Salamandra

1.

Carolina Grau es una biologa en el Centro de Ciencias Naturales en la Ciudad de México. Justifica su trabajo diciendo -y diciéndose- que la investigación la aproxima a la realidad total; quiere decir -lo piensa, no lo dice- que la ciencia la aparta de los accidentes y también de las frivolidades de la vida cotidiana. Carolina Grau está casada con un hombre de cuyo nombre no quiere acordarse. La culpa del mal matrimonio es de ella, Carolina lo admite. Dejó una casa muy basta y poco enigmática. La noche de bodas, su marido se desnudó completamente y así se acercó, encuerado, al lecho nupcial. Carolina lo miró con azoro y el azoro se convirtió en repugnancia. ¿Por qué se acercaba él de esta manera, como torero partiendo plaza? ¿Por qué se acercó con las luces prendidas? ¿Por qué no la esperó en la cama mientras ella se preparaba en el baño? Ni tiempo le dio de borrarse el maquillaje.

El caminó hacia ella como un matador se acerca al toro, para conocerle las mañas. Carolina se sintió seca y retribuyó el desplante de su marido -exhibicionista, hueco, prueba de lo mal que se conocían- viéndolo como un simio, un mono de circo, un gorila que no necesita ropa, que se


basta a sí mismo, protegido por la pelambre espesa del cuerpo, con excepción del pecho desnudo. Su marido avanzaba hacia la cama y ella lo veía erecto, de pie aunque ésa no era su costumbre, su marido caminaba en cuatro patas, sólo al acercarse a ella se incorporaba. Acaso, ahora, lanzaría un gruñido, anticipando el placer sexual con la hembra.

Ella tuvo una sensación de miedo. La disipó saber que un gorila rara vez duerme dos veces en el mismo árbol. Cada día busca un lecho diferente de hojas y bambúes. ¿La gozaría su marido-gorila sólo esta noche?, ¿mañana buscaría un árbol diferente adonde trepar y dormir? ¿Y qué hacía su marido durante el día, sino lo que hace el gorila: forrajear, buscar sustento, ir de un lugar a otro inútilmente?

Carolina Grau se daba esta razón para explicar las etapas de su vida matrimonial. Primero, dejó que el gorila se acercase, exhibiendo sin pudor sus poderes. Luego dejó que la bestia la amara. Al mes de casada, pidió paz. Ella era biologa. Necesitaba levantarse temprano y llegar al laboratorio. Él era desvelado y exigente. Se opuso a ella. Eran marido y mujer. Ella se mantuvo en su determinación. Mintió. Cambió los horarios. Dijo que debía estar en la clínica a las siete de la mañana. Los experimentos no podían retrasarse.

– ¿Los insectos nunca duermen? -dijo con sarcasmo el marido.

¿Qué me separa de la vida común y corriente?, se preguntó en silencio Carolina. La respuesta la esperaba en el laboratorio. La realidad era la investigación, la vida concentrada del trabajo. Lo demás era, acaso, una distracción, la feria de la vida, pero no la vida misma. Esta, la existencia, la aguardaba en el laboratorio. Dedicada al trabajo, Carolina acabó por sentir repugnancia hacia la vida doméstica, alargando los horarios en el laboratorio, saliendo cuando su marido aún dormía, regresando, fatigada, a la cama cada noche.

– Perdóname. Estoy muy cansada.

– Te vas a morir. Puedes descansar toda la eternidad.

– Aunque no lo creas, todavía soy joven.

– ¿Qué? ¿Te doy trato de vieja?

– Viejas sobran -contestaba Carolina, sabiendo que en México los hombres se refieren a todas las mujeres, sobre todo a las jóvenes y deseables, como "las viejas": Qué buena está esa vieja. Qué vieja más cabrona. Vámonos de viejas.

– Te vas a morir -insistía el marido.

– Todavía no -respondía ella, tratando de sonreír.

Una noche, tocó las manos del hombre y le repugnaron. Eran manos secas. Carolina sintió que perdía sus emociones.

Quiere atormentarme, se decía Carolina, atormentarme con la idea de la muerte para que ceda a sus requiebros malditos.

Se respondió a sí misma con dos ideas.

La primera, que su marido era el único hombre que quedaba sobre la Tierra, y que ese hombre no le agradaba a ella.

La segunda, que ella era joven y necesitaba una emoción comparable al amor que excluyera el amor de su marido.

Se abrió a la sensación de su trabajo. Dejó de verlo como rutina, obligación e incluso placer. Trabajar era resignación. Si su marido la veía como un insecto, ella vería un insecto como su marido.

Esta idea primero la alarmó. Amar a un insecto ¿estaba prohibido por la naturaleza, por la moral, por Dios? ¿O era algo tan natural y sencillo como el amor de San Francisco por los animales?

Le repugnaba la idea de amar a un animal como ella, mamífero, con sangre en las venas. En cambio, le fue ganando la atracción del insecto y decidió estudiarlos en el laboratorio, donde toda clase de bichos estaban a la orden de los investigadores. Acabó por desconcertarla la abundancia de clases y formas, termitas escondidas de la luz para proteger sus cuerpos blandos y desamparados, necesitados de contacto con la humedad de la tierra; bichos reproducidos por partenogénesis, en ausencia del macho inexistente; y en contraste, la libélula, la mosca dragón de ojos saltones y alas que le permiten volar más alto, predatoria y veloz: hay que alejarla porque la libélula puede coser los ojos, las orejas y la boca de un niño dormido. Y en pareja, las moscas dragón pueden unirse sexualmente mientras vuelan y cuando viven en el agua, se llaman náyades. Esto irritó a Carolina porque el nombre -náyade- la trasladaba abruptamente del mundo natural al mundo mitológico, donde Náyade es una de las cincuenta hijas del gemelo Dánao, hijo de Neptuno y Lilia, y la mujer de ciencia, disciplinada y severa, regresó sin sentimientos a los piojos, los parásitos sin alas, mordelones, mascadores, transmisores de enfermedades: lejos de todo mito.

Esto aumentó su desesperación creciente, aunque ella disfrazase el sentimiento de desesperación con una suerte de fatiga profesional. Se ocupaba de insectos. No eran más que insectos. No le aportaban amor. No le debían importar.

Mas su disciplina científica chocó con su ansia sensual. ¿Cómo hacerse amante de una pulga? ¿Cómo desear a un piojo? ¿Cómo dirigirse a una libélula? ¿Y cómo, sobre todo, defender la pulsión erótica de la voracidad de las ratas, topos y musarañas, el ejército de insectívoros que -lo comprobó al exponer a una mariposa capturada al hambre de un topo suelto- devorarían en un instante a una mínima profusia o a un coleóptero mayor?

Las escogió. Las perdió. Buscó nuevo amante.

El suyo -su marido- le ofreció la solución.

Aprovechó un día de descanso, el año nuevo, obligatorio, imposible alegar "el trabajo", el hombre estaba dispuesto para colarse a la cama de Carolina, con ojos de animal rencoroso, desnudo, y acercar la boca al oído de la mujer para susurrarle con tono de insidia:

– Voy a decirte el nombre de tu insecto, cabrona.

Carolina primero se escondió bajo las sábanas. El marido insistía, debajo de las sábanas también.

– El nombre de tu insecto, cabrona.

Ella gritó, apartó las sábanas, saltó de la cama, se hincó a rezar. Su marido era el demonio.

Con la nuca clavada, este ser maldito le dijo en voz muy baja a Carolina:

– Salamandra.

Ella no sabía si lo escuchó o si creyó escucharlo, hincada, rezando, pospuesto su hábito de disciplina y secularidad científicas, rezando sólo para hacer lo que nunca hacía, recordar a su familia, preguntar por qué se había casado con este hombre sólo para salir de su casa y conquistar una libertad inexistente, nunca libre del sofoco familiar. Creyó que el binomio ciencia-matrimonio, laboratorio-lecho le daría una vida plena, lejos de la estrechez sin imaginación de su casa clasemediera, intolerante, dispuesta a vivir sin vida para llegar a una muerte más viva que la vida. Los odió. Se casó. El binomio deseado no se dio. Su marido era peor que su familia. Sólo le quedaba el laboratorio.

Y el laboratorio ¿no era entonces sino el refugio contra la familia y el esposo? Carolina Grau se rebeló contra esta idea. Ella quería que su trabajo, y el lugar de su trabajo, fuesen su universo real, autosuficiente. Sólo que aun aquí, la ciencia le negaba la soledad y la obligaba al contacto con piojos y mariposas.

¿Había algo más, un contacto con la vida no humana que la humanizase sin tener que regresar al lecho del marido y mucho menos, a la tiranía de los padres? ¿Algo abstracto?

– Salamandra. -¿Salamandra? -Salamandra.

¿Lo dijo él o lo imaginó ella?

¿De dónde lo sacaría su esposo: un hombre directo, rudo, escogido por Carolina porque la salvó del hogar familiar, porque parecía un individuo independiente, un hombre que jamás iría a comidas dominicales o a santos o a Navidades y fiestas… y era su macho autosuficiente? ¿Dijo "Salamandra"? ¿O ella lo imaginó? ¿Ella quiso oír "Salamandra" para salvarse de familia, marido y laboratorio? Salamandra era el nombre salvador, mágico, de un anfibio que salía y entraba al agua, un urodelo de piel suave y húmeda, lo contrario de su seco cónyuge, un anfibio de glándulas hedónicas que estimulan el sexo, lo contrario del marido, aquí estaba. ¿Por qué los contrastaba? ¿Dónde estaba la salamandra?

Aquí estaba en el acuario. Mirándola con cara de hombre. Negra y manchada de amarillo. Con cuatro patas. Piel húmeda. Cuerpo afilado. Mirada de hombre.

¿Por cuánto tiempo?

Carolina sintió un sobresalto del alma mirando a la salamandra que la miraba a ella y ella sabía que la forma actual del anfibio era pasajera, que muy pronto perdería las agallas, las aperturas de su cuerpo se cerrarían, aparecería una lengua larga, le crecerían los ojos y la boca, los párpados caerían sobre la mirada y la piel cambiaría.

Sucedió entonces lo maravilloso.

Mirando a Carolina como ella miraba a la salamandra, ésta desde el otro lado del cristal, desde el arrullo silencioso del agua, dijo una palabra. Carolina no entendió. El asombro la contundió. Puso atención, segura de que la salamandra, del otro lado del vidrio, volvería a hablar. Pero el anfibio guardó silencio y se desplazó hacia su propia vida nocturna.

Carolina regresó. La salamandra la ignoró varias veces. Carolina se empeñó en mirarla y al hacerlo, volvió a pensar que la forma actual de la salamandra era pasajera, que tarde o temprano perdería las agallas, la piel le cambiaría, la lengua le crecería y dentro del acuario la salamandra se iría muriendo, ya que no podría crecer encerrada en este sitio artificial, este ghetto aséptico.

Fue cuando Carolina pensó: -Yo te voy a liberar, yo te voy a permitir que crezcas y te transformes.

Como si la escuchase, la salamandra se detuvo y regresó a mirar con sus ojos de hombre a Carolina Grau.

Volvió a hablar.

Carolina puso atención a la boca, a los dientes, a los grandes ojos de la salamandra.

Mande… Manto… Va… Ve… Manto- ve… Manto-va… Ve… Ve…

2.

Carolina Grau voló en Alitalia de la Ciudad de México a Cancún y de Quintana Roo a Milán. Durante el largo cruce del Atlántico se repitió a sí misma el evangelio científico. No deseaba caer en un gigantesco engaño místico o fantástico. Italo Calvino había escrito que una cosa era la vision y otra, la fantasía y Carolina Grau deseaba creer que todo lo que hacía lo hacía en nombre de una visión del mundo. La fantasía es un juego que le da la espalda a la naturaleza. La visión es una posibilidad real de la ciencia: nos permite imaginar lo que puede ser hoy y lo que quizás no puede ser hoy pero mañana sí…

Ella hacía equilibrar la locura de su viaje trasatlántico con una suerte de flema científica. Se adormiló recordando que la salamandra es simplemente una urodela caudata que vive un ciclo vital como cualquier otro. El macho coloca los fluidos de la reproducción en el suelo. La salamandra fémina se mueve y absorbe la espuma espesa con el cuerpo. Se retira a una charca, a un riachuelo, a un bajío, a un tronco podrido, y allí acompaña a sus huevos hasta que incuban. Esto puede tardar poco o mucho. Pero una vez que son concebidos, la salamandra inicia su propia transformación. Cambia, crece, adquiere su propia sexualidad. ¿Llegará a ser hombre? Carolina se detiene aquí y prefería recordar que muchas salamandras siguen como larvas toda su vida… Pero la visión de la transformación en ser humano regresaba a la cabeza adormilada de la mujer y la mujer insistía en registrar, en sueños, la veracidad de una piel suave y húmeda, una dermis gruesa, unos mocos venenosos, unos cartílagos osificados, unos dientes que retienen a la presa, sin morderla, hasta que la presa muere…

Entonces Carolina Grau despertaba sin saber dónde estaba. La realidad del avión -la cabina, las cafeteras, las señales luminosas, las revistas insertas en la babucha-. Despertaba y miraba por la ventanilla a la noche oceánica y allí, en la oscuridad, desde la nada, unos grandes ojos la miraban y ella cerraba los suyos y no los volvía a abrir, diciéndose a sí misma:

– La ciega soy yo, no la salamandra.

Su espíritu se debatía entre la ciencia y la imaginación. La ciencia le decía que todo ser vivo cambia. Todo ser vivo se regenera, unos más visiblemente que otros. El ciervo tiene el ritmo de regeneración más rápido. Una cornamenta perdida vuelve a crecer en la cabeza del animal a razón de dos centímetros diarios. Las células inmaduras reciben orden del sitio herido y se disponen a recrear la parte que falta, recreando -se repite Carolina- el programa genético que forma por primera vez al animal. En el ser humano, el hígado es el órgano más abierto a la regeneración. En cirugía, el hígado puede perder tres cuartas partes de su masa. La recupera en un par de semanas. ¿Por qué sólo el hígado, entre todos nuestros órganos, se regenera a sí mismo, como las uñas, pero un ojo perdido no?

– Porque es el órgano más dañado -se repite la lección Carolina Grau volando a cuarenta mil pies sobre el Atlántico-. Porque es el más dañado. El más dañado. El más…

Dormía y despertaba sin horarios.

Recurría a lo pasado aplicándolo al objeto de su viaje: la orden de la salamandra, ve, ve a Mantova, ve, ve… Sólo que la salamandra regenera las partes dañadas del cuerpo.

Soñaba esto y saltaba al ser fabuloso: la salamandra de las crónicas, la salamandra que permitió a las tres carabelas cruzar este mismo océano, sólo que en dirección opuesta, de este a oeste, en busca de la fama, el oro y la maravilla, sin la cual cualquier reputación valiera poco.

Soñó con tortugas de caparazón tan grande que podían cubrir una casa; playas de perlas negras, leonadas y vacías; mares del peje vihuela, capaz de hundir con su fortísimo cuerpo a un navío; costas iluminadas por el cocuyo; noches oscurecidas por la iguana que se desplaza con lentitud por el fondo de las lagunas; y en el centro de la escena, huyendo de la vista, ajena al tacto, helada aunque ardiendo en sí misma, la salamandra que nos reta con su ardiente frío… ¿El descubrimiento de América o la invención de América? Carolina imaginó, transportándose al pasado pero nacida en el presente, la necesidad del ser humano; no sólo conquistar las cosas, sino descubrirlas y no sólo descubrirlas, sino inventarlas… Soñó en el aire.

3.

Mantua -Mantova- se encuentra en una llanura sinuosa vencida por el sol y el agua. Dos ríos se juntan aquí, dándole a la ciudad la apariencia de una isla reservada para los monumentos que responden a la naturaleza con la piedra de castillos, teatros, basílicas, palacios, museos, de la Plaza de Virgilio en el norte a la Piazza delle Erbe y la Basílica de San Andrés en el centro al Palazzo Té en el sur.

Como una turista más, Carolina Cìrau visitò el Palacio Ducal, que en verdad era una ciudad entera, ciudad dentro de la ciudad, construido por los Gonzaga para mirar mejor al lago, a los jardines flotantes y a los campanarios. Mantua se mira a sí misma desde el Palacio Ducal porque teme perderse para siempre en el laberinto de un jardín secreto en el que las figuras pintadas se mueven en obediencia a la mirada y al propio movimiento del espectador.

Carolina Grau se sintió mirada› se moviese donde se moviese, y al levantar los ojos para ver el cielo, otro laberinto la extravió, devolviéndola al misterio de las carrozas de la luna y el sol, cambiando de dirección el cielo, las carrozas, las figuras: Carolina se sintió perdida, agredida, observada por una especie con ojos que no le permiten un solo momento de soledad y de secreto en el "palacio del lúcido engaño".

Ella quería retrasar la orden de la salamandra. Se detuvo en la Catedral de San Pietro y buscó un enigma -para eso había viajado hasta aquí- en la cúpula y su diseño abstracto. Fue a la co-catedral de San Andrés, donde se encuentra la reliquia de la "preciosa sangre" de Jesús, gracias a la posesión de la cual (¿cómo llegó hasta aquí?) Mantua fue elevada de simple aldea a ciudad cuasi-sagrada, "hija de la reliquia".

Todo para retrasar la llegada al Palazzo Té. Todo para no dejarse sorprender por la mirada de nadie si es que algo iba a encontrar allí, dado que no encontró nada sino la belleza en el Palacio Ducal, en San Pietro y en San Andrés.

Sólo porque era primordial ese sitio, siguió hasta el palacio, guiada por el simple razonamiento de la excursión -no hay nada más sorprendente que la belleza- y, habiendo eliminado palacios y catedrales y co-catedrales, le quedaba ahora reservado un solo lugar -el Palacio Té-, y si aquí nada le decía algo, su viaje habría sido en balde, la expedición de una turista más, como hasta ese momento se sentía y como lo demuestran las líneas que aquí quedan.

El Palacio Té. En el extremo sur de la ciudad -la frontera de Mantua dando la cara al ruido de las carreteras que llevan a Modena y Reggio Emilo, pero también a Padua y a Ferrara-, se detuvo ante la fachada clásica. Al entrar, Carolina se encontró perdida, absorbida, aplastada por el espacio que representaba: ¿era un espacio?

O era un universo encerrado entre paredes interminables, muros que no cerraban, sino que abrían otros espacios en el espacio, más allá del espacio, para el espacio, pero también contra el espacio. Se recordó a sí misma volando sobre el Atlántico, ahora sintió que el avión y el cielo estaban limitados por sí mismos, y en cambio en esta cámara del Palazzo Té el espacio se expandía como una vasta pregunta: ¿fuimos creados?, ¿necesitamos de una extensión?, ¿evolucionamos?, ¿quién y cuándo nos dio y obtuvimos la vida?, ¿el universo es infinito, no tiene principio ni fin?

Estas, sobre todo la última, eran las preguntas que Carolina Grau no se había hecho volando a miles de metros de altura sobre el océano, ahora la infinitud real la ahogaba en esta sala del Palazzo Té, donde el continente de las cosas se expandía y se fundía en un recinto sin embargo, la razón le decía a Carolina, reducido.

Y no. Los gigantes que vivían en esta sala miraban. Miraban al cielo. Miraban al tiempo. Miraban a Carolina. Este era el emblema del palacio: aquí todo miraba, todo se miraba a sí mismo mirando al espectador. Al intruso. ¿Porque era ella, Carolina Grau, algo más que una extraña en el mundo al cual acababa de entrar, una turista sin derecho a introducirse en una realidad que no era la suya y sin embargo era la más íntima de sus existencias, porque las figuras agobiadas, espantadas, de la Sala de los Gigantes la miraban para incluirla en una ceremonia final, la fiesta del apocalipsis, el fin del mundo adonde dirigían las miradas de espanto, entre colinas caídas y techos arruinados y suelos quebrados, los hombres del fin que la miraban invitándola a unirse a ellos, a aceptar el regreso al caos del origen, la pérdida de todo lo hecho, el derrumbe de los palacios y las catedrales, la ruina absoluta de las plazas y las calles, la negativa a responder a las grandes preguntas -¿de dónde, hacia dónde?- por la inmediatez de la catástrofe y la premura de la muerte?

Sintió todo esto. Temió unirse a las figuras del terror y perderse en un espacio sin fin.

Entonces dejó de mirar a los rostros aterrados y se preguntó: tenían miedo ¿por qué?, ¿adónde miran? Tienen miedo de perderse en algo sin nombre, ni principio ni fin, pero ¿adónde dirigen esas miradas de espanto?

Este fue el momento en que C Carolina, al fin, levantó la mirada y contempló la cúpula de la sala.

Salamandras. Docenas de salamandras volaban por la cúpula. Ella creyó por un momento que no eran reales, hermanas de la salamandra expuesta en el acuario de la Ciudad de México. Sólo que a estas salamandras multiplicadas ella no podía estudiarles un sistema olfativo complejo ni un corazón sencillo, ni estaban dotadas con glándulas hedónicas para estimularse el sexo. No eran arañas que regeneran una pierna perdida. No eran pepinos marinos que, cortados en pedazos, se convierte cada pedazo en una nueva criatura. Eran salamandras, salamandras pintadas en la cúpula de un palacio mantuano. Salamandras que la habían convocado hasta aquí con un solo motivo.

¿Convencerla de que la salamandra no era ni un insecto de piel lisa y cola negra y manchas amarillas, ni una hembra regada de esperma por un macho en lagunas escondidas, ni condenada a ser larva para siempre, o tomarse una década para alcanzar la sexualidad? Estas salamandras no eran las que descubrieron en sus viajes Fernández de Oviedo y Cristóbal Colón y todos los cronistas que no viajaron a las Indias, porque las Indias llegaron a ellos.

Las salamandras de Mantua no perdían sus agallas ni cerraban sus aperturas, ni cambiaban de esqueleto y musculatura, ni cambiaban de lengua, ni les crecen las bocas ni los párpados les cubren los ojos, ni transformaban sus propias calaveras.


Las salamandras cran una obra de arte. Decoraban el Palacio Té en Mantua desde siempre o para siempre. De aquí no se moverían más. Quien quisiera verlas debe viajar hasta aquí. Pronto. Rápido, porque las salamandras que la miraban desde la Sala de los Gigantes no querían que sólo las salamandras se escapasen -a la vez mito y biología- a la catástrofe de todas las cosas.

Carolina Grau entendió. Cerró los ojos y salió de la sala al sol.

4.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Carolina a su marido cuando regresó al apartamento en la Ciudad de México.

Él no le contestó.

Ella lo vio desnudo, como siempre, en la recámara e imaginó que podemos ver como monstruos a los que no son como nosotros, pero el precio es ser vistos, también, como monstruos por ellos. Ella tuvo la tentación, en Mantua, de unirse a la salamandra, de formar parte de la tribu, de olvidar que era un ser humano. ¿Qué la devolvió a México, a su casa, a su marido? Sólo una cosa: saber si él la miraba ahora como una mujer distinta. Si él se daba cuenta de que ella, Carolina Grau, había cambiado. Si él imaginaba siquiera que su mujer podía pasar por una viajera desconocida vista por un poeta desde la ventana de una casa en Recanati, o la sirvienta de una pareja de ancianos en una aldea alpina; o una mujer indígena perdida entre una selva y una pirámide; o una madre cuyo hijo crece hasta convertirse en esto: el marido indeseable que ni siquiera la mira cuando regresa, como si ella fuese una extraña, como si ella no pudiese ser otra, ni siquiera ella misma, sino una mujer perdida en una fotografía acompañada del hijo que no tuvo o la mujer recordada por un prisionero que sólo quiere escapar de la cárcel para volverla a ver en una isla olvidada.

¿Todo esto? ¿Nada de esto?

– No preciso dañar a este hombre. Pero ¿y si este hombre me daña a mí? ¿Qué haré entonces?

Y pensó que nadie se va del mundo sin dejar, al menos, una víctima.

Sólo que el marido ni la miraba ni la escuchaba. Estaba matando cucarachas. Docenas y docenas de insectos de la noche que caminan despreocupados mientras él los mataba a pisotones, hasta darse cuenta de la presencia de Carolina.

– No sé por dónde se cuelan tantos bichos.

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