas chinas, extranjeras y rusas recorrían la población. Entonces ignorábamos que contábamos con trescientos hombres aguerridos: la partida de Tuchegun Lama, que, dispuesta a socorrernos, se ocultaba en la fragosidad de la montaña próxima.
De nuevo cambió bruscamente la situación. El sait mongol fue avisado por los lamas del monasterio inmediato de que el coronel Kazagrandi, después de derrotar a los irregulares chinos se había apoderado de Van Kure y constituido dos brigadas de caballería rusomongolas, movilizando a los mongoles por orden del Buda vivo y a los rusos por la del barón Ungern. Algunas horas más tarde se supo que en el gran monasterio de Dzain, los soldados chinos habían matado al capitán Barsky y que, en represalia, las tropas de Kazagrandi se apresuraron a atacar y expulsar a los chinos de aquel sitio. En el momento de la toma de Van Kure, los rusos apresaron a un comunista coreano que procedía de Moscú con dinero y folletos de propaganda y se dirigía a Corea y America. El coronel Kazagrandi envió al coreano con su dinero al barón Ungern. Al saber esto, el jefe del destacamento ruso hizo prender a los agentes bolcheviques y les sometió a un consejo de guerra al mismo tiempo que a los asesinos de Bobroff. Respecto a Saltikoff y Novak, hubo dudas; además, Saltikoff consiguió evadirse, mientras que Novak, con anuencia del teniente coronel Michailoff, partió para el Oeste. El jefe del destacamento ruso dispuso la movilización de los colonos rusos y se proclamó francamente protector de Uliassutai con la aquiescencia táctica de las autoridades mongolas.
El sait mongol Chultun Beyli, reunió una asamblea de príncipes mongoles de la región, el alma de la cual era el célebre patriota mongol Hun Jap Lama. Los príncipes exigieron sin dilación de los chinos que evacuasen todo el territorio sometido antes a la jurisdicción del sait Chultun Beyli. Hubo negociaciones, amenazas y riñas entre los elementos chinos y mongoles. Wang Tsao-Tsun propuso un proyecto de acuerdo, que algunos príncipes mongoles aceptaron; pero Jap Lama, en el momento decisivo, tiró al suelo su puñal y juró que se daría muerte antes de firmar aquel vergonzoso pacto. Como consecuencia fueron rechazadas las proposiciones chinas, y los antagonistas comenzaron sus preparativos para la lucha. Movilizáronse todos los mongoles de Jassaktu Jan, Sain Noion Jan y de los dominios de Jahantsi Lama. Las autoridades chinas pusieron en posición sus cuatro ametralladoras y se dispusieron a defender la fortaleza. Continuaron las deliberaciones entre los chinos y los mongoles. Un día, nuestro antiguo conocido Zerén vino a buscarme en mi condición de extranjero imparcial, participándome que tanto Wang Tsao-Tsun como Chultun Beyli me rogaban que mediase para calmar a los dos elementos hostiles, redactando un acuerdo equitativo para ambos. Igual petición se hizo al representante de la casa americana. La tarde siguiente celebramos nuestra primera reunión arbitral en presencia de los delegados chinos y mongoles. Fue borrascosa y apasionada y perdimos la esperanza de llevar a cabo con éxito nuestra misión. Sin embargo, a medianoche, cuando los oradores estaban cansados, conseguimos establecer una avenencia acerca de dos puntos: los mongoles declararon que no querían hacer la guerra y que deseaban zanjar el asunto conservando la amistad del gran pueblo chino, mientras que el comisario chino reconocía que China había violado los Tratados que legalmente concedían a Mongolia plena y completa independencia.
Estos dos puntos constituyeron las bases de las deliberaciones en la segunda reunión y nos proporcionaron el fundamento para la reconciliación. Las negociaciones prosiguieron durante tres días y acabaron por tomar un giro que nos permitió formular nuestras posiciones de acuerdo. Los artículos principales establecían que las autoridades chinas debían de volver a los mongoles los poderes administrativos y las armas, desarmar a los doscientos irregulares y abandonar el país; los mongoles, por su parte, se obligaban a dejar salir de su país con armas y bagajes al comisario chino y su escolta de ochenta soldados. El Tratado chinomongol de Uliassutai fue firmado por los comisarios chinos Wang Tsao-.Tsun y Fu-Hsiang, por los dos saits mongoles, por Hun Jap Lama y los demás príncipes, por los presidentes de las Cámaras de Comercio rusa y china, y por nosotros en calidad de árbitros. Los funcionarios chinos y su guardia empezaron inmediatamente a preparar sus equipajes para la marcha. Los comerciantes chinos permanecieron en la ciudad porque el sait Chultun Beyli, que había recuperado sus atribuciones, les garantizó su seguridad. Llegó el día de la partida. Los camellos cargados ocupaban ya el patio del yamen, y los hombres solo esperaban los caballos que debían venirles de la llanura. De repente se difundió el rumor de que los caballos habían sido robados durante la noche y conducidos al Sur. De los dos soldados expedidos a su alcance solo volvió uno, refiriendo que su compañero había sido muerto. El asombro que el suceso produjo en la población causó entre los chinos un verdadero pánico, el cual aumentó cuando los mongoles, que venían de una parada de posta del Este, manifestaron que en distintos sitios del camino de Urga habían descubierto los cadáveres de dieciséis de los soldados enviados por Wang Tsao-Tsun como correos de gabinete. Pronto aclaramos el misterio.
El jefe del destacamento ruso recibió una carta de un coronel cosaco, V. N. Domojiroff, conteniendo la orden de desarmar inmediatamente las guarnición china, de prender a los funcionarios chinos y de trasladarlos bien custodiados a Urga para ser entregados al barón Ungern y de apoderarse de Uliassutai, por la fuerza si era preciso, reuniéndose luego a su destacamento. Al mismo tiempo llegó al galope un mensajero de Hutuktu de Narabanchi, portador de una carta, participando que una partida rusa, al mando del Hun Boldon y del coronel Domojiroff, habían saqueado los almacenes chinos, matando a los mercaderes y presentándose en el monasterio reclamando caballos y víveres.
El Hutuktu reclamaba auxilio, porque el feroz conquistador de Kobdo, Hun Boldon, podía con facilidad entrar a saco en el monasterio, aislado y sin protección. Recomendamos con insistencia al teniente coronel Michailoff que no violase el Tratado que acababa de ser firmado para no desalentar a los extranjeros y a los rusos que habían tomado parte en su redacción, pues ello equivaldría a imitar el principio bolchevique, que hace de la traición el arma principal del gobierno. El argumento convenció a Michailoff, y respondió a Domojiroff que Uliassutai estaba ya en su poder sin combate, que en el hotel del antiguo consulado ondeaba la bandera tricolor de Rusia, que los irregulares habían sido desarmados pero que era imposible cumplir las demás ordenes sin romper el Tratado chinomongol recién pactado en Uliassutai.
Diariamente llegaban emisarios enviados por el Hutuktu de Narabanchi. Las noticias eran cada vez más alarmantes. El Hutuktu manifestaba que Hun Boldon estaba en vía de movilizar a los mendigos y cuatreros, a quienes armaba e instruía militarmente; que los soldados se apoderaban de los carneros del monasterio; que el joyón Domojiroff se hallaba borracho constantemente y que sus reclamaciones no merecían otra respuesta que sarcasmos e injurias. Los enviados deban datos muy vagos sobre la fuerza del destacamento, pues unos hablaban de treinta hombres y otros afirmaban que Domojiroff disponía de ochocientos soldados. No sabíamos que pensar, y pronto dejaron de venir mensajeros. Todas las cartas del sait quedaron sin contestación y sus portadores no regresaron: era de suponer que les mataban o hacían prisioneros.
El príncipe Chultun Beyli decidió ir en persona. Llevó con él a los presidentes de las Cámaras de Comercio rusa y china y a dos oficiales mongoles. Pasaron tres días sin que tuviésemos noticias de ellos. Los mongoles comenzaron a inquietarse y Hun Jap Lama y el comisario chino dirigieron una súplica al grupo de extranjeros para que alguien fuese a Narabanchi a fin de procurar resolver la dificultad de reconocer el Tratado, no permitiendo la afrentosa ruptura de un Convenio de los dos grandes pueblos. Nuestro grupo me pido una vez más que me sacrificase por el bien público. Elegí para intérprete a un joven colono ruso, sobrino de Bobroff, admirable jinete, valiente y sereno. El teniente coronel Michailoff me cedió uno de sus ayudantes. Provistos de una tzara que nos aseguraba los mejores caballos de posta y los guías más aptos, recorrimos rápidamente el camino, ya familiar para mi, que conducía al monasterio de mi querido amigo Jelib Djamszap, Hutuktu de Narabanchi. Aunque la capa de nieve era espesa en ciertos parajes, hicimos entre ciento sesenta y doscientos kilómetros por día.
LA BANDA DE “HUNGHUBZES” BLANCOS
Llegamos a Narabanchi entrada la noche del tercer día. Al aproximarnos vimos varios jinetes que, en cuanto nos divisaron, se dirigieron a galope al monasterio. Durante un rato buscamos el campamento ruso, sin encontrarlo. Los mongoles nos condujeron al monasterio, donde Hutuktu me recibió inmediatamente. En su yurta estaba sentado Chultun Beyli. Me presentó unos hatyks y me dijo:
– Dios mismo os trae aquí para ayudarnos en estos tiempos difíciles.
Domojiroff había prendido a los dos presidentes de las Cámaras de Comercio y amenazaba al príncipe Chultun con hacerle fusilar; pero ni él ni Hun Boldon tenían documentos oficiales que legalizasen sus actos. Chultun Beyli preparaba la lucha contra ellos. Le rogué que me llevasen a la presencia del coronel cosaco. En la oscuridad vi cuatro grandes yurtas y dos centinelas mongoles provistos de fusiles rusos. Entramos en la tienda del joyón cosaco. Una extraña escena se ofreció a mi mirada atónita. En medio de la yurta ardía un brasero. En el sitio donde suele levantarse el altar había un trono en el cual se hallaba sentado el coronel Domojiroff, viejo, alto, seco y canoso. Estaba en paños menores y descalzo. En torno al brasero había doce jóvenes, tendidas en posturas variadas y pintorescas. Mi compañero, el oficial, dio cuenta a Domojiroff de los acontecimientos ocurridos en Uliassutai, y durante la conversación pregunté al caudillo por el campamento de su hueste. Se echó a reír y me respondió haciendo una señal con la mano: “Este es mi ejército”. Le dije que la clase de sus órdenes nos había hecho creer que contaba con fuerzas importantes. Luego le comuniqué que el teniente coronel Michailoff se disponía a combatí a las tropas bolcheviques que se acercaban a Uliassutai.
– ¿Cómo? – exclamó con el miedo y la confusión pintados en el rostro -; ¡los rojos!
Pasamos la noche en su yurta, y cuando iba a acostarme, el oficial me dijo en voz baja:
– Tenga el revólver siempre a mano.
Yo le tomé a broma y le contesté:
– Hombre, estamos entre blancos, y, por consiguiente, seguros.
– ¡Hum!, por si acaso – respondió el oficial, guiñándome un ojo.
Al día siguiente invité a Domojiroff a dar un paseo conmigo por la llanura y le hablé con franqueza de lo que había sucedido. El y el cabecilla Hun Boldon tenían órdenes del barón Ungern de ponerse a disposición del general Bakitch, pero en vez de eso se dedicaron a saquear los almacenes chinos situados en el camino y a él se le metió en la cabeza llegar a ser un gran conquistador. En sus andanzas se reunieron con él unos cuantos oficiales, desertores de las fuerzas del coronel Kazagrandi, quienes formaban su banda actual. Logré persuadirle de que arreglase las cosas por buenas con Chultun Beyli y de que se respetase el Tratado. En seguida se encaminó al monasterio. A la vuelta me crucé con un mongol corpulento, de rostro feroz, que vestía de seda azul. Era Hun Bolbon. Se dirigió a mí hablándome en ruso. Acababa yo de quitarme el capote en la tienda de Domojiroff, cuando un secuaz del jefe mongol entró corriendo, invitándome a ir a la tienda del vencedor de Kobdo. Este habitaba precisamente al lado de una magnífica yurta azul. Conocedor de las costumbres mongolas, monté a caballo para recorrer los diez pasos que me separaban de su puerta. Hun Boldon me recibió con desdeñosa altivez.
– ¿Quién es este? – preguntó al intérprete, señalándome con el dedo.
Comprendí su intención de mortificarme y le respondí del mismo modo, o sea le señalé con el dedo, y volviéndome hacia el intérprete le hice la pregunta en el tono más insultante que pude hallar.
– ¿Quién es este? ¿Un gran príncipe y guerrero o un bestia y pastor?
Boldon perdió en seguida la serenidad, y con voz temblorosa, pues toda su actitud demostraba intensa agitación, me echó en cara que no permitiría intervenir en sus asuntos y que arrollaría a cuantos pretendiesen desbaratarle sus planes. Dio un puñetazo en la mesa, se levantó y sacó su revólver. Yo había viajado mucho entre nómadas y los conocía de sobra, tanto a los príncipes y lamas como a los pastores y bandidos. Cogí mi látigo, y golpeando la mesa con toda mi fuerza, le dije al intérprete:
– Hacedle saber que tiene el honor de hablar con un extranjero que no es mongol ni ruso, sino ciudadano de un gran Estado libre. Decidle que aprenda primero a ser hombre y que luego vaya a visitarme si quiere entrevistarse conmigo.
Le volví la espalda y salí. Diez minutos después, Hun Bolbon entraba en mi yurta y me presentaba sus disculpas. Le convencí de que debía parlamentar con Chultun Beyli y no seguir ofendiendo al pueblo mongol con sus atrocidades. Aquella misma tarde quedó todo arreglado. Hun Boldon licenció a sus mongoles y se retiró a Kobdo, mientras que Domojiroff y su banda partían para Jasaktu Jan, a fin de activar la movilización de los indígenas. Con la venia de Chultun Beyli, escribí a Wang Tsao-Tsun, pidiéndoles que desarmase su guardia, puesto que todas las tropas chinas de Urga habían hecho lo propio; pero la carta llegó cuando Wang, disponiendo ya de camellos en sustitución de los caballos robados, se había puesto en camino hacia la frontera. Más tarde, el teniente coronel Michailoff envió un destacamento de cincuenta hombres, mandados por el teniente Strigine, a los alcances del gobernador chino para que recogiese las armas de los soldados de este.
El príncipe Chultun Beyli y yo estábamos dispuestos a abandonar Narabanchi Kure. Mientras que Hutuktu oficiaba en honor del sait, en el templo de la Bendición, yo me paseé por los alrededores, recorriendo las angostas sendas que bordeaban las casa de los lamas, de los distintos grados: Geolongs, Getuls, Chaidje y Rabdjambe; las escuelas donde enseñan los sabios doctores en Teología (Maramba), al mismo tiempo que lo hacen los doctores en Medicina (Ta Lama); las hospederías de estudiantes (Bandi); los almacenes, los archivos y las bibliotecas.
Cuando volvía a la yurta del Hutuktu, este me aguardaba. Me ofreció un gran hatyk y me propuso dar un paseo por el monasterio. Su semblante tenía una expresión preocupada que me hizo comprender que deseaba decirme algo importante. Al salir de la yurta, el presidente de la Cámara de Comercio rusa, recién puesto en libertad, y un oficial ruso se unieron a nosotros. El Hutuktu nos condujo a un pequeño edificio situado precisamente detrás de un muro de un amarillo deslumbrador.
– En este edificio se han albergado una vez el Dalai Lama y Bogdo Kan; nosotros acostumbramos pintar de amarillo las casas donde han habitado estas santas personas. ¡Entrad!
El interior estaba espléndidamente decorado. En la planta baja se hallaba el comedor, amueblado con mesas de madera maciza, ricamente tallada, y aparadores cargados de porcelanas y bronces. Dos piezas constituían el piso de arriba: primero, una alcoba aderezada con pesadas cortinas de seda amarilla; una gran linterna china, lujosamente engastada de piedras multicolores, colgaba, por medio de una fina cadena de bronce, de una viga esculpida del techo. Había allí un amplio lecho cuadrado cubierto de almohadones de seda, edredones y colchas. La cama era de ébano de China y tenia como remate de las columnas que sostenían el cielo del techo unas estatuas bellamente ejecutadas, representando como motivo principal al dragón de la tradición devorando al Sol. Junto a la cama se alzaba una cómoda completamente cuajada de figuras y grupos, figurando escenas religiosas. Cuatro butacas que incitaban al reposo completaban el mobiliario, con el trono oriental bajo, puesto sobre un estado en el fondo de la estancia.
– ¿Veis ese trono? – me dijo el Hutuktu -. Una noche de invierno llegaron al monasterio varios jinetes y pidieron que todos los gelons y gatuls, con el Hutuktu y el Kampo a su frente, se congregaran en esta estancia. Entonces uno de los extranjeros se subió al trono y se quitó su bachlik; es decir, su peluca. Todos los lamas cayeron de rodillas porque habían reconocido al hombre de quien se viene tratando desde los siglos más remotos en las bulas sagradas del Dalai Lama, del Tashi Lama y del Bogo Kan. Es el hombre al que pertenece el mundo entero y que ha penetrado en todos los misterios de la Naturaleza. Rezó una corta oración en tibetano, bendijo a todos los auditores e hizo profecías para la mitad del siglo siguiente. De esto hace treinta años, y en el intervalo todas las profecías se han cumplido. Durante sus plegarias ante el pequeño altar, en la sal próxima, la puerta que veis se abrió sola, los cirios y antorchas que había en el altar se encendieron espontáneamente y los incensarios sagrados, sin lumbre, despidieron al aire vaporosas olas de incienso, que llenaron la habitación. Luego, sin previo aviso, el rey del mundo y sus compañeros desaparecieron. Tras él no quedó el menor rastro, pues los mismos pliegues del ropaje de seda que cubría el trono se estiraron, dejándole como si nadie se hubiese sentado allí.
El Hutuktu penetró en el santuario, se arrodilló, tapándose los ojos con las manos, y empezó a rezar. Miré le rostro tranquilo e indiferente del Buda dorado, sobre el cual las lámparas vacilantes proyectaban sobras movedizas, y luego dirigí la vista al lado del trono. ¡Oh cosa maravillosa y difícil de creer! Vi realmente ante mí un hombre fuerte, musculoso, de tez bronceada y expresión severa, acentuada en la boca y en las mandíbulas. El brillo de sus ojos prestaba a su fisonomía extraordinario realce. A través de su cuerpo trasparente, envuelto en una capa blanca, leí las inscripciones, en tibetano, del respaldo del trono. Cerré los ojos y al poco los abrí de nuevo. Ya no había nadie, pero el almohadón de seda del trono me pareció que se movía.
– Es nerviosismo – me dije -, una tendencia a la impresionabilidad anormal, producida por una tensión de espíritu desacostumbrada.
El Hutuktu se volvió hacia mí y me dijo:
– Dadme vuestro hatyk. Noto que estáis inquieto por la suerte de los vuestros y quiero rezar por ellos. Orad también, implorada Dios y dirigid las miradas del alma al rey del mundo que pasó por aquí y santificó este lugar.
El Hutuktu colocó el hatyk en el hombreo de Buda y, prosternándose sobre la alfombra delate del altar, murmuró una oración. Luego levantó la cabeza y me hizo una seña con la mano:
– Mirad el espacio oscuro detrás de la estatua de Buda, y en él veréis a los que amáis.
Obedecí inmediatamente su orden, dada con voz grave, y fijé mi vista en el nicho sombrío que me había indicado. Pronto en las tinieblas comenzaron a aparecer unas nubecillas de humo y de hilos transparentes. Flotaban en el aire haciéndose cada vez más densas y numerosas, hasta el momento en que, poco a poco, formaron cuerpos humanos y contornos de objetos. Vi una habitación, que me era desconocida, en la que se hallaban mi familia rodeada de antiguos amigos y también de otras personas. Conocí incluso el traje que llevaba mi mujer. Todas las facciones de su querido rostro se mostraron perfectamente visibles y claras. Luego la visión se atenuó, se desvaneció entre nubes de humo y de hilos transparentes y desapareció por completo. Detrás del Buda dorado no había más que tinieblas.
El Hutuktu se incorporó, quitó mi hatyk del hombro de Buda y me lo entregó, diciendo estas palabras:
– La Fortuna os acompaña. La bondad de Dios jamás os abandonará.
Salimos de la morada del rey del mundo, donde este soberano desconocido rezó por la Humanidad entera y predijo el destino de los pueblos y de los estados. Grande fue mi sorpresa cuando supe que mis compañeros habían sido también testigos de mi visión y cuando me describieron con todo detalle el aspecto y los trajes de las personas que yo había visto en el nicho oscuro detrás de la cabeza de Buda (A fin de conservar el testimonio de las demás personas que vieron como yo esta aparición, extraordinariamente emocionante, les rogué que redactaran las reseñas de lo que habían visto. Tengo estos documentos en mi poder).
El oficial mongol me dijo además que Chultun Beyli había rogado la víspera al Hutuktu que le revelara su destino en tan importante periodo de su vida y durante la crisis que atravesaba el país; pero el Hutuktu se contentó con hacer un gesto demostrativo de pesar, negándose a ello. Cuando pregunté al Hutuktu el motivo de su negativa, argumentándole que eso podría calmar las zozobras de Chultun Beyli y serle provechoso, como lo fue para mí la contemplación de mi familia, el Hutuktu frunció el ceño y me respondió:
– No. La vision no le seria grata al principe. Su destino es negro. Ayer he mirado tres veces su suerte en los omoplatos quemados y en las entrañas de los carneros, y siempre obtuve el mismo resultado siniestro…
No concluyó y, aterrado, se tapó la cara con las manos. Era indudable que a Chultun Beyli le aguardaba un porvenir tan negro como la noche.
Una hora después estábamos al otro lado de las colinas que nos impedían ver Narabanchi Kure.
Llegamos a Uliassutai el día que volvió el destacamento enviado a desarmar la escolta de Wang Tsao-Tsun. Dicho destacamento encontró en su morada al coronel Domojiroff, quien ordenó no solo desarmar a los chinos, sino saquear la caravana, y, desgraciadamente, el teniente Strigine cumplió esas disposiciones dadas ilegalmente. Era vergonzoso y comprometedor el ver a los oficiales y soldados rusos utilizar los capotes, las botas y los relojes de pulsera que habían robado a los funcionarios chinos y a su escolta. Todos tenían plata y oro de los chinos como parte del botín. La mujer mongola de Wang Tsao-Tsun y su hermano regresaron con el destacamento y se quejaron de haber sido robados por los rusos. Los funcionarios y los soldados chinos, despojados de sus provisiones, pudieron a duras penas cruzar la frontera de su patria después de sufrir lo indecible a causa del hambre y del frío. Nuestra colonia extranjera se escandalizó al observar que el teniente coronel Michailoff recibía a Strigine con honores militares; pero más tarde nos explicamos el porqué, cuando supimos que Michailoff había participado del botín en buena plata china y que su mujer poseía la magnifica montura de Fu-Hsiang. Chultun Beyli pidió que entregasen las armas recogidas y los objetos arrebatados, a fin de devolvérselos a las autoridades chinas. Michailoff se negó. La columna extranjera, desde aquel momento rompió sus relaciones con el destacamento ruso. La armonía entre rusos y mongoles disminuyó bastante. Algunos oficiales rusos protestaron de la actitud y conducta de Michailoff y Strigine y la situación se agriaba día a día.
Por entonces, cierta mañana de abril, un grupo considerable de jinetes armados llegó a Uliassutai. Se apearon a la puerta del bolchevique Burdukoff, quien les entregó, según nos afirmaron, una crecida cantidad de dinero. Aquel grupo explicó que estaba formado por antiguos oficiales de la guardia imperial: los coroneles Poletika, N. N. Filipoff y tres hermanos de este último. Anunciaron que querian reunir a todos los oficiales y soldados blancos diseminados en Mongolia y China para conducirles al Urianhai con objeto de combatir contra los bolcheviques, pero que antes se proponian aniquilar a Ungern y devolver Mongolia a China. Se daban el título de representantes de la organización central de los blancos de Rusia.
El Comité de oficiales rusos de Uliassutai los invitó a una reunión, examinó sus papeles y los interrogó. La investigación demostró que todas las manifestaciones de aquellos oficiales concernientes a sus antiguos cargos eran absolutamente falsas; que Poletika ocupaba un puesto importante en el Comisariado soviético de la guerra; que uno de los hermanos de Filipoff había sido adjunto a Kamanef en su primera tentativa para ir a Inglaterra; que la organización central blanca de Rusia no existía; que la proyectada lucha en el Urianhai era solo una celada para atraer a los oficiales blancos y que el grupo estaba en íntimo contacto con el bolchevique Burdukoff.
Surgió una discusión entre los oficiales acerca de lo que convenía hacer con aquel grupo. El destacamento se dividió en dos bandos distintos. El teniente coronel Michailoff, seguido de varios oficiales, se unió al grupo de Poletika precisamente en el momento que el coronel Domojiroff llegaba con su partida. Domojiroff se puso al habla con las dos pandillas, y después de estudiar la situación nombró a Poletika gobernador militar de Uliassutai y envió al barón Ungern un relato detallado de los acontecimientos. En este documento me dedicaba bastante espacio, acusándome de interponerme siempre en su camino. Sus oficiales me vigilaban constantemente. De ambos lados me aconsejaron estar prevenido. La banda y su jefe preguntaban francamente con qué derecho un extranjero se atrevía a mezclarse en los asuntos de Mongolia. Uno de los secuaces de Domojiroff me provocó directamente, en el curso de una reunión, a fin de originar una polémica. Le repliqué tranquilamente:
– ¿Y por qué razón intervienen los refugiados rusos, puesto que carecen de derechos, tanto en su país como fuera de él?
El oficial no dijo nada, pero en sus ojos lució un fulgor que bien valía por una agria respuesta. Mi camarada, sentado junto a mí, se dirigió a él, y dominándole con su estatura de gigante, se desperezó como si acabase de despertarse, exclamando:
– Me gustaría boxear un poco.
La gente de Domojiroff hubiera conseguido apoderarse de mí en cierta ocasión, de no haberme salvado la vigilancia de nuestra colonia extranjera. Yo había ido a la fortaleza a negociar con el sait mongol la partida de los extranjeros de Uliassutai. Chultun Beyli me entretuvo largo rato; de suerte que le dejé a eso de las nueve de la noche. Mi caballo iba al paso. A un kilómetro de la ciudad, tres hombres saltaron de una zanja y se arrojaron sobre mí. Di un latigazo a mi caballo, pero observé que otros hombres, saliendo de un segundo foso, pretendían cortarme el camino. Sin embargo, en vez de atacarme, se dirigieron a mis asaltantes, de quienes se apoderaron, y oí la voz de uno de los extranjeros que me llamaba. Hallé tres oficiales de Domojiroff rodeados de soldados polacos y de otros extranjeros que obedecían a mi antiguo amigo el ingeniero agrónomo; este se ocupaba en atar las muñecas de los oficiales, tan estrechamente, que les crujían los huesos. Al terminar, y sin dejar de fumar su eterna pipa, exclamó con tono serio:
– Creo que debemos echarlos al río.
Riéndome de su aspecto grave y del miedo de los oficiales de Domojiroff, les pregunté por qué habían querido atacarme. Bajaron la vista guardando silencio; pero el silencio a veces es elocuente, y comprendimos sin esfuerzo cuáles fueron sus intenciones. Llevaban revólveres escondidos en los bolsillos.
– Bien – les dije -. Todo está claro. Voy a devolveros vuestra libertad, pero manifestareis a quine os ha enviado que si reincide no volverá a veros. En cuanto a vuestras armas, se las entregaré al comandante.
Mi amigo, deshaciendo los nudos con el mismo cuidado escalofriante que había puesto al hacerlos, repetía continuamente: “¡Cuánto mejor sería darles un baño!”. Luego regresamos todos a la ciudad, y, a continuación, cada uno se fue por su lado.
Domojiroff continuó mandando mensajeros al barón Ungern, a Urga, reclamando plenos poderes y fondos y reiterándole sus informes sobre Michailoff, Chultun Beyli, Poletika, Filipoff y mi persona.
Saturado de astucia asiática, conservaba, no obstante, buenas relaciones con aquellos cuya muerte estaba tramando, acusándolos ante el barón de Ungern, guerrero implacable, que solo sabia por él lo que pasaba en Uliassutai. Nuestra inquietud aumentaba por días. Los oficiales continuaban divididos en bandos rivales; los soldados se reunían en pandillas para discutir los acontecimientos cotidianos, censurar a sus jefes y, bajo la influencia de algunos de los subordinados de Domojiroff, empezaron a hacer comentarios de esta índole:
– Tenemos siete coroneles que todos quieren mandar y riñen entre ellos. Seria gracioso atar a los siete a otras siete estacas y darles una buena somanta. El que aguantase más sería nuestro jefe.
Lúgubre broma que revelaba sin encubrimientos la desmoralización del destacamento ruso.
– Me parece – decía con frecuencia mi camarada – que pronto tendremos el gusto de ver en Uliassutai un comité de soldados. ¡Por Dios y el diablo! Lo que más siento de todo esto es que no hay cerca algunos bosques donde pudiéramos refugiarnos de esos malditos soviets. Esta miserable Mongolia es una tierra tan pelada y rasa, que carece de sitios para ocultarnos.
Era exacto que se avecinaba la constitución de un Soviet. Un día los soldados se adueñaron del arsenal que contenía las armas recogidas a los chinos y se las llevaron a su cuartel. La embriaguez, el juego y las reyertas fueron en aumento. Los extranjeros, atentos a los acontecimientos y temiendo una catástrofe, decidieron por último abandonar Uliassutai, que estaba convertido en un foco de pasiones políticas, de contiendas y denuncias. Supimos que la facción Poletika se preparaba también para irse dentro de algunos días. Formamos dos grupos: uno siguió la antigua ruta de las caravanas a través del Gobi, muy al sur de Urga, hacia Kuku Hoto y Kweihuacheng y Kalgan, y el mío, constituido por mi amigo, dos soldados polacos y yo, que se dirigió a Urga por Zain-Chabi, donde el coronel Kazagrandi me había citado en una de sus cartas recientes. De este modo salimos de Uliassutai, la ciudad en que nos habían ocurrido tantas emocionantes peripecias.
Seis días después de nuestra salida llegó a la población el destacamento buriato-mongol mandado por un buriato llamado Vandaloff, y por un ruso, el capitán Bezrodnoff. A este le conocí luego en Zain-Chabi. El destacamento procedía de Urga y tenia ordenes del barón Ungern para restablecer la normalidad en Uliassutai y marchar sobre Kobdo. Viniendo de Zain-Chabi, Bezrodnoff tropezó con el grupo Poletika-Michailoff. Se detuvo, examinó sus equipajes, halló en ellos documentos sospechosos, y en el de Michailoff y su mujer encontró el dinero y los objetos robados a los chinos. De este grupo de dieciséis hombres eligió a N. N. Filipoff para enviarle, bien guardado, al barón Ungern, puso en libertad a los tres y fusiló a los doce restantes. Así terminaron en Zain-Chabi la existencia de un núcleo de emigrados y las intrigas del grupo Poletika. En Uliassutai, Bezrodnoff mandó fusilar a Chultun Beyli por haber infringido las cláusulas del Tratado chinomongol, y a unos cuantos bolcheviques, y prendió a Domojiroff, restableciendo la disciplina. Las profecías concernientes a Chultun Beyli se habían cumplido.
No ignoraba de qué clase eran los informes que Domojiroff proporcionó acerca de mí al barón Ungern; pero a pesar de ello decidí continuar mi viaje a Urga, sin dejar a un lado esta ciudad, como Poletika lo estaba empezando a hacer cuando cayó en manos de su verdugo Bezrodnoff. Ya no me asustaba ver la cara al peligro y partí al encuentro del terrible y “sanguinario barón”. Nadie puede responder de su propia suerte. Además, no me creía culpable y el sentimiento del miedo no ocupaba, dicho sin jactancia, el menor espacio en mis pensamientos.
Un jinete mongol que se nos unió en el camino me trajo la noticia de la hecatombe de Zain-Chabi. Pasó la noche conmigo en la yurta de la parada de postar y me contó esta fúnebre historia:
– Fue en tiempos remotos, cuando los mongoles éramos los amos de China. El príncipe de Uliassutai, Beltis Van, estaba loco y hacia degollar, sin proceso, si se le antojaba, a quien tuviese la desgracia de desagradarle; de modo que nadie se atrevía a penetrar en la ciudad. Los otros príncipes y los mongoles ricos sitiaron Uliassutai con sus tropas, incomunicándola con el exterior y no permitiendo que nadie entrase o saliese de ella. El hambre se enseñoreó de la plaza cercada. Sus habitantes se comieron los bueyes, carneros y caballos. Por último, Beltis Van resolvió hacer una salida desesperada hacia el Oeste con intención de llegar al territorio de una de sus tribus, la de los Oletos. El y los suyos perecieron en la batalla, sin que sobreviviese ninguno.
Los príncipes, atendiendo al consejo de Hutuktu Bayantu, enterraron los muertos en las pendientes de las montañas que circundan a Uliassutai. Les sepultaron con encantamientos y exorcismos a fin de que la muerte a mano airada desapareciese para siempre del país. Tapáronse las tumbas con pesadas piedras y el Hutuktu profetizó que el mal demonio no saldría de la tierra en que quedaba encerrado hasta el día que se derramase sangre humana sobre las piedras de aquellas tumbas. Esta leyenda tiene entre nosotros hondas raíces.
La profecía se ha realizado. Los rusos han matado en ese paraje a dos bolcheviques, y los chinos a dos mongoles. El espíritu perverso de Baltis Van, escapado de su cárcel de piedra, siega él mismo con su hoz afilada la vida de los nuestros; el joyón ruso Michailoff ha caído también y la muerte se cierne sobre nuestras dilatadas llanuras. ¿Quién podrán ahora detenerla? ¿Quién atará sus manos feroces? Un sinfín de calamidades abruma actualmente a los dioses y a los buenos. Los malos demonios guerrean con los espíritus luminosos. ¿Qué puede hacer el hombre? Morir, solo morir…