El dueño de la casa

La casa consta de cuatro pasillos construidos en torno a un cubo de ascensor. En tres de los pasillos hay dos puertas que conducen a otros tantos cuartos. El ascensor sólo sube y baja. Es dueño de su espacio. Debajo del aparato no hay más que el vacío que el elevador recorre con intermitencias inexplicables. ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Dónde se detiene de vez en cuando? ¿Por qué se detiene? ¿Quién lo maneja? ¿Alguien lo utiliza? ¿Se mueve solo? A veces me asomo al cubo del ascensor y no veo nada, salvo una oscuridad de hierro viejo. No me engaño, empero, ni los engaño a ustedes. Levanto la vista más allá del cubo y miro el cielo. Sólo que mi cielo es más oscuro que un sótano.


Quisiera recordar un firmamento más bello. Días más claros. Momentos de sol. Sol y soledad. Sol y sociedad. Sol y saciedad. Los términos equívocos se pelean en mi mente desordenada. Quisiera recordar el origen de esta situación. Me cuesta mucho, encerrado en esta casa o edificio (debe ser edificio, por eso hay un ascensor) donde todo es sombra, salvo esa zona de luz vertical que ya mencioné y que uno llega a creer que es el cielo y es sólo el piso superior al tedio sin amparo de un firmamento gris, envenenado por la polución.

Mi esfuerzo por recordar se confunde, por todo lo dicho, con mi esfuerzo por inventar. Si me dejo llevar por la imaginación, acaso llegue al recuerdo. Pero si intento recordar, empiezo a creer que imagino.

Digamos que alguna vez viví en este piso alrededor del cubo de ascensor. Pensemos que otro día tuve una llave para entrar a esta casa, tomar el ascensor y subir al piso más alto. Imaginemos que éste era mi hogar. Recordemos que antes yo no vivía solo sino que me acompañaba una familia, tenía una esposa, conocía a mis vecinos. Imaginemos que un buen día perdí la llave de la casa. Yo estaba en la calle. Busqué la llave con la desesperada concentración que nos imponen las catástrofes minuciosas.

Supongamos que la llave estaba escondida, como en las películas, debajo del tapete de entrada. Esta solución me parece demasiado obligada, sencilla, convencional. Hasta que descubro la llave en el lugar previsto y me encuentro con la llave en la mano pero la llave no corresponde a la cerradura de la casa donde la encontré. ¿Cuál será la casa de la llave? ¿La casa? ¿Cuál casa?

El frío aumenta y la llave descansa en mi mano enguantada. Pasa una mujer envuelta en zorros y con la cabeza cubierta por un chal. Le pido a la desconocida que me indique la casa que corresponde a la llave que le muestro.

"Té conozco", me contesta ella. "Te conozco desde siempre. Tú y tus bromas."

La desconocida, con estas palabras, se convierte en mi enemiga.

Como si leyera mi pensamiento, ella me dice: "No lo soy. Lo seré" y sigue su marcha en medio de un frío de navajas.


Hubo una época en que gozaba de toda la autoridad en esta casa. Era respetado. Era obedecido. Tenía socios. Venían a verme. Tomábamos decisiones juntos. Pero algunas decisiones resultaban equivocadas. Las amistades se perdieron. Algo ocurrió. El casero que antes me respetaba empezó a hacerme caras hoscas. Me habló con tonos duros. Me faltó al respeto. En suma, me exigió el pago de la renta.

"La oficina", le dije, "la oficina se ocupa de esas cosas".

"Ya no hay oficina", contestó el casero con un rictus de amargura y ojos de desolación.

Subí al apartamento y todos se habían ido. Yo estaba solo. Me senté en la cama y pensé en mi vida. Repetí en mi mente las horas diarias de la rutina. De sólo pensarlo, me agoté. Una sucesión gris de minutos vacíos. Los mismos asuntos, las mismas soluciones, el regreso inevitable de los expedientes idénticos a sí mismos.

¿Me cansé de ellos? ¿O ellos se aburrieron de mí? ¿Por eso huyeron todos? ¿O por eso me recluí, quedándome solo? La verdad es que a medida que fui asumiendo mi solitaria condición, me fui dando cuenta del terror que supone vivir en una casa acompañado de mujer y familia, recibiendo socios y atendiendo asuntos.

Acaso porque quería acomodarme a mi nueva situación, estigmaticé m i vida anterior. Taché de horror lo que hasta hace poco era normal y empecé a normalizar lo que a todas luces era extraordinario.

Una noche desperté como de una pesadilla, sintiéndome aliviado.

"Ya no tienes que dar órdenes."

"Ya no tienes que envidiar a nadie."

"Ya no tienes rivales por el poder o por el sexo."

"Ya no estás obligado a congraciarte con el casero."

"Has perdido la autoridad".

Yo quisiera que ustedes comprendieran el alivio que estos pensamientos, desfilando ante mi despertar matutino, me provocaban. Lo malo es que mi naturaleza no me predispone ni a la confianza ni a la felicidad. El bonheur, la alegría de mis despertares, no tardaba en verse empañada, como un cristal de febrero, por el retorno incisivo de la duda escarchada.

¿Por qué me encontraba solo? Ya indiqué que mi vida había sido un calendario de la repetición. Ahora añado que la repetición nos agota a nosotros y aburre a los demás. El resultado es el abandono.

Este preciso silogismo no acaba de confortarme. Quiero decir que no me engañaba a mí mismo. Las razones que yo podría aducir para explicar mi abandono (o el abandono) no agotaban las posibilidades de la situación. A veces me deslizaba por la pendiente del absurdo, dinamizando mi simple estar. Nadie viene a verme, es cierto, Pero ¿estoy seguro de que nadie se ha ido?


Ustedes entenderán que cuanto llevo dicho pertenece a la primera parte de eso que podríamos llamar mi abandono o mi soledad. Basta saberse solo para convertir el abandono en situación permanente. La novedad solitaria nos deslumbra tanto que la creemos eterna. No es así y el problema consiste en saber cuándo sabemos que la eternidad es pasajera. Durante las semanas siguientes, cogité acerca de la independencia de mi persona, puesta a prueba por este desamparo. Me pregunté si ahora sí podría demostrar que yo era un ser independiente. Las demandas inmediatas de mi vida anterior se habían desvanecido. Yo ya no vivía acompañado de nadie. Antes, estaba condicionado para cosas como la sociedad, la política, la fealdad y la belleza, el poder y el dinero, el amor, la familia y la pobreza de una ciudad que, a pesar de todo, yo seguía adivinando a través del cubo del ascensor y del cuadrilátero de cielo gris.

La prueba de que la eternidad no era mi óbolo me la dio un hecho muy simple. Una mañana desperté y sentí hambre. Todos sabemos que hay en nosotros una parte invernal gracias a la cual, cuando hace frío, imitamos al oso y dormimos en paz, sin contar las horas. Sólo que el oso, con sabiduría ancestral, se alimenta anticipadamente y luego duerme tranquilo, digiriendo con pausa, varios meses. Yo, en cambio, desperté con hambre y al cabo, con miedo, lira consciente de mi encierro en el piso más alto del edificio. Tenía hambre. Nada más sencillo que tomar el ascensor y bajar a la calle, comprar provisiones y regresar a mi alta cueva.

Corrí al ascensor y apreté botones. El aparato se movió, subiendo con lentitud. Se detuvo dos pisos abajo del mío. Apreté los botones, primero con seriedad, luego con irritación, al cabo con furia. El ascensor no ascendía. Esperé un rato. Volví a intentar. Nada.

Me recogí en mí mismo, decidido a vencer a la máquina y sus detestables caprichos. Cuantas veces llamé al elevador, el resultado fue el mismo. El aparato infernal se detenía dos pisos debajo del mío cuando yo insistía en llamarlo, me desobedecía con una carcajada de fierro e iniciaba un nuevo descenso.

Sintiéndome cada vez más una especie de robinsón en isla de cemento, me resigné a que, por ahora, no saldría de mi alto mirador sin vista porque en el instante sentía hambre, y con el hambre, no se piensa claro…


Una actividad sin sentido, así miraba ahora mi vida anterior a ésta. Sin embargo, ¿qué determinaba aquélla sino la constante combinación del azar, la libertad, la voluntad y el misterio? No hay vida, por banal que sea, sin estos componentes. Ayer y hoy. Sólo que ahora la libertad no existe y en consecuencia la voluntad flaquea, aumentando" la medida del azar y, como su propia consecuencia, la del misterio.

Reaccionando contra esta suma de percances y oportunidades (iban juntos siempre), traté de ubicarme en el espacio que me era dado. Un cubo de ascensor vedado. Un cielo gris e inalcanzable. Una recámara desordenada, un lecho revuelto, un sueño pesado y un pasillo con ocho costados y seis puertas.

¿Por qué no las había abierto? Por la sencilla razón de que, hasta ahora, consideré que mi situación era accidental y pasajera. Desperté en la recámara y de ella, como era mi costumbre, saldría a hacer mi vida cotidiana. Pero el ascensor no subía hasta aquí. Quizás una de las seis puertas se abría sobre una escalera. Pensé: Si abro una de las puertas, ¿encontraría una escalera?

Junto con el hambre, empecé a sentir miedo… Piensen ustedes en mi miedo atenazante. Temí no tanto abrir una puerta tras otra y no encontrar escalones como abrir cualquier puerta y encontrarme con lo desconocido.

Por eso me acerqué, con tanta cautela como esperanza, a la primera. La abrí y la cerré con violencia. Entreví un espacio oscuro en el que sólo brillaba un mar de ojos verdes y grises, acompañados del maullar incesante y aterrador de una jauría de gatos. ¿Salvajes? ¿Domésticos? El olor a orines era más fuerte que las miradas sin párpados de la tribu felina que me recibió rechazándome desde una noche eterna de miradas hambrientas y ronroneos hipócritas.

Un gato saltó a la puerta, arañando el vacío, ladrando. Yo la cerré y me pregunté si cada una de las seis salidas (¿o eran entradas?) de mi apartamento me reservaba sorpresas o me auguraba costumbres. Abrí la segunda puerta y me topé con un barullo a la vez infernal y magnífico, difícil de precisar, dado el movimiento veloz de las figuras. Me fijé en seguida en los rostros velados por antifaces negros, ocultando las facciones de los rostros polveados, las bocas pintadas, los lunares postizos y las pelucas blancas de un grupo de festejantes ruidosos, animados, que expulsaban un aroma frenético de perfume y sudor, provocándome una doble sensación de repudio y acechanza. Algunos -muy pocos- me miraban. Los que me vieron parado en la entrada me observaron, unos, con amenaza -¿los interrumpía?-, otros, con cordialidad. Y ésta era más amenazante que aquélla. Yo estaba en el umbral de un mundo vecino pero ignorado al cual podía, a la vez, pertenecer o ignorar. Bastó que pensara esto para que todos los ojos se volteasen hacia mí. Vi entonces que este grupo regocijado que había invadido una recámara de mi apartamento se dejaba llevar por emociones encontradas al verme aparecer. Sus murmullos me llegaban sordos pero elocuentes.

Viene a interrumpirnos.

No es de los nuestros.

¿Quién es?

¿Quién lo invitó?

¿Qué hace aquí?

Invítalo.

No. Córranlo.

Córranlo.

Córranlo.

La fiesta galante avanzó hacia mí como un solo hombre (o mujer: los sexos parecían indeterminados y canjeables). Eran una sola bestia: las máscaras no sólo disfrazaban las identidades, sino las intenciones. Todos me miraban y avanzaban con pasitos de minué, vestidos a la usanza del siglo dieciocho, empolvados, empelucados, con trajes de corte, miriñaques y bastones, haciendo gala de un lujo desmentido por el nauseabundo olor que emanaba de sus cuerpos colectivos, un olor de perfume olvidado, de leche cuajada, de axilas y entrepiernas descuidadas, de mierda en los calzones de seda, de bastones con filo de espada ensangrentada…

Mugieron. Como vacas, mugieron, amenazantes.

Cerré la puerta, sudando frío.


Creo que caí rendido sobre mi lecho desordenado. Peor era el desorden de mi cabeza, y entre la fatiga y la confusión, me olvidé del hambre y me dormí, pensando (o acaso soñando) que mi gran tentación era dejar de inquirir, renunciar a todo, evadir responsabilidades.

Una habitación llena de gatos amenazantes.

Un salón de fiesta entregado a una lujuria insensata y por ello, también, amenazante. Súbitamente, caí en la cuenta de que los gatos que parecían maullar en realidad ladraban y los festejantes que debían reír en verdad mugían. Me pregunté si tanto la guarida de los gatos como el salón de la fiesta no eran sino hechos de mi imaginación, fragmentos del sueño que, volviendo a dominarme, quizás nunca me había librado de su larga noche. Las sombras me cobijaron ahora y en mi soledad recobrada imaginé que cuando se mete el sol nos acercamos a lo que no podíamos ver de día. Oigan ustedes con qué empeño nos proponemos -o me proponía yo solo- darle razón a mi existencia persiguiendo a las sombras, prestándoles sentido y solicitándoles que configuraran mi nuevo tiempo, lo cual ya era una aceptación de que mis días serán distintos. ¿No lo fueron siempre? Por más monótonos que pareciesen, ¿no era cada una de mis horas anteriores distinta de la siguiente, de la anterior? ¿No me lo decían, día tras día, la calvicie creciente, las canas en las sienes, el crecimiento profético de las cejas, las uñas cada vez más largas: estás cambiando?

Digo lo anterior para que entiendan todos ustedes mi comportamiento. Si los incidentes de las dos recámaras -los gatos ladrando, la fiesta mugiendo- habían sido soñados, al despertar yo me sentía obligado a confirmarlos en la vigilia. Si habían sido soñados, me correspondía comprobar que eran sólo sueños. En cualquier caso, me esperaban cuatro puertas más y un misterio que comenzaba a perfilarse: ¿qué buscaba yo detrás de las puertas? ¿Cuál era el motivo profundo de mi curiosidad, más allá de circunstancias sobre las cuales, ya se los dije, yo no tenía dominio alguno? ¿Sólo buscaba alimento?

Ustedes que me escuchan comprenden que yo no tenía, en vista de lo dicho, que continuar abriendo puertas. Los gatos ladraban. Los orgiastas mugían. ¿Alguna puerta se abría sobre la coincidencia normal de la presencia y la voz?

Es curioso que las lenguas nombren de maneras tan distintas y significativas un cuadro mudo de objetos inertes. Still life, vida inmóvil que por serlo acaso se movió antes o se moverá mañana. Nature mort. Naturaleza muerta que por definición, también, antes era naturaleza viva -o volverá a serlo-. Todo va de par en francés y en inglés: el cuadro es un instante de la vida que fue o será. En cambio, en español decimos bodegón. Realismo extremo que les niega tiempos anteriores o posteriores de existencia a las cosas, consignándolas al espacio de una bodega, una cava, una tabla de cocina o una mesa de comedor.

Un bodegón. Eso encontré al abrir la tercera puerta. Una disposición inerte de liebres y pájaros, al lado de naranjas, lechugas, limones, tomates, berenjenas, coles y nabos. Aquéllos sangrientos, éstas jugosas, y un río rojo y plateado corriendo de un espacio al otro, del lugar de las liebres y las aves, que habían vivido, al de las frutas y verduras, vivas aunque separadas de sus ramas y hortalizas nutrientes. Fue esta coexistencia de frutas y cadáveres lo que impresionó mi ánimo al abrir la tercera puerta, esperando una vez más la negación del cuerpo por la voz ajena -gatos ladrando, orgiastas mugiendo- y encontrándome con un mundo de silencio negado, sin embargo, por un fluir inaudible de la sangre al jugo y del jugo a la sangre.


Alargué la mano. Entendí en el acto que ésta era la tentación original, el desafío bíblico, tocar lo prohibido, aprovechar la inmovilidad mortal de una fruta indefensa. ¿Había observado bien lo que miraba? ¿Era ésta sólo una "naturaleza muerta", vida detenida, bodegón? ¿Había engaño intrínseco en el alma del ofrecimiento detrás de la puerta: el engaño de cosas vivas disfrazadas de objetos muertos?

Escudriñé la zona de oscuridad que los bodegones siempre se reservan para crear contraste y en consecuencia realidad. Está prohibido ser inocente en el paraíso. Mejor entrar a él cargado de cautela, sospecha y agresiones frenadas. Con razón. Desde el fondo bruñido del espacio pictórico, emergió muy lentamente, acaso convocada por mi mirada curiosa e insatisfecha, una forma que sólo era el perfil de las sombras mismas. ¿Mi mirada acostumbrándose a la oscuridad descubría una forma latente en el cuadro? ¿O la forma misma avanzaba hacia mí desde un escondrijo pictórico vedado, en primera instancia, a mi mirada?

Entonces escuché la voz. Digo voz como antes dije "ladrido" (del gato) o "mugido" (de los bacantes). Digo voz y el misterio persiste porque las palabras no tenían cuerpo, sólo tenían eco, eran un sonsonete lejano que poco a poco iluminaba el espacio más hondo del cuadro (¿era cuadro, era representación, era realidad?). Era una plegaria cada vez más íntima y audible, agnus Dei, qui tollis peccata mundi, cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo. Y entonces el espacio (¿el cuadro, el cuarto?) se iluminó para revelar al cordero atado de patas, mirándome con una insoportable súplica, sabiendo de antemano que yo no podía penetrar en su espacio, socorrerlo, desatarle las patas, recogerlo, traerlo a mi mundo y salvarlo de la muerte. ¿Pintura, escenografía, espejismo, realidad? ¿Cómo iba a saberlo, señores? ¿Ustedes habrían definido, en un momento como ése, la realidad?

Realidad de la inocencia, del sacrificio, del mal. Todas ellas me avasallaron. El cordero era inocente. Había que sacrificarlo en bien de los demás. Jamás borraríamos el signo del crimen inscrito con sangre en nuestra frente.

Tendí las manos hacia el cordero. El cordero me miró con una mezcla insufrible de inocencia y culpa.

La tercera puerta se cerró, abandonándome en medio de una cacofonía de ranas, gansos, ratones, caballos, lechuzas, niños.

Busqué el origen del rumor.

Sólo vi un pasillo solitario, lleno de hojas muertas.

Un viento silencioso las levantó.


En cambio escuché un rumor de pies descalzos. Sentí la felicidad y el miedo de una compañía probable. Porque hasta ahora, todo signo de vida se originaba detrás de las puertas cerradas, abandonándome a la soledad en los corredores donde alternaban el rumor y el silencio.

¿Alguien me acompaña desde ahora?

En seguida perdí la ilusión. El rumor de pies descalzos provenía de otra puerta, la cuarta de mi recorrido. Me acerqué a ella. Oí. ¿Por qué sabía que las pisadas detrás de la puerta eran descalzas? No por el rumor -pensé desquiciado-, sino por el olor. Un intenso olor de incienso y de cera derramada salía por los quicios de la cuarta puerta, incitándome a abrirla. ¿Invitándome? ¿Obligándome? Por un momento incierto pensé que habiendo abierto la primera puerta, no podía dejar de abrir las cinco restantes. O todas o ninguna. Tal era el pacto no escrito de mi nueva vida. La soledad me obligaba a jugar todas las cartas del reencuentro con los hombres y las cosas. La regla, me di cuenta, era sólo una: o juegas todos los números o no juegas ninguno; o destapas todas las cartas o se las devuelves boca abajo al croupier.

Abrí la puerta y un rayo de luz iluminó un par de pies descalzos. La luz era tan brillante que ocultaba el resto del aposento. La disposición de las penumbras era un misterio que yo debía penetrar, acostumbrándome tanto a la luz como a la tiniebla. A medida que mis ojos disipaban ésta y se acostumbraban a aquélla, el misterio de los pies descalzos se aclaró.

Lo digo rápido pero tomó tiempo. Yo ya no veo lo que antes veía. Debí transformar mis hábitos mentales a fin de aceptar esta novedad. Mi pensamiento se empecinaba en mantener un repertorio de imágenes que eran, ya, consecuencia y antecedente las unas de las otras. Aunque no correspondiesen a la verdad, las etiquetas se imponían para ahorrarnos la verdad.

La sonrisa de La Gioconda es misteriosa y antigua. El hombre de la mano en el pecho de El Greco es la imagen del hidalgo español. Los autorretratos de Rembrandt son el mejor espejo de la edad de un hombre: adolescente, adulto, anciano. Y Goya dice la verdad: los sueños de la razón producen monstruos.

Iba pensando todo esto a medida que disipaba las sombras de la celda monacal detrás de la puerta número cuatro, aunque el hecho mismo de penetrar la oscuridad iba, si no negando, al menos transformando las ideas fijas con las que me acercaba a la composición posible de esta celda que bien podría ser sólo una pintura de Zurbarán. La Mona Lisa es una mujer sin misterio, una buena burguesa italiana que tuvo la suerte de conocer a Leonardo, quien la convirtió en La Gioconda y la despachó de regreso a sus previsibles faenas cotidianas. El hombre de la mano en el pecho es un individuo cruel y egoísta, indiferente al dolor y a la belleza, apenas el hombre medio sensual engalanado por el arte de El Greco. Despojado de su sensualidad y poder igualmente malditos para ascender al limbo asexuado y pulido del gran arte -el arte de Domenico Theotocopoulos, no del ingrato caballero-. Rembrandt se pinta a sí mismo de la juventud a la ancianidad no como un acto sincero y verídico, sino como un disfraz supremo de su propia mortalidad. ¿Qué otro recurso prefotográfico tenía un artista para ofrecerse a la inmortalidad sino el de pintarse rumbo a la muerte y esconder tras una mirada resignada la enorme soberbia de imponer retroactivamente la imagen de la juventud como rostro original y por lo tanto último? El joven Rembrandt no mira hacia delante porque desconoce el porvenir. El viejo Rembrandt tiene la oportunidad de mirar hacia atrás porque conoce el pasado y porque es un artista, ofrece el pasado como eternidad.

Y Goya pinta primero al hombre sabio de la ilustración española -Gaspar Melchor de Jovellanos- sentado en un sillón, pluma en la mano, libro abierto sobre una mesa, a punto de pensar, escribir, vigilar. Acto seguido, Goya duerme al filósofo sobre el mismo sillón, la tinta se derrama y los murciélagos y las lechuzas sobrevuelan al filósofo, devorando su razón, sepultándolo en las fosas más oscuras de la pesadilla y el horror. La noche del vampiro. La pregunta de Goya es la siguiente; ¿cuál de las dos versiones preferís? Porque el grabado del mal sueño es genial y la pintura de la vigilia es mediocre. ¿Con cuál os quedáis? ¿Y qué precio pagaréis por salvaros de la maldad del bien para alcanzar la bondad del mal?

El monje de la celda se va revelando gracias a la costumbre de mi mirada. Es un viejo calvo y austero en cuyos ojos se contempla un mundo contingente y corrupto. El monje escribe. ¿Qué escribe el monje?

¿Qué escribes, monje?, me atrevo a preguntar.

El hombre me mira. Deja caer el papel. Arroja la pluma como un dardo. Derrama la tinta negra sobre su blanco hábito. El monje salta, me da la espalda, se levanta el hábito, me muestra su trasero desnudo, la indecencia de sus nalgas blancas y arrugadas, las aparta, mira al mundo, me mira a mí con la gracia espantosa del ojo del culo, su hoyo escarlata y negro, emblema de su profesión de fatales ataduras terrenales e imposibles aspiraciones místicas.

El monje me dispara a la cara su ventarrón divino, un pedo silente, maligno, más apestoso que el ruido, cargado de digestiones sagradas -porque los dioses digieren y expulsan lo que devoran-. Un pedo mostaza, un callo disuelto en vapores oscuros, un anuncio de retortas nocturnas y retortijones matutinos, un pedo fratricida, eucaristico, disolvente de su propia profunda esencia, un pedo que victimiza a las flores y contamina las aguas, el pedo empero liberal y libertino, ventarrón de la libertad, asfixia de las buenas costumbres, neblina de las sábanas, carcajada sin voz, excusa de la cortesía; el que sigue corre por mi cuenta: pedo. El gran perfume de las nalgas. La ofrenda sagrada del ojete, el anillo de matrimonio de los maricones, el ano invisible de la castidad matrimonial. No hay estatua con ano: los santos no se tiran pedos. Air France. Aeroméxico. Finnair. British Air. Redes Aladas. Pedos salados. Pedos al lado.


Pido excusas a quienes me escuchan. A todos ustedes. He tratado, a lo largo de mi discurso, de ceñirme al tono cortés y distante de los relatos anteriores. Sé muy bien que la distancia y la cortesía permiten que el horror subyacente se manifieste de una manera más fría y poderosa, no como sueño de la razón sino como vigilia de la semirazón. Perdón. He faltado a la regla no escrita de nuestro encuentro. Me he dejado llevar por el exceso del lenguaje, aunque me permito preguntarles a todos ustedes, fina compañía de terrores dominados por la buena educación, ¿hemos de sacrificar a las buenas maneras la potencia oculta del lenguaje? ¿Podemos para siempre ponerle una tapadera al volcán del verbo? Me excuso pero me justifico. Estamos aquí sentados alrededor de una mesa en un restaurante elegante pero a una hora poco usual. Nos comportamos como si pudiésemos ofender a los comensales de las mesas vecinas. Sólo que aquí no hay más clientes que nosotros. Sin duda existe una razón para que todos nos expresemos de manera parecida. Con fórmulas de cortesía y giros de urbanidad que sin embargo no alcanzan a excluir la violencia de algunos hechos aquí narrados. ¿Queremos potenciar la violencia negándola verbalmente? ¿Mi violencia verbal de hace un instante disminuye la violencia interior de lo que les narro? Es posible.

Aunque la verdad acaso sea que he tratado de postergar, con el lenguaje, los hechos. La realidad también son las palabras y las mías, de quererlo o no, han servido de aplazamiento entre un horror y el siguiente.


Me faltan dos puertas, si la aritmética no me falla. Me acerqué a la siguiente con la premonición de que algo me esperaba, peor o mejor que lo ocurrido en la celda del monje. No apostaría ni en favor ni en contra. Maldije la lucidez repentina que me iba alejando del estado onírico del cual emergía al principio de mi historia, instalándome en un conflicto entre saber e ignorancia, incapaz de atribuirle a la sabiduría sólo el pensamiento elevado ni a la ignorancia sólo los bajos instintos, sino declarándole miseria al pensamiento y dándole nobleza a la ignorancia. Ustedes -todos sin excepción- se reservan un secreto, creen que el secreto es la defensa final de la persona -hasta que nos entierran y ya no hay secretos que contar-.

Abrí la puerta número cinco.

¿Saben lo que es una fuerza desconocida? Yo me limitaré a decir dos cosas acerca de lo que me encontré al abrir la puerta. La primera, que hay actividades sin sentido. Esto lo sabemos todos. Queremos darles razón y destino a nuestros actos, ocultando la sospecha de que son inútiles. Al abrir la puerta, lo que vi me pegó en el corazón: mis actos eran inútiles. De un solo golpe desapareció mi yo -mi ser independiente-, fundiéndose en una oscuridad que tenía cuerpo, una gran noche corpórea en la que reinaba la respiración. Digo bien: el movimiento de inhalar y exhalar era el habitante de la sala abierta. El espacio construido en sí mismo del cual no emanaba nada. Una respiración viciosa, enferma de su propio aire corrupto, circulando sin salida en esta gran boca negra que me invitaba a penetrar en ella al tiempo que me vedaba la entrada.

Hice un gran esfuerzo por distinguir alguna forma dentro de la oscuridad absoluta. Le


di a la negrura cl perfil de mis obsesiones. Esa era la tentación de la noche, pero también la salvación de mi presencia. ¿Cómo explicar lo que sentí? En el umbral de la quinta estancia se amontonaron en mi ánimo sensaciones muy opuestas, como si ahora mismo y aquí mismo se decidiera mi vida y mi vida fuese apenas -y demasiado- una serie de elecciones que se sucedían en el calendario normal, pero se presentaban simultáneas en el tiempo de mi nueva vida. Era como si antes viviese una novela de orden sucesivo, página tras página, y ahora mirase un cuadro de exigencia visual inmediata. Por más que reconociese los detalles de un pequeño lienzo de Goya -¿dónde lo había visto?- llamado El naufragio, al cabo se impondría la visión inmediata sobre cualquier viaje sucesivo. Todos los elementos -mar agitado, rocas desoladas, seres desesperados, confín de gran grisura azulada- formaban un todo visual, de la misma manera que la lectura de un soneto de Góngora formaría un todo verbal. Sólo que Goya era inmediato y Góngora sucesivo.

Aquí, todo era inmediato y sucesivo. Digo que el desfile de sombras era transparente sólo porque cada sombra se sucedía a sí misma sin abandonar del todo la forma precedente, sin fundirse o convertirse una sombra en otra. Y al mismo tiempo, la transparencia espectral mostraba, como sostén del espíritu, una pared de ladrillo rojo. ¿Salían las figuras del muro colorado o entraban a él? ¿Era el fluir, natural y sobrenatural a la vez, de una figura en la anterior y la siguiente el dejarse ser como pura transparencia para mostrar las paredes de ladrillo lo que constituía la realidad e irrealidad compartidas del desfile de seres intangibles?

Pensé, temerario, acercarme a ellos. Tocarlos. El paso mismo de los espectros me imponía una distancia y una cercanía irresolubles. Las miraba cercanas. Las sentía no sólo lejanas, sino ausentes.

Creo que fue esto lo que me detuvo en el umbral de la quinta estancia. Mi propia incertidumbre acerca del acto de entrar o no, de acercarme o alejarme. Porque el desfile constante de estas ánimas (¿cómo llamarlas?) era una tentación (únete a nosotros) y era una advertencia (maldito seas si no lo haces). Un estira y afloja que no me permitía, como hubiese deseado, distinguir, al menos distinguir, no entrar a la pieza ni mostrarme en el umbral, sino darme cuenta, separar una figura de otra, la que veía en ese instante de la que la precedía y de la que la continuaba, hecho imposible porque cada figura contenía a la anterior al mismo tiempo que proyectaba a la siguiente.

Amigos que me escucháis: yo no quiero entrometerme en lo que relato; quiero ser lo más objetivo posible, no quiero darles nombres a las siluetas -tan ajenas, tan cercanas- que desfilan en un gran círculo sin dirección frente mis ojos.

Entonces adelanté una mano y la retiré espantado.

El frío que sentí en mis dedos no era el frío del hielo, la noche de invierno o la sábana solitaria. No era ni siquiera el frío del abandono o de un mar inmóvil. Era el frío, la esencia del frío, la ausencia total de temperatura. Miré mi mano. Mis dedos habían cobrado un color anaranjado. Mis uñas se habían caído, revelando la carne viva de las perlas.

Y el espacio mismo que había osado tocar se había detenido.

Quiero que me entendáis. La ronda de la quinta sala era constante. Nada se detenía. Hasta que adelanté la mano y la retiré, quemado. Entonces miré el lugar que había tocado. Un cuerpo primero helado estalló en llamas, escuché un grito terrible proveniente de la cabeza oculta (o echada de lado o hacia atrás, no lo sé). Era un grito de dolor y asombro, de cólera y venganza, una invitación indeseada, un rechazo abismal. Era un sueño encarnado, una premonición cumplida.

Yo había tocado lo intocable y ahora lo intocable sufría -quise imaginarlo- porque había sido tocado y temía -un nubarrón pasó por mi mirada- porque temía que lo invisible fuese visto.

Señores: ¿digo todo esto porque lo imaginé sin tener testimonio de nada? ¿Les doy vida a los hechos sólo porque los cuento? ¿O esos pobres seres condenados a deambular en círculos para siempre no querían verme a mí y yo los obligué -a uno de ellos, por lo menos- a reconocer mi intrusa presencia?

El sólo pensar esto me retrajo a retirarme del umbral y cerrar con fuerza la puerta de la quinta cámara. Cerrarla con enorme esfuerzo. Apoyar mi cuerpo entero contra la puerta.

Del otro lado, ellos se agolpaban, golpeando con los puños, empujando con todas sus fuerzas, ¿para escapar, para atraerme hacia adentro, para liberarse, para impresionarme?

Todos ustedes conocen la reacción tan humana de la fuga hacia adelante. Enfrentados al miedo, a la derrota, a una situación sin salida, preferimos tirarnos de cabeza al porvenir que limpiar la basura del pasado. Debo decirles que en aquel momento yo sentí que recuperaba mi humanidad en un hecho libre, incesante, pero que sólo me pertenecía a mí. Era como si, hasta entonces, mis movimientos obedeciesen a una impulsión fatal, exterior a mi persona. Si había seis puertas, había que abrirlas todas, una tras otra, con el pretexto baladí de encontrar una salida y bajar a comer. Seguí este mandamiento ajeno, impuesto, les aseguro, no por mi voluntad sino por una mera sucesión numérica y una cierta necesidad de orden. Soy un rehén pitagórico.

Ahora, sin embargo, la rebelión de la quinta puerta despertó en mi propio ánimo la rebeldía. Si los espectros escondidos detrás de la puerta querían, con escándalo, salir del aposento fantasmal y entrar a la estrecha avenida de mi existencia, ¿no era signo de mi libertad abrir de nuevo la puerta, exponerme a ellos, subvertir el orden de las sucesiones, hacer instantánea la vida detrás de la puerta -la vida de esos seres sin cuerpo y la vida del corredor-, la vida de mi propio ser, hasta ahora corpóreo?

Con cautela pero sin miedo, convencido de la razón de mi razón, ajeno en todo a la razón de la sinrazón que gobernaba la vida en mi entorno, me acerqué de nuevo a la puerta número cinco, detrás de la cual los puños de gente sin cuerpo golpeaban tratando de escapar.

Empujé la puerta. Mis manos tocaron una madera ardiente. La puerta no cedía. Empujé con más fuerza. Otra fuerza, más débil que la mía, iba agotándose del otro lado, como en una batalla desigual en la que la persistencia del débil acaba por derrotar al poder abrumador y abrumado del enemigo. Imaginé que si detrás de la puerta había un pueblo de fantasmas, era concebible que los fantasmas tuviesen sus horas puntuales de terror y que fuera de ellas sólo se comprobaría que no existían o peor aún, que no provocaban miedo.

De esta manera racionalicé mi absurda situación, empujando la puerta número cinco, experimentando primero resistencia, luego renuncia paulatina, al cabo la derrota de la resistencia, la puerta abierta y mi propia mirada victoriosa pasando como una tormenta eléctrica del triunfo al azoro al temor puro, al miedo a la vez confesable e inconfesable, como si el espacio del otro lado de la puerta fuese mi vergüenza personal, mi más triste mentira, mi propio espejo desprovisto de reflejo.

Abrí la puerta sobre lo indescriptible.

Sólo sé que el vacío se abría a mis pies.

Sólo entendí que habiendo mirado lo que allí miré, jamás podría describirlo.

En mi terror, apenas logré echarme hacia atrás, cerrar la puerta ya sin resistencia y alejarme de la visión maldita, indescriptible…

Hoy, delante de ustedes, puedo razonar. En aquel momento, todo discurso huyó de mi cabeza, como si la visión del precipicio anterior me hubiera robado no sólo razón sino memoria, deseo, forma. Como si una sola visión totalmente inesperada, ausente de mi repertorio de imágenes previas, hubiese obnubilado mi capacidad de mirar el mundo.

Cuando regresé al equilibrio, me pregunté si de ahora en adelante me movería en un mundo concluido o en un mundo por hacer.

Tal era la confusión de mi espíritu, la idea de que ya no veía lo mismo que antes y la certidumbre creciente de que había visto la cara de la igualdad y que la igualdad sólo significa que todos debemos morir.

Esta certeza, filosófica y corpórea a la vez, se iba convirtiendo a cada paso, mientras me alejaba de la maldita puerta número cinco, en otra forma de la fe personal: sólo sé que yo voy a morir.

Puedo creer que esta razón nebulosa dictó lo que en seguida hice: moverme para probarme a mí mismo que existía, que no había desaparecido en el gran vacío de la inexistencia propuesta por los inquietos espectros de mi terrible ausencia de memoria, actualidad y porvenir… Hice una apuesta mortal. No ceder a la atracción del vacío, sino vencer a la nada dando el siguiente paso, a sabiendas de que sólo me quedaba una puerta por abrir y que, acaso, en esa puerta estaban mi salud posible o mi destrucción probable.

Sólo que mis palabras se iban adelgazando al pronunciarlas. Aun antes de decirlas, mis sílabas perdían consistencia, se evaporaban dentro de mí. A cada paso, yo perdía independencia. No porque dejara de pensar con lucidez y autonomía. Sólo porque mi pensamiento no llegaba a traducirse en palabras, como si mi cuerpo mismo perdiese solidez y se fuese volviendo plano, sin más dimensión que la de un retrato.

En ese momento, mientras yo avanzaba hacia la última puerta impulsado ya no por mi voluntad, ni siquiera por la fatalidad, sino por el viento frío que iba creciendo en el cubo del ascensor e invadiendo todo el espacio de mi apartamento, me hice preguntas abruptas, el tipo de preguntas que cuando uno goza de salud y de buen humor, aunque también de sino, se hace a solas o para divertir a los demás:

¿Existe un yo independiente?

¿Es la muerte la continuación de la vida en otra escala?

¿Es la muerte una lenta transición?

¿Es la muerte sólo un nuevo estado de conciencia?

¿La muerte es irse quedando solo?

Empujado hacia la puerta última por el viento, yo quise vencer estos pensamientos que me arrojaban de bruces a un futuro que dejaba de ser desconocido para tornarse indeseado, apelando -con desesperación- a la memoria, asociando la memoria a la vida misma, consciente de que el recuerdo sí cabría en una hoja de papel, qué él pasado era apenas unas palabras, una creación, acaso una firma solitaria…

No conté con que al recordar sentiría nostalgia y que la nostalgia podía ser también pesadumbre. Porque no había memoria sin otra persona que la compartiese o impulsase y esa otra persona podía ser no sólo el objeto del amor pasado sino el anuncio de la desaparición futura.

La zozobra que se apoderaba de mí tomó color de luto. He dicho que las sombras, a lo largo de esta aventura, me cobijaban. Ahora, poco a poco, me amenazaban. Me devoraban. Yo supliqué por un instante que el sol no se pusiera. Me di cuenta de la vana estupidez de mi deseo. El sol jamás había penetrado la capa de bruma del cielo de mi ciudad. Mi cielo era más oscuro que el sótano de este edificio rancio. Ahora las sombras crecían no sólo en torno mío, sino en mi interior. Y mi interior no tenía dimensiones.

No supe quién era yo. Quería oír de nuevo el ladrido de los gatos, el mugido del carnaval, la oración del cordero…

Ya no oía. Sólo miraba.

Se abrió la sexta puerta.

No tuve que abrirla.

Se abrió sola.

Una mujer cargaba en brazos a un niño muy rubio. Tan rubio que emanaba luz. Tan luminoso que parecía brillar.

La mujer parada en el quicio de la puerta me miró intensamente.

Luego de varios segundos, me señaló con el dedo.

Sin dejar de mirarme, le dijo en voz muy baja al niño -¿tendría siete, ocho años?-:

– Míralo. Es tu padre, Juan Jacobo…

– Que raro es -dijo el niño.

– Es una mala fotografía -dijo la madre.

– ¿Voy a parecerme a él? -preguntó con una especie de temor el niño.

– Espero que no -dijo severamente la

madre.

– ¿Dónde está él? -Es una fotografía, nada más.

– ¿Y qué hay detrás del retrato, mamá?

Ella sonrió.

– Niño preguntón. Hay lo que tú quieras imaginar.

– Hay seis puertas.

– Muy bien. ¿Y detrás de cada una?

– Gatos, perros…

– ¿Y luego?

– Una fiesta de disfraces.

– ¡Excelente! ¡Brillante!

– Y en la tercera puerta, un cordero atado de pies.

– ¡Bravo! Me encanta tu imaginación, chiquillo.

– Luego el monje loco.

– Bah. Eso lo viste en la tele.

– Espera, mamá. Faltan tres puertas. En la cuarta, fantasmas.

– Huuy.

– Y en la sexta, tú y yo.

– Te saltaste la quinta puerta.

– No hay quinta puerta.

– Cómo no, sí que la hay.

– ¡No! ¡No la hay! ¡No la abras, mamá! ¡Te lo ruego, Carolina, deja las cosas en paz!

– Cálmate, niño. ¿Por qué? te pones así?

No sé. Mejor mira la foto de papá.

– ¿Dónde?

– Allí, en el marco. ¿No lo ves? Fíjate, mamá. No se mueve. Es nuestro.

– Es que está muerto, muchacho. Es sólo una foto.

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