9

El lugar es el mismo, pero el presente ha cambiado. Caín tiene delante de los ojos la ciudad de jericó, donde, por razones de seguridad militar, no le han permitido la entrada. Se esperaba en cualquier momento el asalto del ejército de Josué y, por más que caín jurara que no era israelita, le negaron el acceso, sobre todo porque no dio ninguna respuesta satisfactoria cuando le preguntaron, Qué eres, si no eres israelita. En el nacimiento de caín, israelitas era algo que todavía no existía, y, cuando mucho más tarde comenzaron a descollar, con las desastrosas consecuencias de sobra conocidas, los censos que se fueron elaborando dejaron fuera a la familia de adán. Caín no era israelita, pero tampoco era hitita, o amorreo, o fereceo, o heveo, jebuseo. Lo salvó de esta indefinición identitaria un al-béitar del ejército de Josué que se quedó prendado del jumento de caín, Buena pieza tienes ahí, dijo, Viene conmigo desde que dejé la tierra de nod y nunca me ha fallado, Pues si es así, y estás de acuerdo, te contrato como mi ayudante a cambio de la comida, con la condición de que me dejes montar tu burro de vez en cuando. A caín le pareció razonable el negocio, pero todavía objetó, Y después, Después de qué, preguntó el otro, Cuando jericó caiga, Hombre, jericó es sólo el principio, lo que se aproxima es una larga guerra de conquistas en la que los albéitares no seremos menos necesarios que los soldados, Si es así, estoy de acuerdo, dijo caín. Había oído hablar de una célebre prostituta que vivía en jericó, una tal rahab, por la que, tales eran las descripciones de quienes la conocían, venía anhelando un encuentro que le refrescase la sangre, pues desde la última noche que pasó con lilith nunca más había tenido una mujer debajo. No lo dejaron entrar en jericó, pero no perdió la esperanza de llegar a dormir con ella. El albéitar le hizo saber a quien correspondía que había contratado a un ayudante a cambio de la comida y fue así como caín se vio integrado en los servicios de apoyo de los ejércitos de Josué, curando las mataduras de los burros, bajo la exigente orientación del jefe, burros y nada más que burros, pues el arma de caballería propiamente dicha todavía no había sido inventada. Tras una espera que a todos les pareció excesiva, se supo que el señor finalmente había hablado a Josué, al que, con estas palabras, le ordenó lo siguiente, Durante seis días, tú y tus soldados desfilaréis alrededor de la ciudad una vez por día, delante del arca de la alianza irán siete sacerdotes, cada uno haciendo sonar un cuerno de carnero, al séptimo día daréis siete vueltas a la ciudad, mientras los sacerdotes siguen haciendo sonar las trompetas, cuando ellos emitan un sonido más prolongado, el pueblo deberá gritar con todas sus fuerzas y entonces las murallas de la ciudad se derrumbarán. Contrariando el más legítimo escepticismo, así sucedió. Al cabo de siete días de esta maniobra táctica nunca antes experimentada, las murallas se derrumbaron de verdad y todo el mundo entró corriendo en la ciudad, cada cual por la apertura que tenía delante, y jericó fue conquistada. Destruyeron todo lo que había, matando a espada a hombres y mujeres, jóvenes y viejos, y también los bueyes, las ovejas y los burros. Cuando caín pudo entrar en la ciudad, la prostituta rahab había desaparecido con toda la familia, avisada y puesta a resguardo como retribución por la ayuda que le había prestado al señor escondiendo en su casa a los dos espías que Josué consiguió introducir en jericó. Enterado de esto, caín perdió todo el interés por la tal prostituta rahab. A pesar de su deplorable pasado, no podía soportar a la gente traicionera, las más despreciables personas del mundo, en su opinión. Los soldados de Josué prendieron fuego a la ciudad y quemaron todo lo que había en ella, con excepción de la plata, el oro, el bronce y el hierro, que, como de costumbre, pasaron a engrosar el tesoro del señor. Fue entonces cuando josué lanzó la siguiente amenaza, Maldito sea quien intente reconstruir la ciudad de jericó, se le muera el hijo mayor a quien ponga los cimientos y el más joven a quien levante las puertas. En aquella época las maldiciones eran obras maestras de la literatura, tanto por la fuerza de la intención como por la expresión formal en la que se condensaban, de no haber sido Josué la crudelísima persona que fue, hoy hasta podríamos tomarlo como modelo estilístico, por lo menos en el importante capítulo retórico de los juramentos y maldiciones, tan poco frecuentado por la modernidad. Desde allí el ejército de los israelitas marchó sobre la ciudad de ai, que el dolorido nombre que le dieron no la pierda, donde, después de sufrir la humillación de una derrota, aprendió la lección de que con el señor dios no se juega. Ocurrió que un hombre llamado acán se había apoderado en jericó de unas cuantas cosas que estaban condenadas a la destrucción y, en consecuencia, el señor se irritó profundamente con los israelitas, Esto no se hace, gritó, aquel que se atreve a desobedecer mis órdenes a sí mismo se está condenando. Entretanto, Josué, inducido por las informaciones erradas de los espías enviados, cometió el error de no valorar debidamente la fuerza del adversario y mandó a menos de tres mil hombres a la batalla, los cuales, atacados y perseguidos por los habitantes de la ciudad, se vieron obligados a huir. Como siempre ha sucedido, a la mínima derrota los judíos pierden la voluntad de luchar, y, aunque en la actualidad ya no se usen manifestaciones de desánimo como las practicadas en el tiempo de Josué, cuando se rasgaban las ropas que llevaban vestidas y se postraban en el suelo con el rostro en tierra y las cabezas cubiertas de polvo, la llantera verbal es inevitable. Que el señor educó mal a esta gente desde el principio se ve por las imploraciones, por las quejas, por las preguntas de Josué, Por qué nos hiciste atravesar el Jordán, si fue para abandonarnos en manos de los amorreos y destruirnos, más nos hubiera valido habernos quedado al otro lado del río. La desproporcionada exageración era evidente, este mismo Josué que suele dejar tras de sí un rastro de muchos millares de enemigos muertos después de cada batalla, pierde la cabeza cuando se le muere la insignificancia de treinta y seis soldados, que tantos fueron los que cayeron en la tentativa de asalto a ai. Y la exageración continuaba, Oh, señor, qué podré decir ahora, una vez que israel ha huido ante su enemigo, los cananeos y todos los habitantes del país van a tener conocimiento de esto, y después nos atacarán, y nos destruirán, y nadie más se acordará de nosotros, qué harás tú para defender nuestro prestigio, preguntó. Entonces el señor, esta vez sin la presencia corporal ni tampoco en columna de humo, parece que fue simplemente una voz tronando en el espacio, despertando los ecos en todo lo que eran montañas y valles, dijo, Los israelitas pecaron, no cumplieron el pacto de alianza que con ellos había hecho, se apoderaron de cosas que estaban destinadas a ser destruidas, las robaron, las escondieron y las metieron entre sus enseres. La voz sonó más fuerte, Por esto no pudisteis resistir a vuestros enemigos, porque también ellos fueron condenados a la destrucción, y yo no estaré más de vuestro lado mientras no destruyáis lo que, estando destinado a la destrucción, se encuentre en vuestro poder, levántate, pues, Josué, vete y convoca al pueblo, y al hombre que habiendo sido apuntado le fueren encontradas cosas que estaban condenadas a la destrucción, mandarás quemar con todo lo que le pertenezca, familia y bienes. Al día siguiente, por la mañana temprano, Josué dio orden de que el pueblo se presentase ante él, tribu por tribu. De pregunta en pregunta, de indagación en indagación, de denuncia en denuncia, acabó llegando hasta un hombre llamado acán, descendiente de carmí, de zabdi y de zera, de la tribu de judá. Entonces Josué, con palabras suaves, melifluas, le dijo, Hijo mío, para mayor gloria de dios, cuéntame toda la verdad, aquí, delante del señor, dime lo que has hecho, no me escondas nada. Caín, que presenciaba la escena en medio de otros, pensó, Le van a perdonar con certeza, Josué hablaría de otra manera si la idea fuese condenarlo. Mientras tanto, acán decía, Es verdad, he pecado contra el señor, rey de israel, Háblame, cuéntamelo todo, lo animó Josué, Vi en medio de los despojos una bella capa de mesopotamia, también había casi dos kilos de plata y una barra de oro de cerca de medio kilo, y me gustaron tanto esas cosas que me quedé con ellas, Y dónde las tienes ahora, dímelo, preguntó Josué, Las enterré, las escondí dentro de la tierra de mi tienda, con la plata debajo de todo. Obtenida esta confesión, Josué mandó a algunos hombres a revisar la tienda y allí encontraron las tales cosas, estando la plata por debajo, tal y como acán había dicho. Las recogieron, se las llevaron a Josué y a todos los israelitas, y las colocaron delante del señor, o, mejor dicho, delante del arca de la alianza que le hacía las veces. Josué tomó entonces a acán con la plata, el manto y la barra de oro, más los hijos e hijas, bueyes, jumentos y ovejas, la tienda y todo lo que él tenía, y los llevó hasta el valle de acor. Una vez allí, Josué dijo, Ya que fuiste nuestra desgracia, pues por tu culpa murieron treinta y seis israelitas, que caiga ahora sobre ti la desgracia que el señor te envía. Entonces todas las personas lo apedrearon y a continuación le prendieron fuego, a él y a todo lo que él tenía. Pusieron después sobre acán un gran monte de piedras que todavía está allí, por tal razón, aquel lugar pasó a llamarse valle de acor, que significa desgracia. Así se calmó la ira de dios, pero antes de que el pueblo se dispersase todavía se oiría la estentórea voz clamando, Estáis avisados, quien la hace, la paga, yo soy el señor.


Para conquistar la ciudad Josué alineó a treinta mil guerreros y los instruyó sobre la emboscada que deberían preparar, estrategia que esta vez acabaría dando resultado, primero un ardid para dividir las fuerzas que se encontraban en el interior de la ciudad, y luego un ataque en dos frentes, irresistible. Fueron doce mil, entre hombres y mujeres, los que murieron aquel día, o sea, toda la población de ai, pues de allí nadie consiguió escapar, no hubo un solo superviviente. Josué mandó ahorcar en un árbol al rey de ai y lo dejó allí colgado hasta la caída de la tarde. A la puesta de sol ordenó que retiraran el cadáver y lo arrojaran a las puertas de la ciudad. Lo colocaron sobre un gran monte de piedras que todavía sigue allí. Pese al tiempo transcurrido, tal vez se puedan encontrar unos cuantos chinarros dispersos, unos por aquí, otros por allá, que bien podrían servirnos para confirmar esta lamentable historia, recogida de antiquísimos documentos. Ante lo que acababa de pasar y recordando lo que había sucedido antes, la destrucción de sodoma y gomorra, el asalto a jericó, caín tomó una decisión y de ella fue a informar al albéitar, su jefe, Me voy, dijo, ya no soporto ver tantos muertos a mi alrededor, tanta sangre derramada, tanto llanto y tantos gritos, devuélveme mi burro, lo necesito para el camino, Haces mal, a partir de ahora las ciudades caerán una tras otra, será un paseo triunfal, en cuanto al burro, si me lo quisieras vender, me darías una gran satisfacción, Ni pensarlo, interrumpió caín, ya te he dicho que lo necesito, sólo con mis piernas no llegaría a ninguna parte, Puedo encontrarte otro sin que lo tengas que pagar, No, llegué aquí con mi burro y con mi burro me iré, dijo caín, y, metiendo la mano dentro de la túnica, sacó el puñal, quiero mi burro ahora mismo, en este instante, o te mato, Morirás también, Moriremos los dos, pero tú serás el primero, Espérame aquí, voy a buscarlo, dijo el albéitar, Ni pensarlo, no volverías solo, vamos ambos, tú y yo, pero recuerda, el puñal se clavará en tu costado antes de que puedas pronunciar una palabra contra mí. El albéitar tuvo miedo de que la furia de caín lo hiciese pasar de repente de la amenaza al hecho, sería una estupidez perder la vida por culpa de un jumento, por muy buena estampa que tuviera. Fueron por tanto los dos, aparejaron el burro, caín consiguió alguna comida de la que estaba siendo cocinada para el ejército y, cuando las aguaderas estuvieron bien abastecidas, ordenó al albéitar, Monta, será tu último paseo en mi burro. Sorprendido, el hombre no tuvo otro remedio que obedecer, de un salto caín montó también, y poco tiempo después estaban fuera del campamento. Adonde me llevas, preguntó el albéitar inquieto, Ya te lo he dicho, a dar un paseo, respondió caín. Fueron andando, andando, y cuando el bulto de las tiendas estaba a punto de perderse de vista, dijo, Desmonta. El albéitar obedeció, pero al ver que caín tocaba al burro para proseguir viaje, le preguntó, alarmado, Y yo, qué hago, Harás lo que quieras, pero si yo estuviese en tu lugar, regresaría al campamento, Desde esta distancia, preguntó el otro, No te perderás, guíate por esas columnas de humo que siguen subiendo desde la ciudad. Y así fue, con esta victoria, como terminó la carrera militar de caín. Se perdió las conquistas de las ciudades de maquedá, libná, laquis, eglón, hebrón y debir, donde una vez más todos los habitantes fueron masacrados, y, a juzgar por una leyenda que se va transmitiendo de generación en generación hasta los días de hoy, no presenció el mayor prodigio de todos los tiempos, aquel en que el señor hizo parar el sol para que Josué pudiera vencer, todavía con la luz del día, la batalla contra los cinco reyes amorreos. Salvo los inevitables y ya monótonos muertos y heridos, quitando las habituales destrucciones y los consabidos incendios, la historia es bonita, demostrativa del poder de un dios para el que, por lo visto, nada era imposible. Mentira todo. Es cierto que Josué, viendo que el sol declinaba y que las bajas sombras de la noche protegerían lo que aún quedaba del ejército amorreo, levantó los brazos al cielo, ya preparada la frase para la posteridad, pero en ese instante oyó una voz que le susurraba al oído, Silencio, no hables, no digas nada, reúnete conmigo a solas, sin testigos, en la tienda del arca de la alianza, porque tenemos que conversar. Obediente, Josué entregó la dirección de las operaciones a su sustituto en la cadena jerárquica de mando y se dirigió rápidamente al lugar del encuentro. Se sentó en un taburete y dijo, Aquí estoy, señor, hazme saber tu voluntad, Supongo que la idea que te nació en la cabeza, dijo el señor que estaba en el arca, era pedirme que parase el sol, Así es, señor, para que ningún amorreo escape, No puedo hacer lo que me pides. Un súbito pasmo le hizo a Josué abrir la boca, Que no puedes hacer que el sol se detenga, y la voz le temblaba porque creía estar profiriendo, él mismo, una horrible herejía, No puedo hacer parar el sol porque parado ya está, siempre lo ha estado, desde que lo dejé en aquel lugar, Tú eres el señor, tú no puedes equivocarte, pero no es eso lo que mis ojos ven, el sol nace en aquel lado, viaja todo el día por el cielo y desaparece en el lado opuesto, hasta regresar a la mañana siguiente, Algo se mueve realmente, pero no es el sol, es la tierra, La tierra está parada, señor, dijo Josué con voz tensa, desesperada, No, hombre, tus ojos te engañan, la tierra se mueve, da vueltas sobre sí misma y va girando por el espacio alrededor del sol, Entonces, si es así, manda parar a la tierra, que sea el sol el que se pare o que se pare la tierra, a mí me es indiferente siempre que pueda liquidar a los amorreos, Si yo hiciese parar la tierra, no se acabarían sólo los amorreos, se acabaría el mundo, se acabaría la humanidad, se acabaría todo, todos los seres y cosas que aquí se encuentran, incluso muchos árboles, a pesar de las raíces que los prenden a la tierra, todo sería lanzado como una piedra cuando la sueltas de la honda, Pensaba que el funcionamiento de la máquina del mundo dependía nada más que de tu voluntad, señor, Ya la ejerzo demasiado, y otros en mi nombre, por eso hay tanto disgusto, gente que me ha dado la espalda, algunos que llegan hasta el punto de negar mi existencia, Castígalos, Están fuera de mi ley, fuera de mi alcance, no los puedo tocar, es que la vida de un dios no es tan fácil como creéis, un dios no es señor de ese permanente quiero, puedo y mando que se supone, no siempre se puede ir en línea recta hasta conseguir los fines, hay que dar rodeos, es verdad que puse una señal en la cabeza de caín, nunca lo has visto, no sabes quién es, pero lo que no se entiende es que no tenga poder suficiente para impedirle que vaya a donde su voluntad lo lleve y haga lo que entienda, Y nosotros, aquí, preguntó Josué, con la idea siempre puesta en los amorreos, Harás lo que habías pensado, no te voy a robar la gloria de dirigirte directamente a dios, Y tú, señor, Yo limpiaré el cielo de las nubes que en este momento lo cubren, eso se puede hacer sin ninguna dificultad, pero la batalla tendrás que ganarla tú, Si tú nos das ánimo estará terminada antes de que el sol se ponga, Haré lo posible, ya que lo imposible no se puede. Tomando estas palabras como despedida, Josué se levantó del taburete, pero el señor le dijo todavía, No le contarás a nadie lo que aquí ha sido tratado entre nosotros, la historia que se repetirá en el futuro tendrá que ser la nuestra y no otra, Josué pidiéndole al señor que detenga el sol y él haciéndolo así, nada más, Mi boca no se abrirá salvo para confirmarla, señor, Vete y acaba con esos amorreos. Josué volvió al ejército, subió a una colina y levantó otra vez los brazos, Oh, señor, gritó, oh, dios del cielo, del mundo y de israel, te ruego que suspendas el movimiento del sol hacia el ocaso a fin de que tu voluntad pueda ser cumplida sin obstáculos, dame una hora más de luz, una hora sólo, no vaya a suceder que los amorreos se escondan como cobardes que son y tus soldados no logren encontrarlos en la oscuridad para ejecutar en ellos tu justicia, quitándoles la vida. En respuesta, la voz de dios tronó en el cielo ya liberado de nubes aterrorizando a los amorreos y exaltando a los israelitas, El sol no se moverá de donde está para ser testigo de la batalla de los israelitas por la tierra prometida, vence tú, Josué, a esos cinco reyes amorreos que me desafían y canaán será el fruto maduro que en breve te caerá en las manos, adelante, pues, y que ningún amorreo sobreviva al filo de la espada de los israelitas. Hay quien dice que la súplica de Josué al señor fue más simple, más directa, que se limitó a decir, Sol, detente sobre gabaón, y tú, oh, luna, detente sobre el valle de aialón, lo que muestra que Josué admitía tener que combatir ya después de la puesta de sol y sin más que una pálida luna guiándole la punta de la espada y de la lanza hacia la garganta de los amorreos. La versión es interesante, pero en nada modifica lo esencial, es decir, que los amorreos fueron derrotados en todas sus líneas y que los créditos de la victoria fueron todos para el señor, que, habiendo detenido el sol, no necesitó esperar a la luna. A cada uno lo suyo, como es de justicia. He ahí lo que fue escrito en un libro llamado del justo, que actualmente nadie sabe dónde está. Durante casi un día entero el sol estuvo inmóvil, allí en medio del cielo, sin ninguna prisa por desaparecer en el horizonte, nunca, ni antes ni después, hubo un día como ése, en que el señor, porque combatía por israel, dio oídos a la voz de un hombre.

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