Once

Charity se alegró de estar sentada porque no podría haberse mantenido en pie después de oír las palabras de Marsha.

– Mi…

– Abuela. Sandra Tilson, o como tú la conocías, Sandra Jones era mi hija. ¿Quieres un poco de agua?

Charity negó con la cabeza. Las palabras tenían sentido, pero no podía aceptar su significado. ¿Su abuela, su familia? Sandra siempre le había dicho que estaban solas en el mundo, que sólo se tenían la una a la otra, pero Charity siempre imaginó que cabía la posibilidad de que su madre no le estuviera contando toda la verdad, que estuviera guardándose algo. No era una mala persona, simplemente había decidido vivir siguiendo sus propias reglas.

Ahora, en el tranquilo despacho de la alcaldesa de Fool's Gold, Charity miraba a la mujer de sesenta y tantos años sentada delante de ella y buscaba una verdad en sus ojos.

Supuso que esa verdad podría encontrarla en la forma de la mandíbula, en la forma de los ojos, que eran como los de su madre, pero ¿su abuela?

– No lo comprendo -susurró.

Marsha se levantó y fue a su mesa. Abrió un cajón y sacó un fino álbum de fotos que le entregó.

Charity deslizó los dedos sobre la cubierta de piel roja, casi temerosa de abrirlo.

– Mi marido murió cuando yo era muy joven y nuestra hija era aún una niña pequeña -comenzó a decir la mujer-. Tenerla me ayudó a superar mi pena, estábamos muy unidas. Era una niña encantadora y muy simpática, además de muy inteligente y aplicada. Pero cuando llegó a la adolescencia, todo se desmoronó y comenzó a actuar como una rebelde.

Marsha entrelazó las manos sobre su regazo.

– No sabía qué hacer. Intenté quererla más, negocié con ella, pero entonces las cosas empeoraron y la castigué. Endurecí las normas de la casa y me convertí en una madre controladora y dictatorial.

Charity seguía sujetando el álbum.

– Seguro que no le hizo gracia tener muchas reglas.

– Tienes razón. Cuanto más intentaba controlarla, más intentaba ella alejarse de mí. Siempre había sido estricta, pero me volví insoportable. Ella respondía saltándose las clases, yendo a fiestas, bebiendo y consumiendo drogas. La arrestaron junto a otros amigos por robar un coche y yo me sentí muy humillada. No sabía cómo hacerle comprender la situación. Y entonces me dijo que estaba embarazada. Apenas tenía diecisiete años.

Marsha respiró hondo.

– Fue demasiado. Perdí los nervios por completo y le grité como una madre no debería hacer nunca. La acusé de haberme arruinado la vida y de planear cosas para avergonzarme, y creo que en ese momento la odiaba.

Bajó la cabeza.

– Ahora estoy avergonzadísima. Daría lo que fuera por volver a ese momento y retirar esas palabras. Sandra me miraba con todo el odio que es capaz de expresar una persona de diecisiete años y me dijo que me haría la vida más fácil. Que se iría. Recuerdo que me reí y le dije que no tendría tanta suerte.

Tragó saliva y miró a Charity.

– A la mañana siguiente se marchó. No podía creerlo. Estaba convencida de que le gustaban demasiado las comodidades de su vida como para renunciar a ellas, pero me equivoqué -los ojos se le llenaron de lágrimas.

Charity se inclinó hacia ella.

– No hiciste nada malo. Discutisteis. Las madres y las hijas discuten. Mi madre y yo… -se detuvo. Cabía la posibilidad de que su madre fuera la hija de Marsha; ¿de verdad podía tratarse de la misma persona?

– Te agradezco que te pongas de mi lado, pero sé lo que hice y sé que la culpa fue mía -una única lágrima se deslizó por su mejilla y ella la apartó-. Desapareció. No sé cómo lo hizo, pero se fue. Desapareció por completo. No podía encontrarla. Miré y miré, contraté a profesionales, le supliqué a Dios, envié folletos sobre ella por todo el país. Ni rastro. Por fin, unos tres años después, uno de los detectives que había contratado me envió una dirección de Georgia y tomé el primer vuelo hacia allí.

Oír la historia fue como escuchar un resumen de un telefilme, pensó Charity. Era como si no tuviera nada que ver con ella aunque en teoría sí que formaba parte de ello.

– Eras preciosa -dijo Marsha con una temblorosa sonrisa-. La primera vez que te vi estabas jugando en el jardín y empujando un carrito de bebé de plástico. Tendrías unos dos años y medio. Sandra estaba sentada en los escalones mirándote. La casa era pequeña y estaba situada en un barrio terrible. Lo único que quería era traeros a casa, aquí, conmigo.

«Cosa que no pasó», pensó Charity, sin atreverse a imaginar cómo habría sido su vida si hubiera crecido en un lugar como Fool's Gold, esa pequeña ciudad donde todos se preocupaban de todos. Un lugar donde por fin podría echar raíces.

– Seguía furiosa -susurró Marsha y su sonrisa se desvaneció-. Muy enfadada. No me dejó decir nada ni escuchó mis disculpas. ¡Había tanta rabia en su voz y en su mirada! Me dijo que me fuera, que no quería volver a verme y que si intentaba veros, se aseguraría de desaparecer de nuevo y de que yo jamás te encontrara. Me quedé hundida.

Marsha respiró hondo.

– Disculpa. Ha pasado mucho tiempo, pero lo siento como algo muy reciente. Le expliqué que había cambiado, que había aprendido de mis errores. Le dije que quería tenerla de vuelta en mi vida, a las dos, pero no le importó. Dijo que había terminado conmigo, con mis reglas y con las expectativas. Dijo que estaba bien sola y me repitió que si volvía a verme, desaparecería y yo jamás os encontraría.

A Charity se le encogió el pecho al ver el dolor de Marsha.

– Lo siento -susurró. Una parte de ella se decía que Sandra no habría sido capaz de hacer eso, pero en el fondo sabía que era posible porque cuando Sandra tomaba una decisión, no había forma de disuadirla. No había vuelta atrás.

– Volví a casa rota por dentro y sabiendo que todo era culpa mía.

– Pero no es así -le dijo Charity con firmeza-. Cometiste un error, pero quisiste enmendarlo. Nadie es perfecto. Todos cometemos errores. Fue Sandra la que decidió no escuchar y no darte una segunda oportunidad.

– Tal vez. Intenté decirme eso, pero lo cierto es que intentaba controlar todos los aspectos de la vida de Sandra y eso ella no podía soportarlo. Lo hacía porque había perdido a mi marido y me aterrorizaba pensar que si no lo tenía todo controlado, sucedería otra tragedia que invadiría mi vida.

Apretó los labios y siguió diciendo:

– Os dejé a las dos. No sabía qué más hacer. Pensé en tenerla vigilada, pero me daba miedo que lo descubriera. Pasaron los años y los recuerdos se desvanecieron, pero no el anhelo, ni las preguntas. Pensaba en las dos todo el tiempo. Diez años después contraté a otro detective para ver si podía encontrarla y la localizó sin problemas. El chico que era tu padre… -se le apagó la voz un instante-. Estoy hablando demasiado.

Charity le tocó el brazo.

– Sé que murió. Ella me lo dijo después de que le hubiera estado haciendo muchas preguntas. Aunque podía creer que mi madre no tenía familia, sabía que tenía un padre y cuando murió, dejé de preguntar.

Tenía doce años. Sandra había entrado en su habitación de la caravana que tenían alquilada en un parque a las afueras de Phoenix. Charity lo recordaba todo, las vistas desde la diminuta ventana y el sonido del grifo que goteaba mientras su madre le decía que el chico que la había dejado embarazada se había alistado en el ejército y había muerto en un accidente de helicóptero.

Marsha le apretó la mano.

– Lo siento. Pensé que eso cambiaría las cosas, pero no fue así. Nunca respondió a mi carta y cuando envié al detective para que comprobara como os encontrabais, ella ya se había ido. Tal como me había prometido. Había vuelto a perderla.

Se encogió de hombros.

– Así que me rendí. Dejé de buscar. Dejé de tener esperanzas. Acepté que había ahuyentado a mi única hija y seguí con mi vida. Pero hace unos meses decidí intentarlo de nuevo.

A Charity se le encogió el pecho.

– ¿Contrataste a otro detective?

Marsha asintió y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– No le costó descubrir que mi niña había muerto de cáncer y que todo fue muy rápido.

Charity asintió. Ella había tenido tiempo de acostumbrarse a la muerte de su madre, pero para Marsha la noticia aún estaba muy reciente y seguía siendo dolorosa.

– Lo siento -susurró al darse cuenta de que todo el mundo había lamentado cosas menos la propia Sandra.

– Fue un gran impacto -admitió Marsha-. Era mi única hija. ¿No debería haberlo sabido? ¿No debería haberlo presentido? ¿Haberlo sentido en mi corazón? Pero nada. La lloré, lloré por todo lo que podríamos haber tenido y por todo lo que había echado por la borda.

– ¡No! -dijo Charity con rotundidad-. Tú no eres la única responsable. Sí, cometiste errores, pero ella también. Yo siempre estuve suplicándole que me hablara sobre mi familia y nunca lo hizo. Se negaba porque lo que ella sentía era más importante que lo que yo quería. Murió dejándome sola en el mundo y nunca se molestó en contarme la verdad. Te he tenido todo este tiempo y nunca me lo dijo.

Ahora Charity era la que contenía las lágrimas.

– Odiaba tener que mudarnos, siempre le suplicaba que nos quedáramos en un sitio, pero ella no aceptaba. Cuando entré en el instituto, le dije que quería graduarme en él y me prometió que nos quedaríamos todo lo que ella pudiera, pero sólo aguantó seis meses. Yo me quedé. Me enviaba dinero cuando podía y yo trabajaba a tiempo parcial. El alquiler era bastante barato, pero ella ni siquiera se preocupó por mí. Dijo que estaría bien y no vino a mi graduación.

Se giró para mirar a Marsha.

– Dime que tú sí habrías estado allí.

– Sí, pero ésa no es…

– ¿La cuestión? Es exactamente la cuestión.

Charity estaba sintiendo algo dentro que no permitía salir porque había aprendido que era mejor no pensar demasiado en ciertas cosas, que era mejor mantener siempre el control y no dejarse llevar por las emociones. Sin embargo, ahora estaba viendo cómo ese control se le escapaba de las manos.

– Lo siento -susurró-. Tengo que irme. Ya… ya hablaremos luego.

Agarró su bolso y salió por la puerta. Después de bajar corriendo por las escaleras y salir del edificio, miró en ambas direcciones, sin saber adonde ir. En la distancia, a la izquierda, vio uno de los tres parques de la ciudad y se dirigió hacia allí.

No pensaría en ello, se dijo, y tampoco lloraría.

Ella nunca lloraba porque no servía para nada más que para hacerla sentirse débil.

Caminó deprisa por la acera sin olvidar sonreír a la gente con la que se cruzaba. Llegó al exuberante parque en pocos minutos y avanzó por uno de los caminos flanqueados por árboles hasta que encontró un banco vacío. Una vez allí, se desmoronó e intentó aclarar todo lo que daba vueltas en su cabeza.

Su reacción ante el hecho de que su madre le hubiera ocultado la existencia de Marsha no había sido la correcta. Lo mejor era estar furiosa con Sandra en lugar de pensar en lo mucho que había perdido.

¡Tenía una familia, una abuela, y de no haber sido por la terquedad de su madre, podría haber pasado los últimos veintiocho años a su lado!

Marsha Tilson… eso significaba que probablemente su apellido era «Tilson» y no «Jones». ¿Habría sido Sandra capaz de cambiarle el apellido en su certificado de nacimiento?

Oyó pisadas por el camino. ¡Menos mal que no estaba llorando! Se preparó para mantener una charla educada con alguien y casi se cayó del banco al ver a Josh dirigiéndose hacia ella.

Parecía preocupado e inquieto, eso sin mencionar que estaba tan guapísimo como siempre.

– Hola -dijo él.

– Hola.

Se detuvo delante de ella.

– He venido a asegurarme de que estás bien.

¿Cómo podía saber lo que estaba pasando? No habría tenido tiempo de que Marsha se lo contara todo, a menos que ya lo supiera.

– ¿Cuándo te contó que era mi abuela? -preguntó sin saber si estaba o no furiosa.

– El día antes de tu primera entrevista.

La entrevista. El trabajo.

– ¡Oh, Dios! -susurró-. Marsha me contrató sólo porque soy su nieta.

Él se sentó a su lado y la rodeó con el brazo.

– Te contrató porque eras la mejor para el puesto. No tomó la decisión sola y no fuiste la única candidata. Fue una decisión tomada en grupo. ¿Es que no tienes ya bastante como para castigarte además pensando eso?

– Puede que sí -admitió apoyándose contra Josh. No quería. Quería ser fuerte sin ayuda, pero era muy agradable relajarse contra su fuerte cuerpo como si él pudiera mantenerla a salvo de todos los problemas-. ¿Quién más lo sabe?

– Sólo yo. Necesitaba contárselo a alguien y cuando llegaste me pidió que cuidara de ti.

Charity se apartó y se puso derecha.

– ¿Qué? ¿Por eso has sido tan simpático conmigo? ¿Te acostaste conmigo porque mi abuela te lo dijo?

Él sonrió.

– ¿Por qué no le dices a tu sentido común que oiga esa frase? ¿Qué abuela le dice a un tipo que se acueste con su única nieta?

– Ah, ya, puede que tengas razón.

– ¿Puede?

Parte de su furia se disipó y volvió a recostarse sobre él.

– Me duele la cabeza.

– Te pondrás bien. Necesitas tiempo para asumirlo todo, pero si tienes que tener una familia sorpresa, Marsha es la mejor que podrías tener. Es de los buenos.

– Lo sé, ¡pero me resulta tan extraño pensar en ello! Me conoce desde siempre, quería formar parte de nuestras vidas, quería que estuviéramos juntas -comenzaron a escocerle los ojos y tuvo que contener las lágrimas-. Mi madre era la persona más terca del mundo -susurró-. No era nada convencional. No le importaba si comía tarta para desayunar, ni a qué hora me iba a la cama. Me decía que ella había crecido con demasiadas reglas y que no creía en ellas.

Lo miró.

– En la teoría suena genial, pero lo cierto es que yo habría preferido tener unas cuantas reglas. Tenía que responsabilizarme de todo sola porque ella no lo haría. Tenía que asegurarme de que había comida en la nevera cuando tenía nueve años y ocuparme de pagar las facturas a tiempo cuando tenía doce. Quería ser una niña, pero me asustaba demasiado pensar lo que pasaría si nadie tomaba las riendas.

– Lo siento -dijo él acariciándole el pelo-. Deberías haber tenido una vida mejor.

– Tuve una vida mejor que mucha gente. Nunca pasé hambre, tenía ropa y un techo bajo el que vivir.

Josh estaba furioso, pero decidido a no demostrarlo. Era lo último que Charity necesitaba.

– No era una mala persona. Sandra me quería.

Otro punto en el que él no estaba de acuerdo, porque no le parecía que Sandra fuera tan buena persona. Dudaba que Marsha hubiera sido una madre perfecta, ninguna lo era, pero ella siempre había actuado siguiendo a su corazón. Era dura, pero justa. La mujer que conocía desde que tenía diez años era generosa y cariñosa, y si había sido estricta, habría sido con razón. Y Josh lo sabía bien porque había cuidado de él, le había ofrecido consejos y apoyo.

Sabía que había financiado decenas de colegios, que había donado dinero y su tiempo para distintas actividades benéficas y que anhelaba la única cosa que había perdido: su familia.

Para él, la culpa era de Sandra. No por haberse escapado de casa, sino por insistir en que Charity no pudiera relacionarse con su abuela. Ella no tenía derecho a imponerle esas reglas a su hija.

– No sé qué pensar -admitió Charity.

– Dale tiempo. Las cosas acabarán aclarándose.

– Me he ido corriendo. Tengo que hablar con Marsha y darle alguna explicación.

– Sabe que te has visto abrumada y por eso me ha llamado.

– ¿Eres la parte neutral?

– Soy el brillante tío bueno que te hará distraerte.

Charity logró esbozar una sonrisa.

– Oh, de acuerdo. Qué tonta soy -se puso derecha-. Tienes razón. Tengo que darle tiempo. Ha sido un gran impacto para mí y ahora mismo no tengo que hacer nada al respecto. Puedo asimilar la información y decidir qué significa para mí.

– Es un plan excelente.

La sonrisa se desvaneció.

– Lo peor es que no puedo hacerlo del todo. Sandra ha muerto y no puedo ir y preguntarle por qué nunca me contó lo de mi abuela.

– Tendría sus motivos -dijo él con cautela, sin querer meterse en nada que pudiera resultar desagradable.

– Motivos estúpidos.

Charity se puso de pie.

– Bueno… Tengo que volver al trabajo, eso me distraerá -le dio un suave beso-. Gracias.

– De nada.

– No tenías por qué haber venido a buscarme. Habría estado bien de todos modos.

– Me encanta hacer un buen rescate.

Ella lo miró a los ojos.

– Eres un tipo encantador.

Él posó el dedo índice sobre su boca.

– Es un secreto. No se lo digas a nadie.

Charity no pudo más que esbozar otra sonrisa.

– Creo que ya ha corrido la voz.


Los demonios se presentaban en todas las formas y tamaños. Los de Josh tenían la forma de doce chicos del instituto local de entre quince y dieciocho años, la mayoría muy delgados y con aspecto debilucho sobre el terreno, pero que podían volar como el viento subidos a sus bicis.

El entrenador Green, un tipo alto y delgado de la edad de Josh, prácticamente bailaba de alegría.

– ¡Esto es genial! -dijo sonriendo-. Competí en la universidad, aunque nada parecido a lo que hiciste tú, claro. No tenía una habilidad innata, pero tío, quería ser como tú. No puedo decirte lo emocionados que estamos de tenerte trabajando con nosotros.

Josh tragó saliva para intentar aliviar el nudo que tenía en el pecho, pero eso no lo ayudó. Tanta veneración en la voz del entrenador Green no hacía más que convertir una situación pésima para él en algo más potencialmente desastroso. ¿En qué demonios había estado pensando cuando había accedido a participar en la carrera? No era sólo que fueran a patearle el trasero, sino que iba a humillarse delante de todo el mundo y todos sabrían que era un cobarde.

– Ha pasado mucho tiempo desde que no me subo a una bici -dijo Josh mintiendo, ya que la última vez que había montado había sido la noche anterior. Pero aun así era como si hubieran pasado quince vidas desde que había montado con otros ciclistas, desde que había estado junto a otros y había intercambiado conversación antes de centrarse en la carrera.

Incluso mirando a los niños que seguían observándolo, sintió que no podía respirar, pero eso era lo de menos. Lo que lo mató fue ese terror que le entumecía la mente. Preferiría estar en cualquier parte menos allí, se decía. Preferiría verse rodeado de fuego antes que tener que pasar por aquello.

– Los chicos te lo pondrán fácil -dijo el entrenador bromeando.

Sin embargo, para Josh en realidad no era un chiste, aunque nadie lo supiera.

Green llamó a los chicos que avanzaron con sus bicis hasta él con sus jóvenes rostros llenos de emoción y ganas. Se presentaron y un par de ellos le estrecharon la mano.

Los había visto a la mayoría por allí y reconocía sus caras. Ahora tendría que montar con ellos.

– Josh va a dejar su retiro para participar en una carrera benéfica dentro de unas semanas -dijo el entrenador Green- y hasta entonces estará entrenando con nosotros.

– ¡Genial! -gritó uno de los chicos.

– Estoy mayor y he perdido forma -dijo Josh-. No seáis muy duros.

Los chavales se rieron.

El entrenador Green les ordenó que se pusieran en fila y que comenzaran a calentar.

Josh se colocó detrás de ellos, era mejor ir detrás para poder ver al resto de corredores. Unos cuantos kilómetros a una marcha suave estaría bien.

Sonó un silbato y los ciclistas arrancaron. Josh esperó a salir hasta que se encontraron al menos a cien metros. Se concentró en mover la bici, en calentar sus músculos y en la familiar sensación de lo que estaba haciendo.

Habían pasado dos años desde la última vez que había montado durante el día y ya había olvidado los colores de los árboles y de los edificios al pasar por delante de ellos. Soplaba un ligero viento y la temperatura era perfecta.

Los chicos que llevaba delante habían acelerado el ritmo y él hizo lo mismo. Por dentro, algo despertó queriendo volver a la vida: un ardiente deseo de alcanzarlos, de sobrepasarlos. El deseo de ganar.

La sensación lo sorprendió. Habría pensado que la humillación habría acabado con cualquier espíritu competitivo que le quedara, pero estaba claro que no.

Sin tenerlo planeado, comenzó a pedalear con más fuerza y más deprisa, cerrando la distancia entre los estudiantes y él. Uno de los chicos se fijó y gritó algo. El pelotón aceleró. Josh siguió mientras sentía cómo la sangre se movía por su cuerpo y cómo se activó al darse cuenta de lo que era capaz, al darse cuenta de que no lo había perdido todo.

– ¡Ni hablar, Golden! -gritó uno de los chicos mientras los alcanzaba-. No nos vencerás.

Se apelotonaron a su alrededor y se acercaron para atraparlo entre ellos.

Su táctica era obvia y no especialmente diestra; él conocía maniobras para rebasarlos y los movimientos le salieron de manera instintiva.

«Pero no pudo hacerlo». Las instrucciones manaban de su cerebro, pero por alguna razón sus músculos nunca llegaban a ejecutarlas. Tal vez era por la frialdad que se calaba en su cuerpo, el escalofrío que le dijo que tenía miedo. Tal vez eran los recuerdos pasando tan rápidamente ante sus ojos que sólo le dejaban ver a Frank volando por el aire antes de caer y morir. De pronto no pudo respirar y un frío sudor brotó por todas partes. Se le agarrotaron los músculos y se vio obligado a detenerse.

No recordaba haberse movido, pero de pronto estaba junto a su bici, agachado sobre ella y esperando a que su ritmo cardíaco volviera a la normalidad. Sintió náuseas y comenzó a temblar como un perro empapado y asustado.

Cuando los chicos empezaron a girarse para volver hacia él les indicó con la mano que siguieran adelante. Después de señalar su bici, ellos asintieron y lo saludaron con la mano. Darían por hecho que había pinchado o que había sufrido algún problema mecánico. Con suerte, jamás adivinarían la verdad.

Por mucho que quería competir, por muy fuerte y poderoso que era ese deseo en su interior, no pudo hacerlo. Esa parte de él, esas piezas que lo hacían estar completo, no podían repararse. Ya no importaban ninguno de los trofeos ni todo el dinero del mundo, nada podía hacerlo sentir mejor. Era un perdedor y un cobarde y lo peor de todo era que no sabía qué hacer para cambiarlo.


El sábado por la tarde, Charity recorrió la breve distancia que separaba al hotel de la casa de Marsha. A pesar de que llevaba semanas en la ciudad, nunca había estado en casa de su jefa y ahora iba a visitarla, pero no como empleada, sino como una nieta que va a visitar a su abuela por primera vez en su vida.

Abuela. Qué extraña le resultaba la palabra. No podía entender todo lo que le había contado y durante los últimos días había estado meciéndose entre la felicidad y la confusión. Había querido formar parte de una familia desde hacía mucho tiempo y no podía creer que por fin eso hubiera pasado.

Pero además estaba luchando contra la furia, una furia enfocada principalmente hacia su madre. Tal vez Sandra no había querido tener ninguna relación con Marsha, pero no había tenido derecho a impedírselo a Charity, y menos después de su muerte. ¿Por qué no le había dicho a su hija que tenía otra familia? Sandra había sabido lo mucho que había querido tener un lugar al que pertenecer y aun así no se había molestado ni en dejarle una nota ni darle una pista, alguna indirecta.

Mientras se acercaba a la casa, hizo lo que pudo por evitar la rabia que sentía porque no quería empezar la tarde con Marsha de mal humor.

Dobló la esquina y vio la casa blanca que su abuela había descrito. Era de dos plantas, con el típico estilo artesano de la zona, y probablemente dataría de los años veinte. Había elementos parecidos a los de la casa de la que ella se había enamorado, la casa que Josh quería venderle con un descuento. ¡Por cierto!, tendría que aclarar ese tema, pensó animada. ¿Quién iba a pensar que su vida pasaría de ser algo bastante aburrido a algo tan confuso en cuestión de días?

Subió los tres escalones del amplio porche y llamó a la puerta, que Marsha abrió inmediatamente.

– Cuánto me alegro de que estés aquí -le dijo la mujer-. Pasa.

Charity entró en un luminoso y espacioso salón y algo que vio en la decoración, en los muebles, y en las ventanas le despertó ganas de sentarse en los mullidos sillones y no marcharse de allí jamás.

– Gracias por invitarme -dijo sintiéndose algo extraña.

Marsha había sustituido sus habituales trajes sastre por unos vaqueros y una blusa de manga larga, y su cabello blanco no estaba recogido en un moño, sino que caía suelto y en ondas.

Agarró a Charity del brazo.

– En lugar de dar rodeos, he pensado que deberíamos tratar el tema directamente -dijo marcando el paso hacia las escaleras-. Vamos a ver la habitación de Sandra. Espero que puedas hacerte una idea de cómo era su vida antes de que tú nacieras.

– Me gustaría -le respondió Charity.

Subieron por las anchas escaleras y giraron a la izquierda al llegar al rellano.

– Es la última puerta a la derecha -dijo Marsha soltándola-. No he cambiado nada, me temo. A pesar de mis mejores intenciones, convertí la habitación de mi hija en un santuario y estoy segura de que unos cuantos psicólogos tendrían mucho que decir al respecto.

Hablaba con tranquilidad, pero Charity pudo ver dolor en su mirada.

Sin saber qué decir, fue hacia la puerta abierta y cuando llegó, se giró y miró la habitación que había pertenecido a su madre.

Estaba decorada en tonos lavanda, el color favorito de Sandra, y había una gran cama cubierta con una colcha morada y lavanda. Unas estanterías empotradas en la pared flanqueaban la cama y estaban abarrotadas de libros, adornitos y fotografías. Había pósters en la pared, uno de un Michael Jackson muy joven y otro de un grupo que Charity no habría reconocido de no ser porque en él vio escrita la palabra Blondie.

Entró y fue hasta el escritorio donde había apilados unos libros de texto junto a los que había una redacción a medio terminar sobre Julio César. Encima del papel había una flor de oro colgando de una fina cadena.

Fue hacia las estanterías y observó las fotografías. Sandra aparecía en casi todas junto a su madre, sus amigas, en una escuela de danza… La familiar sonrisa le encogió el corazón, pero aparte de eso no sintió ninguna conexión ni con la habitación ni con su antigua ocupante.

– Lo único que se llevó fue dinero y ropa -dijo Marsha desde la puerta-. Nada más. No dejó ni una nota. Nunca se despidió.

– Lo siento -respondió Charity sin estar segura de cómo aliviar el dolor de Marsha-. Si sirve de algo, no creo que el hecho de mudarnos constantemente fuera por ti. Le encantaba conocer sitios nuevos. Nos instalábamos en un lugar unos meses y después empezaba a hablar de otro sitio y así siempre. El lugar al que íbamos a ir siempre era más emocionante que ése en el que ya estábamos.

Charity miró a su alrededor: bonitas cortinas y una pequeña colección de animales de peluche tirados sin mimo en una esquina. Algo así era exactamente con lo que había soñado cuando era pequeña. Un lugar que poder reclamar como suyo. Nada lujoso, sólo una casa normal. Sin embargo, su madre había huido de ella y nunca había mirado atrás.

– Ojalá me hubiera hablado de ti.

– Pienso lo mismo -dijo Marsha con una mirada triste-. Ojalá la hubiera comprendido mejor. Quería irse a la universidad, pero yo siempre le dije que tenía que quedarse aquí. Fui una tonta, una controladora inflexible. Yo tenía que llevar la razón y al final eso me salió caro y me hizo perder a mi única hija. Si…

– No -dijo Charity interrumpiéndola-. Se habría marchado de todos modos. Era lo que quería. No creo que hubieras podido hacer nada para cambiarla.

– No puedes saberlo con seguridad.

– Sí, puedo -dijo Charity intentando no sonar muy hundida-. La conocía.

– Puede que sí -dijo Marsha-. Aún tengo ese álbum para ti. Está abajo.

Charity asintió y la siguió de vuelta al salón donde juntas miraron las fotos de Sandra. En ellas encontró imágenes de una niña muy pequeña riéndose y más gestos y sonrisas familiares a medida que crecía.

Marsha miraba cada foto con cariño y contaba historias del momento en que se tomaron y de qué pasó justo después.

– ¿Me contrataste por esto? -preguntó Charity de pronto-. ¿Porque soy tu nieta?

Marsha le sonrió.

– Además de querer tener la oportunidad de llegar a conocerte, he entregado gran parte de mi vida a esta ciudad. No habría arriesgado el futuro de tantas personas sólo para tenerte a mi lado. Le di tu nombre al técnico de recursos humanos y le dije que había oído cosas buenas sobre ti, pero nada más. No te habría seleccionado si no hubieras sido una candidata excelente.

Eso hizo que Charity se sintiera mejor.

– ¿Se molestará la gente cuando lo descubra? ¿No pensarán que convenciste al Ayuntamiento para que me contrataran?

– Has estado en las reuniones, ya sabes lo testarudos que pueden llegar a ser. ¿De verdad crees que podría haberlos convencido para contratar a un candidato que no estuviera preparado?

– No -admitió-. Se habrían levantado en tu contra.

– Exacto -Marsha le tocó un brazo-. Eres muy buena en lo que haces. Eres sincera, atenta y tienes un punto de vista muy fresco, además de la experiencia necesaria y la energía de desempeñar este trabajo. Eres lo que buscábamos y te habría contratado aunque no hubieras sido mi nieta. Espero que me creas -vaciló-. Sé que ir a buscarte directamente habría sido lo mejor, pero estaba aterrorizada y pensé que trayéndote aquí podríamos conocernos.

Charity asintió.

– No pasa nada. Comprendo que fueras cauta. Quiero conocerte, quiero que seamos familia.

– Ya lo somos -le dijo Marsha con una sonrisa, aunque la tristeza había vuelto a su mirada-. Seguro que sigues intentando encontrarle sentido a todo esto, ¿quieres que sigamos hablando de ello en otra ocasión?

– Sí, si no te importa -dijo Charity agradecida de que Marsha lo entendiera-. Hay mucho que asimilar.

– Tenemos tiempo -le dijo Marsha mientras se levantaba-. No me iré a ninguna parte.

Charity se levantó y fue hacia la puerta. Cuando llegó a ella, se giró y abrazó a Marsha, que le devolvió el abrazo. El gesto las hizo sentirse mejor aunque Charity no pudo evitar que la invadiera la desagradable sensación de haber perdido veintiocho años.

Al salir de nuevo a la tarde, se preguntó qué podría haber hecho para que las cosas no hubiesen sucedido así, pero supo que no podría haber hecho nada. Había sido una niña que dependía de lo que su madre dijera y, aunque hubiera querido ir a buscar a su familia, no habría sabido el verdadero apellido de Sandra porque después de su muerte había revisado sus cosas y no había encontrado nada sobre su vida antes de que ella naciera.

«¡Ojalá!», pensó con tristeza, pero no había modo de cambiar el pasado.

Sólo estaba el futuro y lo que ella eligiera hacer con su vida.

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