Primero, creí que el brillo de mi estómago era un don especial de la naturaleza (o de Dios) cuando se manifiesta en el embarazo de una mujer. Me brillaba el vientre del ombligo al pubis. Yo no me sentía alarmada, sino bendita. Recordaba la noche en que mi marido me embarazó y no pude excluir la posibilidad de un milagro. O por lo menos de una ocurrencia sobrenatural.
Poco a poco, sin embargo, el brillo se fue desplazando del vientre a la vagina. El estómago quedó abultado, pero perdió esa extraña luminosidad que lo alumbró durante los primeros ocho meses del embarazo. Como una llama indolora, el fuego se instaló en la abertura de mi sexo y nada lo extinguió, ni las obras de la naturaleza ni mi repentina ansiedad por bañarlo y limpiar con toallas algo que se parecía cada vez más a una excreción impura.
A los nueve meses, el niño nació. La luz me abandonó. El dolor del parto me desmayó por unos instantes. Me despertaron las nalgadas que la comadrona, con exclamaciones de cariño vulgar, idénticas a la vida que celebraban y a la violencia que auguraban, le daba al bebé. Me devolvió a la calma el primer grito del niño.
Alargué los brazos para apretarlo contra mi pecho.
– Deje que primero lo lave -dijo la comadrona-. Tiene un como líquido pegajoso en el cuerpo.
Así es, pensé con toda simplicidad. Así es.
– Que no se le quita, que no se le va -gruñó la mujer devolviéndome al niño desnudo y posándolo sobre mis pechos.
Entonces vi que el bebé brillaba. Convoqué fuerzas para apartarlo de mí, levantarlo en alto y verlo mejor. El brillo de su cuerpo no teñía la carne. Era más bien como un velo sutil que lo rodeaba. Era un aura que lo acompañaba como la luz de un santo desparramada por todo el cuerpo.
Le puse Brillante al niño en un afán desproporcionado de disimular su extrañeza con el trato cotidiano. Siempre hube de vestirle como si viviese en un invierno perpetuo. Mitones en las manos. Ropas que subiesen al cuello y descendiesen a los tobillos. Calcetines a toda hora. Y la cabeza tocada por un casquete de aviador con gafas que yo le instaba a colocarse sobre los ojos lustrosamente amarillos, de modo que sólo quedaban expuestas sus mejillas doradas y mi explicación espontánea:
– Es que sufre de fotofobia. Le hace daño el sol.
Como un acto de esperanza, le compré al bebé ropa para un niño de siete años. Doblé y cosí las mangas y los pantalones. Él se iría adaptando a los tamaños, sin necesidad de salir de compras. Fuera de la anomalía, Brillante era un chico amable que empezó a desarrollar muy pronto aficiones peculiares por los mapamundis que copiaba en sus cuadernos, sólo que primero les inventaba nombres nuevos a los países y al cabo, al filo de los ocho años, empezó a dibujar mapas de continentes imaginarios, dotándolos de fronteras tan provisionales como el tiro de dados a los que Brillante sometía el destino bélico de sus naciones de papel. Yo le escuchaba mientras jugaba. Acompañaba sus movimientos con voces divertidas, imitando a sus imaginarios generales y soldados, a reyes y a princesas. Podía hablar con la humildad de un recluta, la soberbia de un general, la difidencia de un rey, el soborno de un camarero…
Tras el nacimiento de Brillante, yo me trasladé de la gran urbe donde había vivido con mi marido a un paraje del campo bastante aislado adonde sólo llegaban, de vez en cuando, excursionistas que me pedían agua. Yo bajaba sola al pueblo a comprar comida, recibir y enviar el correo indispensable, cobrar en el banco mi pensión de viuda y dejar la administración de mis pocos -muy pocos- bienes urbanos a los abogados.
Brillante crecía en un mundo propio, aislado pero satisfactorio. Yo le enseñé a leer y a escribir. Desterré los periódicos, las revistas, la radio. Me propuse liberar a mi hijo a la pureza de su imaginación y a creer que el mundo era el mapa del mundo, más real en el atlas que en la vida.
Todo estaba en orden hasta que, cerca de los ocho años, Brillante vomitó oro.
Regresé, alarmada, a la ciudad. ¿Qué debería hacer? El ataque de oro se repitió dos, tres veces. Brillante arrojaba su vómito dorado sin inmutarse, sin convulsiones. Pero en su mirada, si no había alarma, sí cabía la interrogación. Mi hijo no necesitaba hablar para preguntarme,
– ¿Qué me pasa, mamá?
y mirarme fríamente cuando yo, su madre, no podría decirle sino algo idiota, es algo pasajero, hijo, es normal a tu edad, sabiendo que me mentía mí misma al mismo tiempo que a él. El alarmante suceso que nos devolvió a la ciudad me empujaba de regreso a la proximidad de médicos y clínicas. Sobre todo, me movía una urgente aunque misteriosa necesidad de volver a las habitaciones que compartí con mi marido, antes del nacimiento de Brillante.
Por todo esto regresamos al apartamento en la ciudad. Brillante lo desconocía, pues habíamos partido al campo cuando él era un bebé. Encontramos las cosas tal como las dejamos. En la repisa de la chimenea y al lado de la cama habían quedado sendas fotografías de mi marido muerto, el padre de Brillante, Juan Jacobo.
Me preparé a responder la inevitable pregunta del niño, ¿ése quién es?, porque en la casa del campo, por un inexplicable prurito de romper con el pasado y darle a mi hijo una vida totalmente nueva, separada, sin reminiscencia alguna, no había dispuesto ninguna foto que le permitiese a Brillante compararse con nadie sino sentirse normal.
Ahora, enfrentado de súbito al retrato de su padre, Brillante no se inmutó. Miró seriamente al hombre de mirada clara y sonrisa ausente. Inclinó la cabeza como se hace en un duelo y murmuró con suavidad,
– Hola, hijo.
No puedo comunicarles mi horror. La voz del hijo saludando la fotografía del padre era la voz del padre. ¿Cómo iba yo a desconocerle, si fue la voz con la que saludó por primera vez en una cena, la voz con la que contó anécdotas simpáticas, la misma voz con la que me enamoró, pidió mi mano, tomó mi cuerpo y me murmuró al oído, te quiero, Carolina, te querré siempre, hasta la muerte?
Quise desechar el temor. Recordé (y no supe por qué motivo pude, así fuese por un momento, olvidarlo) que Brillante era un gran imitador de voces. No, era inventor de voces, no podría imitar lo que no conocía. Y sin embargo, su voz ante la foto era la voz de la foto. La voz del padre.
Atribuí a una confusión pasajera el hecho de que, además, mi hijo llamase "hijo" a su padre.
– Es tu papá, Brillante, que Dios tenga en su gloria.
Brillante asintió con seriedad.
Acaso, ya al filo de los ocho años, la voz comenzaba a cambiarle a Brillante. Un chico tan particular, aislado en el campo y abandonado a las fuerzas de la imaginación, había desarrollado, como ya les conté, las dotes de la mímica de voces.
Si esta vez me sorprendí, fue porque Brillante, ante la fotografía de su padre muerto, por primera vez imitaba a la perfección la voz de mi marido Juan Jacobo.
¿Qué profundo impulso hereditario llevaba al hijo a reproducir con tal similitud la voz de su papá? Ustedes entienden por qué me sorprendí. También entenderán que al cabo de unos cuantos días, no habiéndose repetido el hecho y mediando el olvido, que pronto apacigua los eventos más extraordinarios, expulsándolos de la sensación inmediata, todo volvió a la normalidad.
Si así puede llamarse a la situación poco usual de mi hijo, su brillo permanente y no disimulable, acompañado de tarde en tarde por el vómito dorado. También entenderán ustedes que, como madre, yo amaba al niño y vivía acostumbrada a su rara condición. Brillante, en cambio, no parecía ni consciente ni extrañado de su brillo. No retiré los espejos de nuestro apartamento. Mi hijo no era un vampiro. Se reflejaba de manera normal en el agua. Se bañaba y se peinaba con tranquilidad. El hábito de ocultamiento que le impuse un día era eso, habitual en él, y hasta los siete años me las arreglé para ajustarle la ropa, prendiendo dobladillos a fin de descoserlos poco a poco y alargar el pantalón, desechando paulatinamente las ligas que le mantenían altas las mangas que poco a poco sus brazos alargaron.
Sólo que al filo de los ocho años, el propio Brillante me pidió que lo llevara a una tienda a comprarle ropa nueva. Fue nuestra primera disputa.
La ropa todavía aguanta, hijo.
Es que quiero escogerla yo mismo.
No te apures, yo te la traigo.
Estoy creciendo, mamá.
Siempre serás mi bebé.
Sonreí. Le acaricié la cabeza. Me rechazó por vez primera y me pregunté, ¿por qué sabía que existían tiendas, si nunca habíamos ido a una?
En el edificio de apartamentos me encontraba a los vecinos, quienes fieles a su tradición me hacían preguntas antipáticas sobre el niño.
¿Cuándo nos presenta al niño?
¿Por qué no sale a jugar?
¿Por qué no va a la escuela?
¿Está enfermo?
Sí, les contestaba, está enfermo, no puede salir.
¡Ay! ¿No es algo contagioso?
No, de verdad que no, está lisiado, no puede caminar.
¡Ay! Entonces ¿qué hacía jugando en el parque con los otros niños?
Imaginen mi alarma. Por conversar con los vecinos en la azotea, dejé la puerta del apartamento abierta y desde allí, con la ropa mojada entre las manos, dirigí la mirada al parque vecino.
Tiré la ropa y quise arrojarme desde la azotea.
Una pequeña turba de monigotes rodeaba a mi hijo, le gritaba insultos, le lanzaba coros de burla y Brillante se protegía la cabeza con los brazos y su cabeza dorada brillaba como un sol ofendido por las nubes negras del recelo, la crueldad y la broma.
Bajé apresurada, sin aliento, atropellada, rodeé con mis brazos a Brillante, insulté a niños agresores, regresé consolando a mi hijo a nuestra casa.
Cerré la puerta.
Le miré a los ojos.
Nada alteraba la serenidad de su mirada.
Sólo dijo:
– Gracias, Carolina.
Lo dijo, qué duda cabe, con la voz de mi marido, su padre.
A partir de ese momento, evité lo más posible hablar con mi hijo. A veces, Brillante hablaba con voz de niño. En otras ocasiones, con la voz de su padre. Claro que yo no tenía explicaciones para este fenómeno y además no quería consultarlo con nadie. Una vez más, me rendí al paso del tiempo.
Todo se arreglará, me dije.
Brillante continuaba su vida de niño, jugando con bloques de madera, construyendo ciudades y castillos, librando batallas imaginarias en el papel, sacándoles punta a sus lápices de colores y hablando como siempre -solo, poco, nada-. Y a veces, también, regresaba a sus juegos con mapas militares y daba órdenes de sargento o emitía lamentos de monarca derrotado.
Yo no prestaba demasiada atención a sus juegos. Pasaba sonriendo, limpiando platos o sacudiendo el polvo, como una normal y grata ama de casa, hasta el día en que Brillante, con una voz que no era la suya, exclamó "¡coño!" y me obligó a detenerme alarmada. Brillante no iba a la escuela y no había tenido contacto alguno con la calle, salvo esa mañana malhadada en que se escapó y lo rodearon los pilluelos del parque; ¿había bastado ese instante para cambiar el lenguaje, tan pulcro, tan bien cuidado, de mi hermoso niño, crecido al amparo cortés de su madre?
Cuando dijo esa palabrota, me di cuenta súbita de que no sólo cambiaba, poco a poco, la voz del niño. Sus reacciones eran distintas. Si antes jugaba a la guerra con la tranquilidad de un menor que domina su inocente imaginación, ahora noté que Brillante se enojaba cuando el tiro de dados le daba la victoria a uno de los combatientes de su guerra lúdica. Gritaba, gruñía, arrojaba insultos idénticos a los que los pilletes le dirigieran a él en la calle y al cabo destruía con furia el mapa.
Yo no me atrevía a acercarme o calmarlo. Es normal, me dije. Está entrando a la guerra del mundo. Sólo que un día lo sorprendí lanzando epítetos mientras destruía el mapa. Y si antes sus países eran imaginarios y sus protagonistas ficticios, ahora tomaba partido e injuriaba a árabes, a judíos, a occidentales. Porque ahora parecía ver un enemigo en cada bando, donde antes veía a los amigos de su imaginación sin nombres ni razas.
Corrí a taparle la boca.
Me mordió la mano.
Me miró distinto.
Paso las noches en vela, recuerdo esa mirada insólita en mi hijo. La recuerdo como un enigma porque por primera vez vi en sus ojos la memoria. Hasta ese día, sus ojos infantiles no recordaban, sólo registraban los eventos, asaz repetitivos, de nuestra vida compartida.
¿De dónde sacaba ahora a judíos, árabes y occidentales? ¿En qué había fallado mi propósito de aislar a mi hijo de las contiendas estúpidas de nuestro mundo? ¿Y por qué -por qué- me pidió ir a una tienda a comprarse ropa, él, que nunca había ido a un almacén ni tenía por qué saber de su existencia?
Ahora, día con día, la mirada de Brillante se iba convirtiendo en un campo de recuerdos enemigos, de memorias que se peleaban entre sí. Era como una lucha encarnizada entre lo que se queda y lo que va pasando, como si abandonar la infancia fuese un segundo parto, más doloroso que el de la madre, porque esta vez es el hijo quien se da a luz a sí mismo…
Este era mi consuelo. Brillante crece. ¿Cuándo deja un niño de ser un niño? Supongo que cada ser humano tiene su propio ritmo para irse haciendo adulto, retener recuerdos, anticipar eventos, intuir que debe prepararse para sufrir desengaños, luchar por una cuota de felicidad, aceptar una sucesión de accidentes…
Desengaños. Alegrías. Accidentes.
¿En qué orden se dan? ¿Cuándo ocurren?
Como toda madre, yo observaba con una mezcla de esperanza y terror, de alegría y zozobra, el desarrollo de mi hijo. Una cosa era cierta y era terrible: Brillante no era como los demás. Su excepcionalidad no dejaba de darme orgullo. "Mi hijo es especial. Es distinto." Quizás no habría pensado así si el niño fuera ciego, baldado o paralítico, pero ser dorado podría significar un privilegio, así como un peligro.
Yo tenía mi respuesta lista para el momento oportuno. Brillante sufre de fotofobia. De niño le hicieron unos exámenes que lo expusieron sin protección a rayos ultravioleta. Es un niño velado. Se veló. Hay personas que se velan de color azul o morado. Miren qué bien: mi hijo se volvió de oro.
No creo que mis razones hubieran convencido a nadie. Sólo me quedaba esperar a que el tiempo le diese a mi hijo las oportunidades -estudios, novia, amigos, familia propia- que su despierta inteligencia merecía. ¿Tenía yo fe excesiva en la sociedad? No tenía tiempo de responder a esta pregunta.
La agresividad de Brillante se limitaba a sus juegos bélicos. Me parecía normal, hasta que un día pasó a los hechos: los soldaditos de sus guerras murieron. Los quebró en dos y luego los arrojó al fuego de la chimenea.
¿Qué haces, hijo?, exclamé.
Los soldados mueren, ¿no?
Los de plomo no. Me obligas a comprarte nuevos juguetes. Muy mal hecho.
No me importa.
¿Con quién vas a jugar entonces?
Con él.
Brillante señaló a una pared de la sala. Dirigí mis ojos al espejo de marco dorado que heredé de mis padres. Apenas lo vi, una figura se movió y desapareció velozmente.
El corazón se me subió a la boca. Sin respiración, le dije a Brillante, ¿quién es, quién es?
Y él respondió: Soy yo.
Ser él. A partir de ese momento, de modo intuitivo, sin saber muy bien por qué, empecé a predicarle a Brillante cosas como sé tú mismo, no necesitas a nadie, un día yo ya no estaré aquí, no necesitas a nadie a tu lado, prepárate para ser independiente…
El me miraba con extrañeza. Se tocaba el rostro como para decirme que no se engañaba. Él era distinto. ¿Cómo le exigía yo que fuese autónomo? ¿No me daba yo cuenta de nada? ¿Era yo una pobre ilusa? ¿No lo había, yo misma, aislado del mundo?
Me miró, por primera vez, con un reproche muy parecido al odio.
No sé si Brillante me dijo todo esto con palabras, con gestos, con miradas. Sólo sé que me lo hizo saber, aunque sin alarma. Como si fuese un problema resuelto en su ánimo.
Le di las gracias. No me responsabilizaba de un porvenir sin mi presencia protectora. Podía pasar de mí. Esto lo entendí, con una mezcla de alivio y amargura.
Los hechos son inasibles. Nunca sabemos si lo que ocurre está ocurriendo, ya ocurrió o está por ocurrir. ¿Cómo atrapar el instante? Sería tanto como atrapar al viento. Todo pasa, pasó, está pasando al mismo tiempo. Cuando Brillante empezó a mudar de voz primero, de mirada en seguida, de actitud al cabo, me era imposible fijarlo en cualquier momento del cambio fugaz porque un segundo más tarde mi hijo volvía a ser el de siempre, un niño que iba a cumplir ocho años pero que un segundo más tarde hablaba con voz de adulto, se movía de manera agresiva y sobrada y me miraba con algo más que amor de hijo.
Inquieta, busqué a mi alrededor una razón que disipase mi alarma creciente. ¿Quién era mi hijo? La pregunta no tenía respuesta. La verdadera interrogante era ¿adonde va mi hijo?
Se la hice: ¿Adónde vas, Brillante?
Su voz infantil me contesta: De dónde vengo, madre.
Y si le pregunto: ¿De dónde vienes, hijo?, su respuesta sería: A donde voy, madre.
Debo advertirles que este desconcierto mío no era gratuito. Se fundaba en una observación cada vez más sorprendida y sorprendente de las actitudes de Brillante, como si lo normal o esperado en un muchachito de su edad se convirtiese poco a poco en la excepción de una manera demasiado madura de accionar, mover las manos, plantarse en jarras, darme la espalda, cruzar las piernas, rascarse el mentón…
Rascarse el mentón. Abrí sin deseo de sorprenderlo la puerta del baño, lo encontré con las mejillas enjabonadas. Se rasguñaba la mejilla como si quisiera arrancarse algo. Me miró sin sorpresa. Se rió. Me convocó con la mano. Me obligó a que le acariciara la cara.
¿Había un vello lánguido pero cerdoso en el mentón del niño?
A partir de ese instante dudé, aunque tarde, entre dos actitudes. ¿Debía ser paciente y atenta, esperar a que los hechos se sucedieran, sin saber a ciencia cierta qué nueva anomalía afectaba a Brillante? ¿O me correspondía precipitar la situación, llamar a un hospital, admitir que un par de enfermeras se llevaran al muchacho, por las buenas o por las malas, y lo pusieran bajo observación, fuera de mi control y acaso fuera de mi vista? Lucharon en mi alma la responsabilidad y el alivio. ¿Cómo quererlo más? ¿Cómo amarlo mejor?
El siguiente suceso determinó mi acción. Una noche, miré por accidente la fotografía de mi difunto marido Juan Jacobo en la repisa de la chimenea. Digo que fue una mirada accidental porque rara vez ponemos atención en una foto u otros objetos de la casa cuya presencia damos por descontada. ¿Quién se detiene a mirar la cortina, la silla, el florero o la foto que siguen en su puesto habitual?
Digo que llevaba semanas sin mirar la fotografía de mi esposo. Cuando esta vez le dirigí la mirada, sofoqué un grito involuntario. El retrato se estaba borrando. De modo sutil, casi imperceptible, las facciones de Juan Jacobo se desvanecían dejando una especie de vacío doloroso donde antes había perfiles precisos.
Tuve una reacción tan incomprensible como el hecho que la provocó. Decidí no darme por enterada. No había visto lo que había visto. Mañana las facciones alteradas regresarían a su lugar: a la cara de un hombre muerto ocho años antes en el acto de hacer el amor.
Debí reflexionar. Debí poner atención.
Desde que nació, Brillante durmió a mi lado. Noche con noche, su presencia cálida era mi protección y yo la de él. La intuición era poderosa: el niño y yo nos necesitábamos. No había nada anormal en ello, sólo la luz que el niño irradiaba y a ella me acostumbré muy pronto, como nos adaptamos a lo que, por constante, deja de ser excepcional. El brillo era tan natural en mi niño como el sueño, el hambre, el sollozo o el bostezo. Además, tenía yo la mala costumbre maternal de pensar por mi hijo, hablar por él, tomar decisiones y darle órdenes. Ustedes me comprenden. Su extrañeza física duplicaba mi preocupación materna. Sabía, sin embargo, que estos papeles acaban por invertirse y que, al paso de la vida, será el hijo quien se ocupe de la madre.
Aún no. Brillante iba a cumplir apenas ocho años y las aristas extrañas de su comportamiento yo las atribuía a que el chico crecía y aparecían en él hechos y actitudes adultas. Algunas puramente imitativas, como rasurarse sin tener barba. Otras, más mímicas, como fingir voces durante las batallas que escenificaba.
Quiero decir a mi favor que yo, como madre, jamás le negué a Brillante el poder de pensar, de sentir, de imaginar. Lo que sucede es que hasta ahora, esos poderes de mi hijo se manifestaban fuera de mí. Aun diría: lejos de mí. Eran los juegos de la infancia. Incluso su demanda de comprar ropa nueva me pareció normal. El chico crecía y era consciente de que usaba siempre la misma ropa, arremangada y cosida para las edades infantiles. Quería ser él. Quería ser distinto. Quién sabe: ¿quería ser elegante?
No tuve tiempo de llevarlo a un almacén de ropa. En el fondo, mi reticencia era explicable, al menos para mí misma.
"Que no crezca."
Tal era mi voto más secreto. Cada día me demostraba la imposibilidad de mi deseo. Me ofrecía, también, la oportunidad de aplazar al adolescente que sería mi hijo. Este fue mi grave error. Al filo de los ocho años, yo debí decirle: Brillante, ya es hora de que duermas en tu propio cuarto. Ya no eres un niño. Ya vas a ser un hombre.
No me atreví. La costumbre se había vuelto obligación. El sentimiento maternal de proteger a un hijo extraño, solitario, sin más apoyo que el de su madre, venció al impulso racional de mudarlo a una cama suya. De imponerle la libertad.
¿De qué me iba, entonces, a sorprender? ¿No sabía desde siempre lo que me esperaba cuando el niño creciera?
Una noche, mientras Brillante se rasuraba en el baño, yo me arropaba en la cama y me hacía preguntas que todas las madres se hacen. ¿Cómo revelarle al niño que ya no lo es? ¿Cómo darle a entender que se vuelve un hombrecito? ¿Debo darle tratamiento de hombre a un niño, para irlo acostumbrando? Y de allí, a medida que escuchaba el rumor de mi hijo en la sala de baño, surgían las preguntas ociosas pero fatales. ¿Cuál de los dos va a morir antes? ¿Moriremos al mismo tiempo, madre e hijo? Si muere el niño, ¿se convertirá en hombre? Si muere el hombre, ¿se convertirá en niño? Si muero yo, ¿quién lo cuidará?
"Que no crezca", murmuré con fuerza cuando la silueta de Brillante apareció en el marco de la puerta, el chico se aproximó a la cama y, como era su costumbre, se metió entre las sábanas y se acurrucó con su madre.
La memoria puede ser una trampa que, creyéndose reminiscencia, en realidad es premonición. Hay momentos en que confundimos nuestros recuerdos con nuestros deseos. No hay un tiempo más peligroso para el alma que éste. Una parte de nosotros nos está diciendo, no te detengas nunca, muévete. Eres,
Carolina, demuestra qué eres moviéndote. Pero otra parte me dice detente, Carolina, no te dejes empujar. Recuerda, recapacita. No sólo eres lo que serás sino lo que has sido.
Lo malo de ambos impulsos, señores que me escucháis, es que si imaginaba el futuro, lo desconocía todo y si imaginaba el pasado, lo preveía todo. Eso era lo habitual. Hasta esta noche en que la fuerza de las cosas me obligó a imaginar el pasado para entender el futuro.
Brillante salió del cuarto de baño y se dirigió a nuestro lecho. Siempre dejaba entreabierta la puerta del baño porque le temía a la oscuridad total de nuestra recámara sin ventanas, así diseñada por mi marido Juan Jacobo para asegurar un sueño profundo. Brillante rompió la regla por un explicable temor infantil al misterio de la noche. Crecemos y le robamos peligro a las vísperas, porque son eso: promesa alegre de un día mejor. Un día más de victoria, ¿eh, Juan Jacobo?, de triunfo, de ambición cumplida, de desdén hacia lo incomprensible, de aceptación de la seriedad de la vida y el cumplimiento de las obligaciones, ¿no es esto lo que tú me decías, Juan Jacobo, no era ésta tu cantinela habitual al dejar la recámara a oscuras y acercarte a mi cuerpo disculpándote del placer que tú sentías y yo deseaba con una lista de obligaciones perentorias para la jornada siguiente?
Cómo detestaba ese acoplamiento de la carne y el deber, de las obligaciones matrimoniales y las obligaciones laborales, nunca las separaste, como si una eyaculación en la cama equivaliese a una inversión en la bolsa, como si tu sexo fuese una moneda de oro y el mío una alcancía, admítelo, Juan Jacobo, nunca me tomaste por mí misma, por el gusto, sino como una inversión necesaria para calmar tus apetitos y estar libre de congojas sexuales al día siguiente, convertido en el robot de la bolsa de Ginebra, una máquina calculadora pero castrada.
¿Cómo no iba a celebrar que te murieras en mis brazos, después de tu última eyaculación? ¿Cómo no iba a gritar de gusto? Tu inversión final fue en mi cuerpo, tu acción terminal procrear a un niño, tu estertor mortal un aura dorada, como si todo el dinero que manejaste para otros hubiera venido a despedirte, Juan Jacobo, a nimbarte con una especie de aleluya macabro: tú sí puedes llevarte tu dinero a la tumba, Juan Jacobo, sólo tú…
Y se lo llevó, señoras y señores, en el sentido de que no dejó nada más que una pequeña pensión de burócrata del Crédit Suisse, una fortuna aún más pequeña disipada, qué sé yo, en inversiones fracasadas, las salas de juego de Evian, otras mujeres, cálculos errados…
Lo que dejó fue la semilla de un hijo. Mi hijo Brillante, cuya historia os he contado. Y aquí me detendría, si no supiera que no tendré otra ocasión de decir la verdad. O de dejar sentada la ficción. Eso depende de ustedes.
Cuando las cosas ya ocurrieron, uno intenta recordar su vida precedente y decirse: esto lo sabía desde entonces. Quieres saberte dueña de tu voluntad. Que nada nos empuje. Somos libres. Hasta el momento inevitable en que nuestra libertad se nos aparece limitada porque la realidad nos determina como seres materiales y perecederos. A la luz de esta verdad, nuestro albedrío pierde fuerza y se contenta con soluciones parciales, tristemente alejadas de la promesa que nos hicimos y que el mundo primero avaló y luego no destruyó, sino sólo limitó, volvió mediocre.
Una madre quiere que su hijo sea siempre niño, pero al mismo tiempo quiere que crezca, es decir, que se convierta en otro siendo el mismo. ¿Qué forma posee en potencia un niño? En la vida hay promesa y hay realización. Hay potencia y acto. Hay sustancia y accidente, decía mi marido egresado de la Universidad de Ginebra, muy orgulloso de sus títulos.
¿Qué significa esto que dices, Juan Jacobo?
Que todos tenemos un sustrato permanente a pesar de las mutaciones accidentales.
¿Y qué tal si las mutaciones son lo permanente y eso que llamas sustrato lo accidental?
Mi marido reía.
Eres una sofista, Carolina.
Sonrió al decirlo.
Luego la cara se le agrió.
Siempre me llevas la contraria. ¿No tienes otra manera de afirmarte? Pobrecita.
Brillante salió del baño y se dirigió a la cama. Hizo algo extraordinario. Se despojó de la bata. No lo vi. Escuché cómo caía al suelo la prenda. Luego él se metió al lecho y por algunos minutos ni él se acercó a mí ni yo a él.
Al cabo, toqué su pecho y me permití suspirar de alivio. Era el torso del muchacho, lampiño y suave. ¿Por qué no usaba camiseta? Acaricié su rostro. Brillante iba a cumplir ocho años. Sus quijadas un poco mofletudas no tenían más cerdas que las de mi imaginación.
Entonces él tomó mi mano y la llevó a su vientre. Hundió uno de mis dedos en su ombligo. Luego arrastró mi mano alarmada a su vientre velludo, erizado como un campo de púas inertes, luego hasta su pubis ondulante como si se estuviera ahogando en un río de algas y luego al sexo mismo, que no era sexo sino grito, grito de él y grito mío, un encuentro de mi mano y la suya, yo evitando lo que quería atestiguar, él ocultando lo que quería comprobar, yo abriendo los ojos en la oscuridad, penetrándolo, usando el rayo minúsculo de la luz infantil en los ojos de Brillante, sintiendo en la mano el pene erguido como una cresta de gallo y pesado como una talega de oro, un sexo que recordaba o imaginaba oscuro y que ahora brillaba, como una luz primero intermitente, ahora constante, un faro de carne levantada, brillante, ansiosa, pidiéndome lo que hice, arrasada, consciente, inconsciente, escuchando la voz siguiente de mi hijo, el gemido convertido en súplica, la súplica en llanto, el llanto en un grito terrible que resonó en la oquedad encerrada de nuestra recámara, mientras yo besaba el sexo de mi marido, lo besaba hasta beberlo y lo bebía hasta devorarlo, tragarlo, tragarme los testículos, y a través del sexo, comerme el cuerpo viril, del ombligo para abajo, nalgas y piernas y pies y uñas con la ilusión enajenada de que devorando al padre me quedaba con el hijo, sin darme cuenta de que eran un solo cuerpo, un cuerpo maldito que no saciaba mi horrible gula, devorando ahora el torso de mi hijo, desterrando el detestable brillo que corría aterrado del pecho a las axilas y de allí a los brazos, hasta las uñas devoré, sólo quedaba la cabeza de niño fuera de mi hambre, brillante, suplicante, tierna, asustada, adolorida, incomprensible, ausente de mi afán de matar al padre que lo engendró porque Juan Jacobo no tenía derecho a regresar, apropiarse del cuerpo y el alma de su hijo y volverme a esclavizar como lo hizo en vida hasta el preciso momento en que, al preñarme, murió derrumbado encima de mí.
¿Por qué sabía Brillante los nombres de los países y los mapas militares a los seis años de edad?