Y pese a todo, ese hombre acosado que vaga por ahí, perseguido por sus propios pasos, ese maldito, ese fratricida, tuvo, como pocos, buenos principios. Que lo diga su madre, que tantas veces lo encontró, sentado en el suelo húmedo del huerto, mirando un pequeño árbol recién plantado, a la espera de verlo crecer. Tenía cuatro o cinco años y quería ver crecer los árboles. Entonces, ella, por lo que se ve más fantasiosa aún que el hijo, le explicó que los árboles son muy tímidos, sólo crecen cuando no los estamos mirando, Es que les da vergüenza, le dijo un día. Durante algunos instantes caín permaneció callado, pensando, pero luego respondió, Entonces no mires, madre, de mí no tienen vergüenza, están acostumbrados. Previendo lo que vendría después, la madre apartó la mirada e inmediatamente la voz del hijo sonó triunfal, Ahora mismo ha crecido, ahora mismo ha crecido, ya te había avisado que no miraras. Esa noche, cuando adán volvió del trabajo, eva, riendo, le contó lo que había pasado, y el marido respondió, Ese muchacho va a llegar lejos. Tal vez hubiera llegado, sí, pero para eso el señor no tendría que haberse cruzado en su camino. Pese a lo cual, ya va demasiado lejos, aunque no en el sentido que el padre le había vaticinado. Arrastrando los pies de cansancio, avanzaba por un erial sin que se le ofrecieran a la vista ni las ruinas de una choza ni señal de vida alguna, una soledad desgarradora que el cielo cubierto aumentaba todavía más con la amenaza de una lluvia inminente. No tendría dónde guarecerse, a no ser debajo de un árbol de entre los pocos que, de tarde en tarde, a medida que caminaba, iban asomando la copa por encima del horizonte próximo. Las ramas, por lo general escasamente pobladas de hojas, no garantizaban protección digna de ese nombre. Fue entonces, con el caer de las primeras gotas, cuando caín se dio cuenta de que tenía la túnica sucia de sangre. Pensó que tal vez la mancha desaparecería con la lluvia, pero luego comprobó que no, que lo mejor sería disimularla con tierra, nadie sería capaz de adivinar lo que se ocultaba debajo, sobre todo teniendo en cuenta que gente con túnicas sucias, llenas de lamparones, era algo que no faltaba por estos lugares. Comenzó a llover con fuerza, poco tiempo después la túnica estaba empapada, del rastro de sangre no se veía ni el menor vestigio, además siempre podía decir, si fuese preguntado, que se trataba de la sangre de un cordero. Sí, dijo caín en voz alta, pero abel no era ningún cordero, era mi hermano, y yo lo he matado. En ese momento no tuvo presente que le había dicho al señor que ambos eran culpables del crimen, pero la memoria no tardó en ayudarlo, por eso añadió, Si el señor, que, según se dice, todo lo sabe y todo lo puede, hubiese hecho desaparecer de allí la quijada del burro, yo no habría matado a abel, y ahora podríamos estar los dos en la puerta de casa viendo caer la lluvia, y abel reconocería que realmente el señor hacía mal no aceptando lo único que yo le podía ofrecer, las simientes y las espigas nacidas de mi afán y de mi sudor, y él todavía estaría vivo, y seríamos tan amigos como siempre lo fuimos. Llorar sobre la leche derramada no es tan inútil como se dice, de alguna manera es un hecho instructivo porque nos muestra la verdadera dimensión de la frivolidad de ciertos procedimientos humanos, ya que, si la leche se ha derramado, derramada está, simplemente hay que limpiarla, pero si abel fue muerto de muerte malvada es porque alguien le quitó la vida. Reflexionar mientras la lluvia nos va cayendo encima no es ciertamente la cosa más cómoda del mundo, quizás por eso de un momento a otro deja de llover, para que caín pueda pensar con comodidad, seguir libremente el curso de su pensamiento hasta ver adonde le conduce. No lo llegaremos a saber nunca, ni nosotros ni él, pues la súbita aparición, como si saliese de la nada, de lo que quedaba de una choza lo distrajo de sus aflicciones y de sus pesares. Quedaban señales de cultivo de la tierra en la parte de atrás de la casa, pero era evidente que los habitantes la habían abandonado hacía mucho tiempo, o quizá no tanto si tenemos en cuenta la fragilidad intrínseca, la precaria cohesión de los materiales de estas humildes moradas, que necesitaban constantes reparaciones para no venirse abajo en una sola estación. Si les falta una mano cuidadosa, la casa difícilmente podrá soportar la acción corrosiva de las intemperies, sobre todo la lluvia que empapa los adobes y el viento que va raspando como si estuviese forrado de lija gruesa. Algunas de las paredes interiores se habían venido abajo, el techo estaba hundido en su mayor parte, apenas sobrevivía una esquina relativamente protegida donde el exhausto caminante se dejó caer. Casi no se podía sostener sobre las piernas, no sólo por lo mucho que había caminado, sino también porque el hambre comenzaba a apretar. El día estaba llegando a su fin, en poco tiempo aparecería la noche. Voy a quedarme aquí, dijo caín en voz alta, según era su costumbre, como si necesitase tranquilizarse a sí mismo, él, a quien nadie amenaza en este momento, él, de quien probablemente ni el propio señor sabe dónde se encuentra. Pese a que el tiempo no estaba demasiado frío, la túnica mojada, pegada a la piel, le hacía tiritar. Pensó que desnudándose mataría dos pájaros de un tiro, primero porque se acabarían los fríos, y también porque la túnica, siendo de un paño más fino que grueso, extendida no tardaría mucho en secarse. Así lo hizo e inmediatamente se sintió mejor. Es verdad que verse desnudo como había venido al mundo no le parecía bien, pero estaba solo, sin testigos, sin nadie que le pudiese tocar. Este pensamiento provocó en él un nuevo estremecimiento, no el mismo, no el que era resultado directo del contacto de la túnica mojada, sino una especie de palpitación en la región del sexo, una ligera rigidez que no tardó en desaparecer, como si se hubiese avergonzado de sí mismo. Caín sabía lo que era aquello, pero, a pesar de su juventud, no le prestaba gran atención o simplemente tenía miedo de que de ahí le llegase más mal que bien. Se enroscó en la esquina, juntando las rodillas con el pecho, y así se durmió. El frío de la madrugada le hizo despertar, alargó el brazo para palpar la túnica, notó que todavía quedaba en ella un resto de humedad, pero, aun así, decidió vestirla, acabaría de secarse en el cuerpo. No tuvo sueños ni pesadillas, durmió como se supone que dormiría una piedra, sin conciencia, sin responsabilidad, sin culpa, aunque al despertar, con la primera luz de la mañana, sus primeras palabras fueron, He matado a mi hermano. Si los tiempos hubieran sido otros, tal vez habría llorado, tal vez se habría desesperado, tal vez se habría dado golpes en el pecho y en la cabeza, pero siendo las cosas lo que son, prácticamente el mundo acaba de ser inaugurado, nos faltan todavía muchas palabras para que comencemos a intentar decir quiénes somos y no siempre daremos con las que mejor lo expliquen, por eso se contentó con repetir las que había pronunciado hasta que perdieran su significado y no fueran más que una serie de sonidos inconexos, unos balbuceos sin sentido. Entonces se dio cuenta de que sí había soñado, no era un sueño precisamente, sino una imagen, la suya, regresando a casa y encontrando al hermano en el umbral de la puerta, a su espera. Así lo recordará durante toda la vida, como si hubiera hecho las paces con su crimen y no hubiese que sufrir más remordimientos.
Salió de la choza y aspiró profundamente el aire frío. El sol todavía no había nacido, pero el cielo ya se iluminaba con delicados tonos de colores, los suficientes para que el árido y monótono paisaje que tenía delante de los ojos, bajo esta primera luz de la mañana, apareciese transfigurado en una especie de jardín del edén sin prohibiciones. Caín no tenía ningún motivo para orientar sus pasos en una dirección determinada, pero instintivamente buscó las señales dejadas antes de haberse desviado hasta la cabaña en la que había pasado la noche. Era fácil, en el fondo le bastaba caminar al encuentro del sol, hacia aquel lado, allí por donde no tardará en asomar. Aparentemente apaciguado por las horas de sueño, el estómago había moderado las contracciones, y sería bueno que se mantuviera en esta disposición porque esperanza de comida próxima no se vislumbraba, ya que, si es cierto que de vez en cuando se topaba con alguna que otra higuera, frutos no tenían, que no era su tiempo. Con un resto de energía que ignoraba poseer todavía, reinició la caminata. El sol ha aparecido, hoy no lloverá, incluso es posible que haga calor. Al cabo de no mucho tiempo comenzó a sentirse otra vez cansado. Tenía que encontrar algo de comer, si no acabaría postrado en este desierto, reducido en pocos días a la osamenta, que de eso se encargarían las aves carroñeras o alguna manada de perros salvajes que hasta ahora todavía no se ha manifestado. Estaba escrito sin embargo que la vida de caín no acabaría aquí, sobre todo porque no habría valido la pena que el señor hubiera empleado tanto tiempo en maldecirlo si era para morir en este páramo. El aviso le llegó de abajo, de los fatigados pies que mucho habían tardado en descubrir que el suelo que pisaban era ya otro, desnudo de vegetación, sin hierbas o cardos que entorpecieran el andar, en fin, para dejarlo todo dicho en pocas palabras, caín, sin saber cómo ni cuándo, había encontrado un camino. Se alegró el pobre errante, pues es norma conocida que una vía de tránsito, estrada, vereda o sendero, acaba conduciendo, más pronto o más tarde, más lejos o más cerca, a un lugar poblado donde tal vez sea posible encontrar trabajo, techo y un trozo de pan que mate tanta hambre. Animado por el súbito descubrimiento, haciendo, como se suele decir, de tripas corazón, buscó fuerzas donde ya no las había y aceleró el paso, siempre a la espera de ver ante él una casa con señales de vida, un hombre montado en un burro o una mujer con un cántaro en la cabeza. Todavía tuvo que andar mucho. El viejo que, por fin, apareció ante él iba a pie y llevaba dos ovejas atadas con una cuerda. Caín lo saludó con las palabras más cordiales de su vocabulario, pero el hombre no le correspondió, Qué marca es esa que llevas en la frente, le preguntó. Sorprendido, caín preguntó a su vez, Qué marca, Ésa, dijo el hombre, llevándose la mano a su propia frente, Es una señal de nacimiento, respondió caín, No debes de ser buena gente, Quién te ha dicho eso, cómo lo sabes, respondió caín imprudentemente, Como dice el refrán antiguo, el diablo que te señaló algún defecto te encontró, No soy mejor ni peor que los demás, busco trabajo, dijo caín tratando de dirigir la conversación hacia el terreno que le convenía, Trabajo por aquí no falta, qué es lo que sabes hacer, preguntó el viejo, Soy agricultor, Ya tenemos suficientes agricultores, por ahí no conseguirás nada, además vienes solo, sin familia, Perdí la mía, La perdiste, cómo, La perdí, simplemente, y no hay nada más que contar, Siendo así, te dejo, no me gusta tu cara ni la señal que tienes en la frente. Ya se apartaba, pero caín lo retuvo, No te vayas, por lo menos dime cómo llaman a estos parajes, Los llaman tierra de nod, Y nod qué quiere decir, Significa tierra de fuga o tierra de los errantes, dime tú, que has llegado hasta aquí, de qué andas huyendo y por qué eres un errante, No le cuento mi vida al primero que encuentro en el camino con dos ovejas atadas con una cuerda, además ni siquiera te conozco, no te debo respeto y no tengo por qué responder a tus preguntas, Volveremos a vernos, Quién sabe, tal vez no encuentre trabajo aquí y tenga que buscar otro destino, Si eres capaz de moldear adobe y levantar una pared, éste es tu destino, Adonde debo ir, preguntó caín, Sigue derecho por esta calle, al fondo hay una plaza, ahí tendrás la respuesta, Adiós, viejo, Adiós, ojalá no llegues tú a serlo, Debajo de las palabras que dices me parece oír otras que callas, Sí, por ejemplo, esa marca que llevas no es de nacimiento, ni te la has hecho a ti mismo, nada de lo dicho aquí es verdadero, Puede ser que mi verdad sea para ti mentira, Puede ser, sí, la duda es el privilegio de quien ha vivido mucho, tal vez por eso no consigues convencerme para que acepte como certeza lo que me suena a falsedad, Quién eres tú, preguntó caín, Cuidado, mozalbete, si me preguntas quién soy yo, estarás reconociendo mi derecho a querer saber quién eres tú, Nada me obliga a decirlo, Vas a entrar en esta ciudad, te vas a quedar aquí, así que más pronto o más tarde todo se sabrá, Sólo cuando tenga que saberse y no por mí, Dime, al menos, cómo te llamas, Abel es mi nombre, dijo caín.
Mientras el falso abel va caminando hacia la plaza donde, según las palabras del viejo, se encontrará con su destino, atendamos la pertinentísima observación de algunos lectores vigilantes, de los que siempre están atentos, que consideran que el diálogo que acabamos de registrar como sucedido no es histórica ni culturalmente posible, que un labrador, de pocas y ya ningunas tierras, y un viejo del que no se conoce oficio ni beneficio nunca podrían pensar y hablar así. Tienen razón esos lectores, aunque la cuestión no estriba tanto en disponer o no disponer de ideas y vocabulario suficiente para expresarlas, sino en nuestra propia capacidad para admitir, aunque no sea nada más que por simple empatía humana y generosidad intelectual, que un campesino de las primeras eras del mundo y un viejo con dos ovejas atadas con una cuerda, simplemente con su limitado saber y un lenguaje que todavía estaba dando los primeros pasos, se vean impelidos por la necesidad a probar maneras de expresar premoniciones e intuiciones aparentemente fuera de su alcance. Que ellos no dijeron esas palabras es más que obvio, pero las dudas, las sospechas, las perplejidades, los avances y retrocesos en la argumentación estaban ahí. Lo que hemos hecho es, simplemente, pasar al portugués corriente el doble y para nosotros irresoluble misterio del lenguaje y del pensamiento de aquel tiempo. Si el resultado es coherente ahora, también lo sería entonces, porque, al fin y al cabo, caminantes somos y por el camino andamos. Todos, tanto los sabios como los ignorantes.
Ahí está la plaza. Verdaderamente, haber llamado a esto ciudad fue una exageración. Unas cuantas casas bajas, mal alineadas, unos cuantos niños jugando a no se sabe qué, unos adultos que se mueven como sonámbulos, unos burros que parecen ir a donde quieren y no a donde los conducen, ninguna ciudad que se precie de ese nombre se reconocería en la escena primitiva que tenemos ante los ojos, faltan aquí los automóviles y los autobuses, las señales de tráfico, los semáforos, los pasos subterráneos, los anuncios en las fachadas o en los tejados de las casas, en una palabra, la modernidad, la vida moderna. Pero todo se andará, el progreso, como se reconocerá más tarde, es inevitable, fatal como la muerte. Y la vida. Al fondo se ve un edificio en construcción, una especie de palacio rústico de dos plantas, nada que ver con mafra, o versalles, o buckingham, en el que se afanan decenas de albañiles y peones, éstos cargando ladrillos sobre las espaldas, aquéllos asentándolos en líneas regulares. Caín no entiende nada de tareas de alta o baja albañilería, pero, si su destino le está esperando aquí, por muy amargo que pueda llegar a ser, y eso siempre se sabe cuando es demasiado tarde para cambiar, no le queda otro remedio que afrontarlo. Como un hombre. Disimulando lo mejor que pudo la ansiedad y el hambre que le hacía temblar las piernas, avanzó hacia el centro de la plaza. Si por natural desconocimiento los operarios lo hubieran confundido con uno de esos ociosos que en todas las épocas de la humanidad se detienen para ver trabajar a los otros, enseguida habrían comprendido que quien estaba allí era una víctima más de la crisis, un triste desempleado en busca de una tabla de salvación. Casi sin que caín tuviera necesidad de decir a qué venía, le señalaron al encargado que vigilaba el grupo, Habla con él, le dijeron. Caín fue, subió al estrado del observador y, tras los saludos de rigor, dijo que andaba buscando trabajo. El vigilante le preguntó, Qué sabes hacer tú, y caín respondió, De este arte, nada, soy labrador, pero imagino que dos brazos más pueden dar algún servicio, Dos brazos no, puesto que no sabes nada del oficio de albañil, pero dos pies, tal vez, Dos pies, dijo extrañado caín, sin comprender, Sí, dos pies, para pisar el barro, Ah, Espera aquí, voy a hablar con el capataz. Ya se retiraba, pero aún volvió la cabeza para preguntar, Cómo te llamas, Abel, respondió caín. El vigilante no tardó mucho, Puedes comenzar a trabajar ya, te llevo ahora mismo a la pisa del barro, Cuánto voy a ganar, preguntó caín, Los pisadores ganan todos lo mismo, Sí, pero cuánto voy a ganar, Eso no es de mi incumbencia, en todo caso, si quieres un buen consejo, no lo preguntes de entrada, no está bien visto, primero tendrás que demostrar lo que vales, y todavía te digo algo más, no deberías preguntar nada, espera a que te paguen, Si piensas que es lo mejor, así lo haré, pero no me parece justo, Aquí no conviene ser impaciente, De quién es la ciudad, cómo se llama, preguntó caín, Cómo se llama quién, la ciudad o el señor que manda en ella, Ambos, La ciudad, por así decir, todavía no tiene nombre, unos la llaman de una forma, otros de otra, de todas maneras estos sitios son conocidos como tierra de nod, Ya lo sé, me lo ha dicho un viejo que he encontrado al llegar, Un viejo con dos ovejas atadas con una cuerda, preguntó el vigilante, Sí, Aparece por aquí a veces, pero aquí no vive, Y el señor de aquí, quién es, El señor es señora y su nombre es lilith, No tiene marido, preguntó caín, Creo haber oído decir que se llama noah, pero ella es quien gobierna el rebaño, dijo el vigilante, e inmediatamente anunció, Ésta es la pisa del barro. Un grupo de hombres con la túnica arremangada con un nudo por encima de las rodillas daba vueltas sobre la gruesa capa de una mezcla de barro, paja y arena, apisonándola con determinación, de manera que se convirtiera en una masa tan homogénea como fuera posible sin los adecuados medios mecánicos. No era un trabajo que exigiese mucha ciencia, sólo buenas y sólidas piernas y, a ser posible, un estómago confortado, cosa que, como sabemos, no es el caso de caín. Dijo el vigilante, Puedes entrar, sólo tienes que hacer lo que hacen los otros, Hace tres días que no como, tengo miedo de que se me quiebren las fuerzas y me caiga ahí, en medio del barro, dijo caín, Ven conmigo, No tengo con qué pagar, Ya pagarás después, ven. Fueron los dos a una especie de quiosco que se situaba a un lado de la plaza y donde se vendía comida. Para no sobrecargar el relato con pormenores históricos dispensables pasaremos sin examinar el modesto menú, cuyos ingredientes, por otra parte, por lo menos en algunos casos, no sabríamos identificar. Los alimentos tenían aspecto de bien condimentados y caín comía que daba gusto verlo. Entonces el vigilante preguntó, Qué señal es esa que tienes en la frente, no parece natural, Puede ser que no lo parezca, pero ya nací con ella, Da la impresión de que alguien te ha marcado, El viejo de las dos ovejas también me dijo lo mismo, pero estaba equivocado, como tú también lo estás, Si tú lo dices, Lo digo y lo repetiré cuantas veces sean necesarias, pero preferiría que me dejasen en paz, si fuera cojo en vez de tener esta señal, supongo que no me lo estarían recordando constantemente, Tienes razón, no volveré a molestarte, No me molestas nada, y más teniendo en cuenta que tengo que agradecerte la gran ayuda que me estás dando, el empleo, esta comida que me ha puesto el alma en su lugar, y tal vez alguna otra cosa, Qué cosa, No tengo dónde dormir, Eso se resuelve fácilmente, te consigo una estera, ahí hay una hospedería, hablaré con el dueño, No hay duda de que eres un buen samaritano, dijo caín, Samaritano, preguntó el vigilante intrigado, qué es eso, No lo sé, me salió de repente, sin pensar, no sé lo que significa, Tienes más cosas en la cabeza de lo que tu apariencia promete, Esta túnica inmunda, Te cedo una de las mías, y ésa la usarás para el trabajo, Por lo poco que conozco de este mundo no debe de haber muchos hombres buenos, ha sido una suerte para mí encontrar aquí a uno de ellos, Acabaste, preguntó el vigilante en un tono algo seco, como si lo incomodaran los halagos, No puedo más, no recuerdo haber comido tanto alguna vez en la vida, Ahora, a trabajar. Regresaron al palacio, esta vez por la parte edificada antes de la ampliación en curso, y allí vieron en un balcón a una mujer vestida con todo lo que debía de ser lujo en la época, y esa mujer, que a la distancia ya parecía bellísima, los miraba como absorta, como si no los viera, Quién es, preguntó caín, Es lilith, la dueña del palacio y de la ciudad, ojalá no ponga los ojos en ti, ojalá, Por qué, Se cuentan cosas, Qué cosas, Se dice que es bruja, capaz de enloquecer a un hombre con sus hechizos, Qué hechizos, preguntó caín, No lo sé ni quiero saberlo, no soy curioso, a mí me basta con haber visto por ahí a dos o tres hombres que tuvieron comercio carnal con ella, Y qué, Unos infelices que daban lástima, espectros, sombras de lo que habían sido, Debes de estar loco si piensas que un pisador de barro pueda dormir con la reina de la ciudad, Quieres decir la dueña, Reina o dueña, da lo mismo, Se ve que no conoces a las mujeres, son capaces de todo, de lo mejor y de lo peor si les da por ahí, son muy señoras de despreciar una corona a cambio de ir al río a lavarle la túnica al amante o de arrasarlo todo y a todos para sentarse en un trono, Hablas por experiencia, preguntó caín, Observo, nada más, por eso soy vigilante, Sin embargo, alguna experiencia tendrás, Sí, alguna, pero soy un pájaro de alas cortas, de esos que vuelan bajo, Pues yo ni siquiera he alzado el vuelo una sola vez, No conoces mujer, preguntó el vigilante, No, Estás muy a tiempo, todavía eres joven. Estaban delante de la pisa del barro. Esperaron a que los hombres, más o menos alineados desde el centro a la periferia y que de vez en cuando intercambiaban los lugares, los de dentro afuera, los de fuera adentro, acabasen de dar la vuelta y llegaran a su altura. Entonces el vigilante le dijo, tocándole en el hombro, Entra.
Como todo, las palabras tienen sus qués, sus cómos, sus porqués. Algunas, solemnes, nos interpelan con aire pomposo, dándose importancia, como si estuviesen destinadas a grandes cosas y, ya se verá más tarde, no son nada más que una brisa leve que no conseguiría mover un aspa de molino, otras, de las más comunes, de las habituales, de las de todos los días, acabarán teniendo consecuencias que nadie se atrevería a pronosticar, no habían nacido para eso y, sin embargo, sacudieron el mundo. El vigilante dijo, Entra, y fue como si dijera, Ve a pisar el barro, ve a ganarte el pan, pero esa palabra fue exactamente la misma que lilith, semanas más tarde, acabará pronunciando, letra por letra, después de mandar llamar al hombre que le habían dicho que se llamaba abel, Entra. En mujer con fama de diligente a la hora de buscar satisfacción a sus deseos, puede parecer extraño que hubiera tardado semanas en abrirle la puerta de su cuarto, pero hasta esto tiene explicación, como más adelante se verá. Durante ese tiempo, caín no podría ni imaginar qué ideas estaba alimentando esa mujer cuando, al principio acompañada por un séquito de guardias, esclavas y otros servidores, comenzó a aparecer en la pisa del barro. Sería como aquellos propietarios rurales bien humorados que van al campo a interesarse por el esfuerzo de los que trabajan para ellos, animándolos con su visita, en la que nunca falta una palabra de estímulo y, a veces, en el mejor de los casos, un gracejo de camaradería que, con ganas o sin ganas, hará reír a todo el mundo. Lilith no hablaba, a no ser con el vigilante del local, al que pedía información sobre la marcha del trabajo y, alguna que otra vez, aparentemente para mantener la conversación, sobre el origen de los trabajadores que venían de fuera, por ejemplo, ese que va ahí, No sé de dónde viene, señora, cuando se lo pregunté, es natural que queramos saber con quién tenemos que lidiar, señaló en dirección a poniente y pronunció dos palabras, nada más que dos, Qué palabras, De allí, señora, No ha dicho nada sobre las razones por las que dejó su tierra, No, señora, Y cómo se llama, Abel, señora, me dijo que se llamaba abel, Es un buen trabajador, Sí, señora, es de los que hablan poco y cumplen bien con la obligación, Y la señal que tiene en la frente, qué es, También se lo pregunté y me dijo que es de nacimiento, Por lo tanto, de este abel que vino de poniente no sabemos nada, No es del único, señora, quitando los que son de aquí y más o menos conocemos, el resto son historias que están por contar, vagabundos, forajidos, en líneas generales son personas de pocas palabras, quizá entre ellos se confíen unos a otros, pero ni de eso se puede tener certeza, Y el de la señal, cómo se comporta, En mi opinión, actúa como si quisiera que nadie notara su presencia, La noté yo, murmuró lilith hablando consigo misma. Unos días después apareció en la pisa del barro un enviado de palacio que le preguntó a caín si tenía algún oficio. Caín le respondió que tiempo atrás fue agricultor y que se había visto obligado a dejar sus tierras por culpa de las malas cosechas. El enviado llevó la información y volvió al cabo de tres días con una orden de que el pisador abel se presentase inmediatamente en palacio. Tal como se encontraba, con su vieja túnica sucia y ya convertida casi en un harapo, caín, después de limpiarse como mejor pudo las piernas llenas de barro, siguió al enviado. Entraron en palacio por una pequeña puerta lateral que daba a un vestíbulo donde dos mujeres esperaban. Se retiró el enviado para dar parte de que el pisador de barro abel ya se encontraba allí y al cuidado de las esclavas. Conducido por ellas hasta un cuarto separado, caín fue desvestido y luego lavado de los pies a la cabeza con agua tibia. El contacto insistente y minucioso de las manos de las mujeres le provocó una erección que no pudo reprimir, suponiendo que tal proeza fuera posible. Ellas se rieron y, en respuesta, redoblaron las atenciones para con el órgano erecto al que, entre risitas, llamaban flauta muda, y que de repente saltó de sus manos con la elasticidad de una cobra. El resultado, vistas las circunstancias, era más que previsible, el hombre eyaculó de repente, en chorros sucesivos que, arrodilladas como estaban, las esclavas recibieron en la cara y en la boca. Un súbito relámpago de lucidez iluminó el cerebro de caín, para esto fueron a por él a la pisa del barro, pero no para dar gusto a simples esclavas, que otras satisfacciones propias de su condición debían de tener. El aviso prudente del vigilante de los albañiles había caído en saco roto, caín acababa de asentar el pie en la trampa hacia la que la dueña del palacio lo venía empujando suavemente, sin precipitaciones, casi sin que se notara, como si estuviese distraída con una nube que pasaba, pensando en otra cosa. La tardanza del golpe final se estableció a propósito para dar tiempo a que la simiente lanzada en la tierra como por casualidad pudiese germinar por sí misma y florecer. En cuanto al fruto, estaba claro que no habría que esperar mucho para la cosecha. Las esclavas parecían no tener prisa, concentradas ahora en extraer las últimas gotas del pene de caín que se llevaban a la boca en la punta de un dedo, una tras otra, con deleite. Todo acaba, sí, todo tiene su término, una túnica limpia cubre la desnudez del hombre, es hora, palabra sobre todas anacrónica en esta bíblica historia, de ser conducido ante la presencia de la dueña del palacio, que le dará destino. El enviado esperaba en el vestíbulo, una simple mirada le bastó para adivinar lo que había pasado durante el baño, pero no se escandalizó, ya que los enviados, por razones de oficio, ven mucho mundo, no hay nada que los sorprenda. Además, como ya en esta época era sabido, la carne es extremadamente débil, y no tanto por su culpa, pues el espíritu, cuyo deber, en principio, sería levantar una barrera contra todas las tentaciones, es siempre el primero en ceder, en izar la bandera blanca de la rendición. El enviado sabía hacia dónde iba siendo conducido el pisador de barro abel, adónde y para qué, pero no lo envidiaba, al contrario del episodio lúbrico de las esclavas, que, ése sí, le perturbaba la circulación de la sangre. La entrada en el palacio fue, esta vez, por la puerta principal porque aquí nada se hace a escondidas, si la dueña lilith ha encontrado un nuevo amante, mejor es que se sepa ya, para que no se arme todo un entramado de secretitos y de maledicencias, toda una red de risitas y murmuraciones, como infaliblemente sucedería en otras culturas y civilizaciones. El enviado le ordenó a una nueva esclava que estaba esperando en la parte de fuera de la puerta de la antecámara, Ve a decirle a tu señora que estamos aquí. La esclava fue y regresó con el recado, Ven conmigo, le dijo a caín, y luego al enviado, Tú, vete, ya no eres necesario. Así son las cosas, que nadie se envanezca porque le hayan confiado una misión delicada, lo más seguro es que después del trabajo le digan, Tú, vete, ya no eres necesario, de esto saben mucho los enviados. Lilith estaba sentada en un escaño de madera trabajada, llevaba un vestido que debía de valer un potosí, una prenda que exhibía sin ningún recato un escote que dejaba ver la primera curva de los senos y permitía adivinar el resto. La esclava se había retirado, estaban a solas. Lilith le lanzó al hombre una ojeada de inspección, pareció aprobar lo que veía y finalmente dijo, Estarás siempre en esta antecámara, de día y de noche, ahí tienes tu catre y un banco para sentarte, serás, hasta que mude de ideas, mi portero, impedirás la entrada de cualquier persona, sea quien sea, a mi habitación, salvo a las esclavas que vienen a limpiar y a ordenar, Sea quien sea, señora, preguntó caín sin intención aparente, Veo que eres ágil de cabeza, si estás pensando en mi marido, sí, tampoco él está autorizado a entrar, pero ya lo sabe, no se lo tienes que decir, Y si incluso así quiere alguna vez forzar la entrada, Eres un hombre robusto, sabrás cómo impedirlo, No puedo enfrentarme por la fuerza a quien, siendo señor de la ciudad, es señor de mi vida, Puedes, si yo te lo ordeno, Más tarde o más pronto las consecuencias caerán sobre mi cabeza, De eso, querido joven, nadie escapa en este mundo, pero, si eres cobarde, si tienes dudas o miedo, el remedio es fácil, vuelves al barro, Nunca he creído que pisar barro fuese mi destino, Tampoco sé si serás, para siempre, el portero del aposento de lilith, Basta que lo sea en este momento, señora, Bien dicho, sólo por esas palabras ya mereces un beso. Caín no respondió, estaba prestándole atención a la voz del vigilante de los albañiles, Ten cuidado, se dice que es bruja, capaz de enloquecer a un hombre con sus hechizos. En qué piensas, preguntó lilith, En nada, señora, ante ti no soy capaz de pensar, te miro y te admiro, nada más, Tal vez merezcas un segundo beso, Estoy aquí, señora, Pero yo todavía no, portero. Se levantó, se ajustó los pliegues del vestido dejando caer lentamente las manos por el cuerpo, como si estuviese acariciándose a sí misma, primero los senos, luego el vientre, después el principio de los muslos, donde se entretuvo, y todo esto lo hizo mientras miraba al hombre fijamente, sin expresión, como una estatua. Las esclavas, libres de frenos morales, habían reído de pura alegría, casi con inocencia, mientras se divertían manipulando el cuerpo del hombre, habían participado de un juego erótico del que conocían todos los preceptos e infracciones, pero aquí, en esta antecámara donde ningún sonido exterior penetra, lilith y caín parecen dos maestros de esgrima que apuran las espadas para un duelo a muerte. Lilith ya no está, ha entrado en el cuarto y cerrado la puerta, caín mira alrededor y no encuentra otro refugio a no ser el banco que le ha sido asignado. Allí se sentó, repentinamente asustado con la perspectiva de los días futuros. Se sentía prisionero, ella misma lo dijo, Estarás aquí día y noche, sólo le faltó añadir, Serás, cuando yo así lo decida, el buey que me cubra, expresión esta que parecerá no sólo grosera sino mal aplicada al caso, dado que, en principio, cubrir es cosa de animales cuadrúpedos, no de seres humanos, aunque muy bien aplicada está aquí porque éstos fueron tan cuadrúpedos como aquéllos, y todos sabemos que lo que hoy denominamos brazos y piernas fueron sólo piernas durante mucho tiempo, hasta que a alguien se le ocurrió decirle a los futuros hombres, Levántense, que ya es hora. También caín se pregunta si no será hora de huir de allí antes de que sea demasiado tarde, pero la pregunta es ociosa, sabe demasiado bien que no huirá, dentro de aquella habitación hay una mujer que parece disfrutar tanteándole con sucesivos lances, pero un día de éstos le dirá, Entra, y él entrará, y, entrando, pasará de una prisión a otra. No nací para esto, piensa caín. Tampoco había nacido para matar a su propio hermano, y aun así había dejado el cadáver en medio del campo con los ojos y la boca cubiertos de moscas, a él, abel, que tampoco para eso había nacido. Caín le da vueltas a la vida en su cabeza y no le encuentra explicación, véase a esta mujer, que, pese a estar enferma de deseo, como es fácil percibir, se complace en ir retardando el momento de la entrega, palabra por otro lado altamente inadecuada, porque lilith, cuando finalmente abra las piernas para dejarse penetrar, no estará entregándose, estará, sí, tratando de devorar al hombre al que dice, Entra.