El hijo pródigo

Crucé el río sin temor. No calculé si la corriente era demasiado veloz, el cauce hondo o la ausencia inmediata de un puente una invitación, en sí, a la aventura. Jamás se me ocurrió que río abajo, o río arriba, había un paso más seguro. Estaba aquí. La hora era ésta. Aquí y ahora. Crucé el río y el agua me llegaba a la cintura. Quizás el siguiente paso me obligaría a perder pie o a nadar contra la corriente, y es que en la otra ribera se desplegaba un paisaje no insólito en sí mismo sino absolutamente contrastado con el mundo que dejé detrás de mí. Iba a cumplir veintiún años y me dije una noche rumorosa que no viviría mi vida en medio del horror de mi ciudad vencida (de ello estaba cierto) para siempre.

No sé si en verdad el país que vi esa tarde del otro lado del río era tan hermoso como lo miré entonces y lo recuerdo ahora. En aquel momento, sólo el contraste dominaba mi ánimo. Quizás esta tierra no es tan bella como la vi hoy -ese día que no quiero regalarle al pasado-. Quizás la ciudad que abandoné no era tan abyecta como entonces la recordaba. El hecho es que crucé el río y salí a la ribera opuesta con el ánimo victorioso de mi juventud, convencido de que el agua había lavado los restos del mundo odiado de mi niñez y que, desde ahora, mi tiempo sería mejor.

No tardaron los hechos en confirmar mi esperanza. La belleza del campo que transitaba (aunque lo fuese sólo por comparación) era distinta y mejor. Cerré los ojos para aspirar aromas de menta, lavanda, pino viejo y césped recién cortado. Temí abrir los ojos y disipar el encanto de mis sentidos. Mis orejas temblorosas, como las de un murciélago, no recogían ruido alguno, como si los olores lo dominaran todo y expulsasen cualquier sensación que pudiese turbarlos.

El mandato de mi cuerpo entero era: Camina, no abras los ojos, respira, no escuches, hasta que yo -¿quién era yo?- te lo indique.

Ábrelos ahora. Hay instantes en los que la mirada es recompensada de los tiempos largos en que, con los ojos abiertos, no vemos nada. Este fue uno de esos momentos.

Yo estaba a la entrada del jardín donde parecían encontrarse todos los perfumes que hasta él me habían guiado. Del jardín, que era un laberinto verde, salió corriendo una niña de no más de ocho años. Saltaba y hacía correr, a su vez, un aro de colores, con tal destreza que el juguete jamás dejaba de rodar y nunca se caía. Ella reía pero sin emitir ruido alguno. Tenía un bello pelo cobrizo, sin arreglo visible porque no era necesario: la cabellera rizada se acomodaba sola a la cabeza de la niña. Ella vestía un delantal blanco sobre un vestido azul, medias azules, zapatos azules.

Desapareció como apareció.

Todo ocurrió en silencio.

Pasé a lo largo de una alberca vacía y sentí un ligero desencanto. Lo superó en el acto el rumor de una fuente constante donde tres cupidos de piedra vaciaban el agua de sus ánforas. Caminé sobre un sendero de grava y mis pasos fueron el apoyo indeseado de mi cuerpo guiado por la cabeza despierta, atenta, maravillada.

Cerca de la fuente se levantaba una villa de un piso. Las ventanas que daban al jardín también saludaban al sol poniente. O más bien, le negaban el saludo: todas estaban cerradas por batientes verdes. Al final de la grava, seis escalones conducían a una terraza cubierta por un toldo de listas verdes y blancas agitado con ligereza por la brisa de la tarde.

Un camarero con pechera de rayas rojas y negras se acercaba a una mesa dispuesta bajo el toldo. Tendió un mantel blanco y sobre él fue colocando, con una música apropiada a cada objeto, un servicio de té, cucharillas, cuchillos, tenedores, un platillo con mantequilla, dos con jaleas, otro platillo vacío, otro pronto ocupado por una taza, la tetera misma, albiazul. Un servicio del mismo color del cielo de esta tarde.

El camarero, habiendo dispuesto todo, se mantuvo erecto en espera del comensal.

Al cabo, éste salió de la casa y se dirigió a la mesa asistido por dos mujeres con tocas blancas y cubiertas por mantas grises. Sin las mujeres, el personaje que se aproximaba a la mesa no habría podido moverse. Las mujeres lo ayudaban a sentarse en un pesado sillón de terciopelo rojo y en seguida se quitaron las frazadas y lo cubrieron con ellas.

Ellas se mantuvieron, vestidas con uniformes grises de cuellos tiesos y faldas estrechas, detrás del protagonista del té. El camarero sirvió el brebaje humeante. Una de las mujeres levantó la taza y la llevó a los labios del muchacho emaciado, exhausto, de pelo rubio, rizado y ralo, ojos perdidos en cuencas profundas, nariz nerviosa, orejas silenciosas, mejillas grisáceas y un alma de desolación profunda que no lograba disimular una débil y enfermiza sonrisilla.


Di la espalda, sin remordimientos, a la escena. Di la vuelta a la casa de seis fachadas y miré la puerta de entrada, seis escalones arriba. Era de madera oscura, con entrepaños de vidrio protegidos por emparrillados de fierro.

La puerta estaba cerrada por un candado.

Seguí el camino que conducía de la casa a una aldea anunciada por la respiración de varias espirales de humo y una esperanza de calor. La casa del candado emanaba un frío atroz y extemporáneo. A medida que me alejaba de ella, el sendero descendía de la mansión encadenada al pueblo. A la vuelta de una curva, un anciano se acercó a mí, levantando las cejas con asombro. Tocado por un gorro de estambre y cubierto por una capa gris, su rostro dibujó, al verme, primero sorpresa pero en seguida alegría.

Abrió la boca pero no dijo palabra.

Me dio la espalda y caminó de prisa hacia el caserío.

Gritó: ¡Ha vuelto! ¡Ha regresado!


El viejo y su mujer -una señora peinada hacia atrás pero sin moño, como si el pelo se gobernase a sí mismo- me sentaron a su mesa y me ofrecieron una cena sabrosa y austera sin necesidad de que yo demostrase mi urgencia máxima, que consistía en calmar mi hambre después del largo viaje desde la ciudad.

Me habían recibido con regocijo pero leyeron la sed en mi rostro y me atendieron en medio de muestras de alegría y expresiones que no alcancé a entender, pues eran más que nada gritos de júbilo y también, de impaciencia.

Al cabo, el viejo dijo llamarse Nicolás y su mujer Fosca y aplacando sus muestras de gran contento, articularon sus palabras y dijeron al unísono,

Te estábamos esperando.

Y luego él: Tardaste mucho en regresar.

Y ella también: Pero ya estás en casa.

Yo los escuchaba haciendo un esfuerzo gigantesco por recordar. Sólo eso. Las palabras de los ancianos no me provocaron más respuesta que el recuerdo. Sólo que mi memoria era una gran página en blanco. Por más que lo intentara, ningún recuerdo aplicable a la situación se me presentaba. Ellos me miraban con una mezcla conmovedora de impaciencia y esperanza.

Quizás fue la esperanza que vi en sus miradas y escuché en sus palabras lo que me movió a llenar el vacío con una mentira que acaso era la verdad. En mi ánimo inmediato era una mentira. En el alma ausente de mis recuerdos, podría ser la verdad.

Es bueno regresar al hogar, dije entonces, muy bueno.

Ellos rieron primero, se llevaron las manos a la boca, sus ojos brillaban con lágrimas de felicidad. El viejo me abrazó. La mujer me tomó una mano y en la suya sentí una frialdad de estatua. Miré sus ojos y busqué en vano una chispa de calor. Ojos azules, tan azules como el mantel y el servicio de té de la casa de seis muros.

Ella no sólo notó mi persistente mirada. La reciprocó.

No te preocupes, dijo, mis ojos han llorado mucho esperando tu regreso, muchacho.

Los cerró un instante y confirmó: De ahora en adelante, los verás recuperar la luz, gracias a tu presencia.

La mirada del anciano estaba oculta por la lluvia blanca de sus cejas. Supe entonces que jamás vería la verdad de ojos tan antiguos; más que la piel de los párpados, parecía cubrirlos el velo de los siglos.

Pero ven, hijo, vamos a llevar la buena nueva al pueblo, dijo el viejo, en cuya habla comencé a distinguir giros anticuados, como sólo se encuentran ya en los libros de cuentos de nuestras abuelas: Ven, mozalbete, anda, pilludo…

Albricias, subrayó la vieja, hundiéndome aún más en una extraña anacronía que, sin embargo, me procuraba consuelo sin fin. Estaba ahora en un mundo que era el reverso de la brutalidad que abandoné en mi vieja ciudad. Paradoja que no me escapó: la ciudad que dejé era tan vieja como la triste historia de su paso por el tiempo; la ciudad a la que llegaba era tan reciente como anacrónica su manera de hablar y sentir.

Ciudad vieja, comunidad nueva. La pareja de ancianos que me recibió tomó sendas campanas y me condujo fuera de la casa, a la calle de la aldea donde ellos comenzaron a hacer sonar las campanas y a dar voces: voces que eran recias con esfuerzo, pues las puntualizaban sofocos, toses, falsetes.

¡Ha regresado!

¡Está aquí!

¡Se cumplió la promesa!

Cuando se reunieron unas dos docenas de personas en la plaza en torno a una fuente de grifones que esparcían agua, el anciano tomó aire y gritó:

¡Ha vuelto el hijo pródigo!

Todos gritaron vivas.

Recorrí los rostros en la plaza.

No había un solo joven.

Y yo no reconocí a nadie.


Miento. La pareja de ancianos me condujo de regreso a su casa. El hombre dijo que seguramente yo tenía hambre después de un tan largo viaje, como si ya hubiese olvidado que hace unos minutos, cuando llegué, me dieron de cenar… La mujer, como si despertase de un sueño, se apresuró a añadir sí, sí, todo está preparado y desapareció por una puerta de doble faz y con sendos vidrios a la altura de la mirada, como se acostumbra en los restoranes para que los meseros no tropiecen unos con otros y los platones no caigan al suelo.

Aunque esto era raro en una casa privada, la existencia de las puertas me obligó a pensar que acaso me encontraba en una posada y que la pareja que me recibió eran, simplemente, los administradores del albergue. Que tenían, sin embargo, una presencia importante en el pueblo me lo acababan de demostrar en plena plaza.

Que el pueblo no era un asilo de ancianos lo demostró ahora la muchacha que pasó de la cocina al comedor con una bandeja colmada de platos humeantes: sopas, carnes hervidas, purés de papa y zanahoria…

La muchacha -supuse- era la sirvienta de esta posada o quizás era la nieta de mis anfitriones. Vestía un delantal blanco sobre un vestido azul. Cargaba la bandeja e iba a tropezar. Le dije: Cuidado y miré sus medias azules, sus zapatillas del mismo color.

Levanté la mirada y admiré su rostro enmarcado por bucles cobrizos que no necesitaban un peine, pues caían con naturalidad sobre una nuca que adiviné tibia, recogida y ansiosa por recibir mis besos: olí desde ya el perfume de ese secreto nacimiento (¿o sería extinción?) de su cabellera.

Ella se recuperó del accidente que mis palabras evitaron, dijo "gracias" o "perdón" (sus labios se unieron de ambas maneras) y colocó la bandeja sobre la mesa, me ocultó la cercanía de su cuerpo más abajo de la cintura…

Los viejos no la miraron. Como si no estuviera allí. No notaron la alegría de mis ojos. Yo acababa de reconocerme en una aldea donde todos parecían saber quién era yo, salvo yo mismo. ¿Por qué me reconocí a mí mismo?


Ahora reposa, dijo Fosca la vieja, induciéndome a un sueño profundo en la alcoba que me ofrecieron. Caí dormido sobre la cama empotrada a la pared.

Cuando desperté, miré por la ventana, atraído por un cambio misterioso que se comenzaba a agitar en mi ánimo.

Vi un paisaje de montaña, cimas nevadas y laderas de hielo punteadas por ejércitos de pinos. Abrí la ventana para sentir el aire frío y seco del invierno. Sentí algo semejante a la nostalgia del hogar. Recordé que mi antigua habitación era peligrosa y fea y que lo que deseaba revivir era mi llegada a esta aldea benigna.

¿Cuánto tiempo había pasado desde mi arribo en plena primavera -el campo, el jardín de rosas, la niña corriendo con un aro, la casa de ventanas cerradas, el chico enfermo atendido por dos mujeres y un camarero?

La puerta se abrió y entró a la recámara una muchacha con una bandeja colmada de platos humeantes. Vestía un delantal blanco sobre un vestido azul. Medias azules, zapatillas del mismo color. Rostro enmarcado por bucles cobrizos.

Depositó la bandeja en una mesa. Iba a retirarse. Me levanté y la detuve, tomándola de un brazo. Me miró con ojos salvajes y me gruñó, soltándose con fuerza de mi mano.


Escuché los rumores en la planta baja de la posada. Alisé las arrugas de mi camisa y mi pantalon, calcé mis zapatos y bajé con cautela al primer piso.

Había una gran animación. La reunión de viejos del pueblo discutía con voces altas y carcajadas un poco insanas para quien, como yo, desconocía el motivo de la alegría. Unos empujaban jarras de cerveza, otros fumaban pipas. No había ninguna mujer en la reunión.

Al verme, los hombres olvidaron sus quehaceres y gritaron vivas, ha regresado el hijo pródigo, bienvenido, albricias…

Se levantaron, fui tomado de los brazos y sentado a una de las mesas. En seguida comenzó un verdadero tiroteo de preguntas -¿dónde estuviste todo este tiempo, por qué te olvidaste de nosotros, qué te trajo de nuevo?- que yo no podía contestar porque ellos mismos -la asamblea de ancianos difíciles de distinguir entre sí por la edad compartida, pero poco a poco disímiles en peso y estatura, calvicie o melenas, barbas o rostros lampiños, ojos alertas o adormecidos, párpados atortugados o asombrados, idénticos sólo en la fraternidad de las manos manchadas, nervudas, impacientes- se respondían a. sí mismos,

Fue en el año seis, lo tengo presente.

Te equivocas, fue antes, en el noventa y seis.

Mi memoria es infalible.

El caso es que se fue.

Di más bien que nos abandonó.

No discutan. Den gracias de que regresó.

Faltaba más. Nos lo prometieron.

¿Qué pasará ahora?

¿Qué prueba tenemos de que la promesa se cumplirá?

Dios protegerá a su pueblo.

Viajaremos a la tierra prometida…

Estas últimas palabras provocaron una riña inmediata entre quienes gritaban "ya estamos allí" y quienes reiteraban "viajaremos, viajaremos".

Al cabo los ánimos se serenaron, aunque un anciano peleonero insistió, lo que importa es el pueblo, a lo que un viejo no menos combativo contestó, el pueblo y su señor, y de allí otra batahola sobre si era "señor", "rey", "hombre", etcétera…

Me di cuenta, ustedes me comprenden, de que el grupo de ancianos me estaba informando sobre lo que yo debía saber por mi cuenta. Y acaso así era. Acaso yo había olvidado lo que ellos recordaban. No se me ocurrió entonces -de tal forma me sentía festejado, agradecido de la atención- que eran ellos los que habrían olvidado o ignoraban mi existencia anterior en la ciudad de donde huí para llegar, por mero azar, hasta aquí.

Era esto lo que ellos, implícitos, negaban con sus comentarios y su algarabía. La verdad asentada por los viejos era que yo había estado aquí, me había ido y ahora regresaba. Todo tan simple, tan feliz, tan oportuno como esto.

La noche se alargó y yo no hice nada para acortarla. Yo era el centro de atención. Yo era el celebrado, aunque en medio de la oferta de felicidad, una extrema melancolía se insinuaba en mi espíritu.

Quise darle forma.

¿Dónde estaba la muchacha de pelo cobrizo y nuca secreta?

¿Por qué no servía las mesas?


Me acostumbré en ese tiempo -me refiero al fin del invierno, al cual desperté- a caminar por las calles de la aldea y a aventurarme por las montañas pinas de los alrededores.

En la población, todos me saludaban con amabilidad y se acostumbraban a mi presencia. Me di cuenta de que ya no era "el hijo pródigo" de los primeros días. Me convertía, ¡ay!, en parte del paisaje. Ya no era novedad. Era costumbre y no me quejaba. Ser extraordinario es, por definición, un estado pasajero. Es la excepción de la norma, que es ser ordinario.

Mis anfitriones -Nicolás y Fosca- me atendían con cortesía y afecto, de tal suerte que yo me acomodaba a una situación de normalidad sin sobresaltos.

Hasta una mañana en que me aventuré por los senderos montañosos a la hora en que las sombras se ausentaban con los vapores del día en espera de la veloz cortina nocturna de la alta montaña.

Era tal mi confianza en la nueva bondad de mi existencia, que todo temor había huido de mi espíritu. Si recordaba mi vida anterior en la ciudad -un recuerdo cada día más lejano-, no podía sino agradecer el misterioso giro de la fortuna que me había traído hasta aquí.

Es cierto que, a pesar de ello, yo tomaba cuidado en limitarme a recorrer los parajes montañosos, evitando todo deseo de regresar -así fuese con la mirada- al llano, al jardín y a la casa de batientes cerrados habitada por el muchacho inválido y su servidumbre a la vez abyecta y tiránica.

Cada día más seguro de mí mismo y agradecido de mi nueva vida, empecé a escalar la montaña con la ligereza y alegría de una existencia prometedora. Es cierto que mi audacia iba creciendo sólo porque mi prevención había sido tan grande.

Ahora ascendía, pero también exploraba. En los ombligos de la montaña había cuevas avaras que no me atrevía a visitar. La mejor prueba de mi nueva seguridad es que cierto día decidí, con ánimo exaltado, explorar una de ellas.

Dice el dicho que más vale no agitar las cosas estables; no despertar al perro dormido. Lo recordé porque al apenas entrar a una de las muchas cuevas de la montaña -¿por qué ésta precisamente, por qué no otra cualquiera?- el gruñido hostil de un perro me retó a detenerme, irme o seguir adelante. Supongo que a cada instante de la vida, estos tres caminos se nos presentan, colocándonos eternamente en la encrucijada. Esta vez, mi ánimo sereno y victorioso era tal -tan grande mi seguridad en mí mismo- que decidí avanzar, adentrándome en la caverna, dispuesto a enfrentar y vencer cualquier peligro…

No tardé en acostumbrarme a la oscuridad y en distinguir la forma del ser que me amenazaba. Estaba en cuatro patas, pero era un ser humano. El movimiento de la cabeza, el brillo irreprimible de la mirada más temerosa que amenazante y mi propio sentimiento de seguridad vencían al temor y me aproximaban al hombre, que se alejaba de mí hasta el momento en que le toqué la cabeza calva, la acaricié como a un animal o a un antepasado y al cabo reconocí en él a uno de los celebrantes de la cena de bienvenida en el albergue. Flaco, calvo, lampiño, ojos alertas, párpados asombrados…


No eres el mismo, alcanzó a decir antes de que los perros -éstos en verdad mastines hambrientos- se le echaran encima y el viejo se debatiese por un instante e inútilmente mientras yo me echaba hacia atrás, impotente, temeroso de las bestias, ajeno a toda inteligencia de la situación, viendo al anciano perderse en las sombras, arrastrado hacia lo más hondo de la cueva por los perros que, sólo entonces me di cuenta, obedecían voces de orden venidas de una penumbra lejana.

"No eres el mismo."

Descendí al pueblo con esas palabras agudas en mi oído -no eres el mismo-. ¿Quién era entonces "el mismo", el idéntico? Me di cuenta de que esto sólo lo sabían quienes me recibieron -Fosca y Nicolas- y también de que mi dilema consistía en hacerles la pregunta a ellos -o develar el misterio por mi cuenta-.

No sabía entonces cuál de las dos opciones era la más peligrosa.


Al caer la noche, regresé al pueblo. Mi corazón se debatía entre el conocimiento y la ignorancia y se resolvía en una angustiosa sensación de no saber nada. La muerte atroz del viejo de la caverna era más que un crimen, pues ser atacado por dos perros salvajes no comprobaba culpa alguna. Era un enigma: ¿quién sabía quién era yo? ¿Qué quiso decir el viejo antes de morir? ¿Quién era "el mismo "? ¿Sólo lo sabían quienes me recibieron y me llamaron "pródigo"? ¿Me atrevería a preguntarles a ellos quién soy yo, toda vez que ya lo habían dictaminado: el hijo pródigo? ¿Preguntarles lo que ya habían definido era un insulto?

Mi verdadero problema consistía, entonces, en aceptar lo que ellos -Nicolás y Fosca y la comunidad entera- decían que yo era o preferir la duda -y acaso el destino- del viejo de la cueva: yo no era el mismo.


Se preguntarán ustedes ¿qué hacía yo con mi tiempo? Ésta es una interrogante práctica pero también filosófica. Les he dado a entender que, desde que llegué a la aldea, mi tiempo era tan largo y tan breve como mi sueño. Sé que dormía mucho. No recuerdo bien qué cosa hacía durante la vigilia, salvo los hechos sobresalientes que aquí he narrado. No quiero llegar al extremo de decir que yo era una sola persona con dos tiempos distintos, uno de día y otro de noche, uno en el sueño y otro al despertar, porque podría opinar que también era dos personas distintas en un solo tiempo.

El hecho es que, en uno u otro caso, yo llegué a sentir que mi obligación consistía en renovarme cada día. ¿Por qué? Lo digo con la misma vergüenza que entonces sentí. Para no defraudar a mis anfitriones.

No esperaba otra cosa. Con el paso del tiempo, yo me volvía costumbre. Hacía las tres comidas en el albergue (la muchacha de pelo cobrizo no se volvió a aparecer). Dormitaba largo rato y a horas desacostumbradas. Salía a caminar por la única calle de la aldea. Evitaba regresar a la montaña o al río, los dos extremos de mi nueva vida. Sólo al considerarlos "extremos'' me apercibí, sin embargo, de que mi nueva existencia carecía de ellos. Es decir, carecía de tensión. Se volvía parte de la costumbre.

Un sentimiento básico de supervivencia me obligaba a callar lo sucedido en la cueva de la montaña. Quería evitar suspicacias. No me sirvió de nada. No sé si por este hecho u otros más insondables, el saludo de los aldeanos, durante mis cada vez menos excitantes recorridos por la callease volvía cada vez más distante, menos entusiasta, más frío…

Lo atestigüé, al cabo, en el albergue, hotel o pensión donde me alojaba en calidad de celebérrimo "hijo pródigo".

Una mañana, Fosca tocó a mi puerta con fuerza. Desperté desconcertado. Jamás habían interrumpido mi sueño. Abrí y la vi con cara agria. Me ofreció un papel cuadriculado y arrugado.

¿Señora?

La cuenta, señor.

Me dio la espalda y se fue. Yo miré con asombro el papel y leí los artículos de mi deuda: alojamiento, comida, lavandería, servicios de recámara, etcétera.

Estuve a punto de hacer un puño con la cuenta. Abrí la ventana para arrojar el papel a la calle. Vi a una nueva docena de ancianos detenidos bajo mi ventana, mirando hacia arriba, mirándome con franca enemistad.

Cerré la ventana.

Arrojé el papelucho a la chimenea.

Nicolás y Fosca me esperaban en el quicio de la puerta.


Estoy sentado en la terraza. Las dos mujeres tocadas con gorros blancos me han traído, casi inánime, a mi lugar en la mesa. Una de ellas se quita la capa de lana gris y me arropa. No hay en el gesto ni cariño ni compasión ni desprecio. Sólo un movimiento profesional. Ellas están aquí para cuidarme. La mesa de mantel azul es muy elegante, como refinados son los juegos de té, los cubiertos, las porciones de comida.

Paseo mi mirada desatacada por el platillo de mantequilla, las jaleas y la poso al cabo en el camarero de pechera a rayas que me sirve el té humeante y me pregunta,

– ¿Todo está satisfactorio?

Yo miro con debilidad a las dos enfermeras con uniformes grises de cuellos tiesos y faldas estrechas. Una de ellas levanta la taza y la lleva a mis labios.

Yo me siento emaciado, exhausto y alcanzo a distinguir en la curva de una cuchara mi rostro deformado, mis ojos perdidos en cuencas profundas, mi nariz nerviosa, mis orejas silenciosas, mis mejillas grisáceas. Siento en mí una desolación profunda que no logra disimular una débil y enfermiza sonrisilla.

El camarero pregunta: ¿Necesita algo más el señorito?


En la segunda cueva, el lobo cohabita con el cordero. En otra, el leopardo duerme con la cabra. En la tercera -donde los perros devoran al anciano-, ahora una niña mete la mano en el hoyo de la serpiente. La niña viste un traje azul, medias azules, zapatos azules y un delantal blanco con las iniciales bordadas, C. G.

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