La tumba de Leopardi

A Lucas Formentor,

la hora italiana


"Es el último de su raza." ¿Mi padre decía esto con orgullo? "Su rostro y su andar lo delatan." Lo decía con desprecio. Y me obligaba a preguntarme, ¿soy el último?, ¿quién es el último?, ¿quién es el siguiente del último? Con estas frases trataba, a un tiempo, de vencer a mi padre, de exorcizarlo. Conocía de antemano la inutilidad de mis razones. Mi padre estaba allí para ser, él, el último de la raza. Yo era una intrusión, un mal chiste de la fortuna. Sin embargo, él toleraba el inútil afán de mi madre -tener más hijos- como una insensatez deseable. Si hubiese otros, yo no sería el último. Pues aunque otro -el Leopardi nonato- fuese el último de verdad (y no mi padre, ni yo) la estirpe tendría, si no la gloria de acabar para siempre (el deseo de mi padre), sí la fortuna de no acabar conmigo.

Yo me pregunto si ésta era la realidad detrás de mi relación conmigo mismo -la relación de Giacomo Leopardi con Giacomo Leopardi-. Mi padre me hacía sentir que yo era un extranjero en la gran mansión ancestral de Recanati. ¿Por qué estaba yo aquí? ¿Por qué aparecían cucarachas en los rincones? ¿Por qué colgaban las arañas del techo? Sabiendo esta disposición de mi padre, me miraba al espejo por la simple necesidad de duplicarme. Saberme dos era ya una especie de alivio ante el uno presente pero abocado a la muerte para acabar con la estirpe.

Ahora había más de dos cabezas en el espejo.

No sé si éste fue el motivo -tan simple y tan secreto- por el que, deseoso de ser otro, me convertí primero en dos ante el espejo.

Dos. Yo y mi reflejo. Tardé en darme cuenta de que mi imagen duplicada -yo y la del espejo- éramos tres: yo y dos en el espejo, mi reflejo y un intruso que era yo. Tardé en entenderlo. Creí que la vista me fallaba. Sólo cuando mi propia imagen me reflejaba fielmente pero la otra imagen -que también era yo- se empezó a mover con autonomía y aun con hilaridad -llegó a sacarme la lengua- me di cuenta de que esa nueva imagen era un tercer Giacomo Leopardi.

Me fui a dormir a temprana hora, como si las buenas e irregulares costumbres pudieran exorcizar esa gran broma de mi espejo, y la verdad es que no pude dormir, horrorizado por la siguiente idea: durante la noche, el cobertor se apartaría, la almohada vecina se acomodaría y otro cuerpo -mi propio cuerpo- vendría a acostarse a mi lado.

La idea me llenó de un miedo original -la invención del miedo-. Yo ya no sería yo si otro Giacomo se venía a acostar a mi lado. Y el yo original -el mío- agradecería, a pesar de todo, la cercanía de otro cuerpo en ese camastro desolado, donde nunca hubo más que un soñador -yo mismo-.

Me levanté y acudí al espejo.

Allí estaba mi reflejo, el acostumbrado, el que veía al afeitarme y al peinarme también. Qué poco me veía al espejo, dándole la razón a mi padre: "Su rostro lo delataba: es el último de su raza…".

Y no. Y sí. Yo me miraba al espejo. Mi rostro cotidiano se reflejaba. Y el tercer rostro estaba allí, empeñado en demostrar que era yo y no era yo. Que ese fantasma era idéntico a mí pero era otro yo. Hacía gestos, fruncía el ceño, hacía el bizco, me sacaba la lengua, todo con el propósito de decirme: "Soy tú y soy otro".

Estoy seguro de que mi padre nada sabía de cuanto aquí relato. Como de costumbre, se sentaba a la cabeza del refectorio y empuñaba el cuchillo malévolamente, diciendo cosas.

"Quienes nacen entre nueve y diez de la mañana están predestinados para la desgracia."

Palabra que mi madre recibía con la cabeza baja y la resignación alta, como admitiendo, sin decirlo, que a esa hora yo había nacido.

Yo, en cambio, no atribuía mi fealdad, mi cuerpo mal hecho, a la hora del nacimiento sino a una decisión colectiva. Llámese raza, genealogía, sangre exhausta, todo lo que no era la voluntad y el desprecio cruel de mi padre, todo lo demás me decía,

"Eres distinto porque así lo decidimos." ¿Quién? ¿Quién lo decidió? ¿Quién determina las taras y las virtudes, la belleza y la fealdad, la fortuna, en suma, de un hijo?

Aprendí a vivir lado a lado con el miedo. Miraba los muros de la casa mía. Miraba afuera, a la desolación invernal de mi pueblo y pensaba "no hay escape posible". No hay fuga. Aquí nací y aquí moriré. Mis únicas posibilidades son el miedo o la fuga. Creo que el miedo es posible y la huida no.

"Quisiera ser otro."

Esto lo dije una noche en voz alta, como impulsado por el sentimiento de que lo no dicho nunca existirá en el mundo, se morirá dentro de mí, parte del vasto cementerio de todo lo que jamás decimos porque el pensamiento es más veloz que la palabra. Por no ofender al prójimo. Por guardar las apariencias. Por cortesía. Qué sé yo.

En cambio, esta noche en que las razones de mi desesperación culminaban en una mezcla de rabia e impotencia, lo dije en voz alta:

"Quisiera ser otro."

El espejo se iluminó. Digo, se llenó de una luz que no era la del mundo reflejado, sino la del propio espejo cuando nadie lo miraba. Sentí, con un temblor involuntario, que el espejo tenía vida propia y que yo era un accidente pasajero, mero transeúnte de la vida propia del espejo.

El espejo me convocó. Esperé verme como otro con las gracejadas, las muecas, las faltas de respeto acostumbradas. Esta vez no. Allí estaba yo, Leopardi, un poco amodorrado, arrancado al sueño, yo como soy. Y al lado estaba el tercer Leopardi, infinitamente serio, iluminado y dueño de sí. Era yo y hablaba. El espejo hablaba.


Vagas estrellas de la Osa,

no pensaba volver a veros,

como antes, resplandeciendo

sobre el hogar paterno

y hablaros, estrellas,

asomado a la ventana

de este caserón donde viví de niño

y donde vi el final de…


Entonces la voz calló y la imagen se desvaneció, dejándonos sólo el eco de mi propia voz, la del poeta Leopardi, dándome a entender que ese espíritu burlesco, aventurero, peregrino de sí mismo, encerrado en la casa del padre, que era yo, era todo lo que me producía desagrado de mi propia persona -sacar la lengua, hacer el bizco, echar trompetillas- y todo lo que me daba el placer mayor: unir palabras, pensar que era poeta, que podía decir lo que nadie había dicho jamás con las palabras que siempre se habían dicho, mas nunca así:


Vaghe stelle dell'Orsa, io non credea

tornare ancor…

sul paterno giardino…

e ragionar con voi dalle finestre…


Y al escuchar esa voz -al escucharme a mí mismo declamando mi propia palabra en la voz del otro- pensé con furia y ansia, ¿quiero ser otro, quiero ser ése? En cambio, me esperaba el amanecer del horror súbito. Imprevisto. Una mañana. Sólo para darme cuenta de que el otro era yo. Y sin embargo, a pesar de saber que existía como otro en el espejo, saber también que yo era único.

Jamás lo dije de esta manera. Mejor.

"¿Por qué soy único?"

"¿Por qué soy insustituible?"

Bajé esa noche a la cena ofrecida por mis padres a los notables de Recanati; paseándome, jorobado y solo, entre los invitados, sintiéndome el extranjero en mi propia casa.

Y escuchando sorpresivamente, antes de entrar al salotto, a la señora que decía:

– No es que sea deforme. Es que huele mal.

Me detuve. No entendí. ¿Se refería a mí? Por supuesto. ¿A quién más? A ninguno de los invitados. Nadie más era "deforme". ¿Olía mal? ¿Yo "apestaba"? ¿Literal o simbólicamente? ¿O había otro "apestoso" entre la noble concurrencia?

Me refugié en la biblioteca de mi padre. Libros muertos. Libros mudos.

Miré por la ventana. El cielo era una ilusión. Lo sostenía la piedra.

Regresé a mi espejo.

"Amor", habló el poeta, "amor… nace el valor o se despierta.

"Amor, nasce il coraggio,

o si ridesta… ".

Entonces, aturdido por los rumores de la fiesta, por las voces burlonas, por la cortesía insincera, por mi propio aislamiento y mi enorme congoja, salgo corriendo de la biblioteca, de regreso a mi recámara, con las manos sobre las orejas. ¿Por qué no quería oír? ¿Por qué todo lo extraño a mí me injuria?

Me llevo las manos a las orejas y no las encuentro.

Me palpo la cabeza y sofoco un grito de horror.

Palpo mi cara.

Y mis manos buscan las viejas orejas y no las encuentran.

Abandono mi cara y extiendo las manos.

Encuentro otra cabeza a la izquierda de la mía.

Y otra a mi derecha.

Suelto las manos.

Las adelanto para guiarme de regreso a la recámara.


No confío más en mi mirada.

Sólo que al llegar a mi habitación, no logro vencer la tentación de verme en el espejo.

No me atrevo a mirarme. No necesito reflejarme para saber lo que ha pasado: tengo cinco cabezas. La mía y dos más. No necesito verme para saberlo. Hay otra cabeza a la derecha de la mía. Y otra a la izquierda. Y otras dos al lado de las primeras dos. Y yo en el centro de este lampadario de testas. Yo que me doy cuenta de mi monstruosidad y no tengo el valor de colocarme delante de un espejo y duplicar lo que ya se quintuplicó. Soy el pentatesta, me digo con horror. Y es el horror lo que me mueve a negar mi propia existencia: si ese ser deforme soy yo, prefiero dejar de ser -pero el mundo no me lo permite-. Todo -las campanadas, los gritos de la calle, el paso de las procesiones fúnebres, los monjes descalzos, los carruajes, las sonajas de los monederos, los ofrecimientos de los vendedores de ropa-, todo se multiplica cinco veces, no hay rumor solitario, yo tengo cinco cabezas y el mundo tiene cinco mil rumores: soy un monstruo, es mi condición para ser y crear pero no lo puedo mostrar en público -ni siquiera me atrevo a mirarme a mí mismo en un espejo-. Las voces, los gritos de la calle me acosan y me arrinconan aún más. Envidio a los muertos, ellos carecen de sentidos, yo sólo quisiera matar a mis cuatro cabezas y quedarme con una sola. Una sola cabeza ¿mataría en las otras cuatro al poeta que quiero ser? ¿Cuál de mis cinco cabezas me dicta el poema?

No puedo contestar porque ninguna de mis cuatro cabezas sabe que está unida a otra cabeza y todas unidas a mi propia cabeza, la cabeza del poeta Giacomo Leopardi, un hombre acosado de voces, un cuerpo que no tiene ya fuerza para enfermarse y morir, un cuerpo que quisiera volver a la niñez para tener frente a sí el poder de la creación que el tiempo, bandido, le robará.

Escucho.

El movimiento de un telar.

El croar de las ranas.

El mugir del ganado.

El balar de las ovejas.

El viento entre las ruinas.

Los gritos de los antepasados y el temor helado de que si antes el espejo sólo reflejaba una cabeza -la mía- y somos yo y cinco cabezas las reflejadas ahora, mañana surgirán más cabezas, hasta ocupar todo cl espacio del espejo, desbordarse y entonces…

"-No debiste ser el último.

"-Nuestra raza merecía un fin mejor.

"-¿Por qué naciste?

"-Eres un hombre estéril.

"-Crees que nos engañas? ¿Por qué nos engañas? Cinco cabezas no son una vida. Cinco cabezas son una monstruosidad.

– "No nos engañes. Tus otras cuatro cabezas son tan feas como la que te dieron tus padres".


Nada más difícil en el mundo que provocar el interés en un hombre feo. La fealdad del hijo se refleja en la actitud de los padres. Yo pertenezco a una familia noble en una ciudad innoble. En su vuelo de Palestina a Italia, la Virgen María desdeñó a Recanati, mi pueblo, y fue a instalarse a Loreto. Mi padre, para vengarse de Dios, se robó los libros de los conventos abandonados cuando los abolió la Revolución Francesa. Veinticinco mil volúmenes, como para compensar en una gran biblioteca el viento incesante de las calles estrechas, las hojas muertas, la gente lisiada que se arremolina en nuestro patio esperando una limosna, por más que las celosías de nuestro palacio estén siempre cerradas y una anciana se siente a la puerta sobre una silla de paja con el semblante de la prohibición. Veinticinco mil volúmenes robados a Dios.

Mi padre es un aristócrata de provincia. Está enfermo del orgullo de la decadencia: la soberbia del fin de la raza. No es el único. Es el mío. No sé si me quiere o no. Me da acceso a la biblioteca. Le gusta que lea. Pero no le gusto yo. Cómo le va a gustar un niño enclenque, cegatón y de espalda casi jorobada. Y sin embargo, yo me pregunto si mi raquítica naturaleza no corresponde a la voluntad de extinción de mi padre. Que se acabe la raza, que se extinga la línea, él siente en ello la vanidad del ocaso, el protagonismo de la muerte de nuestro linaje.

Mi padre se está quedando calvo de miedo. ¡Ay!

Mi madre, en cambio, quisiera tener más hijos, los hijos que mi padre le niega. La oigo gritar en la recámara, no podemos acabar con un hijo tan feo, mi padre le contesta no más, ella vuelve a gritar, el siguiente será hermoso, te lo juro, déjame tener un hijo bello.

– Tener un hijo al año es voluntad de Dios. Así fueron hechas las mujeres.

– ¿Aunque nazcan feos y deformes?

– Para mí, la belleza no es una desgracia. Veo feo y deforme a mi hijo y le doy gracias a Dios.

Mi padre abre sus libros con un cortapapeles de hueso. Me permite leer pero sé que no me quiere a mí. ¿Por qué? Creo que él detesta la grandeza y no quiere que yo sea grande. Para él, más vale ser infeliz que mediocre. Sospecho.

– Dame un hijo cada año -implora mi madre.

– Resígnate al fin de la raza -contesta mi padre.

Casa fría. Casa gris. Vivimos como mendigos en un palacio arruinado. Miro al mundo a través de los barrotes de mi ventana. Me pregunto, ¿qué nos une como familia?

– La religión -dice mi madre-. Híncate y reza. Si eres creyente, caminarás de rodillas hasta el paraíso. No lo eres. Oye los consejos de tu madre. No te distancies del amor de Dios. No seas amigo de nadie. Que nadie te quiera.

– Jamás comas solo -me regaña mi padre cuando me ve con un pan en la mano-. Comer solo es una infamia. Siéntate a la mesa.

Yo me siento y conmigo mis cuatro dobles.

Sólo yo los veo.

Pronto he de preguntarme: ¿sólo yo la veo?


Entonces un día me asomo por los barrotes de mi ventana y la miro pasar. Esconde el rostro. Parece ocultarse a mi mirada para invitarme a imaginarla. No puedo. No existe nada que se parezca a ella y si lo hubiese, sería menos bello que la mujer que pasa por la calle, bajo mi ventana, celosa, dejándose imaginar por mí.

Ahora levanta la cara. Me muestra su semblante. No sé si mi imaginación es más fuerte que la verdad, o si la verdad corresponde a mi imaginación. La mujer vestida de color violeta oscuro levanta una mirada, lo juro, voluptuosa a causa de sus secretos, no sé de qué otra manera describirla. Un voluptuoso secreto en una mirada que ella me dirige, de eso estoy cierto, levanta la mirada y me mira a mí detrás de los barrotes de mi ventana mirándola a ella, su cuerpo tierno y delicado en movimiento, mi cabeza se siente incapacitada para recibir la belleza de esta mujer, ella me mira con un sentimiento que yo no sé reconocer y que acojo con todo el vigor que aún le queda a mi joven vida.

Digo al verla que su hermosura y la felicidad son la misma cosa, que su paso me provoca un amor desmesurado, ansias indescriptibles, impulsos indeseables, delirios que yo mismo no entiendo. Porque nunca los he sentido antes.

Es una mañana muy fría en un pueblo desolado.

Y le pertenece a ella, a su paso vestida de violeta, más bella que todas las mujeres, convertida en un simple paso por la calle (vestida de violeta), los hombros cubiertos por un mantón, el pelo partido a la mitad y reunido en la nuca, el rostro como el de una noche con dos lunas, o un día con doble sol:

Ella pasa.

Yo me convierto en un siervo que la espera para siempre, al grado de que su figura fugitiva reaparezca en todos los rostros de todas las mujeres.

Y yo sabré que son mentira.

Que nadie es o volverá a ser como la mujer que pasó ese día helado bajo la ventana de mi casa.

– Pasó una extranjera -nos dice mi padre sin que yo le pregunte nada a la hora de la celia-. Vino de paso rumbo a Nápoles. El hortelano me lo contó. Él me cuenta todo.

– Lo sé -digo sin recriminarle la soledad ausente de esta casa.

– Se llama Carolina Grau. Ya se fue.


Me miro al espejo. Mi ser múltiple ha desaparecido. Tan lo sé que me atrevo a verme reflejado. Si no lo supiese, no me atrevería. Me veo como soy. Delgado y con la mirada hundida en la sombra. El pelo ralo y el cuello flojo. La boca, en cambio, cercada con determinación. Tengo veintiún años y he visto para siempre a la mujer amada. He perdido a los cuatro monstruos que me habitaban. Me he quedado con uno solo: el de la cabeza de Leopardi. Dudo: ¿será ésta la cabeza del poeta? Me contesta la voz desconocida de la mujer que pasó por la calle:

– Sí. Tú eres el poeta Giacomo Leopardi. Yo soy la mujer Carolina Grau. Esta es tu cabeza. Y yo estoy, desde ahora, en tu cabeza.

Bastan estas palabras para hacerme creer y dudar al mismo tiempo. ¿Vale la pena ser un hombre individual en amores al precio de abandonar las cinco cabezas del monstruo? ¿Cuál es la cabeza del poeta? ¿La que dice ella o el que creía ser yo? Acaso mi monstruosidad era la cara paradójica de un despojo que me obligaba a multiplicar mi persona y ahora la visión de la mujer ha unificado mi visión de mí mismo. ¿Por qué entonces esta angustia casada con mi pasión? ¿Nunca más veré a la mujer, su aparición fue un regalo fugaz, un feliz despojo, una piedad avara, un deseo impostergable de tocar su cuerpo a sabiendas de que ella se separaba para siempre y me dejaba ardiendo y temblando en vano, anhelante, triste, lamentable, los ojos llenos de lágrimas cuando desperté y Carolina Grau seguía viva en mi mirada y el primer rayo del sol no pudo desvanecerla y sus palabras, a pesar de todo, ondeaban en mi cabeza: "Esta es tu cabeza. Y yo estoy, desde ahora, en tu cabeza"?

Debo caer en el deleitoso error de pensar que no la vi si es que quiero volverla a ver por vez primera. Me diré que mi amor no sabe si esta mi mujer -y así la llamo porque sólo a ella la deseo- vive en la tierra o es extraña a ella, voy a pensar que no soy su contemporáneo, como creí al verla el otro día, y que amaré a una mujer que no se puede encontrar, con la esperanza de que, negándola, ella me demuestre que existe y vuelva a aparecer.

Tengo veintiún años. Nunca he salido de mi casa. Nunca he tenido dinero.


Pasa el tiempo y la sigo esperando. Ella no vuelve a pasar. El alma se complace en imaginar lo que no puede ver. Yo no me resigno a no ver de nuevo a Carolina Grau. Temo el regreso de mis monstruosas cabezas. El recuerdo -la esperanza de volver a ver a Carolina- aplaza a los fantasmas. ¿Es ella misma el fantasma encargado de ahuyentar a mis monstruos?

Pasan cosas. Los ruidos de la calle se repiten con una regularidad sin horarios. El silencio, en cambio, evoca la eternidad. Las estaciones se suceden, desaparecen y mueren. Un perro en mi casa le tira un hueso a un perro de la calle. Observo este acto extraño y me digo que nadie debe confesar sus desgracias porque se pierde la protección del secreto y con el secreto desaparece el amor y, a veces, hasta el simple afecto.

Ella es mi secreto. Yo soy su siervo. Sé que amo simbólicamente a Carolina Grau y que quererla, durante estos años, se convierte en el motivo de mi poesía. Escribo pensando en ella y espanto a las cuatro cabezas de mis pesadillas. Llego a creer que la cabeza que escogí y mantuve es la que me permite escribir. ¿Amar a Carolina sin volverla a ver es la condición de mi escritura? Si llegase a verla de nuevo y aun a amarla físicamente, ¿dejaría de escribir? ¿Mantendré a raya -por cierto tiempo- el renacimiento de las cabezas monstruosas? Bien sé que el mundo se burla de todo aquello que, si no se ignorase, se vería obligado a amar.

Me miro al espejo, temeroso de que reaparezcan las cuatro cabezas. Al mismo tiempo, sé que si las cabezas reaparecieran, lo sabría porque no me atrevería a mirarme. Pero la gran duda me persigue. De las cinco cabezas de mi espejo, ¿cuál es la que me dicta el poema? ¿O serán como un coro que llegó a multiplicar por cinco mi propio reflejo para que de esa asamblea de cabezas surgieran las líneas de un poema que siendo múltiple -palabras unidas como perlas- se vuelve único, insustituible?

Mi angustia es ésta: el alma me pide amor, fuego y vida. Entusiasmo. Me pregunto, sabiéndolo, si el mundo me lo dará o si el mundo me lo negará advirtiéndole: no fui hecho para ti.

¿Por eso escribo? ¿Por eso soy poeta? ¿Porque el mundo no fue hecho para mí?

Me sumo a veces en el tedio, el fastidio, la molestia y sin embargo saludo a este sentimiento como algo sublime porque sé que no me satisface ningún bien mundano: ni siquiera el mundo entero. Gracias al tedio, acuso a la vida de insuficiencia y veo en ella un testimonio del tamaño y de la noble virtud de la naturaleza humana que nos permite, a diferencia de los animales, dañarnos a nosotros mismos y a nuestros semejantes.

Escribo sobre la naturaleza a partir del oído de cuanto llevo dicho -el croar de las ranas y el paso de la servidumbre, el canto de las aves, el movimiento secreto del zorro y el rumor de la tormenta que se avecina-. El grito de los ancestros.

Le escribo cartas a la ausente:

"Nunca me abandones. Que jamás se enfríe nuestro amor. Hagas lo que hagas, estés donde estés, asegúrame que vivimos el uno para el otro o por lo menos, que yo vivo para ti, que eres mi última y única esperanza. Adiós, amada mía. Pase lo que pase, fui tuyo eternamente. Te mando mil besos. Y te advierto que sin ti no puedo vivir más."

Esta carta me la devuelve un hombre. Dice llamarse Ranieri.

Creo que esta carta me llegó por equivocación.

No sé -balbuceo-. No sé adonde mando mis cartas.

– ¿Cómo?

– Sí. Las envío al azar. En espera de que las reciba…

– Vaya -ríe Ranieri-. Pues ésta la recibí yo…

– … una persona…

– ¡Gracias!

– ¿Dónde la recibiste?

– En el hostal. Estoy de paso. La recibí por azar. Igual como tú la mandaste.


Intimo con Ranieri. Pasa a visitarme todas las tardes y su insistente invitación es una sola:

– Ven conmigo. Vamos al sur. Este pueblo es deprimente.

– Los Leopardi somos de aquí…

– Los poetas pertenecen al mundo, son de todas partes.

– Mi familia…

– No les tengas miedo…

– No, miedo no, les tengo…

– Lo que sea, Leopardi. Llegó la hora de partir. Ven conmigo. El mundo te espera. Recanati seguirá aquí, tu casa no va a volar y no te preocupes. ¡Los camposantos no tienen alas!

No me atrevo a mirarlo. Él debe atribuirlo a mi timidez. No es así. Miro a Ranieri y sofoco mi sorpresa, mi admiración y mi incredulidad.

Ranieri es hombre. Pero tiene las facciones de Carolina Grau. La misma mirada voluptuosa. El mismo gesto secreto. Esbelto, alto, con el corte de pelo masculino pero dotado de la ternura y delicadeza de la mujer.

Su presencia me roba el habla. No hace falta que yo diga nada. Él es dueño de un discurso admirable, lleno de sí, afable y elocuente a la vez.

– Te invito a Nápoles, Leopardi: ¿conoces el mar? Claro que no. No hay mar en tu mirada. ¿Conoces el sol? Claro que no. Tienes rostro lunar. Pues en Nápoles no hay un sol. Hay dos soles. Lo verás y no lo creerás.

– Dos soles -digo repitiendo un poema mío.

– Sí -continúa Ranieri-, porque la luna sólo existe como reflejo de la luz solar. Nos detendremos en Roma a saludar a mi novia. Se llama Madalena Pelzet, ¿no has oído hablar de ella?

Niego con la cabeza.

– ¡Provinciano que eres, Giacomo! Madalena es actriz, the toast of Rome, como dicen los ingleses.

– ¿Vendrá a Nápoles?

– No, su temporada aún no termina y tiene mucho éxito. Iremos tú y yo solos, compañero, ¿qué te parece?

Miro con una mezcla de melancolía y desesperanza las acciones de mi nuevo amigo Ranieri y me pregunto si ésta es una broma diabólica que me devuelve a Carolina Grau con una piel prohibida a mi tacto y un sexo vedado a mi deseo. ¿Se burla el mundo de mí? ¿Se burla el mundo de todo aquello que, si no se burlase, se sentiría obligado a amar?

Mi condicio hasta ahora ha consistido en querer simbólicamente a Carolina Grau. Simbólica, pero no gratuitamente. Me he hecho a la idea de que escribo gracias a Carolina Grau, pero no para Carolina Grau. Ella es mi pretexto, no mi texto. Ella es mi objeto, no mi sujeto. Sometidos ella y yo -ella sin saberlo, yo consciente de todo- a mi propia creación, llego a creer que me basta el amor poético para que Carolina me salve de la monstruosidad: pienso en ella y las cabezas del monstruo que palpitan en la mía bufan, se retraen. Me aferro a la memoria de la mujer no sólo para poder escribir, sino para mantener a raya a esos demonios físicos que me amenazan.

Ha sido una estrategia feliz. Sólo que ahora, la aparición del doble facial de Carolina, Ranieri, me coloca en el dilema de saber si él, mi nuevo amigo, me salvará también de los monstruos que me habitan o si, por el contrario, su amistad alejará el fantasma de Carolina Grau. ¿Se aleja ella para que se acerque él? ¿Ranieri matará a Carolina? ¿Sin el espectro de la mujer, podré seguir escribiendo? Si Ranieri ocupa el lugar de Carolina en mi vida, ¿la poesía encarnará en vez de escribirse? ¿Y no es la escritura, al cabo, una encarnación? Sí, lo es, sólo que el poema es una encarnación sin muerte y la vida no.

Me pregunto si esto es lo que me estoy jugando al unirme a Ranieri en su viaje hacia el sur: el abandono del fantasma, el espectro, el recuerdo, la premonición, todo lo de Carolina, que se quedará rondando mi ausencia en

Recanati. No creo que su figura se desplace conmigo a las tierras del sol. Carolina Grau salió de la niebla y se perdio en la niebla. Creo que el sol la mataría. Pero ¿cómo se mata a un fantasma?

Pienso esto y me doy cuenta del engaño en el que he vivido. Hablo del fantasma de Carolina porque para mí su recuerdo es espectral. Pero Carolina existe, es una mujer viva que yo vi con mis propios ojos, que pasó bajo mi ventana y que habitó la posada local de Recanati, tal y como se lo dijo el ventero a mi padre.

Entonces Carolina-fantasma no existe, es un producto de mi imaginación. Sólo hay la Carolina de carne y hueso y a ella no la volveré, acaso, a ver. En cambio, el fantasma me aguardará siempre, parte del legado ancestral de Recanati. El fantasma nunca me dejará, aunque la persona jamás vuelva a aparecer. Entonces la compañía de Ranieri, un hombre de carne y hueso, no un fantasma, para nada disipa el espectro de Carolina pero sustituye la presencia física de la mujer con la amistad de un hombre real.

Decido acompañarlo al sur.


En Nápoles, todo pasa en la calle. El contraste con la soledad pueblerina de Recanati no puede ser mayor. Aquí hay barberos y escribanos en las calles, las mujeres se venden y también, la pasta en calderas. Pasan mujeres descalzas y preladas ricas, soldados y marineros, carruajes con caballos emplumados, usureros sonajeando con las manos llenas de monedas de todas las naciones. Hay campanadas incesantes, gritos de las pescaderías, gritos de los ropavejeros, anguilas agitándose en las alcantarillas.

Y pastelerías. Me descubro y se lo declaro al mundo: adoro comer pasteles. Es un gusto que me desconocía a mí mismo. Devoro tortas, caramelos, pastelitos rellenos de vainilla y chocolate. Ranieri se ríe: voy a volverme gordo. Yo no río. Lo miro y me refugio en una solidaridad clandestina disfrazada de gran pastel napolitano. Mis sentidos debieron despertar en este puerto mitad árabe y mitad italiano. Por el contrario, la satisfacción los adormece y llega a aparecer una suerte de aburrimiento que acabo de asociar, simplemente, con un sublime sentimiento humano que no satisface ningún bien mundano…, ni siquiera el mundo entero.

– ¿Acusas a la vida de insuficiencia? -me pregunta Ranieri, sentados los dos en la calle, afuera de una heladería.

– La insuficiencia es un signo de la nobleza humana. Los mediocres no conocen el tedio.

– Los animales no lo conocen tampoco -ríe mi amigo.

Me mira de manera intrusa mientras devoro mi helado de chocolate.

– ¿Sabes que te ha vuelto el color? -señala Ranieri y no me pide respuesta-. Tenías una tristeza amarillenta cuando te conocí.

Reacciono.

– Pero escribía. No era negligente.

– No, la tristeza no es un vicio, sino una inquietud.


Quete impide trabajar -insisto.

– Sólo que en medio de la monotonía -suspira él.

– Oremos -digo como un sacristán porque deseo poner a prueba el contraste que Ranieri acaba de establecer -¿hacía falta?- entre la severidad provinciana de Recanati y el carnaval mediterráneo de Nápoles.

Hoy es la fiesta de Corpus Christi en la catedral y cuando entramos cantan el Laude de San Salvatore que Tomás de Aquino escribió para esta misa. En la penumbra de la iglesia, el espeso humo del incensario y las voces de la laudación contrastan de inmediato mi vida anterior en la frialdad de Recanati y la actual, en la tibieza de Nápoles, preguntándome cuál es mejor, más preciada para mi poesía, esta que me llena de un placer flojo o aquella que me impartía una angustia activa. En la mirada de Ranieri sólo veo la primera: la alegría negligente del sur, el teatro, el sexo, la inmediatez. Lo veo y siento un terror súbito.

Esa noche me atrevo a mirarme al espejo.

Nunca me he visto en el espejo de este hotel en Nápoles.

¿Qué dice un espejo en el que nunca nos hemos mirado? ¿Un espejo que no puede contener imágenes de mí anteriores a mi presencia aquí y ahora?

¿Qué excusa, qué persona, qué cosa reproduce cuando nadie lo ve?

No creo lo que veo.

El espejo refleja no mi rostro, sino el de Carolina Grau.

Los labios sc mueven.

La voz habla.

"Ámame, Giacomo. Necesito amor, fuego y vida. Mi alma se muere sin ti. Necesito entusiasmo. El mundo no fue hecho para mí. Lo vivo por instantes. Llego y desaparezco. Devuélveme al mundo, Leopardi. Regresa a buscarme. Estoy cansada de peregrinar de cuerpo en cuerpo, de un tiempo a otro. Ámame. Pídeme que me quede contigo."

Y añade con voz de mando y angustia: "Regresa a Recanati. Allí te espero. En tu propio espejo".

La voz y la imagen se apagan.

Entonces, detrás de mí, aparece Ranieri y se refleja en vez de Carolina. Se refleja junto a mí y dice:

– El diablo es más negro que como lo pintan.

La ciudad se llena de seres enmascarados.

Yo entiendo que debo huir de Nápoles.

Abandonar a mi amigo.

Es el carnaval.


Señor, ¿me he vuelto impalpable? Regreso a Recanati lleno de dudas, inquietud y sufrimiento. Ranieri no mostró sorpresa ni intentó disuadirme. La temporada teatral de su amante terminaba y él regresaría a Roma. Nápoles en el verano es infecto, dice.

No menos "infecto" será Recanati. Cárcel, cueva, sepulcro, ¿por qué regreso a este sótano y abandono el sol napolitano? Hay ironía y miseria en nuestras vidas. que regreso porque la voz y la imagen de una mujer que no es mía me lo ordenó. Entiendo mi dolor, mi inquietud, mi sufrimiento. Mi única mujer es imaginaria: la mujer que no se encuentra. La vi una vez y me hago a la idea de que fue la única vez.

– No volveré a verla.

Eso creía, hasta que Carolina Grau se apareció en el espejo de una recámara de hotel en Nápoles y me dijo "regresa", con la promesa implícita de un reencuentro. Abandoné la presencia física de mi amigo Ranieri, tan parecido a Carolina, a favor de las voces de un espectro. ¿Por qué? Por un amor que sentí una sola vez y que siento -y siento- como la única cosa mejor que la poesía. Me convenzo de que sin ese amor no puedo obtener la grandeza poética, y creo que el amor, más que la experiencia de la felicidad, es la búsqueda de la felicidad. ¿Es sinónimo, por esto, de una libertad que jamás se alcanza, sólo se busca, y en la búsqueda se encuentra lo que jamás alcanzamos: ser libres?

Todo amor es trágico, porque la mujer que creemos poseer nunca es el objeto verdadero y final de nuestro amor. Me digo que el amor debe trascender las apariencias. Pero gracias a Carolina Grau yo sólo tengo la apariencia del amor. Y el amor no sabe si esta mujer, la única que yo deseo, volverá algún día.

De regreso a mi casa, me miro al espejo y me digo que los dioses sólo le han dado poder a la apariencia del hombre. El amor no se aparece en formas sin gracia.


Me miro al espejo y no logro convocar de vuelta la imagen de Carolina Grau. El espejo se vacía de imágenes. Empieza a reflejar mi propio rostro. Me aparto. Me doy cuenta de que tengo miedo de mí mismo.

Mi padre no me ha perdonado el abandono del hogar y de la ciudad patriarcal. Un criado se encarga de informarme que mi padre no tolera mi presencia. Ha prohibido que mis primeros libros entren a su magnífica biblioteca. Mi madre, en cambio, me acoge, aunque sólo para informarme de las malas noticias.

– Tu padre quiere que seas el último de los Leopardi. Tu fuga lo ha consternado. Él te imaginó para siempre encerrado en esta casa. Quiere asegurarse de que serás el último. Te fuiste al mundo y le rompiste la ilusión…

– ¿Y tú, mamá?

– Yo sólo quiero que te mueras niño y te vayas al cielo…

– Pero ya no soy niño…

Ella irrumpe en llanto y dice, "estoy acosada por tus pecados".

Yo salgo de la recámara de mi madre con un temblor pálido en las manos y una certidumbre en el rostro: estoy cambiando.

Voy a la ventana donde un día divisé a Carolina Grau.

Sé que mi gesto es inútil.

Ella no volverá.

Ella se mostró una sola vez en la vida para que la recordase y la desease siempre. ¿Volverá, al menos, a mostrarse en el espejo? ¿Aquí, en Recanati, como lo hizo en Nápoles?


No. Lo que mi espejo revela es mi propia transformación. Una cabeza empieza a brotar del cuello al lado de la mía. Otra surge del lado contrario.

Sofoco un grito de horror.


¿Qué ha pasado? Redescubro el color de las cosas. No sabía que el fuego era blanco y las estrellas azules a medida que mueren. Me rodean en la tierra insectos en fuga. Me sobrevuelan pájaros mitológicos: Aedón, el ruiseñor que asesinó por error a su hijo y ahora canta sin cesar para lamentarse; el cisne nacido de una laguna sepulcral; la lechuza cruel de Palestina; pero también la arpía alada que ensucia los nidos del mundo… Todo se ha vuelto insólito. Nada es común y corriente. Desconozco las causas de todo. Me siento obligado a inventarlas. Sólo imagino nombrando. Sólo nombro asociando la letra a la sílaba, la sílaba a la palabra y la palabra al verso… ¡Cuánta cosa herida! ¡Cómo te veo, mi bella Carolina! ¿Por qué te acercas a mí cargada de cadenas, los cabellos al viento, sin velo pero escondiendo el rostro, de rodillas, llorando? ¿Por qué te hincas a mi lado en la tierra incansable? ¿Fuiste sueño y ahora eres esclava? ¿Dejaste de ser mujer para convertirte en tierra y llamarte Italia mía?

Ruego que mi sangre enardezca los pechos de mis compatriotas. Les advierto que serán dichosos mientras en este mundo se hable y se escriba. Eso me enseñaron Nápoles y Ranieri. Ser italiano, no sólo piamontés o lombardo. Ser mediterráneo. Vi por primera vez el mar y me entendí a mí mismo. Hl mar existirá aunque yo me encierre en la piedra.

Las estrellas se están cayendo al lejano mar de Nápoles pero mi amigo Ranieri se acerca a mi tumba y escucha a mi padre murmurar:

– Chi a morti, li cavi.

Que nuestros muertos sean mostrados.

Ranieri pone una flor en mi tumba.

Nadie se ha dado cuenta de que en mi fosa me esperan cinco cabezas mías, anhelantes de seguir conmigo en la muerte. Pero cuando mi padre ha regresado al palacio de Recanati, Ranieri se queda en el camposanto, ya solo y con las manos ardientes y heridas excava mi tumba, extrae mi cadáver fresco aún, lo deposita en una carroza, no se da cuenta de que en el camposanto de mi tierra han quedado abandonadas las otras cabezas de Leopardi porque acaso sólo aquí, enterradas, seguirán esperando al siguiente poeta italiano. No me siento, por ello, abandonado por ellas.

Ranieri arranca con cuatro caballos de regreso al sur.

– Morirás en Nápoles, Leopardi -dice con voz sofocada mi amigo-. Tu tumba no tendrá nombre. Eres poeta. Tu poesía es tu fama, tu nombre y tu verdadera tumba…

Encerrado en mi féretro, siento que todo se ha vuelto nuevo, insólito; nada es común y corriente. Yo desconozco la causa de todo. Mi imaginación se enciende. Todo lo pequeño se vuelve grande. Todo lo feo se adorna de belleza. La oscuridad se ilumina. Se suceden al mismo tiempo los sueños y los portentos, la riqueza y el vigor, la emoción y el deleite.

Ranieri me ha enterrado en la fosa común de Nápoles.

Yo espero que venga Carolina Grau, un día, a rescatarme de la muerte.

Entonces escucho la voz a mi lado en el féretro.

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